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Enrique González Rojo

EL JUNCO Y OTROS POEMAS


La madriguera

Con dos invisibles agujas de tejer,


la naturaleza borda
un tejido de células.
O también: una colonia, un enjambre, una familia
donde hallan su cómodo
receptáculo,
su mullida sintaxis,
su entrelazamiento de vísceras,
las palabras que,
terminadas en ese,
son una convocatoria para un mitin gramatical
en una plaza pública
cualquiera,
o el himno nacional
de todo hormiguero,
rebaño,
raza,
o el etcétera de puntos
que hace estallar el instinto
colectivo
en un pájaro de pájaros
que cruza el firmamento...

Oh bordado de mónadas!
Encaje
que no puede prescindir
de un vidrioso y permanente espionaje
de ventanas.
¡Oh rumor engendrado por el colmenar entero
y no por la abeja ilusión de ser el canto
para nombre de pila y clavicordio
de uno mismo!
¡Oh puntos que se cansan de luchar,
claudican de sus músculos y son enterrados
en la enlutada indistinción de la línea!
¡Átomos que se hallan en la primera persona del plural
para intercambiar jirones de sí mismos
bajo el techo o la raya aritmética
de su denominador común!

Aquí, los artífices distribuyen,


como cartas,
sus ademanes en serie,
engrapados con huellas dactilares,
a prójimos dedicados a lo mismo,
en una división social
de entusiasmos,
en una permuta
de fatigas,
en un toma y daca
de imaginaciones.

Aquí las voces de lo social


aplastan el coro descentralizado
del cada uno,
del que sabe que, para el canto,
le dejaron una boca sus padres
como herencia,
o del que rompe a llorar con los ojos
que pusieron en su cara
las manos de la comadrona.

Aquí se hallan en riesgo


las garantías individuales
de las diferencias,
la perversa maravilla
de las disonancias,
los derechos humanos
de quienes hallan
en su mueca subjetiva
de siempre
su mejor escondite;
aquí corre peligro
la libertad
de los ademanes,
los gestos,
las manías,
los sueños que el yo
derrama en el hueco personal
de su almohada.
Y las elegías que se me ocurren a veces
para corazón y piano.

Ya ven: hablo del coro,


de la parvada de notas musicales,
de la red y su nube
de agujeros amorosos,
de las voces tomadas de la mano.

Mas en ocasiones no puedo


sino leer y aprenderme de memoria
los términos en que se halla redactada
mi acta de nacimiento.
A veces me olvido deliberadamente
de mi puño.
Del que, cuando lo levanto
para medir su peso, lo vivo
como la piedra encinta de la urgencia
de ser arrojada
contra los otros.
Corro entonces a esconderme.
A ejercer un yo soy de tiempo completo.
A olvidarme de la especie humana.
A decirle: “¡mi madriguera!”
a cualquier escondrijo.
A levantar los puentes del alcázar
donde un fantasma autista
ronda sin lograr
atemorizar a nadie,
comiéndose más bien
sus propios sustos.
A recorrer en fin todas las galerías
de la carne y los huesos
de Narciso.

Ni modo.
A veces me gusta
saborear durante horas
mi mismidad,
mis descaros,
mis desvergüenzas,
mi ser una excepción
a las patadas con su regla.
La Torre de Babel

Albañil con delirio de grandezas.


Constructor incansable de la torre
de no acabar. Impulso que reúne
su mezcla de alma y cuerpo en cada adobe.

Aeronave lentísima que escala


por terribles centímetros al cielo,
y en que hemos ido alzando, sediciosos,
la primera escalera hacia lo eterno.

De repente un relámpago y sus quejas


de timbal malherido, nos aturde
rugiéndonos que somos en pecado,
que si el orgullo y la ambición discurren

con el turbión de sangre de las venas,


acabarán por ser tan sólo un coágulo
de glóbulos blasfemos, un olvido
del dedo omnipresente del decálogo.

Pero estoy, junto a todos, mano a la obra


más que para ascender, para que lo Alto
pueda por fin bajar hacia nosotros
trayendo el más allá bajo el brazo.

Qué temor, al dejar anclado el suelo,


cuando el mal de montaña o de infinito
nos ahoga el propósito y nos vuelve
en una procesión de peregrinos

con los pies amarrados y los ojos


viviendo una zozobra de galaxias,
subiendo, no subiendo, con el cuerpo
jugando a ser grillete de las almas.

Los vocables encuentran en su carne


los poros del aullido. Y hay personas
que exigen un micrófono y se quedan
en medio de un desierto hablando a solas.

Alguien pensó de pronto: lo que faltan


son traductores: hombres empeñados
en arrancar la máscara a las frases
(que ladran diferencias) de lo extraño.

Pero los traductores, sorprendidos,


ven la inutilidad de sus esfuerzos
cuando, pasión en ristre, nos dan sólo
diferentes versiones del silencio.

Mi hermano, ya no entiendo lo que dices.


Tu lengua amasa sílabas y gritos
de chasquidos ignotos y sus letras
se escurren sin cesar de los oídos.

En tu voz y en tus labios ya no advierto


cuando estás frente a mí, sino tu espalda,
la inquietud de tus pies, las estridencias
volcadas a morder tu pentagrama.

Ay hermano, no escucho lo que gritas


Tu alma me es expropiada por la bulla.
Me encuentro de rodillas, suplicando
que a la voz de mis tímpanos acuda

un vocablo no más, pero un vocablo


familiar, cotidiano, tuyo, mío,
para restablecer la especie humana,
la hermandad de la oreja y el sonido.

Amada mía, deja a mi cuidado


tus palabras. Acércate. No escucho
qué murmuras. No capto sino estática,
el ruido de los astros en su mundo

inasible, lejano, en otro idioma,


y desterrado siempre hacia el afuera.
Háblame con los ojos si no puedes
tener apalabrada con tu lengua

(cuando se halla mi oído arrodillado)


tus mensajes, tu código, nuestra habla
confidencial, con sus misivas de aire
y sus letras que vuelan en bandada.

Mujer ¿qué se ha interpuesto entre nosotros?


¿Un alambre de púas o gruñidos
que mastican su cólera y prohiben
la entrada a tus recintos?

Y tampoco comprendo qué musita


este poeta que anda aquí en mi pecho
versificando estrépitos o ruidos
e impostando vocablos extranjeros.

No sé lo que mascullo, y aunque instalo


en todo lo que soy mi oído interno,
advierto sordomudas mis entrañas
y hablo con bocanadas de silencio.

Poco a poco también se vuelve extraño


el lenguaje de Dios, roto, perdido
en un acento ignoto que le brinda
a su predicación el infinito.

Cuando suelta su voz, yo no le entiendo


una sola palabra al absoluto.
Aunque tengo una antena, para hacerme
de pedazos de cielo, no disfruto

de los versos que dicen que Dios forja


en sus momentos de alegría plena.
No doy con el canal de lo perfecto.
Mi oído sólo advierte la cadencia

de voces que se rompen, chocan, ruedan


hasta formar un nudo de alaridos
incoherentes, que bajan de la torre
para untarse de polvo en los caminos.

