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EX OPPOSITO.

No ha de ser desse modo –dixo el viejo-, sino al

contrario, volviendo las espaldas, que las cosas

del mundo todas se han de mirar al revés para

verlas al derecho. ( El Criticón (Crisi octava)

Baltasar Gracián).

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Mientras rebañaba los posos de cacao que se habían demorado en el fondo del tazón, se

recreó en la imagen según la cual el valle, con el pueblo al fondo, sería un cáliz de esmeralda

recogiendo las primicias del sol y su casa estaría situada en los bordes. Depositó al fin la

jícara en el otro extremo de la mesa y alargó perezosamente la estilizada mano hacia los

apuntes de economía de la empresa. Tomó el lápiz y comenzó el subrayado.

La exaltación de la naturaleza, pletórica y fragante, de los últimos días de mayo se había

engolfado en su cuerpo como una racha de aire fresco. La brisa, de hecho, olía a césped recién

cortado. A su padre le gustaba cortarlo así, a ras. Y como hacía tiempo que no llovía, en

algunas partes se veían ronchas amarillas que presagiaban, a su manera, el verano. Algunas

briznas, sin embargo, brillaban con sus cascabeles de aljófar. Aparte de eso, los pájaros

parecía que iban a enloquecer de gozo de un momento a otro, si alguien no paraba la

primavera.

Forzándose un poco, casi sería capaz de admitir que resulta un acto grato estudiar así

economía de la empresa y hasta ventas, al aire libre, envuelto su cuerpo por ese cálido cendal

que deja caer el sol sobre la piel recién despertada de un apacible sueño. Grato o ingrato, lo

cierto es que no tenía más remedio que hacerlo, pues las notas en su conjunto mantenían un

equilibrio harto complicado. Así es que lo hizo. No solamente lo hizo, sino que perseveró

hasta las once y media justas, que es cuando debía tomar la ducha.

Todos los miércoles era así, el paraíso hasta las once y media de la mañana. El tedio hasta

las seis de la tarde. Y todo por culpa de las lenguas. Alemán a primera hora, e inglés a última,

con un vasto hueco entre las dos.

Está bien que tenga que estudiar venta y economía de la empresa, pues con ello habrá de

ganarse los garbanzos a partir del año siguiente. Pero bastantes lenguas ha tenido ya en el

período del instituto, aunque de nada sirve hacerse lenguas de ello si no es para auto

flagelarse.

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Nada, no hay sino recoger el recado de escribir, los grimorios de la finanza internacional, el

móvil, claro, y dar la espalda a los inmensos castaños en flor, al césped cortado al rape, a los

demenciales pájaros, a la brisa, a la caricia del sol de mayo y al copón del valle, verde, claro.

Como todos los miércoles del año, haciéndose lenguas de ello, pero sin flagelarse. Y sin

perder tiempo, porque tras la ducha hay que comer en familia, escuchar la recomendación del

padre para que no deje por nada del mundo de estudiar a fondo, ya que la están esperando

como agua de mayo y que cierto personal de la empresa tiene que hacer horas extraordinarias

por un tubo sólo por no contratar y, con todo, no llegar mucho más tarde de la una y media a

la clase de alemán.

Dejó en el cesto de la ropa sucia su perezosa si bien entrañable indumentaria de andar por

casa. De repente se quedó frente a frente con su imagen en el espejo de cuerpo entero. La

consideró con detenimiento, por delante, por detrás, de perfil. Se aprobó con mención muy

favorable. Levantó la mano izquierda. Si hubiera alguien delante de mí y nos hubiéramos

puesto de acuerdo para levantar esta mano, la suya no habría sido la izquierda sino la derecha.

Jamás podremos ponernos de acuerdo con nadie, excepto con nosotros mismos.

Absolutamente convencida de que había pensado una perogrullada, entró en la ducha.

La familia al completo la estaba aguardando con la mesa puesta.

-Ya que estás de pie, ¿puedes traer el pan?

Tomó asiento al tiempo que depositaba la hogaza encima del tablero. La dichosa madre

podría trabajar sin desmerecer en la cocina de un restaurante cinco estrellas. Lástima que ella

no pueda honrar, como se merecen, sus desvelos. En los tres grupos que constituyen el

segundo año, no hay ni tres chicas con sobrepeso.

-Adivina quién me ha llamado hoy.

-¿Será acaso Maxime?

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-Justo. Sabe que se acercan los exámenes finales y quiere saber cómo lo llevas.

-Pues si te llama cada tres días. Si fuera tu querida no te llamaría tanto.

-Caroline.....

-Compréndelo. Te espera como los judíos al Mesías. Sus empleados llevan un año

reclamando un puesto suplementario.

-Bueno, pues dile por enésima vez que todo está bajo control. Dentro de un mes ya me tiene

allí.

-Me alegra oírte hablar con tanto aplomo.

-Descuida, papá. Todo está atado y bien atado.

La comida no duró mucho más pues la ración de Caroline fue variada aunque exigua.

-Disculpadme. Se me hace tarde. Son las lenguas de todos los demonios.

-¿Por qué habrían de hablar inglés y alemán los demonios y no, por ejemplo, español o

latín? Bien pensado, me inclino por el latín, pues deben entenderse bien con los curas, que son

quienes más publicidad les hacen.

-Ja, ja. Me muero de risa.

-Anda, vete ya. Que las lenguas son de una importancia capital, hoy en día.

Los dientes bien cepillados, eso sí. Y el último toque de maquillaje, faltaría más. Pero

enseguida baja como un ángel vengador, dorada la melena ondeando al viento, o como un

cazabombardero, por la escalera. Maldita sea y todo esto por las dichosas lenguas. Si por lo

menos se tratara de las matemáticas o de la economía de empresa como los otros días....

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En el recibidor recogió bolso y cartera, despidiéndose desde allí mismo. Unos segundos

después ya estaba acelerando más de la cuenta el coche. Menos mal que a estas horas no hay

mucho tráfico. Todos comen.

