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Conferencia dictada en el ciclo: “Etica y Psicoanálisis”

Biblioteca de Orientación Lacaniana. Nueva Escuela Lacaniana de Bogotá


Con el apoyo de la Alianza Francesa

Cinismo y política en la sociedad mediática


Enric Berenguer

Teniendo en cuenta que es la primera charla del ciclo “Ética y Psicoanálisis”, quizá
estaría bien dar algunas nociones introductorias para entender a que nos referimos cuando
hablamos de ética en psicoanálisis, y también, valdría la pena justificar por qué, a título de qué,
podemos hablar de problemas sociales desde el psicoanálisis, lo cual no me parece una cosa
evidente, pero considero importante para sentar algunos principios que podrían tenerse en cuenta
en este ciclo.

Empezaré al revés, planteando cuál es el derecho que tiene el psicoanálisis, conocido


comúnmente (en esto habría que decir que mal conocido) como una psicoterapia que transcurre
en el campo de lo individual, de ocuparse de toda una serie de problema sociales, culturales, de
civilización. En todo caso, esto es un asunto que hay que definir, porque tampoco podemos
llegar a la posición de que el psicoanálisis puede sentar cátedra o sustituir a otros discursos. El
psicoanálisis debe ser prudente, definir bien el ámbito que le es propio, y encontrar la forma de
participar en una conversación contemporánea con otros discursos, planteando siempre lo
especifico de su ámbito y también lo que sería una forma diferente en el tratamiento de los
problemas.

En ese sentido, Freud insistía en decir que el psicoanálisis no es una visión del mundo, no
sustituye a la filosofía, ni a la política y no pretende dar una visión unificada que explique y dé
sentido a fenómenos de cualquier índole. Para referirnos a lo social desde el psicoanálisis,
tenemos que partir de alguna base que nos legitime, y en ese sentido Freud nos da una guía
cuando, en los años veinte, empieza a plantear toda una serie de análisis fundamentales sobre
determinados fenómenos sociales. Lo que interesa a Freud, en particular en esa década, es en
primer lugar lo relacionado con las primeras guerras de masas, especialmente con la Gran Guerra.
En cierto modo esto supone un hito en la reflexión de Freud, quien se sintió obligado a hablar de
esos fenómenos y particularmente del ascenso del nazismo. Freud pensaba que había que
explicar por qué podía desencadenarse un fenómeno tan particular como el nazismo.

Lo que hoy nos interesa del análisis que hace ahí Freud es que nos permite pensar que el
aporte del psicoanálisis brinda una serie de elementos de interpretación muy precisos. El análisis
que él hace del ascenso del nazismo y de los fenómenos de masa tiene que ver con el
descubrimiento, por su parte, del funcionamiento de los ideales. Freud, en su artículo de 1920,
“Psicología de las masas y análisis del yo”, plantea que no hay una diferencia cualitativa para el
psicoanálisis entre lo individual y lo colectivo, porque la estructura de lo colectivo ya está
presente en todo individuo, a través de la estructura de la identificación y los ideales.

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Este análisis le permite plantear que hay, por así decir, una predisposición de la estructura
del yo a funcionar en lo que llama un régimen de masas. Lo que Freud define como una
estructura de masa no se refiere, a pesar de las apariencias, a un factor numérico, sino que se trata
de una estructura que se puede reducir a pocos elementos. Lo único que hace falta para que haya
una masa, es que haya alguien o algo que ocupe el lugar del Ideal del yo para un sujeto, y que se
establezca un tipo de relación que él compara con la hipnosis, a través de una figura mediadora
que equivale al yo ideal. Freud plantea que hay cierto tipo de sugestión fundamental que no se da
solamente en la situación mas evidente que conocemos por hipnosis, sino que, de hecho, la
hipnosis es una característica de la relación del yo con sus ideales. Lo que Freud descubre en esa
época, es que somos fácilmente hipnotizables, esto es, que estamos siempre ávidos de ser
hipnotizados. Lo cual permite, por ejemplo, que millones de personas, como ocurrió en la Gran
Guerra, puedan marchar al frente cantando canciones para ser aniquilados en una carnicería
monstruosa. Freud decía: esto es como una forma de hipnosis. Este aporte que hace en ese
momento legitima toda una serie de interpretaciones de fenómenos colectivos y culturales desde
el psicoanálisis.

Lo que hoy vamos a ver es cómo podríamos actualizar este análisis de Freud, después de
tantos años. La cuestión es que, por supuesto, en la actualidad encontramos una serie de cosas
relacionadas con lo que él decía en los años veinte y que son plenamente vigentes. Pero se trata
de ver qué sería más específico, cuáles serían, por así decir, las modalidades modernas y
posmodernas de la sugestión. Seguimos siendo tan sugestionables como en los años veinte, pero
eso ha tomado otra dimensión, y en cierto modo ello se debe a que el discurso político de nuestro
tiempo ha aprendido a usar de forma mas sofisticada esa sugestionabilidad básica del ser humano.

