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Mafias gitanas explotan como vigilantes de obra a 'sin papeles', que reciben
palizas si hay robos.
Abdou, el esclavo, pasaba hasta 108 horas semanales en las tripas de aquel
monstruo inacabado de cemento y hormigón. Menudo Darth Vader. Cuando el mes
terminase, cuando el patrón se pasara con el fajo, cobraría 400 euros, un febrero a
menos de un euro la hora. Que la fuerza te acompañe, mano de obra.
Pasó hace un mes, en una promoción de viviendas inconclusa que aún hoy saluda
con sus grúas al cielo de Vallecas. Y es sólo una muestra de una práctica extendida
que revela las condiciones de semiesclavitud a las que son sometidos los
inmigrantes dentro del purulento negocio de la vigilancia clandestina de
construcciones, controlado por mafias que ensucian la etnia gitana.
Los hay que viven el día entero dentro de la obra, como si fueran perros, incluso
por menos de 400 euros el mes (les dicen que tienen el alojamiento gratis); los hay
fundamentalmente de países del Este, del Magreb y del Africa subsahariana; los
hay que reciben palizas por encargo del patrón gitano si el constructor se queja de
que falta algo.
«Te ves obligado a pagar a gitanos para que te lleven la vigilancia. Es una especie
de impuesto revolucionario. A mí me llegó a decir uno: 'Es que si no me coges a mí,
a lo mejor la máquina ésa [120.000 euros de coste] puede tener un cortocircuito y
arder'», comenta un empresario de Toledo. «Me robaban ellos mismos. Hasta que
les contraté. A los dos días, metieron a unos moros a cuidar la obra».
Volvemos con Abdou, de 24 años, que suma 11 de marinero en su país y tiene ocho
hermanos esperando que le vaya bien, esperando famélicamente que le vaya muy
bien. Allí ganaba unos cinco euros al día en el mar y el dinero sólo alcanzaba para
comer y pagar el alquiler. Una noche su padre le dijo: «Eres joven, Abdou, vete a
Europa, en Africa no hay nada». Llegó en patera gratis, porque esos nueve días de
travesía fue el capitán de un velero con 75 hombres detrás.
«Me cogió un gitano. A los que no tenemos papeles nos ponen a trabajar de seis de
la tarde a seis de la mañana, 12 horas, de lunes a viernes, y no te puedes dormir.
Los sábados y los domingos estás las 24 horas cada día, y te dejan dormir por el
día», cuenta Abdou.
«Yo estaba allí sentado todo el tiempo, sin hacer nada. Estaba vigilando dentro de
los pisos a medio hacer. No había techo. Lo peor era el frío. Acordamos que me
daría 500 euros por el mes, y me quiso dar 350. Al final subió a 400. Me decía que,
si no me interesaba, me fuera, que cogía a otro».
Entre sacos de cemento y con la espada de Darth Vader ya sin pilas, Abdou vio
claro un amanecer que aquella vida de mastín no era vida. En casa, allá en
Senegal, papá Cheih piensa que su hijo aún sigue trabajando y le reprocha a mamá
que seguro que se gasta el dinero. Porque, en casi dos años que lleva en España,
sólo ha podido mandar 100 euros a Dakar.
Así que se levantó del sofá, tiró la manta al suelo, dejó la linterna.