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—¡Ssssh!
—¡Ssssh!
Entonces Quetzalcóatl, de puntitas, y el perrito en sus dos patas traseras, ligeros como el
viento y con prontitud, escaparon.
EL GIGANTE ITZEHECAYAN
—Ése. Como bien puedes ver, es como una fortaleza que rodea todo el Mictlan, y lo
defiende; y aunque es ciego y carece de tacto, puede oler y puede oír mejor que un tigre.
—¿Qué, otro tigre?, ¿Otro tigre? —repitió, presa de pánico, el nahual—. ¡Éste sí nos
matará! ¿Cómo podrías vencerlo, Quetzalcóatl, si a mí, con sólo respirar a veinte pasos,
me mandaría de regreso hasta mi choza?
Y era cierto. El nahual tenía razón. Itzehecayan era enorme, incalculable la fuerza de
sus brazos. Desde lejos podían vérsele los músculos, altos como montañas; una pierna
de Itzehecayan era gruesa como un roble; de los orificios de su nariz, al respirar,
parecían salir ciclones y huracanes, y en sus doscientas manos se acumulaban dardos,
puntas de flecha, navajas de obsidiana y agujas de maguey.
El nahual, que temblaba como una mariposa, no podía dejar de verlo. Aun Quetzalcóatl,
con ser un dios, sudaba frío ante Itzehecayan. Ehécatl se puso a meditar: sabía que los
vientos, no siendo inteligentes, eran muy asustadizos y sensibles. Sí, ahí estaba la clave,
el triunfo sobre Itzehecayan dependería de una cosa: la sorpresa.
Y lo tomó, lo levantó en sus brazos, y así lo protegió. El perrito, asustado, gemía, pero
su gemido oculto no se dejaba escuchar.
Ehécatl llamó entonces a sus vientos; éstos acudieron al instante, y siguiendo las
instrucciones del dios, recogieron cal y la regaron alrededor del monstruo; luego
cortaron mezquites de ramas espinosas y copas abundantes, y a una señal del dios,
convertidos en guerreros valerosos, empezaron a correr y a gritar, chillaron y
vociferaron, arrastrando sobre la cal las tupidas ramas de los árboles, y la cal se levantó
y quemó al gigante; y los vientos atacaron tan sorpresivamente que el gigante, ciego ya
y a punto de asfixiarse en aquel cemento blanco, presa del terror, preguntó: —¿Qué
pasa, qué pasa?, ¿se ha caído el cielo? ¿acaso se han salido los mares de sus recios
litorales?, ¿es que se acaba el mundo?
Ehécatl y sus vientos se acercaron, lo sujetaron: le ataron las manos de dos robles y los
pies de dos encinas.
—El trabajo ha sido fácil —comentó, pavoneándose, Nictlampa.
El perrito se asomó, vio al gigante sujeto y brincó, bajó de la axila del dios y se puso a
ladrar; entusiasmado, saltaba y aplaudía.
A la orilla del mundo, Xólotl, el Pie de Bola Xólotl, recibía al Sol una vez más y,
tomándolo de la mano, lo fue guiando por el oscuro mundo de los muertos.
SÍ ERA CIERTO
Aguzando más la vista, pudieron ver al perrillo bermejo, experto nadador, que esperaba
a los difuntos para cruzarlos de una orilla a otra orilla de las nueve corrientes del
proceloso río. Y pues no iba a ser cosa de que Ehécatl fuera a tratar de sobornarlo
pidiéndole que cruzara a su perrito, no, más bien llamó al nahual y —Fíjate bien —le
dijo.
Y le dio precisas y detalladas instrucciones. Lo que vino después, fue otro golpe de
sorpresa que punto por punto sucedió de esta manera. Primero, los viajeros se
aconsejaron; segundo, los viajeros se separaron; tercero, Quetzalcóatl montó en el
cuadrado lomo del bermejo; cuarto, el bermejo se lanzó a la corriente; quinto, rápido
como el rayo, el nahual se tiró al agua, y veloz como una flecha se cogió de la cola del
bermejo, que distraído por los rápidos jalones de una corriente y otra, no alcanzaba a
darse cuenta de que jalaba un peso extra; sexto, así llegaron al otro lado y saltaron los
tres a tierra; séptimo, en tan sólo un parpadeo, el nahual corrió a ocultarse, y octavo y
último, el bermejo se regresó y el dios y su nahual se abrazaron, contentos y felices de
su triunfo.
