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EL SERMÓN DE LAS SIETE PALABRAS.

RAÚL DORRA.

Señor, yo no soy digno


La primera vez fueron sus golpes poderosos, fue su nítida voz en la mañana; fue
también mi respuesta todavía indecisa:
-Todo intento es inútil, señor, porque yo no soy digno.
En la segunda vez me llamó del mismo modo pero ahora la fuerza de sus golpes llegó
para indicarme que estaba calculada mi respuesta, que estaba calculada y también
desechada como un fugaz equívoco, un ilusorio poder de resistencia.
-Señor, yo no soy digno.
Y tornaron sus golpes y tornó mi respuesta y más tarde, sin duda, debió reconocer que
había deslizado algún error al formular sus cálculos porque lo vi llegar, alto en el alba, e
instalarse a la entrada con algunos avíos para una breve espera.
-No lo intentes, señor, porque yo no soy digno.
No sé qué persistencia será más admirable, si la suya o la mía. No sé por cuánto tiempo
continuará a mi puerta. Sus golpes cada vez se hacen más débiles. Ay semanas y meses
y hasta años enteros que no se los escucha. Por eso cada tanto descorro algún visillo y
miro fugazmente para verlo perdido en la maraña de pelos y de barbas, agachado entre
tarros con restos de comida. Le repito.
-Señor, yo no soy digno.
Me es fácil advertir cómo envejece. Ignoro si él percibe que mi voz es cada día más
robusta.

Por qué me has abandonado


Dejé que su existencia cundiera sobre mí; cubrí su cuerpo con mis propias vestiduras;
llevé agua hasta su boca cuidándola en el hueco de mis manos. Y pareció saciarse y se
durmió y era un sueño tranquilo ?yo velaba a la sombra de sus párpados? y luego
despertó y abrió los ojos todavía nublados y distantes, y luego me miró, y tenía en los
ojos esa luz apagada, irrestañable. Debí inclinarme más sobre su frente para oír lo que
entonces me decía:
-Por qué me has abandonado.
Le pregunté qué le era aprovechable aún de mí; rogué que dispusiera de los últimos
tramos de mi fuerza; mis manos le oferté. Creo que vacilaba pero luego a mis manos
accedió; me desprendió las manos y las guardó consigo y se quedó mirando los
muñones sangrantes y tenía en los ojos esa luz apagada, irrestañable.
-Por qué me has abandonado.
Le reclamé, le urgí, le pedí con urgencia que me usara del modo que quisiera, que
bebiera mis ojos, que tomara mi lengua para limpiar el sitio donde apoyaba el cuerpo,
que comiera de mí lo que le fuera más nutricio o simplemente aquello que su antojo
pidiera. Que entrara, dije, en mí como en su reino, y que escogiera o que tomara todo.
Yo lo vi sonreír. Suavemente sonrió mientras se erguía y aún mientras hacía el primer
tajo. Abrió mi cuerpo entero; lo abrió prolijamente y lo miró y era como si vacilara, lo
miró y lo ocupó, se expandió por mis miembros y mis vísceras, respiró por mi piel, por
mis pulmones, creo que se aquietaba, creo que estaba cerca la tregua que buscábamos;
luego filtró su voz por mi garganta y despegó mis labios; su voz era apagada,
irrestañable:
-Por qué me has abandonado.