El sordomudo altísimo del cielo


envuelve en mortecina luz su indicio.
Ya el radar de la torre no registra
ningún aletear de lo divino.

Tiembla de pronto. Todo se conmueve.


¡Qué colapso! ¡Qué torpe ingeniería!
Caen piedras y esfuerzos.
Y prosigue
la confusión en medio de las ruinas.
Harem de esperpentos

Don Juan no supo cómo detener


el paso de los días.
Ni dónde guarecerse
de la lluvia torrencial de segundos
que se le vino encima.
Fue entonces que,
espiando a izquierda y derecha,
como si se cuidara de que nadie lo viese,
entró con paso firme
a la tercera
edad.
A la tercera.

Al principio, los cambios fueron irrelevantes:


las arrugas de la frente,
el archipiélago de manchas en las manos
y la propensión a contar
una vez y otra y otra
la misma anécdota
-por ejemplo la de la temeridad de acceder
a un balcón desdeñoso
con la enredadera de una serenata-...

Pero después fueron incontables


las pinceladas de tiempo
trazadas en sus sienes,
sus cejas,
su barba,
su bigote
-que le daban el aspecto atractivo,
cautivador,
inolvidable
del que paso a paso
logra introducirse en el hueco
de su propia estatua.

Cuando Don Juan peinaba canas,


rastros canosos de viejísimas caricias,
también peinaba indicios indudables
de desmoronamientos
o de rumor
de ruinas.
También vivía el inconfesado aire de fatiga
que arrancaba de su voz,
de sus gestos,
de su mirada,
y parecía demandar un lecho...
Pero sólo como el sitio
donde poder dormir,
desperazar nostalgias,
destrozar a manotazos mariposas,
tener la oportunidad de escalar
con sus manos de Sísifo
siempre idéntico seno,
besar todas y cada una de las bocas
que contiene la almohada,
y sentir, a todo, las acogedoras manos
de la temperatura;
como el sitio donde poder dormir
y dejar del lado de acá,
en la vigilia,
en la orilla del lecho,
los años,
las edad,
los trabajos eróticos
de Hércules,
el ciclópeo curriculum
de las resistencias femeninas
hipnotizadas por el péndulo
de un tiempo que corría
a favor del caballero.

Ya desde su más lejana juventud,


Don Juan se vio en la imposibilidad
de acallar la voz interna
que brotaba del hondón del cuerpo.
Esta voz se hallaba siempre a todo volumen:
sintonizada en el prurito insaciable
del tonel sin fondo.
Las tensas ambiciones que sobrecogían de común
sus entrañas,
hubieran sido la causa de que Don Juan
viviese un prematuro
círculo del infierno,
a no ser que sus exigencias
y su tronar de nervios,
hallaran siempre en su bello físico,
su ars amatoria y su fama universal,
los aliados perfectos
para garantir la puntual satisfacción
que le acarreaba
la nunca mermada maestría en la seducción.

Si Don Juan ponía el ojo en alguna fortaleza,


ésta no podía dejar de sufrir
el derrotismo de las cuarteaduras.
De ahí que Leporello llevara el catálogo
“de las bellas que amó mi patrón”
como la fría estadística
que realizan la envidia y el asombro
de las aventuras del maestro en pezones
y doctor en caderas.

¿Cómo iba a resistir una mujer


a la que cubre sólo la tunica del escrúpulo,
cuando toda resistencia es desabotonable?
¿Cómo hacer que las damas,
desprevenidas,
dejaran de cambiar
por las cuentas de vidrio del reguero
de refulgentes sílabas cautivadoras
el oro de la entrega?
¿Cómo protegerse del caballo de Troya
cuando la ciudad acumula en el fondo ansias de caballeriza?
¿Cómo hacerle frente a un deseo
que toma de la mano y levanta a otro deseo?
Don Juan terminó por convertirse
en el mayor coleccionista de concupiscencias
en lo que va del hombre.

Pero no supo detener el tiempo


o, si se quiere, no atinó a vacunarse
contra el gerundio.
Y ahora,
con los ojos papujados,
los pasos inseguros,
la papada oscilante,
se diría que las aspiraciones de Don Juan
han sido abandonadas,
dejadas de la mano de Dios
o a la deriva en los flancos oscuros
de la brújula.
Mas todavía disfruta
de indudables riquezas en su haber.
Es verdad que la prestancia de otros días
ha sido victimada por la amnesia del espejo
o también que la belleza
se asfixia inexorablemente
en su caricatura.

Sin embargo,
a pesar de las devastaciones que el reloj
ha fraguado en sus dominios,
su renombre,
su experiencia
y una audacia que sabe arrinconar a los recelos,
le permiten aún algunos triunfos.
¿Quién iba a decir que la chiquilla de quince abriles
que hablaba el amargoso lenguaje del desdén,
le abriría de par en par los huecos
de la entrega?
¿O que la joven esposa,
que urdía ya en su vientre sus mendrugos de niño,
consintiera en calzarse,
sin culpas de por medio,
su mal paso?

Durante algunos meses,


Don Juan salió a la pizca de milagros.
A rogar a lo imposible,
de rodillas,
cesar en sus rigores.
Mas después,
poco a poco,
se fue quedando a solas
con el aire angustiado de sus manos vacías.
Ni la ciencia de la seducción,
ni el prestigio universal,
le sirvieron.
La lámpara de Aladino agotó sus virtudes
y acabó por tener sólo la lucecilla miserable
para alumbrar su impotencia.

La imaginación vino entonces en su ayuda.


La cacería,
tras de amordazar la costumbre,
cambió de blanco
y el instinto sabueso remodeló
su brújula olfativa:
el Burlador decidió ir en pos de la muchacha gorda,
de la tuerta,
de la coja
y de la enana.
La imaginación vino entonces
en su ayuda.

Hay quien afirma que en este desfiladero del ridículo,


Don Juan proseguía sintiéndose
el amante perpetuo,
el hombre que sabía forzar,
con una explosiva mirada de reojo,
los rigores de una puerta
o la duda asustadiza de un prejuicio.

