Está en la página 1de 4

Olver G.

de León: 1943-2009

Olveriana

Lo conocí en principio por las anécdotas que escuché de él en la casa de Enrique


Estrázulas; anécdotas en donde a su figura grande, bonachona y que más adelante me
inspiraría un gran cariño, se sumaban el recuerdo de Cortázar, la fachada de la
Sorbonne, las calles de ese París (esa otra ciudad natal de muchos quienes nos
consideramos pertenecientes a una muy especial patria armada con los afectos, las
afinidades y la creación) desde donde, sin embargo –y al igual que el autor de Rayuela-
el uruguayo nacido en San Carlos, departamento de Maldonado y último baluarte de la
lengua “bien hablada”, finamente conjugada –quizá la más palpable herencia del idioma
cervantino en suelo uruguayo- entendió, valoró, apoyó y difundió como pocos en el
llamado Primer Mundo, lo real y lo maravilloso de la literatura uruguaya, en particular,
y de la perteneciente a la parte de origen hispano y felizmente enriquecida por los
localismos de sus variados países que la componen –como lo expresa Jorge Semprún en
un texto que sin embargo estaba referido a ese otro gran cosmopolita de los sentidos y
las experiencias riesgosas llamado Malcolm Lowry-, que es este controversial
continente, en general, al que llegó Colón en 1492, aunque quizás inconscientemente
siguiendo las huellas marinas de su predecesor Leif Ericsson en el año 1000 quien
bautizará “Vinland” una parte al Norte de ese todo ignoto -para estos navegantes
europeos- que quinientos años después acabará denominándose “América”, no menos
ignota en muchos de sus aspectos, aun en nuestros días.

Buen tema para un cuento escrito por algún desconocido o muy conocido autor en
lengua cervantina; en “eso parecido al idioma que hablaba Cervantes”, al decir de
Guillermo Cabrera Infante que, de seguro, de haber llegado a manos del profesor
uruguayo -radicado en esa ciudad en la que nacieron y proliferaron tanto genios que sin
embargo en muchos casos no nacieron en París ni aun en Francia y sin embargo
posibilitaron un enaltecimiento recíproco para la ciudad de adopción y sus creadores de
tantas partes del mundo, quienes en diferentes y muy significativas épocas (el
romanticismo, el impresionismo, el surrealismo, el existencialismo) encontraron refugio
en sus calles, en las orillas de su río, en sus buhardillas, en sus cafés y bistrôts, en sus
parques y plazas- de seguro hubiera encontrado repercusión y hasta sitio en alguna de
las tantas antologías sabiamente confeccionadas por el uruguayo nacido en San Carlos,
generalmente en coautoría con algunos otros colegas que aprendieron a respetarlo por
su obra en pro de la difusión de las letras uruguayas y latinoamericanas y a quererlo por
su altura espiritual y moral como ser humano… independientemente de que además era
un hombre alto, de mechones de pelo negro y más adelante entrecano, cayéndosele por
encima de las orejas y que partían de, “por aquellas épocas” –como empieza más de un
pasaje de los Evangelios-, una incipiente calvicie.
Generalmente vistiendo un ambo y con el nudo de la corbata aflojado y el primer
botón de la camisa desprendido, cuando esa particular parte de un día cualquiera en su
compañía era propicia, y transcurriera la acción en París o Montevideo, la necesidad del
acercamiento en la charla, en las coincidencias e incluso las divergencias, hacía que
inmediatamente se buscara un último baluarte del Mayo del 68, como lo era Chez
Georges en París, o el desaparecido Bar Rex en la montevideana esquina de 18 de Julio
y Julio Herrera y Obes. La oportunidad entonces llevaba a que la mesa se cubriera de
elMontevideano – Laboratorio de Artes
http://elmontevideanolaboratoriodeartes.blogspot.com/
copas de vino y ceniceros que se iban llenando de las colillas de los Peter Stuyvesant
del fernandino –y de los cigarrillos que entonces fumábamos nosotros y otros tantos-,
así como el lugar en ese bistrôt o boliche –tal vez diferentes dimensiones de una misma
situación, de esa misma patria espiritual y estética- se iba impregnando del afecto, la
concordia, la buena y noble discusión, el proyecto compartido… y una vez finalizada la
reunión, la sensación de orgullo que le quedaba a uno de saberse integrante de esa
comunidad de seres que pasaban gran parte de la vida haciéndose ajustes de cuentas a
través de la escritura, sin domicilio fijo, pero que sin embargo tenía algunos puntos de
encuentro inevitables: Montevideo o París.

Y en Montevideo lo vine a conocer, el 4 de julio de 1984.


