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Cuentos eróticos

Primera entrega
Ebriga Black

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© MMVIII Ebriga Black, Argentina. Todos los derechos reservados.
Titulo original: Amor.alidad, Primera entrega.
© de esta edición: Fallen Arts Digital Publishing, Argentina, 2008
Proyecto gráfico y diseño de la cubierta: Fallen Arts Digital Publishing
Fotografía para la ilustración de cubierta: Pedro Marinello Kairath.
Impresión y encuadernación digital: Fallen Arts.
Queda absolutamente prohibida la redistribución y/o. republicación de la obra, en todo
o en parte, por medio de cualquier medio, impreso o digital sin el previo
consentimiento por escrito de la autora o del editor.

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La cobranza del gato

Como gatos hambrientos, las putas lo perseguían, él les contestaba sobre


malolientes tejados ergonómicos. Cada noche posaba las suelas de sus zapatos sobre
el asfalto agujereado; la oscuridad era testigo de cacerías ventajosas, en las cuales, la
única liebre posible abría sus extremidades inferiores, para ser adobada por su
escopeta, con perfección calibrada.
Esa noche, el tiempo le recriminó por la sola mujer que la noche anterior había
comprado. Como saldo de deuda impaga, sentía él que el deber de conformarse hoy
con tres prostitutas, fomentaría ganancias para el recuento en rojo del día precedente.
Descendió hasta el último peldaño de la escalera hogareña. En la entrada firmó
su pacto. Emprendió la marcha.
Las veintitrés horas pasadas habían abandonado, a su frente, una calle desierta,
con atisbos de lluvia tardecina y humedad de lactante primerizo.
Desde la esquina que nunca se distingue en las películas, aparecieron tres gatos
rubios, ofreciendo los muslos de sus botas un vaivén coincidente al escote abultado:
en comunión seis senos se sacudían al traqueteo de los pasos altos.
Consecuencia lógica la del buen peregrino: detenerse cuando el hospedaje
resulta económico, a la vez que reparador.
Dos minutos malgastaron de las cero horas para resolver permuta, tres rameras
hambrientas a cambio de un plato con deleitable fruta fresca. La humedad en la calle
los invitaba a una concreción sin demasiadas búsquedas sosegadoras, y, en el portón
con chapas de zinc, justo al rescoldo de la esquina, comenzaron la faena.
El hombre se apoyó sobre la acanalada puerta, y donó los brazos hacia el vacío,
como contrincante de duelista que sabe, fehacientemente, que será fusilado por la
prestancia artera del enemigo.
Una de las prostitutas se arrodilló frente a él, como niño curioso que
desenvuelve juguete ansiado cubierto, bajó el cierre del pantalón. Durante este tiempo
sus compañeras habían tomado también posición alrededor del individuo, una
colocando la mano derecha del hombre entre sus piernas y la otra, llevando la boca
ajena hasta la punta de sus plásticos lactales.
Él pensaba en ser el miembro que domesticara aquella ralea, aunque tal
quimera se le desvanecía durante el accionar experimentado: la última apretaba sus
pechos, los endurecía, mientras permitía que la lengua masculina saltara, decidiendo
entre las voluptuosas igualdades inflamadas; a momentos, mordía, en otros lapsos,
chupaba, pero prefería estirar el endurecimiento de la carne, para después calmarlo
entre sus pupilas redentoras.
A su vez la otra dama le brindaba entrada libre a su concavidad, lo que el perfil
de la recia mano aceptaba. Desperezaba su anular y lo introducía en la garganta de
aquel diablo, revolvía la turbiedad de ese afluente, para después zambullirse de lleno
en la oquedad, tarea que raudamente desertaba para saltar a la orilla, con el instinto
conservador del insecto frente a la caverna de la araña tragona.
La tercera compañera cumplía el objetivo más extremo: erigir al ídolo para la
adoración consumada de aquellas tres sacerdotisas. Libaba con su profunda sapiencia
el miembro del triple capricho, lo engullía hasta la oscuridad que cantaba, o, tal vez, lo
empujaba hasta la salida. Poseída, repetía aquella operación, mientras el pene
aglutinaba, cada fracción de segundo, toda su extensión, respondiéndole en ebullición
triple.
Cuando la paciencia lo abandonaba, las detuvo. Furioso, intempestivo, tomó el
pelo de la arrodillada, la acomodó hasta su altura, separó sus piernas con imposición y
la atravesó con el ímpetu de la espada justiciera sobre pecho enemigo. A las otras dos
también, les desaguó las humedades y se las bebió.
Un miembro de aristocrática callejuela las traspasaba. Diría él, las seducía.

