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La máscara irónica 1
La profesión literaria 1
A los poetas de mi tierra 2
Hacia la luz lejana 4

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La máscara irónica 1

La máscara irónica
La máscara irónica
de
Medardo Ángel Silva

Índice
La profesión literaria
A los poetas de mi tierra
Hacia la luz lejana

La profesión literaria
La profesión literaria que tú sueñas camino de gloria, es muy dura, joven iniciado.
Ante, todo, la gente se preocupa mucho, por eso que llaman la «Escuela» del escritor. Si escribes con la serena
unción de Fray Luis, la gloriosa frescura del vino añejo del Marqués de Santillana o la pureza del hondo Jorge
Manrique, te llamarán desenterrador de momias y encarnizante; si lo haces con la ingenua sencillez de los primitivos,
sin oropeles, sin floreos retóricos ni mitologías de similor, serás un pobre bárbaro; si amas las modernas
ondulaciones del Ritmo y pones tu alma melodiosa en áureos versos de melífero dulzor, que tengan el vago encanto
de una tarde nórdica vestida de bruma, te dirán decadente y serás víctima de cuanto Hermosilla roe, zancajos de
rimador.
Al comienzo de tu labor literaria te llamarán los cofrades ya ensayados por el sacro óleo del Tiempo, «esperanzas de
futuras glorias»; pero tienes que resignarte a ser una esperanza vitalicia: si sospechan que puedes hacer tambalear sus
tronos de pontífices, te lapidarán...
Para gozar de los favores del público tienes que despersonalizarte, que ingresar al rebaño, que pensar en armonía con
la comunidad: nadie te perdonará la irreverencia de permanecer de pie cuando todos rastrean, y el triunfo es, casi
siempre, de los que tienen las más flexibles espinas dorsales: para obtenerlo debes inscribirte en las muchas cofradías
del elogio mutuo, en que se reciben y dispensan títulos literarios.
Si vas hacia la muchedumbre a darle, como Cristo, el pan de tu carne y el vino de tu sangre, en tus versos, dirán que
mendigas los aplausos de la ignara turba y que estás sediento de glorias de plaza pública; si te encierras en tu yo,
como en la torre inaccesible del conde de Vigny, desdeñoso de las modas literarias y de la réclame en boga, te
tacharán de ególatra y se hará el vacío a tu alrededor.
Los «queridos compañeros», serán tus más fieles detractores. Eso no significa que se abstengan de elogiarte cuando
tú puedas pagar el elogio en igual y más valiosa moneda...
En tan áspero camino irás dejando trozos de tu alma y cuando llegues a la anhelada cumbre -si llegas- serás un
prematuro envejecido y los laureles de tu corona te punzarán las sienes como si fueran espinas.
Pero, lo más probable, es que mueras poco menos que desapercibido; tu defunción la anunciará, entre un aviso de
específico yanqui y un suelto de crónica, el diario de que fuiste «asiduo colaborador»: aquello será el epílogo de la
tragicomedia de tu vida, y debes agradecer -en ultratumba- al Director, que haya suprimido la inserción del réclame
de una fábrica de embutidos para dar cabida a tu óbito.
Por lo demás, si te abstienes en tu propósito, ten la seguridad de que, soñador incurable, poseso de una santa locura,
has de morir con los ojos deslumbrados por la luz de tus sueños imposibles, fijos en la cima ideal donde sonríe
aquella divina proxeneta que se llama Gloria.
La profesión literaria 2

