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ra una tarde lluviosa pero limpia y apacible, con ligeros tintes de

nostalgia que obligaban a la reflexión. La lluvia embriagaba el exterior

del chalet donde ella se había propuesto pasar la tarde sin nada que hacer,

alimentando su evasiva melancolía, tan esperada después de un largo período de

intensa actividad.

Se encontraba sola, tras la agradable compañía de su familia. Tal soledad le hacía

sentir un valor que debía aprovechar, antes de que volviesen del largo viaje. Había

llegado el momento de disfrutar de sí misma, de escuchar lo que ella misma pedía,

cumplir con el propio dictado de su imaginación, acorde con sus propósitos que la

habrían de llevar a reconocerse de nuevo.

No le apetecía otra cosa que estar sola, pensar, indagar entre un recuerdo que

había levantado su grácil cuerpo.

Se encaminó hasta el más recóndito rincón de la casa, hasta ningún lugar

determinado, donde habría de sentarse para contemplar su mundo interno. Se le

precipitaron múltiples ocurrencias resultantes de su potente imaginación que tanto

la había ayudado en su desarrollo como persona; la que había sugerido qué hacer

en sus años venideros.

Sin embargo, tanta soledad le causaba indecisión sobre el sendero que debía tomar

para hacer pasar un presente, para progresar en su virtud paralela al tiempo que

le había sido concedido.

Finalmente, tras un pequeño lapso de tiempo recordó tan ingenuos instantes de su

infancia junto a aquella


ventana por la que entraba la tenue luz que caía sobre el tresillo de la buhardilla

de aquel chalet. Así pues, se encaminó hacia ésta.

Poco a poco, a través del amplio pasillo llegó al zaguán desde el que ascendía una

escalera de noble madera. Se trataba de madera de nogal envejecida por el paso de

los años, durante los que tantas veces había cumplido la función de comunicar el

bajo con el primer piso. Le vino a la memoria la imagen de la anterior escalera,

mucho más modesta y vetusta que había servido para lo mismo hasta el día en que

la casa fue asolada como tantas otras por la acción de un terremoto.

A medida que los escalones se repetían, observaba los cuadros que colgaban de la

pared. Había dos sobre

hazañas bélicas, la Batalla de Lepanto y la Rendición de Granada; un retrato

ecuestre, que según sus congéneres era familiar, antepasado suyo, del que le

contaron múltiples heroicidades, compañeras de tardes de atenta chimenea:

por último, encontró un bodegón, aquel viejo cuadro pintado por ella misma

durante años escolares con el esmero de un niño ante la manipulación de las cosas.

Al llegar a la cima restó estática pensando un instante en la oscuridad que la

rodeaba. La asoció con sentimientos de paz y sosiego, ajenos al miedo, que

invitaban al deleite. Entonces descubrió una cajetilla de “rubios” y, junto ella,

sobre la misma mesa camilla, una caja de fósforos, un cenicero y fotos de sus

amigos y familiares.

Decidió que podía encender uno de aquellos que la habían cautivado desde su

adolescencia, uno de los pocos errores por los que se había condenado a sí misma,

aun sabiendo las consecuencias que había acarreado el tabaco en varios de su

estirpe.

Cogió ambas cajetillas y se precipitó con fiereza a la puerta del fondo, tras la que
se ocultaba la buhardilla, que le parecía haber estado cerrada durante varios años.

Dejó de llover y el cielo clareó. Por la ventana, entraba la frecuente luz crepuscular

del frío invierno. Hubo de hacer un esfuerzo para ponerlo todo justo como cuando

era niña, mientras transcurrían los días más inclementes para el paseo.

Absolutamente todo debía recobrar la magia inerte durante tanto tiempo.

Tomó uno de los cojines que había sobre el viejo tresillo y se sentó en el suelo, justo

debajo de la ventana. Aquella luz opaca la envolvía cada vez más.

Con melancolía, casi tristeza por un tiempo pasado, observaba con detenimiento

las estrellas que en aquella tarde comenzaron a llenar el cielo sobre el resplandor

rosado que iluminaba la limpia atmósfera.