El alemán todavía era un mal menor. La hora y media que había que esperar jugando con los

ordenadores o revisando las materias importantes, también. Pero los noventa minutos de

inglés a última hora, ella se los había tomado cual si fueran una cuestión personal. Como si no

tuviéramos una verdadera vida al lado, para malgastar lamentablemente nuestro tiempo de

esta manera. Por añadidura, las clases eran soporíferas, cada una la imagen exacta de la

anterior, siempre documentos escritos, la batería de ejercicios variada, si cabe, pero a la larga

todo venía a ser lo mismo, cada vez idéntica sucesión de un reducido catálogo que se repite.

Sabiendo, además, que el tipo no preparaba sus clases sino que las compraba por internet y se

presentaba, sin el menor reparo, con la hoja impresa de las correcciones. En tanto sus alumnos

realizaban los ejercicios, él se ocupaba leyendo otras cosas. Las malas lenguas aseguran que

estudia latín y griego. Claro que, dado que era nativo, ya podían hacerle preguntas que él las

respondía todas y hasta los más dotados habían renunciado a inquietarle. Sólo que eran muy

pocos los que todavía trabajaban en su clase. Pero eso a él parecía traerle sin cuidado.

Puntualmente venía cada miércoles, daba su texto, sus ejercicios; con toda la flema de que

puede ser capaz un inglés, leía el documento, acordaba diez minutos para el primer ejercicio y

se enfrascaba en sus lecturas personales. Eso a Caroline la ponía furiosa y de inmediato

sacaba sus apuntes de economía de la empresa y se ponía a estudiarlos con una suerte de afán

de revancha.

-No te quejes tanto, por lo menos éste, aunque trabaje poco, nos alegra la vista.

Caroline, sinceramente sorprendida, miró a su compañera como si hubiera descubierto en

ella a una licenciada de la escuela teológica de Andalucía.

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-Ésta sí que es buena. A ver si ahora resulta que por las noches te metes el mango del cepillo

del pelo hasta las cerdas pensando en este carcamal. No, si ya sabía yo que no estabas muy

bien acabada.

-Pues no soy la única. Mira a tu alrededor y verás las posturas que adoptan algunas con la

esperanza de que se digne mirarlas.

Caroline dio una barrida en torno con la mirada.

-De acuerdo. Pero eso no prueba en absoluto que lo hagan pensando precisamente en él.

-¿Tú has visto eso en clase, por ejemplo, de ventas o de alemán?

-¿Cómo lo voy a ver en alemán si es la primera vez que noto ese comportamiento

ciertamente peculiar?

-Pregúntale a tu vecina, a quien los ojos le hacen chiribitas.

-Mi vecina está pensando en la sopa de remolacha que se va a tomar en cuanto llegue a casa.

-¿Sí, eh? Vamos a ver, Suzy, ¿qué serías capaz de hacerle a este inglés para que te diera dos

buenos empellones por detrás?

-No estaría menos de dos horas chupándole el caramelo para que me hiciera eso.

-Y yo que estaba convencida de que esto era un anexo de la universidad. Y resulta que es un

hospital psiquiátrico. ¿Pero habéis visto? Si casi todo lo que tiene en la cabeza son canas. Eso

sin mencionar el hecho de que podría ser vuestro padre.

-Cuando más viejo, más pellejo.

-Tenéis la cabeza tan hueca como una calabaza de Halloween.

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-Claro, como tú te curas en salud, siempre que te apetece, con el palo de santo de que debe

disponer tu espléndido pedazo de bombero, pues no deseas ya otra cosa.

-¿Sabéis qué os digo? Que os den morcilla a las dos. Estáis más grilladas que un garbanzo

de puchero.

-A ver, usted, señorita, que tantas ganas de hablar parece tener. Denos la respuesta al

ejercicio.

El furor arreboló las mejillas de Caroline.

-No lo he terminado.

El horroroso súbdito de su Graciosa Majestad se acercó con dos zancadas a la mesa que ella

ocupaba.

-Ni corre el riesgo de terminarlo, ocupada como está con sus comadreos y sus apuntes de

economía de la empresa. La nota que le corresponde es cero, por supuesto. Ah, y el próximo

miércoles nos tocará hacer el último examen del año. Hasta entonces, que lo pasen bien.

El estruendo de las sillas retirándose al unísono ahogó las risas de sus dos compañeras.

-Parece que el amor que le profesas es debidamente correspondido.

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Esa noche, durante la cena, apenas habló. Y, con la excusa de los exámenes finales, se retiró

pronto a su habitación. Con el bombero habló lo justo, a través del messenger, para advertirle

que estaba agotada por la mencionada razón y que se iba de cabeza a la cama. Cosa que llevó

a efecto de inmediato. Pero no para dormir. Sabía pertinentemente que no podría hacerlo. No

al menos en breve.

Ese cero, aunque tuviera un bajo coeficiente, acabaría por hundir la nota media que, ya de

por sí, no esperaba demasiado boyante. Siempre había experimentado dificultades en inglés.

Lo suyo no eran las lenguas, eso por descontado. Sin embargo, hasta el año pasado, había

suplido tal deficiencia con un esfuerzo bastante riguroso, a decir verdad. Pero ese año no

había podido mantenerlo, por dos razones esencialmente. Primero por la falta de simpatía

hacia su profesor, la cual fue incapaz de disimular. Demasiado tarde, desde luego, para

lamentar todas las veces que le había contestado con ironía y hasta con desprecio, o le había

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obsequiado con una sonrisa burlona, como la que se dirige al más lamentable de los payasos.

