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Pieles Rojas
Pieles Rojas
Un acercamiento a la cosmogonía de las poblaciones originales de lo que hoy son los Estados Unidos
Tuvo que llegar nuevamente el propio Montezuma al mundo y crear una nueva raza humana para que
luchase contra la primera y la exterminara.
Como la perversión, la maldad, el vicio y el improperio persistían aún sobre la Tierra, los dioses deciden
anegar este pueblo enviándole un diluvio (apache), una inundación terrible que les sumergiera en el
caos, lo tragara y lo hiciera desaparecer. Pero una deidad rebelde quiso que quedara algún residuo de la
antigua civilización...
—...y "un espíritu vengador del Mundo Superior (indios caddo), una rana profética que corresponde así
a cierta ayuda que recibió de los humanos (Alabama) y un perro parlante (cherokke)" se dirigieron a un
hombre y a su esposa, anunciándoles que iba a sobrevenir sobre ellos la gran inundación y que se
preparasen —les explicó a los pieles rojas el Amo del Aliento, que no quiere esclavizarlos sino darles la
libertad.
Entonces les aconsejó:
—Debéis construir una balsa, una gran tinaja de barro o, si no podéis, debéis meteros dentro de una gran
caña hueca, para soportar en su interior los embates y las furias de las aguas desatadas que os enviará el
espíritu vengador.
La pareja de humanos elegidos escuchó las recomendaciones del espíritu bueno y le obedecieron.
Dentro de la caña mágica los esposos flotaron por encima de la superficie del mar desenfrenado y
soberbio. Y preguntaron, desde su resguardo, a la deidad:
—¿Y cuándo sabremos el momento de salir y pisar la tierra?
El dios le contestó:
—Cuando las aguas decrezcan...
—¿Y cuándo será eso? —preguntaron los esposos cuya soledad que sufrían en el interior de su
minúsculo aposento les comenzaba a agobiar.
La deidad rebelde les recomendó:
—Enviad al pájaro carpintero y a la paloma a buscar la tierra.
—¿Cuándo?
—Cuando las aguas desciendan. Y lo habrán hecho cuando las aves que vosotros enviasteis no vuelvan
o si vuelven lleven embarradas sus patas.
Y cuando fue el tiempo el pájaro carpintero ya no regresó a su morada y la paloma lo hizo, pero marcó
su huella de barro sobre la balsa de caña que acogía al hombre que con su esposa salvóse de la
destrucción divina.
El hombre sacó su cabeza al exterior y, volviéndose a la mujer le dijo:
—Ahí fuera luce ya el sol. La tierra, feraz y prometedora, no espera.
Abandonaron su refugio y saltando sobre la superficie terrestre...
—... acometieron la tarea de volver a poblar la Tierra, tarea que realizaron a menudo con la ayuda
divina.
Y el hombre santo, el chamán, el santón de la tribu, el hechicero, se levantó solemnemente de la gran
piel de búfalo sobre la que se sentaba y sin mirar ni por un momento a su pueblo, a la congregación de
pieles rojas que le escuchaban atentos, se retiró, perdiéndose en las penumbras de su cabaña, en la que
meditó largamente sobre las cosas de este y del otro mundo, del Medio y del Superior.
Rostro Marcado debía su extraño nombre al hecho poco corriente de ostentar en medio de una de sus
mejillas una repulsiva, larga y fea cicatriz de extraño origen, aunque los más viejos de la tribu la
atribuían a un imperfecto, defectuoso y difícil parto que tuviera que soportar su madre cuando él nació.
Rostro Marcado era feliz y contento entrenando para la lucha junto a los más acreditados guerreros
avezados en más de un millar de guerras de lo más cruentas; era feliz caminando por el bosque yendo a
la caza del jabalí, la liebre de las alturas, la marmota, los pájaros más variados, y también lo era
caminando interminablemente hasta el lago de aguas azules con la intención de apresar en su red al
propio somorgujo. Fue feliz también cuando, yendo en compañía de los más expertos cazadores de su
tribu, se tuvo que enfrentar conjuntamente con toda la cuadrilla al gran oso submarino que portaba
cuernos en su cabeza y sobre su dorso una sarta de púas de dragón alineadas sobre su cuerpo
repugnantemente cubierto de crujientes escamas; fue feliz con ello, aunque no cobraran la singular
pieza, ya que se introdujo bajo las aguas del lago y escapó en ellas nadando con gran estrépito, porque le
gustaba la aventura, el riesgo, y porque pensaba que era tan buena la preparación física de su cuerpo que
necesitaba adularlo y regalarlo de cuando en cuando proporcionándole azarosos lances con que
ejercitarlo, de los que siempre salía triunfador.
Rostro Marcado era tan valeroso, tan decidido, tan audaz, tan intrépido y tan arriesgado que para él fue
un honor el poder someterse al ritual del O-kee-pa. Estuvo muy orgulloso de prestarse durante aquellos
inolvidables cuatro días del verano a las terribles y extensas ceremonias sagradas en las que se
representaba la historia mitológica de la tribu, que no dejaba de ser una dramatización de la creación de
la Tierra, los seres humanos, las plantas y los animales, junto a las luchas que tuvieron que soportar sus
antepasados hasta llegar a la situación en que se encontraba el actual pueblo de los pies negros.
Estuvo orgulloso de sí mismo Rostro Marcado cuando, en el último rito de la ceremonia O-kee-pa, le
suspendieron del techo de la cámara litúrgica o tienda de los rituales sagrados por medio de unas
cuerdas acabadas en arpones y que engancharon de su pecho, con lo cual los poderosos músculos
pectorales tenían que soportar todo el peso de su poderosa envergadura, rasgando cruentamente sus
carnes. Aunque el dolor corroía sus entrañas, ni un solo gemido salió de sus labios ni de los del otro
joven suplicante que pendía, a diferencia de él, de los músculos dorsales, de los cuales manaban hilillos
de sangre que caía sobre la tierra arenisca donde se enclavaba el túmulo.
El cumplimiento noble y digno de este sangriento rito le aclamaba en todo su territorio, y sobre todo en
su extenso poblado, que se extendía alrededor del río, como un héroe provisto de gran coraje y como un
hombre valiente y señalado sin duda por los dioses del destino, los hechiceros y los chamanes como
propicio para ejercer el liderazgo sobre los de su propia tribu.
Quizá Rostro Marcado pensó alguna vez que debía su desgracia precisamente a su valor y a su arrojo, y
a la fama que adquiriese en su tribu debido a la hazaña de soportar con valentía y decisión el sacrificio
cruento que requería el O-kee-paa.
Aunque el joven guerrero vivía en la parte del poblado que se extendía en la orilla del río más alejada a
la gran tienda del jefe del mismo, solía con cierta frecuencia y despreocupación acercarse, atravesando
las aguas caudalosas, sonoras y rápidas del río, hasta la otra parte donde se hallaban los primeros y más
esforzados guerreros de la tribu, así como el lugar donde se alzaba la tienda de los chamanes, de los
hechiceros proveedores de las medicinas y de los encantamientos y, por supuesto, la del jefe de la
misma. Tenía amigos en ella con los que corría en sus cacerías y nadaba en sus jornadas de pesca a
mano, en la que era gran experto.
Rostro Marcado fue en busca de uno de aquellos muchachos para charlar con él y proponerle una
cacería de varios días, en la cual debían alcanzar el más alto pico de la más alta montaña que proyectaba
su sombra sobre la hierba del bosque. Encontró al amigo en las afueras del poblado gozando del frescor
y la sombra de los verdes sauces y eucaliptos que formaban el diminuto bosque que guardaba el
manantial que los hacía reverdecer. El muchacho estaba acompañado de otros jóvenes, entre los que se
contaba la muchacha más hermosa y delicada que jamás había él contemplado. La flor de adelfa rosa
que lucía prendida en su cabello negro y brillante redoblaba su belleza y la hacía parecer a los ojos del
muchacho aguerrido y valeroso como una verdadera ninfa escapada del bosque y surgida de las aguas
límpidas del manantial, con sus pechos turgentes, sus labios rojos y carnosos, sus caderas y sus hombros
suavemente redondeados...
Rostro Marcado preguntó a su amigo:
—¿Quién es?
Y con sus ojos se la comía.
El otro repuso:
—Es la hija del jefe.
El enamorado tragó saliva.
—Ven, acércate, quiero que os conozcáis.
El amigo, apoyando su mano sobre el hombro de Rostro Marcado, le dijo a la joven:
—Es mi amigo, el valeroso Rostro Marcado, el audaz que fue capaz de soportar sobre su pecho el
cruento ritual del O-Kee-pa.
La mujer que estaba de espaldas atendiendo a otra conversación, se giró rápidamente atraída por el gran
prestigio que poseía el joven entre la juventud y por la gran belleza que guardaba su cuerpo según había
escuchado en las reuniones secretas que las mujeres casaderas sostenían en las cabañas de las matronas.
—Es Rostro Marcado —dijo el amigo común.
La bella muchacha le miró con cierto estupor y, reaccionando de inmediato, expresó:
—Ya había oído hablar de ti en esta parte del poblado —e inmediatamente añadió con jovialidad—: Y
de tus hazañas, de tu audacia y... —le faltaron las palabras para continuar. La mujer no hacía más que
observarle con la mayor atención.
Rostro Marcado, con verdadero anhelo, dijo:
—¡Qué bella eres!
Y quedó ensimismado mirándola, perdiéndose en la profundidad oscura de sus ojos y la lisura de sus
cabellos.
La muchacha, halagada sin duda, sonrió, pero rápidamente la seriedad inundó su rostro. Pero no dijo
nada.
El muchacho guerrero e intrépido preguntó:
—¿Y soy cómo esperabas que fuera?
—Nadie me había dicho... Quizá debía haberlo adivinado... soy muy torpe —balbució. Al fin dijo de un
tirón—: No, no eres como esperaba, lo siento.
Y dándose la vuelta escapó de delante del enamorado, integrándose en un grupo de muchachas y
muchachos que reían y hablaban en alta voz.
Rostro Marcado quedó triste. Siempre había pensado suplir su defecto físico con su valor, su arrojo y su
nobleza, y la perfección de su cuerpo atlético.
—A decir verdad —se dijo— nunca me hubiese importado el repudio de alguna mujer por esta causa.
Siempre lo había tenido como verdadera condecoración, serial íntima de mí mismo —y añadió muy
afligido, atristado—: Precisamente ha tenido que ser ella, la bella mujer a quien yo...
Un sollozo terminó la frase. Pero el joven guerrero, reconocido por todo el poblado, no era de los que
abandonan sus propósitos con facilidad, por eso había llegado tan alto como estaba, por eso todo la tribu
le consideraba como un héroe. Después del desplante que sufriera por parte de la hermosa hija del jefe,
se separó de su amigo y vagó alrededor del manantial por ver si hallaba la ocasión de volver a admirarla,
de poder hablar con ella, pero no lo logró, solamente escuchó su risa desenfadada y cristalina que surgía
de entre todo el confuso murmullo de voces con que alborotaban los muchachos. Y fue el conjunto de
sus risas irreflexivas las que le martillearon constantemente sus sienes y le acompañaron como un
verdadero tormento en la soledad de la larga noche que pasó en vela.
Rostro Marcado se propuso cortejar a la bella piel roja y pertinaz como era en sus cosas; lo primero que
hizo fue volver, a la mañana siguiente, a zancasdilear alrededor de la tienda del jefe por ver si conseguía
verla a solas, para hablar con ella. Tuvo que insistir algunas veces para conseguir su propósito y hasta
que llegara este momento su enamoramiento y su angustia por poseerla crecieron desmesuradamente. Al
fin, en un atardecer, cuando el sol ya se escondía tras las altas cumbres pero enviando sobre la llanura su
luz de fuego, el enamorado pudo contemplar, a través de los rayos rojizos y ardientes como su propio
corazón, a la muchacha envuelta en un halo tornasolado que eran los últimos rayos del astro rey que,
reflejándose en las aguas del río, caían sobre ella. No se pudo contener más, se acercó a ella, la miró,
trató de besarla, pero la mujer se escurrió con la ligereza de un corzo que se ve acosado.
—No te vayas. Espera —suplicó.
La muchacha india se detuvo y juraría él que le miraba con coquetería.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—Hablar contigo.
—¿De qué? —volvió a preguntar con cierto desdén la muchacha.
Rostro Marcado se le acercó sin que ella huyera y, mirándola fijamente a los ojos, le prepuso abriéndole
los secretos de su corazón:
—Te quiero. No vivo desde el día en que te conocí —y añadió—: no voy de caza, no me veo con mis
amigos, no duermo por las noches. Sólo te tengo dentro de mi mente a ti. Me acuesto contigo, velo toda
la noche que paso hablando contigo y amanezco sobre mi camastro igualmente contigo.
La hija del jefe expresó con menosprecio:
—¿Y qué...?
El enamorado no se pudo contener por más tiempo y le dijo:
—Quiero casarme contigo...
La muchacha sonrió, pero esta vez con decoro, diría que con cierto temor. Quedó expectante escuchando
las palabras que surgieron como una torrentera de su corazón, más que de su razón.
Pero de nada valieron a la muchacha que Rostro Marcado le hablara de sus múltiples méritos, de su
arrojo para luchar con los monstruos del lago, de sus buenos augurios para poder llegar a ser un
dirigente preferido de la tribu; de nada le valió al muchacho las súplicas y las humillaciones a que tuvo
que rebajarse para convencer a la joven y bella piel roja; porque ella, ante tantas promesas de felicidad y
de futuro, no pudo más que contestarle:
—No insistas, Rostro Marcado, yo no me casaré nunca contigo mientras no encuentres la forma de
quitarte esa cicatriz
Desesperadamente, marchó el muchacho hacia su poblado y, consultando su pena con su madre, acudió
ésta a la visita del chamán en busca de consuelo y de algún encantamiento que hiciera que su hijo no
sufriese tanto. El hechicero le ordenó a la mujer que le enviara al infortunado que, hasta entonces, había
sido tan popular y preclaro. Rostro Marcado obedeció a su madre y fue a la cabaña del mago en busca
de consuelo y ciencia.
