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¿Se acuerdan de esos años felices en que éramos tan desgraciados, que diría Dumas, y
en que se proclamaba que lo personal era político? Pues bien, añadir a esa agridulce
pregunta retórica –que tiene más de evocación blindada a la melancolía que de pregunta
en sí- que ha llovido mucho desde entonces no es más que un tópico dolorosamente
real. Eran los 70. En las radios sonaría la inconfundible voz de Barry White cantando
instalado en los grandes éxitos con aquello de “Rock you baby”. Hubo un año de la
mujer, el 75 si no recuerdo mal; Erica Jong soltaba las amarras de sus fantasmas en
se tituló “Contra nuestra voluntad”, con clara intención de manifiesto. Eran años en que
se daban las condiciones como para que la dignidad se hiciera un hueco en el inventario
de anhelos y en la vida. La valentía campaba a sus anchas –una forma de valentía que
consentía el desprecio a la mordaza- y por lo tanto poner el dedo en la llaga era un gesto
natural y que honraba al que lo hacía. Pero algo tuvo que pasar entretanto –además del
agua bajo los puentes y muchos puñados de melancolía desnortada- para que ya no
hubiera dedos que quisieran tocar llagas (el tacto del dinero ofrece placeres más
plástico.
Y todo ese meandro para llegar a una reflexión sobre el feminismo, o mejor, sobre las
feministas. Desde las que confundieron el sueño de la marihuana con el cielo del poder
que había que conquistar a codazos, hasta las que lucharon de buena fe por una razón
justa y por una libertad que entonces era imposible confundir con la ignominia. Perdón
con rigor. Y no es de eso de lo que quiero hablar tampoco. De lo que de verdad quisiera
reflexionar es del camino que hemos recorrido para que el feminismo dejara de ser un
dignificar todo estuvo bien –acabo de leer un libro espléndido de Emmanuel Royidis,
“La papisa Juana”, nada menos que del siglo XIX, y en él evoca la vieja discusión de si
la mujer pertenecía o no a la raza humana-. Las mujeres no hemos tenido suerte en las
disputado nuestro futuro y nuestra educación, hemos sido esclavas de nuestra biología y
la ley nos confinó a los terrenos de los menores de edad hasta tiempos muy recientes.
cosas. Y es que en los 80 el vacío ideológico sumado a los complejos de culpa de las
necesidad de pactar con la insurgencia femenina y feminista que aclamaba que quería
cambiar los pañales y las fregonas por un espacio en el mercado laboral, hizo que fuera
constituido por padres de alumnos de una escuela. Cuando mencioné que una de las
realidades más brutales era que el 85% de la población de mujeres de todo el mundo
destina 24 horas del día a buscar agua potable, las madres me espetaron que ése no era
adhesión enfermiza al barrio, al hogar como patria, sin duda nos incapacita para la
solidaridad, ya que la solidaridad exige una proyección ética que el espíritu encogido de
esas madres pusilánimes no podría tener nunca (nada me ha parecido más hipócrita en
mi vida que ese dicho de que la caridad empieza en casa: la caridad empieza donde debe
empezar, que por cierto no es el hogar de uno –si no, no se llamaría caridad, sino
menos que la caridad admite ese ángulo que trata de justificar la propia mezquindad).
La otra anécdota es otra conferencia que hube de impartir hace poco…y que una
estaba presente, y las ciudadanas anónimas que habían acudido a una convocatoria a la
merecieran ni el más mínimo respeto. Las conferencias vuelven a ser como los cursillos
de cristiandad, una merienda de amigas, con mucho bizcocho, mantelitos burgueses de
Preocupa, pues, que las que se dicen feministas apliquen los mismos sistemas de
exclusión que a buen seguro habrán estado tratando de combatir durante años. La
el poder. En ese reparto la mujer se llevó como ganancia relativa un cierto bienestar y
quedó excluida del poder. Ahora lo del poder está resuelto, y el bienestar ya no es sólo
que ahora ya no se hace necesario luchar: al poder le va bien que un cierto feminismo
manso se avenga con el relumbrón de sus filas más progres. ¿Será que las armas del
débil son armas débiles, como explicaba Lucien Bianco? O acaso suceda eso que se
denominaría, en una sociología un tanto casera, “la fuerza de la estructura”, que explica
por un lado ese fenómeno por el cual los dominados aplican a las relaciones de
dominación unas categorías creadas por los propios dominadores, y por otro la derrota
que describe con magistral brillantez Mary McCarthy en su libro “El grupo”, con esas
Ya sé que estoy dando al traste con el festival triunfalista que todos vivimos con
aguafiestas, pero creo con la firmeza de quien aún se obstina en pensar que en medio de
tanta mendacidad también tiene que haber alguna intención, si no buena, al menos
produce picadillo para los perros y todos, voluntariamente o no, acabamos devorando
un pedazo y alimentándonos de ello. Se me objetará que no hay para tanto, que las
mujeres de hoy estamos muy bien representadas. Estoy de acuerdo, incluso se podría
que ese feminismo representativo se representa a sí mismo y va por libre, algo por otro
lado lógico, pues ha crecido al amparo de una idea de la democracia que al final se
representa a sí misma ante un azogue imaginario. Este nuevo clasismo que exhibe el
poder recién estrenado, este totalitarismo de una discriminación velada y del eufemismo
fácil, esta democracia vallada por sus propias mentiras e incapacidades nos causará más
desvelos. Y hablar de dignidad será poco más que un juego anticuado e incómodo.