Está en la página 1de 21

Cuando salió de la

vorágine del trabajo,


recordó que tenía que
pasar por el súper y
comprar la comida para
los gatitos recién nacidos.
Más que para ellos, el
alimento serviría para que
la gata madre recuperase
un poco del vigor perdido.
Es que a fuerza de chupar
tetas, los mininos habían consumido a la pobre parturienta
hasta extremos peligrosos. La veterinaria había recomenda-
do “Comida para gatitos, pero con fortificantes” y no la
tradicional para adultos (más barata). Frente a la góndola,
perfectamente acomodados, los paquetes indicaban su
contenido. Los había con carne, leche, pescado, pollo, pero
no el indicado para los bebés.
Preguntó al encargado y este le
respondió que si ahí no había, era
porque estaba agotada la existencia.
Insistió, y una mirada asesina -que
nada tenía que ver con la falsa
sonrisa que le mostraba- le indicó
que había ganado la batalla. Diez
minutos después, el dependiente
aparecía del depósito con “los dos
últimos paquetes para gatitos” … ¡y
con vitaminas!
Entre fiambres, pan, mayonesa y yogur, los paquetes
pasaron por la caja. El display de la máquina mostraba el
total: 46.428 guaraníes. Pagó y salió contento porque la plata
le había alcanzado justito, incluso para el pasaje. Al pasar
por la puerta de salida controló el precio de la comida y fue
en ese momento cuando se percató de que la cajera sólo le
había cobrado un paquete de comida para gatos.
Primero, una alegría infantil lo
avasalló. Pero sus principios
pronto le empujaron a
denunciar el error. Una
ametralladora de ideas
encontradas comenzó el
fuego: “Si no devuelvo el
paquete, es como si estuviera
robando. No, porque yo no robé. Fue la cajera quien se
equivocó. Pobre, quizá le descuenten de su sueldo. No. Nadie
se va a dar cuenta. Sí… yo lo sabré y mi conciencia me dice
que está mal. ¿Y por qué va a estar mal si los supermerca-
distas ganan fortunas a costa de nosotros? Para colmo,
explotan a los pobres empleados. Además, por culpa de
ellos, miles de almaceneros fueron a la quiebra y tuvieron
que cerrar su negocio. Porque tienen mucha plata pueden
monopolizar las ventas sin misericordia de los demás.”
“Ellos nomás quieren ganar. Son
unos ladrones abusivos. ¿Y yo?
También soy un ladrón. Mejor ser
un estúpido honrado, que un ser
despreciable como los que yo
critico”. Y cuando esa tesis
estuvo a punto de ganar y la
honradez saboreaba la victoria …
¡tropezó! “Hay dos paquetes. Si
devuelvo uno, mañana ya no
estará en la góndola y la gata
quedará sin su tan necesario alimento. Además -y volvió a
mirar el ticket- cada comida cuesta 18.700 guaraníes. Mucho
más cara que la comida normal.”
Sin darse cuenta de lo que hacía, como un autómata, asió
con fuerza el sostén del colectivo y subió. El chofer arrancó
el vehículo y se llevó al pasajero y a la lucha mental que
había dentro. Ya era tarde para arrepentimientos.
Ver comer a la enjuta gata
con envidiable fruición le
devolvió una sonrisa de
satisfacción. Por lo menos
ella saldría gananciosa de
esta confusión. Los gatitos
ciegos, como buenos y
aplicados hijos, tironeaban
los adoloridos pezones. Eran
como sus propios hijos. Los
miró con ternura y acarició a
cada uno con amor.
Antes de acostarse apagó
todas las luces. No se podía
joder con la santa cuenta de la electricidad, que le chupaba el
bolsillo como los inocentes gatitos a la madre. Mañana era el
día: vencía la factura “Último Aviso” y tendría que pagarla.
Su almohada lo apresó y quedó
crucificado.

Correas imaginarias de cuero lo


inmobilizaban a la cama y sintió
cómo unos clavos se hundían en
sus pies y manos.

Oía un rumor mezclado con burlas.


La cama ya no era cama; era una
cruz y él estaba en lo más alto del
madero. Sus brazos, extendidos y
sangrantes.

El dolor era insoportable,


inhumano.
“También llevaban a dos criminales, para crucificarlos
junto con Jesús. Cuando llegaron al sitio llamado “La
Calavera”, crucificaron a Jesús y a los dos criminales, uno
a la derecha y otro a su izquierda.”
El miró hacia su izquierda y vio a otros dos hombres
crucificados.