Un payaso está bien en un circo, pero resulta inadmisible en la tarima de una universidad. La

segunda razón era que, hasta el momento, había conseguido hacer algo de trampa. Alguien

había logrado comprar los temas que usaba ese desperdicio, y dado que el examen era el

mismo para los tres grupos, hasta ahí alcanzaba su desidia y su comodidad, los móviles se

ponían enseguida a parpadear con el texto que había caído. Claro que no bastaba con tener la

corrección de las respuestas, aún había que redactarlas de modo que pareciera natural. Pero

sus amigas la ayudaban en ello. El inglés, por su parte, podía haberla corregido con especial

severidad. No obstante, por una razón desconocida, había renunciado a hacerlo.

El miércoles siguiente entró en el baño a las once en punto. Ante el espejo de cuerpo entero

se probó unos pendientes dorados de aro grande. Se miró de perfil. La larga melena le llegaba

hasta las nalgas. Liberó los senos que se estaba protegiendo con los brazos y éstos se

mostraron, turgentes, casi erectos, con un ligero temblor. Si fuera un hombre quien estuviera

frente a mí, no levantaría ni el brazo derecho ni el izquierdo, sino el miembro que posee en el

centro geométrico de su cuerpo. Lo cual nos permitiría sin duda llegar a un acuerdo. Pues lo

que él tendría de lleno, yo lo tendría de vacío y escrito está, lo lleno busca lo vacío y lo vacío

lo lleno.

Con sumo cuidado, se recogió el pelo. Contempló su boca pulposa, grande, frutal, dotada de

una suerte de avidez en la que jamás había reparado. Soñadora, entró al fin en la ducha.

Finalmente se maquilló cuidadosamente.

De ahí pasó a su habitación. Lo esencial de su guardarropa estaba constituido por vaqueros,

chaquetas y pantalones. Una pequeña parte, sin embargo, datando de un período anterior al

del bombero, contenía unos cuantos vestidos cortos. Algunos bastante atrevidos, por lo que

tuvo que desecharlos enseguida. Sin embargo, uno de ellos podía pasar. Se lo probó. Comparó

lo que estaba viendo a lo que solían llevar muchas de sus compañeras. No notó gran

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diferencia. Antes bien, recordó que, en ciertas ocasiones, se había llevado allí algo más

atrevido. Sabido es que, a Técnicas Comerciales, se va sobre todo a buscar marido.

-Caramba. No sé lo que será, pero presumo que las clases de lenguas han perdido parte de

su monotonía.

Nadie más se atrevió a hacer el menor comentario. Mientras aceleraba, consideró cuán

difícil le había resultado siempre engañar a su madre.

Las compañeras más allegadas la felicitaron. Los chicos, un tanto sorprendidos, la silbaron

y, durante unos minutos, se deshicieron en piropos. Pero casi enseguida las aguas volvieron a

su cauce. En realidad, allí todo el mundo estaba habituado a ese grado de seducción, incluidos

los profesores, por supuesto. En cualquier caso, el flemático inglés no levantó ni una ceja.

Más bien arrugó ambas cuando vio que se sentaba al lado de Marie, una de las mejores de la

clase y con un tono más bien glacial le ordenó que se separara de ella.

Éste viene a por mí. Pero no en el sentido que yo quisiera. Al final se ha decidido a gustar el

sabor de la venganza.

La siguiente sorpresa fue que no les puso el mismo examen que a los dos grupos anteriores.

Según fuentes fidedignas, nunca antes se había producido tal eventualidad. No solamente no

era el mismo, sino que a ellos, para humillarles más, sabiendo que muy pocos eran los que

habían trabajado, les puso un documento ya visto en clase. Todos habían venido con un

examen prefabricado que habría que tirar a la papelera. Y todos a una se inclinaban con pavor

ante un enunciado que se les antojaba escrito en una suerte de dialecto caldeo.

A decir verdad, la falda corta no debía ser utilizada sino como último recurso, sólo si ocurría

lo peor, si fallaba todo lo demás. Y eso era con toda exactitud lo que estaba sucediendo.

Entregó el examen de las últimas, dejando adrede que sus amigas más allegadas desfilaran

antes. Notó con cierta inquietud que únicamente quedaban en la sala representantes del sexo

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femenino, todas ellas vestidas con bastante coquetería, por emplear términos dotados todavía

de cierta ecuanimidad. Obsequiosas, giraban en torno a él como abejas alrededor de un pastel.

¿Acaso albergarían el mismo propósito? El mismo propósito tal vez, pero difícilmente

idéntica determinación. Aparte de que ella había trazado un plan.

Durante el largo intermedio de ese miércoles había conseguido eclipsarle un momento sin

que nadie lo notara para comprobar si el coche del inglés se hallaba donde solía.

Las malas zorras, si pudieran se lo tirarían aquí mismo, con todas las puertas y ventanas

abiertas. No tuvo más remedio que abandonarles provisionalmente en campo. Salió, pero fue

a refugiarse en la sala de fotocopias. De donde surgió en el momento justo para situarse

delante de la comitiva, con lo que debía asegurarse que sus ojos quedaran sujetos al contoneo

discreto, aunque apoyado, de sus volúmenes, que ella sabía dotados de un atractivo más que

suficiente para salir airosa en dicha operación.

Llegada a su propio vehículo, abrió el maletero para depositar su maletín y fingió buscar

algún objeto en el fondo, consciente de que la perspectiva en ángulo recto que ofrecía era

capaz de dar vértigo a cualquier hombre normalmente constituido. Luego entró en el coche,

desplegando sus interminables y bien torneadas piernas en el momento justo.

Aguardó, agarrada al volante como fuera a utilizarlo como punto de apoyo para saltar. Las

malas putas estaban empleando todos los recursos y melindres que sabían y más para

retenerlo. Pero tenían una desventaja: ellas eran tres. Y el número, en tales circunstancias, no

suele aportar favor. A menos que una de ellas superara con creces a las demás en

desvergüenza. Afortunadamente ello no sucedió. Las tres cedieron al mismo tiempo, con lo

que se produjo la ansiada despedida. Ellas siguieron adelante, mientras que él tomó, como era

de esperar, la calle de la derecha. No era probable que se volvieran, pues no tenían la menor

esperanza de verle.

