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Introducción
1.1.-) Antecedentes
Podemos decir que en el Antiguo Testamento existe una identificación entre mal
y sufrimiento. Sin embargo, esto es debido a que el lenguaje hebreo no tiene otros
elementos para expresar lo que el hombre padece, por ello en las versiones griegas y en
el NT nos encontramos que no todo mal es sufrimiento o que no todo sufrimiento tiene
como origen el mal.
Así vemos algunos textos del Antiguo Testamento relacionados con el sufrimiento:
El peligro de muerte como lo probó Ezequias (Cf. Is 38, 1-3)
La muerte de los propios hijos (Cf. Gén 15-16; 37, 33-35) (Cf. 2Sam 19,1)
La muerte del hijo primogénito y único como temía la madre de Tobías (Cf. Tob
10, 1-7).
La falta de la prole en el caso de Abraham (Gén 15,12)
La nostalgia de la patria como el lamento de los exiliados en Babilonia (Cf, Sal
137).
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JUAN PABLO II, Carta Apostólica Salvifici Dolores, p. 11
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consolidar el bien tanto en uno mismo como en su relación con los demás y, sobre todo,
con Dios”.
Conclusión: En otras palabras, podemos decir que el hombre al experimentar su
fragilidad, es llevado a profundizar en el fin último de su vida, el cual, ante el
desmoronamiento de su existencia, es llevado a la esperanza de la vida futura, en la cual
ya no hay llanto ni dolor, pero la cual no se obtiene sin una vida en comunión con Dios.
San Pablo nos dice: “Ahora me alegro de poder sufrir por ustedes, porque
completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su
Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24). Estas palabras tienen un gran valor libertador,
acompañado de la alegría.
La alegría se deriva del descubrimiento del sentido del sufrimiento. El
sufrimiento parece pertenecer a la trascendencia del hombre y es inseparable de su
existencia terrena. Suscita compasión, respeto, y, a su manera atemoriza, llegando a
tocar, en el hombre, la más profunda necesidad del corazón y también el profundo
imperativo de la fe2.
“Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo para que todo el que cree en
Él no muera, sino que tenga Vida eterna” (Jn 3,16). Estas palabras, nos introducen en el
centro mismo de la acción salvífica de Dios. Nos encontramos con una dimensión
totalmente nueva, que encierra, en cierto sentido, el significado del sufrimiento dentro
de los límites de la justicia.
El hombre “muere” cuando pierde la “vida eterna”. El Hijo del hombre, en su
misión salvadora, llega a tocar el mal en sus raíces trascendentales, fijadas en el pecado
y la muerte. El sufrimiento está relacionado con el pecado que lleva a la muerte.
Cristo vence el pecado con su obediencia hasta la muerte y vence la muerte con
su resurrección. Sin embargo, la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, no
suprime los sufrimientos temporales de la vida humana ni libera del sufrimiento, pero
proyecta una luz nueva, la luz del Evangelio, que es la salvación.
En su actividad mesiánica en medio de Israel, Cristo se acercó sin cesar al
mundo del sufrimiento humano tanto al del cuerpo como al del alma, poniendo como
2
J. PABLO II, Salvifici doloris, Carta apostólica sobre el sentido del sufrimiento humano, Roma, 1984,
pp. 3-7.
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ejemplo las bienaventuranzas: “los que tienen alma de pobres, los afligidos...” Su
cercanía al pobre y al sufrido fue por el mismo hecho de experimentar, en sí mismo, el
sufrimiento en todas sus formas, al extremo de alcanzar la salvación por su muerte y
resurrección en la cruz3.
Por eso reprende severamente a Pedro cuando quiere impedirle el sufrimiento y
la muerte en la cruz (cf. Mt 16,23). Cristo se encamina hacia su propio sufrimiento,
consciente de su fuerza salvífica, va obediente hacia la cruz, unido al Padre en el amor,
con el cual ha creado al hombre y al mundo. Por eso Pablo escribe de Cristo: “Me amó
y se entrego por mí” (Gal 2,20).
El sufrimiento humano ha alcanzado su punto culminante con la entrega de
Cristo. Y, a su vez, ha entrado en una dimensión completamente nueva: su pasión está
unida al amor. La cruz de Cristo se ha convertido en una fuente de la que brotan
manantiales de agua viva. En ella debemos plantearnos también el interrogante sobre el
sentido del sufrimiento, y leer hasta el final la respuesta a ese interrogante4.
El poema del Servidor Sufriente5 nos conduce hacia el sentido cristológico del
sufrimiento, que fundamenta la entrega de Cristo en la cruz. Puede afirmarse que, junto
con la pasión de Cristo, todo sufrimiento humano se encuentra en una situación nueva.
En la cruz de Cristo no sólo se ha cumplido la redención mediante el sufrimiento, sino
que el mismo sufrimiento humano ha quedado redimido.
Cristo, sin culpa alguna propia, cargó sobre sí “el mal total del pecado”. Por
tanto, todo hombre tiene su participación en la redención. Cada uno está llamado
también a participar en ese sufrimiento mediante el cual se ha llevado a cabo la
redención. Con esto, Cristo ha elevado el sufrimiento humano a nivel de redención. Por
lo tanto, todo hombre, en su sufrimiento, puede hacerse también partícipe del
sufrimiento redentor de Cristo6.
