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COPOS DE VIDA

Somnolienta, escuchaba el murmullo de voces apagadas y veía la blancura de los pasillos. Despertó
finalmente al ver a su amiga acomodándose en el asiento y la envolvió la realidad. Estaba en una sala
de hospital y había que esperar.
Caminó, se detuvo en el ventanal y miró hacia afuera. Imprecisas alas blancas se movían en el
amanecer frío del jardín. Nevaba. Los copos se suspendían con sutileza en el aire, parecía que flotaban
mirándola curiosos. De pronto el tiempo se detuvo y se borró la espera. Se sintió una burbuja levitando
entre algodones de nieve. Una transparencia extraña invadió los copos y colores infinitos los ocuparon
ordenándose y formando imágenes. Por algún conjuro se sintió envuelta en uno de aquellos amaneceres
rojos entre las colinas del campo, con olor a yuyo húmedo de rocío. Tenía sueño, tenía frío, tenía…
Quizás era su propio corazón el que marcaba el ritmo del tren atravesando el tiempo hacia la estación
de su juventud, donde por tantos años cargando mañanas con escarcha y soles impiadosos, bajó
cargando carpetas envueltas en ganas de enseñar. Ya estaba en otro copo donde caritas curtidas de
viento miraban absortos en un silencio espeso, ese banco vacío que nadie nunca volvió a ocupar desde
que el río se llevó la vida de aquel muchachito alegre, el de las bromas, el buen compañero. Deseó
olvidar aquel dolor y de pronto estaba en un café de aquel Rosario, ciudad de todo lo que deseaba. Se
sintió con la carga esencial que la vida le había entregado para que ella dispusiese. Nevaba sin prisa, y
cada copo le mostraba algo de su pasado. Un torbellino de momentos idos formaba caracoles sin
vértigo, como un tobogán de paz en un mundo sin relojes.
Desde el olor a tilo en diciembre a la redonda madurez amarilla de las naranjas del jardín de su madre,
las fantasías de los cuentos de sus abuelos del campo, las conversaciones del abuelo del pueblo con los
pájaros en esa casa tan grande con árboles, con rincones donde jugar a Sandokán en sus naves piratas,
su muñeca de trapo, la casita en el árbol de limón, el primer guardapolvo. Esa escuela tan grande que
fue su casa en las mañanas hasta que fue maestra. Y de pronto el verano con la piel
estrenando sensaciones, poesía en el aire, el río sin apuro moviendo las ramas de los sauces y esa mano
rozando la suya.
El río, siempre el río, canal de amores, fiesta de camalotes en la lentitud de su oleaje. El río que los
llevó a la nueva vida en la caliente tierra del algodón. Deseó no irse de ese copo, y sorprendida el deseo
se cumplió allí quedó amando aquel suelo de lapachos y pobreza. Aunque un suave aroma a azahares la
abrazó mientras leves balbuceos repetían el nombre de sus hijos, sintió un angustioso llamado de
aquellos que se fueron tras el deseo de encontrar justicia pidiéndole que no los olvidara. Tal vez fue un
segundo o una eternidad el paso de los nombres, los rostros, las voces amigas. Pero no pudo elegir,
había pasado a otro momento de su vida envuelto en nieve.
De sentir el cuerpo del hijo con calorcito de cuna al darle el beso antes de la escuela, a entrar con ganas
en esas aulas pobres en que nadie pedía ventilador y sentir la alegría de hacer el trabajo para el que
había nacido, pasó sin pausa a la gran ciudad, al asombro de la soledad entre multitudes y al instinto de
supervivencia de la provinciana buscando lugares donde encontró personas, amigas para siempre. La
entonces Capital Federal fue para ella un diario descubrir lugares y aprendizajes de conductas como
entrar al ascensor sin saludar y no saber donde poner los ojos, y su cuerpo, adrenalina a chorros
manejando por esas calles que absorven en el anonimato. Y los hijos felices de meterse en los subtes,
ser parte de grupos, creciendo.
Se le hizo un vacío, pasó al aire puro, arboledas en calles anchas y tranquilas, casona. Seguir al marido
de mudanza en mudanza, y siempre la escuela. Mezclaba niveles sociales donde se sentía cuidada y
querida por sus muchachitos con tonada de villa cordobesa, con los de una clase media que también
necesitaban afecto y atención. Se estaban yendo los hijos de a poco.
Un estruendo, este copo sacudió la calma. Otra vez la mudanza y los hijos ya no aceptan seguirlos. Hay
que cortar los cordones, es fácil decirlo, no fue fácil aceptarlo. Pero fue. Y fueron pasando los años con
los hijos lejos, la facultad, haciéndose hombres.
Otro copo y siempre la escuela. Ahora escuela de villa donde ella se siente tan bien aprendiendo otros
códigos de convivencia. Quien conoce la villa sabe que allí viven personas carentes de lo que a otros
sobra.
Que pasa…mientras los copos siguen cayendo afuera ella sintió voces y supo que la espera había

terminado. Alguien gritaba pero ella no entendía. Que ya nació, es una nena, sos abuela.

Inés Vivas

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