—Yo lo único que necesito es alguna pócima o exorcismo para arrancar de mi rostro este nefando corte
—le expresó impulsivo al hombre sabio, que serenamente miraba en él su abatimiento rebelde, que
incluso se volvía contra sus dioses ancestrales.
—Eso —repuso el chamán— no tiene solución sino sobrenatural —y añadió solemnemente—: Sólo
desaparecerá de tu cara si es voluntad de los dioses.
Rostro Marcado entró en trance y expresó desesperadamente mirando al cielo:
—Dioses del Mundo Superior, ayudadme, enviadme el acto sobrenatural que me ha de devolver a la
normalidad...
El chamán le recitó como una salmodia:
—Parte a los dominios del Sol y quizá allí halles el remedio a tu desventura. Aléjate del poblado y
olvida a la insensata. Tal vez, en tus aventuras se te borre el nombre de esa ingrata. Tal vez halles el sol
en el mítico lugar donde habita sobre los demás astros y él te ofrezca el conjuro, la triaca que te
devuelva la felicidad. O si no el tiempo y la distancia servirán para enjugar tus ardores...
Rostro Marcado inició un viaje a lo lejos, a los Dominios del Sol, sin siquiera despedirse de su madre y
mucho menos de la desdeñosa mujer.
Largos años estuvo el aguerrido e intrépido muchacho vagando por los espacios que unen la Tierra con
el Mundo Superior. Tuvo que sufrir en ellos, en el propio horizonte de los cielos y en las albercas que
contienen las estrellas rutilantes grandes aventuras con las que curtió duramente su carácter.
¿Habían pasado años, muchos o pocos, desde que huyera furtivamente de su poblado y de su casa? Eso
no lo sabía. Sabía que se había dejado la piel en las luchas y las algaradas con toda clase de monstruos y
enemigos corpóreos e incorpóreos. Sabía que su cuerpo había madurado, sus músculos crecido y su
raciocinio sentado y equilibrado. Sabía todo eso, pero también sabía que todavía no había logrado
penetrar en los Dominios del Sol. Cada vez que llegaba a su puerta era despedido por los servidores del
dios y arrojado de nuevo a las tinieblas, al limbo de nadie, que se hallaba entre los mundos Medio y
Superior.
En una ocasión, harto de su peregrinaje pese a lo persistente que era o había sido con sus propósitos, se
topó frente a sí un frondoso jardín lleno de flores, árboles de toda clase y una vegetación tan verde y
fresca que animaba al descanso. Así lo hizo. Pero cuando más tranquilo estaba pasaron junto a él siete
grandes gansos blanquísimos que al verle graznaron con alaridos que resultaban casi humanos e
insultantes. Inmediatamente apareció en la mente de Rostro Marcado la feliz idea, que luego siempre
pensaría que le habría inoculado alguna divinidad protectora, que se pronunció a sí mismo:
—Si mato a estas siete aves espléndidas y las llevo como ofrenda al Sol quizá me abra las puertas de sus
dominios y pueda hablar con él.
Pero inmediatamente sobrevolaron su cabeza en vuelo rasante siete grandes grullas que graznaban
mucho más agresivamente que los gansos y se posaron cerca de él. De repente se le vino al
pensamiento:
—Y si además de los gansos blancos le llevo las siete grullas provocadoras mejor me ha de recibir.
Por eso no lo pudo resistir; sacó su carcaj repleto de flechas con los colores de su tribu, armó su arco, lo
tensó y una a una fue matando a las catorce aves esplendorosas. Les arrancó sus cabelleras y, con ellas
en la mano, se acercó a los dominios del Sol y suplicó que le recibiera el señor en base a los trofeos que
le llevaba.
Desde ese momento se adoptó la costumbre entre los indios pies negros de arrancar el cuero cabelludo a
sus enemigos muertos en combate como señal de haber triunfado sobre sus adversarios.
Cuando le recibió "el Sol, quedó tan impresionado con aquellas muestras de valor que regaló a Rostro
Marcado un bello traje adornado con pieles de comadreja".
La vestimenta debía ser el don que le ofrecía el Sol para sacarle de sus fatales desventuras. Si no era así,
él así lo creyó, porque la prenda mágica contenía los atributos de poder y de honor del astro rey.
En la parte alta del vestido tenía un disco de oro en el pecho y otro en la espalda.
—Ellos simbolizan el Sol —le aclaró el faraute que le llevara el traje.
En las mangas aparecían pintadas siete rayas blancas que representaban los siete pájaros, mientras que
las perneras estaban adornadas por otras siete bandas...
—Las que simbolizan la derrota de los otros siete pájaros —añadió el servidor del Sol y luego
desapareció introduciéndose en el interior de los dominios de su señor.
Rostro Marcado, ataviado con su mágico traje, no tuvo otra solución que abandonar el lugar y hacerse la
siguiente reflexión:
—Es hora de regresar al poblado —y añadió justificándose—: Tenía la misión de visitar al Sol y lo he
hecho. Con su regalo volveré a la tierra de mis ancestros y...
Efectivamente así lo hizo.
"Rostro Marcado se casó después con la hija del jefe y se convirtió en uno de los ejecutantes de
ceremonias más famosos entre los pies negros."
Se hizo un gran silencio en el que la concurrencia completa sin excepción, sobre todo los más
ignorantes, meditó el mensaje que comportaban aquellas palabras.
El hechicero, cuando lo consideró oportuno, siguió con su lección:
—La Luna la nombramos como Nuestra Abuela y tiene mucha importancia dentro del desarrollo de
nuestras vidas.
Uno de los no iniciados todavía expresó cándidamente:
—Es en realidad como nuestra abuela de carne. La queremos tanto o más como a nuestra madre, porque
nos mima, nos lo da todo, ahuyenta nuestros malos sueños, es injusta con la recta conducta ante nuestros
desaguisados, comprensiva incluso ante nuestras malas acciones...
El hechicero miró al espontáneo y sonrió. Luego dijo:
—Veréis. La Luna potencia los poderes reproductivos dé las mujeres...
El jefe interrumpió las palabras del anciano asegurando:
—... y a los hombres les proporciona gran suerte en sus cacerías.
El provecto sabio y dotado de poderes espirituales y curativos, acatando con inmensa bondad las
palabras del jefe de la tribu, expresó:
—Como quizá os habéis dado cuenta, Nuestra Abuela, la Luna, desaparece durante unos cuantos días al
mes y el cielo se encuentra vacío, oscuro, nadie hay en el universo que nos ilumine. Y ello ocurre
porque va en busca "de su hermano, el Sol, que ha salido a cazar. Durante veinte días sigue sus pasos y
luego muere. Pasan cuatro días en que no se sabe nada de ella. Después recibe nueva vida para reanudar
su búsqueda".
La reunión continuó lánguidamente bajo el calor agobiante del día de verano. Cuando el Sol se ocultó
tras los picudos y elevados riscos untados por una capa de nieve y las primeras sombras zascandilearon
dentro de la aldea, los hombres, en silencio y en escueto orden, salieron de la tienda ceremonial y dieron
por acabado el acto de instrucción espiritual. Sin embargo, el sabio y provecto hechicero quedó sumido
en un profundo letargo dentro de la sala ritual, cuando se echó desmadejado sobre el mullido lecho
confeccionado con pieles de oso curtidas al igual que aquella que tapaba la entrada de la gran casa
comunal cubierta de cortezas de olmo, que apenas si contenía unas cuantas orzas de barro llenas de agua
o de mixtura mágica y algunas mazorcas de maíz resecas. Antes de echarse a descansar, a esperar la
llegada de los Rostros Falsos, el anciano avivó el fuego de la hoguera que llameaba en el centro de la
sala con una tierra aromática que impregnó el recinto con un fortísimo y penetrante olor.
El hechicero, ido, demacrado, alejado de la vida por un sueño profundo en el cual habían de acudir los
Rostros Falsos para aliviarle de sus dolencias, recibió la visita de aquellos héroes épicos iroqueses,
creadores-destructores de todo lo que contiene la Tierra.
Mujer Cielo "tuvo dos gemelos llamados Iouskeha, el Gemelo Bueno, y Tawiscaron, el Gemelo Malo.
El bueno nació de una forma natural, pero el malo salió disparado de la axila de su madre, matándola en
el proceso".
Por delante de la mente del anciano hechicero, abotargada por el sueño provocado, pasó el poder
creativo constructivo de Iouskeha y vio cómo aparecían, bajo el impulso de sus conjuros, en la pradera
"las plantas, los animales, los pájaros y la humanidad". Igualmente contempló aterrado cómo el malvado
Tawiscaron luchaba denodadamente para destruir todo lo creado por el bondadoso de su hermano. Todo
aquello era una verdadera lucha fraterna, pero a la vez se dio perfecta cuenta de que entre los dos "juntos
crearon un mundo dividido y sin embargo equilibrado".
Antes de que apareciesen en la gran casa ceremonial y comunal piel roja los Rostros Falsos, tuvo la gran
suerte de ver la última batalla despiadada en la que el Gemelo Malo murió y cómo el Gemelo Bueno, en
loor de victoria, subió al Mundo Superior como el verdadero Amo de la Vida.
Esta última visión fue casi empujada y difuminada con la llegada de los Rostros Falsos, que se
apoderaron del interior de la tienda comunal donde dormía el anciano hechicero aquejado de multitud de
dolencias, de las cuales era la más importante su vejez.
Los Rostros Falsos consistían en seres sobrenaturales que eran solamente "cabezas voladoras sin cuerpo
y enormes ojos que buscaban atemorizar a los incautos". Éstos se manifestaban en máscaras que tallaban
de árboles vivos los propios indios iroqueses escogidos y que se usaban en los ritos de sanación
celebrados por la Sociedad de los Rostros Falsos.
El yacente chamán fue visitado en esta ocasión por la máscara Vieja Nariz Rota, la más importante de
todas, "cuyos rasgos torcidos surgieron cuando se atrevió a contestar la supremacía del Creador". Como
consecuencia de este gran reto que hiciera a la divinidad, se reveló como el Gran Médico que fue
destinado a vagar por la Tierra entera, sanando a la gente. El poder de curación de todos los Rostros
Falsos se había adquirido por medio de los ritos y ceremoniales que realizaba la Sociedad, en los que
intervenía directamente con el fuego sagrado, la tortuga y el Árbol Cósmico. Tanta era su importancia y
el vigor de su poder espiritual que, cuando no se utilizaba, había que mantenerlo siempre vivo,
alimentándolo frecuentemente con tabaco.
Cuando por fin, a la madrugada, desaparecieron de la estancia sagrada, atufada por los aromas, olores
espesos, las salmodias y los ritos de aquellos entes espirituales, se pudo levantar del lecho, revitalizado,
el provecto chamán, todo volvió a su normalidad. Al salir al exterior a respirar el aire fresco de las
primeras horas del día, cuando el Sol apenas asomaba tras la tapia tenue y sonrosada del horizonte, el
hombre se dio cuenta que de nuevo la vida le sonreía y que todo en ella seguía palpitando.
No tuvieron que transcurrir muchas jornadas de vida cuando desde la colina que se alzaba al norte del
poblado bajó corriendo un mozalbete, agitado y gritando:
—Los he visto, los he visto con mis propios ojos.
Toda la aldea acudió a recibir al muchacho que jadeaba sin apenas poder respirar. El jefe le preguntó un
poco molesto:
—¿Qué te pasa? ¿Qué te ocurre? ¿A quién has visto que tanto te ha horrorizado?
El aludido, con ojos como platos, señaló detrás de él, sobre la colina, y aterrorizado explicó con palabras
que temblaban en su boca:
—A ellos. Son enormes y son de piedra.
—¿A quiénes? ¿De qué hablas? —preguntó colérico el jefe, sacudiendo por el hombro al muchacho para
sacarlo del trance por el que sin duda pasaba en aquellos momentos.
El chamán recriminó con una dura mirada la ruda acción del jefe y le habló con comprensión y
amabilidad al muchacho:
—Cálmate, chico, sosiégate, y luego explícanos la causa de tu terror y tus miedos; la visión que te está
haciendo enloquecer.
El muchacho, ante estas palabras cándidas y tranquilizadoras, tragó saliva, respiró hondo y dijo ante
toda la aldea:
—He visto a los gigantes. Y vienen hacia acá. Vienen a por nosotros, a comernos vivos.
—¿Y cómo lo sabes tú?
El muchacho contestó atropelladamente:
—Porque los he visto coger a los hombres y destrozarlos entre sus dientes.
El chamán, tranquilo y paciente, preguntóle:
—¿Y cómo son?
El joven piel roja contestó lleno de modestia:
—Son parecidos a nosotros, pero altos como las acacias de junto al río. Y van cubiertos con un manto de
pedernal.
Ante el terror de todo el pueblo, el jefe quiso contemplarlos con sus propios ojos. Acompañado de tres
fornidos guerreros que portaban listas sus armas, se encaminó hacia las tierras del Norte, donde,
escondidos, pudieron ver a los gigantes monstruosos. Se pudieron dar perfecta cuenta de que eran "unos
caníbales codiciosos que devoraban todo los que encontraban en su viaje".
Retornó la pequeña expedición a la aldea y el jefe convocó en su morada al anciano hechicero,
manteniendo con él una larga y secreta entrevista en la cual ambas dos autoridades compusieron un
plan.
Mientras el jefe de la aldea envió a lugares estratégicos a varios vigías para comunicar la llegada de
estos ogros gigantescos, el chamán se encerraba en lo más profundo de su tienda y, rodeándose de los
más variados y valiosos objetos sagrados que custodiaba su tribu, se puso a salmodiar y solicitar la
ayuda de los dioses del Mundo Superior para que acudieran en su auxilio.
