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La que tampoco vio nada fue la sexta muchacha del Marais. Pasó toda su
vida observando sin conocer el ajetreo que, más allá de su buhardilla, irradiaba
la Place des Vosgues. Allí abajo debían de darse encuentro los más opíparos
banquetes de aromas; las señoras de la alta aristocracia salían de paseo en
compañía de sus damas para cruzarse por casualidad con jovencitos bohemios
y estudiosos de la seda salvaje con que emperifollaban sus endebles cuellos. Los
mercaderes acechaban desde los soportales, regalando los oídos del mejor de
los postores, y las criadas se afanaban en comprar las manzanas más frescas y
las flores más lindas de cada puesto ambulante. Pero hasta la nariz de la sexta
muchacha del Marais tan sólo llegaba la viciada fetidez del óxido, el moho y el
aceite que engalanaban su silla de ruedas desde aquel fatídico episodio de tisis.
Su fantasma aún debe de permanecer allí, apartado como un mueble viejo en
aquel desvencijado desván, alimentándose de los sueños de acudir cada
mañana a la Universidad y parlotear en latín con sus compañeros en los
confines prohibidos de la otra orilla del río.
La octava y última muchacha del Marais está sentada frente a mí. Tiene
el pelo revuelto por el viento que agita el toldo del café, pero no ha dejado de
sonreír en toda la tarde y sus pecas se iluminan con el sol del verano. La octava
muchacha del Marais no nació en el Marais, ni siquiera vive en él. Esto es tan
sólo una instantánea fugaz congelada en la película de su vida. Ahora está en el
Marais, como siempre soñó ella, y nos amamos, como siempre soñé yo. Cuando
su mirada se despista dejo caer mi boca sobre su mejilla y aspiro con fuerza la
esencia de su piel. Sé muy bien a qué huele la octava muchacha del Marais: a
lodo y cenizas, a centeno caliente, a algas, pétalos y polvos de talco. A perfume
caro, carboncillo y sueños lánguidos. A tristeza, alegría, sometimiento y
libertad. Y yo disfruto reconociendo en la octava muchacha del Marais a todas
las muchachas del Marais que lo fueron antes que ella.