Esta dimensión de lo social no se puede entender solamente a partir de este aporte


freudiano concreto, sino que también habría que introducir otra dimensión: la problemática de la
ética, que es uno de los ejes de este ciclo. Pocos años mas tarde, el mismo Freud se va ocupar de
la dimensión ética implicada en toda una serie de fenómenos sociales y culturales, y plantea lo
que creo es un complemento fundamental a su psicología de las masas. Se trata del artículo
titulado “El Malestar en la cultura”, cuya tesis podríamos resumir así: los aparatos, los
dispositivos, las creaciones culturales de la humanidad tienen un carácter doble. En cierto modo,
tratan de aportar un tipo de remedio a lo que él considera un malestar fundamental, característico
y propio de la condición humana; pero al mismo tiempo que parecen solucionar y encauzar hasta
cierto punto este malestar profundo, generan nuevas formas de malestar., producen síntomas.
La idea de Freud es que la cultura, la civilización (diferenciando lo que sería una cultura
en particular de una civilización en sentido mas genérico, de lo que participarían todos los
pueblos de la tierra), se pueden considerar en cierto modo dispositivos. Para decirlo mal, pero
gráficamente, usando un término del que hoy se abusa: son formas de terapia; la civilización es
una forma de terapia universal, el ser humano siempre se está curando. ¿De qué? Esa es la
cuestión. Ahora bien, lo que dice Freud es que el ser humano siempre se cura mal, porque

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extrañamente, eso que tanto necesita para tratar su malestar, a la vez genera síntomas que habrá
que tratar, etc.
En cierto modo, esto es lo específico del aporte del psicoanálisis a lo que es el discurso
sobre la ética, aporte que que no sustituye a toda una serie de reflexiones filosóficas al respecto,
pero sí aporta una perspectiva particular. Se trata de situar siempre esta dimensión paradójica. Por
decirlo con un término mas propiamente psicoanalítico, hay que situar esta dimensión sintomática
de todas las producciones humanas. Toda creación cultural es una respuesta a un malestar, pero a
su vez genera otro forma de malestar que tiene una forma específica, y que merecería el nombre
de síntoma.

Esto tiene una serie de consecuencias inmediatas. En cierto modo, podría decirse que
hablar de la dimensión ética del psicoanálisis lleva a situar lo sintomático de cada discurso; y en
este sentido, podemos nombrar una de las referencias fundamentales. Se trata de uno de los
seminarios que forman parte de la enseñaza que por muchos años dictó Jacques Lacan. Nos
referimos al séptimo año de su seminario, titulado “La Ética del psíconálisis”. Allí dice que hay
una cierta tendencia de los discursos sobre la ética a hablar en nombre de un ideal. Esto quiere
decir que hay una tendencia a construir discursos sobre la ética, o discursos con contenido ético,
en nombre de aquello que “debería ser”. A esto le opone lo propio del psicoanálisis, que no es
partir de lo que debería ser. Es un punto de partida radicalmente opuesto, que se contrapone a la
dimensión del ideal y que Lacan llama lo real, entendiendo éste, justamente, como un factor de
resistencia. Se trata de lo que en toda una serie de trabajos él define como lo imposible, pero hay
otras definiciones que habría que tener en cuenta también.

Una de las formas de los real más interesantes para el psicoanálisis es precisamente el
síntoma. En última instancia – y esto sería el corolario de lo que he dicho hasta ahora –, al
abordar los fenómenos de la política y toda una serie de fenómenos de masa desde la perspectiva
del psicoanálisis, lo que hacemos es analizar el régimen de los ideales tal como funcionan en el
discurso contemporáneo. Y ello situando una perspectiva ética en dicho examen, para lo cual
tenemos como orientación esta dimensión de lo real, una de cuyas formas fundamentales es el
síntoma, lo que fracasa, lo que se opone a esos mismos ideales. Para entendernos, el ideal genera
un discurso sobre lo que debería ser, mientras que un discurso que toma como orientación la
dimensión del síntoma, plantea como brújula fundamental las formas de fracaso, justamente, de
aquello supuestamente debería ser.

Evidentemente, esto tiende a situar a los psicoanalistas en una posición de “aguafiestas”;


alguien podría decir: “Estos psicoanalistas siempre hablan de lo que no va, incluso cuando parece
que todo va bien...” Esta posición no tiene nada que ver con el catastrofismo, pero sí con un abrir
los ojos. Freud demostró en su análisis de las masas que, normalmente, los discursos que se
producen hablan en nombre de lo que debería ser; y que en su nombre, gentes, naciones, bandas,
se autorizan a hacer cualquier cosa. Si nos preguntáramos que es lo que más muertes ha
producido en la humanidad, por supuesto, tendríamos que decir que son los ideales. Incluso el
régimen nazi no mató a miles de judíos en nombres del mal, sino que lo hizo en nombre del bien.

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Es curiosa la necesidad que tiene el ser humano de invocar una forma de bien para matar al
prójimo. Esta necesidad de invocar el ideal desconoce, ignora, también oculta, otro orden de
realidad, que es lo que Freud llamaba la dimensión de lo pulsional. A eso apunta Lacan, entre
otras cosas, cuando dice que el ideal es, de alguna forma, engañoso. De ahí la necesidad de tener
en cuenta la dimensión de un real que adquiere en Freud, entre otros, el nombre de lo pulsional, y
que en Lacan toma otro nombre, que primero voy a lanzar abruptamente para luego explicarlo en
la medida de lo posible: el goce.

