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Memoria de Tánger
Cultura > Literatura - 20/08/2005 0:00 | Emilio González Ferrín
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Fuente: ABC

Españoles internacionales, periféricos, viviendo entonces «tangeroisement», como hoy


se despide Rachid Tafersiti en sus cartas. Para ellos, un día de 1913, se construyó un
epicentro: el conocido como Gran Teatro Cervantes de Tánger...
¡Qué de flores, qué de colorines!. Todos los jardines de la ciudad se han volcado esta
noche en el Teatro Cervantes. Juanita Narboni, notaria honoraria de aquel Tánger
caleidoscópico -internacional hasta 1956-, describe así su entrada en un Gran Teatro
Cervantes de Carnaval, parada y fonda de una España astuta, huidiza. Hoy se diría
alternativa. Olvidada, para no perder la costumbre. Como la del imponente Hospital
Español en la misma Tánger, donde un robinsoniano doctor Polo aún muestra el
quirófano en que el actual Rey de España fue operado de apendicitis. Escalpelo, cincel,
pluma o pincel, más españoles en aquel Tánger, o aquellos tángeres. Que los hay para
todos los gustos y disgustos. ¿O será uno solo, poliédrico? Puede que reverbere a causa
del viento, hermano del levante tarifeño.
Tánger es la ciudad vórtice -torbellino- de la que escribe González Alcantud. Hace un
año hablábamos con él de ciudades: Mikel Azurmendi leía sobre Lyautey y yo sobre
Bagdad. Poco antes de ser cesados los tres -y de puestos tan dispares- por un único
pensamiento. Volvíamos de Fez a Tánger, sobredimensionada con barrios que ahora
exhiben tejados de pagodas. Un Tánger extraño, medio oriental. Y es que quizá tenga
razón Goytisolo; puede que las siete colinas tangerinas perfilen un algo macabro.
Aunque algo más debe quedar: escribe Germán Gumpert que -en otro tiempo- esas siete
colinas custodiaban la virginidad de la ciudad, pero creo que el enfoque es otro. Es más
bien custodia de la virginidad del mundo porque, de colinas adentro, la vida perra
tangerina de Juanita acaba siendo, por comparación, espejo de virtud en esa ciudad
embarrancada hecha de aluvión de tiempo libre. De cargueros yugoslavos sedimentando
artistas. Un puerto, dos cabos, al menos tres religiones, cuatro servicios de correos... Se
decía que un políglota era quien manejaba más de cinco lenguas. Una marea de
españoles -llegaron a ser cincuenta mil- repartidos entre quienes sólo podían ver su
tierra desde lejos, y quienes preferían verla así. Españoles internacionales, periféricos,
viviendo entonces tangeroisement, como hoy se despide Rachid Tafersiti en sus cartas.
Para ellos, un día de 1913, se construyó un epicentro: el conocido como Gran Teatro
Cervantes de Tánger.
Un siglo antes, Antonio Núñez había plantado la primera casa extramuros en la ciudad
de nadie. La futura Villa Rosario -de triste y novelesco declinar- se agarraba a la muralla
en su caída hacia el puerto, y tendería la mano al siguiente edificio cuesta abajo, el
teatro que habría de erigirse allá por la explanada de Frasquito el Sevillano: ese Gran

