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Primera entrega
Ebriga Black
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© MMVIII Ebriga Black, Argentina. Todos los derechos reservados.
Titulo original: Amor.alidad, Primera entrega.
© de esta edición: Fallen Arts Digital Publishing, Argentina, 2008
Proyecto gráfico y diseño de la cubierta: Fallen Arts Digital Publishing
Fotografía para la ilustración de cubierta: Pedro Marinello Kairath.
Impresión y encuadernación digital: Fallen Arts.
Queda absolutamente prohibida la redistribución y/o. republicación de la obra, en todo
o en parte, por medio de cualquier medio, impreso o digital sin el previo
consentimiento por escrito de la autora o del editor.
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La cobranza del gato
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Cuando el instante necesario de la eyaculación llegaba, disponíase a elegir la
postal con paisaje más abierto, cuando un gato abandonado pareció saltar como
escupido desde el tejado.
El enojo del felino era tal que poco abría escatimado en elegir un lugar acertado
donde caer. Cuando saltaba en la última cabriola, descubrió sus garras y unos incisivos
dientes puntiagudos brillaron por reflejo de algún charco cercano.
Ahora el gato devoraba todas las deudas del hombre, su sangre acumulada
regaba la potencia blanquecina que degustaban sus bigotes.
Las mujeres comenzaron a andar, al llegar hasta la esquina, llamaron al gato
por su nombre. Éste les obedeció.
Nueve vidas posteriores, debería esperar el deudor para cubrir la deuda
temporal que le quedaba por saldar.
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Única primera vez final
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Se afrontaban desnudos. Lucía estiró la mano, acarició la cara de su futuro
amante. Él le respondió, pintando con la insosegable saliva aquellos labios alucinados.
Empalmaron sus bocas, ella deletreó palabras absurdas en el interior del paladar del
muchacho. Daniel presintió que era por el camino vertical del vientre enfrentado, por
donde debía descender. Lo hizo. Apoyó los dedos separados sobre la carne de su niña,
bajó hasta la hondura tibia que le contagiaba pálpitos viscosos en las yemas. La
preparó para él. Lucía correspondió con un abrazo.
El chico la recostó parsimonioso sobre el pasto, posó su boca fresca en los
labios que lo reclamaban, se acomodó sobre ella. La penetró.
Un dolor yerto espantaba a Lucía, le hacía contraer los músculos internos y en
sus muslos jóvenes las pulsaciones aumentaban, hasta sumir en taquicardia al órgano
principal.
Daniel comenzó a moverse despacio, reteniendo su arrebato desmedido por
atravesarla enérgico, cada quejido de Lucía lo excitaba más. Se contenía, prefería
amarla suave, probando cada embate lentamente.
Se disponía a cerrar los ojos, para sentirla en demasía, cuando ella se apoderó
de su cabeza y le exigió con la presión de sus manos sobre el cuello, urgencia, rapidez,
posesión completa. Él le cumplió.
La sacudió en el pasto como un desalmado, con la inocencia de quien
desconoce, con la prestancia de aquellos que buscan la perfección de la vez primera.
Cuando la sangre de los dos se amalgamó a la sequía en que se situaban, él la
fulminó.
Lucía le agradeció la ruptura de las reglas, a las que ella jamás se sometería.
Vestidos, abandonaron el lugar.
Esta vez tampoco se despidieron, no existió un saludo final. Tal vez, porque el
debut de la vida, que a ambos les esperaba, no incluiría, en las conclusiones internas,
retención de inicios primordiales.
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Doble polaridad
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Alberto la miraba con la necesidad ávida del animal que ya eligió su única
presa. A Carla esto no le incomodaba, contrariamente, lo ansiaba. Ese sí era el
momento oportuno. El suyo.
Con el rozar de unos dedos estilizados se dirigió hasta la prominencia
disimulada detrás del paño del pantalón masculino. Acarició el estado latente, mientras
que el carmín de sus ocultas palabras marcaba un extenso rastro desde el lóbulo
derecho hasta la base del cuello. Sentía como era la encargada de hacer crecer el
tamaño de la apetencia de su enfrentado y se complacía en su cometido.
De pronto, el ardor del macho, previamente enaltecido, desbordó su calma. Fue
cuando con un brusco golpe, él limpió la mesa del vítreo estorbo, le levantó en su
desnudez, sin dejar de mirarla, y la sentó sobre aquel soporte.
Carla se prendió a su espalda. Las uñas, pensó, serían las encargadas de
demostrarle, en lo sucesivo, la notificación de su desempeño.
El hombre atropelló su pene fortalecido contra la base acuosa de ese femenino.
La separó de su pecho y de su espalda, acomodándola horizontal a su hombría. Ella
sonrió, coartada perfecta para evitar cualquier clasificación posterior. Lo contemplaba,
con el privilegio exclusivo de los primeros puestos.
Alberto le sostenía las caderas, enardecido la cavaba. Ahora quitaba su mole,
como lengua indecisa, torneaba esos labios. Carla desesperada, gemía por una entrada
más contundente. Él buscaba, merodeaba y salía hasta la repetición inaudita de
tomarla y abandonarla por un mismo camino.
El clímax no tardó en apropiárselos, quizás fuese llevado a cabo en uno de
tantos merodeos. En aquel frenesí, ninguno atisbó el momento justo del detonar
íntimo.
Alberto se separó. Probablemente se dirigiría hasta la ducha, a deshacerse del
paralelo encuentro.
La mujer volvió a vestirse. Pensó en esperarlo, en confesarle que ese día, iba a
matarlo por encargo de su hermana Silvana, quien lo engañaba desde hacía tiempo
con un chofer del hotel. Caviló sobre el hecho que atormentaba su propia vida, por
esos instantes, idéntico desamor hacia el otro gemelo. La repugnancia que le nacía al
saberlo tan parecido a Alberto en fisonomía, pero nunca en carácter. Pero prefirió
acomodarse bajo el asilo del disimulo, una vez más.
Acomodó iguales tacones en diferentes pies y salió del departamento.
Mientras bajaba los diez pisos por las escaleras, confirmó aquella decisión
postergada que no dejaba de distraerla, si algo más importante no le retenía la mente:
desde esa noche se llamaría Silvana.
El estereotipo duplicado en su genética rememoró la doble polaridad de una
hermana muerta en el ascensor de un edificio que le resultaba familiar.