Después optó por incluir en su lista


una que otra mujer ya muy entrada en años.
Y es que sin duda hay ancianas
que, en medio de las ruinas de su cuerpo,
han podido conservar la soberbia a dos voces
de sus senos.
Hay mujeres que lo han perdido todo:
la línea,
la frescura,
los escondrijos todos de lo bello.
Pero tienen,
guardado en la despensa del recato,
el más hermoso pubis de la ciudad entera.
Canoso, sí.
Mas rizado por quién sabe qué dedos invisibles.
Cálido y suave,
como el mejor estado de ánimo del terciopelo.
Y es que sin duda,
aunque existen viejas arrugadas,
sin dientes
y que pueden solamente desplazarse
si un bastón les da la mano,
vistas de cerca,
cara a cara,
entre ojeras hendidas y párpados hinchados,
lucen una mirada inmarcesible,
impenetrable casi a esas sentencias de muerte
que llevan al calce
la firma del cronómetro.
Don Juan seguía insistiendo.
La voz de su organismo palpitante,
continuaba velando sus súplicas
(de pesadas rodillas)
con un ropaje de órdenes
que se daba a sí mismo.
Y él iba de una cita a otra y otra,
intercambiando visos semejantes
de derrumbe,
mechones sin raíces
o trozos de epidermis,
con brujas,
espantajos,
adefesios.
Y aunque al final tuviera
-verdadero sultán en su harem de esperpentos-
las manos barnizadas de carroña,
él prosiguió creyéndose
el perpetuo salteador
de descuidos y virtudes.
Don Juan seguía insistiendo...

Cuando accedió por fin a su agonía,


y cuando el convidado de piedra de la lápida
podía suponerse ya en camino,
nadie supo decir si los sonidos que emitía su aliento
eran estertores de muerte
o jadeos de orgasmo.
Pero tal vez Don Juan,
seductor asimismo de la muerte,
se imaginó que estaba,
al fallecer,
no rindiéndole cuentas al vacío,
sino ampliando su lista interminable
sólo con otro nombre.
La hermana

En la línea fronteriza
con que mi identidad pinta su raya,
te hallabas tú,
encabezando la lista
de mis prohibiciones,
el catálogo cruel y puntilloso
de la moral madrastra.

Por aquellos días


no sólo pescaste al vuelo algunas de las frases
pronunciadas por el sutil deletreo
de mis párpados,
sino que terminaste por oír y comprender
el gruñir de mis órganos internos,
los portazos de mi misantropía,
las blasfemias coaguladas en mi sangre
o el sollozo con que tartamudea mi ternura...

Yo asimilé también aquí a tu vera


las voces inaudibles que brotaban
de las partes pudendas
de tus poros.
No fui indiferente al clamor en sordina
que suelta en toda tú lo inconfesable,
ni al instinto sepulto en las reconditeces de tu cuerpo,
donde tu carne finge ser ya un trozo
de materia suicida.

Supe entonces
que la fuente de mi inspiración
-tomarle el pulso a los árboles,
quedarme sin ojos tras el vuelo de las aves,
cantar desgañitadamente y al unísono con los vientos-
de no sé qué manera se fundía
con tus piernas, tus senos, tus caderas,
con todo ese puñado de morbideces
que mantiene con la palma de mi mano
un aire de familia insoslayable.
II

Pero vayamos al lado oscuro del castillo.


La soledad estaba siempre merodeando.
Meditaba en la forma de trocarse en ave de rapiña
y arrojarse al aquí y al ahora de este grito.
Rodeaba los cuerpos
de alambradas de carne
para frenar los pasos
amorosos,
la valentía
del aproximarse,
la idea fija de las manos
que conspiran, en pie de audacia,
contra la satrapía
de los límites.
Gustaba echar a andar
esa caja de música siniestra
en que se me había acabado de convertir
el tronido de los dedos.
Coleccionaba caracolas.
Pero de un género sólo:
de aquellas en que se podía escuchar,
eterno, majestuoso, inagotable
el mar de incertidumbres;
sabía cómo asaltar, en fin, al ímpetu
de libertad,
atarlo y convertirlo
en un cero a la izquierda
que como pequeño globo
se desinfla
y dejar al corazón
rumiando entre sus venas su rosario
de tarántulas.

Pero nuestros padres, hermana,


no sólo dieron a la luz
a este poeta que ha obtenido
varias veces el primer lugar
en los concursos de migraña
o a este mamífero
que está por editar
su primera antología
de aullidos a la luna,
o también a esta mujer
que advino al mundo
en una nave de vela
empujada por un huracán de genes
para ser musa,
hermana de mis ojos,
mis manos,
mi sangre,
perfume de la más entrañable de las flores increadas,
criatura con toda la luz que requerimos para salvar la noche
en la palma de las manos.

III

Mas la soledad
se tendía entre nosotros
con presunciones de frontera,
quemazón de salvoconductos,
deslinde de amorosas confusiones.
Le podaba las rosas
a nuestra fantasía,
enmarañaba la ilusión
de escapar finalmente
del mareo laberíntico,
al transformarla
en laberinto de hilo,
y dejaba en libertad los alacranes
jugosos de veneno.

Ahí estabas, hermana,


en mi línea fronteriza ,
en la aduana de poros con que empieza el afuera.
Ahí, para vendarme los gemidos,
derramarte en mis heridas
y ponerle a mis vocablos plañideros
la sordina de tu dedo en la boca.
IV

Ahí estabas. Al alcance del deseo,


de la mano desenguantada de prejuicios;
sin vacilaciones,
ni riendas,
ni poquedades,
ni la voz insidiosa y maloliente
del escrúpulo.
La distancia
-que por más que restáramos, medía
siempre el mismo infinito-
fue hostigada por las fauces
del atrevimiento.

Pero ahí permanecías.


en el lugar exacto de lo otro.
Sitiada en tus aquíes,
en tus aislantes células,
por los amurallamientos del bautismo,
por el principio de identidad que espolvorearan
en toda tu epidermis
las manos de los padres.

Ay, nuestros padres.


Nos dejaron de herencia
este ser individuos,
islas,
mapa de células.
Este vivir prisioneros
a cuatro llaves,
a cerradura ciega,
dentro de un cuerpo
por sí mismo acorralado.

Nos acercamos uno al otro


con la temeridad enredada entre los dedos,
convencidos de que el tacto,
vigía de la epidermis,
halla siempre los pasadizos secretos,
los puentes,
los pedacitos de tierra de nadie,
bajo la altanería de las diferencias.
En ambos raya una convicción:
el amor sabría revolver
los poros de lo mío y de lo tuyo
a la busca de la cama promisa
del nosotros.

Ahí estábamos.
Respirándonos mutuamente los alientos.
Dándonos uno al otro el golpe
a sus suspiros.
Era preciso dar el paso.
Mirar sobre los hombros del desdén
las convenciones,
las consecuencias
o el sismo de principios y preceptos.
Había que darlo.
Y lo dimos.

Nuestras fronteras fueron al cadalso.


El principio de identidad se embarneció en un punto
del espacio.
Nuestra epidermis amordazó
los monólogos obsesivos de sus orillas.
Y fuimos una carne,
idéntica pulpa de manzana,
el dulcísimo pronombre hermafrodita,
la jadeante unidad de contrarios,
las bocas confundidas,
las manos al garete.

Qué felicidad, hermana.