—¡Sssh! —le advirtió Quetzalcóatl—, calla, amigo, calla. Ahora más que nunca
debemos ser prudentes, caminemos de puntillas para que no nos sientan...
—¿Quién? ¿La araña y el voz de chirimía? —preguntó—. Ja, ja, ja, el voz de chirimía y
la araña —repitió—. Pero pronto se dio cuenta del peligro que corría; entonces
enmudeció, se volvió a un lado y a otro. Un sudor frío y abundante se concentró en el
rojo botoncito de su chata nariz. Miró con preocupación y descubrió cada vez con
mayor claridad y con más miedo, aquellos espacios negros, lóbregos, malolientes, del
lugar en que se hallaban, donde colgaban polvorientas telarañas, cruzaban el aire fétido
docenas de murciélagos peludos, reptaban por las paredes gusanos bigotones, lombrices
y víboras chaparras; se unían y separaban miles, millones de sombras silenciosas,
vigilantes; había otras más que se veían o se adivinaban apiñadas o en cuclillas. Sí,
aquél era ya el Mictlan, donde todo era como un largo quejido intermitente que se
perdía, entraba y salía de los nueve salones que componían el hogar interminable de los
muertos.
El nahual buscó un apoyo pero no lo encontró. Sentía que se desmayaba y, con voz
quebrada y débil, recurrió a Ehécatl:
—Ten valor, mi nahual. Tómate de una punta de mi manta, cierra los ojos y sígueme.
Continuaremos por estos angostos y cerrados corredores hasta el único salón adonde sí
llegan la luz de las estrellas y el pálido reflejo de la luna. En esa pequeña sala es donde
guardan los señores de los muertos los huesos más preciados, aquellos que un día
pertenecieron a los sabios y a los hombres que en vida fueron justos, a los héroes y a los
príncipes.
Quetzalcóatl miraba y miraba, imaginando a sus nuevos hombres: "Serán altos y fuertes,
honestos, hermosos, valientes", se decía.
Una vez que salieron de su asombro, el dios y su perro se aproximaron, y con unción
tomaron los sagrados huesos, los acariciaron y besaron. Enseguida los colocaron en los
grandes costalones que habían tejido durante el viaje, y ya estaban por salir cuando,
hosco y sombrío, entró Mictlantecuhtli, quien alzando la voz se dirigió a sus
acompañantes:
—¡Pues mirad cómo es cierto que se atreve! ¡Que los toma y se los lleva! Y vosotros,
habitantes del Mictlan, ¿qué esperáis? ¡Andad a detenerlos, andad!
—Y tú también, ridícula especie de nahual, ¿qué esperas? ¡Dile que deberá dejarlos!
—Que deberás dejarlos, dice —anunció, humillado y temeroso, el pequeño perrito al
Dios del Viento, mirando con gran resentimiento al Señor de los Descarnados.
—Ve y contéstale a ese ruin que sí, que los voy a dejar —le ordenó a su doble con voz
firme.
—¡Pero no los dejarás! —exclamó el nahual incrédulo—. Mira que esto no es nudo
ciego que no pueda deshacerse.
Con la colita corta entre las patas, y soltando su saco, dijo el nahual:
Pero no, no los dejó, no; al contrario, los abrazó con fuerza y aconsejó al nahual:
—Y vosotros, sombras huecas del Mictlan, ¿no veis que no los deja? ¡Actuad rápido,
actuad! ¡Haced pronto un hoyo grande donde vaya a caer con su sarnoso!
—¿Cómo ha sido, nahual mío? ¿Qué ha pasado? —preguntó Quetzalcóatl, aturdido por
el golpe y por aquellos crecientes alboroto y aleteo.
—¿Cómo ha de ser?, ¡casi nada, que se arruinó el negocio! Sea como fuere, ahí se va, se
hizo lo que se pudo, Quetzalcóatl, ¿no te parece?
Pero no, no se resignaba el dios. En silencio recogió los tan deseados huesos, los colocó
de nuevo en su gran saco de ixtle, y con él al hombro escapó, salió del agujero,
llevándose los huesos y llevando a su nahual, que ya fuera de peligro comentaba
orgulloso:
—Siempre supe, Quetzalcóatl, y te lo dije, que todo saldría bien. Por eso mi corazón se
alegra cuando está próximo a ti, y te mira desde abajo cómo te alzas: alto y hermoso
ahuehuete, y se acerca uno y se alegra, y se acoge uno a tu sombra.
