Está en la página 1de 5

CUANDO EL FEMINISMO DIJO SÍ AL PODER

Natalia Fernández Díaz*

(Radio Universidad de Chile, 2007)

¿Se acuerdan de esos años felices en que éramos tan desgraciados, que diría Dumas, y

en que se proclamaba que lo personal era político? Pues bien, añadir a esa agridulce

pregunta retórica –que tiene más de evocación blindada a la melancolía que de pregunta

en sí- que ha llovido mucho desde entonces no es más que un tópico dolorosamente

real. Eran los 70. En las radios sonaría la inconfundible voz de Barry White cantando

“Eloise” y otro grupo cuyo nombre se ha dado a la fuga en mi memoria se había

instalado en los grandes éxitos con aquello de “Rock you baby”. Hubo un año de la

mujer, el 75 si no recuerdo mal; Erica Jong soltaba las amarras de sus fantasmas en

“Miedo a volar” y Susan Brownmiller publicaba un clásico feminista que en castellano

se tituló “Contra nuestra voluntad”, con clara intención de manifiesto. Eran años en que

se daban las condiciones como para que la dignidad se hiciera un hueco en el inventario

de anhelos y en la vida. La valentía campaba a sus anchas –una forma de valentía que

consentía el desprecio a la mordaza- y por lo tanto poner el dedo en la llaga era un gesto

natural y que honraba al que lo hacía. Pero algo tuvo que pasar entretanto –además del

agua bajo los puentes y muchos puñados de melancolía desnortada- para que ya no

hubiera dedos que quisieran tocar llagas (el tacto del dinero ofrece placeres más

intensos que la perversión de ahondar en lo pustuloso), que ahora son asépticas y de

plástico.
Y todo ese meandro para llegar a una reflexión sobre el feminismo, o mejor, sobre las

feministas. Desde las que confundieron el sueño de la marihuana con el cielo del poder

que había que conquistar a codazos, hasta las que lucharon de buena fe por una razón

justa y por una libertad que entonces era imposible confundir con la ignominia. Perdón

por el desencanto, pero esta insospechada polisemia de la libertad me impide analizarla

con rigor. Y no es de eso de lo que quiero hablar tampoco. De lo que de verdad quisiera

reflexionar es del camino que hemos recorrido para que el feminismo dejara de ser un

discurso periférico y marginal para convertirse en un gato amansado al servicio del

poder o, lo que es igual, para convertirse en feminismo de estado. Mientras se trató de

dignificar todo estuvo bien –acabo de leer un libro espléndido de Emmanuel Royidis,

“La papisa Juana”, nada menos que del siglo XIX, y en él evoca la vieja discusión de si

la mujer pertenecía o no a la raza humana-. Las mujeres no hemos tenido suerte en las

tómbolas de la dignidad, hombres patanes y religiones de diverso signo se han

disputado nuestro futuro y nuestra educación, hemos sido esclavas de nuestra biología y

la ley nos confinó a los terrenos de los menores de edad hasta tiempos muy recientes.

De modo que la dignificación era un proceso necesario.

Pero la insulsez ideológica de los 80 y la globalización de los 90 dieron un giro a las

cosas. Y es que en los 80 el vacío ideológico sumado a los complejos de culpa de las

fuerzas patriarcales, su debilitamiento natural y su miedo histórico, así como la

necesidad de pactar con la insurgencia femenina y feminista que aclamaba que quería

cambiar los pañales y las fregonas por un espacio en el mercado laboral, hizo que fuera

posible un feminismo de estado en el que ahora estamos cómodamente apoltronados, y

cuyo alcance está delimitado por el incombustible empuje de la corrección política y el

afán de europeísmo cosmopolita. La globalización añade, empero, un detalle más


preocupante si cabe: el de volver la mirada hacia lo local, de modo que los asuntos de la

mujer interesan en la medida en que afecta al barrio, a la familia, al propio cuerpo o al

bolsillo (que es lo que ocurrirá cuando se declare formalmente la violencia de género un

problema de salud pública). Lo he vivido en dos momentos distintos, en la misma

ciudad –una de esas poblaciones dormitorio de Barcelona-. En la primera ocasión, hace

un tiempo ya, se me invitó a debatir sobre la violencia de género. El público estaba

