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Wilson, Colin - La Jaula de Cristal
Wilson, Colin - La Jaula de Cristal
CONTEMPORÁNEA
LA
JAULA
DE
CRISTAL
COLIN WILSON
—¿Por qué?
—Jeremy me ha contado lo del asesino que deja citas de Blake. Pero me temo que no puedo
ayudarles, porque no tengo idea de si tío Oliver conocía a otros admiradores del poeta.
—¿Cree usted que su tío mató a su esposa? —la pregunta era de Butler.
—No... no lo sé. Pero, desde luego, era capaz de ello.
—¿Podría ver su colección de obras sobre Blake? —inquirió Reade.
—Pues claro. Están en la biblioteca. ¿Quiere usted venir, señor Butler?
—No, gracias, prefiero quedarme aquí.
Para entonces, Reade había terminado su bebida. Su cansancio había desaparecido por
completo, pero sentía la cabeza ligera. Se alegró de salir de la atestada habitación.
—Me gustaría tener la oportunidad de charlar en serio con usted en algún momento, señor
Reade —dijo Millicent—. Encuentro su libro de lo más fascinante. Pero esta noche hay aquí
demasiada gente...
Le condujo a una vasta sala que daba al jardín. Las estanterías llegaban hasta el techo; en
un rincón había un piano de cola.
—Por cierto, ¿no tiene usted algo de beber? ¿No? Le prepararé algo... whisky, ¿verdad? Los
libros sobre Blake están en esa estantería... la que tiene la llave en la puerta...
La mayoría de los libros eran los que esperaba, los más conocidos. Pero había un par de
pequeños volúmenes que nunca viera antes. Uno de ellos se titulaba Blake el Mago y era de un
autor que se autodenominaba comandante Chagworthy; dentro, una dedicatoria decía: "A
Oliver, con afecto, de Cecil Chagworthy"
—¿Tiene idea de quién es este Chagworty?
—Ninguna... Oh, espere. Sí, un anciano que vivía en Surrey. Recuerdo haberle visto una
vez. ¿Por qué?
—¿Estaba casado?
—No. Un viejo solterón.
—Ah. Descartado, entonces. Trabajo sobre la teoría de que el asesino puede ser un hombre
cuyo padre le obligara a leer Blake, de niño... alguien que expresa su rebeldía contra su padre
garabateando citas de Blake cerca de los cuerpos. Conozco algo de las obras clásicas sobre
Blake... y creo que ninguna de ellas encaja en mi teoría. Si no le importa, voy a tomar nota de
estos títulos.
—¿Por qué le interesan tanto estos asesinatos, señor Reade?
—Por favor, llámeme Damon... Tan sólo porque no puedo imaginarme la mentalidad de un
asesino que admira a Blake. Es una especie de contradicción de términos.
—¿Sí? —sonrió—. ¿Cree usted que es tanto como una contradicción que un hombre que
amaba sus libros tanto como Oliver matara a su esposa?
—Sí, tan difícil de imaginar me parece eso. Aunque tal vez la explicación esté en el carácter
de ella. Si eran realmente incompatibles, puede que llegara a odiarla. Blake dijo: "Mejor matar
a un niño en su cuna que albergar un deseo insatisfecho..."
—Ella era una bruja horrible... totalmente mezquina y malhumorada. Pero eso no es una
explicación.
—¿Me dispensa mientras tomo nota de los títulos?
En tanto que escribía, ella sacó un libro y lo abrió. Cuando él hubo acabado, le preguntó:
—¿Reconoce usted éste?
—No, tiene una encuademación muy hermosa. ¿Qué es? ¡Cielos! ¡Mi Blake de Lambethl
—Tío Oliver debía estimarlo mucho. Está lleno de acotaciones a lápiz. Quería preguntarle a
usted algo sobre una cosa que escribió... ah, aquí está. Usted dice: "Si un hombre
comprendiera el poder de su propia mente reconocería inmediatamente que el crimen no es
más que otro nombre de la autodestrucción". El tío Oliver la subrayó también... ¿Qué quería
usted decir?
—No debiera haberme dado tanto whisky si quería que le contestase coherentemente —rió
Reade—. No obstante, trataré de contestarle. Quiere decir que el crimen es, por su propia
esencia, negativo, como la mezquindad, la hipocondría o los celos crónicos. Hace mucho más
daño al criminal que a cualquiera de sus víctimas. Si los hombres pudieran entender sus
propios poderes (su capacidad de libertad), se darían cuenta de que la verdadera objeción en
contra del crimen no es su maldad sino... sino su absurdo, su irrelevancia... Lo siento, no me
expreso con mucha claridad. He bebido demasiado.
—Creo que ha sido usted muy claro. Sobre todo en lo que respecta a los celos.
—Oh, no quería decir... —Se detuvo avergonzado.
Ella rió:
—No se preocupe, no me lo he tomado personalmente. Sé que mi esposo es de los que
necesitan dos amantes, además de una esposa. Ya me he reconciliado con este tipo de cosas.
—Apenas si conozco a su esposo —con torpeza.
—Lo siento. Le estoy haciendo sentirse violento. ¿Bajamos otra vez?
—Como quiera. No es tanto que me sienta violento cuanto... inútil. ¿Qué puedo hacer?
—Nada. Olvídelo. Dígame otra cosa. ¿Cree usted de verdad que ese viejo brujo sabía que tío
Oliver era un asesino?
—Creo... que sí.
—¿Tiene usted pruebas reales de que posee poderes mágicos?
—Mágicos quizá no... Al menos, no en el sentido habitual. Es muy difícil de explicarlo...
