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Plancus sintió lastima por aquel humilde alfarero y por su hija, en ese
momento una furtiva lágrima se escapo de su ojo.
Algunos años pasaron, su vida había cambiado muchísimo, aquel
hombre no era el mismo, antes era Centurión Romano y servia al
Caesar y a su Nación, ahora se había unido a unos que llamaban
Apóstoles, que seguían y profesaban las enseñazas de aquel hombre
que murió injustamente en una cruz.
Era un día de fiesta y él, junto con los apóstoles estaba entrando
aquella mañana a una pequeña aldea, al llegar a este pueblo fueron
muy bien recibidos, los aldeanos les esperaban con comida y con buen
vino, les invitaron a sentarse alrededor de una fogata que habían
hecho cerca de una humilde casa.
Al sentarse allí todos comenzaron a comer y a compartir, el otrora
soldado Romano de nombre Plancus se encontraba contento y
satisfecho, pidió un poco más de vino para su copa y un anciano que
parecía ser el anfitrión de aquel agasajo, se dirigió a una hermosa
jovencita de cabellos oscuros y ojos profundos, que se encontraba
corriendo de un lado para el otro sirviendo a los demás, y le dijo;