En aquellas épocas yo trabajaba en el desaparecido diario El Día, repartiéndome como
notero entre los viejos y queridos suplementos Huecograbado, el Cultural (o sepia,
como lo llamaban todos los lectores) y La Semana. Ahora, desde la distancia, es lo
mismo que decir, con cariño, que no me olvido de Florencio Vázquez, Dora Isella
Russell y nuevamente Enrique Estrázulas, a quien yo le entregaba aquellas reseñas para
la página de Libros y Autores que el dirigía, en La Semana. Precisamente fue Estrázulas
quien me puso en conocimiento del arribo de su amigo, el profesor uruguayo radicado
en París y difusor de la literatura uruguaya, agradeciéndome si yo lo podía ir a buscar al
entonces domicilio de su hermana, en Carreras Nacionales, para esa misma noche
presentarlo ante el público que se daría cita en el legendario teatro de la Alliance
Française, cuando la misma estaba ubicada en Soriano y la entonces Cuareim (hoy
Zelmar Michelini, al menos de 18’ al sur).

Esa noche llovía a cántaros y había paro general, pero luego de algunas demoras los
dioses fueron propicios y aparecieron los taxis necesarios para ir a buscar al profesor a
Carreras Nacionales y luego llevarlo a la Alianza Francesa. El nerviosismo, el apuro por
llegar, por no fracasar en la empresa -dadas las inclemencias climáticas y gremiales-, no
podían hacerme ver, imaginar en esos momentos, que a partir de esa noche de hace
veinticinco años, comenzaría una larga amistad. El éxito de aquella velada en la Alianza
Francesa y luego en la (para variar) desaparecida Taberna del Chiche (que años después
sería una de las “sucursales” del viejo y querido Lobizón) fue el punto de partida de
algunos acontecimientos más que importantes, que marcaron mi vida y mi oficio y en
donde la figura del profesor y amigo estuvieron más que presentes. Ya prácticamente
desde aquella noche de hace veinticinco años, se mencionó y luego se empezó a trabajar
en un proyecto –emanado de la incansable capacidad de trabajo del profesor fernandino-
relacionado con el reconocimiento a nivel francés y europeo de la labor y los aportes
imperecederos de las letras uruguayas en el contexto del panorama internacional, pero
con su centro en Francia y el aporte de Francia a la vida cultural –en toda su acepción-
de lo que llegó a ser el Uruguay como país que, aunque pequeño, era fuerte
económicamente hablando (al menos hasta 1957, año de la firma de la primera carta de
intención con el FMI) y vasto en lo que a creadores se refería; no sólo en el campo de
las letras sino en todos los demás campos de las artes.

Fue así que en los primeros días de diciembre de 1987, se realizó en París el siempre
recordado Coloquio de Relaciones Culturales Franco-Uruguayas, organizado por la
Université de París III-Sorbonne Nouvelle –donde el profesor uruguayo impartía clases-
en la sede de la UNESCO.
Uno de los recuerdos más cariñosos que tengo de aquella época, es para los primeros
días de mi llegada a París –cumpliéndose así un viejo sueño, como el de tantos antes

elMontevideano – Laboratorio de Artes


http://elmontevideanolaboratoriodeartes.blogspot.com/
que yo y quizás como el de varios después que yo- cuando, arribando de diferentes
puntos del planeta, los primeros cinco uruguayos asistentes al coloquio se daban cita, en
principio en el apartamento del profesor y amigo, entonces ubicado en la Cours de
Vincennes, muy cerca de la Avenue du Trône y el métro Nation.
El mundo era otro y quizás nosotros, los allí reunidos, también éramos otros: Hugo
Giovanetti Viola, Saúl Ibargoyen, Eduardo Espina y, además de mí y por supuesto que
del anfitrión, el único integrante de aquel grupo “de avanzada”, que no era escritor
aunque sí músico que se iría labrando un reconocido prestigio: René Marino Rivero.

