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El Camino Sigue y Sigue

por Jorge M. Barberi

Hoy me siento con ganas de escribir, pero no tengo mucha experiencia. Recuerdo el pequeño
cuarto que sabía utilizar mi querido Juan; su padre, Martín se lo había dejado a él y ahora él me ha
pedido que se lo cuidase mientras no está. Ha viajado varias veces por el mundo pero es la primera
vez que me atrevo a entrar en la oscura habitación. Abro la puerta y me sumerjo en ella. A duras
penas puedo ver algo y tropiezo varias veces hasta que por fin logro vislumbrar un rayo de luz. Me
acerco y dejo que la claridad del Sol inunde la sala.
En el suelo hay un pequeño taburete, que me mira de reojo riéndose de mi rodilla todavía
dolorida, y varias cajas con papeles. La pared, enmarcada con estantes, da cobijo a varias decenas
de libros, y un poco más cerca una pequeña mesa sobresale triunfante junto a la ventana.
Entonces una brisa mañanera se aventura galopante entre los firmes postigos de madera y el
taburete parece partirse de la risa al verme perseguir a varias hojas que corretean por la habitación.
¡Tremendo ejercicio!
Ya no ríe, lo he levantado del piso y me he sentado sobre él cerca de la ventana. La mesa parece
acogedora: aquí y allá soberbios mapas se resisten cual granaderos a la brisa que los provoca con
sus idas y vueltas. Sobre ellos diviso paisajes lejanos coronados con innumerables Montes hasta
entonces desconocidos para mí. Del otro lado se alza imponente una pila de papeles con historias
aún no escritas sostenidas con el peso de un libro regordete que ya ha olvidado como llegó a
apartarse de sus amigos.
Pero en el centro hay algo que no esperaba: una hoja en blanco. La miro absorto mientras los
lápices se deslizan desde un pequeño cajón hacia mi mano. ¿Será que quieren que yo también me
aventure? ¿A dónde voy? ¿Qué he de llevar? ¿Y si me pierdo? En definitiva, ¿no es un tanto
arriesgado?
Pasado el momento de histeria redescubro los papeles que estaban en el suelo y que todavía
sostengo en mi mano; uno sobresale con una sonrisa burlona y es él quien me indica el “dónde”: en
su pecho, tatuado en tinta roja, surge un mapa que en sus trazos finos indica un parco itinerario.
Muy bien, ahora que sé hacia dónde, debo pensar qué necesito llevar y medito. Para muchos es
cuestión de esperar que llegue la hermosa Calíope y salir con lo puesto buscando la originalidad,
pero no creo que encuentren algo nuevo bajo las nubes. Sin embargo, a mí no me apetece quedarme
sentado esperando a que llegue mejor me preparo para el viaje.
Repaso la habitación con la mirada y, apoyada junto a la pata de la mesa, descubro una tablilla y
un viejo estilete. Los recojo y, acto seguido, rescato las hojas con historias aún en el tintero que me
abrazan agradecidas por haberles quitado el peso de encima. ¡Pobrecillas!
Estoy entonces a punto de voltear cuando diviso el libraco, yaciendo ahora solo sobre la mesa,
que clama por piedad. Casi me deshago en lágrimas por mi torpeza y lo devuelvo con gusto con sus
compañeros. ¡Ay de mi cabeza! ¡Algo seguro me iba a olvidar! ¿Es que me voy de viaje y solo llevo
para escribir? Seguro que alguno de estos libros me sirve como compañía. Repaso detenidamente
los estantes mientras redescubro a aquellos con los que he platicado largo y tendido. Es todo un
reto, la mayoría está orgullosa de haberme enseñado algo, pero al final descubro uno que se asoma
tímidamente y sin permiso entre los envidiosos manuales. Lo tomo entre mis manos y lo lavo con
caricias. Las letras doradas de su lomo ya casi desaparecen pero en la tapa se desdibujan un árbol y
una hoja.
Tablilla, estilete, hojas, lápices y un libro. Me apresuro a cerrar la ventana y me aventuro
nuevamente en la oscuridad hasta la puerta. Al llegar me quedo parado en el umbral escuchando la
risa apagada del taburete. Delante mio, más allá de la cerca, se extiende un extenso prado cubierto
de rosas silvestres y violetas y aquí y allá algún que otro manzano. Diviso un río y junto a él un
bosque, mientras en las lejanías unas montañas se alzan majestuosas socavando el mismo cielo.
Cierro la puerta pero no le hecho llave, no sea cosa que alguien venga y necesite consultar los
libros de las estanterías o hacer uso de las pálidas hojas impacientes que dejé sobre la mesa. Cruzo
la cerca y comienzo a caminar. “El camino sigue y sigue desde la puerta... hoja tras hoja”.

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