Cuando hubo llegado la noche, dio un paseo visual desde los Siete Bueyes hasta la

Casiopea centrando su mirada en un punto indeterminado del firmamento, mismo

que, en seguida, pudo sentir la envidia de un niño ante unos ojos tan azules, ante

esa mirada de cromatismo semejante al del mar en calma, par de espejos

reflectantes en el día, y focos de propia luz en la noche.

Se dispuso a encender el cigarro con las cerillas bajo el cuarto creciente de la luna

cuya luz alumbraba sus dilatadas pupilas, húmedas como el agua clara del torrente

que la lluvia había formado.

De pronto, una chispa producida por el frotamiento cuajó la llama que encendió el

cigarro. Su luz brilló con la fuerza de un regimiento dispuesto para hacer la guerra

contra impío enemigo; brillaba en sus ojos, en su rostro, en su cuerpo y en la

atmósfera, hasta que fue mermando en cuestión de pocos segundos.

Tan sólo sus ansias de soledad disfrutando de aquel placer en que se había

convertido el acto de fumar, brillaban más que el extremo del cigarro. Sin
embargo, la oscuridad empezaba a agobiarla, conque encendió la bombilla que

había alumbrado largas horas de trasnoche centradas en el estudio.

La buhardilla estaba repleta de los títulos que con tanto afán había conseguido

gracias al esfuerzo de varios años de formación en los mejores colegios y en la más

prestigiosa universidad del país, en los cursillos de verano que tanto la habían

ayudado en su tarea académica.

Dio entonces una chupada a ese cigarro. Al atravesar el sensual gaznate, el humo

del cigarrillo produjo en ella un cálido susurro que parecía querer decir algo a

cada rincón de sus entrañas. Pausadamente el humo ascendía con el

contorsionismo característico de un faquir de feria como un aire anónimo

convertido en su hálito, en ella misma que poco a poco se iba disipando

Nuevamente, juntó los labios con el cigarrillo dispuesta a absorber hasta saciar su

capacidad torácica. Esta vez, el humo expulsado velozmente se mezcló con su

perfume, esencia de rosas. El ambiente se colmó de su disposición, lleno de su

propia sublimación que se elevaba en serpenteante estatismo dando pie a la

quietud de una fusión con el infinito Su profunda vista se perdía en el horizonte

tras el hilo perlado intentando entrever el futuro, pensando por sí misma.

La tercera vez, el humo había llenado toda su bóveda, tras lo que salía una

fumarola dirigida a su nariz, por donde habría de entrar peligrosamente, como

seduciendo a la nada. El humo surgía otra vez como en eterno retorno,

reconociendo la estancia por enésima vez, palpando cada rincón de la. mandorla

mística en que se había convertido aquella habitación, tras haber sido envuelta por

el mismo ser de ese hilo perlado. La lucha por escapar de la buhardilla a toda costa

se había hecho cada vez más intensa.

Se dispuso a dejar el cigarro en aquel cenicero de cristal azulado que había


portado consigo desde la mesa camilla del pasillo, donde recordó a sus familiares y

amigos más queridos entre los que estaba su novio, a quien no veía desde hacía más

de tres semanas. Supuso que estaría preparando las oposiciones que tenía al día

siguiente para acceder a aquel puesto que le era necesario para terminar de pagar

los plazos del piso.

Mientras tanto, el cigarro se consumía dejando tras de sí una estela que hechizaba

el aposento Lo volvió a coger y le dio consecutivas caladas alternando con

pequeñas tomas de aire. En el cenicero quedaban las cenizas, alternativa de la

bimembración que ocurría cada vez que se fumaba alguno de aquellos “rubios”, en

los que ponía todo su empeño, a la par que la imagen de la joven se iba

desvaneciendo con cada chupada a ese cigarro..

No hubo tiempo a que ella, —lo que quedaba de ella—y hubiese terminado aquel

pitillo, cuando su propia luz espectral vino a desvanecerse por completo. Había

pasado a ser algo liviano sin peso. Sobre el cenicero azulado quedaban las pavesas

del cigarrillo y una atmósfera cargada de su aroma, que colmé la habitación con

los vestigios de la corporeidad ligada a un suspiro de su alma.

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