Llegó el día en que la cercanía de los gigantes monstruosos hizo temblar con sus pesados pasos las
cabañas de la aldea y sus asentamientos, cuando los indios más timoratos se refugiaron en lo más
profundo de los escondites que excavaron en la tierra, cuando asomaron los gigantes sus peladas
cabezas, sus ojos de fuego y sus bocas sangrantes tras la colina que les resguardaba, cuando ocurrió el
milagro.
Seguramente atraídos los poderes de los dioses del Mundo Superior por los lamentos y las suplicas que
salían atronadoras de la boca, del pecho, del corazón, de las mismas entrañas del hechicero que
permanecía en éxtasis, se abrió por el Occidente el cielo. En él apareció lleno de furor y de ira el Viento
del Oeste, que sopló con tanta fuerza y vigor contra los gigantes y ogros que, envolviéndolos en sus
volutas invisibles de energía, los levantó del suelo y los transportó, rechinando sus dientes con los
alaridos que daban de cólera, por los aires como si se tratara de suaves plumas de oca, arrojándolos con
toda su fuerza en las bullentes y embravecidas aguas de los inmensos Grandes Lagos que, bajo su orden
e impulso, se alzaron sobre sus cuerpos, ahogándolos en el acto.
Cuando todo se calmó en la aldea y los indios salieron de sus escondrijos pudieron ver cómo el cuerpo
del chamán yacía bajó un enorme tilo descansando hasta la eternidad.
—Su vida es el pago de la ayuda recibida por los dioses —dijeron.
La mayoría de ellos sollozaron en su memoria.
Pero no todo estaba tranquilo, porque pronto sintieron sobre sus cabezas la presencia de un gigante
caníbal que llegaba desde el "Norte matando y comiéndose a todos los que se mostraban amables con
él". Eso hizo con aquella aldea. Pero entre toda la matanza que llevó a cabo hubo un niño que pudo
escaparse de ella y huyó muy lejos del lugar, escondiéndose sigilosamente, sin delatar su presencia ante
el gigante, que se hizo dueño de la aldea y sus aledaños, esclavizándola y haciéndose amo y señor del
lugar donde tenía asegurada su comida.
El niño esperó pacientemente a alcanzar la edad adulta y retornó al lugar de donde tuvo que salir
huyendo años airas. Contemplando al gigantesco ogro, se hizo con valor la siguiente promesa:
—Me he de vengar de él. Por mí y por cuenta de mis mayores.
Se ignora lo que realizó el muchacho durante su ausencia de la aldea y con quién vivió, pero el caso es
que se retiró a un lugar apartado y en él "invocó a los espíritus para pedirles poder".
Los espíritus le respondieron:
—Te hemos escuchado —y seguidamente añadieron—: Para que lleves a cabo tu venganza y aniquiles
al protervo gigante comedor de hombres te enviamos a cien hombres espirituales alados a fin de que te
ayuden.
Se reunió el joven con los cien espíritus alados y entre todos confeccionaron una atrevida estratagema
para "atraer al caníbal gigante con un banquete de su carne favorita de oso blanco".
Se pusieron entre todos a elaborar el manjar insidioso con el cual iba a perecer el perverso individuo.
Para ello tuvieron que cazar un oso blanco con una lanza especial.
Uno de los espíritus dijo:
—La lanza tiene que permanecer aislada y resguardada de cualquier otro uso para matar a otro animal
contaminado, porque el alma del oso permanece en su punta durante cuatro o cinco días.
Y otro de ellos expresó:
—Y su carne no debe ser utilizada para el banquete hasta que se cumplan los ritos de purificación.
En efecto, dentro de la casa donde se guardó el oso muerto quedó prohibido todo trabajo. En la parte de
afuera se colgó la piel rodeada por herramientas masculinas, porque se trataba de un oso y no una osa.
Luego delante de ella se colocaron infinidad de ofrendas y regalos para el alma del animal.
Una vez purificada la carne y sometida a todos los rituales y procedimientos sacros que requería, se
montó la mesa con la carne del oso preparada para que acudiera a la trampa el malévolo y cruel
enemigo.
El monstruo sucumbió ante tan tentadora ofrenda. Se acercó a ella con glotonería y arrasó con todo el
manjar que tan tentadoramente se le exponía. Luego, ahíto, se retiró a la sombra de un alcornocal y,
quizá por causa del hechizo mágico y arcano que le imbuyeron los espíritus alados a la carne de oso
blanco, cayó en un profundo sopor, en un intenso letargo, desplomándose sobre la hojarasca del bosque.
La legión de los cien espíritus alados apareció en los cielos y volaron hacia el desvanecido ogro,
cubriendo su enorme cuerpo yacente como si se tratara de una nube borrascosa. Uno de ellos gritó en
arenga:
—¡ Acabemos con él! ¡Terminemos de una vez nuestra misión!
Y otro ordenó:
—¡Adelante!
El niño que retornara a la aldea como adolescente vengador les alentó:
—¡Cumplid vuestra misión!
E hizo sonar las palmas en sonoro chasquido.
Los cien espíritus alados bajados del Mundo Superior, tras tomar cada uno de ellos sendas porras y
ramas que arrancaron de los alcornoques, se abalanzaron sobre el gigante caníbal desprotegido y le
aporrearon hasta matarle.
Los espíritus alados, acabada su misión, sin despedirse de su auspiciado piel roja, desaparecieron
volando hacia el cielo.
El muchacho, no estando aún satisfecho con ver delante de sí al enorme ogro tendido en el suelo y
muerto, escaló con toda la rapidez que pudo a la cumbre de la colina cercana a la aldea y desde su cima
se dirigió a los animales del bosque y que anidaban en la pradera:
—¡Venid, amigos míos, acudid a mí para auxiliarme! Ya que yo también os he liberado de la gula de ese
gigante caníbal, ayudadme igualmente también vosotros para que su huella sea borrada de la faz de la
Tierra.
Los animales surgieron de todos los rincones del bosque y de la llanura. Hasta las ranas y los sapos que
moraban en la ribera del río se presentaron. Y preguntaron:
—¿Qué quieres de nosotros?
El mozalbete vengativo les contestó simplemente señalando el cuerpo desvanecido del monstruo
comedor de hombres:
—Vosotros sabréis lo que hay que hacer.
Y claro que lo sabían.
"Una hueste de animales pequeños lo devoró en seguida." Sólo quedaron sobre la hojarasca seca del
bosque sus blanquecinos huesos.
El joven piel roja los apiló y sobre ellos acumuló hojas y ramas secas. Luego les prendió fuego y acarreó
sobre la hoguera leña de mayor consistencia. De este modo los huesos del gigantesco monstruo caníbal
fueron consumidos por las llamas.
Sólo quedó, bajo las copas frondosas del alcornocal, un montón de cenizas, que el muchacho piel roja
aventó a los cuatro vientos; cenizas que al ser transportadas por las corrientes de aire “se convirtieron en
las aves del aire”
En la más remota antigüedad existió un héroe que no era más que un niño huérfano muy pobre, sobre el
cual campaba la miseria y el hambre, que carecía de amigos y que era maltratado por todo el mundo;
tanto por los de su propia tribu como por los caminantes adustos que pasaban junto a él que, en vez de
obsequiarle con alguna dádiva o una poca comida, lo hacían arrojándole piedras y denuestos, los más
despreciables que existían en aquellos tiempos.
Este desheredado de la fortuna y olvidado de los dioses —y sin ninguna clase de vacilación, por parte de
los hombres egoístas y torpes— se llamaba Kiviog y, sin duda, estaba predestinado a ser un personaje
preclaro y bueno, y poderoso, y fuerte, y excepcional, porque la voluntad de los dioses así lo quiso,
quizá para escarmiento de sus perseguidores y de los que lo envilecieron siempre, y seguro que, al
contemplar una criatura humana tan desgraciada, se compadecieron de él —de quien tal vez al principio
se olvidaron en el reparto de sus bienes— y le enaltecieron, dotándole del poder y de la fuerza
sobrenaturales para que pudiera alcanzar la venganza de aquellos que le habían atormentando con
crueldad.
Todos los sucesos que se van a contar seguidamente acaecieron en los remotos tiempos en que la tierra
era visitada por "seres elementales que combinaban la forma humana y la animal, y que habitaban en la
Luna y en las tierras del cielo". Éstos, al encontrarse a gusto en los parajes terrenales, se asentaron en
ella y se quedaron a vivir definitivamente en la tierra. Entonces comenzó aquel definitivo y añorado
"tiempo primordial, cuando los animales eran mayores y más fuertes que ahora y compartían los rasgos
de los seres humanos".
Pues bien, en esa época es cuando aparece sobre la faz de la tierra nuestro pequeño héroe miserable y
huérfano que, por la decidida ayuda de Lo Que Es Sobrenatural, se hizo fuerte y poderoso. Llegó hasta
él, a su aldea misérrima, con empeño y de seguro portador del encargo de los dioses, Tatqeq, el
compasivo Espíritu de la Luna. Lanzó sobre su cabeza los hechizos mágicos traídos del Mundo Superior
y con ellos lo trasformó temporalmente en un gigante tremendo, imbuyéndole la fuerza y la facultad
necesarias para vengarse de sus perseguidores, el poder indeleble, firme y persistente con el que lograr
salir victorioso de todos los lances atrevidos en que se metiera. Se le confirió a su vez la propiedad
divina de llevar a sus congéneres y amigos los cambios beneficiosos que redimieran a la humanidad de
su torpeza e ignorancia.
Todo ello ocurrió cuando el águila apresó a una niña de su tribu para hacerla su esposa, cuando estos
contubernios eran normales en las relaciones entre los animales y los seres humanos.
Por eso, cuando Kivioq volvió, una vez consumada su venganza, a su estado normal, abandonando su
gigantesca figura de ogro sanguinario, y comenzó sus andanzas y aventuras alrededor del mundo, no
tuvo ningún inconveniente en casarse con varias esposas animales, sucesivamente se entiende;
poseyendo entre ellas a una loba, a una zorra y a una gansa, respectivamente.
En su largo camino por las heladas tierras del Ártico, cansado y aburrido de tanto vagar y pelear contra
los elementos de la naturaleza que a menudo se le presentaban hostiles, de los cielos que con frecuencia
estaban anubarrados y prontos a romper en ruidosa tempestad, los océanos y la tierra que regurgitaban
tifones y encendidos volcanes, dejó caer su cuerpo, vencido y agotado, en la ribera de un río que
desembocaba en la mar; en ese preciso punto de intersección geográfica quedó abatido por el sueño y el
cansancio, ganándole el sopor de la gran carga emotiva y la extenuación que abrumaron sus derrengadas
espaldas durante tan largo periodo de tiempo.
Kivioq, bello y de potentes miembros adquiridos por beneficio divino y por mor de las hazañas que tuvo
que realizar por todo aquel frío territorio, rompió su profundo sueño cuando el águila de los inuit, la que
se desposó con la niña raptada de la aldea de Povungnituk, aleteó junto a sus orejas y advirtió al héroe
que...
—Mira, niño huérfano de ayer, gran adalid de hoy, cómo los genios del maleficio te envían el dolor y la
muerte en forma tan extraña.
—¿Qué ocurre, qué me dices, amiga del cielo? —preguntó Kivioq y, todavía aturdido por los vapores
del sueño, expresó—: ¿Dónde estoy?
El águila explicó junto a las aguas marinas que le alcanzaban heladas ya sus talones en su creciente
marea:
—Mi esposa fue quien lo vio y me avisó.
El héroe preguntó impaciente y frío:
—¿El qué?
—El castigo del Mal.
—Apenas si te entiendo —repuso.
El pájaro real le dijo:
—Míralas, aquí llegan. Las tienes junto a ti.
Kivioq sintió el frío de las aguas salinas en sus pies; pero notó cómo subía por sus piernas una sensación
de picor, cosquillas y luego un ligero dolor.
—¿Qué es esto? —preguntó sorprendido el héroe, pero sin llegar a que el miedo le invadiera.
El águila le gritó:
—Es una plaga de orugas.
—Y vienen por ti.
La rapaz remontó el vuelo y desde lo alto le recomendó:
—¡Cuídate de ellas!
—Pero...
—¡Te han de devorar!
Y se elevó tanto en el cielo gris y plomizo que pronto se convirtió en un puntito negro y luego en nada.
Kivioq saltó sobre aquel mar de orugas que se extendía sobre la playa hasta donde podía alcanzar su
vista. Se dio cuenta de que aquellos gusanos maléficos pretendían apoderarse de toda su envergadura,
cubrirla con sus cuerpecillos viscosos y absorberlo como con ellos hacía el gran sapo que habitaba en las
charcas cenagosas y deletéreas, llenas del verdín ponzoñoso que destilaban sus babas.
—¡Hay que huir! Contra toda esta plaga no puedo luchar.
El hombre miró a su alrededor. Sólo vislumbró una escapatoria: el mar. Sin pensarlo un momento más,
se desprendió como pudo de aquella vanguardia de orugas que comenzaban a hacer presa en él. Corrió
como alma que lleva el diablo y se introdujo en las heladas aguas del océano de una rápida zambullida.
Las orugas que todavía se agarraban a su cuerpo, por mor de esta decidida acción, abandonaron su
cuerpo y murieron ahogadas entre el fragor de las olas.
—¡Ahí os quedáis, malditos gusanos surgidos del Mundo Inferior! —dijo con refocilada ira el héroe.
Una carcajada hueca y retadora llenó el lúgubre espacio que cubría el paraje ártico.
Pero pronto se percató el intrépido Kivioq de que, fuese quien fuese el mal hado que deseaba su
desaparición y su muerte, resultaba hartamente persistente en su deseo de mal, porque cuando nadaba
con fuerza en pos de alcanzar un pequeño islote de roca viva que surgía en medio de las embravecidas
aguas marinas comenzó a notar, conforme se acercaba cada vez más a su meta, unos extraños golpes y
sonidos sordos y huecos que surgían bajo las aguas, junto a su cuerpo que raudo, ya temeroso, se
lanzaba como una flecha para ponerse a salvo sobre el peñón. Una vez hizo pie en la plataforma rocosa,
tornó su mirada a las oscuras y verdosas aguas que rodeaban el asentamiento firme de roca y vio cómo
de ellas, y tratando de rodearle, surgían una multitud de mejillones gigantescos de negras y brillantes
valvas, que sin duda pretendían atraparlo.
