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La muchacha del Marais

La primera muchacha paseaba por las calles enfangadas del Marais


cuando el Marais aún no era el Marais ni París, capital de Francia, era París,
capital de Francia. Tampoco había calles. Pero la muchacha del Marais paseaba
igualmente, arrastrando el hedor de la ciénaga en los bajos de su túnica como
una novia que ve mancillado su vestido de boda con un inoportuno chubasco
de verano. Olía a musgo, al humo con el que se sazonan las perdices, a hierba
fresca, agua estancada, renacuajos ahogados y heces de caballo. Un aroma poco
apropiado para las fosas de una joven con la piel suave y pálida y los cabellos
del mismo color que el barro en el que se reflejaban sus pies, pero al que la
muchacha del pantano hacía ya tiempo que se había acostumbrado. Murió de
vieja, esa primera chica del Marais. Los vecinos de choza despidieron sus
treinta y seis años de vida enjuagando el dobladillo de su ajuar y ahumando
perdices en la misma pira que se la llevó.

La segunda muchacha del Marais podría haber llevado ropas limpias y


hermosas, así como chinelas engarzadas y tocados almidonados, pero el
empedrado del Marais, que para entonces ya era el Marais, siguió ofreciéndole
la misma alfombra de orines, tripas de pescado, vómitos de borracho,
mondaduras de fruta y miga de pan reblandecida. La segunda joven pasó toda
su juventud amasando centeno en la boulangerie, y la segunda vieja pasó toda su
vejez intentando exhumar restos de harina de entre las uñas. La última
fragancia que aspiró esa muchacha fue la del pino; el pino bajo el que había
cazado caracoles de pequeña, antes que su madre la enviara como aprendiza a
la capital, y el pino con el que se fabricaron las ruedas del carro que la atropelló
aquella mañana húmeda en que, de vieja también, la segunda muchacha del
Marais murió.

La tercera muchacha del Marais no vivió gran cosa. Había venido al


mundo con el único fin de empolvarse la nariz y los pómulos, de adornarse el
cabello con talco y pétalos de rosa, de sofocar el perturbador aroma que
escondían sus enaguas con orquídeas y madreselvas, violetas y clavel, azahar y
jazmín. Sin embargo, no le sirvió de mucho el agradable vaho de su cuna a la
tercera muchacha del Marais cuando contempló, desde la orilla alta de la cité, el
fuego de las antorchas refulgiendo sobre la superficie filosa de la guillotina. Su
pulso latió despidiendo un penetrante olor a miedo; la muchacha se lanzó al río,
enredando su melena áurea entre todas las algas y toneladas de escoria que la
corriente del Sena había ido acumulando durante más de 1789 años de
sumisión.

Llegó una cuarta muchacha del Marais cuando el cadáver decapitado de


la anterior aún estaba caliente. Sin embargo, a ambas la separaba algo
considerablemente menos banal que el tiempo. La cuarta muchacha del Marais
trabajó como criada durante ocho novelas, cuatro dramas, tres recopilaciones de
odas, dos estudios antológicos, diecisiete poemas, un desamor, cincuenta
borracheras y alguna que otra enfermedad enviada por el Señor para castigar
los bajos instintos masculinos. Sirvió tazas de té y café hasta que el tufo de los
posos le anegó los orificios a lo largo de los once volúmenes de Notre Dame de
Paris, mulló almohadones y desempolvó tapizados tantas veces como
Quasimodo hizo tañer las campanas. Preparó postres de cremas y frutas, asó
corderos, escamó besugos, picó cebollas, limpió intestinos, trituró tomates,
descorchó vino, molió mostaza, deshidrató uvas, flambeó merengues, calentó
leche, llenó copas y fregó vasos con la eficacia con que Esmeralda promulgaba
hechizos y ondeaba velos. Su único pecado consistió en abusar de la amabilidad
de madame Rivoire, amante y enemiga de monsieur Hugo, y robar unas gotas
de su ostentosa agua de perfume, derramada sobre el tocador. Lo pagó caro la
cuarta muchacha del Marais. Un viejo le subió las faldas en la puerta de atrás de
la taberna y murió, junto con la criatura que llevaba en vientre, treinta y cuatro
semanas después.