Antes que cante el gallo


La marcha había abrumado aun a mis verdugos; pero sólo quedaban aquel último tramo,
la casa hacia un costado, entre las plantas, y en el fondo el cadalso como un alto
escenario bajo el sol. La arena era una llaga.
Notoriamente recio, inexpugnable, avanzó el oficial hacia nosotros. Se paró, nos obligó
a parar; sus ojos aplastaban. Era evidente que ninguna otra cosa le importaba sino aquel
espectáculo que armaba con sus gestos de dominio.
-La sentencia le ha sido levantada -me anunció-. Ese señor, allá -e indicó brevemente
hacia un sitio impreciso como queriendo señalar que indicaba por mera formalidad, que
aquel sitio era imposible de ignorar?, ha dado testimonio a su favor. Lo ha reconocido.
Agradézcale, pues.
El hombre al que aludía estaba casi de espaldas, casi cubierto por las hojas. Sólo podía
ver sus altas botas de montar, pero a partir de ellas logre reconstruir su cuerpo entero, la
rotunda cabeza, la fusta entre las manos, el correaje cruzando por su pecho, toda aquella
imponencia de la que el oficial era sin duda apenas el reflejo.
¿Qué querría de mí, ahora?
Es cierto que temí que el oficial reconociera vacilaciones en mi voz. Pronuncié con
detalle cada sílaba:
-Yo no conozco a ese hombre.
E insté a mis verdugos a proseguir la marcha.
El oficial tardó un instante en reaccionar, tocado en algún sitio vulnerable. De inmediato
se puso al lado nuestro y hablo sin detenerse:
-Las palabras de él han sido terminantes. Sabe todo. Ha revelado incluso detalles de su
infancia. Exigió sin oír.
El hombre, ahora, se hacía más visible. Había juntado las manos por detrás de su cuerpo
en actitud de espera. Pero en lugar de la fusta previsible sus poderosos dedos apretaban
un mísero palito con la punta quebrada. La voz del oficial sufrió un leve desgarro.
Insistí:
-Yo no conozco a ese hombre.
Empujando ya casi a mis verdugos subía por las gradas cuando llamó de nuevo la voz
del oficial. Se diría que estaba aproximándose al sollozo.
-Anunció que lo espera para darle el abrazo del perdón. Me lo ha exigido a mí; me ha
hecho responsable y en nada transigió. ¿Qué he de decirle, entonces?
Desde la plataforma alcancé a dominar todo el paisaje. El sol bajaba ya con suavidad
sobre el camino donde habían quedado las manchas de mi sangre. También veía al
hombre en cuerpo entero; podía verlo ahora: sus espaldas rellenas con estopas, su nariz
de cartón apenas sujetada por un hilo; sus afeites ridículos; ¿en qué nos parecíamos?
Abajo el oficial se arrodillaba sobre el último rastro dejado por mis pies:
-¿Qué he de decirle, entonces? ¿Cómo podré mirarlo? Ha ordenado una fiesta para
usted.
Es muy cierto que no me conmoví; que nada me importaba ya sino el final.
-Lo lamento ?le dije?; pero no lo conozco.
Y puse con cuidado mi cabeza para abreviar trabajo a los verdugos. Creo que un gallo
cantó lejanamente aunque pudo tratarse nada más que del ruido del metal.

La paz sea con vosotros


Alguna vez estuve próximo a ese difícil estado que se puede llamar felicidad. Fue en el
hospital, en la espantosa época de las curaciones. Dos veces en el día me sacaban las
gasas con pedazos de carnes y de coágulos. Y luego removían las heridas empujando
hasta el fondo un algodón mojado como en fuego. Yo apretaba la boca a fin de poner
freno a los quejidos pero el dolor era tanto y quemaba de tal modo que los gritos se
hacían enseguida irreprimibles. Sobre todo en las tardes llegaba yo tan lejos con mis
gritos que acababa quedándome sin voz. En las tardes, recuerdo era como si la garganta
acabara entregándose, sobrepasada ya, impotente y vacía. Una tarde ocurrió: la
garganta, recuerdo, ya se había entregado y el dolor no dejaba de crecer. Al filo del
desmayo alcancé una vislumbre, sentí, quiero decir, como si hubiera dado contra un leve
tabique que mostraba y negaba ese difícil estado. Pero la felicidad estaba ahí, detrás,
casi podía percibirse el resplandor. Era cuestión de que las pinzas llegaran todavía más
al fondo y yo me mantuviera con los ojos abiertos. Entonces el tabique se derrumbaría y
habría aquella luz interminable. ¿Pero quién mantiene los ojos abiertos? ¿Quién entrega
hasta el último respiro y aún puede esperar entre las llamas a que caiga el tabique?
Algo parecido sucede con la paz. Yo no la conozco, es cierto, pero un amigo mío que
volvió de la guerra solía referirme lo siguiente. Estaban atrincherados, en plena
escaramuza. Había que abatir a un enemigo que crecía sin término y era cuestión,
entonces, de disparar sin tregua. El enemigo, en realidad, no disparaba, no se defendía,
no hacía sino reemplazar a sus muertos y crecer. ¿Cómo vencerlo? Para contrarrestar la
pérdida de tiempo que supone el recargar un arma que acaba de vaciarse, el jefe había
dispuesto que un grupo de soldados, los de vista más torpe, tomaran a su cargo esa tarea
y entregaran las armas ya cargadas y listas a los mejor dotados. Para mi amigo,
entonces, la tarea era simple: se reducía a apuntar, vaciar la carga, bajar los brazos, dejar
el fusil y tomar el siguiente. El movimiento era tan rápido y perfecto que entre un paso
y el otro, o entre un ciclo y el otro, prácticamente no había interrupción. Se tomaba un
fusil y se mataba. Instalado en aquella febril continuidad, mi amigo, sin embargo,
percibía un extraño desajuste. Se mataba, se acababa la carga, se bajaba los brazos, al
instante siguiente se tenía de nuevo un fusil en las manos. Era un instante en el que
levemente se aflojaban los músculos del hombro. Apenas un instante en el que mi amigo
se sentía invadido por una beatitud que no acaba de describir.

