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Memoria de Tánger
Cultura > Literatura - 20/08/2005 0:00 | Emilio González Ferrín
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Fuente: ABC
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Teatro Cervantes, por obra de Diego Giménez -padre- y gracia de Manuel Peña y su
mujer, Esperanza Orellana, el nombre que hoy corona la calle del teatro en cuadrado
azulejo sevillano. La burguesía inmobiliaria dejaba su impronta de un mecenazgo hoy en
desuso. Entonces, todo se trajo en privado de España: las figuras de la fachada
modernista esculpida por Cándido Mata, los decorados de Bussato, la cúpula pintada por
Federico Ribera, o la ganada apuesta de una sólida estructura en hormigón armado. Nos
dice Bravo Nieto que el Gran Teatro Cervantes no era sólo un capricho burgués: en
primer lugar, se convertía en símbolo arquitectónico de una época, unos modos. Como
su alter ego, el teatro Kursaal de Melilla -obra de Enrique Nieto-, después rebautizado
Nacional. Por otra parte, el Cervantes de Tánger buscaba -y encontró- nivelar el
desequilibrio entre la mayoritaria presencia española y el control francés. Ese que logra
que Zoco Chico se diga en árabe Zoco Chico, y en las guías aparezca como Petit Souq.
El Tánger desnudo de Chukri, en que un americano hablaba con un marroquí en
español.
En realidad, el teatro Cervantes demuestra eso que bien describe Emilio Sanz de Soto
en citada fascinación de Alejo Carpentier: que la influencia española siempre se hace
patente de un modo popular; nunca cultural -Francia- o económica -Inglaterra-. Tánger
iba a los toros -la plaza recibiría después variados usos alternativos-. Tánger iba a la
Feria de Sevilla en un Real importado de casetas y farolillos. Y en esto, el Gran Teatro
Cervantes subió el telón: obras de teatro, ópera, zarzuela y copla llenaban las noches
tangerinas alternando con fiestas y saraos de todo calibre. Las compañías de María
Guerrero y Margarita Xirgú gestionaban bambalinas en justa correspondencia con
libretos y versiones de interesante comparación: ¿en qué lugar del mundo pudo
completarse un Romeo y Julieta de Shakespeare con el equivalente árabe de Machnún y
Layla de Ahmad Chauqi? Y por lo que al bel canto se refiere, el cartel del Teatro
Cervantes no desmerece: aquel visionario Fitzcarraldo, obsesionado por la idea de
escuchar en vivo la voz de Caruso en la selva amazónica, debió contentarse con una
gramola en la cubierta de un barco tramontano -al menos, a juzgar por la versión de
Herzog-. Pero Caruso sí cantó en el Cervantes: una primaveral mañana de 1918 -nos
cuenta Driss Ajenoui-, la voz arribaba al puerto de Tánger para disciplinar al aire
tangerino, más bien proclive a los requiebros de la copla, ya sea en español o en árabe.
Antonio Machín, Imperio Argentina, Pepe Marchena, Lola Flores y Manolo Caracol,
Estrellita Castro, Juanita Reina o Carmen Sevilla, colorearon programas del Tánger
internacional hispanizado. Y si el Gran Teatro Cervantes simboliza el equilibrio popular
de lo español en aquel Tánger de nadie -de todos-, hay una presencia paradigmática que
resume los sentimientos encontrados de una generación: el catártico Juanito
Valderrama, que tras su actuación en el Gran Teatro Cervantes concibió su inefable
himno de las Españas ausentes: El emigrante. Él lo cuenta por el altavoz de Antonio
Burgos sin perder el acento: «Tánger entonces era como un París en chiquetito, era
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