¿Lo recuerdas?
Qué paraíso levantado
a fuerza de infracciones,
de resoluciones perplejas
y de saltos mortales.
Qué manera de incinerar decálogos,
hacerse oídos sordos al estruendo
que se agolpa en el púlpito
o cortarle las alas a los cuervos
que anidan en la parte
oscura de las normas.
Qué forma de gritar “ya basta” a los mandatos
que usaban el canal de lo infinito.
Qué paraíso terrenal
cargaron en sus hombros ese día
dos valientes.
¿Recuerdas?
Qué júbilo indecible cuando barrimos del entorno
las dudas,
los temores,
las letras de los nombres paternos,
el morderse y remorderse el alma toda
o el curvo sentimiento de una culpa,
bajo la acusación
de que todos,
quién más quién menos,
había hincado su diente en la pulpa moralista,
la discordia azucarada
y el rojo delincuente
de la manzana fatídica.

Qué satisfacción saber,


hermana,
de que aquí,
en nuestro mundo,
en este dar rienda suelta a lo que somos,
se ha apostado un arcángel
que blande y blande la línea fronteriza
de su espada
flamígera, filosa, imperturbable,
que además de vedar, con su aduana de fuego,
el paso a los intrusos,
nos esconde,
protege
y vela dulcemente nuestra culpa
de las conspiraciones y amenazas
del incienso.
La viuda

Quizás el amor no fue a primera vista


ni tampoco a primer orgasmo.
A lo mejor dieron con él en la cara oculta
de una palabra.
Tal vez lo hallaron en un compás
de su sonata de piano preferida,
en uno de los colores del crepúsculo
o en la sílaba fundamental de un verso.
A lo mejor ella se sintió alucinada
por la manera en que él
sabía descifrar el itinerario de los trenes
y de los ángeles,
hablaba de la raigambre realista
(o del sabor a tierra)
de lo imaginable,
procuraba dirigirse a Dios
en el lenguaje de los sordomudos
o por otras razones entonadas
en un idioma diferente al de mi tinta.

El caso es que,
después de estar por un poco de tiempo
en los andenes de la doncellez,
increpó a los resquemores,
negoció con su consentimiento,
puso a sus dubitaciones en cuarentena,
apostó un corazón a la esperanza,
halló en su lecho la tierra prometida,
se abrió de ternuras
y encarnó la postura de la entrega
-con la sospecha de que todo el firmamento
se le viniera encima-
y miró cómo una niña abandonaba el tálamo,
cohibida y despeinada,
dejando en su lugar a la mujer en que se había
convertido.

A partir de ese entonces,


y a lo largo de varios cronómetros,
se hincaba de rodillas antes el altar del agradecimiento
por la ventura de haber encontrado,
cuando la vida se empeñaba en hacer violentas sus soledades,
con la forma de eternizar
un relámpago.
Qué felicidad.
Qué suerte.
Qué bienaventuranza haber hallado
el antídoto de todos los venenos,
el machete de todos los áspides,
la oración de todos los infiernos,
la almohada en su maternalísima función
de remanso de sienes turbulentas.

Pero la felicidad no consiente


dormir a la vera del desgano,
apoltronarse en una vivencia mullida,
frenar su crecimiento
y esconderse en el cuento de no acabar
de la rutina.
La felicidad no lo consiente.
Puede pugnar por expandirse,
o embarnecer sus ansias,
como cuando, por ejemplo,
el óvulo, seducido,
empieza a contar los meses,
comenzando, desde luego, con las horas,
húmedas y nerviosas,
en que dos diferencias vueltas nudo,
exaltadas,
sensibles,
demandantes,
atentas al metrónomo de la concupiscencia,
lograron construir, en no sé qué jadeo,
la nueva identidad que se conquista
en el bautismo de la placenta.
Qué felicidad.
Qué suerte de poder decir “amor mío”
sin sentir que la lengua cambia de piel,
que las palabras
se desdicen en el aire,
con la reversa del arrepentimiento.

Mas de pronto
-cuando estalla con, el de repente,
el acorde de lo inesperado-
nuestra mujer percibe
que, no obstante que su marido continúe con vida
(y aunque nunca ,
en un inventario de sus enemigos,
ha encontrado el menor rastro
de la muerte),
se le enferma,
se le vuelve accesorio,
se le quiebra en pedazos
de marido,
como un rompecabezas inarmable,
se le deshace entre los dedos
y los ánimos.
Se le muere.
Le deja en las manos el último suspiro.
Y ella se queda viuda,
con todos y cada uno de sus poros
enlutados,
con un espectro en peregrinación constante
por todas las instalaciones
de su miedo.
Se queda viuda,
sin hallar las palabras para darse
el pésame a sí misma,
con una epidermis tan sorda como muda,
dedicada a jugar el solitario
de su monólogo.

Verdad es que no supo advertir


la enfermedad de muerte
de su amado,
el cáncer enamorado de la nada
que fraguaba su cuerpo,
la forma en que sus manos
golpeaban a las puertas del vacío,
los estertores que estrangulaban
su camino,
su correr precipitado para alcanzar
la carroza del infarto.
No advirtió nada de ello.
Mas ahora se queda con los brazos en cruz,
abrazándose a a sí misma
como dispuesta a darle el pecho
a su afán de ser otra,
angustiada al intentar asir el cuerpo de humo
de su consorte,
o de besar la boca polvorienta
del cadáver.

Por más que ella siga escuchando,


confiada,
las letíficas voces de su pulso.
o el remar del oxígeno en sus venas,
por más que su pulmón continúe pedaleando,
pedaleando
las respiraciones exigidas
para hacer aquella travesía
que comienza al instante en que gatea
por los cuatro rincones cardinales
de su cuarto
el Ulises que llevamos
todos dentro,
el hombre, también él,
puede espigar en sus dedos las últimas palpitaciones
de su cónyuge.
También él
puede llevar a su amor exangüe
a la caja mortuoria,
a la palabra nunca,
al camposanto,
a las paletadas de tierra que se empeñan
en enterrar al más allá,
a la voracidad de los olvidos
o a los dientes afilados de los granos de polvo.

Inauguran los consortes


una vecindad de soledades,
nudo de extranjerías,
cuerpos que se acechan
con fronteras retráctiles,
epidermis que gruñen
su privacía.
Matrimonio de viudos,
a quien la muerte exige
su lugar en la mesa
y en el lecho.

Y vuelta a las andadas.


A lo largo del camino
(donde el afán de repetición
es ave que se cree ejercitando la libertad
al volar de una jaula a la siguiente)
ella puede buscar en un amante
los tibios barrotes de su abrazo
y enviudar otra vez
y otra y otra.
Volviendo a las andadas.

Incluso puede dejar de amar.


Tener su corazón vacío, desamueblado.
Puede quedar perpleja
ante los portazos de su libido,
y no cargar en su pecho
sino fantasmas deshilachados.
Y entonces,
no es difícil divisarla,
en lo más profundo de la hoja de papel,
caminando,
arruinada de futuro,
jorobada de espectros,
con todo su interior desmoronado,
alejándose de los ojos del lector
como cuando Chaplin,
al final de sus películas,
se retira poco a poco
hilando con sus pasos que van al horizonte
-a ocultarse en la nube de su pérdida-
el nudo en la garganta
de su público.
Los olvidos

¿Es un descanso el olvido?


