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¿ME RECUERDA?

RAY BRADBURY

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-¿ME RECUERDA? ¡CLARO, COMO NO ME VA A RECORDAR! El


desconocido esperaba con la mano extendida.
-Sí -respondí-. Usted es...
Me detuve y busqué auxilio a mi alrededor. Nos encontrábamos en el medio de
una calle de Florencia en pleno mediodía. Él cruzaba con prisa en una dirección, yo en
la opuesta, y casi nos chocamos. Y ahora aguardaba que mis labios pronunciaran su
nombre. Desesperado, hurgué en la memoria, pero en vano.
-Usted es... -repetí.
Me tomó la mano, temiendo que pegara la vuelta y huyera. Tenía la cara
radiante. Él me conocía: ¿acaso no debía corresponder a su deferencia? "¡Vamos,
pórtese como un buen cachorrito y diga quién soy!", estaría pensando el hombre.
-¡Soy Harry! -exclamó.
-¿Harry... ?
-¡Stadler! -ladró con una risotada-. ¡El carnicero!
-Pero... ¡claro! ¡Harry, viejo desgraciado! -Bombeé su mano con alivio.
Harry casi bailaba de contento.
-¡El mismo! A quince mil kilómetros de la patria. Así que no resulta nada raro
que no me haya reconocido. Mire, nos van a atropellar si nos quedamos acá. Estoy
parando en el Grand Hotel. ¡No sabe lo fabuloso que es el parqué del foyer! ¿Qué le
parece si comemos juntos esta noche? Bifes florentinos... y mire que se los
recomienda su carnicero, ¿eh? Bueno, a las siete, entonces.
Abrí la boca para rechazar rotundamente la invitación con todo el aire de mis
pulmones, pero...
-¡Nos vemos esta noche! -exclamó, cortándome la inspiración.
Dio media vuelta y se alejó corriendo. Por poco no le pasa por encima una moto
que venía zumbando. Desde la vereda de enfrente, me gritó:
-¡Soy Harry Stadler!
-¡Y yo, Leonard Douglas! -repliqué con desatino.
-Sí, ya sé. -Me saludó con la mano y se perdió en la multitud.
-Ya sé...
"¡Por Dios! ¿Quién era ése?", pensé, sin apartar la vista de mi mano estrujada y
abandonada.
Pues... mi carnicero.
Ahora lo recordaba picando carne detrás del mostrador, con una diminuta gorra
blanca como un barquito de juguete que había dado una vuelta de campana sobre su
fino pelo rubio, con su aire teutónico, imperturbable, y las mejillas cual embutido de
cerdo cuando sometía un bife a golpe de cuchillo.
Sí, mi carnicero.
-Pero ¡qué estúpido! -me pasé el día mascullando-. ¿Por qué acepté? ¿Y por qué
se le ocurrió invitarme? Si no tenemos ningún trato. Salvo cuando me dice: "Son cinco
dólares con sesenta centavos". O cuando yo le digo: "Hasta luego". ¡Ay, Dios, soy un
reverendo idiota!
Me pasé toda la tarde llamándolo por teléfono cada media hora a la habitación
del hotel. No contestaban.
-¿Desea dejar un mensaje, señor?
-No, gracias.
"Cobarde", me decía. "Deja un mensaje: que caíste enfermo... ¡que te moriste!"

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Contemplé el teléfono con impotencia. Desde ya que no lo había reconocido.


