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Pastel de Pescado

Al oír la campanilla de la puerta de entrada se sintió molesto. Le


perturbaba tener clientes tan tarde y más aún le disgustaba el clima húmedo
y taciturno. No era bueno para sus huesos que comenzaban a molestarlo.
Además era jueves y no quería hacerla esperar a Isolda ni a su delicioso
pastel de pescado. El sólo pensar en ello le hizo olvidar, por un momento,
el clima, su incipiente dolor de huesos y al inoportuno cliente. Cansado se
acomodó los anteojos y tras el mostrador antiguo, Gaspar lo vio entrar
desde la penumbra lluviosa de aromas tristes. Al verlo acercarse le inquietó
su maltrecha renguera, era demasiado fuerte para un hombre tan pequeño.
Cuando lo tuvo frente a sí el olor de rosas marchitas lo estremeció y algo
sutil, que no supo explicarse, no le gustó. La voz grave habló, Balas.
Gaspar comenzó a buscar en los estantes. En la be de balas no, en la eme
de municiones tampoco. En ese momento recordó que había estado Isolda
haciendo la limpieza. Así que debía buscar en los lugares más insólitos. De
improviso su cuerpo brincó, En la erre de revólver, ahí tienen que estar.
Vaya si la conocía a Isolda, ahí estaban. Perfectamente embaladas,
perfectamente dispuestas. Como un relámpago se le cruzó la imagen del
hombre y su cuerpo agotado se volvió a estremecer.
De nuevo en el mostrador lo encontró husmeando en unos estantes
adonde sin duda lo había llevado la simple curiosidad, no era alguien para
escopetas o cuchillos de caza. Tuvo que carraspear varias veces para que
éste le prestara atención. Le entregó las balas. El hombre las miró, las
sopesó y asintió. Sacó una Smith and Wesson del especial de su
impermeable y comenzó a cargarlo. Todo un profesional, pensó Gaspar, y
de los buenos. Cuando terminó apoyó el revolver con displicencia en el
mostrador. Su voz, más gutural que cuando pidió las balas, volvió a hablar,
El dinero... por favor. Un escalofrío le recorrió el cuerpo a Gaspar. En ese

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instante supo que era lo que no le había gustado del hombre, fue la mirada
tan desapasionada y sobre todo tan segura. Se calcularon con la mirada.
Sabía que cualquier movimiento que hiciese iba a ser en vano. En otros
tiempos hubiese podido desarmarlo fácilmente, pero ahora sus reflejos se
habían enmohecido. De la caja registradora sacó el poco efectivo hecho. Se
acercó al hombre y le entregó el dinero. Este sonrió. Gracias... buenas
noches, le dijo. Lo vio alejarse hacia la puerta. Pensó en manotear su treinta
y ocho largo bajo el mostrador. Se lo impidieron las campanadas del reloj
de pared, eran las ocho. Hora de cerrar. No valía la pena. La figura de
Isolda, añorada, amada, lo hizo sonreír pese a todo. No quería hacerla
esperar. No podía hacerla esperar. En particular un jueves. Lo esperaba
con pastel de pescado. Su plato preferido aunque a ella, él nunca lo sabría,
el pescado le daba náuseas. Cuando el hombre salió, Gaspar apagó las
luces. Tomó el paraguas y se marchó.
La lluvia, ahora de aromas acogedores, era más intensa.

Agustín María Palmeiro


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