—Estoy rodeado, estoy perdido. Aquí no hay escapatoria posible —se dijo el héroe, pensando que si
saltaba sobre cualquiera de aquellos moluscos lo podrían tragar o cortar sus miembros como rebanadas
de tasajo con los afilados bordes de sus conchas negras por fuera y nacarinas por adentro.
Cuando Kivioq, desesperado, no sabía cómo saldría de aquel apuro, apareció en el cielo el águila amiga
que ya le avisó de la invasión de las orugas y, planeando con sus enormes alas sobre su cabeza,
graznando interminables gritos de alarma, le agarró por los hombros y lo elevó al cielo, trasportándolo
hasta la más remota tierra que él hubiese visitado jamás.
El águila le depositó sobre el suelo alfombrado de hielo. Sus hombros estaban llenos de su sangre,
arrancada por la acción de las afiladas garras del pájaro. Por ello éste se disculpó:
—He tenido que hacerlo. O hubieses muerto engullido por esos mejillones gigantescos —calló un
momento y luego, mirándole insidiosamente, le dijo—: Ahora ya no me puedo preocupar más de ti. He
de hacerlo de mis cosas. Mi esposa me espera en la aldea de Povungnituk y tampoco quiero yo, con
estas acciones, ganarme las malquerencias de los genios del mal que habitan estas montañas blancas.
Y el águila remontó el vuelo y dejó sólo a Kivioq que, haciéndose cargo de su situación comprometida,
comenzó de nuevo sus caminatas por los campos, montañas y caminos de aquella tierra en busca de
animales y seres humanos en los que depositar sus beneficios, como le ordenaron los dioses.
Caminó en solitario Kivioq atravesando las grandes llanuras heladas del norte del gran país y por los
enormes bosques de elevados y frondosos árboles de hoja no caduca, de cuyas ramas colgaban alargados
e hirientes témpanos que al caer sobre las rocas y la hojarasca podrida herían la tierra con sus puntas
afiladas como arpones afilados. El sol casi no penetraba en las penumbras tenebrosas de los caminos por
donde discurría su extrañe viaje.
Se daba cuenta el héroe que andaba por terrenos que cada vez se volvían más empinados, porque
también cada vez le costaba más trabajo el levantar sus pies del suelo y era mayor el jadeo de su pecho a
causa del esfuerzo que llevaba a cabo. Al llegar a un elevado cortado en donde acababan los abetos y los
pinos milenarios, creyó escuchar como el ramoneo y el bramido confuso que él atribuía a un rebaño de
rumiantes. En efecto, Kivioq salió del bosque y precipitó su mirada hacia la profundidad del cortado,
donde se abría un pequeño valle rodeado de montañas y rico en pastos y matorrales. Descubrió en lo
más hondo un imponente hato o manada de caribúes muy bien alimentados y sedentarios que pastaban
con placer y ruidosamente. Con una sonrisa de satisfacción, el hombre regresó a su caminata
olvidándolos al poco tiempo ante el gran esfuerzo en el que debía de concentrarse todo él. Al descender
por la otra ladera de la montaña cubierta de arces, olmos, cedros, y cubierta por algún que otro
alcornocal, Kivioq escuchó el aullido angustioso de lo que debía ser una manada de lobos que salía de
detrás de unas enormes rocas que se alzaban amenazantes hacia el sudoeste. Los quejidos no se detenían
y los animales casi lloraban por causas que el héroe desconocía. Como su misión en la tierra después de
que se vengara de sus enemigos y abandonara su gigantesca figura era el de acudir en auxilio de quienes
necesitasen de sus poderes y sabiduría sobrenaturales, no dudó dirigir sus pasos apresurados hacia donde
salían los lamentos agudos de los lobos. Conforme se acercaba, aumentaba la intensidad de los aullidos
y cuando estuvo muy cerca de ellos se dio cuenta de que incluso se atacaban los unos a los otros con el
valor arduo y caníbal que les impelía el hambre que tenían que soportar.
Kivioq se hizo ver por los famélicos animales. Surgió sobre ellos en lo alto de una roca inalcanzable por
los lobos, sintiéndose seguro en ella y más aún en el estado tan ruinoso y lamentable en que se hallaban
los insidiosos carniceros. Los animales, al verlo tan enhiesto y dominante, quisieron ver en él una
solución transitoria para aplacar su hambre. Comenzaron a saltar sobre los riscos helados y resbaladizos
sin poder alcanzarlo; por lo que su ira y su furor hizo que fuera en aumento e hizo que en señal de su
cólera enseñaran sus fauces y sus colmillos amarillentos como amenaza para amedrentarle y para
aterrorizarle, conduciéndole a que cometiera el error de dar un traspié y cayera en su territorio para
despedazarlo.
Kivioq se rió ante ellos con la seguridad y firmeza que demandara desde el lugar privilegiado que
ocupara y, ante la desesperación de los animales, hizo bocina con las palmas de las manos y les habló:
—Amigos lobos, yo no soy vuestro enemigo...
Ellos contestaron:
—Tenemos hambre.
—Nos morimos de hambre. El frío es grande y nosotros no sabemos qué hacer —luego, entristecidos y
desalentados, añadieron—: No podemos comer plantas ni siquiera los frutos de los árboles.
El héroe dijo:
—Ya sé que sois carnívoros. ¡Buscad la carne!
Los lobos repusieron llenos de ira:
—No hay carne por acá.
—En el bosque sólo encontramos algún topo y muchos gusanos. Ello no nos basta...
—... y por si fuera poco los pájaros nos los roban...
—... son más hábiles que nosotros. Así que nos quedamos con las ganas dentro de nuestros estómagos...
—...y con las tripas que rugen.
Kivioq no comprendió. Ignorando qué era lo que allí ocurría preguntó:
—Siendo como sois fuertes y grandes, vuestras patas ágiles y vuestra dentadura dura como el pedernal,
vuestros incisivos como cuchillos y machetes afilados, ¿cómo podéis pasar hambre?
Los lobos preguntaron a su vez:
—¿Por qué nos reprochas eso como si fuésemos unos bobalicones y unos cobardes, unos verdaderos
inútiles?
Kivioq respondió a la queja:
—Acabo de ver muy cerca de aquí, en un valle frondoso y rico, un magnífico rebaño de caribúes, en el
cual siempre existe alguno de ellos enfermo o viejo que podéis cazar y con el cual aplacar el hambre.
Los lobos con tristeza respondieron:
—Pero es que no sabemos cazarlos...
—No sabemos qué hay que hacer para atraparlos.
—Nos acercamos a ellos no para devorarlos sino para compartir su comida y salen huyendo por los
riscos que nosotros no podemos trepar.
El héroe les dijo incrédulo:
—Es inaudito lo que estoy escuchando —y añadió lleno de desprecio—: ¿Y siendo más poderosos que
ellos consentís que vuestras tripas suenen de hambre?
Los otros quedaron acongojados.
El hombre les propuso:
—Mirad, si no me hacéis daño, yo bajaré hasta vosotros, permaneceré un tiempo con la manada y os
enseñaré a cazar el caribú. De esa forma no volveréis a pasar más hambre.
Los lobos aceptaron y prometieron al héroe que no le atacarían. Kivioq cumplió su promesa y sus
discípulos también.
Mientras vive con los lobos, por ejemplo, les enseña a derribar a los caribúes. Desde entonces, gracias a
Kivioq, todos los lobos han aprendido a cazar caribúes.
Luego el héroe elegido de los dioses continuó su andanza tratando de pisotear todo su mundo por mor
del cumplimiento de la misión que se le encomendara. Caminaba por las veredas inhóspitas de las tierras
frías muy satisfecho de haber cumplido una vez más su tarea beneficiosa con sus congéneres y
pensando, como era habitual en él, con optimismo sobre las cuestiones desconocidas que la vida le tenía
reservadas.
Sin embargo, tras unos gigantescos peñascos que se alzaban a las orillas de una empinada y retorcida
trocha, el peligro de unos ojos siniestros escondidos bajo un manto negro y ajado le estaba acechando.
La sonrisa fatal y contenida de una ososa, encorvada y enjuta mujer de alargadas manos artríticas y
afilados dientes de animal carnicero llenaba el cuévano desde donde observaba al alegre caminante, a
quien nada del mundo preocupaba porque contaba con su propio valor y su propia bondad.
—-He ahí mi desayuno de hoy —se dijo la mujer con glotonería al contemplar ante sus ojos torvos la
suculencia del manjar que se paseaba por su territorio.
Se trataba de una de las pocas brujas caníbales que existían en aquellas tierras árticas y que, por pereza,
inexperiencia o falta de recursos en la naturaleza, estaban abocadas a pasar mucha hambre mientras no
se toparan con algún viajero que, incautamente y desconociendo el peligro de la ruta que hacía, se
aventuraba insensatamente por aquellas inhospitalarias y agrestes sendas.
No obstante, las malas intenciones de la mujer hambrienta, delatadas por el chirriante gozo traducido en
un regorgoteo que turbó breves instantes el silencio de aquel paraje paradisíaco, advirtieron sutilmente a
Kivioq que algo extraño a su alrededor se movía. Sus músculos se tensaron y sus sentidos se agudizaron;
su relajamiento se esfumó como por encantamiento. Se detuvo junto al margen del río que
estrepitosamente corría junto a la trocha sobre la cual caminaba. Miró a su alrededor, sobre los árboles y
los matorrales que formaban el bosque de coniferas oscuras y prietas. Nada vio. Se volvió para
determinar si algo o alguien seguía sus pasos. Lanzó luego una profunda mirada al camino que se abría
ante él hasta el recodo donde doblaba el mismo. Miró al río y contempló que, varado junto a un grupo de
acebos muy verdes, aparecía un kayac; lo que le hizo pensar...
—... luego alguien debe habitar este lugar.
Una bandada de pájaros de plumas muy oscuras y brillantes, de picos rojos y con un mechón de plumón
sobre su cabeza, cruzó el cielo plomizo, casi de tormenta. Los contempló y se dijo:
—Eso es mal agüero.
Ante aquellos signos que presagiaban peligro decidió escapar de aquel lugar inquietante lo más
rápidamente posible.
—¡El kayac! —dijo cayendo en la cuenta de la barca para huir.
Kivioq dirigió sus pasos hacia el bosquecillo de acebos apresuradamente. En ese momento oyó aterrado
el penetrante y agudo chillido que salió de la garganta de la bruja caníbal —y que llenó todo el bosque
hasta perderse en la inmensidad del cielo— al ver que se le escapaba su presa.
—¡Detente, humano, has caído en mi poder y te hago mi prisionero! —le ordenó la bruja saliendo de su
escondite siniestro, portando sobre su cabeza y su odioso manto las telarañas que albergara la cueva que
invadiera con su hedor.
El héroe, por supuesto, ni caso le hizo. Su carrera se tornó mucho más rápida en dirección al río y a su
libertad.
—¡Detente, para...! —bramaba la bruja enviándole toda clase de denuestos y maldiciones, así como
también hechizos y magias que el poderoso Kivioq, como protegido de los dioses que era, sorteó con
agilidad quebrando su carrera con toda clase de curvaturas y fintas, con lo que los aojamientos de la
nigromante no le causaron ningún daño, porque todo el mundo sabía en aquellas latitudes que los
encantamientos, ensalmos, conjuros y maleficios sólo saben caminar en línea recta.
Como viera la bruja caníbal que su presa se le iba a escapar, ya que estaba a punto de alcanzar el kayac,
sacó de entre los pliegues de su amplia, ajada y mugrienta saya un enorme cuchillo cuya hoja brilló con
la luz del día, y amenazó:
—¡El ulu te detendrá!
Y lanzó el cuchillo sobre el cuerpo del héroe.
—Él será quien te detenga en tu alocada carrera.
Kivioq vio llegar el cuchillo por el aire buscando su corazón. Por eso hizo un amago con su cuerpo y,
saltando en el interior del kayac, se escondió, cuan largo era, tras sus bordas. El ulu pasó silbando sobre
su cabeza y cayó sobre las aguas turbulentas del río. El héroe, alterado y lleno de angustia, arrastró la
barca hacia las aguas y, subiéndose sobre ella, comenzó a gobernarla con vigor y energía para que le
condujera a la otra parte de la corriente fluvial.
La bruja caníbal lanzó un grito de dolor y de ira enviando sobre las aguas del río su maleficio y su magia
para que Kivioq quedara atrapado en ellas eternamente.
—¡Te envío la peor de las maldiciones! —pronunció y de sus manos emergió una invisible energía que
dio como resultado que las aguas se fueran lentamente espesando, dificultando sobremanera la huida del
héroe, que en un tris se vio de no verse atrapado en un mar de témpanos y trozos de hielo.
Hasta entonces el mar había estado abierto todo el año. A partir de ese momento empezó a helarse en
invierno y los hombres tuvieron que aprender a cazar las focas en los agujeros que hacían en los hielos
para respirar.
El héroe protegido de los dioses del Mundo Superior pudo escapar por los pelos de esta aventura
siniestra, con lo cual, aterido de frío a causa del río helado que recorría el lugar, no cejó hasta alejarse de
allí lo más posible. En su camino de huida no dejó de escuchar las maldiciones, las blasfemias, los
denuestos, la ira babosa y pérfida que la bruja caníbal echaba por la boca, en su honor, por haberse visto
vilipendiada y humillada de aquella manera tan vergonzosa por una criatura a la que, por su ignorancia,
no le concedía poderes extraordinarios.