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A los poetas de mi tierra


Por muchos soles, por mucha sucesión de lunas, han resonado nuestras voces en la sacra sella de Apolo, Nuestro
Señor; el discorde concierto de las liras, de las arpas, de las trompas, de las guzlas ha volado, como bandada
armónica de pájaros líricos, bajo nuestro divino cielo de impar belleza, a las cuatro direcciones del infinito. Mas, casi
siempre, advirtiose en nuestro canto el eco velado de lejanas voces maestras y extrañas sugestiones guiaron los dedos
que tan sabiamente despertaban esas amables músicas, sometidas a pautas ajenas.
¿Os acordáis? Eran las fastuosas fiestas de Versalles, las soirées de las palatinas elegancias, el Grand Trianon, bazar
de las aristocracias extintas, las sonrisas de las marquesas Pompadours, los minuets y las gavotas ritmadas a un aire
cortesano de Scarlatti o Couperin, los cabellos empolvados que copiaban las cornucopias de oro, las siluetas casi
aéreas de exquisitas languideces que Watteau, Fragonard o Creuzo aprisionaron, con toda su vaporosa gracia, en
telas admirables.
¿Os acordáis? Eran los boscajes de bellorita húmeda, en las tardes rosalinas, las desnudas rondas, los tibios muslos
de Calixto, las siete cañas -oh, adorable Sirinx! del dios-sátiro, las armoniosas caderas de Hermafrodito, el rapto de
las ninfas, la cuadriga radiosa del hijo de Hiperión, los venustos cuellos, los lirados brazos de ebúrnea morbidez, los
galopantes centauros: toda la fábula amable del pueblo selecto; de la Hélade dulce de Palas Atenea, al Musageta y
Afrodita.
¿Os acordáis? Era el Oriente de las ensoñaciones: las reinas impúdicas, temblorosas de febriles deseos bajo las
túnicas consteladas de pedrería, los cuerpos reales macerados en perfumes, las balanceantes caravanas, los tetrarcas
nutridos de crueles voluptuosidades, la humareda aromática de los pebeteros, las rizadas barbas de los tiarados
príncipes de Assur y Nínive, de los rajás de las mil y una nochescas Indias, de los magnates de los fabulosos
califatos. Y los remotos países del sol naciente: las niñas pálidas, de ojos oblicuos y pies increíbles, los cornígeros
cascos de los samurais, las visiones de Ou-ta-ma-ro, las sugerentes figuras de O-ku-say, el cerezo florido de los
parques minúsculos, rodeando las pagodas parecidas a tazas de porcelana en el misterio de la tierra legendaria que
oyó a Confucio las prédicas vespertinas; las ondulosas espirales de humo de la buena droga que da la paz, la
serenidad espiritual, la sabiduría.
Todo el Mito: en cortejo interminable del Ayer legendario; la teoría ingenua o espantable, trágica o sonriente de la
Fábula.
Y fuimos, como niños deslumbrados, recogiendo en nuestras pupilas cándidas, de hombres sin pasado, las visiones
del museo de las gracias difuntas, de los poderes dormidos en seculares sueños.
Y donde el Tiempo díjonos: ¡Adora! inclinamos piadosos las cervices. Y donde dijo: ¡Arrodíllate y reza! doblamos
las rodillas. Venite adoremus, clamábamos, en el umbral de la Historia, a las sombras empalidecidas de los dioses
difuntos. Y el pedestal de todos los ídolos, y las peanas de todos los iconos, supieron de nuestros ósculos.
Más, la voz áurea de los nuevos clarines anuncia, amigos, el santo advenimiento de todos los días. Heme de retorno
del Archipiélago que recorrí en la trirreme del orfebre de Los trofeos; de retorno de la Hélade a que guiome el
marmóreo Leconte; del país de los arrozales y los yamenes que visité con Téophile, «mago perfecto de las Letras»;
de la Thulé brumosa, poblada de ligeras sombras de almas, a do fui en el yatch ligero del sibilino Stéphane de la
Herodiade; del Versalles diciochesco del galante satanida, nuestro padre Verlaine...
Y tienen mis labios el sabor amargo de las heces de todos los vinos y el Hada Curiosidad ya no me sonríe tentadora;
porque llevo el alma triste del fin de todas las fiestas carnales.
Pero hay, Hermanos, una divina ventura que tentar.
A los poetas de mi tierra 3