La noción de goce es uno de los términos fundamentales que nos aporta Jacques Lacan
para entender un real que aparece como aquello que hace fracasar ineluctablemente los ideales.
Así, por ejemplo, hemos hablado de los nazis, en cuyo caso se ve bien que hay un discurso sobre
el bien, aunque sea sobre el bien de la raza aria, pero que finalmente acaba desencadenando un
fenómeno que es totalmente imposible desconocer y que términos simples podríamos llamar una
especie de desencadenamiento sádico en lo social, un desencadenamiento sin límites. Vemos que
en el tratamiento dado a sus víctimas hay una crueldad que nos permite hablar de esas matanzas
como algo en lo que está implicada una dimensión de goce imposible de ignorar. No hay
solamente una dimensión práctica, no se trata solo de eliminar al pueblo judío, sino que hay un
plus en la forma concreta de llevarlo a cabo, en los detalles. Es innegable que lo que se moviliza
son potencias que oscuras, algo de lo que Freud trató de hablar con su expresión “pulsión de
muerte”.

Esta es la introducción, la vía por la que desde el psicoanálisis nos podemos interesar en
fenómenos colectivos a partir del análisis de los ideales, para luego tener en cuenta las formas
específicas en que estos ideales fracasan, dejando ver una realidad que es de otro orden. Pero hay
que aportar otro elemento, tener más recursos para poder situar adecuadamente el cambio de
régimen civilizatorio entre lo que Freud descubre en los años veinte y lo que ocurre ahora, de tal
manera que se puedan ver mecanismos específicos de nuestra época. No es suficiente con Freud,
él no aporta los elementos suficientes para plantear una cierta historicidad de ciertos fenómenos.
Si ustedes leen la obra de Freud, ven que allí la historia se confunde con ciertas ideas tomadas de
una antropología algo poco rudimentaria, tomada de los inicios de la ciencia antropológica de la
época.

Lacan aporta una serie de elementos muy distintos, que nos permiten situar una
temporalidad más fina, es decir, que permiten situar distintas épocas, aunque estemos hablando
de grandes períodos. En este sentido, a la gente que le guste buscar las referencias, pueden ver
que Jacques Lacan se apoyó en trabajos de otros autores de mucho peso intelectual del París de
los años cuarenta y cincuenta. Por un lado, está Kojève, autor ruso que desarrolló gran parte de
su carrera intelectual en París, y que hace una lectura historicista de Hegel. Y luego hay un
historiador de la ciencia, Alexander Koyré, que constituye también una referencia importante
para Lacan, en este caso en la epistemología de la ciencia. Teniendo en cuenta a estos autores,
Lacan empieza a construir su propio modelo historicista, por así decir, algo que no es para nada
evidente en un autor que parte de un paradigma estructuralista. El considera que hay una serie de

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modificaciones fundamentales en la subjetividad que son relativas a distintos momentos
históricos, y para formalizar esto, va a situar, como un elemento de transformación fundamental,
la incidencia de dos factores sobre la estructura básica de la subjetivad humana: por un lado habla
del capitalismo y por otro lado, del discurso de la ciencia.
Lacan se apoya en Koyré porque es un autor que le ayuda a situar una especie de corte
discursivo muy importante producido por la ciencia. El de la ciencia es un discurso que rompe de
modo radical con otro discurso claramente dominante en una época, el discurso religioso. Lo que
plantea Koyré, rasgo que interesa a Lacan, es que no se trata solamente de un cambio en los
contenidos del discurso, sino que se trata de una mutación discursiva. La naturaleza misma de la
relación del sujeto con el lenguaje se modifica. A esto hay que agregar otro elemento, una especie
de motor añadido de esta transformación, que es el desarrollo del capitalismo, algo en lo que
Lacan toma también como referencia a Marx, además de a Kojève. No voy a entrar en lo que
sería la formalización de todo este problema, pues quisiera mantenerme en una definición de lo
que está en juego: hay una estructura fundamental de la subjetividad que tiene que ver con la
relación del sujeto con el lenguaje, además de con otros elementos que, junto al lenguaje,
configuran lo que Lacan llama el discurso y que define, en su seminario XVII, como vínculo
social.

Lacan plantea que tanto el discurso de la ciencia como el capitalismo producen, de forma
en algunos puntos sinérgica, una perturbación fundamental en esa estructura, la conmueven. Se
trata de mutaciones subjetivas que Lacan desarrollará. ¿Acaso esto significa que todo cambie?
¿Afecta esto, por ejemplo, a la definición del sujeto humano como dotado de inconsciente? En
parte no, pero sí hay una serie de modificaciones que implican una relación distinta con el
inconsciente. Por ejemplo, no se trata de que deje de haber identificaciones, incluso
identificaciones ideales, pero su funcionamiento cambia en contextos discursivos diferentes. Y,
por otra parte, Lacan plantea algo de otro orden, completamente nuevo: un cambio en el discurso
tiene un efecto fundamental en lo que sería la regulación del régimen de goce. Trataré de hacer
sencillo lo que esto quiere decir.

