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CINCO MINUTOS

Sus dedos parecían lombrices ansiosas por despegarse de las manos y reptar

fuera de su alcance. Ella se encontraba sentada junto a la ventana, con la mirada perdida

en el infinito azul del cielo. Lo único que podía calmarle en esos momentos era no

pensar en nada, mantenerse despejada de cualquier tipo de reflexión o suposición que le

hiciera perderse en el mundo de la preocupación. Pero era totalmente imposible. Lo más

que podía hacer era guardar las apariencias delante de su hija, y explicarle que papá a

ella la quería mucho, pero que con mamá no se llevaba bien y que por eso se habían

separado.

Sin embargo, sospechaba que su hija, pese a su corta edad, tenía alguna idea de lo que

había sucedido en aquella casa. A veces, cuando el portazo de la puerta de la calle ponía

un punto y a parte a la historia, la pequeña iba junto a su madre y se la quedaba

mirando. Un día, después de una sesión de bonitos piropos, escalofriantes caricias y

bailes sin orquesta, la niña le dijo: “No sé qué decirte mamá. Por eso sólo te miro y te

abrazo”. En aquel momento ella supo que su hija no conocía de palabras que debiera

utilizar para consolarla, pero que aun así estaba dispuesta a ayudarla con aquello que sus

siete años y su menudo cuerpo le permitieran. Ella lloró. La quería tanto…

Había pasado un año desde que una sentencia había desestimado en su totalidad la

querella interpuesta por violencia machista. El juez creyó que las acusaciones hacia su

marido habían sido vertidas con motivo del procedimiento de divorcio en el que se

encontraban inmersos, para así poder hacerse con la custodia de la niña. Es decir, había

creído que todo era una farsa para quedarse con su hija. Ella había recurrido la

sentencia, pero para nada eso le hacía estar más tranquila. Todo lo contrario: era en su

tejado donde ahora estaba la pelota, y era ella quien ahora se sentía en la obligación de
demostrar el calvario sufrido y evitar una posterior querella por denuncia falsa. Y con

todo ello, tenía que soportar que aquel sujeto se acercara a su casa cada catorce días

para recoger a su hija.

Se sentía incomprendida, atada al infinito malestar del ser humillado, arrastrado y

flagelado. Desde que se dictó la sentencia, se había sentido más víctima de la justicia

que de su propio marido. Eran ellos lo que debían castigarle, y no lo habían hecho. Eran

ellos los que debían impedir que él tuviera el derecho de tocar tranquilamente al timbre

de su casa y añadir un “Dame a la niña” para después moldear una mueca sonriente,

sarcástica, engrandecida, poderosa, triunfante. Y no lo habían hecho.

Cada vez era más el tiempo diario que le ocupaba pensar en todo aquello. Eran sólo

cinco minutos cada dos semanas; cinco minutos en que ella tenía derecho a no mirarle, a

no cruzar una palabra con él. Pero aquellos cinco minutos no pertenecían a una franja

normal dentro de un reloj de aguja clásico. No. Aquéllos eran los cinco minutos. Los

cinco que permitían que su hija saliera de casa agarrada de la mano de un puto

maltratador, de un sucio mentiroso que había engañado a todo el mundo; de un

monstruo tapado con la máscara del vecino ideal que siempre ha luchado por su familia.

Aquellos eran los cinco minutos en que sus uñas se convertían en zarpas que debía

esconder detrás de su espalda para evitar abalanzarse sobre él y destrozar su piel de

cordero, hacerla añicos.

Desde que su hija había bajado a prepararse la merienda, ella había estado

jugando al juego de las nubes. Hacia el centro, una gran nube representaba en el teatro

celestial a un sauce blanco, cuyas ramas bajaban hasta el mismo pie del árbol, y justo a
su derecha otra nube se había transformado en una especie de figura humana que, con la

ayuda del viento, iba acercándose cada vez más al sauce, hasta que ambas figuras se

acabaron topando, desapareciendo la más pequeña. De repente, ella se vio así,

desapareciendo ante un nubarrón, chocando contra un árbol una y otra vez, topándose

con un muro inesquivable y siendo empujada por el viento, inmóvil, paralizada.

“¡Mamá!”, escuchó.

Dirigió su mirada hacia la puerta, y vio a su hija, con su maletita rosa, apoyando la

espalda en la pared. Se fijó en su rostro, y advirtió que sus labios se movían diciéndole

algo, pero ella ya no atendía a palabras. En aquel momento sólo era una nube, y las

nubes no hablan ni oyen: sólo vuelan y lloran. Poco a poco volvió a girar su cabeza

hacia la ventana, y advirtió que había algo abajo. Era la representación de los cinco

minutos. Era el fantasma del tiempo; la aguja del reloj ante ella. Era una niebla inmensa,

un sauce gigante. Era la sombra de la negrura espectral. El horizonte infranqueable.

La vio desde abajo, pese a que ella se escondía tras las cortinas. Sus miradas se

cruzaron: la de él, crecida y serena; la de ella, abatida y resignada. De repente, vio

abrirse la puerta de la calle, y a su hija correr para darle un abrazo. Era una niña muy

inteligente, pero era una niña, y él su padre. La cogió en brazos y la besó. Luego la

metió en el coche, y decidido a dar la estocada final, volvió a alzar la vista hacia la

ventana, y con una sonrisa que surcaba todo su rostro, levantó su mano izquierda y

alegremente se despidió de ella. Era la mofa del vencedor, el ensañamiento de quien se

sabe fuerte y respaldado.

Con el sonido del motor del coche, todo llegaba a su fin. Sin embargo, ya no sabía qué

prefería: la efímera monstruosidad de esos cinco minutos, o el perenne vacío y la eterna

angustia de las próximas dos semanas, donde de nuevo los futuros cinco minutos en que

volviera a verlo acapararían toda su existencia.

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