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Cuando el instante necesario de la eyaculación llegaba, disponíase a elegir la
postal con paisaje más abierto, cuando un gato abandonado pareció saltar como
escupido desde el tejado.
El enojo del felino era tal que poco abría escatimado en elegir un lugar acertado
donde caer. Cuando saltaba en la última cabriola, descubrió sus garras y unos incisivos
dientes puntiagudos brillaron por reflejo de algún charco cercano.
Ahora el gato devoraba todas las deudas del hombre, su sangre acumulada
regaba la potencia blanquecina que degustaban sus bigotes.
Las mujeres comenzaron a andar, al llegar hasta la esquina, llamaron al gato
por su nombre. Éste les obedeció.
Nueve vidas posteriores, debería esperar el deudor para cubrir la deuda
temporal que le quedaba por saldar.

5
Única primera vez final

Dos días antes de encontrarse planearon la reunión.


A Lucía poco le importaba su cuerpo, todavía no desarrollado completamente.
Trece años infantiles cargaba en sus espaldas, los signos visibles de femineidad aún no
se le habían revelado.
Aunque la textura de su dermis conservaba la inmaculada suavidad del
preadolecer, el rostro con el que se movía por el mundo, delataba un apetito voraz por
los descubrimientos, vedados para ella, de la era de la adultez.
Un cabello ensortijado de cobrizos le escoltaba, el cual realzaba conjunción
precisa al color verdeoscuro que desprendían sus iris. La juvenil boca completaba un
lienzo eficaz, abultada, había sido delineada con la fibra contrastante de la naturaleza.
Aquellos labios, de modo persistente, eran humectados por el mordisco lateral de sus
dudas púberes.
El trípode que sostenía esa esbelta obra correspondía a un cuerpo delgado, de
sencilla apariencia, pero armonioso para la promesa ulterior de convertirse en
tabernáculo de revelaciones, obtenidas únicamente mediante piadosas procesiones
regulares.
Lucía era así de linda, y así de linda lo conquistó.
En realidad, no habría hecho falta un trabajo pormenorizado para dicho
enamoramiento, los catorce años de Daniel, bombeaban desde su cabeza hasta los
pantalones, durante la jornada total que pensara en una muchacha.
Una muchacha como Lucía, queda, taciturna, silenciada, siempre presente en su
pensamiento con el movimiento de los que emprenden las retiradas; desigual a las
niñas que eran sus contemporáneas, siempre dispuestas a sonreir durante el solemne
ceremonial del primer beso. Lucía significaba cien años a los días imberbes que a las
demás les faltaban. Daniel lo sabía, la amaba.
Con ella el amor no implicaba chantaje, como ningún otro sentimiento que la
raza hubiese ideado. En el momento justo en que decidiese nacer una emoción, la
tomaría, como había abandonado su casita de muñecas, derritiéndola con las pequeñas
hijas falaces dentro. Tomar lo que le pertenecía, y de esto hacer propio abuso
comenzaba a ser su predominio.
Lucía aceptaba a ese niñito que la abordaba en la escuela, le agradaba el
centelleo furioso de sus retinas, cuando lo despreciaba, la morena tonalidad en su
mano de regreso a casa.
Era martes. Daniel volvía junto a ella del colegio. En el trayecto hablaron del
lugar, de un horario acorde para no levantar sospechas paternales, de no encontrarse
antes de la cita para acrecentar el tormento de necesitarse.
Entrambos congeniaban. Se gustaban con desesperación, por eso la idea de no
tocarse hasta la fecha pactada. Llegaron a destino. Enfrentados, giraron. Se perdieron,
sin volver ninguno a percibir el otro.
Abandonaron un estado de juicio obsecuente a transcurso de reloj. Se
aguardaron hasta el encuentro, insuflando en la balanza interna del deseo, toneladas
de esperas por doble parte, prorrogadas desde el nacimiento.
Hasta que le día acordado llegó, haciendo arribar la tarde propicia. No se
demoraron, llegaron a tiempo. Un granero abandonado, lejos de la sabia civilización
condenatoria, sería el escenario primero.
El pasto seco recibió a aquellos pueriles abastecidos, con el empalago de jamás
antes haberse rozado.
Dos cuerpos jóvenes se desvestían, guardaban distancia anatómica hacia la
vergüenza, porque ningún estrato moral rancio podría interponérseles en tremenda
demanda, recién nacida.