Lacan, mediante su definición del discurso, describe cómo toda una serie de
construcciones u operaciones que pasan por el lenguaje tienen consecuencias en lo que para
Freud era el régimen de las pulsiones, es decir las formas de satisfacción. Podríamos tomar como
ejemplo el fenómeno del amor cortés, que Lacan estudia desde mucho antes de contar con su
nuevo paradigma teórico de la teoría de los discursos, pero que anticipa una de sus ideas
fundamentales. Como ustedes sabrán – particularmente los que hayan estudiado la historia
literaria de Francia – se trata de un movimiento poético que provocó una transformación
importante en lo que es la concepción misma del amor, con consecuencias visibles hasta nuestros
días. Lo que plantea Lacan es que no se trata solamente de palabras, sino que el amor cortés
desarrolla toda una ideología que introduce un cambio en el discurso amoroso, pero también en
las prácticas amorosas y en las maneras de gozar. Éste es uno de los primeros fenómenos
culturales en los que se interesa Lacan, para mostrar que un régimen discursivo que produce, por
ejemplo, toda una serie de metáforas nuevas, es capaz de introducir nuevas formas de

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satisfacción. Este principio también lo va a aplicar al análisis de lo que sería un fenómeno más
actual para nosotros, y que hasta cierto punto sería todo lo contrario del amor cortés: la
generación de nuevos regímenes de satisfacción a partir de algo tan simple como es la producción
en masa de objetos.

Si comparamos el amor cortés con ciertas formas más actuales de gozar, podemos ver una
oposición fundamental entre lo que sería el régimen discursivo del objeto amoroso único, la
dama, y lo que vemos en la actualidad con la producción en masa de objetos prêt-à-porter. O sea,
la multiplicación en serie de los objetos, con consecuencias directas en los ideales de belleza, por
ejemplo. Vemos, así, lo que ocurre con las modelos. La dama del amor cortés, en cierto sentido,
sería lo contrario de la modelo; la dama del amor cortés es única, no es la modelo, en el sentido
de aquello que la modelo tiene de adaptación a un molde, de caracerísticas bastante
standarizadas, que hay que satisfacer. Cuando hablamos de las modelos siempre las ponemos en
serie, las comparamos, de acuerdo con el propio régimen de los ideales estéticos actuales, acordes
con la producción en masa. Son productos, no tienen un rasgo de singularidad, son medibles,
mensurables, y por supuesto son caducas. Lo que nos muestra Lacan es que hay una mutación de
las formas de gozar, y nosotros estamos sometidos a los cambios de régimen discursivo que
producen dichas mutaciones.

Esto significa que estamos inmersos en un universo en el que hay palabras, pero que
tenemos una relación con esas palabras que es compleja, estructurada de acuerdo con una serie de
funciones que definen al discurso. Para decir algo más sobre lo que serían las relaciones
fundamentales que Lacan aísla en el discurso, podemos destacar, por ejemplo, que entre esas
funciones se encuentran ciertos significantes que él llama significantes amo. Estos significantes,
entre otras cosas, orientan nuestras identificaciones. Vamos a poner un ejemplo: cuando un joven
inglés marchaba “alegremente” hacia una muerte más que probable en las trincheras de Europa,
lo hacía sometiéndose a un significante amo que podemos llamar, en este caso, la Patria. El
comportamiento de aquel muchacho era guiado por ese significante amo que, en cierto modo, es
equivalente a lo que Freud llamaba un ideal. Y, en efecto, estos significantes aportan, en primer
lugar, algún tipo de identificación y también aportan un valor añadido. En la medida en que yo
me identifico con un significante amo, obtengo una identidad que, entre otras cosas, da sentido a
mis acciones, justifica mis actos, ordena mis formas de satisfacción. Incluso justificaría mi
muerte, compensándola a priori con algún tipo de satisfacción como la derivada del sentimiento
del honor.
Y puestos a hablar de guerras, podemos poner un ejemplo que nos permite ver los cambios
en el régimen del discurso, con todas sus consecuencias. Por ejemplo, para pasar a una guerra
actual: si hacemos una encuesta entre los militares norteamericanos que están en Irak, sin duda la
mayor parte de ellos (interrogado a solas, claro) no diría que están allí por la Patria, mas bien,
diría algo así: “Vengo de Chicago para pegar unos cuantos tiros, pero espero volver rápido a casa,
porque en realidad con esto consigo la nacionalidad norteamericana y además me pagan los
estudios”. ¿Cuál es aquí el significante amo? Por supuesto no es la Patria. Esto no invalida que
un día uno cualquiera de estos muchachos se encuentre con otros y se emborrache y cante el

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himno norteamericano; pero la relación del sujeto con lo que serían ciertas brújulas que en otro
momento habrían guiado las acciones de los hombres se ha alterado de modo espectacular. En la
actualidad, muchas veces nos encontramos con que si alguna cosa ha orientado la conducta de
estos individuos es un cálculo muy directo sobre lo que pueden obtener, y en general no se trata
de satisfacciones tan sutiles como el honor. Pueden ser más directas o indirectas, pero de alguna
manera desplazan el valor ideal que podían tener significantes como Patria, Dios, etc.
Afirmar “voy a obtener nacionalidad norteamericana” no implica necesariamente que yo
idealice la nacionalidad norteamericana, sino que calculo que con eso voy a obtener una serie de
beneficios. Bien, para resumir, lo que viene a decir Lacan: hay una transformación en el régimen
del discurso, que hace que lo que antes eran ciertos significantes ideales muy potentes, acaba
desplazado por lo que sería esta dimensión del calculo de alguna forma de satisfacción. Se trata
de un cálculo sobre la satisfacción pulsional en lo que tendría de útil, domesticable, controlable
para el individuo. No se trata de todo de la pulsión, que sigue teniendo su parte no domesticable,
claro, la cual tiene mucho más que ver con lo que esos individuos acaban encontrando realmente
en la guerra y que muchas veces los traumatiza, pero sí de una parte del goce que es regulable,
medible, contable.