Kivioq continuó su peregrinación por aquellas tierras árticas en busca de una señal plástica que le
mostrara su destino y quizá el final de su deambulación. Ya había dejado muy atrás a la trasechadora
bruja que quiso comerle y por tanto consideró oportuno tomarse un descanso en su camino. Así lo hizo y
fue a descansar sobre una enorme losa que se perdía en el interior de una cueva lo suficientemente
limpia como para pensar que estaba abandonada. Envuelto en su frazada de pelo de oso, tras haber
comido unos cachos de tasajo de carne de cachalote que le vendieron en una de las aldeas por las que
había pasado, se echó a dormir, agotado por el cansancio y los sobresaltos que había tenido que soportar
últimamente. De súbito, se vio interrumpido su sueño por unas sacudidas violentas. Abrió sus ojos y se
vio rodeado en su oscuridad por una multitud de ojos brillantes y vivos que se emparejaban de dos en
dos. Quiso alzarse de su yacija con tal de poderse defender mejor, pero no lo consiguió. Estaba sujeto
por multitud de manos como garras y amenazado por mandíbulas como fauces.
—¿Qué os ocurre? ¿Quiénes sois? —osó preguntar.
En efecto, estaba inmovilizado.
Nadie le respondía.
Kivioq gritó con desesperación:
—¿Qué os pasa? ¿Quiénes sois?
Pero todos callaban. Se dio cuenta de que aquellas gentes miraban hacia el fondo de la caverna. Desde
allí surgió un rugido ronco y poderoso. Todo quedó en silencio. Parecía que sus raptores tenían miedo.
Un nuevo rugido hizo que sus prensores le dejaran libre. Todos retrocedieron un paso. El héroe pudo
levantarse y quedar en medio del circulo, que le rodeaba, enhiesto y altivo.
—Paso al señor —dijeron, y abrieron el círculo que le encerraba.
Una robusta y enorme figura humana se abrió paso entre los raptores del héroe dando codazos y
manotazos a diestro y siniestro. Frente a Kivioq, se volvió a ellos, y les preguntó babeando de rabia:
—¿Quién es éste?
Los otros, atemorizados y titubeantes, le respondieron:
—Lo ignoramos...
—... estaba aquí hollando tu sacra mansión...
—Es un ser desconocido por estas tierras.
—Nadie antes lo ha visto.
—Debe venir de muy lejos.
Y los comentarios y teorías que se aventuraron sobre el héroe netsilik fueron de toda índole.
El señor tiránico y ensoberbecido al que todos temían se volvió a sus huestes y les preguntó ahogándole
el furor y la cólera:
—¿No será, por todos los demonios y las brujas malditas de las montañas heladas, el ladrón que nos
roba la carne de nuestras reservas?
Todos a la vez expelieron desde su garganta una incomprensible exclamación de sorpresa y de ira.
El señor le preguntó a Kivioq con voz firme y autoritaria:
—¿Quién eres?
—Soy un hombre de bien, enviado de los dioses del Mundo Superior —repuso el héroe con cierta
prevención.
—¿Y cuál es tu nombre?
—Me llaman Kivioq.
—¿De dónde llegas?
El héroe compuso un gesto vago que comprendía toda la lejanía del horizonte. Como contemplara el
asombro de aquellas gentes que le tenían retenido se dispuso a explicarles su presencia en sus territorios.
—Vengo de muy lejos. Alguien Poderoso quiso dotarme de poderes sobrenaturales para que recorriera
las tierras árticas comunicando mi sabiduría, que es la de él; mis artes, que son las suyas; su bien, que es
el que él mismo me otorgó. Y hasta aquí he llegado cumpliendo su mandato con todo el agradecimiento
que yo le profeso porque, cuando yo era débil y un pobre huérfano, me dotó de su favor para que yo me
vengara de mis enemigos y me hiciera rico y valeroso.
El señor con fauces y pelajes de león marino, aunque de un ser humano se trataba, porque en aquella
época, como ya se ha dicho, los "animales se convertían a menudo en hombres y los hombres en
animales", quedó anonadado ante aquellas palabras y, colocando su peluda mano-garra sobre el hombro
de Kivioq, le dijo:
—Entonces ya veo que no eres tú quien nos robas la carne de nuestra reserva.
El héroe repuso con cierta seriedad:
—¿Qué os pasa que os veo tan afligidos y preocupados?
El señor le respondió:
—Últimamente merodea por estos alrededores un hábil ladrón que nos roba la carne que guardamos
para alimentarnos cuando la caza escasea o no se nos da bien...
—... y el hambre se adueña de vuestra tribu.
El señor asintió compungido.
Kivioq, sin embargo, sonrió y ofreció con alegría:
—Yo os puedo ayudar —y añadió sin dejar contestar al otro—: De hecho ésa es mi tarea: ayudar a mis
semejantes.
Todos los presentes se alegraron con el ofrecimiento. En seguida le preguntaron qué pretendía hacer. El
héroe les preguntó:
—¿Dónde se halla vuestra reserva de carne?
Se lo dijeron; incluso le acompañaron hasta la entrada.
—Vosotros ya habéis cumplido —dijo el extranjero para aquella tribu—, lo demás es cosa mía —y les
aconsejó—: Ahora regresad a vuestras cuevas y chozas, no vaya a ser que el ladrón sea advertido por
vuestras ausencias de sus desaguisados y no vuelva a la reserva de carne por temor a ser apresado.
Todos los que le acompañaron desaparecieron del lugar a toda prisa. En un momento Kivioq quedó solo.
Luego penetró en el recinto lleno de cuerpos de focas muertas que, congeladas, cubrían la tierra helada y
los árboles de cuyas ramas colgaban como témpanos de hielo. El héroe desolló una de ellas y cubrió su
cuerpo con la piel, asemejándose en todo a una enorme foca muerta por los arpones de los pobladores de
las cuevas. Al poco escuchó los pesados pasos de alguien que se acercaba, por lo que se hizo el muerto a
la entrada misma del recinto, quedó completamente inmóvil.
—Ahí llega el ladrón —se dijo.
Kivioq vio cómo se le acercaba un oso conforma humana que tras husmear a su alrededor se le acercó y
sopesándole, quizá considerándolo como uno de los mejores trofeos que allí se hallaba, se lo cargó sobre
la espalda, escapándose rápidamente del lugar antes de que alguien le sorprendiese robando.
El oso-hombre lo llevó a su casa y depositó al héroe en un rincón de la sala, donde Kivioq simuló que
estaba congelado.
—Ahí tienes nuestra comida para hoy y quizá para mañana —dijo el ladrón a su esposa que, rodeada de
sus oseznos, se acercó cautelosa y curiosamente a la presa.
La osa humana tomó el inmóvil cuerpo de Kivioq, lo puso sobre una losa plana bajo la cual encendió un
fuego con el propósito de deshelar a aquella foca que les iba a alimentar, tomó un gran cuchillo para
cortarlo cuando la carne estuviera en su estado normal y asarla. Esperó con el ulu en la mano
pacientemente hasta el momento de usarlo.
Los oseznos revoltosearon a su alrededor. Contemplaron en un momento determinado cómo los ojos de
aquella/oca se abrían, antes de que la losa pudiera transmitir el calor suficiente para deshelarla.
—¡Está viva, viva, viva! —gritaron los oseznos a la madre.
La osa quedó desconcertada. Pero el asombro y la sorpresa siguieron de inmediato, embargándola
cuando vio cómo el héroe disfrazado de foca se levantaba encima de la piedra plana y, enarbolando su
hacha de guerra, le propinó un golpe sobre los lomos de la osa y escapaba corriendo de la casa gritando
como un energúmeno.
—¡Ven aquí, no te vayas, ya eres mía! —gritóle la osa humana cuando recobró la realidad de las cosas y
se percató que se le escapaba su comida.
La esposa conforma de oso lo persigue y el héroe en un intento de quitársela de encima crea un río de
corrientes rápidas que mana entre ellos.
Kivioq se burló de su perseguidora pudiendo huir con facilidad. El río no podía ser vadeado por nadie.
Si lo hiciera la mujer-oso sería arrollada por el fragor y el ímpetu de sus aguas, moriría descalabrada
contra las rocas que las conducían.
—¡Espera, no huyas! ¡Te atraparé aunque sólo sea como venganza! —gritaba la osa burlada.
La mujer-oso trataba de lanzarse a las aguas, pero veía que era imposible. Su cólera y su furor
cristalizaban por momentos en grandes bramidos y aullidos que no presagiaban nada bueno. Pero
Kivioq, seguro en la otra orilla del embravecido y furioso río, burlábase de ella y decíale
sarcásticamente:
—¡Quédate con tus oseznos y con tu hambre, ladina hembra! Y no se te ocurra robar más a tus
congéneres porque he de volver y mellarte tus garras y tus colmillos...
La aludida babeaba de rabia y lanzaba zarpazos al aire como si pudiese alcanzar a su enemigo.
Kivioq se despidió de ella con un gesto despectivo. Comenzó a alejarse... La esposa-oso se desesperó,
no pudo aguantar más, y tomó su decisión final...
... la mujer-oso intenta cruzar el río bebiéndose toda el agua y explota.
Toda el agua que contenía en su estómago cuando dejó el río seco y, con ello, el camino expedito para
alcanzar al héroe hizo su efecto y, al estallar, se elevó en forma de neblina blanca, y así se crea la
primera bruma.
Sí, sí, el camino hacia Kivioq estaba libre, despejado, pero la mujer-oso ya no estaba, se había
desvanecido.
Con ello el héroe, además de ayudar a los pobladores que eran saqueados, les dio la niebla que hasta
entonces no se conocía.
Los dioses, al fin, le concedieron la tranquilidad y la riqueza, devolviéndole a su hogar rico y poderoso.
Pero para ello tuvo que abandonar a los Inuit y se va a la tierra de los hombres blancos, quienes le
hicieron un gran hombre con muchas posesiones.
Los Netsilik rumoreaban entre ellos:
—Dicen que Kivioq es tan rico y poderoso que se dice que tiene hasta cinco barcos...
La aldea se estiraba largamente sobre la margen mohosa, eternamente humedecida por la hierba
abundante y mojada tanto por el agua subterránea como la de las frecuentes lluvias, del caudaloso río
que fertilizaba sus contornos. La abundancia de alimentación y de recursos humanos enaltecía la cultura
de los pobladores kwakiults que habitaban en aquellos parajes. Su riqueza alimentaría, tanto terrestre
como marítima, ya que las aguas del océano rompían muy cerca de ellos; los bosques enormes de cedros
que, además de defenderlos de los vientos que llegaban del interior, les proporcionaban lluvias copiosas,
madera para toda su intendencia, desde lo más remoto hasta el último ataúd, y un clima templado,
hacían de su asentamiento tribal un confortable lugar donde podían vivir con mucha comodidad. Tanto
era así que sus casas estaban provistas todas de unos entarimados confortables que les aislaba de los
húmedos suelos que proporcionaba una exceso de agua.
Hombre Rojo era uno de estos indios más avanzados y cultos que sobresalen en todas las civilizaciones
en proceso de regeneración y progreso. Ostentaba grandes responsabilidades, tanto de carácter espiritual
como civil, dentro de su tribu, toda vez que había sido electo, tras una serie de iniciaciones y
purificaciones que le fueron impuestas en su día por el chamán de la aldea y que le arroparon de un gran
prestigio ante el pueblo puro y corriente.
Hombre Rojo era en la actualidad, por mor de los ritos a los que se tuvo que someter, un Hamatsa, un
ser humano que fue transformado en el vientre del gran monstruo sobrenatural que en toda la costa
noroeste era conocido con el nombre de Bakbakwalanooksiewey. Pero antes que llegara a esta
purificación ceremonial que le impusieran los dirigentes espirituales de la aldea, el indio kwakiult tuvo
el privilegio de escuchar del jefe de la tribu el siguiente honor:
—Has sido elegido, Hombre Rojo, el hombre que ha de pescar este año el primer salmón del año.
El indio se vio sobrecogido por el honor y agradeciólo diciendo:
—Oh, gran kwakiult, te agradezco la distinción que has hecho conmigo.
—Espero que cumplirás bien con el rito para el que has sido propuesto —inquirió severamente el
mandatario religioso.
—Te lo aseguro —repuso el indio.
El jefe continuó:
—Porque estás preparado para ello. Tu honor será nuestro honor.
Hombre Rojo dijo la alabanza:
—No merezco tal, pero cumpliré el encargo de ser el pescador del primer nadador de la primavera, y
tendré el inmenso placer de ofrecerlo a vuestra benignidad para que tu hermosa, bondadosa y digna
esposa cumpla con el ceremonial y asegure con él la continuidad de la vida para el pueblo y para el pez.
El jefe, con aquiescencia y solemnidad, hizo un gesto decisorio para que el elegido cumpliera con su
misión.
—Los me'mESyo'xwEn esperan, en el fondo plácido del río, llevados por las corrientes fluviales, tu
visita —añadió.
Hombre Rojo contestó:
—Los nadadores recibirán mi visita de inmediato; porque jamás Hombre Rojo aplaza los compromisos
que le enaltecen y exaltan a su pueblo kwakiult.
Sin decir nada más el hombre se arrojó a las embravecidas aguas del río. Nadó desde su aldea bajo las
aguas a sus arroyos natales donde los salmones le esperaban para convertirse en el primero y con ello
asegurar la continuidad de su especie.
Cuando al cabo del tiempo que tarda el sol en esconderse dos veces tras las montañas cercanas y asomar
nuevamente por el cerro más alto, empujando con su canto y el de los pájaros a la blanca y maligna luna,
Hombre Rojo apareció entre las grisáceas y frías aguas aún, asomando por ellas su cabeza diciendo, a la
concurrencia del pueblo que no había abandonado su puesto, en su ausencia:
—La misión está cumplida y tras ello vuelvo a ti, mi aldea, mi jefe, con el corazón henchido de placer
por haberos complacido y no defraudado en la confianza que todos pusisteis en mí.
Seguidamente, mostró triunfalmente un enorme salmón que mantenía en lo alto, sobre su empenachada
cabeza, penosamente con ambas manos; salmón de escamas doradas que relucían como oro fundido con
los primeros rayos del sol primaveral.
El jefe, acercándosele, expresó:
—Toda nuestra gratitud es tuya.
El chamán añadió agriamente:
—No te envanezcas por ello.