constituido por padres de alumnos de una escuela. Cuando mencioné que una de las

realidades más brutales era que el 85% de la población de mujeres de todo el mundo

destina 24 horas del día a buscar agua potable, las madres me espetaron que ése no era

su problema. Entonces entendí: claro, su problema es que a su hija la viole o la mate su

futuro consorte o el vecino, o le hagan insinuaciones obscenas en el trabajo. Esta

adhesión enfermiza al barrio, al hogar como patria, sin duda nos incapacita para la

solidaridad, ya que la solidaridad exige una proyección ética que el espíritu encogido de

esas madres pusilánimes no podría tener nunca (nada me ha parecido más hipócrita en

mi vida que ese dicho de que la caridad empieza en casa: la caridad empieza donde debe

empezar, que por cierto no es el hogar de uno –si no, no se llamaría caridad, sino

codicia, sálvese quien pueda o, siendo benevolentes, supervivencia. Y la solidaridad aun

menos que la caridad admite ese ángulo que trata de justificar la propia mezquindad).

Efectos colaterales de la globalización.

La otra anécdota es otra conferencia que hube de impartir hace poco…y que una

consejera edilicia decidió cancelar, porque el público “importante” que esperaba no

estaba presente, y las ciudadanas anónimas que habían acudido a una convocatoria a la

que en el fondo no estaban invitadas no le pareció a la señora del ayuntamiento que

merecieran ni el más mínimo respeto. Las conferencias vuelven a ser como los cursillos
de cristiandad, una merienda de amigas, con mucho bizcocho, mantelitos burgueses de

encaje y chocolate espeso.

Preocupa, pues, que las que se dicen feministas apliquen los mismos sistemas de

exclusión que a buen seguro habrán estado tratando de combatir durante años. La

industrialización capitalista significó el surgimiento de una élite basada en el bienestar y

el poder. En ese reparto la mujer se llevó como ganancia relativa un cierto bienestar y

quedó excluida del poder. Ahora lo del poder está resuelto, y el bienestar ya no es sólo

un estatus sino un asunto de estado. Estado de bienestar a costa de mucho malestar. Y es

que ahora ya no se hace necesario luchar: al poder le va bien que un cierto feminismo

manso se avenga con el relumbrón de sus filas más progres. ¿Será que las armas del

débil son armas débiles, como explicaba Lucien Bianco? O acaso suceda eso que se

denominaría, en una sociología un tanto casera, “la fuerza de la estructura”, que explica

por un lado ese fenómeno por el cual los dominados aplican a las relaciones de

dominación unas categorías creadas por los propios dominadores, y por otro la derrota

que describe con magistral brillantez Mary McCarthy en su libro “El grupo”, con esas

mujeres de empuje abocadas a un final de frustración y pecios de muchos naufragios.

Ya sé que estoy dando al traste con el festival triunfalista que todos vivimos con

embriaguez creciente y lo peor que se puede ser en tiempos de frivolidad gozosa es un

aguafiestas, pero creo con la firmeza de quien aún se obstina en pensar que en medio de

tanta mendacidad también tiene que haber alguna intención, si no buena, al menos

menos mala, que si el sueño de la razón produce monstruos, el de la sinrazón actual

produce picadillo para los perros y todos, voluntariamente o no, acabamos devorando

un pedazo y alimentándonos de ello. Se me objetará que no hay para tanto, que las
mujeres de hoy estamos muy bien representadas. Estoy de acuerdo, incluso se podría

añadir sin temor a equivocarme que estamos sobrerrepresentadas, pero esa

representación ya no parte de la rúbrica crítica sino de la autocomplacencia, de modo

que ese feminismo representativo se representa a sí mismo y va por libre, algo por otro

lado lógico, pues ha crecido al amparo de una idea de la democracia que al final se

representa a sí misma ante un azogue imaginario. Este nuevo clasismo que exhibe el

poder recién estrenado, este totalitarismo de una discriminación velada y del eufemismo

fácil, esta democracia vallada por sus propias mentiras e incapacidades nos causará más

desvelos. Y hablar de dignidad será poco más que un juego anticuado e incómodo.

*Doctora en Lingüística, Máster en Sexualidad Humana y Máster en Filosofía de la

Ciencia. Germanista y traductora. Profesora universitaria.

También podría gustarte