Nuestras idas y venidas en aquellos días previos al Coloquio -al que asistirían por los
menos treinta escritores uruguayos, además de profesores compatriotas que, al igual que
el querido fernandino, hacía muchos años que se habían establecido en Francia-
conformaron una experiencia aparte, donde a partir de las confesiones, la camaradería y
hasta las anécdotas jocosas, se fue creando otro tipo de amistad entre nosotros cinco y
el anfitrión. Y creo que este no es un mal momento para contar una de esas anécdotas.
En uno de esos paseos nos fuimos hasta el Trocadéro. Marino Rivero y el idioma
francés al menos por aquellos años iban por caminos diferentes y en todo caso el
“francés” del compositor y bandoneonista no pasaba de barbarismos tales como
“compermuá”, intensificados por su impagable humor. El Trocadéro está conformado
por el Palais Chaillot, que tiene una arquitectura semicircular. De un lado se encuentra
el Museo del Hombre y del otro el de la Armada. Por el lado de afuera, bordeando la
construcción, se encuentran grandes esculturas de desnudos masculinos. Nos paramos al
pie de uno de ellos y los allí presentes: Hugo, Saúl, Eduardo, René y quien cuenta todo
esto (ese día nuestro querido amigo profesor no nos acompañó) resolvimos sacarnos una
foto al pie de tan egregio y significativo desnudo, ya que portaba una lira en uno de sus
brazos: tal vez lo único que “llevaba puesto”. Fue así que Eduardo Espina se alejó con
la cámara fotográfica buscando a alguien que nos pudiera dejar para siempre impresos
en el papel fotográfico, como recuerdo de aquella tarde. Finalmente, Eduardo interceptó
a dos chicas y les explicaba el manejo de la cámara, si bien nosotros no podíamos
escuchar lo que hablaba debido a la distancia. Por fin Espina caminó de regreso al grupo
y nos sugirió que nos pusiéramos “en pose”…Fue entonces cuando René Marino
Rivero, con aire socarrón, nos miró a todos alternadamente y expresó, con una sonrisa:
“Van a ver cómo jodo a las franchutas”. Entonces se irguió y se dirigió a ellas con la voz
más que alta y sin reparar en su hablar “uruguayo”: “¡Che!”, gritó. Las chicas a su vez
alzaron las cabezas y se quedaron esperando lo que Marino Rivero tenía para decirles.
El músico alzó la mirada a las piernas de la estatua dorada que teníamos sobre nuestras
cabezas y señaló con un índice la entrepierna del desnudo y volvió a mirar a las chicas,
exclamando: “¡Que salgan bien las bolas!”, a lo que la chica que sostenía la cámara
contestó, en rotundo y castizo español: “¡Bueno, si quieres que salgan bien las bolas no
os mováis, tío!”, a lo que Espina se volvió a nosotros, notablemente avergonzados, y
nos aclaró, tardíamente, que las chicas eran turistas de las Islas Canarias.

En 1989 regresé a París, nuevamente convocado por el querido profesor y amigo.


Asistí como autor invitado a sus clases en el Instituto de Lenguas Extranjeras,
dependiente de la Université de Paris III-Sorbonne Nouvelle, ubicado al norte de la
ciudad, en la Porte de Clignancourt donde, para mi nada oculta alegría, se estaban
estudiando algunos textos de ficción de mi autoría. Pero en otra lectura de este segundo
viaje, en aquella época yo estaba atravesando una situación bastante difícil en lo
anímico y por carta se la había comentado a mi amigo. Días después recibí una llamada
telefónica. Era él, directamente de París, invitándome a que me fuera a pasar una

elMontevideano – Laboratorio de Artes


http://elmontevideanolaboratoriodeartes.blogspot.com/
temporada a su casa, porque mi carta lo había alarmado. Fue así que emprendí ese
segundo viaje, en el que tuve la oportunidad de tomar mayor contacto, de ser más
consciente, de la altura espiritual y la bonhomía de aquel grandulón con mirada de niño,
que tenía la cada vez más rara virtud de desarrollar una inclaudicable vocación de
servicio. Ese servicio que incluso se traduce en intentar encontrar una solución a las
tribulaciones de sus amigos, como era mi caso. La sugerencia, el consejo, me llegaban
como un bálsamo gracias a la tranquilidad y el tono pausado que imponía a sus
palabras.

Ese fue el retrato completo, la interpretación definitiva que me quedó de su persona y


de la amistad que me brindó a lo largo de los años, los viajes, los reencuentros, las
cartas escritas de puño y letra –varias de ellas en el papel con membrete de la Sorbonne-
Nouvelle- y posteriormente por correo electrónico, siempre con la promesa de un viaje
definitivo, de retorno al país quizás para disfrutar de una merecida jubilación; siempre
el trabajo en las antologías y más adelante en el blogspot Itinerarios –una acertada
extensión de los largometrajes Itinerarios I y II- junto al cineasta Alvaro Clouzet
Mouret, quien se ha preocupado de dejar para la imagen filmada la vida y la obra del
profesor y amigo nacido en San Carlos, Maldonado, Uruguay, en 1943…

…Y seguirá siendo siempre él: el amigo, el profesor, el uruguayo cosmopolita afincado


en París, pero con el amor vuelto al Uruguay y a la América latina y creadora que lo
contiene, quien a partir del 14 de enero de 2009 cuenta con la ventaja de ir y venir, en
espíritu y amor, de una a otra de las tantas dimensiones que lo vieron, lo ven y lo
seguirán viendo, pero desde las que él nos ve a todos nosotros, sus amigos, para quienes
su presencia no es un recuerdo sino la certeza de que debemos seguir trabajando y
amando, “siempre desde la humildad”, que era una expresión tan característica y sincera
de él; de Olver Gilberto de León, Olver, a quien hoy saludamos y le ratificamos nuestro
amor, desde esta tridimensionalidad en la que de seguro estaremos esperando siempre y
recibiendo siempre, tarde o temprano, señales suyas de su cariño, su apoyo, sus
sugerencias, su amistad.

Guillermo Lopetegui
Playa Pascual (Depto. de San José, Uruguay),
17 de enero de 2009

elMontevideano – Laboratorio de Artes


http://elmontevideanolaboratoriodeartes.blogspot.com/

También podría gustarte