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La joven rata (El primer capítulo del libro)

La joven rata

Querido Maestro: parece que usted se rompió tres costillas, era por eso que ya no lo veía más en
la esquina de la rue de Buci arrastrando su carrito de compras. En un quinto piso sin ascensor, su
situación no le debe causar ninguna gracia; por suerte tiene la tele y a su portuguesa que le hace
las compras y la limpieza los domingos a la mañana. Yo no puedo subir a verlo porque la portera
me descubrió. Encontré una vivienda más decorosa que el anterior tacho de basura, en lo de la
florista de la esquina de la rue Grégoire-de-Tours (la rubia que está siempre afónica), justo al
costado del quiosco donde hay un buzón pintado de amarillo. Mi vivienda es desde luego
bastante modesta. Cavé un túnel en las raíces de una planta carnosa donde acomodé algunos
cardos que me sirven de colchón. Para salir me camuflo en el interior de un ramo de tulipanes no
demasiado mojado y me paseo por los estantes, royendo lo que me tienta (hay unos crisantemos
blancos sublimes), y cuando tengo la panza llena, ¡hop! Vuelvo a mi agujero a dormir la siesta.
No se preocupe por mí. Tengo alojamiento y comida, en cuanto al resto... me voy habituando.
Me sentía más al abrigo acurrucado en el interior de sus pantuflas, pero las últimas dos veces que
traté de subir a su casa la portera primero me tiró una lata de pintura que esquivé por poco y que
se derramó en el palier, lo que la puso como loca; la segunda vez, un frasco de mostaza del que
guardo una cicatriz entre las orejas. No insistí más, aunque extrañaba los tiempos en que, para
subir a su dos ambientes, usted me llevaba en su carrito, y ella no sospechaba nada. Traté de
escabullirme en su casa una tercera vez a la mañana temprano, cuando la escuché roncar, pero
una gata me saltó encima traicioneramente (entre tanto, la muy víbora se había procurado una
gata persa); le mordí una oreja, lo que la hizo retroceder, pero me escapé prontamente porque es
joven y de zarpazo rápido. Desde entonces no me animo más a aventurarme. Acá, en lo de la
florista, reina una animación no desprovista de color, pero ¡cómo extraño el tiempo en que me
dormía calentito al costado de su almohada mientras usted me leía historietas, querido Maestro!
Introduzco esta carta en el buzón amarillo, con la estampilla verde pegada encima que le robé a
la señora del quiosco en un momento de distracción; espero que no se enoje por su brevedad. De
ahora en adelante, le escribiré más extensamente, se lo prometo. Cuide bien sus costillas rotas.
Su querida rata.
Posdata. Reabro el sobre para agregar noticias de último momento: mi situación mejoró
notablemente desde que me asocié a uno de mis congéneres, de nombre Rakä, que, aunque
joven, ya dio la vuelta al mundo en la bodega de un carguero venezolano. Es una pequeña rata
morruda de un año y medio, originaria de las Madeira, hija de un conejillo de Indias y de una
ratona blanca; aúna en sí el físico imponente de su padre y los ojos rojos y el refinamiento de
espíritu de su madre, cuyos ancestros fueron animales sagrados en Madeira antes de la llegada de
los gatos atigrados que introdujeron, junto con sus pulgas, los marineros portugueses. Rakä no
tiene tanta educación como usted, pero conoce mejor el mundo y sus costumbres. Se aloja en el
cuarto subsuelo de "La vieille France", una pastelería justo al costado de su edificio, donde
ocupó un espléndido dúplex del tiempo de las catacumbas, cuyas calaveras decoró con souvenirs
de sus viajes: una moneda zulú, un foulard azteca, y la púa de un gramófono que recogió en la
isla de Manhattan, lo que prueba la magnitud de sus viajes.
Me inició en el opio; posee una gran bola negra que trajo de Ámsterdam. Cuando llega la noche,
nos sentamos sobre dos calaveras y, entre pitada y pitada, me describe en detalle las cataratas del