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Caroline abrió con firmeza la portezuela de su coche y avanzó apresuradamente, casi

corriendo, hasta doblar ella también la esquina. Entonces aminoró el paso. Por un instante

acusó una cierta flaqueza de ánimo. El corazón comenzó a latirle con fuerza. Pero se recobró

enseguida. Le bastó con considerar de una manera fulgurante la situación en que se

encontraba. Él le llevaba tan sólo una veintena de metros y avanzaba sin mucha decisión. Se

diría que intuía algo. Sea como fuere, abordarle no era el paso más grave. Ni siquiera era

decisivo. Y al fin y al cabo, ella era mayor de edad. Lo peor no estaba en abrírsele de piernas,

si la dejaba entrar en el coche. Aún así, metió la mano en el bolso y puso en funcionamiento la

grabadora del móvil.

Hecho esto, hizo sonar los tacones, con tal firmeza, que él no pudo sino volverse, como si

llevara la propia muerte en los talones.

Al quedar cara a cara, Caroline se detuvo a su vez. A él se le notaba que hacía un esfuerzo

considerable por mirarla a los ojos y no bajar la vista hacia otras simas más inquietantes aún,

pero también se le notaba que había perdido una parte de su aplomo. Ello no pudo sino

remontar el ánimo de Caroline.

-Sé perfectamente que lo que voy a hacer no contribuirá sino a agravar mi caso, porque

excusarme en el momento mismo en que entrego un examen podrido, y es el último, no puede

sino parecer, en el mejor de los casos, hipócrita e interesado. A pesar de todo, he querido

hacerlo. Le ruego que me disculpe por la actitud que he mantenido a lo largo del año entero y

que yo misma no dudo en calificar de indigna y poco educada.

-Y yo sostengo que, a pesar de las apariencias, mi opinión es que tal actitud la honra.

Siguieron unos segundos de embarazoso silencio.

-Créame que no tiene la menor importancia. Ahora soy yo quien le ruega que lo olvide.

-Es usted muy amable.

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-Bueno, dicho esto. Le deseo que pase una agradable velada.

-En realidad, quería también hablar algunas cosas con usted.

-Adelante. La escucho.

-Para mí es....complicado. Así, de pie, en medio de la calle. ¿No podríamos ir a un lugar

más...confortable?

-¿A un...café, por ejemplo?

-No, tampoco. Acaso haya aparcado usted su coche por aquí....

-Sí, ahí mismo. A la vuelta de la esquina.

Al tomar asiento en el coche, Caroline no consagró el menor gesto a bajarse la falda, que se

le había subido considerablemente. Tanto que, durante una fracción de segundo, sus muslos

consiguieron al fin imantar los ojos del inglés.

-No le voy a hacer perder en exceso su precioso tiempo. Voy a ir al grano. En mi opinión

sólo resta poner en palabras la transacción en la que ambos estamos pensando. Por lo que a mí

respecta, ya lo sabe, mediante los esfuerzos conjugados del cero obtenido el miércoles pasado

y la pésima nota que me valdrá el examen de hoy, mi media global corre el riesgo de ser

francamente insuficiente. A decir verdad, ni siquiera cabe hablar de riesgo. Sin embargo, por

razones a las que no merece la pena aludir, necesito licenciarme este mismo año. He aquí mi

carencia. Ahora le ruego se digne examinar mis triunfos. Sé pertinentemente que mi cuerpo

no puede dejar indiferente a ningún hombre y me consta que usted no es una excepción, a

pesar de toda la flema inglesa de la que hace gala. Si tras esa máscara todavía le queda un

poco de honradez, convendrá en ello. Quiero que me mire, de arriba abajo, lentamente, y que

luego me diga cara a cara si le gusta o no lo que ve.

-Admito que me gusta más de cuanto quisiera.

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-Pues bien, yo le prometo ofrecerle todo ello, sin escatimar nada, con una sabiduría y una

entrega que usted no puede ni siquiera imaginar. Ningún fantasma que haya podido soñar

quedará sin materialización. A cambio de una nota honesta en inglés. Esto, lo quiera usted

creer o no, no invalida en absoluto la excusa proferida anteriormente, que es en todo punto

sincera.

Caroline se detuvo para observar el efecto de sus palabras. No pudo sino sonreír al

comprobar que éste había sido exactamente demoledor. El inglés parecía fuera de combate,

dispuesto a obedecer como un cadáver.

-Déjeme que le dé un anticipo.

Diciendo esto, se estiró como una gata perezosa y dejó que su mano se posara sobre la

piedra de él con un aleteo de paloma. La encontró dura y caliente. Una suerte de soplo, una

columna de aire ardiente, la envolvió y su irradiación penetró todo su cuerpo hasta la médula

espinal, de tal modo que ella misma se sintió desconcertada por semejante impresión, tan

repentina como insospechada y contundente, pero no retiró la mano.

Él, a su vez, quedó sacudido por un estremecimiento brutal que le recorrió todo el cuerpo y,

durante unos instantes, permaneció absolutamente anonadado. Después apretó los dientes y

con un esfuerzo que se hallaba, con toda evidencia, al límite mismo de sus fuerzas, tomó con

una delicadeza inefable la mano de Caroline y la levantó. Parecía que la estuviera

dolorosamente arrancando de su propia carne. Eso fue lo más difícil. Luego la depositó con

una precaución infinita sobre el muslo desnudo de ella.

Camille sentía que le quemaba la mano, como si la hubiera puesto entre un manto de

cernada. Y le quemaba también el muslo.

Hecho lo cual, el inglés cerró los ojos y respiró hondo.