El indio bajó su cabeza, entregó el pez al jefe y se diluyó entre la multitud, la gente que acudía a
presenciar el rito, se anonimizó entre ellos.
El hechicero expresó en voz alta ante la concurrencia:
—El salmón es el regalo que nos ofrece la vida. De acuerdo con ello debemos honrarle con cantos,
oraciones y ceremonias.
Sin decir más el anciano se puso a recitar la plegaria que los indios kwakiult ancestralmente
compusieron para reverenciarle:
—¡Oh nadadores! Éste es el sueño dado por vosotros, el hacer lo mismo que mis difuntos abuelos
cuando os cogieron por primera vez durante vuestros juegos. No os golpeo dos veces porque no quiero
matar a vuestras almas, para que podáis volver a vuestro hogar en el lugar de donde vinisteis, el
Sobrenatural, oh, vosotros, dadores de peso pesado (de riqueza, de poder sobrenatural)... Ahora
marchaos.
El jefe dejó al suculento salmón sobre una gran losa de piedra que descansaba sobre la hierba verde y
mojada. Alzó su envergadura pesada desafiante sobre su pueblo que miraba con arrobo y expectación, y
ordenó:
—¡Apartaos! ¡Dejad pasar!
El grupo de aldeanos se abrió en dos filas. Entre ellos apareció una mujer de mediana edad, gruesa,
luciendo sobre la cintas de su pelo y las que uncían sus mocasines una serie de abalorios de diversos
colores que con su caminar bamboleante e inseguro tropezaban entre ellos acompañando a la mujer con
un sugerente tintineo. Cuando la señora llegó ante el jefe, se detuvo sin decir una palabra.
El hombre ordenó:
—Esposa. Como integrante de este ritual de justicia obra tu parte y haz que lo que los dioses del Mundo
Superior tienen previsto se cumpla.
La mujer dio la espalda a todos los presentes y se detuvo ante la losa en la que descansaba muerto el
salmón. Sacó de entre los pliegues de su vestido, hecho de piel de gamuza y ante, un gran cuchillo de
mango de pezuña de corzo, lo tomó en su mano y, arrodillándose frente al pez, comenzó a cortarlo a
trozos, mientras sus labios musitaban una extraña salmodia ininteligible y con toda seguridad de
agradecimiento. Se volvió a los presentes y les llamó:
—¡Venid a mí! ¡Acercaos!
Los pobladores de la aldea obedecieron.
La esposa del jefe les ofreció:
—Tomad y alimentaos. Que nadie quede sin comer del primer salmón con que se nutre nuestra aldea.
Fue distribuyendo pacientemente a todos los presentes los trozos del animal que había preparado.
Por unos momentos la explanada donde tenía lugar el rito se convirtió en una comida campestre en la
cual participaban sin ninguna clase de exclusión todos los miembros de la tribu.
El chamán advirtió sin embargo:
—Que no se pierda ninguno de los huesos del animal. Recogedlos y amontonadlos todos junto al ara
sagrada. El ritual ha de continuar.
En efecto, todos los aldeanos obedecieron y fueron dejando todas las espinas, desde la cabeza a la aleta
caudal, encima de la losa. Cuando la comida terminó, los indios quedaron a la expectativa sin decir una
sola palabra.
El chamán, solemne pero con firmeza, expresó:
—Que cada cual tome una parte del nadador y lo entregue de nuevo a la aguas del río para que el
espíritu Salmón, al cual no se ha inquietado ni destruido, se reencarne y regenere.
Los trozos descarnados de pez fueron cayendo poco a poco en las revueltas aguas del río. Fueron
cayendo poco a poco al agua "para que el espíritu de Salmón se reencarne y regenere", capacitándolo
"para que nadie dé vuelta a su aldea".
La tribu kwakiult era, como ya se ha dicho, muy culta. Sólo un pueblo que no pasa hambre y no carece
de recursos humanos adquiere sin grandes dificultades cultura. Y la cultura trae el pensamiento y éste
conlleva a la expresión más perfecta de cultivo espiritual.
Por eso el chamán de la aldea solía predicar dentro de los espacios escogidos donde tenían lugar los
rituales caníbales o tseykas:
—La reencarnación y la transformación son los únicos medios que tenemos los hombres de esta tribu
para alcanzar nuestro fin a través de los ciclos de vida, muerte y renovación.
Estas tiendas sacramentales estaban presididas por mayestáticos tótems en los que estaban esculpidas las
máscaras más profundas y evocadoras de los hombres pájaros y los hombres bestias.
En la aldea kwakiult y dentro de la tienda ceremonial existía una gran cantidad de carantamaulas e
ídolos gigantescos bajo cuyo patrocinio los indios de la tribu realizaban, dirigidos por el chamán y el
jefe de la misma, los más secretos rituales de transformación y de canibalismo con los que los iniciados
se purificaban placenteramente.
Existía en la aldea una sociedad secreta de kwakiult que se conocía con el nombre de Hamatsa. Su
significado no era más que el de "caníbal". Con ello los hombres escogidos, los iniciados en esta secta,
tenían que lograr, tras unos horrorosos, funestos y tenebrosos ritos, la reencarnación de sus propios
cuerpos, comiendo y dejándose comer, tras lo cual salían reforzados espiritualmente, purificados y
considerados dignos de reintegrarse de nuevo a su sociedad, pero portando con ellos un elevado estado
espiritual.
—Porque dos cosas —decía el chamán en medio de las asambleas secretas— nos dan el sello de la
superioridad a nuestra tribu kwakiult: la riqueza y la alta espiritualidad.
Hombre Rojo sabía, porque estuvo mucho tiempo experimentando con su espíritu y estudiando las leyes
de su pueblo que...
—"El pensamiento espiritual de la región podría contemplarse como una búsqueda del entendimiento
del poder, el poder que dirige el universo y la existencia humana..."
... por eso se había percatado el hombre de que todas las historias, canciones, rituales hacían
constantemente referencia al orden y al caos del poder, a cómo se adquiere y a cómo y con qué facilidad
se pierde, y a cómo camina el poder invariablemente junto a las vidas humanas para protegerlas.
Un día Hombre Rojo, cuando ya nadie recordaba que fuera el pescador del primer salmón, aunque con
ello su prestigio se sobrevaloró y su conducta cultural se despegó del indio del pueblo llano; cuando se
consideró ya en un estado lo suficientemente de coordinación espiritual y de preparación para el gran
rito que se celebraba en el Hamatsa, fue en busca del jefe de la tribu, que ejercía de gran maestre de la
secta secreta kwakiult, con el fin de explicarle sus propósitos.
Hombre Rojo halló al mandatario sumido en su meditación justo a la puerta de la gran tienda que poseía
la secta secreta.
—Oh jefe, oh señor de la tribu y de los espacios espirituales. Te saludo con respeto y deseo conversar
contigo —dijo.
—Muy importante debe ser el asunto que a mí te trae por la gravedad que observo en tu rostro y en el
tono de tus palabras —repuso el jefe tras buscar en el temple y humanidad, en la actitud del indio, un
cierto azoramiento y timidez.
—Lo es, respetado señor —dijo.
El jefe apremió al trémulo pedigüeño:
—Habla, pues —-y seguidamente preguntó—: ¿Qué es lo que te inquieta? ¿Qué es eso que te hace ser
tan cauto y comedido?
—Es que ignoro si con ello rompo la quietud de tu espíritu, si con mi osadía infrinjo la mayor de las
dádivas que tú guardas para los elegidos —repuso el balbuceante indio que deseaba el cultivo de su
espíritu.
Él cacique, un poco harto de tanto rodeo y tanto misterio, ordenó severamente a su súbdito...
—...si algo tienes que decirme dilo y si no vete.
Hombre Rojo osó decir:
—Deseo entrar en el Hamatsa...
Calló rápido y observó el efecto que habían hecho sus palabras en el jefe de la aldea. Quizá esperaba el
escándalo y el repudio. Pero no ocurrió así. Si no que se levantó del suelo donde se hallaba, volvió su
rostro hacia el interior de la tienda y llamó a gritos:
—¡Chamán, hechicero, acude a mí!
Hombre Rojo mientras tanto ni respiraba.
—¿Qué quieres de mí? ¿A qué vienen esos gritos? —preguntó el aludido asomando su cabeza desde las
penumbras desconocidas para la mayor parte de las gentes de la aldea kwakiult.
El jefe puso la mano en el hombro del indio y dirigiéndose al hechicero le dijo:
—¡Aquí le tienes, ya llegó el día! Él mismo lo solicita.
El asombro de Hombre Rojo no tenía límites. Estaba desconcertado. Ignoraba completamente de qué
hablaba el cacique con el hechicero. Éste preguntó al entusiasmado jefe:
—¿De qué me hablas?
—De éste —y casi abrazó al indio.
El chamán le preguntó a Hombre Rojo:
—¿Qué es lo que quieres?
—Yo, yo... quería ver... si era posible...
El jefe de la aldea cortó sus palabras.
—¿Es que no lo sabes, anciano hechicero? Debes chochear ya con la vejez —y añadió como en una
explosión—: ¡Que quiere, Hombre Rojo, entrar a formar parte de la Hamatsal ¿Es qué no te das cuenta?
El solicitante asintió tragando saliva. Y osó preguntar al chamán:
—¿Te parece prudente?
El jefe de la tribu tronó:
—¡Cuánto has tardado en solicitarlo!
—Quizá no estaba preparado.
El hechicero añadió:
—Te estábamos observando y por no invadir la intimidad de tus pensamientos y tus estudios no te lo
ofrecimos. Pero ahora, si eso es lo que tú quieres, tanto el jefe de la aldea como yo con mucho gusto te
admitiremos en la secta secreta como iniciado...
—...y tras llevar a cabo los ceremoniales de absterción y reencarnamiento...
—... los ritos de canibalismo que te han de purificar.
Hombre Rojo cayó en un verdadero ensueño. Había sido aceptado por el Hamatsa. Podría alcanzar ya un
escaño más en la espiral de la perfección de su espíritu.
El chamán, sin rodeos, le dijo:
—Retírate de mi presencia.
—Cumple el rito con toda fidelidad —dijo el cacique. Y añadió con severidad—: Que cuando vuelvas a
la aldea lo hagas a una vida mansa, sosegada y cultivada.
—Y que el estado de tu espíritu sea tan elevado que mire desde los cielos las cabelleras enaceitadas de
los indios que se arrastran por la hierba.
Hombre Rojo preguntó:
—¿Qué he de hacer? ¿Cómo debo comportarme?
El chamán le explicó con cierta tendenciosidad:
—El iniciado debe comenzar la búsqueda de un espíritu...
Y siguió contándole el comportamiento a seguir. De esta guisa se hizo la noche sobre la aldea y los tres
hombres conferenciaban en silencio y bajo la luz de la Luna en larga conversación. Al amanecer se
disolvió la reunión y Hombre Rojo salió, sin despedirse de nadie, de la aldea y se introdujo en el
frondoso y complicado bosque de cedros. Conforme se adentraba en él, el iniciado sentía más y más la
soledad y, aunque algunas veces su espíritu languidecía y sus fuerzas se desvanecían, se daba ánimo
diciendo:
—Que los colibríes acompañen mi camino, las orugas de los árboles y las procesionarias indiquen con
sus colóres y con su viscosa liga la soledad de mis actos, que no de mis pensamientos, que son lo único
que me acompañan.
Hombre Rojo ayunó durante varios días. Aunque el desfallecimiento de su cuerpo era grande, sus
vísceras y sus espíritus interiores se purificaban. Nada comía y por ello todo en él se estaba limpiando.
Arrojaba la suciedad que engendraba su cuerpo por los orificios naturales, los esfínteres, y no
acumulaba nueva inmundicia.
—Hay que seguir —se dijo, arrastrando su cuerpo y muerto de inanición. Y con un esfuerzo mental se
dijo con ahínco—: Hasta hallarlo.
Tras varias jornadas de caminar, de ayuno y de aislamiento, el iniciado llegó frente al hogar de
Bakbakwalanooksiewey, el Gran Caníbal del Extremo Norte del Mundo.
Hombre Rojo, exhausto y al borde del paroxismo, se dejó caer en la entrada de la mansión y gritó por
dos veces el nombre del devorador. Cuando el monstruo acudió a la llamada del iniciado éste se le
ofreció en sacrificio cruento.
—¡Aquí estoy! Dispuesto a la purificación.
El monstruo dudó.
Él preguntó:
—¿Es qué no me esperabas?
Bakbakwalanooksiewey quedó sorprendido. Nadie le hablaba así. Todos huían de él.
—¿Qué quieres?
—La abstención.
El Gran Caníbal del Extremo Norte del Mundo, que tenía siempre un hambre insaciable de carne
humana, aunque no comprendía al recién llegado, se abalanzó sobre Hombre Rojo y lo devoró.
En el vientre de este monstruo "la identidad cultural del iniciado es digerida".
El malestar que le ocasionó la digestión de Hombre Rojo provocó que el Gran Caníbal del Extremo
Norte del Mundo bramara de dolor y gritase:
—¿Quién eres? ¿Qué me has hecho?
El iniciado en su interior -—su espíritu porque su carne había sido asimilada por los jugos gástricos del
monstruo— bailoteaba entre las estancias internas tratando de provocarle las más irresistibles bascas y
angustias.
El espíritu de Hombre Rojo pugnaba por salir.
Al fin el monstruo no pudo resistir más y vomitó con todo el estruendo que hace un endriago mítico el
espíritu humano del iniciado.
Ya en el exterior, Hombre Rojo se halló desvalido. Cualquier fenómeno natural, cualquier hormiga
obrera, cualquier insecto volador podía servirse de él como pasto de su furia o su indiferencia.
"El iniciado, despojado de sus atributos culturales, está desnudo, no tiene capacidad de hablar o cantar;
anda a gatas y tiene hambre de carne humana; es el protegido del Devorador de Hombres. "
Por fin Hombre Rojo es capturado por el Hamatsa y regresa a la tienda de las ceremonias. Allí debe
continuar su transformación.