El hombre, al descubrir por la fe el sufrimiento redentor de Cristo, descubre al
mismo tiempo en él sus propios sufrimientos, los revive mediante la fe y los enriquece
con un nuevo contenido y significado. La cruz de Cristo arroja una luz salvífica sobre la
vida del hombre y sobre su sufrimiento. A quienes participan de los sufrimientos de
3
Idem. 27-31
4
Idem. 35-42.
5
Ver Is 53,10-12
6
J. PABLO II, Salvifici doloris, p. 45.
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Cristo, sus palabras “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”7, se imponen
con la fuerza de un ejemplo supremo. Así como nos dice San Pablo: “Es mejor padecer
el mal que hacerlo”.
El sufrimiento es también una llamada a manifestar la grandeza moral del
hombre, su madurez espiritual. De esto, han dado prueba, a través de diversas
generaciones, los mártires y los confesores de Cristo: “No teman a los que matan el
cuerpo, pero no pueden matar el alma” (Mt 10,28). El sufrimiento, en efecto, es
siempre una prueba, a la que es sometida la humanidad. Contiene una particular llamada
a la virtud, que el hombre debe ejercitar.
De este modo, con la apertura al sufrimiento humano, Cristo ha obrado la
redención del mundo. Al mismo tiempo vive y se desarrolla en su Cuerpo místico, que
es la Iglesia y, en esta dimensión cada sufrimiento humano, en virtud de su unión en el
amor con Cristo, completa su sufrimiento8.
Conclusión
7
Cf. Lc 23,34
8
J. PABLO II, Salvifici doloris, p. 47.
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Por supuesto que hay que buscar la manera de aliviar el dolor o de superarlo,
pero, si eso no es posible, hay que saber ofrecérselo a Dios con amor. Desde que Cristo
murió en la cruz, el dolor no es algo absurdo y sin sentido, sino algo que puede
ayudarnos a crecer en el amor.
El sufrimiento es un tesoro, que Dios pone en nuestras manos para crecer. Cristo
nos dio ejemplo, muriendo por nosotros. Y nos ha dicho que no hay mayor amor que
dar la vida por los amigos (Jn 15,13). Por eso, la mejor acción que podemos hacer en
esta vida es dar la vida por Dios y por los demás10. Como diría el poeta Lope de Vega:
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sufrimiento suyo hace posible que él hombre no muera, sino que tenga la vida eterna.
Por medio de su cruz debe tocar las raíces del mal, plantadas en la historia del hombre y
en las almas humanas. Precisamente por medio de su cruz debe cumplir la obra de la
salvación encomendada por su Padre.
Nos dice el papa Juan Pablo II: “Junto con la pasión de Cristo todo sufrimiento humano
se ha encontrado en una nueva situación”.
Nuestro Redentor ha sufrido en vez del hombre y por el hombre, y con Cristo
todo hombre tiene su participación en la redención. Cada uno está llamado también a
participar en ese sufrimiento mediante el cual se ha llevado a cabo la redención. Está
llamado a participar en ese sufrimiento por medio del cual todo sufrimiento humano ha
sido también redimido.
Los textos del Nuevo Testamento, así como los del Antiguo, expresan en
muchos puntos este concepto. En la segunda carta a los Corintios, por ejemplo, escribe
el Apóstol: “En todo apremiados, pero no acosados; perplejos, pero no desconcertados;
perseguidos, pero no abandonados; abatidos, pero no aniquilados, llevando siempre en
el cuerpo la muerte de Cristo, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro tiempo.
Mientras vivimos estamos siempre entregados a la muerte por amor de Jesús,
para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal (...) sabiendo
que quien resucitó al Señor Jesús, también con Jesús nos resucitará...” (2Cor 4,7-13).
La dialéctica de la cruz y de la muerte es completada, no obstante, por la
elocuencia de la resurrección. El hombre halla en la resurrección una luz completamente
nueva, que lo ayuda a abrirse camino a través de la densa oscuridad de las
humillaciones, de las dudas, de la desesperación y de la persecución.
La cruz de Cristo, lejos de ser una maldición o un tormento, arroja de modo muy
penetrante luz salvífica sobre la vida del hombre y, concretamente, sobre su sufrimiento,
porque mediante la fe la alcanza junto con la resurrección. La esperanza de la gloria,
tiene su comienzo en la cruz de Cristo. El motivo del sufrimiento y de la gloria tiene
una característica estrictamente evangélica, que se aclara mediante la referencia a la
cruz y a la resurrección, única y definitiva.
Es por eso que en este tiempo hay que reconocer el testimonio glorioso no sólo
de los mártires de la fe, que son innumerables, sino también de otros numerosos
hombres que a veces, aun sin la fe en Cristo, sufren y dan la vida por la verdad y por
una causa justa.
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BIBLIOGRAFÍA:
• J. PABLO II, Salvifici doloris, Carta apostólica sobre el sentido del sufrimiento
Barcelona, 2006.
• SIMMA María y NICKY Eltz, Haznos salir de aquí, Ed. Segno, 1997.
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