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-Siento mucho tener que anunciarle que rechazo su oferta. No se sienta despechada, se lo

ruego, pues ya ha visto el trabajo que me ha costado hacerlo. Si esto hubiera ocurrido tan sólo

cinco años antes, habría sido sencillamente imposible para mí ofrecer la menor resistencia

ante la ofensiva de la imponente y deslumbrante máquina de guerra que es usted. Y perdone la

comparación, pero no encuentro otro modo de describir el impacto de su devastadora belleza.

Sin embargo, ahora, a mis cincuenta y un años de edad, si bien no soy en modo alguno

inmune a sus temibles efectos, como ha podido comprobar, sí me es dado, en cambio, luchar

contra la tentación, en nombre de mi integridad moral y mi deontología profesional. Le pido

pues encarecidamente que tenga la amabilidad de no insistir más en ello.

-Entendido. Disculpe pues mi atrevimiento.

-No hay mal en ello.

Caroline abrió la portezuela del coche y echó a andar, esperando que él se arrepintiera, que

detuviera el vehículo a su vera y le rogara volviera a entrar. Pero ello no sucedió. Ni siquiera

oyó que arrancara el motor.

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Tendida en su cama, con los auriculares puestos, escuchaba una y otra vez la grabación. Esa

renunciación, viril y sincera, que había en su voz la estaba impresionando más de lo que ella

estaba dispuesta a admitir. En contraposición a esa fanfarronería juvenil que tantas veces

había oído resumida en la boca de sus compañeros con el socorrido piropo que reza como

sigue: “los siete primeros polvos te los echaría sin sacarla”, este hombre provecto, maduro, no

había dudado en avanzar como argumento precisamente la disminución del poder de su

virilidad. Ello sonaba en sus palabras con un acento que le daba una honestidad solemne ante

la que era bien difícil permanecer insensible. Casi contra su voluntad, se estaba viendo

obligada a cambiar de opinión respecto a aquel hombre. Se sentía, además, como el cazador

cazado, había ido a poner una trampa y cada vez era más evidente que ella misma había caído

o estaba cayendo en una emboscada. Por supuesto que tenía la intención de darle un anticipo,

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un minuto o dos de felación, una penetración fugaz, poco más que entrar y salir; el resto, una

promesa de plenitud. Su argumento principal tenía que ser la grabación, cuando ésta estuviera

a buen recaudo, reproducida en varias copias. No servirse de ellas a cambio de una nota

honesta, ésa debía ser su verdadera proposición.

En lugar de eso, tenía en su poder una grabación absolutamente inoperante, más aún,

contraproducente en caso de que decidiera presentarla a la autoridad competente, pues en ella

aparece un hombre que lucha, cierto, contra una tentación culpable, pero que al final sale

vencedor. En suma, un hombre de carne y hueso cuya integridad fundamental le permite

triunfar allí donde muchos, quizá no entre los peores, habrían sucumbido. Absolutamente

inutilizable.

Y, por si fuera poco, le había quedado asimismo esa mano candente, ese prurito interno,

como una fiebre, que le producía una desazón ante la cual no sabía muy bien cómo

defenderse. Porque, aunque él no podía preverlo, lo que había presentado, con una franqueza

admirable, como una insuficiencia, se revelaba, de repente, como una virtud sencillamente

prodigiosa y dotada de un auténtico poder sugestivo en su caso. El calificativo de perfecta,

que nadie dudaba en atribuir a su pareja, no era tan natural y evidente como a todos les

parecía. Al bombero, lo que le sobraba era justamente ímpetu y juventud. Se conocieron

demasiado pronto. Se habían visto en la orilla de una cama algo temprano. La primera vez,

cuando ella quiso darse cuenta de que lo tenía dentro, el bombero ya había terminado y se

estaba retirando con la conciencia absolutamente tranquila del deber cumplido. No lo hacía

con mala intención, desde luego. Antes al contrario, podía vanagloriarse de que le gustaba

hasta en exceso. En cuanto se le ponía desnuda, a él se le secaba la garganta, palidecía y ya no

pensaba nada más que en empujar con su ariete. Cosa que hacía con una furia bestial.

Afortunadamente ella no tenía problemas de lubrificación. Pero claro, a los dos o tres

empellones, él ya se había venido dentro de ella y enseguida comenzaba a retirarse. Tan sólo

al cabo de un año, quizá por efecto de la rutina, a ella le iba dando tiempo de sentir algo, sólo

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el principio. Sin embargo, también incidió en ella la rutina, pero en su caso con efectos mucho

más devastadores. El polvo de los sábados por la noche con el bombero, tan envidiado por sus

compañeras y amigas, se había convertido para ella en un puro trámite.

Pensándolo bien, con el inglés las cosas sucederían de modo muy distinto. Con toda

evidencia, no había problemas de erección. Únicamente se trataba, según sus palabras, de una

sensibilidad ligeramente menor a la que había experimentado antaño, una sensualidad algo

atenuada, a la que podía sobreponerse hoy, pero quién sabe a cambio de qué fenomenal

esfuerzo. Sea como fuere, lo que parecía evidente es que él tampoco había quedado intacto,

algún plomo llevaba sin duda en el ala. Si las cosas en su conjunto se miran sabiamente, una

auténtica bendición para ella.

Cincuenta y un años. Cuando lo había calificado de vejestorio, le estaba dando cuarenta y

dos o cuarenta y tres como mucho. Aparte de que sus palabras tendenciosas eran portadoras

de una evidente exageración, producto de su mal humor. No obstante, considerándolo de una

manera objetiva, preciso es reconocer que no se conserva mal. Y esa hoguera en la

entrepierna, cuya quemazón conserva aún en la mano. Estaba sola en su habitación. Nadie

podía oírla. ¿Por qué no admitirlo de una vez? ¿Por qué no reconocer que ese fugaz contacto

la había inflamado toda por dentro?