En medio de la tienda existe una gran hoguera. Sólo escucha voces que le gritan:
—¡Baila, baila, baila!
Pero no ve a nadie.
—¡Baila, baila, baila!
Él se dice, o sólo lo piensa, o busca alrededor.
—¿Estoy solo aquí frente a la hoguera o todo es una ensoñación?
Alguien, quizá un pájaro que se escapó de uno de los tótems, le pintó el rostro de oscuro y le empujó a la
hoguera para que bailara.
—Estás desnudo —le dicen.
Él se miró y, con extrañeza, se percató de ello.
—Cúbrete, antes de bailar, con estas hojas.
Son hojas verdes y grandes.
—Son de cicuta.
Hombre Rojo comenzó a bailar alrededor del fuego. Sus manos extendidas estaban temblorosas.
—¿Estoy en medio de un éxtasis? —se preguntó.
Siguió bailando.
De repente se notó rodeado de gente sin rostro, de hombres muertos que yacían sobre el suelo, en las
tinieblas. Todos le acosaban.
—¡Baila, baila, baila!
El iniciado siguió la ceremonia. Bailaba, bailaba, bailaba y a veces arremetía con saña y furor contra la
gente y los mordía. Otras veces se arrojaba sobre los cadáveres y los devoraba.
—Toma, póntelo —le dice el chamán.
Y le entregó un vestido hecho con tiras de madera de cedro.
Él se preguntó:
—¿Era el hechicero de la aldea o toda una quimera?
Pero tomó el traje y se vistió con él. En ese momento se transformó en una gran pájaro, uno de los
habitantes de la casa de Bakbakwalanooksiewey.
—Soy el Cuervo Devorador de Hombres —se dijo.
Por eso los había atacado. Había comido carne humana.
La pesadilla continuaba dentro de su purificación.
Bajo la luz del fuego su figura resultaba estrafalaria, aterradora, amenazaba...
... pero nada ocurrió. Sintió cómo su cabeza se rompía, estallaba y, mientras él se la agarraba con ambas
manos, alguien gritábale hechizado:
—Sigue tu transformación...
Otro con la voz del jefe de la tribu expresó lleno de admiración:
—Es el Pico Curvo del Cielo...
—Galokwudzuwis...
Algunos del gentío que sufrían las furias de Hombre Rojo gritaron:
—Huyamos de aquí.
—Con el Pico Curvo del Cielo nos va atacar...
—¡Corramos!
—El Galokkwudzuwis, con su gran pico, nos abrirá el cráneo y se comerá nuestros cerebros.
Los hombres se escondían en las tinieblas, en las sombras de la tienda ceremonial, detrás de los tótems.
Hombre Rojo veía los aspavientos de terror y las bocas abiertas por donde debían salir sus gritos, pero
no los escuchaba.
El iniciado, atormentado, se preguntó de nuevo:
—¿Es otro éxtasis?
Se lanzó en pos de los cerebros de los humanos que le rodearon curiosos y que ahora huían de él.
El chamán gritó:
—La nueva transformación.
—Su reencarnación.
—¿Y ahora dónde? —preguntó.
El otro le contestó:
—El rito lo llevará hasta el Hokhokw.
—Es el Pájaro Caníbal.
—El que aplasta el cráneo de los hombres.
—¡Huyamos!
El chamán gritó:
—¡No! Es el momento de la elevación espiritual de Hombre Rojo.
Ambos quedaron a la expectativa.
Cuatro grandes pájaros sobrenaturales, emergidos seguramente de los tótems sagrados que lo regían
todo dentro de aquel recinto, rodearon la hoguera. El iniciado quedó perplejo, se calmaba, los observaba.
Estas historias surgieron cuando todas las cosas increíbles podían pasar.
(Palabras de un narrador iglulik)
Pero éstas son cosas difíciles de entender; es difícil hablar de ellas, todo eso acerca de dónde empezó
algo, de dónde vinieron los primeros hombres. Es suficiente para nosotros ver que ellos están aquí y que
nosotros estamos aquí.
(Nalungiaqu. Netsilik)
Todos los sucesos que se van a contar ocurrieron cuando el mundo era aún original, no había diferencia
entre los hombres y los animales, se podían convertir los unos en los otros y viceversa; en aquellos
tiempos en los que todos hablaban un mismo lenguaje e igualmente todos vivían del mismo modo.
Corrían las épocas en las que las casas volaban por los aires, los bosques crecían en el fondo del mar, lo
que explicaba los maderos que flotaban en las playas; era un mundo donde la nieve quemaba, las
herramientas y las armas realizaban su trabajo por su propia cuenta y las casas, como se ha dicho,
volaban por los cielos. Eran los tiempos en los que en la Tierra no había luz, en los que Zorro se oponía
a que la hubiese porque la oscuridad favorecía sus artes para robar alevosamente la reserva de comida de
los cazadores. La misma época en que tanto Liebre como Cuervo abogaban a grandes gritos para que se
hiciera la luz resplandeciente con la que a la primera se le facilitaría su labor de buscar alimentos para
sobrevivir, y con la cual el segundo, discutiendo con Zorro sobre la conveniencia de la misma, vencería
con su cua, cua —que significaba luz o aurora— atrayendo la luz del día a la humanidad.
Fue en aquellos remotísimos tiempos, albores del Mundo Medio, en el cual las cosas no estaban aún
demasiado definidas, cuando vivió en una de las rudimentarias aldeas de la tribu Inuit Caribú un hombre
que estaba muy enojado y molesto porque tenía una hija que le era rebelde a sus propios deseos, que él
consideraba primordiales. Sin duda eran fundamentales porque en los albores de la humanidad se
pensaba con noble acierto que el mundo debía poblarse lo más rápidamente posible.
Decía el hombre a la hija insumisa con voz dura e imperativa:
—Has de tomar marido.
La muchacha hacía oídos sordos a la petición de su padre, contestándole:
—Es pronto, todavía no ha llegado la hora.
Pero el padre, nervioso, inquieto, desolado y furibundo ante la pasividad de la mujer, le preguntó con
voz ronca:
—¿Pero qué es lo que te pasa, muchacha?
—El mundo es aún muy árido y no deseo traer a la vida a seres desgraciados —contestaba la hija. Y tras
una pausa añadía gazmoñamente—: Además no quiero conocer macho alguno.
El padre suplicaba:
—La aldea está vacía. Las manos nuestras no son suficientes para el gran trabajo que tenemos ante
nuestros ojos, el mínimo que hemos de hacer para poder sobrevivir.
La hija se excusaba:
—Somos pocos y poco necesitamos —y añadía picaramente, con el cuerpo lleno de desidia y ocio—:
Las herramientas, el hacha, los cayados obran por sí mismos. ¿Por qué tenemos que complicar nuestras
vidas...?
Las furiosas y graves palabras del progenitor cortaron sus indolentes argumentos:
—El mundo ha de progresar. Lo hemos recibido así para que lo hagamos grande para nuestros
sucesores...
La muchacha dio la espalda al padre y marchó apáticamente hacía la cabaña.
La cólera y el furor del agraviado padre encendieron su pecho. En un arranque propio y merecido gritó a
la hija que se iba:
—¡ Yo sabré, hija desagradecida, rebelde y maldita, hacerte obedecer y cumplir con mis más nobles
deseos! ¡Lo juro por los dioses del Mundo Superior que nos han puesto a vivir en la Tierra!
Efectivamente, durante una noche en que la Luna se escondía tras el más elevado risco de la cordillera
que resguardaba a la aldea de los vientos del Norte, fue en busca de Perro, que tenía su guarida en la
falda de la montaña, más allá del bosque de acacias, olmos y sicómoros. Ante su puerta le llamó a
grandes gritos; cuando el aludido acudió ante él, el hombre le dijo:
—Necesito tu ayuda.
Perro repuso con el único lenguaje que hablaban todos, hombres y animales, en aquel Mundo Medio tan
primitivo:
—No eres mi amigo. Siempre te has apartado de mí. En un gran apuro debes estar cuando recurres a mí.
El hombre bajó los ojos, pateó la tierra con la punta de sus mocasines en señal de estar avergonzado por
ello y dijo sin mirar a su interlocutor a los ojos:
—Efectivamente, estoy en un gran apuro.
—Yo, como no soy como tú sino más noble —respondió Perro con afecto—, te voy a ayudar en aquello
que tú me pidas.
El hombre quedó intrigado y preguntó:
—¿Por qué?
Perro repuso:
—Porque quiero ser amigo de todos los seres de la Tierra. Y sobre todo de ti, del hombre.
—Te lo agradezco.
Perro preguntó:
—¿Qué te pasa?
—Mi hija no quiere tomar marido —aclaró hombre. Y luego como en un lamento añadió—: Mi aldea
esta vacía. El mundo también. Mi misión en la tierra es llenarla...
—... ¿de hombres?
—Y también de cachorros.
Perro preguntó:
—¿Y yo cómo puedo contribuir?
El padre dijo duramente:
—Acércate a mi cabaña y emparéjate con mi hija...
—Ella me rechazará como lo hace con cualquier hombre que le presentas como marido. Ella huirá de mí
como perro-hombre que soy —contestó el can con forma de hombre cuyas artes solicitaba el hombre.
El padre sentenció:
—Entonces la fuerzas y la dejas preñada.
—¿Cómo lo haré?
El padre le explicó:
—Toma tu forma de perro, salta por la ventana a su alcoba, salta sobre mi hija y la fuerzas con todo tu
ímpetu.
Perro quedó pensativo, dubitativo:
—¿Y qué ganó con ello?
El padre explotó:
—El contribuir al nacimiento de una especie que será la que gobierne la Tierra, nuestro arcaico Mundo
Medio.
Perro aceptó. Los dos individuos quedaron de acuerdo.
Efectivamente, llegó la noche y, como tenían convenido, Perro asaltó a la muchacha y la forzó hasta el
hastío, con lo cual la hija del hombre quedó embarazada. El padre ladinamente reprochó a la hija su
estado y exigió que le dijera quién lo había hecho. La muchacha, llorando desconsoladamente, narró al
hombre toda la hazaña de Perro. Entonces el padre, como tenía convenido, hizo venir hasta su casa al
injuriador y le obligó a casarse con su hija. Una vez realizada la ceremonia, él convirtió al marido en
solo un perro. Mandóles a él y a su esposa a una isla lejana.
Allí la mujer dio a luz una carnada de cachorros.
La insidiosa madre hizo desaparecer de su lado a Perro, que quizá regresó a su guarida o se convirtió en
el can doméstico de su propio suegro. El caso es que la mujer se apoderó en exclusiva de su propia
camada de perros y con ella comenzó a maquinar un plan de venganza contra su padre y contra todos los
pobladores de aquella tierra tan esquilmada, áspera y primitiva, en mor de la cual había tenido que sufrir
en sus carnes tal afrenta.
Cuando el plan ya estaba pensado y pergeñado dentro de su caletre, la rebelde y vengativa mujer reunió
a su alrededor a sus hijos. Tras mandarles callar en sus alborotos de cachorros, les comunicó la siguiente
orden autoritaria y casi espartana, pero sobre todo incomprensible:
—Id hasta el gran canal que une la tierra de mi infancia con esta isla y arrojaos en medio de sus aguas.
—Las que lo llenan están heladas y repletas de témpanos.
—Con sus agudas puntas pueden herirnos...
—... y matarnos.
La mujer, ferozmente, les ordenó:
—¡Obedeced a vuestra madre! No repliquéis.
Uno de lo cachorros protestó:
—Nos helaremos de frío.
Ella opuso:
—La abundante capa de pelo repleto de grasa que os cubre no lo dejará llegar a vuestra piel.
Pero los cachorros estaban remolones. Por eso la madre ladina y pérfida se acercó a ellos y con sus
propias manos los empujó a la corriente marina. Desde la orilla, con la voz ronca pero firme, les ordenó:
—¡Nadad sin tregua por entre esas olas! ¡Llegad hasta el kayak que transporta a vuestro abuelo, a mi
padre, y voleadlo! No regreséis a mí hasta que le veáis desaparecer tragado por la tenebrosidad más
profunda y oscura del océano.
Los cachorros, desde el agua, gemían diciendo:
—Nos ahogamos, el agua nos traga.
La madre les reprochó:
—Nadad como os he enseñado y volved a mí. No seáis cobardes ni pusilánimes. Volved porque vuestro
destino ha de ser grande.
Efectivamente, los cachorros nadaron con la habilidad que su madre les confirió hasta que al fin
contemplaron el kayac de su abuelo, hecho con piel de foca y cosido con resistentes hebras trenzadas
entrelazando las ásperas cerdas y los largos bigotes de los leones marinos. Descubrieron al hombre
porque cubría su cabeza con un gorro hecho con la piel entera de una marta cibelina de tamaño
considerable que dejaba libre, cayendo sobre sus espaldas, el grueso rabo de la misma.
—¡Ahí está!
—Cumplamos cuanto antes con el encargo de madre —dijeron— y regresemos al calor de la casa.
Sigilosamente se acercaron al bote del abuelo, se colocaron bajo de él y, proyectando todos a la vez su
fuerza y energía, volcaron la canoa, que cayó encima del hombre, el cual fue inmediatamente tragado
por las rápidas aguas grisáceas.
—Ya está —dijeron—. Volvamos a casa.
Los cachorros, satisfechos de su hazaña por haber cumplido bien la recomendación de su madre, se
marcharon jovial y estruendosamente en dirección a su morada. La progenitura, al verlos retornar a ella,
salió a recibirlos con palabras dulces, de ánimo, besándolos a todos ellos.
Días más tarde, cuando la carnada de cachorros ya se había repuesto del esfuerzo que tuvieron que hacer
para ahogar al hombre del kayac, la malévola madre los condujo hasta las riberas del mar y en una playa
de la isla les ordenó que se detuvieran y descansasen porque...
—... vais a emprender un viaje muy importante, en el cual se ha de dirimir el futuro de la humanidad que
ha de llenar la Tierra.
