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Observación preliminar por Pier Paolo Pasolini

[“Premessa”, publicado como prefacio de la compilación de textos críticos de Jean-Luc Godard, Il


cinema è il cinema, Garzanti, Milán, 1971, pp. 11-13. Traducción: FLV.]

En una entrevista sobre Vie nuove, Godard me llamó “burócrata”. ¿Se ha planteado, Godard, el problema lingüístico de la palabra “burócrata”? No,
pero evidentemente está implícito. Todas las peripecias de esta palabra, desde la base de su uso canónico (ministerios y afines), al lugar –análogo,
pero más allá de la línea de demarcación revolucionaria– del estalinismo, su retorno, bajo forma metafórica, en las autocríticas de los partidos
comunistas después del XX Congreso, y la gradual rarefacción de dicho uso (que llegó a su culminación en el mundo cultural checoslovaco, pero
también soviético, durante los años optimistas, krushevianos); el rebote posterior de dicha palabra en ambientes tout-court anticomunistas de
izquierda, comprendiendo en un solo semantema principal, cada vez más metafórico, comunistas estalinianos, comunistas anti-estalinianos, y
comunistas medio y medio; y por fin, su revival en un lugar “mixto”, que comprende vanguardia y movimientos estudiantiles, en los que
“burócrata” es definición denigrante tanto en sentido estético como político, etc., etc. Godard cortó el “significado” del “significante” burócrata,
como ornitólogo que ensarta con la aguja un insecto al vuelo. ¿Por qué lo hizo, en mi contra? Porque me ocupo de lingüística y semiología (mal,
en tono diletante, como por otra parte aseguran algunos profesores universitarios, autores –siguiendo, en términos cronológicos, mi iniciativa– de
brumosos e ininteligibles escritos de semiología del cine, quizás exactos culturalmente, pero sin una sola idea). Desde el momento en que me
ocupo de lingüística y semiología, soy, entonces, para Godard, un aguafiestas. Y por lo tanto un burócrata. Porque la universidad es burocrática;
porque la academia es burocrática; porque la especialización es burocrática; porque el trabajo es burocrático. Y Godard, temiendo ser devorado
por toda esta burocracia, suspende sin distinción y se defiende en bloque de los aguafiestas. ¿En qué consiste, en suma, el evidente equívoco de
mi dulce, humanísimo amigo Godard? Consiste en creer ingenuamente que toda lingüística y toda semiología son normativas.

Ahora bien, la norma, y la normatividad, son efectivamente antropofágicas; es necesario sin duda, confrontarlas, preservar la propia integridad
física. Sin embargo –y éste es el punto ignoto de Godard– no es en modo alguno cierto que la lingüística y la semiología sean normativas. Por el
contrario, en realidad, en cuanto ciencias, nunca lo son (sólo llegan a serlo en escuelas o academias). La lingüística y la semiología son sólo
instrumentos de descripción interna, y por ende de comprensión especializada –esto es, profunda– de la obra. (Y es que, en última instancia, sólo la
especialización, con su jerga, puede consentir la profundidad.) Ahora bien, el cine de Godard es un cine especializado justo en este sentido, y ha
contribuido a crear el cine como lenguaje que se tiene como objeto a sí mismo = metalenguaje. Sólo que Godard, con toda su jerga, no lo sabe.
Pero esto nada significa, y no excluye la realidad de la cosa. Godard tiene una idea mítica del cine: al hacer “cine sobre el cine”, hace “mito sobre
el mito”, es cierto. En todo caso, de modo objetivo, es decir, para mí, que lo estudio, tal cosa no quita que Godard, precisamente con su cine como
metalenguaje, haga “semiología viviente” del cine.

Y ahora invierto la cuestión. Godard me dice burócrata (creador de “normas”) a mí, que no soy más que un simple (diletante) analista, investigador
objetivo de normas existentes. Cuando la realidad, en cambio, es que el “creador” de normas (y por tanto el “burócrata”) es él. De hecho, haciendo
“cine sobre el cine”, en todas sus películas, Godard ha instituido necesariamente una serie de instrumentos estilísticos, formales, y... gramaticales,
para proceder a esta operación “metalingüística” de reflexión del cine sobre sí mismo. ¿Por qué habrá ocurrido tal cosa? Pues porque Godard, en el
fondo de su naturaleza, es un ensayista (o, para decirlo mejor, un moralista típico de la cultura francesa): la conjunción del investigador lingüístico
inconsciente (y por ello facciosamente hostil a toda forma de conciencia), y el moralista de fondo, no podía dar como resultado otra cosa que una
normativa invención de nuevas normas. El moralista es siempre preceptivo, y –aun cuando a veces lo sea de modo adorable– terrorista. ¿Pruebas?
Pues bien, al menos la mitad del nuevo cine en todo el mundo es godardiano, es decir que obedece a reglas, sigue normas establecidas, aunque sea
sin intención normativa, por Godard. Lo repito: en todo el mundo. Signo de su importancia, milagrosa; pero también de su “autoridad”. De la que
él, hombre delicioso –fraterno y no paterno– se defiende con rabia también, ingenua.

En conclusión: todos los films de Godard, como se habrá notado, son “contes philosophiques”, cuyo pensamiento filosófico es esencialmente
lingüístico. En consecuencia, el presente libro es un libro absolutamente metafórico, y algún audaz estudiante universitario (por cierto que no
alumno del profesor Garroni) podría traducirlo, literalmente traducirlo, en un manual en que se expliquen, en su nacimiento y definición, las
condiciones mentales primero, y luego técnicas, por las que se hace normativo el cine como metacine.

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