ESA NOCHE
Quetzalcóatl y sus cinco compañeros cogieron cada uno una espina de jade del altar de
la diosa, de Quilaztli, y con ella se abrieron heridas en las manos; luego inundaron con
su sangre los sagrados despojos; cuando todo estuvo listo, Quetzalcóatl tomó la mezcla
y amasó y amasó con amorosa paciencia; enseguida, con sus hábiles dedos fue
modelando cabezas, cuerpos, brazos y piernas, para luego ponerles en su lugar narices,
labios, manos y pies. Una vez hecho esto los sacó a las terrazas y los tendió muy juntos,
uno al lado del otro, al tiempo que les iba colocando, en el sitio adecuado, sus
respectivos sexos, y con voz muy bajita, emocionada y dulce, los contaba.
—Un hombre, una mujer; una mujer, un hombre; un hombre y una mujer...
A su lado el nahual de Quetzalcóatl husmeaba, movía su pequeña cola, les lamía la
tierna piel, y corriendo de un lado a otro, sin retirar la vista de aquellos nuevos hombres,
les ladraba.
TERMINADA LA OBRA
Los dioses se miraban a los ojos: había dudas parecidas en los ojos de los dioses, que
también se preguntaban:
—¿Dónde encontrarán los hombres suficientes alimentos? ¿Qué comerán los hombres?
Angustiado, el perrito, que presentía y adivinaba, fue y abrió la puerta, escapó, llamó,
ladró. Recordó entonces que al pie de la montaña había visto una larga caravana de
hormigas coloradas; corrió a buscarlas, las encontró y las sacó de su camino, y a
continuación las dirigió a la casa de la diosa Quilaztli. Las siguió con cautela, y al llegar
se adelantó, entró, dejó la puerta abierta. Muy pronto apareció la primera pareja de
hormigas coloradas: una jalaba y otra empujaba, y las dos pasaron por en medio de los
dioses: iban rodando un grano gordo de maíz. ¡Hermoso grano! Ni Quilaztli, ni el
nahual, ni los dioses, ni el propio Quetzalcóatl habían visto jamás un grano tan hermoso.
—¿Querrían decirme, hermanas, de dónde traen ustedes ese grano tan hermoso?
Las hormigas rojizas no contestaron. Hacían como que no escuchaban. Que estaban
sordas. Y escaparon.
En el colmo de su felicidad, no sabía el dios qué hacer. Subía y bajaba, iba y venía sin
salir de su asombro: ¿Cómo podría llevarse aquello? ¿Qué uso podría darle en beneficio
de los hombres? Iba y venía y volvía a venir, y entonces fue y raspó la pulpa de las
pencas del maguey, y se quedó con la fibra, y con ella tejió gruesas y largas sogas, y con
ellas ató al cerro, trató de llevarlo a cuestas; pero no lo pudo alzar: el cerro se resistía,
no se movía: ¿quería quedarse allí? ¿Y sus hombres que lo esperaban? Quetzalcóatl
tejió mantas y costales: cosió mantas, llenó mantas y costales de semillas. Y emprendió
el regreso a Tamoanchan. En el largo camino concibió grandes y ambiciosos planes;
pensaba: "Ya luego vendrá mi primo Nanáhuatl, el purulento; él desgranará el maíz a
palos, y traerá cargadores; y cargarán los cargadores las semillas, y se abrirán caminos
hacia todos los rumbos, se esponjará la tierra y caerán los granos; y bajarán los dioses
de la lluvia: los enanos azules, los enanitos blancos, los enanos amarillos y los enanos
rojos que se llaman tlaloques y son hijos de Tláloc, y ayudarán al sol y al viento que él
mismo, como Ehécatl que es, se encargará de enviar, y crecerán las plantas y los árboles
frutales, y... y... y..."
—Pongamos los granos de maíz en los labios de los hombres —propuso de inmediato
Tepanquizqui.
Una vez que los hombres hubieron comido, se levantaron; dieron pasos en línea recta,
luego en círculo, en seguida en zigzag. Quetzalcóatl, su nahual, la diosa y los dioses,
que con gran interés seguían sus movimientos, vieron cómo se detenían, alzaban la vista
y se quedaban mirando, con estupor y asombro, cómo por el oriente, entre miles de
nubes amarillas, aleonadas y cárdenas, asomaba el sol, y cómo sonreían, y cómo se
concentraban, y cómo y con qué ganas, con qué placer, aspiraban y escuchaban,
emergiendo de las tupidas ramas de los árboles, el perfume de las flores y el canto de
los pájaros.
Ancho, lleno de luz y abierto era el paisaje, como anchos, llenos de luz y abiertos eran y
son el corazón y el rostro de los hombres.