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RAY BRADBURY
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-Gracias, pero voy a pedir un martini con vodka bien seco. -Me miró con
expresión ceñuda. -Aunque también voy a tomar vino, ¡desde ya! -me apresuré a
agregar.
Como primer plato, pedí una ensalada. Volvió a mirarme con desaprobación.
-No quiero ofenderlo, pero la ensalada y el martini van a arruinarle el paladar y
no va a poder apreciar el vino.
-Bueno, entonces, dejemos la ensalada para después -cedí otra vez.
Pedimos los bifes. El suyo, casi crudo. El mío, bien cocido.
-Disculpe, pero debería ser más considerado con la carne -señaló el carnicero.
-Es decir, más que con Juana de Arco, ¿no? -dije, y reí.
-¡Qué ingenioso! ¡Más que con Juana de Arco!
En ese preciso momento, trajeron la botella de vino y la descorcharon.
Enseguida ofrecí la copa y, feliz de que el martini se hubiera demorado, y quizá nunca
llegara, pasé un agradable minuto oliendo el St-Émilion y deleitándome con su color.
Mi carnicero me observaba cual gato estudiando a un perro desconocido.
Con los ojos cerrados, bebí un pequeño sorbo y asentí con la cabeza.
El extraño que compartía mi mesa también bebió y asintió. Mano a mano.
Contemplamos durante un rato el horizonte crepuscular de Florencia.
-Bueno... -dije, desesperado por abrir la conversación-. ¿Qué opina del arte
florentino?
-La pintura me pone nervioso -reconoció-. Lo que sí me gusta es pasear. ¡Qué
mujeres, las italianas! ¡Cómo me gustaría congelarlas y despacharlas para nuestro
país!
-Eh, sí... -Me aclaré la garganta.
-Pero ¿Giotto...?
-Disculpe, pero Giotto me aburre. Pertenece a un período demasiado temprano
de la historia del arte, para mi gusto. Sus figuras parecen muñecos hechos con palotes.
Me gusta más Masaccio. Pero el mejor es Rafael. ¡Y Rubens...! Ya sabe, tengo ojo de
carnicero.
-¿Rubens?
-¡Rubens! -Harry Stadler tomó con el tenedor unas pequeñas fetas de salame, se
las llevó a la boca y comenzó a rumiar opiniones.
-¡Rubens! Puro senos y nalgas, enormes cúmulos de carne rosada. Se puede
sentir el corazón latiendo como un timbal bajo esas toneladas de carne. Cada mujer es
una cama. Uno se siente tentado a arrojarse sobre ellas y perderse en su exuberancia.
¡Qué me vienen con el David, con ese mármol frío y blanco! Ni siquiera le pusieron
una hoja de parra. No, no. A mí me gustan el color, la vida y mucha carne sobre los
huesos. ¿Por qué no come?
-¿Cómo no? Mire. -Comí el salamín rojo sangre, el rosado salame de Bolonia y
el provolone de un blanco cadavérico, dudando si debía requerir su opinión sobre la
blanquecina frialdad de las diversas variedades de quesos.
El maitre nos sirvió los bifes.
El de Stadler estaba tan crudo que era posible extraerle sangre para análisis. El
mío, en cambio, parecía la marchita cabeza de un negro humeando y chamuscándome
el plato.
El carnicero emitió un sonido de repugnancia ante mi carbonizada ofrenda.
-Pero ¡por Dios! ¡Ni con Juana de Arco tuvieron tan poca piedad! ¿Piensa
comerlo o fumarlo?
-Bueno, ¡no critique tanto que el suyo todavía respira! -repliqué, riendo.
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