De repente, la poca ropa que llevaba encima le sobraba. Sólo quería el contacto de su piel

ardiente con la frescura de las sábanas. Se incorporó, echó la combinación íntima sobre el

parqué. La mano, no sabía qué hacer con ella. Estaba en ebullición. La puso sobre la cara

anterior de su muslo y el incendio la ganó hasta los pies. Por un momento la acercó hasta su

centro, cubriendo su vulva desnuda, indefensa, frágil. La apartó enseguida. Un movimiento

involuntario la había dejado con las rodillas en alto, dobladas, con las piernas en ángulo recto.

Se revolvió de inmediato, colocándose boca abajo, la mano en el regazo, como si fuera una

mano extraña, como si fuera la mano de él. No la podía controlar esa mano, era más fuerte

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que ella. De repente la sintió caer como un ave rapaz sobre el clítoris. Pero recordó su fuerza

de voluntad y empleó toda la suya en imitarle. Consiguió levantarla, su mano, como él lo

había hecho, y le pareció que levantaba todo su cuerpo en vilo.

Había que ponerle obstáculos a esa mano de fuego. Recurrió a la almohada. Se la colocó

entre las piernas, se abrazó a ella. Pero la almohada se convirtió en el albo inglés y lo tenía

incrustado en el cuerpo. Se apretó contra él, lo cabalgó, con la pelvis parecía querer hundirlo

dentro del colchón y saltó de la cama en el último instante, para evitar el orgasmo. Aquello

era como un contagio, como una enfermedad, como una locura. Y en esta última no hay

salvación pues la voluntad colabora con el enemigo.

Agarrada al marco de la ventana, completamente desnuda, como una aparición, aspiraba el

aire con toda la boca abierta. Le faltaba la respiración. No quería volverse porque sabía que

allí estaba el inglés, con su piedra tallada en lava, dispuesto a abrasarle las entrañas.

Tan mayúsculo era el sofoco que hasta consideró la posibilidad de hablarlo con su madre y

hacer intervenir de urgencia o bien al médico o bien a la guardia republicana. Aquello era de

órdago. Jamás se las había visto con una subida tan avasalladora de la libido. Ni siquiera

hubiera creído que ese tipo de cosas pudiera suceder realmente. En suma, no pudo conciliar el

sueño durante toda la noche.

Al día siguiente, cuando se levantó de la cama, después de haberla dejado hecha un guiñapo

de arrugada y deshecha, pensó que estaría agotada, que ese día no sólo se le iba a hacer cuesta

arriba sino que sería un auténtico risco que habría que escalar. Nada de eso, tras una ducha, se

encontró más fresca que una rosa. Mientras desayunaba en familia ya no pensó en absoluto en

confidencias, ni siquiera a solas con la madre, antes bien, sentía un poco de vergüenza, pues

aquello se pasaba en verdad de castaño oscuro. También sentía algo de miedo de salir en ese

estado a la calle.

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En efecto, llegó a clase y a todos los chicos les encontraba una variedad particular de

atractivo. Su cabeza se puso a imaginar una historia con cada uno de ellos, juntos y por

separado. Semejante situación era insostenible, en todo caso para ella, que ni se consideraba

ni era considerada como una zorra, no como otras, que poseían una merecida reputación

sulfurosa, más bien al contrario, habían dejado de hacerle la corte porque la habían catalogado

ya como absolutamente fiel al bombero de marras, con quien acudía a todas las fiestas, y si

todavía le dedicaban piropos, en ocasiones sicalípticos, tan sólo era para darle gusto a la

lengua. Pero en ese momento ella únicamente deseaba que la violaran en los aseos. Si alguien,

quien quiera que fuese, se lo hubiera propuesto, o lo hubiera intentado, lejos de resistirse,

habría colaborado activamente. Si ellos lo supieran, o lo sospecharan... Era de todo punto

necesario que consiguiera guardar la compostura. Trató de seguir el hilo de la explicación que

se estaba produciendo, de tomar algún apunte, pero le resultó imposible concentrarse en ello.

Rendida ante la evidencia, se llevó el índice y el pulgar a los ojos y se los frotó con ellos.

Sin embargo, nadie pareció notar nada extraño, excepto la compañera que tenía al lado,

Alice.

-¿Te encuentras bien? ¿Estás enferma?

-No, no te preocupes. Es sólo que no he dormido bien esta noche.

Pero donde se halla el veneno, se halla el antídoto. Ese inglés cae, vaya que si cae, aunque

sea lo último que tenga que hacer en esta vida, pues necesito que me muerda de veras esa

víbora que le colea en la entrepierna. No veo otra manera de recuperar un poco mi serenidad

y, con ella, la posibilidad de salvar al menos los muebles de este curso crucial que se está

complicando demasiado, justo en su recta final.

La tarde, la dedicó a comprarse ropa. Logró que lo picante no desplazara la elegancia,

incluso en la ropa interior. Se alegró de que no hubiera nadie en casa, porque no le gustaba la

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idea de que la vieran desembarcar con ese auténtico arsenal de seducción. Ya bastante tenía la

madre la mosca detrás de la oreja.

Se detuvo en la cocina a beber un vaso de agua fresca antes de subir a su habitación para

probarse todo una vez más. Al levantar el vaso, tuvo que alzar la vista, lanzando

involuntariamente una mirada a través de la ventana. Un destello fugaz salió de la negra torre

de la iglesia. Se detuvo a contemplarla. Era como un barco calafateado de pez negra que

surcaba un cielo excesivamente azul. Algo raro había en ello. Nada en realidad, pero le llegó

una vaga sospecha. Alguna vez había considerado que ese campanario era un excelente

mirador sobre el pueblo.

Su hermano poseía un telescopio. Lo trajo a su habitación, desplegó el trípode y lo colocó

junto a la ventana. Apartó un poco la cortina y lo acercó al cristal.