De la quinta muchacha del Marais no se supo mucho. Nació en el


Marais, sí, por algo se ganó el apodo. No obstante, la Comuna la obligó a huir a
Alsacia cuando apenas era un bebé. Los padres de la quinta muchacha del
Marais alejaron de allí sus rizos cobrizos, su aroma a glicerina y sus avispados
ojos, y nunca más se la volvió a ver.

La que tampoco vio nada fue la sexta muchacha del Marais. Pasó toda su
vida observando sin conocer el ajetreo que, más allá de su buhardilla, irradiaba
la Place des Vosgues. Allí abajo debían de darse encuentro los más opíparos
banquetes de aromas; las señoras de la alta aristocracia salían de paseo en
compañía de sus damas para cruzarse por casualidad con jovencitos bohemios
y estudiosos de la seda salvaje con que emperifollaban sus endebles cuellos. Los
mercaderes acechaban desde los soportales, regalando los oídos del mejor de
los postores, y las criadas se afanaban en comprar las manzanas más frescas y
las flores más lindas de cada puesto ambulante. Pero hasta la nariz de la sexta
muchacha del Marais tan sólo llegaba la viciada fetidez del óxido, el moho y el
aceite que engalanaban su silla de ruedas desde aquel fatídico episodio de tisis.
Su fantasma aún debe de permanecer allí, apartado como un mueble viejo en
aquel desvencijado desván, alimentándose de los sueños de acudir cada
mañana a la Universidad y parlotear en latín con sus compañeros en los
confines prohibidos de la otra orilla del río.

La séptima muchacha del Marais sí que asistió a clases en la


Universidad, pero nunca en toda su vida pronunció una sola palabra en la
lengua de Cicerón. La séptima muchacha del Marais llevaba pantalones,
fumaba marihuana, reía sin pedir permiso y sus cabellos negros cortados a lo
garçon despedían un aroma indefinible a almizcle y patchoulí. Había nacido
para volar libre y así lo hizo. Mientras sus compañeros empuñaban pancartas y
emitían graznidos con ínfulas de victoria, la séptima muchacha del Marais se
sentaba sobre los adoquines de Place de la Bastille, con las piernas cruzadas y
un bloc de dibujo abierto sobre las rodillas. Entre el humo de los SIMCA y las
sirenas de la policía de aquella primavera del 68, la séptima muchacha del
Marais jugaba a darle alas a su imaginación con la misma velocidad con que su
carboncillo desgastado evocaba lustros mejores sobre la lámina. Dicen que
luego se casó y que tuvo muchos niños, pero la séptima muchacha nunca
abandonó el Marais ni dejó de dibujar.

La octava y última muchacha del Marais está sentada frente a mí. Tiene
el pelo revuelto por el viento que agita el toldo del café, pero no ha dejado de
sonreír en toda la tarde y sus pecas se iluminan con el sol del verano. La octava
muchacha del Marais no nació en el Marais, ni siquiera vive en él. Esto es tan
sólo una instantánea fugaz congelada en la película de su vida. Ahora está en el
Marais, como siempre soñó ella, y nos amamos, como siempre soñé yo. Cuando
su mirada se despista dejo caer mi boca sobre su mejilla y aspiro con fuerza la
esencia de su piel. Sé muy bien a qué huele la octava muchacha del Marais: a
lodo y cenizas, a centeno caliente, a algas, pétalos y polvos de talco. A perfume
caro, carboncillo y sueños lánguidos. A tristeza, alegría, sometimiento y
libertad. Y yo disfruto reconociendo en la octava muchacha del Marais a todas
las muchachas del Marais que lo fueron antes que ella.

© Érika Gael, 2010

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