¿Es olvido caminar?
Es caminar empezar
a olvidarse del olvido?
Emilio Prados

La evocación no respeta los sepulcros,


desoye la liturgia de lo efímero,
halla a flor de beso antiquísimas bocas,
clava con alfileres el chirrido
de las palabras huidizas,
da con el descubrimiento arqueológico de una caricia
polvorienta de tiempo,
hunde su interrogación
en una de las capas profundas de la psique,
embalsama suspiros,
recuerda.

La mente se desanda,
camina a contrapelo del gerundio,
reconstruye la carne desde el molde
de las huellas,
busca el olor a vida
en la carroña de la remembranza,
le tuerce el brazo a Cronos
para tender la mano a los cadáveres,
recuerda.

Limpia los ventanales de su nuca,


carga su fardo con jirones y jirones de lo ido
para quedar intacta,
sin perder siquiera
el juguete asombroso, terrible y delicado,
de la niñez,
desentume vivencias,
riega las partes verdes
de lo perdido,
recuerda.

Recuerda, recorre para atrás


la biografía, sus episodios,
los cumpleaños, con su atalaya
para atisbar la muerte, la eterna
obcecación de los aquíes
tatuados con ahoras,
el tren que, indiferente,
con sus esbozos de cerebro al viento,
su aullido como herida en los espacios
y sus ruedas desbocadas,
va en lo suyo:
lanzándose al porvenir a toda máquina,
saboreando la meta,
corriendo tras el viento,
ganándole la partida a la llegada,
siendo sordo a las voces congelantes
de los frenos,
de las instrucciones,
de los arrepentimientos del maquinista,
y olfateando en sus proximidades
la estación terminal donde mis ímpetus
se hallarán descarrilados.

Recuerda, y al momento,
volviéndose, viviéndose
fe de erratas del destino,
rememora un firmamento de pájaros inmóviles,
con alas mentirosas;
un tiempo con futuros arrumbados
en los sótanos del presente;
rememora,
y ve cómo el espejo,
con su espía de azogue,
recupera, pujando, las imágenes
que le fueron escamoteadas por la amnesia;
pasa lista a un tropel de rostros,
adioses fracasados,
gritos,
promesas
que no dieron con el modo,
el instante
o el vientre embarazado
para pasar a ser.

Mas ahora, al correr de los días,


cuando he dilapidado
casi todo mi patrimonio sensorial,
cuando derramo llanto
con todo y pupilas,
y está a punto de caérseme
el mundo que retengo entre las manos temblorosas;
ahora, cuando doy en mesarme
mechones y mechones de tiempo
y me siento invadido por el allende
y las avanzadas de su ejército
-las hoquedades de la desmemoria-,
pregunto: Dios mío, ¿cuál era el nombre de aquella hembra
que me dejó debajo de la almohada
sus senos, sus caderas
y la carne amasada en lo sublime
de sus muslos?
No lo sé. Lo he olvidado.
Oh masacre de sílabas.
Peste que busca su lugar en mis palabras
para diezmar sus letras.
Mis olvidos,
mi almanaque de ruinas,
dejan a la materia gris
continuamente en blanco, desnutrida,
famélica de nombres,
frases, manos,
ocultos bajo el polvo de mi rastro.
Los olvidos arrojan tarascadas
a la carne interior de mi conciencia,
a mi jardín de nostalgias clandestinas,
al vetusto directorio de entusiasmos
donde se apolillan
mis ilusiones envejecidas
y mis dedos, que se ahogaban de tacto,
están a punto de desmoronarse.

Olvidos, ay, que me roban discretamente,


o a mano armada,
la sonrisa de una promesa,
el pelo huracanado de una aventura,
el decir del filósofo
-que durante días y más días
puso a correr aullidos de metafísica
por mis arterias-,
la palabra seductora con que supe
forzar la cerradura de una carne,
la juventud que en mangas de camisa
levantó un imposible
para que al fin un sueño se encontrara
al alcance de la mano.

Padeciendo poco a poco un holocausto


de experiencias, se diría
que hoy por hoy, como oficio, me dedico
a olvidarme de todo,
a desdecir vivencias,
a dar mi brazo a torcer,
a asaltarme a mí mismo en los lugares
más oscuros del alma.
Se diría.

¿Nada me queda ya?


Con lo poco, lo poquísimo que guardo,
con éstas que podríamos llamar
las pertenencias últimas,
o mi fortuna en el aquende,
he formado un museo
para uso personal
donde me paso horas y más horas
reconociendo olvidos (desempolvados
para ser recuerdos)
o contemplando los cuadros y las estatuas
que entablan con los ojos el lenguaje
del pasado.

¿Nada me queda ya?


¿En el despeñadero de cuál de mis latidos
voy a perderlo todo?
¿Cuándo vendrá la nada
con sus manos amantísimas
a cerrarme los ojos?

El momento culminante,
intransferible,
el hoyo de desagüe hacia el que corre
la colección entera de mis ímpetus,
irrumpirá, puntualidad en mano,
con gestos de destino,
cuando tenga ya el alma agujereada
por los desánimos incontables
de la memoria;
cuando el tiempo,
encogido al presente
(huérfano de premisas,
desheredado de conclusiones)
transforme sus fronteras en murallas,
sin un solo intersticio donde pueda
ejercitar sus vicios el espía;
cuando este ahora opaco,
ciego,
mudo,
se vuelva pordiosero
de todos sus tesoros extraviados,
cuando ya no me acuerde del olvido,
cuando, amnésico, olvide tercamente
de acordarme,
de salir a la ventana a ver pasar el viento
que sopla sin cesar desde el pasado,
o tan sólo repare en que ya todo,
todo,
todo
irremediablemente se me olvida
y pasa a la ultratumba del vacío,
cuando llegue, por último, la hora
de que sea de mí de quien me vea
obligado a olvidarme.
El junco

Oriundo de este Valle de lágrimas,


sumando el quehacer individual de mis ojos
a las marejadas y tempestades
que, en alta angustia,
atacan al velamen del pañuelo,
teniendo en la Tierra toda
mi terruño,
sintiéndome un terrícola orgulloso
de las leyes de rotación y translación
de mi casa;
criatura sin voz ni voto en el destino de mi especie,
pero hermano de los que gimen en pianísimo,
rumiando sus blasfemias,
y compatriota de los iracundos
que arrojan al firmamento los juegos de artificio
de sus imprecaciones,
puedo apalabrarme con mi lengua,
morderme la punta del silencio,
sellar un compromiso de sangre
con la verdad,
levantar la mano,
pedir la voz,
humedecer en las lágrimas mi pluma,
soltar estos versos a grito pelado
hasta dejar afónicas
las vocales del aullido,
para hablar de mi gente,
de quienes yo conozco,
de los juncos azotados por los cuatro vientos
del apocalipsis.
Pedir la palabra, pedirla
para ser el cronista del infierno.
II

Observad a los novios:


la desnudez primera fue en los labios.
Dos excitaciones anudadas
-cada amante extraviado en el laberinto del otro-
trajeron consigo un holocausto de resistencias,
un pudor desmoronándose,
un sentimiento de derrota en los botones,
un paladear a diez dedos y dos sienes
la epidermis del éxtasis,
y un arrojarse a las sábanas
en busca de poemas.