Éste es, en términos resumidos, el análisis que nos permite hacer Lacan de lo que sería el
cambio de régimen –simplificando mucho– de la modernidad a la posmodernidad, en los
términos que usamos hoy día. Y de alguna manera, como ya se ha dicho, él sitúa, como agentes
causales y aceleradores de esta modificación, dos principalmente. Uno es la introducción del
discurso de la ciencia como algo –lo muestra el análisis de Koyre– que asesta un golpe certero a
significantes amo tan fundamentales como los que hasta ese momento había aportado la religión.
La ciencia, realmente, rebaja o desplaza de su lugar a toda una serie de significantes de la religión
que estaban en el lugar de mando. En cuanto el capitalismo, que es el otro elemento que
planteamos como agente de esta modificación, la cuestión no se plantea por el lado del ataque
contra estos significantes amo, sino que tiene que ver con una operación directa sobre el régimen
de goce mediante la producción de objetos. O sea, en la medida en que el capitalismo introduce
una perturbación fundamental que acaba con el régimen del objeto único idealizado y lo sustituye
por el objeto multiplicado y reproducible, está en cierto modo imponiendo un nuevo vector
dentro de lo que sería el funcionamiento del deseo humano.

Lo que viene a decir Lacan, que toma no pocas cosas de los análisis de Marx, es que si el
capitalismo es tan eficaz, es porque en cierto modo toma la potencia, multiplicándola, de un
elemento que estaba hasta cierto punto oculto en la estructura del deseo humano. Es como si el
capitalismo hubiera podido interpretar –esto es una forma de hablar, evidentemente– que detrás
de todo un discurso sobre el objeto idealizado, como por ejemplo “la dama”, en realidad había un
potencial de degradación de ese régimen de goce, porque hay una tendencia entrópica en el deseo
humano. Es lo que podemos llamar, tomando otro término de Lacan, la metonimia que hace que
el deseo tienda a saltar de un objeto a otro.

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Con el capitalismo se descubre, se amplifica y se usa una tendencia entrópica que hasta
entonces había estado encubierta, incluso podemos decir reprimida, por otros regimenes
discursivos. Tomemos como ejemplo la religión católica, cuando define el matrimonio. En esto la
Iglesia tiene el don de la coherencia, sigue diciendo las mismas cosas que hace dos mil años: se
toma en serio el régimen del objeto único; el hombre se casa con una mujer para siempre y toda
idea de disolución es absolutamente impensable. En oposición a esto estaría el axioma de que
toda mujer es sustituible. El problema para la Iglesia es que hay una tendencia entrópica del
deseo humano, que más bien tiende a que todo objeto sea sustituible. De hecho, gran parte de la
religión se podría tomar como una defensa contra esta tendencia (es lo que vemos en el retorno
del fundamentalismo, que afecta muy particularmente a la representación de la mujer). Pareciera
que la Iglesia Católica siempre supo que el deseo humano tiene una tendencia perversa y
considera que es preciso precaverse de esa tendencia. Es sabido que San Agustín fue un poco
malo en su juventud, tuvo la experiencia de la degradación. Sabía de qué hablaba.
Con Lacan podemos ver lo que funciona como una especie de ataque combinado, de un
lado, por la labor de la ciencia contra las certidumbres del discurso religioso, y de otro, por el
efecto del capitalismo, que introduce una perturbación en toda una serie de regulaciones de los
modos de gozar.

Aplicando esto a lo que es el título de la charla de hoy... Ahora ustedes pueden decirse:
“Por fin va a entrar en materia”... pero creo que la introducción era necesaria. Empezaré diciendo
que debemos evitar el tono apocalíptico que pueden adquirir ciertos discursos que consideran que
esto es “el acabose”, el fin. Por otro lado, también se hacen a veces análisis en los que se plantea
como si todo hubiera cambiado, llegando a un exceso en las interpretaciones de lo que sería la
hipermodernidad. Hoy día, en cualquier librería se puede elegir entre mas de treinta libros que
hablan de lo que seria característico de nuestra época. Mucha de esta literatura abusa de
explicaciones muy espectaculares, de modo que hay que contrapesar muchas de las cosas que se
afirman. Por supuesto, hay modificaciones, cosas específicas de la hipermodernidad, pero hay
que ser precisos.