En efecto, únicamente un telescopio podía distinguir aquel hombre joven vestido de negro,

rodeado de negro, otear con unos prismáticos negros. Probablemente, de haber hecho ese

descubrimiento unos días antes, se habría indignado. Se hubiera sentido obligada a la

prudencia, a una discreción mayor en el vestir, dentro de su propia casa. Pero en el estado en

que se encontraba reaccionó del modo opuesto. Se hallaba, en efecto, en situación de

comprenderle. Lo compadeció. Tal vez incluso conocía sus costumbres y a saber desde

cuándo había tomado el hábito de contemplarla. Trató de rememorar si algún día había hecho

algo excesivo con las cortinas descorridas. Acaso alguna vez se hubiera desnudado. No

consiguió arrepentirse.

Devolvió el telescopio a su lugar. Regresó. Descorrió por completo las cortinas del ventanal.

Bien, ya que no podemos hacer nada más por él, por lo menos le alegraremos la vista. Eligió

un punto que le permitiera contemplarse en el espejo y dejarse ver. Enseguida notó que ese

juego de espejos, el suyo de cuerpo entero y los múltiples que escondían los prismáticos, los

cuales iban a transmitirse unos a otros su imagen al derecho y al revés e iban a depositarla

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ante esos ojos negros, ávidos. La respiración, profunda, le levantaba la camisa al tiempo que

sus largos dedos se la iban desabrochando con una lentitud y una sensualidad que le

obsequiaba en parte a él y en parte al inglés.

El miércoles estaba arrebatadora en clase de inglés. Los compañeros se mostraban mareados

y confusos. No les había dado tiempo a reaccionar. Por primera vez se había ausentado a clase

de alemán, llegando en el último segundo antes de que el propio británico cerrara la puerta de

la sala. Mientras ganaba su asiento habitual, un murmullo de aprobación la envolvió y la

cercó, enroscándose a ella como una serpiente caliente. De pronto temió que unos compañeros

demasiado ansiosos le frustraran sus designios. Así que concibió algunas mejoras en su plan.

Nada más terminó la clase, pretextando una urgencia, abandonó de inmediato la sala en

dirección a los servicios. Nadie pudo reaccionar con la suficiente presteza. Miró atrás para

comprobar que no era seguida. Entonces se dirigió hacia una puerta lateral con objeto de

refugiarse en otro edificio. Desde allí vio cómo sus compañeros salían. Algunos grupos de

chicos, sin embargo, se demoraban más de la cuenta. Pero al cabo desalojaron el campo.

Finalmente, salió el inglés.

Aguardó a que desapareciera de su vista. Entonces corrió a tomar un atajo que la conducía

hasta la puerta de la habitación de las fotocopiadoras. Allí, se cruzaría en su camino. Un poco

antes de que él alcanzara esa posición, si se daba prisa.

Casi llegan a la par. Sus pisadas se podían escuchar bastante cerca. Esa vez iba solo.

Probablemente no quedaba nadie en ninguno de los edificios, en cualquier caso el patio estaba

desierto. Al diablo el recato, se puso a andar como una modelo de pasarela. Si se contoneaba

en exceso o no, ello iba a ser anecdótico en comparación a lo que estaba por llegar.

En su coche repitió el número de la vez anterior. Él pasó de largo sin decir esta boca es mía,

fingiendo, muy mal, no haberla visto. Cerró la portezuela, pero dentro del habitáculo sólo

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quedó su maletín. Pisaba fuerte, procurando que él la oyera. Tuvo que apretar el paso para

sostenerle el ritmo.

Sólo cuando estaba por alcanzar el coche, se volvió de repente.

-¿Qué quieres?

Tenía la respiración acelerada, como si hubiera subido corriendo. Su voz surgía

entrecortada. Caroline supo enseguida que él era la presa y ella el depredador.

-Quiero que me folles viva. Quiero que me pases por tu piedra. Quiero que me pidas que te

haga lo más fuerte que se te ocurra.

-No. Ya te dije que no puedo.

-Mira, tu nota puedes metértela donde te quepa. Pero tu verga quiero que me la hundas hasta

la empuñadura.

-Lo siento.

-Si me rechazas, me desnudo aquí mismo. Y me doy al primero que me reclame.

-Estás loca.

-Estoy loca por ti. Aunque no te quiero. Sólo espero que me des candela, castigo de vara,

por arriba y por abajo, donde te venga.

-Estoy casado. Tengo cincuenta y un años. Podría ser tu padre.

-Eres más viejo que mi padre. Pero vas a tener que transigir o te armo la de San Quintín. Y

no será más que el comienzo. Todo lo demás me da igual. Estoy dispuesta a cualquier cosa.

El inglés trató de avanzar hacia el coche. Afortunadamente era una calle residencial y no

venía nadie. Si había alguien mirando desde alguna ventana, eso nadie lo podía saber. Con un

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movimiento fulgurante, Caroline se sacó el vestido. Ya lo tenía en el cuello, cuando sintió que

una mano la agarraba por la muñeca.

-Bájalo enseguida.

Caroline obedeció.

-¿Dónde me llevas?

-Donde tú quieras.

-Calle arriba hay un bosque, justo ahí delante, a unos doscientos metros.

Subieron al coche. Dieron la vuelta a la manzana y enfilaron por donde había indicado

Caroline.

-A mano derecha hay un camino de tierra, pero puede entrar el coche. Tómalo.

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Los árboles estaban ya cubiertos de follaje. Cuando habían entrado lo suficiente en la

espesura, el inglés dio la vuelta y puso el coche hacia la salida. Hecho esto, cortó el contacto

del motor. Caroline le metió la mano entre las piernas y el asiento salió disparado hacia atrás.

Entonces se quitó definitivamente el vestido. La combinación íntima que llevaba debajo era

incendiaria.

-Estoy peor que una gata en celo, pero ahora verás tú lo que te ocurre por haberme puesto de

la manera que me has puesto.

El inglés estaba realmente sofocado. No pudo replicar. Camille lo cabalgó antes incluso de

desnudarlo. Pero quería sentir de inmediato su piedra dura. Luego se hundió entre sus muslos,

desabrochó en un santiamén el cinturón, le sacó los pantalones y todo lo demás. Lo echó en el

asiento de atrás.