Mas ahora divisadlos enfermos,


en estado de sitio,
refugiados en lechos diferentes,
desamorosos, desavenidos,
sabiendo cada quien,
en la cámara de tortura de su sala de espera,
que a su destino en punto,
se halla presta a dar el salto
la agonía.
Columbradlos perdidos,
ojerosos,
débiles,
venidos a muerte,
sin un solo anticuerpo en todo el cuerpo
y con todos sus escudos
sufriendo un caleidoscopio
de dolencias
fatales.

Pero ¿por qué en el clímax,


en la chispa que producen
dos cuerpos al rozarse,
en la maestría con que un orgasmo
seduce al otro,
tienes que eyacular, oh muerte?
III

“arrullado en la cuna del silencio,


mamando oscuridad”.
Jaime Sabines

Pero mirad en la cuna la tragedia.


El horror arropado.
Recién nacido,
como ángel a medio hacer,
aún oloroso a madrugada,
el bebé muere súbitamente,
a muchos pasos todavía de su primera palabra,
mientras se divertía con el oso amarillo
de su sueño.
¿Quién es y dónde está el responsable
de este crimen?
¿Su nombre se escribe con mayúscula?
¿Hay pruebas para demostrar la existencia
de este monstruo?
¿Es posible que Alguien haya utilizado
una guadaña escondida en las leyes naturales
para segar su aliento?
¿Hay un responsable de que el vínculo
entre la cuna y el ataúd
sea a veces mucho más que una imagen poética
que asocia los dos puestos fronterizos
que tenemos con la nada?
Sinfonía inconclusa, ay, en los primeros compases.
Niño que se nos deshace entre las manos.

Sólo tu madre se consuela


pensando que vas a aprender a hablar
en el allende.
IV

Venid a ver, en ese parque,


en esa avenida,
en esa colonia,
pero nunca en el teatro,
en el circo
o en la exposición,
a los hombres y mujeres
que, en naciendo, no vieron la luz
sino que pasaron abrupta,
dolorosa,
sangrientamente
y a tientas,
de la oscuridad del claustro materno
a la oscuridad del cosmos.

Alguien o algo los condenó


a saber sólo de oídas de las flores,
las auroras,
el crepúsculo chorreante de colores
o las luciérnagas y su milagro parpadeante,
perdido en su propia miniatura.
De oídas sólo.
Pero dígase lo que se quiera
el oído no comprende el idioma de los ojos
(o las palabras que dice el parpadeo)
ni la soprano,
al saltar victoriosa hacia el agudo,
puede producir el más mínimo aumento de luz
en la sala de conciertos.
V

Un pájaro canta
va a morir.
Pierre Reverdy
Acercaos a contemplar
cómo los huracanes concentran
la deshilvanada furia de la atmósfera
para arrojarla al pavor,
a la perplejidad y al rezo que nace
con las alas rotas
y el cielo enflaquecido,
o contra las techumbres de paja
de chozas a donde apenas caben
mendrugos sólo de comodidades.
Las aguas de los ríos se insolentan,
arrojan tarascadas a lo sólido
que duda de sí mismo,
y vuelcan su coraje,
cual jauría de perros espumosos,
contra el mundo.

Estad atentos: oíd la lucha cuerpo a cuerpo


del cielo y de la tierra,
cuando el mar gana terreno y el llanto gana rostro.
Los huracanes hacen que en el cielo
todavía compungido, y en la curva
donde lleva a pastar el arcoiris
su majada de tintes,
se insinúe
gigantesca,
a todo horizonte,
el rostro de la muerte,
de la muerte mezquina,
traidora, obscena,
blandiendo su hoz
de un lado al otro
para segar hasta en sus últimos escondrijos
todos los pronombres
y arrojar al precipicio
ápices de existencia,
pedazos,
aún rebeldes, de descuartizados
cuerpos.
Basura.
VI

“porque, inmune a la mácula,


tan perfecta crueldad no cede a límites”
José Gorostiza
Y ahora
si Dios es el creador de todo,
lo mismo del átomo y su ámbito de minucias
-del infinito acurrucado en lo invisible-
o del cosmos y su sistema de superlativos
-de la totalidad desplegada a cielo abierto-,
si es Hacedor de las lágrimas
de este Valle de lágrimas,
si es así,
también es el origen
de todos los males,
sufrimientos y sinsabores
de la existencia humana.
Que me duele la cabeza,
se trata de un rasguño de la divinidad
en mis células nerviosas.
Que soy un sordomudo,
alguien me alimentó, de niño,
con pájaros muertos.

Verdad, también fue obra del Buen Dios


esa hora y media de tacto
que tuvieron los novios en un rincón del descuido
materno.
O el júbilo indecible del poeta
al dar en una metáfora
con la fórmula algebraica
de lo absoluto.
O la felicidad del Sísifo liberado
del alpinista
al divisar, desde su atalaya de oxígeno,
los litorales azules
del infinito.
Es verdad.

Pero ¿hemos de concluir en que el Rey Eterno


es la primera piedra
del todo?
¿La primera piedra?
¿El primer grano de polvo de la primera piedra?
¿Hay un semen sagrado nacido
de la causa inicial?
¿Dios es el múltiple programador
de la sordera,
de la angina de pecho,
de la lesión infectada,
del retraso mental,
de la sífilis
y del sida?
¿Y también es el autor
de la esperanza como campo minado,
de la herida supurante de alaridos
o de esos peñuscos invisibles de espíritu
que se desintegran en un odio
radioactivo?
¿Es cierto que los pobres son pobres,
los moribundos moribundos
los infelices infelices
porque se hallan dejados de la mano desmemoriada
de Dios?
¿O por no sé qué avería en las instalaciones amorosas
de Dios Padre?
¿O porque en los infortunios,
en el destrozarse,
en el pan duro e incomible
de nuestro propio puño,
en la sed insatisfecha
y su asedio inútil y disparatado
a las lágrimas,
en el olvido de la cita que concertamos con la felicidad,
haya introducido sus designios abominables
la perfección?
¿Es más justo considerar al Supremo Arquitecto,
que no al hombre,
como lobo del hombre?
¿Buitre de nuestra entraña prometeica?
¿Áspid de nuestro intento de correr,
de poner en nosotros mismos los pies en polvorosa
y escondernos?