¿Quién puede reconocer a alguien que no está tras su mostrador o escritorio, dentro de
su auto, sentado a su piano o dondequiera que se pare, se siente, venda, hable, sirva o
atienda? El mecánico que se saca el mameluco engrasado, el abogado que cambia el
traje por una guayabera floreada, la respetable dama de la sociedad que se libera del
corsé y se pone un infartante traje de baño de dos piezas... todos nos volvemos
desconocidos, extraños, susceptibles si no nos identifican. Esperamos que,
dondequiera que estemos o como quiera que nos vistamos, nos reconozcan al instante.
Cual clones de MacArthur enfundados en ropajes atípicos, desembarcamos en países
lejanos al grito de: "¡Volví!".
Pero, en rigor de verdad, ¿a quién le importa? Sin la gorra ni el delantal
estampado con huellas dactilares de sangre, sin el ventilador girando sobre la cabeza
para ahuyentar las moscas, desprovisto de sus cuchillos fulgurantes, lejos de los pun-
tiagudos ganchos, de la sierra para cortar chuletas, de los montículos de carne rosada y
las extensiones jaspeadas de níveas grasas, este carnicero era el vengador
enmascarado.
Por otra parte, viajar lo había rejuvenecido. Eso es lo que sucede cuando uno
viaja. Tras dos semanas de exquisitas comidas, excelentes vinos, largas horas de
descanso y deslumbrantes monumentos de la arquitectura, uno despierta diez años más
joven, reacio a retornar a la patria y a la madurez.
¿Y qué pasaba conmigo? Me hallaba en el mismísimo punto culminante donde
se pierden años al sumar kilómetros. Mi carnicero y yo habíamos renacido como pseu-
doadolescentes sólo para toparnos en medio del tránsito florentino y hablar
insensateces, arrancándonos a zarpazos nuestros mutuos recuerdos.
-¡Basta! Pero ¿quién me mandó a aceptar? -Oprimí con saña las teclas del
teléfono.
A las cinco, silencio. A las seis, no contestaron. A las siete, lo mismo. ¡Socorro!
-¡Cállense! -vociferé por la ventana.
Las campanas de todas las iglesias de Florencia sellaron mi destino.
¡Pum! Alguien salió y dio un portazo. Yo.
Cuando nos encontramos, a las siete y cinco, parecíamos dos amantes
enemistados que llevaban días sin verse y ahora, muertos los apetitos, se precipitaban
a cenar sumidos en la angustia de la autocompasión.
"Come y vete" o, más bien, "come y huye" decían nuestros rostros cuando nos
abrimos paso por el foyer. Finalmente, nos estrechamos la mano. ¿Acaso íbamos a
jugar una pulseada? Desde algún sitio recóndito surgieron sonrisas falsas y
desganadas risas.
-¡Leonard Douglas, viejo desgraciado! -exclamó. Se interrumpió, abochornado.
Al fin y al cabo, los carniceros no insultan a sus viejos clientes.
-Bueno... eh... ¡vamos! -dijo.
Escoltó mi ingreso en el ascensor con una mano sobre mi espalda y no paró de
hablar hasta que llegamos al restaurante, ubicado en el último piso.
-¡Qué coincidencia! ¡Encontrarnos en medio de la calle...! La comida de acá es
muy buena. ¿A ver...? Ya llegamos. Bajemos.
Nos sentamos a una mesa.
-Voy a beber vino. -El carnicero leyó la carta de vinos con aire de conocedor.
-Éste es excelente: St-Émilion, cosecha 1970. ¿Le parece bien?

