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La verdad

Por Leo L. Meza

La sombra del árbol había cubierto la ventana para cuando pronuncié


las últimas palabras versátiles y poderosas de esa presentación. La
gente dentro del salón estaba sonriente, atenta ante sus propias
miradas y a lo que hacia después de terminar. Les dije un “gracias”
muy atento y me arreglé mi saco, dejando mis manos en las solapas.
En el segundo que todos me vieron, como que una mente unánime y
conectada a la de todos ahí dentro, excepto yo, hizo que se quedaran
de esta manera; una de esas bizarras decisiones en masa que solo
pasan de vez en cuando en lo que se cree ver que es una
coincidencia. La profesora se sentó y se me quedó mirando al igual
que ellos. Cada uno tenía una expresión diferente. Unos
despabilándose de estar sentados alrededor de media hora, otros de
interés, otros de descubrimiento al jamás poder ver lo que les había
dicho. Fue cuando decidí revisar la hora en mi celular que quite mi
mirada de todos. El descubrimiento de que eran las diez y media me
hizo prestar atención al silencio que se presentó ante el salón. Voltee
de nuevo para con ellos, y todos estaban llorando por el ojo del lado
izquierdo. La lágrima recorría en unos una mayor parte de sus
mejillas que en otros, en especial de las mujeres. No creí ver lo que
estaba viendo hasta que vi que al expresión de todos se volvió nula,
neutra, cuando no se tiene nada en la mente y los ojos, eterna
conexión a lo profundo de nuestro yo, tiene que demostrar lo que
ocurre dentro. Sentí la incomodidad más extraña que jamás haya
sentido al ver que esto estaba pasando, no es un delirio de mi mente
o una de esas ideas que nacen, estaba ocurriendo tan vivencial y
físico que traté de respirar profundo en un intento por querer saber si
lo que mis sentido me daban a otorgar era cierto. Lo era. Y fue en la
parte en la que sentí temor que vi como todos voltearon rápido para
arriba al mismo tiempo y a la misma velocidad, milimétricamente
exacto el movimiento del cuello. La lágrima comenzó a recorrerles el
cuello a algunos por lo que pasó. Me salí del salón, y los veía por la
ventana como no hacían nada. La mirada que ejercían hacia arriba se
veía tan normal como si les llamara la atención algún pájaro que se
cuelga de un cable. No había parpadeos ni comezón para rascarse la
cabeza o el brazo o alguna parte del cuerpo. No había reacciones
súbitas o suspiros que les hicieran perder la mirada hacia arriba, esto
hizo que un miedo recorriera mi cuerpo, ese que se presenta cuando
tenemos frente a algo que es desconocido para nosotros. Corrí como
hace muchos años que no lo hacia y llame a la dirección de mi
escuela, a la primer secretaria que me encontré dentro de las
oficinas, para decirle que algo pasaba con mi grupo. Los ojos que
puso cuando le dije lo que hacían fueron inigualables, casi
invaluables. Fue a revisar para terminar de creerme, y pocos minutos
después salio del salón con el mismo tipo de miedo que yo seguía
teniendo. Llamó a la ambulancia por su celular, regresando sus ojos a
donde estaban ellos, y pasé por otro salón por el que logré ver por la
ventanilla de la puerta a otras dos personas que veían para arriba. Me
regrese para verlos y estaban igual de inmóviles que los de mi grupo.

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