Bien vistas las cosas, y tomando en cuenta


el bestiario fantasmagórico de temores
que, a cada ademán, sueltan las manos
de la divinidad,
tendríamos que decir que su creación
donde hay senos gangrenados,
ángeles sifilíticos,
labios de palabras leporinas,
pertenece más bien a un ser monstruoso
que creó a manotazos este mundo.
Ser enfermo de caos,
con lengua emponzoñada,
con la perversión a flor de dedos
que, tornado en tempestad metafísica,
azota al inerme junco
donde acaece el hombre.

¿Deberíamos atribuir esta creación


al espíritu descompuesto .
de un demonio?
¿O a un aprendiz de brujo
que, perdiendo el control sobre sus actos,
echa a andar o interrumpe abruptamente
las leyes naturales?
¿Es posible que este déspota venido a Dios
sea cubierto por la piel de la divinidad,
escamotee sus huellas dactilares
y usurpe su lugar dentro del credo?
VII

Si el amor falta, la casa está vacía.


Ezra Pound

Aunque contraigamos la enfermedad incurable


de la orfandad,
es insoslayable decir,
y escribirlo con las mayúsculas del aullido,
que Dios es sólo el sueño de las carnes
sometidas a tortura,
fantasía de las llagas,
pasión inútil de ocultarnos
de las voces del horario
y los gritos del minutero.

Basta ya. Se precisa proclamar


que este Valle de lágrimas
no puede ser sino obra del hombre mismo
y de las leyes naturales que son sordas
a las letras inflamables del incienso
que humea en cada púlpito.

Pero ni modo: el junco sufre las neuralgias


que produce lo efímero,
los espasmos que trae consigo la sonata de números
del cronómetro,
la trombosis coronaria que acarrea
saber que se tienen las horas contadas,
descontadas,
huidizas,
irrecuperables,
transformadas en huellas,
vestigios del verbo ser
o bagazos de tiempo,
y entonces los humanos imaginan,
sueñan,
codician,
un cielo de recompensas y de aplausos,
un allende sin comas,
sin erratas.
Un orgasmo de nunca acabar.
¿Será verdad que, la mayoría necesita
vivir a la sombra de la convicción
de que la muerte
es sólo una fábula,
un espejismo de luces negras,
un malentendido,
una falsa impresión,
una mentira contada por la tierra
de la sepultura?

Allá ellos.
Estos hombres ven a Dios
como el señor de su esperanza.
Pero no como el fundamento del dolor
que exige esa esperanza.
Allá ellos.

Allá ellos, porque hasta existen algunos


que, muertos de escepticismo,
tienden sus manos hacia el cielo
pidiendo, por lo que más se quiera,
que Dios exista,
que por favor, que por favor,
y que ellos,
en atravesando el laberinto de la existencia,
no lleven en sus sienes sino una mareada idea
de las cosas,
y sus firmes convicciones
tengan los pies en la tierra movediza
del espejismo.

Claro es que hay quienes


lucen cada vez más
un Dios venido a menos,
sordo,
mudo,
destartalado,
con accesos de asfixia
por ausencia de oxígeno,
de fe,
del templo construido en las entrañas.
Un Dios que el día menos pensado,
como un san Sebastián plagado
de puñaladas de duda,
puede finalmente perecer
entre estertores gregorianos.
VIII

En una edad, en un siglo,


en una contusión remendada de blasfemias,
enfermamos a Dios:
las bacterias y los virus
-con las fauces aún llenas de bocados
de nuestro cuerpo-
invaden sus sacros interiores
y hacen que la eternidad
incinerada casi por su temperatura
tenga delirios
de acabamiento.
En una época contrae un mal venéreo
y es una pena ver cómo Dios Padre
corre a morirse en cualquier gerundio maloliente
víctima de una enfermedad
vergonzosa.
En otra, muere de cáncer:
el árbol de su esqueleto
se doblega con racimos de ganglios,
con flores donde se redondean
gotas de pus -no de rocío,
mientras que un cuágulo de tiempo
discurre por sus venas.
Enfermamos a Dios también
al inocularle el padecimiento
que nos suprime la inmunidad de la guarda
y su dulce compañía.
Pero Dios renace siempre.
La resurrección,
el dejar a su espalda
la tenebrosa trinidad de días,
o el abandonar al sudario en la faena
inútil de apresar un hueco solo,
es una de sus debilidades
o sus fuerzas.
Y entonces tornamos a suprimirlo.
Y Él, rebelde, a saltar de la nada hasta el oxígeno.
Y nosotros a soltarle la jauría
minúscula de microbios.
Y así por los siglos de los siglos.
Este círculo de hierro
terminará sólo cuando el Rey Eterno
en vez de contraer nuestros males,
paros cardíacos,
pulmones rocallosos,
avería en alguna de las conjugaciones
del verbo ser,
reciba el contagio de nosotros,
cuando se enferme de hombre,
cuando no tenga defensas
ante la incontrolable epidemia de lo humano.
Sólo entonces.
IX

¿Hablar de un pueblo sin Dios


es un sueño irrealizable?
¿Un mito?
¿Una utopía?
¿El hombre, oyendo las voces de su sangre,
las plegarias de sus órganos internos,
está condenado a vivirse como criatura,
niño de brazos,
mocoso con las manos atadas,
iniciativa que sólo gatea,
por los siglos de los siglos?
¿O es posible que un día,
a la vuelta del engaño,
el hombre se ponga a cernir una hostia
para quedarse sólo con la oblea,
a colar el agua bendita
para quedarse sólo con el agua?
¿Hará una vez una lectura parricida
del padre nuestro?
¿Podrá quedarse solo, solo y su alma?
¿Y tendrá los tamaños de saberse,
como todos,
junto a todos y todo,
huérfano,
solitario,
rugiendo imperfecciones
y a solas con el infinito?
La última en llegar

Ah, la mujer aquella.


A cada respiración, se desvivía
por hacerme el recóndito regalo
de sus senos.
Yo adivinaba
que sus pezones pretendían ser gritos,
sílabas que se elevan a la ingrávida
potencia del gemido,
la parte de los senos en cursiva,
poemas de lectura obligatoria
de los dedos.
Pero, bajo la ropa,
se reducían a ser solamente
menudencias de sonido.

Se me quedó mirando,
hipnotizada casi,
sin permitir que el aire
rectificara a ninguno de sus músculos,
fascinada al comprobar
que el borde de mis ojos
adelantaba la minúscula frontera
de su precipicio.
Ay, la concupiscencia y sus gozosas
infracciones, vividas
como el pecado lo hace cuando deja
al arrepentimiento hablando solo...