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Se afrontaban desnudos. Lucía estiró la mano, acarició la cara de su futuro
amante. Él le respondió, pintando con la insosegable saliva aquellos labios alucinados.
Empalmaron sus bocas, ella deletreó palabras absurdas en el interior del paladar del
muchacho. Daniel presintió que era por el camino vertical del vientre enfrentado, por
donde debía descender. Lo hizo. Apoyó los dedos separados sobre la carne de su niña,
bajó hasta la hondura tibia que le contagiaba pálpitos viscosos en las yemas. La
preparó para él. Lucía correspondió con un abrazo.
El chico la recostó parsimonioso sobre el pasto, posó su boca fresca en los
labios que lo reclamaban, se acomodó sobre ella. La penetró.
Un dolor yerto espantaba a Lucía, le hacía contraer los músculos internos y en
sus muslos jóvenes las pulsaciones aumentaban, hasta sumir en taquicardia al órgano
principal.
Daniel comenzó a moverse despacio, reteniendo su arrebato desmedido por
atravesarla enérgico, cada quejido de Lucía lo excitaba más. Se contenía, prefería
amarla suave, probando cada embate lentamente.
Se disponía a cerrar los ojos, para sentirla en demasía, cuando ella se apoderó
de su cabeza y le exigió con la presión de sus manos sobre el cuello, urgencia, rapidez,
posesión completa. Él le cumplió.
La sacudió en el pasto como un desalmado, con la inocencia de quien
desconoce, con la prestancia de aquellos que buscan la perfección de la vez primera.
Cuando la sangre de los dos se amalgamó a la sequía en que se situaban, él la
fulminó.
Lucía le agradeció la ruptura de las reglas, a las que ella jamás se sometería.
Vestidos, abandonaron el lugar.
Esta vez tampoco se despidieron, no existió un saludo final. Tal vez, porque el
debut de la vida, que a ambos les esperaba, no incluiría, en las conclusiones internas,
retención de inicios primordiales.

7
Doble polaridad

Todo se cargaba de un sentido múltiple; las relaciones entre acontecimientos


dispersos eran excesivas. Trataba de descifrar únicamente los mensajes que le estaban
personalmente dirigidos.
Ricardo Piglia, Cuentos morales.

Carla subía el ascensor. Diez pisos para el aumento a su malestar claustrofóbico


podrían haberla hecho dudar sobre aquella frágil osadía, pero sobre el décimo habitar
de un departamento la esperaba Miguel. Sabía que las escaleras disminuían las
necesidades básicas y las transformaban, por desesperanza, en oprobios humanos. No
lo haría esperar. Cuando reconfirmaba su elección, la bocina del elevador le daba la
señal del fin de la tortura. Descendió.
Se quitó los zapatos stiletto. No existía mejor sensación en el mundo, para ella,
que sentir, la frotación de sus pies contra la armadura porosa de las alfombras. El
clima era templado en el hotel y el piso había sido prevenido para caminantes
descalzos, con tapetes de furioso escarlata.
Ella no conocía aquel lujo, era una simple muchacha con un pasado doble, que
la había acompañado desde chiquilla, a veces intercambiando el nombre con el de su
gemela, Silvana, otras tantas, siendo ella, pero con el proceder culturizado de su
hermana.
Las dos habían conocido a sus respectivos novios siendo promotoras de hebillas
para camisas masculinas, en la recepción de aquel mismo hotel. Dos ejecutivos,
propietarios del alojamiento encumbrado en el que se hallaba, caracterizados por
compartir la misma placenta al igual que las dos hermanas.
Dirigió en aquel momento, su andar por el pasillo. Alberto le había regalado el
vestido que estrenaba esa noche. Largo, negro, sobrio, con el único detalle de un
profuso escote trasero que culminaba en un aplique plateado. La combinación no
pecaba de arriesgada, para una chica blanca, con cabello azabache enlaciado, en
cascada sobre la desnuda espalda, portadora de rojizos labios como alhaja ideal.
Llegó. Tocó dos veces en la habitación C. Él la recibió, la invitó a pasar.
Entraron.
Algo le dijo sobre el horario. Carla no lo escuchó, continuaba distraída. Miraba
las copas que los esperaban sobre la mesa. Es éste el momento, pensó.
Iba a voltear, cuando un brazo potente la retuvo y la aquietó. El contacto le
produjo un intenso escalofrío.
Bajó los párpados. Se apagó en la permanencia.
Alberto la atrajo hasta su cuerpo, con el magistral tino de quien sabe lo que
busca. Con una mano amarró su cabello, colocándolo de costado, sobre el hombro,
mientras pasaba el otro brazo por la cintura de la mujer.
Carla sintió los labios en presión forzosa contra su nuca, la lengua varonil
coincidía perfectamente al recorrido que ella ansiaba; desde la ubicación en las
caderas, una mano experimentada trepó hasta sus pechos, los contorneó, como en
pesquisa por confirmación de firmezas. Luego, circunvaló el costado hasta posarse
sobre la tersa espalda. Los dedos siguieron el interior del contorno del escote, se
detuvieron en el broche. Con un solo pellizco lo desprendieron.
Un vestido presto desligó su vinculación al estado social de las pudencias. El
ofrecimiento plasmado por la tela, propició que la mujer girara hasta enfrentar la
experiencia.