-Ábrete bien de piernas que te voy a hacer la mamada de tu vida.

Caroline bajó la piel y dejó el glande enteramente al descubierto. Luego, con una voracidad

salvaje, se aplicó al masaje bucal. A poco se calmó para que el inglés no se le acabara de

golpe, con lo que le había costado. Pero pronto, como si no pudiera contenerse, volvió a la

furia inicial. Tan excitada estaba por verse haciendo ese acto, impensable con el bombero

porque no le habría durado ni cinco segundos, no hubiera llegado ni a ponerle los labios

encima de su cosa, que no se dio cuenta de que su espesa cabellera cubría su afán y sabía que

a los hombres les encanta ver eso, así que de vez en cuando se echaba la fabulosa melena

rubia a un lado.

El cuerpo de su antagonista había tomado la forma de un arco en su asiento, aunque

aguantaba bien el formidable acoso al que se le estaba sometiendo.

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Al final se decidió a montarlo, amazona terrible. Y lo hizo en el momento justo. El inglés

vio centellear sus grandes ojos verdes y pensó en alguna variedad de pantera. Ella, sin

embargo, saltó al asiento del pasajero.

-¡Niños! ¡Un colegio entero de niños, a menos de veinte metros!

El inglés los vio a través del espejo retrovisor. En dos filas ya, dispuestos a pasar por ambos

lados del coche, precedidos por las maestras. Echó el asiento hacia delante y arrancó

suavemente. Pero ellos iban completamente desnudos. El cristal poseía un ligero tinte, aun así

juzgó la situación de crítica. Salió a la carretera y puso el coche a bastante velocidad. Al cabo,

encontró otra carretera que se adentraba en el bosque. Se vistió. Caroline lo imitó, furiosa y

decepcionada. De nuevo el automóvil arrancó.

-¿Dónde me llevas?

-A un buen hotel.

A Caroline se le iluminó la cara con una inmensa sonrisa y se agarró con fuerza a su brazo.

En la habitación, comenzó todo desde el mero principio. Y cuando se le subió encima, el

palo la estaba aguardando y se lo hincó hasta la empuñadura, tal y como había prometido, esta

vez ya sin obstáculos ni sorpresas.

El inglés, por su parte, la degustó en todas las posturas imaginables. Si bien cada vez que

ella rozaba el momento cumbre, él se retiraba y le pedía que cambiara de posición, o que

chupara un poco más. Luego la ensartaba de otra manera y después de otra. Caroline rugía de

placer, apretaba los muslos, se retorcía. Suplicaba que entrara a matar con la espada de

verdad. Pero él no le hacía caso, la retiraba sin piedad en el momento justo. Caroline

obedecía. Y en cuanto la tenía dentro, se movía como una anguila, aunque con la potencia de

una yegua de la remonta. Su cuerpo era un horno de reverbero. Le ardían las mejillas.

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-Agárrate fuerte a los brazos del sillón.

Con eso supo que había llegado al fin el momento decisivo. Ya el primer puyazo la dejó

toda temblando como un flan. Y a éste siguieron otros muchos empellones administrados con

terrible autoridad y eficacia. Quiso esperarle, pero no pudo. Cuando tomó conciencia de que

estaba literalmente aullando de placer, entonces sintió como si le inyectaran un chorro de lava

con una manguera incandescente y una llamarada de fuego invadiera todos sus miembros. De

nuevo perdió la conciencia de sí misma.

El inglés sí que hizo realidad el piropo de tirársela cuatro veces prácticamente sin sacarla.

Más aún, lo tuvo que dejar ahí por pura necesidad, porque habían pasado más de dos horas

desde que estaban en el hotel y no sabía qué excusa inventar para acallar las previsibles

sospechas de su mujer. Pero no se fue sin asegurar que ni el propio Paris alcanzó a cepillarse a

una mujer con tantas campanillas como ella. Y Caroline le replicó que, hasta nueva orden,

tendría que repetir la proeza como mínimo todos los miércoles, pues no estaba dispuesta a

olvidar las ya mencionadas amenazas. Y él asegurando que no viviría, que no le tocaría la

camisa el cuerpo, hasta que no llegara el miércoles de cada semana.

De hecho, hasta que él tuvo que ausentarse durante un mes para ir a pasar las vacaciones en

Inglaterra, nunca pasaron dos días sin que se produjera el tremebundo choque de los dos

cuerpos. Para ella, la relación se había convertido en un ansia desesperada y para él en un

vicio. Ninguno de los dos podía, ni se les pasó por la cabeza, apearse del tren. Y el tren corría

como la hoja de una alcotana, tirado por dos poderosas máquinas de vapor.

El día que recogió las papeletas con las notas, se las entregó seria, pero sin tristeza, a su

padre.

-Ha faltado poco. Es el inglés lo que me ha hundido.

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El padre iba a decir algo. Pero la mano de la madre se posó en su hombro y luego en el

cuello.

-No pasa nada. El año que viene no puede sino conseguirlo.

-Pero Maxime....

-Que le den por el saco a Maxime. Hay más cosas en este vasto mundo que Maxime y más

empleos que el de su empresa.

-Vaya. Yo me había hecho la ilusión. Porque últimamente iba los miércoles a las lenguas

con bastante más entusiasmo.

La madre sonrió. Y Caroline le devolvió la sonrisa.

Salió al jardín y dejó a sus padres conversando con voz suave. Casi como un susurro le

llegaron las palabras de su madre:

-Mírala, en pocos días se ha hecho mucho más mujer. Está ahora en plena sazón. Se la ve

radiante y eso es lo que importa.

Caroline se fue directamente al cerezo y se puso a comer golosamente su fruto, negro a

fuerza de rojo. Y comenzó a soñar en cómo serían los miércoles del año siguiente.

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