Ah, y entonces,
inesperadamente,
me echó encima su sonrisa.
Y un enjambre de ardores, que tan sólo
retiene de lo eterno lo obsesivo,
trazó sobre mi piel el mapamundi
de todos mis anhelos.
Supe entonces: inútil es el ímpetu
carcelero
que empuja a las arrugas
a volverse cadenas de la carne,
calabozos de manos donde están
todos los ademanes a pan y agua,
o el de este corazón encanecido
que acepta proferir únicamente
latidos en sordina,
palpitaciones casi desdiciéndose.
Inútil es, lo supe, la porfía
de ponerle mordaza a los impulsos
que supieron firmar
un convenio de sangre con la vida,
sellado por el beso enrojecido
que hallaron dos pulgares
o por la doble rúbrica
que convierte el papel en montepío
de su par de palabras empeñadas.

Ah, los años: no ignoro


que al tiempo de las manchas y la amnesia,
el pelo que han teñido los gerundios
y el desmoronamiento que en diversos
rincones de la entraña es el heraldo
que anuncia la llegada inexorable
de las ruinas,
se me están empañando los sentidos,
como si en ellos fueran construidas
las paredes faltantes o incompletas
de un presidio en que el ánimo extravía
hasta el recuerdo mismo de la llave.

Reflexiono: los poros de mi piel


miran, desorbitados, de reojo
a la mujer aquella. Mi apetito
no quiere paladear sólo la carne
de un cuerpo introvertido y clausurado
por la arbitrariedad de su pronombre,
sino también se esfuerza en seducir
a la condescendencia femenina
para que dos deseos
acaben por unirse en matrimonio,
al igual que la boca que no busca
estamparse en un ámbito pasivo
de epidermis inerte y objetiva
sino besar más bien en la mujer
aquello que nos besa.

Quizás.
Quizás ya no hay en mí
la libido elocuente y seductora
que lograba, a la orilla de la cama,
persuadir a la duda femenina
de la incomodidad del mundo entero.
Quizás.
Quizás ya no es posible
oír, junto a mis uñas,
el quejido pianísimo del tacto.
Ante la pérdida de tantas
porciones de cerebro, se diría
que no sólo las bolsas de mi traje
están, agujereadas, padeciendo
constantes tarascadas de intemperie.
Cuántas cabelleras y rostros y perfumes
se perdieron en no sé qué recodo del cansancio.
Víctima de la edad, hasta mi lecho encuentra
importunos olvidos
en la almohada.

Pese a todo.
Al reloj que no acierta ya a mover
sino unas manecillas temblorosas.
A esta tercera edad que peina canas
en muchas de sus viejas y queridas
perversiones.
Pese a todo,
no puedo desistir
de ponerle celadas a una cita
y seducir no sólo a la mujer
sino también al tiempo.

El día,
el día en que me encuentre
llamando a cuentas a mi corazonada,
redactando las memorias de mi tacto
e imaginando a la mujer aquella
como carne ganada a lo imposible,
ella, puntual, hará
que vuelen en parvada sus nudillos,
hasta ser, dermandantes e imperiosos,
pájaros carpinteros empeñados
en devorar mi puerta.

Apenas yo le diga: ésta es tu casa,


la mujer, distraída, dejará
a la mano sus muslos y sus besos,
su ropa de botones claudicantes,
en el desván expuestas sus delicias,
su cuello a la alargada
tarea de entregarse
y de par en par abiertos
sus descuidos.

Será el momento entonces


de tenderle los brazos y ponerla
apasionadamente entre paréntesis,
de arrinconar sus labios, de tener
cuidado en no pisarle los escrúpulos
y de arrojarme todo hacia mis dedos
para darle conciencia a las caricias.

Ah, la mujer aquella.


A su lado no se oye ningún ruido
sospechoso.
Ningún ruido
ciego y sordo a las órdenes
del dedo de lo eterno sobre el labio
de las voces efímeras.
A su vera no oscila una guadaña
empeñada en cortar en dos al viento.
Pero sus besos llegan a mi boca
con un sabor a polvo roturado
por el allende, llegan a mi lengua
como final saliva donde flotan
los pececillos muertos de las letras
o como la palabra seducida
al fin por el silencio.
Su aliento nace helado, como si proviniese
de un témpano de carne en las entrañas.
Y sus brazos me abrazan como lo hace
toda caja mortuoria que no puede
brindarle a la ternura
la curvatura mínima que exige.
Habrá llegado entonces la ocasión
de acceder hacia ella,
y hacerlo poco a poco, lentamente,
aunque en ello confunda los jadeos
con esos estertores que no son
sino los latigazos que da el cuerpo
a los signos vitales obcecados;
o la vida en sus actos voluptuosos,
cuando la excitación, vuelta plegaria,
reúne sudorosa un mar pequeño
para el alumbramiento de su diosa
con la crisis del ser agonizante
que intercambia caricias con el caos;
o la fatiga, en fin,
que encarna, tras el goce,
el estado perfecto en que la carne
medita y saborea lo ocurrido,
con el punto en que emprenden las entrañas
imperceptiblemente sus primeros
pasos de corrupción recién nacida,
de carroña que cumple su destino
en el chacal en polvo de las larvas.

Será el momento entonces de aflojar


los músculos y dientes, y dejarse
caer sin reticencia en el abismo
que se abre en todo lecho, aunque después
suplan los cuatro cirios plañideros
a los cuatro espejismos cardinales;
y de arribar, por fin, ya resignados,
a la respiración que, a flor de boca,
comienza a hacerse anciana, y a sentir,
en el último aliento, la atracción
de arrojarse a la sima,
como las hojas secas
en el árbol vetusto que padece
la embolia del otoño;
al golpe que deshace, con la espada
de la asfixia, y al filo de su tiempo,
este nudo gordiano
de las líneas de la vida en la garganta;
a los ojos abiertos en que cae
el párpado interior definitivo
que impide a la conciencia retener
un añico de luz donde hospedarse;
al brazo desmayado que cobija
en la mortuoria caja de una vena
el cadáver minúsculo del pulso,
y al orgasmo infinito de la nada.
INDICE

páginas

La madriguera .......................................................... 3

La Torre de Babel .......................................................... 6

Harem de esperpentos .......................................................... 9

La hermana ........................................................... 15

La viuda ........................................................... 21

Los olvidos ........................................................... 26

El junco .......................................................... 31

La última en llegar .......................................................... 46


Enrique González Rojo nació en México el 5 de octubre de 1928. Su obra poética consta
de: Para deletrear el infinito I (l972), Para deletrear el infinito II (1985), Para
deletrear el infinito III (1988) y Para deletrear el infinito IV (en preparación) que abarca
los siguientes libros ya editados: Por los siglos de los siglos, Las huestes de Heráclito,
Apolo Musageta, El tránsito y Al pie de tu mirada (no publicado aún).Elías Nandino
dijo del poeta: “En Enrique González Rojo poesía e inteligencia se dan la mano sin
menoscabo para ninguna de las dos. Admiro sinceramente su manera tan vertebrada de
estructurar el poema, de rematarlo sin rematarlo, como ocurre tantas veces, y su elevación
vertical, como la del pino”. Asimismo, tiene libros de ensayo y fue durante más de 30 años
profesor universitario.

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