Os hablo en nombre del ancho azul que auspicia nuestros alados sueños; en nombre de nuestras selvas, donde florece
el prodigio, y de nuestros bosques en continuo parto de maravillas; en nombre de nuestros ríos, que ciñen plateados
anillos al dorso desigual del Colombino Continente; en nombre de las espesuras fragantes que respiran aromas tan
intensos que son un placer doloroso para los sentidos exasperados; en nombre de los nidos musicales en que los
pájaros se columpian tal un ramillete de trinos; en nombre del Cotopaxi, mirador de los Andes, y del Chimborazo,
que sintió en la testa nívea el pie del sublime Simón, padre de Naciones; y del Pichincha, donde la espada fúlgida del
héroe escribió, con la sangre de un efebo mártir, la última página de la Ilíada libertadora.
Nuestro pasado es Palenke, Utlatán, Imbaya y la antigua Quito. Bolívar supera mil veces al deiforme Aquiles; Sucre
es más que el raptor de Helena; Calderón vale Ayax.
No es el Taigeto más bello que el monte patrio cuya elegancia gótica se yergue como un altar de la enorme Basílica
de mármol níveo de los Andes; ni la vetusta pirámide de Cheops tiene mayor prestigio de belleza que el inmenso
Cotopaxi, monstruoso diamante pulido en cono por un celeste artífice; ni eres -Oh, Ganges, estremecido por los
avatares de las viejas razas de las oscuras teogonías- lo que nuestro armonioso río oriental, ese místico Amazonas
que se encrespa sobre triclinio de oro, como el azteca emperador en su lecho flamígero.
Nuestros son las venusinas palomas, los cóndores de acerado pico y garra corva y el águila emblemática, golada de
armiño, que asciende en ansias de abanicar el sol; nuestros los elásticos tigres de no menos gracia flexible que los
que siguieron al carro de Baco, en su retorno de las Indias, en los mitológicos desfiles dionisíacos; y los esbeltos
corceles de piel corruscante y alígero galope; y las mariposas, miniaturas del iris, con toda la gama cromática
temblándoles en el peluche, espolvoreado de sol, o brillante de luna, de sus alitas frágiles.
Que el sol de América desvanezca, en una esfumación de incoloras nubes, los pálidos fantasmas del cortejo de los
pretéritos siglos. Y sea el nuestro el idioma divina del eterno Dolor, del Amor eterno.
Y cantemos nuestros cielos, más pródigos de astros, más millonarios de constelaciones que los lejanos cielos
nórdicos; nuestro sol, que es más sol que los empalidecidos astros de las islas de las heladas brumas; nuestros árboles
-enormes liras que pulsa el Beethoven iracundo del huracán, el suspiroso Chopin del viento del crepúsculo, el
susurrante Schumann de la brisa de la mañana. Cantemos -rapsodas y líridas- las hazañas de aquellos que fatigaron a
las alas de la Victoria y para cuya grandeza es paupérrimo el bravo idioma de Castilla, este prócer idioma, sonoro
como el rebote de las lanzas de los escudos broncíneos de los conquistadores.
Cantemos la faz rosada de nuestra Aurora y el rostro dulcísimo, velado por una tristeza innominable, de nuestro
Crepúsculo; y el Mediodía en que el éter vibrante hace un halo de oro a cada cosa; y nuestra Noche, rubia reina que
arrastra, por las salas del infinito, su larga túnica bordada de perlas y diamantes.
Cantemos las rutas desconocidas del Futuro; cantemos al Futuro, intacto vientre en que se incuban los brillantes
destinos del porvenir.
Y bajo el azul baldaquino en que escriben los astros su pitagórico abecedario de signos luminosos, resuene la sonora
orquesta, que canta la espléndida apoteosis de la Raza hija del sol, de los antiguos capitanes progenitores de la
Libertad del Continente, de los artistas, de los profetas, de los mártires, de los conductores de pueblos y los
cazadores de hombres: de Calderón, de Olmedo, de Rocafuerte, de Llona y de Montalvo.
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Hacia la luz lejana 4