“Jesús dijo:
-“Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen.”
Y los soldados echaron suertes para repartirse entre sí la
ropa de Jesús. La gente estaba allí mirando, y hasta las
autoridades se burlaban de él, diciendo:
-“Salvó a otros, que se salve a sí mismo ahora, si de veras es
el Mesías de Dios y su escogido.”
¿Qué estaba haciendo él
en ese lugar? Cuando se
levantó aquella mañana,
los problemas de siempre
lo atormentaban. En el
trabajo había hecho lo
posible por cumplir
cabalmente … y entonces
recordó. La comida para
gatos. ¿Estaba condenado
por haber robado un paquete? Desde allí arriba lo veía todo
diferente. Nadie más ocupaba ese lugar. Era él. El suplicio
que soportaba no podía compararse con el que los textos
bíblicos describían.
Una soledad opresiva lo desesperaba. La sangre seguía
manando copiosa. Quizá hasta se podría infectar la herida.
¡Qué infección ni nada! Ese pensamiento era de lo más
idiota. Se estaba muriendo y nadie lo ayudaba.
“Los soldados también se burlaban de Jesús. Se acercaban y
le daban a beber vino agrio, diciéndole:
-“Si tú eres el Rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!”
Y había un letrero sobre su cabeza, que decía: “Este es el
Rey de los judíos.”
Estos hijos de su
madre se reían a
carcajadas. ¿Cómo
había regresado en el
tiempo?
Esto lo había leído en
el catecismo. La
muerte de Jesús, dos
mil años atrás.

¿Y las computadoras, los coches, los aviones? El pertenecía


al siglo 21, en el que la genética superaba al poder de Dios.
Tenía que ser una pesadilla. Incluso el científico Hawkins
había declarado que Dios no existía. Una locura … miró …
escuchó …
“Uno de los criminales que estaba colgado, le insultaba:
-“¡Si tú eres el Mesías, sálvate a ti mismo y sálvanos también
a nosotros!”
Pero el otro reprendió a su compañero, diciéndole:”
Y de su propia boca escaparon estas palabras:

-“¿No tienes temor de Dios, tú que estás bajo el mismo


castigo? Nosotros estamos sufriendo con toda razón, porque
estamos pagando el justo castigo de lo que hemos hecho,
pero este hombre no hizo nada malo”.
Luego añadió:
-“Jesús, acuérdate de mí cuando comiences a reinar.”
Sin darse cuenta había pronunciado esas palabras. Palabras
que salían de lo más profundo de su interior. Sí, era un
ladrón, había pecado y hasta olvidado a Dios durante
muchos años. Y antes de morir estaba arrepentido. ¿Por qué
había tomado el camino incorrecto? ¿Por qué todos los
hacían y nada les pasaba?
¡Si los políticos
robaban más que
todos y
empobrecían y
mataban de
hambre al pueblo!
Ellos deberían
estar
crucificados. ¡Qué
crucificados!
¡Empalados
tenían que estar!
Empresarios sin alma que atesoraban sangre en bancos del
exterior. Ellos eran los malditos, los grandes mierdas, que
amasaban su fortuna en la punta de una pirámide de billetes
con olor a cadáveres. ¿Y los asesinos y los verdaderos
ladrones? Aquellos que utilizaban su poder para pisotear los
derechos de los demás y mostrar una sonrisa más falsa que
la del empleado del supermercado.
Estaba muriendo.
Las fuerzas se le
escapaban y estaba
solo. Desesperado.
Enojado por la
injusticia que
cometían en su
contra. ¿Y sus
hijos? ¿Qué sería de
los inocentes
gatitos, ciegos, que
no podrían
defenderse si él les
faltaba? Los hombres de la electricidad vendrían y cobrarían
la cuenta de cualquier manera y los bebés morirían sin poder
defenderse. Los políticos se encargarían de rematar la casa y
alguno se quedaría con ella. O algún empresario atiborrado
de inmoralidad.
“Jesús le contestó:
-“Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso.”
Miró al hombre que le dirigiera esas palabras y como un vaso
de agua para el sediento, sintió paz. No podía negar que
había pecado una y mil veces; había robado, había mentido,
había engañado, había sacado ventajas cuando debía darlas.
Miró hacia atrás. Desde ese madero en cruz la perspectiva de
la vida era muy diferente y quería más tiempo para mostrar al
mundo esta nueva visión. Pero aquellos soldados, brutos,
ignorantes, no podrían entender. Les sobraba la vida y
jugaban con ella en vez de aprovecharla. Se burlaban. El, sin
embargo, sentía cada músculo a punto de paroxismo.
Reconoció sus pecados y se arrepintió. Y el doloroso cáncer
de su madero en cruz se apiadó de su sufrimiento. Aún con
sus ojos cerrados, unas palabras acariciaron su alma, como
sus propias manos a los pequeños a quienes había
protegido.
Despertó de su pesadilla bañado en sudor. Era pecador y lo
sabía. En adelante haría todo lo posible por reivindicarse y
pediría perdón. Y cuando llegase el momento, Jesús le diría:

-“Estarás conmigo en el paraíso.”

sin-ley1@hotmail.com
www.sinleyprensa.blogspot.com

También podría gustarte