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UNIVERSIDAD ANÁHUAC.

DOCTORADO EN LIDERAZGO Y DIRECCIÓN


DE INSTITUCIONES EDUCATIVAS
DE EDUCACIÓN SUPERIOR.

“¿Para qué la reflexión?


El principito y la lechuga”

Asignatura:
Educación, Ética y Persona
Profesor:
Dr. Jorge López G.

Héctor Mario Zamora Lezama.


Julio, 2009.

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“¿Para qué la reflexión?”, -dijo el rey de su planeta con desánimo y con un asomo de
enojo.- “¿Para qué reunirnos en este planeta distinto al nuestro, si yo estaba tan cómodo en
mi reino?” El principito sólo sonrió, sin que nadie de los demás lo notara.

“Es seguro que vienen a verme”, se escuchó decir a una persona que se arreglaba el pelo
mirándose al espejo. “Hemos coincidido porque habrían de conocerme, ¿qué otra razón
pudiese haber?” Fue entonces cuando los siete personajes fueron conscientes de que nadie
los había invitado, de que por una extraña razón ya no estaban en sus planetas sino todos en
un planeta ajeno; no sabían si lejano o no, pero sí ajeno. Les habían tomado de su territorio
y no sabían la razón. Bueno, en realidad fueron sólo seis los personajes plenamente
conscientes de ello, pues uno de ellos sólo balbuceaba sus dudas y su humor, entre trago y
trago de licor.

El principito les develó lo que querían saber: quería hacerlos reflexionar para que todos
pudiesen aprender; se requiere comunicarse para aprender y para enseñar. Todos eran tan
diferentes, todos estaban tan ocupados en sus actividades, que habían perdido
oportunidades valiosas de reflexionar. El principito no quería imponer, quería aprender y
que todos aprendieran. Con su deseo los había hecho venir a este nuevo plantea; incluso el
principito tuvo que viajar a un planeta distinto al suyo.

Llamando la atención especialmente del hombre con ojos rojos y sonrisa rosada, les dijo:
“Hemos venido a hablar de lechugas, de si es bueno que te las comas.” De inmediato se
escucharon voces y expresiones de todo tipo. Cuando pudieron ordenarse, el hombre de
negocios externó: “Miren, debemos consumir lechugas porque hay una cadena de gente que
vive de ello: el que vende la semilla, el que vende el terreno, el que se establece en un
terreno y compra la semilla, la siembra, la cuida, la ve crecer y la cosecha; y habrá quien se
la compre, quien la traslade, quien la lave y quien la venda; y habrá quien la consuma”.

El rey, con autoridad fingida dijo: “Súbdito, ¿quién le ha autorizado a opinar?, ¿no he
ordenado que algún súbdito pueda opinar sobre la bondad de comer lechugas”.

El principito no se desesperó, y después de hacer una caravana al Rey, le dijo: “La


autoridad del rey no ha prohibido expresamente esta reunión, su sola presencia la autoriza;
y usted ha querido que todos estemos en su presencia, y que podamos opinar, ¿es así?”.
“Por supuesto” dijo el Rey, “siempre ha de hacerse lo que yo digo, y no hacerse lo que he
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prohibido.” El principito le preguntó al geógrafo qué opinaba del tema de la lechuga; sin
levantar la vista, este amigo preguntó para sí mismo: “¿Cuántas lechugas hay en cada
planeta?, ¿podremos saberlo algún día?, ¿qué lechugas son mejores para comerse?, ¿en
dónde pueden crecer más grandes y frescas?”, y sentenció: “Las lechugas sólo pueden ser
ubicadas y clasificadas, pero no es posible contarlas.”

“No estoy de acuerdo”, dijo el hombre de negocios, “porque cada lechuga tiene un valor,
que debe ser pagado y medido para generar riqueza, para ser contadas, para ser
históricamente tomadas en cuenta.” El personaje que no había hablado en toda la sesión y
parecía estar muy distraído y nervioso, preguntó: “¿A qué hora podemos terminar esto?
Tengo que apagar mi farol… o encenderlo, ya no me acuerdo qué fue lo último que hice
con mi farol.” El hombre de negocios opinó entonces que comer lechugas era bueno,
porque son comida sana, porque no contienen elementos tóxicos si son bien cultivadas, ni
microbios si son bien lavadas; y nadie come una lechuga podrida.

El farolero pareció entrar en un arrebato de racionalidad, porque reflexionó en voz alta:


“ese no es el punto a discutir, todos sabemos que es saludable comer lechuga, lo que al
parecer debemos encontrar la verdad en torno al tema: ¿tengo derecho a comerme una
lechuga?” A dúo, el geógrafo y el vanidoso dijeron “Sí”. El hombre de negocios sintió la
mirada de el principito, y dejó de pensar en números para decir: “¿Y las lechugas tienen
derechos?, ¿qué derechos: a existir, a la vida digna, a la muerte digna, a realizar su
misión?”