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-Gracias, pero voy a pedir un martini con vodka bien seco. -Me miró con
expresión ceñuda. -Aunque también voy a tomar vino, ¡desde ya! -me apresuré a
agregar.
Como primer plato, pedí una ensalada. Volvió a mirarme con desaprobación.
-No quiero ofenderlo, pero la ensalada y el martini van a arruinarle el paladar y
no va a poder apreciar el vino.
-Bueno, entonces, dejemos la ensalada para después -cedí otra vez.
Pedimos los bifes. El suyo, casi crudo. El mío, bien cocido.
-Disculpe, pero debería ser más considerado con la carne -señaló el carnicero.
-Es decir, más que con Juana de Arco, ¿no? -dije, y reí.
-¡Qué ingenioso! ¡Más que con Juana de Arco!
En ese preciso momento, trajeron la botella de vino y la descorcharon.
Enseguida ofrecí la copa y, feliz de que el martini se hubiera demorado, y quizá nunca
llegara, pasé un agradable minuto oliendo el St-Émilion y deleitándome con su color.
Mi carnicero me observaba cual gato estudiando a un perro desconocido.
Con los ojos cerrados, bebí un pequeño sorbo y asentí con la cabeza.
El extraño que compartía mi mesa también bebió y asintió. Mano a mano.
Contemplamos durante un rato el horizonte crepuscular de Florencia.
-Bueno... -dije, desesperado por abrir la conversación-. ¿Qué opina del arte
florentino?
-La pintura me pone nervioso -reconoció-. Lo que sí me gusta es pasear. ¡Qué
mujeres, las italianas! ¡Cómo me gustaría congelarlas y despacharlas para nuestro
país!
-Eh, sí... -Me aclaré la garganta.
-Pero ¿Giotto...?
-Disculpe, pero Giotto me aburre. Pertenece a un período demasiado temprano
de la historia del arte, para mi gusto. Sus figuras parecen muñecos hechos con palotes.
Me gusta más Masaccio. Pero el mejor es Rafael. ¡Y Rubens...! Ya sabe, tengo ojo de
carnicero.
-¿Rubens?
-¡Rubens! -Harry Stadler tomó con el tenedor unas pequeñas fetas de salame, se
las llevó a la boca y comenzó a rumiar opiniones.
-¡Rubens! Puro senos y nalgas, enormes cúmulos de carne rosada. Se puede
sentir el corazón latiendo como un timbal bajo esas toneladas de carne. Cada mujer es
una cama. Uno se siente tentado a arrojarse sobre ellas y perderse en su exuberancia.
¡Qué me vienen con el David, con ese mármol frío y blanco! Ni siquiera le pusieron
una hoja de parra. No, no. A mí me gustan el color, la vida y mucha carne sobre los
huesos. ¿Por qué no come?
-¿Cómo no? Mire. -Comí el salamín rojo sangre, el rosado salame de Bolonia y
el provolone de un blanco cadavérico, dudando si debía requerir su opinión sobre la
blanquecina frialdad de las diversas variedades de quesos.
El maitre nos sirvió los bifes.
El de Stadler estaba tan crudo que era posible extraerle sangre para análisis. El
mío, en cambio, parecía la marchita cabeza de un negro humeando y chamuscándome
el plato.
El carnicero emitió un sonido de repugnancia ante mi carbonizada ofrenda.
-Pero ¡por Dios! ¡Ni con Juana de Arco tuvieron tan poca piedad! ¿Piensa
comerlo o fumarlo?
-Bueno, ¡no critique tanto que el suyo todavía respira! -repliqué, riendo.
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Comencé a masticar la carne, que crujía como hojas otoñales.


Al igual que W. C. Fields, Stadler abría picadas a través de una espesura de carne
viva, arrastrando la canoa tras él. Stadler estaba matando su comida. Yo inhumaba la
mía. Comimos rápidamente. Para nuestra mutua desesperación, muy pronto caímos en
la cuenta de que debíamos volver a hablar.
La cena había transcurrido en un sepulcral silencio. Parecíamos un matrimonio
de ancianos resentidos por haber llevado las de perder en una discusión cuyos motivos
también habían perdido sentido, y ahora se tragaban la indignación y albergaban un
callado rencor.
Untamos pan con manteca para llenar el silencio. Pedimos café, lo que ayudó a
entretenernos un rato más y, finalmente, nos reclinamos contra el respaldo,
observando a aquel desconocido a través de un campo nevado de mantelería y platería.
En eso, horror de horrores, me oí decir: -Cuando volvamos a nuestro país, tenemos
que reunirnos a cenar alguna noche para charlar sobre este viaje, ¿le parece? Sobre
Florencia, el clima, las obras de arte...
-Sí. -Terminó de un trago su bebida.
-¡No! -¿Cómo?
-No -repitió a secas-. Hablemos claro, Leonard. En nuestro país no teníamos
nada en común. Y acá tampoco, salvo el tiempo, el viaje y la distancia. Carecemos de
temas de conversación y de intereses comunes. Es una lástima, pero ¡qué le vamos a
hacer! Fue algo impulsivo, para mal o para bien, y vaya a saber cómo llegamos a esto.
Usted está solo, yo estoy solo, nos encontramos al mediodía en una ciudad des-
conocida y, ahora, en este restaurante. Pero, en realidad, somos como dos sepultureros
que un buen día se encuentran y, cuando van a darse la mano, se les interpone su
ectoplasma. ¿Entiende? Estuvimos engañándonos todo el día.
No podía dar crédito a mis oídos. Cerré los ojos, con la sensación de que debía
enojarme, pero al cabo de un instante exhalé un profundo suspiro.
-Usted es el hombre más sincero que he conocido.
-No sabe cómo odio ser sincero y realista. -Se echó a reír. -Me pasé la tarde
tratando de ubicarlo por teléfono.
-¡Y yo estuve llamándolo a usted!
-Quería cancelar la cena.
-¡Lo mismo que yo!
-No conseguí comunicarme.
-Y yo no pude dar con usted.
-¡No me diga!
-¡Quién iba a imaginarlo!
Soltamos la carcajada, con la cabeza echada hacia atrás, y casi nos caímos de la
silla.
-¡Qué cosa más graciosa!
-¡Coincido totalmente! -dije, imitando la manera de hablar de Oliver Hardy.
-Por favor, ¡pidamos otra botella de champaña!
-¡Mozo!
A duras penas contuvimos la risa cuando el mozo sirvió la segunda botella.
-En fin, algo tenemos en común -dijo Harry Stadler.
-¿Qué?
-Esta maravillosa jornada tan ridícula y absurda, desde el mediodía hasta este
preciso instante. No nos vamos a cansar de contárselo a los amigos. Cómo lo invité y
cómo usted aceptó sin la menor gana, y cómo los dos tratamos de cancelar la cena
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antes de que fuera tarde, y cómo llegamos al restaurante a regañadientes, y cómo de


