Hay películas que dejan huella por muchas y variadísimas razones.
Unas, porque ayudan a entender el mundo, a tomar parte activa en las cosas de la vida mientras ocupamos en algo diferente nuestro cada vez más escaso tiempo libre y nos evadimos de los problemas cotidianos; otras, porque nos ayudan a soñar. Los ciento y pico años de historia del cine nos demuestran que el entretenimiento más popular de nuestro tiempo, las películas, nos ayuda a ser un poco más felices, a disfrutar un poco más.
“Amélie”, la película y el personaje central que le da nombre, es una
baldosa más en el camino hacia la felicidad. La cuarta película del inteligente, divertido y visualmente desbordante Jean-Pierre Jeunet es además de quizá la cinta francesa más popular de los últimos años todo un canto a las ganas de vivir.
La deliciosa Audrey Tatou es la protagonista, Amélie, una joven a la
que de niña le tocó sufrir un mundo desconcertante en lo familiar y lo íntimo y que convertida ya en una atractiva, sensible y entrañable joven se fija como meta nada más y nada menos que lo más difícil: hacer más felices a los demás, un reto del que siempre sale airosa con una sentida sonrisa.
“Amélie” tiene forma de cuento de hadas moderno en el que todos
los conflictos son superables. Y todo ello con un envoltorio inusualmente rico: las imágenes de “Amélie” no se olvidan fácilmente; se quedan a vivir para siempre en la imaginación del espectador, casi siempre demasiado acostumbrado a la violencia irracional que jalona casi todas las esquinas de la vida cotidiana.