Los cachorros apenas si entendieron las palabras de la mujer. Permanecieron jugueteando sobre la arena
de la costa invadida por los vaivenes de las olas que rompían sobre ella sin hacerse demasiadas
consideraciones relativas sobre la conducta materna.
La mujer se sentó sobre una gran caracola de mar de dimensiones inusitadas, se despojó de sus botas y
quedó con los pies desnudos.
—¿Acaso es que tus kamiks desollan tus pies? —preguntaron los cachorros.
La mujer negó y les sonrió enigmáticamente.
—Mirad lo que hago con ellos.
Todos observaban.
Con un afilado cuchillo cortó las suelas de sus botas y púsolas ambas, en paralelo, al borde de las aguas.
Los cachorros estaban intrigados.
—¿Qué haces? —preguntáronle intrigados y ansiosos.
Ella nada dijo. Pero reunió con sus manos a toda la carnada en un grupo compacto y con un gesto de su
mano les ordenó silencio:
—Acercaos a mí.
Todos, temerosos y conocedores de sus artimañas, obedecieron. Al fin dijo:
—Venid aquí.
Los cachorros se miraban los unos a los otros. Uno preguntó:
—¿Quiénes?
—Vosotros —dijo la mujer.
La mujer escogió, señalándoles con el dedo, a unos cuantos de ellos y los colocó encima de una de las
suelas que descansaban al borde del mar. Luego, con voz firme, les dijo:
—Sed habilidosos en todo.
Y empujó la suela hacia el interior de las aguas.
Mientras ellos se apartaban de la isla con la corriente la suela se convirtió en un barco y los perros se
fueron a la tierra de los hombres blancos. Se dice que de ellos surgieron dichos hombres blancos.
Cuando ya habían desaparecido del horizonte los primeros navegantes, la mujer, sin duda dotada de
poderes sobrenaturales, colocó al resto de cachorros sobre la otra suela de su kamik y, antes de
empujarla hacia la inmensidad de las aguas, les recordó:
—No olvidéis que habéis matado a vuestro abuelo. Y como tal que habéis hecho debéis comportaros...
—detuvo un momento su perorata, observó uno a uno el efecto que les hacían aquellas crueles palabras
y seguidamente añadió—: Os exhorto, pues, a que tratéis de una forma similar a todos los seres
humanos que encontréis en vuestro camino.
Igualmente que la otra suela, que ya surcaba las aguas del mar, ésta se convirtió en una embarcación
cuando la mano de la mujer violentada por un perro la empujó hacia los adentros marinos.
Al cabo de muchos días de navegación, esta última embarcación llegó hasta una playa lejana y
desconocida. Allí desembarcaron los animales indecisos, sin ninguna clase de protección, aullando y
asaltando a cualquier humano que se les cruzara en su ruta hasta acabar con su vida.
"Los perros vagaron por la tierra y se convirtieron en los antepasados de los indios, los enemigos
tradicionales de los Inuit."
Mucho tuvieron que luchar y padecer los antecesores de esta tribu india para poder lograr dominar y
vencer a ancestrales enemigos crueles y sin escrúpulos que nacieron de la carnada de cachorros de tan
dudoso origen. Pero al fin, cuando obtuvieron sobre ellos su definitiva victoria, alzaron sobre el lugar
una floreciente aldea de la cual fueron emanando diversos héroes y cazadores muy proclives, que
emigraron hacia otros terrenos igualmente de feraces y prósperos, con lo que se fundó la gran nación o
tribu llamada Inuit Caribú.
En aquella primitiva pero excelente aldea ocurrieron una serie de hechos extraordinarios; hechos con los
cuales enriquecieron magníficamente la historia de la Tierra y sobre todo la de la tribu Inuit, pues ambas
se encontraban en sus albores y necesitaban de ellas para arraigarse dentro de las civilizaciones y
culturas de nuestro universo.
Ocurrió que en aquel pueblo recién fundado habitaban dos hermanos —varón y hembra— llamados
Tatqeq y Siqiniq. Estos dos hermanos se querían mucho, siempre estaban juntos y un día el chamán de
la tribu les sorprendió en una relación incestuosa. El escándalo que se organizó en la aldea fue
monumental. Los reproches surgían de todas partes, hasta de los pájaros del cielo.
—¡Salid de la aldea, abandonadla! —les recriminaban.
—No sois dignos de vivir aquí.
El hechicero les dijo:
—Engendraréis perros como lo hicieron nuestros enemigos salvajes que llegaron de la lejana isla.
El jefe de la tribu les gritó:
—Abochornaos de vuestro indigno acto ante vuestros hermanos.
Por allá por donde caminaban recibían los denuestos de la gente. Pero es que ni siquiera en medio del
bosque podían escapar, olvidarse de su indignidad, porque hasta las procesionarias y los abetos, los
árboles de hojas caducas, las aves y los topos les vituperaban por su antinatural acto.
Tatqeq dijo a su hermana.
—No aguanto más con esta pena.
Siqiniq estuvo de acuerdo con él.
—El bochorno arranca mis entrañas y mis ojos no saben llorar ya.
—Hay que huir de aquí.
—Pero ¿adonde iremos —expresó la hermana— si la vergüenza nos persigue por toda la Tierra?
—Hasta los pájaros vuelan para propalarla por toda ella.
Al fin decidieron poner fin a la extrema situación que vivían.
"Abrumados por la vergüenza, se elevaron de la tierra al cielo."
Como reinaba el invierno sobre la aldea, la oscuridad lo cubría todo. Los dos hermanos, que habían
decidido subir al cielo, tenían que alcanzar el lugar propicio para ello y por eso tuvieron que
pertrecharse cada uno de ellos con una antorcha que encendieron para iluminarse en su camino.
—Desde aquí partiremos —decidió Tatqeq.
Su hermana se puso a su lado.
—¿Qué viento es ése? —preguntó Siqiniq.
La ventolera que nació bajo sus piernas los elevó con gran furia. El cielo se les venía encima.
Tatqeq subió hacia el cielo con tanta rapidez que la antorcha se le escapó.
El joven siguió subiendo con rapidez en medio de la oscuridad celestial y abajo quedó su antorcha, que
se convirtió en la Luna que ilumina la noche...
... y daba luz, pero no calor, con los rescoldos de su antorcha.
Su hermana Siqiniq, en su ascensión, fue mucho más lenta, tanto que perdió de vista a su hermano. Por
eso ella no perdió la antorcha, ni siquiera se le apagó, continuando quemándose...
... y ella se convirtió en el Sol que ofrecía luz y calor al mundo.
Como todo en el mundo iba apareciendo para que cada vez más se semejase a los tiempos actuales, tuvo
que ocurrir que en esta época cuando los animales, tan controvertibles, cambiantes y variables como se
ha visto, alcanzaron a afirmarse tal como se conciben ahora, sin entrar en la extraña metamorfosis en la
que tanto podían ser ellos mismos u hombres, o una mezcla desaliñada de las dos especies.
En estos tiempos y muy cerca a la aldea de los indios Inuit Caribú fue donde unos niños que jugaban con
todo ímpetu en el claro del bosque escucharon entre los árboles un extraño ruido que provocó en ellos el
miedo.
—¿Habéis oído? —preguntó uno de ellos, abriendo los ojos como platos y quedando tenso por si había
que salir huyendo desaforadamente de aquel lugar en busca de la protección paterna.
Los otros asintieron con la cabeza, sin tener el menor coraje para expresarse por medio de palabras.
Unos urogallos, que en aquellos tiempos eran aves terrestres sin alas, salieron de detrás de los matorrales
de acebo.
Pero de nuevo el extraño ruido, desconocido en aquel bosque hasta entonces, se volvió a oír.
En medio de esta intriga se encontraron los chavales cuando uno de ellos los alertó dando un grito:
—¡Cuidado!
—¡Salvémonos!
Uno, aterido por el miedo, gritó:
—¡Huyamos de aquí! Este lugar está aojado.
El más valeroso de todos ellos los agarró por sus gruesos vestidos de piel de foca y los detuvo.
—¡Mirad!
Todos vieron, con asombro y miedo, cómo a los urogallos, tras un repentino ruido, les crecían las alas y
salían volando hacia el cielo, aleteando con un peculiar estruendo.
Los niños corrieron luego a la aldea. Contaron a sus mayores, al jefe de la tribu y al hechicero lo que
habían visto en el bosque. El chamán al escuchar el relato de los chiquillos sonrió y dijo:
—Es que el mundo se está ajustado a sus normas definitivas.
También ocurrió, en aquella aldea Inuit Caribú tan primitiva y arcaica, que los pájaros, que hasta
entonces todos tenían las plumas blancas, se cambiaran por policromos colores con los cuales, desde
entonces, se iban a distinguir cada tipo de ave, y los colores que iba a tomar su plumaje iba a estar en
consonancia con sus virtudes, sus carencias e incluso sus deficiencias.
Fue allí donde sucedió que dos de los pájaros que estaban hartos de su pelaje blanco, el somorgujo y el
cuervo, decidieron tatuarse las plumas con el hollín que guardaban dentro de un pote; de modo que uno
pintó al otro y éste al de allá. Luego se fueron a contemplar al magnífico espejo de las aguas heladas del
cercano río. El espectáculo que vio sobre todo el somorgujo no fue ni por mientes de su gusto.
—Has hecho de mi plumaje un verdadero popurrí de color negro y blanco —le reprochó al cuervo—
¿Es qué no sabes pintar? ¿O es que lo has hecho adrede para resultar tú más atractivo y hermoso que yo?
El cuervo, al ver a su amigo, se burlaba. El somorgujo cada vez que se miraba se encolerizaba más y
más, hasta llegar al punto que decidió tomar venganza de la mala faena que le había hecho el cuervo.
Así pues el desgraciado ánsar zambullidor fue en busca de la lata que contenía el hollín, se subió a la
rama de un alcornoque y desde allí gritó:
—Cuervo, amigo cuervo, acércate a mí. El enfado ya se me ha ido. Quiero que volvamos a ser amigos.
No vale la pena reñir por tan poca cosa.
El cuervo cayó en la trampa. Se acercó a los pies del alcornoque en el que estaba el somorgujo, miró
hacia arriba y comenzó a decir:
—Gracias, amigo somorgujo, siento lo que ha pasado y te agradezco que te hayas tomado la cuestión
con tanta...
En ese momento el ave acuática zambullidora arrojó sobre el cuervo el pote de hollín, que le alcanzó de
pleno convirtiendo todo su plumaje en negro, con lo que se quedaron sus plumas, él y todos los cuervos,
desde entonces y para siempre, de aquel fúnebre color.
El cuervo que quiso hacer un quiebro y esquivar el impacto levantó el vuelo. Encolerizado y a propósito
atacó al somorgujo con tanta violencia que lo incapacitó para andar. Desde aquel momento estas aves se
mueven bien dentro del agua y por los aires, pero caminan sobre la tierra de una forma extraña.
Igualmente acaeció en la aldea Inuit Caribú, para asegurar en temor a los elementos desatados de la
naturaleza, un hecho que dio origen a los temblores y los fuegos que lanzaba el cielo cuando se enojaba.
A la sazón vivieron en la aldea susodicha un hermano y una hermana. Eran los tiempos en los que no
existían en la tierra aún los robos.
El hermano dijo a la hermana, viendo la piel seca de un caribú extendida a la puerta de la casa del jefe
de la tribu:
—Me gusta.
—Pues cógela.
No tenía malicia esta propuesta, puesto que los hombres en aquella época desconocían igualmente el
valor del pecado.
La hermana, viendo el trozo de pedernal que obraba en la tienda del hechicero, con el cual se encendían
las hogueras ceremoniales, fue en busca de su hermano hasta la cárcava donde escondía la piel de caribú
robada y le dijo:
—Me gusta el pedernal de hechicero.
—Pues cógelo —le dijo el hombre.
Ella lo tomó.
Antes de ser descubiertos por los demás pobladores de la tribu, apareció en ellos una sensación hasta
entonces desconocida. Era la conciencia que les remordía y les estaba angustiando. Se reunieron
hermano y hermana y dijeron:
—Me siento culpable.
—A mí me pasa lo mismo.
—Hay algo dentro de mí que no me deja estar tranquilo.
—Yo no vivo en paz.
El hermano dijo:
—Con este acto hemos perdido la condición de humanos.
La hermana expresó compungida:
—¿Qué haremos ahora?
Estuvieron meditando.
Él dijo:
—Podemos convertirnos en animales...
—...y seguir viviendo.
El hermano volvió a decidir alterado:
—No, no puede ser.
—¿Por qué?
Él aclaró:
—Tengo miedo de que nos maten.
—Pues ¿qué haremos?
Pensaron largamente y no encontraban la solución.
—Podríamos devolver la piel de caribú y el pedernal.
Se opusieron a ello frontalmente.
Él dijo:
—¿Por qué lo tienen que tener ellos y no nosotros? ¿No pertenece a todos los de la aldea?
Era la soberbia que acababa de nacer, y la mezquindad.
La hermana, al fin, propuso:
—Podemos escondemos.
—Eso. Que nadie sepa dónde estamos.
—Y gozaremos de la piel de caribú y del pedernal. Sólo serán nuestros.
Pero el hermano:
—Pero ¿dónde nos ocultaremos?
—¿En una de las cavernas de la montaña?
—No, no, ésas son cobijos de fieras y alimañas.
—¿Entonces?
El hermano quedó mudo. No encontraba el lugar adecuado para ocultar su delito. La hermana sonrió y
preguntóle tímidamente:
—¿Y por qué no lo hacemos en las cavernas del cielo?
—¿Y qué haremos allí?
La mujer expresó:
—Gozar de nuestro botín.
Cuando estuvieron en el cielo, resguardados en sus cavernas, decidieron convertirse en el rayo y el
trueno para que la gente no pudiera cogerlos.
"Ahora, cuando el trueno retumba y el rayo centellea en los cielos es porque el hermano está haciendo
chasquear la piel seca del caribú mientras la hermana hace que salgan chispas del pedernal."
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