Iguazú, el estrecho de Magallanes y el delta del Amazonas, que son, como todos sabemos, las
tres maravillas naturales de este mundo. ¡Qué sueño grandioso para mí, que no conozco más que
los bajos fondos, y que no me he aventurado más que una vez por el desagüe de la rue du Seine
para ver las orillas aceitosas del río del mismo nombre! Me quedo a dormir seguido en lo de
Rakä, en su cama extra: un manojo de pompones multicolores de algodón hidrófilo, en su
envoltorio de plástico transparente. Pero no crea que nos pasamos los días soñando despiertos; la
mayor parte del tiempo lo dedicamos a nuestro ya próspero negocio: capturamos lombrices en lo
de la florista de la esquina de la rue Grégoire-de-Tours y las metemos en bolsas de harina que
sacamos de la pastelería "La vieille France". Una vez que las lombrices mueren asfixiadas, las
ofrecemos a las palomas de la esquina de la rue du Seine, donde instalamos un escaparate sobre
una huevera azul de poliéster, a la entrada de una alcantarilla que se encuentra bajo la frutería,
justo en la esquina de la rue de Buci. No ganamos mucho: las palomas no gastan más que
monedas de cinco centavos que juntan del suelo (las confunden con botones de camisa o incluso
con colillas doradas), pero lo suficiente para llevar una vida dulce, al abrigo de las necesidades.
Además, es un placer trabajar con Rakä, que siempre tiene una broma a flor de labios, y sabe
sostener la conversación con las palomas; les habla del tiempo mientras yo golpeteo la caja que
improvisamos con un aro robado en el supermercado. Hoy murió un humano en su edificio:
espero que no se trate de usted; sea como sea, voy a enviar la carta esta misma tarde, esperando
que usted no se haya muerto de pena por no tener noticias mías. Enteramente suyo, su querida
rata, que lo aprecia. Querido Maestro: por suerte, el muerto no es usted; no eran sus iniciales las
que estaban en el ramo de orquídeas
que la florista confeccionó llorando tibias lágrimas. La occisa era su madre, que parece que vivía
en un cuarto de doméstica en el altillo de su casa. Quise aprovechar el lío que reinaba en la rue
de Buci (todos los comerciantes del barrio se juntaron para comprarle a la florista, para su madre,
al menos un ramo de rosas blancas) y escabullirme a su casa, pero la gata de la portera está
siempre en el palier, con las garras listas. Usted debe haber escuchado, inmovilizado en su cama,
el ruido que hacía el cajón de la madre de la florista al golpear contra los ángulos de la escalera
(se necesitó una hora para bajarlo). Ahora le cuento lo que pasó: apenas lo dejaron en el patio del
edificio, la hija (la florista rubia que siempre está afónica) les hizo un escándalo a los de la
funeraria culpándolos de haber arruinado una manija, y la portera los acusó de haber rayado la
baranda de la escalera; los empleados, que esperaban una propina, se fueron furiosos
abandonando el cajón en el medio del patio. Ya son casi las cuatro, y los invitados al entierro se
van para abrir sus comercios; el cajón es introducido de pie en un tacho de basura apoyado
contra la pared, a la espera de que los basureros negros de la madrugada se lo lleven, aunque sea
para robarse las manijas, y que tiren el cadáver por ahí con la basura y el ramo. Después vino una
discusión entre la portera y la florista (su difunta madre le debía el aguinaldo). Nunca voy a saber
cómo terminó la discusión porque la gata persa me saltó encima traicioneramente mientras
estaba distraído, absorbido por la escena, y me mordió la cola. Logré deshacerme de sus garras y
volví a la alcantarilla en un abrir y cerrar de ojos, donde me vendé la cola con una curita que
encontré tirada por ahí. A sus pies, Señor. Su RATA QUERIDA. (Traducción de Copi).

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