Hacia la luz lejana


Hasta el retiro donde, en laboriosas vigilias, cincelo, con paciente amor de orífice mis gemadas custodias, mis
cálices, combados armónicamente, como la cadera de Calixto, mis joyantes copones -para contener el vino purpúreo
de mi corazón, en la celeste misa diaria celebrada en la silla del Arte- me llega vuestra voz, vuestra fina voz colmada
de juvenil ternura, anunciando que, una vez más, la falange apolínea se lanza, a golpes de ala de Pegaso y Clavileño,
como nuevos cruzados, a la conquista de la jerosilimitana ciudad de la Gloria, donde erige sus cúpulas, de mórbidas
curvaturas de senos jóvenes, la catedral del Verso.
Y vuestra pura voz de adolescentes líricos, trae a mi juventud, inclinada en gesto meditativo, la visión intacta de
aquellas horas primeras de la iniciación, cuando paseaba por los claustros del Colegio mi gesto indolente de
prematuro melancólico y desmadejaba, en el Gimnasio, mis melenas de tinta, anubarradas en mi frente donde los
ensueños recién nacidos ensayaban su vuelo, con las débiles alas de las estrofas primogénitas.
No es, en verdad, la hora propicia para que el Cisne -símbolo de la Belleza Pura- fíe al eco de los bosques dormidos
la música, llorosa o letífica, de sus crepusculares cantos; Calibán atisba en la sombra espesa; y los soñadores
inútilmente esperan ver salir, con el nuevo sol de la mañana, al invicto Caballero, al loco divino, que esgrimiendo «la
lanza en ristre todo corazón», liberte a la Princesa Poesía prisionera, por malsines y follones, en hermética torre de
almenado castillo inaccesible.
Pero, vosotros, jóvenes amigos, tenéis la fe -que derribó las murallas de la ciudad de Jericó, según el texto de los
sagrados libros, y que salva al héroe, al místico y al santo: ella os salve.
Vosotros venís escudados de primaveras, millonarios de entusiasmo, vibrantes de anhelos fervorosos, sonrientes y
alocados y canoros, como una bandada de gorriones; sois, en los labios de la Patria envejecida, paupérrima y
desangrada, como una luminosa sonrisa prometedora; os nutrís de conocimiento y aún no tenéis el corazón
envenenado por los vinos ponzoñosos de los viñedos de la Vida.
Cantad, cantad como carillones de oro que estremece la brisa de Primavera; decid los cantos nuevos, las nuevas
palabras reveladoras; marchad de espaldas a la sombra, en armonioso grupo, unánimes, como los efebos dionisíacos
de las metopas, como las canéforas de los bajos relieves, o las vírgenes de rostros magnolinos en la procesión de las
Grandes Panateneas; y, como la divinidad helénica, cortadle a la trágica Medusa del Odio la cabeza horripilante y
clavadla en el bronce argentino de vuestros escudos.
Que sea vuestra guía la Atenea Promakos, que, desde la áurea colina, presidió los destinos de la metrópoli griega y
señalaba a las generaciones de hombres sabios y bellos la ruta solar -el camino de la gloria hacia el Futuro- con el
extremo chispeante de su lanza de oro.
El espíritu de Ariel presida, con su invisible, pero cierta presencia, vuestra lírica guerra; sed altos, sed nobles, sed
puros; haceos diamantinos, por la claridad y la firmeza, y acordaos que las almas excelentes, como las piedras
preciosas, deben multiplicar en infinitas irradiaciones, la luz que reciben.
Grabad en vuestros blasones, como divisa, el alejandrino de Rubén:
Adelante, en el vasto azur; siempre adelante.
Y, si el amigo que estas frases os dice, tiene algún sitio en vuestros corazones, puros de la purísima claridad del alba,
sólo os ruega que le recordéis con cariño como a un hermano mayor, como aquel que, liberado ya de las disciplinas
paternales, añora el cordial fuego de la casona familiar y vuelve los ojos nostálgicos al dulce asilo de sueños
primeros, allí donde escuchó, en horas de revelación, ¡la voz de miel de la sirena del Ideal!
¡Que Apolo y las nuevas fraternas inspiradoras os asistan!
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La máscara irónica  Fuente: http://es.wikisource.org/w/index.php?oldid=204343  Contribuyentes: Freddy eduardo

La profesión literaria  Fuente: http://es.wikisource.org/w/index.php?oldid=204335  Contribuyentes: Freddy eduardo

A los poetas de mi tierra  Fuente: http://es.wikisource.org/w/index.php?oldid=204340  Contribuyentes: Freddy eduardo

Hacia la luz lejana  Fuente: http://es.wikisource.org/w/index.php?oldid=204342  Contribuyentes: Freddy eduardo


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