Por nuestra parte, vamos a hacer una caracterización de lo que podemos llamar el discurso
político actual, lo que sería propio de los fenómenos políticos que nos conciernen hoy día, en
oposición, relativamente, a lo que Freud planteó a principios del siglo veinte.
En el título me he referido por una parte al cinismo y por otra parte a la sociedad
mediática. El tema que quiero tratar no es muy original, porque desde hace años encontramos
autores que analizan ciertos aspectos de los medios de comunicación, las transformaciones que
eso supone en el régimen del discurso, las consecuencias que ello tiene en la política, etc. Pero
desde el punto de vista del psicoanálisis, puede ser interesante aportar algo que no solamente
tiene que ver con las imágenes, con el problema de la imagen, sino que se relaciona con una
tendencia profunda al cinismo, entendiendo el cinismo como un efecto, uno de los efectos
posibles de la caída de los ideales a consecuencia de los cambios de discurso.

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Como hemos visto ya, el psicoanálisis, de alguna forma, aporta elementos muy críticos en
su análisis de los ideales. Antes he dicho que Freud explica por qué los ideales sociales y
políticos han sido causa de muchas muertes, debido a una especie de alianza secreta entre los
ideales y el lago más oscuro de la pulsión. Pero, por otra parte, Lacan nos permite igualmente
destacar que los ideales siguen siendo fundamentales, que los significantes amo cumplen una
función subjetiva clave y que siempre hay que ir con cuidado con los efectos que se producen con
su caída, su desestabilización, sus alteraciones de diversa índole.

De alguna forma, el final del siglo veinte se podría describir como una época marcada por
una suerte de furor desatado contra una serie de figuras del ideal. Muchos de mi generación
hemos participado de ese proceso, conocimos lo que había antes y fuimos testigos de los efectos
perversos, oprimentes, de determinados significantes amo. Pero, como Lacan lo advirtió en un
diálogo muy interesante que tuvo con los estudiantes, poco después del Mayo del 68, en las
escaleras del Panteón, tampoco es tan fácil, no basta con derribarlos. Cuando caen los
significantes amo se producen ciertos descalabros. Por ejemplo, se puede irrumpir en la Plaza
Roja y retrar la estatua de Lenin, o entrar en Irak y tirar la estatua de Sadam Hussein. Pero el
problema es: ¿qué viene luego?
En términos generales, el psicoanálisis alerta sobre los efectos, cuando caen los
significantes amo, de la entronización en su lugar del plus de goce, más allá de la sensación de
liberación que produce descargarse del peso que aquellos significante tenían. Descargarse de
ciertas cosas produce una expectativa de alivio, y también hay un efecto de goce nuevo. Con la
caída de los significantes que nos oprimían, se genera un nuevo plus de goce. Con Lacan,
podemos estudiar los efectos de sintomatización secundaria que eso genera, ya que el síntoma
acaba siendo el tratamiento último de cualquier goce, por nuevo que sea. Tras los efectos
constatables de alivio, hay también nuevos síntomas y esos síntomas tienen consecuencias claras
en el campo de lo social.

Con el psicoanálisis, desde hace unos años, vemos, en efecto, que los síntomas de los que
se quejan muchos de los pacientes que acuden a la consulta, y que luego aparecen reflejados
también en estadísticas en los manuales de psiquiatría, corresponden a los efectos epidémicos –
por así decir– de este cambio de régimen discursivo. Tenemos, por ejemplo, el caso ya muy
conocido, casi clásico, de la depresión. Prácticamente, las estadísticas dicen que el 10 % de la
humanidad (Al menos en los EE.UU) está enferma de depresión. Hemos visto como con Lacan
tenemos instrumentos para situar estos nuevos síntomas, pero en particular, el psicoanalista
francés Jacques-Alain Miller, quien a menudo trata estas cuestiones de actualidad en un curso que
dicta en París desde hace años, titulado “La orientación Lacaniana”, aporta elementos muy
precisos para situar en su justa dimensión estos nuevos síntomas que tienen que ver con el
régimen discursivo en el que nos encontramos inmersos. Entre ellos, mencionábamos el
fenómeno de la depresión, pero también hay otros, como la tendencia a la adicción.
Prácticamente, hoy día, todos somos adictos a algo, porque hay algo inherente a este régimen
discursivo que genera una tendencia a lo que sería la adicción.

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¿Cómo se refleja todo esto en el discurso propiamente de lo político? Sería posible decir
que lo político es la dimensión social de la relación con el significante amo, con su evolución en
la historia, las formas concretas que ello toma en cada momento. En cierto modo, dado que en la
política se trata de hacer uso del significante amo, por así decir, deliberadamente, explotando por
ejemplo todos los recursos de la retórica, podríamos hablar de un cinismo estructural en ese
campo. La retórica fue un arte que se desarrolló muy particularmente en la Grecia clásica
vinculada con la política, y es un intento de explotar la convicción inducida por la palabra, la
sugestión, para obtener determinados beneficios.
Este cinismo estructural de la política no es el cinismo filosófico de Diógenes, en su tonel,
enfrentándose a Alejandro Magno. No sé si podríamos decir incluso que es lo contrario, que el
cinismo filosófico de Diógenes podría ser en buena parte una denuncia del cinismo inconfesable
inherente a la política. Inconfesable porque, evidentemente, si se confesara, el discurso político
dejaría de ser viable. Aunque esto tiene sus matices, porque escuchando ciertos discursos de Bush
hijo, uno se pregunta si no hay un cinismo casi confesado, que se convierte en una especie de
valor en sí mismo, una exhibición del goce en el puesto de mando, sin ningún pudor. Pero quizás
decir “ninguno” sería demasiado, hace falta un mínimo velo, que es precisamente el que un
Diógenes levantaría, mostrándolo al levantarlo.
El cinismo posmoderno no es, pues, el cinismo filosófico. Es un cinismo residual, que no
tiene que ver con una reflexión sobre la legitimidad de los significantes amo, sino en ver de qué
manera el goce de uno puede ocupar el lugar de mando.