Todo está consumado


Después de la agonía de una noche en la que se ha terminado por desfallecer ante la
proximidad siempre creciente de lo irreversible, se siente entrar el alba, la cara sobre los
ladrillos mojados por las lágrimas, sin alzar la cabeza. Cinco minutos más, una hora
más, y se oyen ruidos de llaves y cerrojos. Hombres prepotentes avanzan desde la
penumbra. No se sabe cuántos; no se vuelve uno a mirarlos porque ya todo es lo mismo.
Entran y vociferan y lo paran a uno y lo maniatan y lo empujan afuera con los ojos
vendados. Se siente el fresco del amanecer, pero por los pasos y las voces se conoce que
no se está al aire, que se atraviesa largos corredores en sombra todavía. Se avanza como
si ya el cuerpo no existiera organizadamente, como si todo se hubiera reducido a ese
febril distanciamiento de brazos y de piernas, a ese amargor en la boca. Finalmente se
llega hasta un lugar abierto, a una brusca planicie donde el aire se vuelve insoportable y
las voces se alejan mezclándose y multiplicándose. Alguien lo apoya a uno contra la
pared y le dice palabras que no está en condiciones de entender. Hacia el frente va
creciendo el murmullo movimientos, protestas, ruidos de armas; también risas. Luego
una voz se eleva hasta imponer silencio y entonces ya no quedan sino esa voz y uno. Y
este frío cortante y tal vez cerca, dolorosamente, perdidamente cerca, algún rincón
pequeño entibiándose al sol. La voz ha preguntado si uno quiere que la venda le sea
retirada de los ojos y uno dice que no con la cabeza. Hay silencio y se tiembla. La voz
se ha apartado, se levanta, busca otra dirección, va de sílaba en sílaba: -pre-pa-ren...-
Ruido de armas de nuevo. Por encima, a lo lejos, el rumor de un desbande, quizás
pájaros. Las venas de las sienes y del cuello; el corazón irrefrenablemente. La voz
regresa ahora desde todos los lados y la orden divide brutalmente la palabra: ¡aaa-
punten...!
Ya se puede pensar: he aquí que está todo consumado; he aquí lo que fue tu porvenir,
este dichoso estado de abandono en que el cuerpo respira suavemente.