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Teatro Cervantes, por obra de Diego Giménez -padre- y gracia de Manuel Peña y su
mujer, Esperanza Orellana, el nombre que hoy corona la calle del teatro en cuadrado
azulejo sevillano. La burguesía inmobiliaria dejaba su impronta de un mecenazgo hoy en
desuso. Entonces, todo se trajo en privado de España: las figuras de la fachada
modernista esculpida por Cándido Mata, los decorados de Bussato, la cúpula pintada por
Federico Ribera, o la ganada apuesta de una sólida estructura en hormigón armado. Nos
dice Bravo Nieto que el Gran Teatro Cervantes no era sólo un capricho burgués: en
primer lugar, se convertía en símbolo arquitectónico de una época, unos modos. Como
su alter ego, el teatro Kursaal de Melilla -obra de Enrique Nieto-, después rebautizado
Nacional. Por otra parte, el Cervantes de Tánger buscaba -y encontró- nivelar el
desequilibrio entre la mayoritaria presencia española y el control francés. Ese que logra
que Zoco Chico se diga en árabe Zoco Chico, y en las guías aparezca como Petit Souq.
El Tánger desnudo de Chukri, en que un americano hablaba con un marroquí en
español.
En realidad, el teatro Cervantes demuestra eso que bien describe Emilio Sanz de Soto
en citada fascinación de Alejo Carpentier: que la influencia española siempre se hace
patente de un modo popular; nunca cultural -Francia- o económica -Inglaterra-. Tánger
iba a los toros -la plaza recibiría después variados usos alternativos-. Tánger iba a la
Feria de Sevilla en un Real importado de casetas y farolillos. Y en esto, el Gran Teatro
Cervantes subió el telón: obras de teatro, ópera, zarzuela y copla llenaban las noches
tangerinas alternando con fiestas y saraos de todo calibre. Las compañías de María
Guerrero y Margarita Xirgú gestionaban bambalinas en justa correspondencia con
libretos y versiones de interesante comparación: ¿en qué lugar del mundo pudo
completarse un Romeo y Julieta de Shakespeare con el equivalente árabe de Machnún y
Layla de Ahmad Chauqi? Y por lo que al bel canto se refiere, el cartel del Teatro
Cervantes no desmerece: aquel visionario Fitzcarraldo, obsesionado por la idea de
escuchar en vivo la voz de Caruso en la selva amazónica, debió contentarse con una
gramola en la cubierta de un barco tramontano -al menos, a juzgar por la versión de
Herzog-. Pero Caruso sí cantó en el Cervantes: una primaveral mañana de 1918 -nos
cuenta Driss Ajenoui-, la voz arribaba al puerto de Tánger para disciplinar al aire
tangerino, más bien proclive a los requiebros de la copla, ya sea en español o en árabe.
Antonio Machín, Imperio Argentina, Pepe Marchena, Lola Flores y Manolo Caracol,
Estrellita Castro, Juanita Reina o Carmen Sevilla, colorearon programas del Tánger
internacional hispanizado. Y si el Gran Teatro Cervantes simboliza el equilibrio popular
de lo español en aquel Tánger de nadie -de todos-, hay una presencia paradigmática que
resume los sentimientos encontrados de una generación: el catártico Juanito
Valderrama, que tras su actuación en el Gran Teatro Cervantes concibió su inefable
himno de las Españas ausentes: El emigrante. Él lo cuenta por el altavoz de Antonio
Burgos sin perder el acento: «Tánger entonces era como un París en chiquetito, era

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internacional. Aquello ni era de España como Tetuán, ni era de Francia como


Casablanca . Tánger estaba atestado de españoles que se habían tenido que ir después
de la guerra. Yo los vi llorar allí en la puerta del teatro, agarrados a mí, rodeándome
cuando entraba para los camerinos por la puerta de artistas: «Juanito, que yo soy de
Málaga, a ver si me dedicas un cante»»...De ese modo, hilando nostalgia en español,
aquel Juan Valderrama de Torredelcampo compuso yo soy un pobre emigrante, y traigo
a esta tierra extraña..., la canción que repetiría -años después- en un bis solicitado por el
mismísimo Franco. Valderrama había entendido Tánger: «aquello -apostilla- no era ni de
Franco ni de la República. Aquellos hombres eran de España. Eran España misma».
Es difícil no sentirlo al contemplar hoy día el aparcado encanto modernista que corona la
calle Esperanza Orellana. El Gran Teatro Cervantes aún vive. Lanza una llamada de
socorro en este año cervantino, en este bienio de romance cultural entre España y
Marruecos. Ruega que no ocurra con él como con el de Larache. La titularidad del teatro
es española, y está alquilado al Ayuntamiento de Tánger por una cantidad simbólica
desde 1974. Voluntades no faltan para su restauración, y se sabe que lleva años
organizándose un rescate dificultoso: en 1994, el arquitecto Vazquez Espi presentó su
proyecto para reforzar la estructura del teatro, y ya en 1996 se preguntaba en el Senado
cuánto le estaban costando al Estado las ayudas concedidas para la rehabilitación.
Pero la ayuda al Gran Teatro Cervantes no puede ser un mero golpe de pecho político
decorado económicamente. La opción es bien simple: arreglarlo hasta estrenar una obra.
Ya hay bastantes despachos y paredes de pladur a ambos lados del Estrecho. Hay algo
moviéndose, algo parecido a un regateo. Y, como corona Ángel Vázquez, «estaría de ver
que tú, Juanita Narboni, la niña buena de la familia, te vieras marcada por El Zorro un
domingo de piñata en pleno Teatro Cervantes».

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