Se podría decir que la revelación, o la disminución del velo, incluso la explotación


descarada de este cinismo estructural, indican que el plus de goce que se obtiene es algo que se
está convirtiendo en un factor primordial en lo político, donde vemos cada vez más que la
referencia a los ideales se hace más escasa, o cuando esa referencia se produce es poco creída,
resulta precaria, fugaz. Digamos que el discurso político actual es un discurso en el cual la
dimensión de la desconfianza y de la sospecha se hacen cada vez mas patentes, hasta el punto que
el gran invento de la modernidad política, que es la democracia, está en estos momentos sometido
a grandes sospechas, entre otras cosas porque las bases del discurso político occidental están en
entredicho.

Desde hace mucho tiempo se puede encontrar que hay estudios justificativos de la pérdida
de confianza en las instituciones democráticas, hablo por lo menos en el mundo europeo, (aquí en
Latinoamérica, lo conozco menos) donde se constata una desconfianza en la instituciones
democráticas, es decir, existe la creencia de que el gobernante no representa las instituciones,
sino que encarna algo diferente. Ya no se trata de los dos cuerpos del rey de Kantorowicz, ahora
el “rey” tiene un sólo cuerpo, por así decir. Ahora el rey se encarna a sí mismo. En el origen del
sistema político medieval intervenía un principio sagrado. Y el esfuerzo de la modernidad
consiste en producir la idea de que existen una serie de referentes discursivos que son “sagrados”
en otro ámbito, por ejemplo, la constitución es sagrada –una metáfora de lo sagrado, en cierto
modo. Esto es interesante, porque la constitución, como tal, implica una idea de legitimidad que

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está por encima del interés particular. Es la idea de institución, como algo que desplaza la
legitimidad desde lo sagrado hasta una dimensión colectiva fundamentalmente laica.

Por ejemplo puedo constatar en España, de alguna forma, que la idea de la encarnación
de una legitimidad en la constitución está en entredicho en algunos debates, como si se pensara
que esas son palabras escritas que en realidad responden a intereses particulares. En los casos de
Colombia y de Venezuela no produce un escándalo universal (sólo escándalos particulares, de
grupos políticos determinados) que alguien quiera mantenerse en el poder y pueda decir: bueno
voy a cambiar la constitución para lograrlo. ¿Por qué? Porque yo soy mejor que los demás.
Aunque, por supuesto, ello se justifica en los términos de algún tipo de misión a cumplir.
Realmente, eso es un discurso que tiene mucho de posmoderno. No tiene nada de discurso
moderno, responde a otra estructura de discurso, de la que a veces no nos damos cuenta,
constituye una postmodernización del discurso político.
Vemos ahí algo profundo y que tiene elementos muy sutiles. Pone en juego la idea de
degradación de la legitimidad política, acompañada de un nuevo uso de los medios de
comunicación en política. Hasta tal punto de que por ejemplo en España, hace poco, cuando
estábamos viendo los noticieros políticos, llegábamos a la conclusión de que la diferencia entre
periodo de campaña electoral y el resto del tiempo ya no existe. Antes había campaña electoral y
luego había los pactos, que más o menos se cumplían. Pero desde hace algunos años hay
campaña electoral todos los días, todos los minutos, porque, por supuesto, no hay cosa que diga
el dirigente que no sea discutida por la oposición, aunque a veces sea casi lo mismo que dicen los
otros. El efecto de fatiga y desligitimación de la poítica en su conjunto es patente. Es la
manifestación minuto a minuto de que no hay legitimidad, de que lo que dice el otro es mentira.

Lo característico de la política actual es que aparece a menudo sin tapujos la dimensión de


la palabra deslegitimada; ésta tiende a adquirir un valor únicamente propagandístico. Es
interesante constatar que cuanto menos vale la palabra del político, más habla. Podemos
remitirnos, por poner un ejemplo de otra época, a Miterrand: un polícito que aprecía poco en los
medios y no era particularmente hablador. Parecería como si el valor (supuesto) de la palabra
requiriera en cierto modo su escasez. En cierto modo es un principio que se pone en práctica en el
psicoanálisis. La palabra del analista es escasa, lo cual realza su valor.
En la Francia actual, el cambio es espectacular. Los políticos están constantemente en los
medios, incluso en las revistas de moda. Se casan con ex-supermodelos. Hay una interpenetración
entre lo político y lo mediático que produce un efecto perverso. Y hay una degradación, porque lo
mismo que en un momento genera admiración (y envidia), acaba multiplicando un efecto de
desconfianza general. Es peligroso, porque todo acaba formando parte de un espectáculo
mediático. No se produce un efecto de límite, no hay nada que detenga eso y permita sostener la
idea de que no se puede hacer cualquier cosa, que no se puede decir cualquier cosa. Algunos
políticos de hoy sueltan estupideces increíbles, buscando un efecto mediático inmediato, jugando
con la estupidez inconfesada de su público, la debilidad mental humana de la que habló Lacan.
Sarkozy incurre en eso, Berlusconi se lleva la palma, se esfuerza y lo consigue.