Todos guardaron silencio por unos instantes. El principito estaba feliz: ellos estaban
cambiando porque empezaron a pensar; incluso el hombre con el vino, sostuvo el vaso sin
llevárselo a la boca. Y sonrieron todos. Pero no era suficiente. Se dieron cuenta de que
estaban vivos y que la existencia les plantea interrogantes; muchas cosas existen, pero sólo
los seres humanos se dan cuenta de su existencia de una manera consciente, y pueden
profundizar en esa realidad. Las lechugas estaban vivas, indudablemente, pero sabiamente
el hombre del farol dedujo y compartió su opinión de que las lechugas no tenían derechos,
porque no podían ser conscientes de ello. El rey se dio por enterado y decretó que “se
desconoce cualquier derecho que tenga la lechuga, para no ser comida por los hombres.”

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A nuestro principito no le gustó este dogmatismo, porque en su inocencia una lechuga es
muy respetable por el hecho de ser lechuga, y siguió reflexionando de manera espontánea
pero sin darse cuenta que lo hacía en voz alta, y que a pesar de que todos estaban en sus
labores, le escuchaban.

El vanidoso seguía mirándose al espejo, su vecino de silla tomó un trago más de su vino, el
rey había subido la silla a la mesa para simular su trono, el hombre de negocios había
calculado la utilidad que había generado su portafolios de inversión, aún disminuyendo el
tiempo empleado en esta sesión tan poco común; el geógrafo había descubierto un error en
los límites de dos naciones, y el farolero se las había arreglado para encender y apagar
continuamente una pequeña vela que había encontrado en su bolsillo.

“Entiendo que la lechuga viva, y si fue cultivada es que fue querida, tal vez no amada, pero
sí querida; y la lechuga tiene una especie de misión, pero ella misma no es capaz de
cumplirla, requiere del otro; es tan frágil como el hombre” dijo el principito, tomó asiento,
miró al horizonte y continuó: “si la lechuga supiera que está viva, y que su misión es ayudar
al hombre a sobrevivir, si el hombre la come, sin duda sería feliz de ser comida; tendría
derecho a ser feliz y comiéndola, el hombre le estaría ayudando a ser feliz. De hecho, el
hombre al comer la lechuga, sabe que es por su bien, y que ese comer puede ser bueno,
puede ser ético, si no incurre en excesos, por ejemplo, y ayuda a la lechuga a ser usada
según su objeto, según su ser.”

El principito de improviso se volvió al hombre de negocios y le preguntó: “¿cómo te


llamas?” Con cierto disgusto enfatizó: “Mi nombre tiene un precio.” Pacientemente el
principito contestó: “todo nombre tiene un valor, pero no conozco el de ustedes, sin
embargo su nombre tiene el valor de representarlos”. El hombre del farol se apresuró a
interrumpir: “tampoco sabemos tu nombre, pero nos identificamos por nuestro actuar.” El
geógrafo dijo: “soy un geógrafo; tú un hombre de negocios, y tú un hombre afecto al vino
que te alegra y entristece y por eso te llamamos bebedor; y tú, te identificas por la vanidad
con la que vives; ¿de qué te apresuras farolero, sólo de cumplir?... en realidad todos somos
hombres que buscamos algo pero que a veces no sabemos lo que es, y si no sabemos qué es
lo que buscamos, no lo sabremos identificar cuando lo encontremos; por eso no sabemos
nuestro nombre.”

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Brindando a lo alto, el bebedor levantó el vaso y su voz: “¡Vivan las lechugas! Porque en su
humildad nos han hecho pensar; ellas son perfectas como lechugas, sin embargo, mis
pequeñas hojas-verdes, el hombre se las puede comer sin faltar a la ética, y ustedes, tan
valiosas como alimento, no son tasadas con justicia; no pueden ser acumuladas ni
invertidas, no pueden ser contabilizadas y deducidas, ni ser moneda de cuño corriente.”

Al terminar la reunión, y sin saber bien el cómo, los personajes fueron viajando a sus
respectivos planetas, después de que el Rey dio la orden de hacerlo a petición unánime de
los presentes; partieron envueltos en su misma personalidad, pero con la imagen viva de un
principito que tuvo el genio de haberlos reunido, de haberles hecho reflexionar, y sobre
todo, el gran mérito de no haberles dado una respuesta. Encontraron sus libros, sus mapas,
sus faroles, sus botellas, sus espejos, sus corderos y sus flores, nada grave había sucedido
con aquellos bienes y circunstancias, pero ellos había crecido un poco más, ya no habían
envejecido en vano.

En distintas palabras, en distintos momentos, pensaban y coincidían en que la bondad de los


actos humanos está escrita en el corazón y en la conciencia, y a veces sólo basta
percatarnos de ella para poder mirar al horizonte, para poder valorar la vida propia y el
destino misterioso que nos aguarda. La lechuga no fue tan importante en el discurso ético,
sino el poder plantearse la posibilidad de poder verla en dicho plano, y sobre todo, por la
posibilidad de poder salirse un poco de su rutina, y con la intención de poder dibujar
lechugas y de pensar en que en la propia vida, tenemos que ser felices cumpliendo esa
misión que la naturaleza propia nos ha encomendado. “Gracias principito por tu ayuda,
gracias por tu grande y sencilla sabiduría, gracias por crecer junto con nosotros”, musitaron
en silencio.

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