pronto nos sinceramos... ¡Qué ridículo, por favor! Y cómo, de repente... -Se interrum-
pió. Los ojos se le humedecieron y la voz adquirió un tono más suave. -Y cómo, de
repente, la cosa dejó de ser tan absurda. Pero, en fin... Para nuestra sorpresa,
terminamos simpatizando gracias a nuestra propia ridiculez. Y si tratamos de no
prolongar demasiado la velada, no va a resultar tan terrible después de todo.
Choqué mi copa de champaña con la suya. Había conseguido contagiarme la
emoción, junto con el sentido del ridículo.
-Nunca vamos a cenar juntos cuando volvamos.
-No.
-Y tampoco vamos a preocuparnos por tener que charlar largo y tendido sin tener
temas de conversación.
-Algún comentario sobre el tiempo, no más, de vez en cuando.
-Y no vamos a visitarnos.
-Brindo por eso.
-De todas maneras, la noche se volvió agradable, Leonard Douglas, mi viejo y
querido cliente.
-Brindo por Harry Stadler. -Levanté en alto la copa.
-A su salud.
-Por mí. Por usted.
Bebimos y permanecimos sentados otros cinco minutos, cómodos y a gusto
como dos viejos amigos que acababan de descubrir que, mucho tiempo atrás, se
habían enamorado de la misma bella bibliotecaria que les acariciaba los libros y las
mejillas. Pero el recuerdo se fue desvaneciendo.
-Parece que va a llover. -Me puse de pie con la billetera en la mano. Mi carnicero
se quedó contemplándome hasta que volví a guardarla en el bolsillo. -Gracias y
buenas noches.
-Gracias a usted -dijo-. Ahora ya no me siento tan solo.
Vacié la copa de un trago, suspiré con placer, le di a Stadler una palmadita sobre
la cabeza a modo de saludo y partí.
Al llegar a la puerta, me di vuelta. Stadler advirtió el gesto y gritó desde el otro
lado del salón.
-¿Me recuerda?
Fingí detenerme, rascarme la cabeza, devanarme los sesos. Luego, lo señalé y
exclamé:
-¡El carnicero! Alzó la copa.
-¡Sí, el carnicero!
Bajé rápidamente, atravesé a las zancadas aquel bellísimo piso de parqué que
daba pena pisar y, por fin, me asomé a la tormenta que me aguardaba en la calle.
Caminé un largo rato bajo la lluvia, con la cara vuelta hacia arriba.
"Ahora yo tampoco me siento tan solo", me dije.
Y entonces, empapado y riendo, bajé la cabeza y corrí rumbo a mi hotel.

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