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Él siempre fue superman para mí. No volaba, no era apuesto hasta el desmayo, no tenia
visión de rayos x y definitivamente no era de acero. Sin embargo un padre, para su hija, es
lo mejor que hay en la vida… o al menos así debería ser para toda niña. Para mí lo fue.
Mi padre se llama Javier. Cuando era niña y bien entrada la adolescencia, lo veía como
el hombre más inteligente de todos, el más fuerte, el mejor hombre del mundo, ninguno le
podía llegar siquiera a los talones, “¡ni lo intenten!”.
No recuerda haber hablado mal de su madre “cuando se fue a Juárez con tu tío le dijo
que se había ido porque yo era muy tirana” (mi mamá Chencha nunca lo olvidará). No
recuerda que ignoró a mi mamá durante todo un año y menos se acuerda de que mi mamá,
mi hermano y yo nos fuimos unas semanas a Los Ángeles en aquel año “´tas loca María
Eugenia, me acordaría si te hubieras ido”.
Aun así, con su falta de memoria y todo, mi padre sigue siendo un hombre fuerte y
sabio, no como superman o Salomón, pero lo es, tanto que logro hacerle un hoyo a la puerta
del baño cuando se enojo con mi hermano por no lavar bien el baño; tan sabio, que nunca
reparo el hoyo para no olvidar jamás las consecuencias de su ira; tan fuerte que cambió a
una edad en la que los hombres ya no cambian.