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Alberto la miraba con la necesidad ávida del animal que ya eligió su única
presa. A Carla esto no le incomodaba, contrariamente, lo ansiaba. Ese sí era el
momento oportuno. El suyo.
Con el rozar de unos dedos estilizados se dirigió hasta la prominencia
disimulada detrás del paño del pantalón masculino. Acarició el estado latente, mientras
que el carmín de sus ocultas palabras marcaba un extenso rastro desde el lóbulo
derecho hasta la base del cuello. Sentía como era la encargada de hacer crecer el
tamaño de la apetencia de su enfrentado y se complacía en su cometido.
De pronto, el ardor del macho, previamente enaltecido, desbordó su calma. Fue
cuando con un brusco golpe, él limpió la mesa del vítreo estorbo, le levantó en su
desnudez, sin dejar de mirarla, y la sentó sobre aquel soporte.
Carla se prendió a su espalda. Las uñas, pensó, serían las encargadas de
demostrarle, en lo sucesivo, la notificación de su desempeño.
El hombre atropelló su pene fortalecido contra la base acuosa de ese femenino.
La separó de su pecho y de su espalda, acomodándola horizontal a su hombría. Ella
sonrió, coartada perfecta para evitar cualquier clasificación posterior. Lo contemplaba,
con el privilegio exclusivo de los primeros puestos.
Alberto le sostenía las caderas, enardecido la cavaba. Ahora quitaba su mole,
como lengua indecisa, torneaba esos labios. Carla desesperada, gemía por una entrada
más contundente. Él buscaba, merodeaba y salía hasta la repetición inaudita de
tomarla y abandonarla por un mismo camino.
El clímax no tardó en apropiárselos, quizás fuese llevado a cabo en uno de
tantos merodeos. En aquel frenesí, ninguno atisbó el momento justo del detonar
íntimo.
Alberto se separó. Probablemente se dirigiría hasta la ducha, a deshacerse del
paralelo encuentro.
La mujer volvió a vestirse. Pensó en esperarlo, en confesarle que ese día, iba a
matarlo por encargo de su hermana Silvana, quien lo engañaba desde hacía tiempo
con un chofer del hotel. Caviló sobre el hecho que atormentaba su propia vida, por
esos instantes, idéntico desamor hacia el otro gemelo. La repugnancia que le nacía al
saberlo tan parecido a Alberto en fisonomía, pero nunca en carácter. Pero prefirió
acomodarse bajo el asilo del disimulo, una vez más.
Acomodó iguales tacones en diferentes pies y salió del departamento.
Mientras bajaba los diez pisos por las escaleras, confirmó aquella decisión
postergada que no dejaba de distraerla, si algo más importante no le retenía la mente:
desde esa noche se llamaría Silvana.
El estereotipo duplicado en su genética rememoró la doble polaridad de una
hermana muerta en el ascensor de un edificio que le resultaba familiar.

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