Que alguien arroje la primera piedra


Retrocedió hasta que su espalda se aplastó en la pared; nosotros avanzamos otros
metros, las piedras en las manos levantadas, la mirada tendida como un arco. Su
expresión no era fácil de escrutar, la boca la tenía casi abierta, los rasgos afilados,
expectantes, al punto que diría que aquel rostro era un rostro de asombro. Pero entonces
hubo algo ?¿un parpadeo, un súbito temblor de comisuras? ? que indicó que el sujeto
quería reincidir en sus discursos, y algo hubo en nosotros esta vez ?¿un lujo, un alarde
de fuerza y de firmeza?? que allanó sus propósitos.
Lo que dijo es ocioso recordar. Insistió en su retórica; no hubo frase que fuera
novedosa: otra vez la teoría del perdón, el deber de la paz universal, el prometido reino
de amor y de justicia. Lo dejamos que hablara y se exaltara; que hablara e ignorara.
Concluyó con los labios espumosos, después hubo una pausa, una pausa y miró, nos
miró, estaba desencajado, satisfecho de sí, aflojó levemente los brazos y los hombros,
las últimas palabras fueron casi un susurro.
-Y ahora, que alguien arroje la primera piedra.
Nuestros brazos también fueron bajando. Entonces construimos entre todos un silencio
perfecto. El aire comenzaba a refrescar; desde el sur nos llegaba como un ruido, como
un olor a lluvia mezclado con ladridos incesantes, lejanísimos. Fue entonces que le
vimos aquel gesto con que el hombre indicaba algo más que un alivio. ¿es que estaba
sintiendo que salvaba su vida, o pensó que nosotros escuchamos por fin y
comprendimos, que después de sus trucos había conseguido este milagro, su único
milagro verdadero? Algo de eso creyó, seguramente. Por eso se volvió, solemne y
suave, como quien pone fin a la jornada.
Esa fue la señal. No hubo primera piedra: todas llovieron juntas sobre su cuerpo
escuálido; y fueron enseguida los insultos, esa breve y frenética carrera, el fervor de los
gritos y los golpes.
-¿De qué amor nos hablabas? ¿Para quién la justicia? ¿El perdón para quién?
Trabajo ciertamente nos costó desprender hasta el último pedazo de la pared rugosa. En
el arrebato, en la voracidad, hubo quienes terminaron quebrándose las uñas, hubo
quienes se lanzaron gruñidos con los dientes clavados en el mismo pedazo, quienes se
fueron a las manos por una entraña mísera, quienes se atragantaron y vomitaron
coágulos.
Lo recuerdo yo logré un trozo informe en el que vi mezclados cartílagos y venas.
Recuerdo que la sangre, que el sabor de la sangre no era muy agradable.

 
Dad al César...
-¿Eso es todo?- le pregunté, con inútil impaciencia.
El hombre se tomó tiempo para responder. Se sentía cumpliendo grandes gestos.
-Hay algo más- me dijo. Y comenzó a inclinarse.
Atrás, junto a la roca donde golpeaba el sol, la torpe multitud nos injuriaba. Me tendió
sus sandalias comidas por la tierra; después se quitó el trapo que le cubría el cuerpo.
Quedó ante mí desnudo, inexistente ya, ridículo. Los gritos arreciaban.
-Y también esta carta. - agregó -. Entréguela en persona. Conocerá que la ley fue
respetada y estaremos en paz. A cada cual lo suyo.
Me sonrió levemente y me alargó su mano. La ignoré. Puse aquellos objetos en la bolsa
y fui hacia mi caballo. El sol era un fastidio, ese peso en la nuca y las espaldas. El
hombre, mientras tanto, caminó hasta la roca con gravedad absurda, como si todo fuera
previsible y perfecto. Les habló sin sentirse buscado por los gritos.
-Y bien; aquí me tienen. Vengo a darles la parte que les toca y estaremos en paz. A cada
cual lo suyo.
Desatando las bridas temblaba de la cólera. ¿Y era acaso por esto que había yo hecho el
viaje? ¿Qué negocio era aquello? ¿Qué ganancia obtendría de esos objetos míseros? De
pronto hubo silencio. El hombre comenzaba a desprender sus miembros y los iba
arrojando. Lo hacía sin esfuerzo y casi con alivio. Monté. Había algunos perros
merodeando y una mujer oscura más allá se inclinaba desnudándose un pecho.
Retornaron los gritos:
-¿Y qué haremos con esto? ¿y blandían un brazo, un trozo de cadera?. ¿Qué provecho
dará esta pobre carne?
Atardecía. La noche iba a encontrarme galopando. Repugnado, aliviado, me coloqué el
sombrero. La cabeza del hombre habló desde la roca con una voz intacta:
-Pero es la Ley. Yo no tengo otra cosa para ustedes. La Ley debe cumplirse.
Azucé mi caballo. Para avanzar más libre desprendí aquella bolsa y la dejé rodar sobre
la arena. Galopando ya en medio del desierto, oía aún los gritos:
-¿Qué ley? ¿Qué ley?

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