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I

Tengo los dedos llenos de grasa.


Pedro habla con la boca llena. Dice no se qué sobre los
antibióticos en la carne de pollo. Habla sobre el sebo y la
piel y los contaminantes. Sobre naves industriales
gigantescas repletas de miles de jaulas minúsculas. Sobre
suero fisiológico y animales agonizando.
Le pregunto si no se siente como un votante
nacionalsocialista a principios del siglo pasado cada vez que
se come una alita. No entiende la pregunta.
Aquí empieza nuestra historia.
En realidad no es ni siquiera nuestra, hay un tercer
partícipe esperándonos en el coche mientras terminamos
de cenar. Aunque yo ya he terminado mi comida hace unos
veinte minutos.
A veces me pregunto por el diámetro de las arterias de
Pedro, y pienso sin querer en alfileres pasando por pajitas
de bebida minúsculas. Pero tampoco puedo concentrarme
demasiado porque él no deja de hablar.
La epiglotis. La epiglotis es un cartílago móvil situado en la
garganta que se mueve para impedir que entre comida en
la tráquea al tragar. Por eso no se puede tragar y hablar al
mismo tiempo. De verdad que no, no se puede. Hagan la
prueba. Estaría dispuesto a afirmar ante un tribunal que
Pedro es capaz de conseguirlo.
Lo que es seguro es que es de noche, que estamos en un
restaurante de pollo frito y que las conversaciones del resto
de la gente se pierden entre la estática de la radio. Como
disparos en el aire. Que tenemos el coche aparcado fuera, y
que Pedro no se ha cambiado de jersey en los últimos
cuatro años.
La verdad es que casi nunca se cambia de ropa. Es de esa
clase de personas que confunde superficialidad con higiene
personal. Sin ser alto y no llegar a los veinticinco años,
cualquiera que le viera podría asegurar que pesa
demasiado.
De vez en cuando me pregunto cómo un tipo con tan poco
respeto por su propio cuerpo quiso estudiar medicina. Y de
vez en cuando recuerdo cómo yo también la abandoné.
Mientras me habla de beneficios netos para multinacionales
y de explotación ganadera en países ex-soviéticos miro un
trozo de pollo que se le ha quedado pegado al bigote.
- Y no digas que colaboro con todo esto –dice – a mí
todo esto me da lo mismo. En realidad esos pollos ya
estaban muertos antes de que los mataran. A lo que
voy es al problema que supone la globalización, tío.
Todos esos niños cosiendo pantalones Levi’s.
Le digo que no me interesa.
Me dice que cada vez que compro unas deportivas estoy
matando niños en la India, en Bangladesh, en China.
Teleasesinato. Infanticidio.
- Pero necesito unas deportivas para hacer footing.
Y él me dice que salir a correr por las mañanas y comer
fruta no purgan los 20 cigarros diarios que fumo. Y en
realidad tiene bastante razón, pero lo cierto es que ya me
está cansando con todo ese rollo, y le digo:
- Tienes un trozo enorme de pollo en el puto bigote.
II

En realidad ese no es el principio de nuestra historia.


Nuestra historia comenzó hace algún tiempo.
Dicen que la felicidad es más importante que el dinero, y
que no hace falta mucho dinero para conseguirla. Pero lo
cierto es que el dinero se consigue con mayor facilidad. Y
además se puede tocar.
Aquella noche el dinero valía más que casi cualquier cosa
que pudiéramos imaginar, y para dos tipos que nunca
habían conocido una felicidad completa, el dinero lo era
prácticamente todo. Nuestro pedazo de paraíso.
Miraba mi cena y sabía que no podría pagarla. Y luego
miraba a Pedro. Su madre lo había echado de casa hacía
una semana, y pasaba las noches en el piso de su primo.
En realidad, no tenía mal aspecto.
Mi cena era una hamburguesa de queso.
 Tengo que ganar algo de dinero, tío. No podemos
seguir así. Tú vives con tu primo, pero yo tengo que
pagar un alquiler, ¿sabes?
Y entonces dice que ha conocido a un tipo. Amigo de su
primo.
Y ahora es cuando puedo decir que ahí comenzó nuestra
historia. El punto donde las cosas cambian para siempre.
Es curioso cómo siempre piensas que no eres de esos hasta
que te conviertes en uno de ellos. Pasa todos los días.
Fumadores ocasionales que acaban enganchados al tabaco.
Mentirosos compulsivos, ladrones, drogadictos. Aquellos
desdentados de los ochenta eran la muestra perfecta.
Supongo que sólo hace falta un desencadenante y una serie
de motivos latentes. En nuestro caso la falta de dinero sólo
fue una excusa.
En cierto modo, aquella fue nuestra particular última cena.
Y mientras escuchaba comer a Pedro me acordaba de Jesús
y de sus apóstoles. A lo mejor Cristo no era un tipo tan
agradable, a lo mejor también tenía sus cosas. A lo mejor
hacía ruidos molestos al comer, o hablaba con la boca
llena. No puedo dejar de imaginarme a Jesús con la boca
llena de sarro y pollo frito. A todos esos apóstoles
esperando que se lo llevaran de allí y lo clavaran contra la
madera de una puta vez, para no tener que escuchar cómo
luchaba por respirar mientras engullía como un animal de
granja a otro animal de granja.
Y tampoco creo que Él fuera el guaperas que nos pintan en
los cuadros. Probablemente fuera el feo bajito del grupo, y
todo eso, un tipo bastante regular, del montón.
Recuerdo que pensé que si Pedro era el Jesús de nuestro
Nuevo Testamento, yo tendría que ocupar el papel de
Pedro.
O el de Judas.

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