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Es verdad que la dimensión de la legitimidad política tampoco es gratuita, porque en el
fondo siempre se ha pagado en alguna parte de alguna manera, tiene su coste. Por ejemplo, para
que una constitución política tenga un valor, parece que se requiera de una historia anterior en la
que alguna guerra haya producido millones de muertos. Para entender lo que representan las
instituciones democráticas europeas, no hay que olvidar que algo de eso surge en guerras en las
que murieron millones de personas.
Se habla mucho de Colombia, pero la guerra en este país es más bien un goteo de
muertes, nunca ha tenido la dimensión masiva que ha tenido en Europa. Colombia no ha podido
producir eso. Para producir muertos, Europa ha sido el summum, allí lo hemos hecho por
millones. Lo que hay que destacar, como fenómeno político europeo, es que esas catástrofes
introdujeron la idea de un límite infranqueable, de un nunca más, reflejado de algún modo en las
constituciones de los diferentes países.
En España es así. En España, la constitución que tenemos en la actualidad es el resultado
a medio plazo de una guerra muy sanguinaria y luego de una dictadura de décadas. Eso es lo que
podemos llamar la España moderna (una modernidad muy tardía, comparada con la de otros
países de Europa). Y vemos que la España posmoderna consiste precisamente en cuestionar todo
eso, restar valor a esa palabra que costó tantas vidas. El punto de detención, el punto de basta,
que supusieron aquellas muertes, a patir de las cuales se pudo plantear un punto de partida, como
la convención de un punto cero, lo podemos encontrar también en lo que fue la Guerra Civil
norteamericana, respecto a la institución de una constitución. No se pueden entender tampoco los
EE.UU sin su guerra civil.
Lo característico es cómo todos estos hechos que constituyeron grandes puntos de reinicio
del discurso político, a partir del cual algo de una palabra legítima se puede respetar, están siendo
cuestionados en muchas partes del mundo, en formas muy diversas. En España es muy
interesante, porque se ve cómo tanto la derecha como la izquierda se atreven a hablar sin ningún
tipo de problema de las mismas cosas que llevaron a la guerra civil, allí donde por décadas había
habido un tabú muy eficaz. Y eso que antes era tabú, deriva fácilmente hacia el espectáculo
mediático.
Es interesante, porque antes había como un velo de respeto, como un equivalente de algo
sagrado en el fundamento de la política, y a eso corresponída alguna forma de silencio. Se decía:
con eso no vamos a hacer política, porque fue lo que llevó a la guerra. Pero este mecanismo de
silencio ya no funciona, se ha vuelto sospechoso. Entonces se levanta el silencio y se empieza a
hablar de ello en los medios. Luego se produce una aceleración de ese mismo mecanismo, porque
la palabra en el contexto mediático pierde su valor, se convierte en un instrumento más en una
erosión del fundamento mismo del pacto. En última instancia, se cuestiona la validez última de lo
que es la democracia.
Finalmente, la manipulación cínica de las imágenes siempre esta ahí como apuntando al
supuesto último de una verdad, pero una verdad de otro orden, que es la revelación de un goce
cualquiera, sucio, ilegítimo o banal, lo cual en el fondo introduce la sospecha sobre la legitimidad
de lo que es lo propiamente político.
No se trata, ni mucho menos, de escandalizarnos ante eso, pero sí de poder tomar una
posición sobre lo que es, sobre lo que ocurre. Se trata de encontrar el límite a este

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cuestionamiento del valor mismo de la palabra. De la palabra, no entendida como el bla, bla, bla
constante de muchos lideres políticos que hoy en día tienen que hablar cada día,
compulsivamente. En el fondo, se habla tanto y se cree tan poco en la palabra, porque se cree que
se sabe que la verdad última está en otra parte, en un goce que a menudo se muestra, se exhibe, se
indica entre líneas, mediante gestos (muchas veces gestos de fuerza, cargados de obscenidad).
Pero nosotros no creemos que eso sea una verdad última. El goce es también algo que se
puede poner en cuestión, es mucho más frágil de lo que parece. Pensamos que puede haber un
mejor uso de la palabra, sin renunciar a lo que ya sabemos de la fragilidad de los ideales, del
significante amo. Se trata otro tipo de palabras, palabras que no hay que decir mucho para que
sean efectivas. Esto implica la búsqueda de un “bien decir” (espresión de Lacan en su seminario
Encore) que lleva consigo una dimensión de silencio. Eso sí, este silencio no es el de la
vergüenza, ni el de la ocultación, sino un silencio que tiene que ver con que no todo se puede
decir, con el saber de que hay un límite real a la palabra. Son dos dimensiones completamente
distintas de la palabra y el silencio. Ésta es una lección que el psiconálisis puede aportar, a partir
de la experiencia del uso de la palabra y el silencio en el dispositivo analítico.

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