—Qué lástima, siempre había deseado conocer a alguien con poderes mágicos.
—Oh, ya lo sé. Todos lo deseamos. Nadie quiere creer que el mundo es tan inflexible como
parece.
—¿Posee usted algún poder mágico?
—Oh, no. Por lo menos, son muy leves. Mire, todos cuentan con lo que usted llama poderes
mágicos, pero no los usan.
—¿Por qué no?
—Por toda clase de razones. En parte porque no sabemos mucho de ellos. En parte porque
no sería bueno que lo supiéramos... nos volveríamos perezosos y confiaríamos en ellos
demasiado.
—¿Qué puede hacer usted con los suyos?
—Pues... muy poco. No puedo volar en una escoba, si se refiere a eso. Comprenda, no son
sino una extensión de los poderes corrientes. Cualquiera puede adivinar el futuro, si se
concentra en ello, pero algunos ven más allá que otros; entonces decimos que tienen una
segunda visión.
—Sí, pero es que no podemos ver de verdad el futuro, ¿no? Quiero decir que es cuestión de
razonamiento...
—No, no lo es. Es cuestión de instinto, de intuición. Uno concentra sus fuerzas, como
alguien que quiere ver a través de la niebla. No se razona, se concentra. Y, de la misma forma,
alguien que lee con atención un montón de cartas, puede adivinar algo del carácter de las
distintas personas que las escribieron. Sólo que George Pickinghill tenía sencillamente la
misma capacidad en mucho mayor grado.
—¿Por qué no podía saber usted que la carta era de un asesino, si posee poderes mágicos?
—Preferiría que no los llamara "poderes mágicos" —sonrió—. No lo son. Mis intuiciones no
están tan desarrolladas como las de Pirkinghill. No me servirían de mucho. Yo trato de
desarrollar una clase de poder muy distinto... la habilidad de ver la magia que reside bajo la
superficie del mundo. O, dicho de otro modo, intento transformarme en un buen receptor de
radio, que recoge mensajes de finalidad que provienen de la atmósfera.
—¿Quién los envía?
—Nadie. Es como preguntar quién envía los rayos cósmicos. El airé está lleno de finalidad,
como los rayos cósmicos, pero las personas se hallan demasiado encerradas en sí mismas para
captarlos... Temo estar hablando demasiado. El beber siempre me atonta un poco... ¿Bajamos
otra vez?
—Muy bien, pero otra cosa más. ¿Por qué dice que todos tienen poderes mágicos?
—Oh, es obvio. Casi todos podemos hacer que los demás piensen en nosotros
concentrándonos muy intensamente. La mayoría puede hacer que otro vuelva la cabeza,
mirándole fijamente al cogote...
—Bueno, pues yo no. Lo he intentado a menudo.
—Seguramente es que protege sus pensamientos, sin querer.
Fueron hacia la puerta. Se veía claro que ella no quería dejarle marchar. Reade hallaba que
era peligrosamente fácil hablar con ella; la mujer emanaba una comprensión y simpatía que le
hacían sentir que eran viejos amigos. Y si bien ello le agradaba, cierto elemento de cautela le
instaba a retirarse hasta que la conociera mejor. Sabía, asimismo, que sería demasiado fácil
implicarse con ella en un plano emotivo, y el pensamiento de Sarah le frenó.
—¿Puede usted demostrarme sus poderes cuando bajemos? Mire a alguien y haga que se dé
la vuelta.
—Oh, sí, puedo hacerlo.
—¿De veras? ¿A cualquiera?
—Sí. Si quiere, haré algo más; intentaré que, quien sea, venga y me hable.
—Si es capaz de hacerlo —dijo con animación—, me habrá convencido de que cuanto dice
es cierto.
—Muy bien. Sólo quiero pedirle una cosa. No vaya pregonándolo. Y, sobre todo, no se lo
diga a quien me hable.
—Bueno. Pero, por curiosidad, ¿por qué no?
—Porque no es más que un truco de salón... nada que valga la pena de ser mencionado. No
quiero crearme una tonta reputación. Y a la gente le molesta pensar que se ha estado jugando
con ella.
Habían llegado al pie de la escalera. El salón seguía atestado; parecía que habían acudido
más invitados mientras se hallaban arriba.
Ella le indicó un hombre con traje oscuro, junto a la ventana, que charlaba con una chica
linda y regordeta.
—Pruebe con ése. Es Harley Fisher.
—¿Quién es?
—¿No lo sabe? Escribe novelas de espionaje que se venden a cientos de millares. Todos
están envidiosos de su éxito.
El hombre de quien hablaban era fuerte y alto. Diez años atrás habría, sido atlético; ahora
se le notaba cierto exceso de peso. El rostro carnoso tenía ese atractivo dudoso y brutal del
tiburón.
—¿No podría elegir otro? No me gusta mucho su aspecto.
—No. Le he elegido a él porque es bastante despegado con los desconocidos. Por eso, si
consigue que le hable, será usted muy listo.
—Lo intentaré.
Empezó a mirar al hombre grueso por encima del hombro de ella, concentrándose en un
punto de su cuello. Al cabo de un instante, el hombre le miró a través de la estancia. Reade
bajó la vista con rapidez, fingiendo escuchar a Millicent Bryce.
—Está mirando hacia aquí.
—Ojalá pudiera ver. Déjeme ponerme ahí.
Cambió de sitio; ahora que ya no estaba en línea directa con Fisher, Reade se sentía al
descubierto, pero siguió mirando con intensidad al perfil del novelista, relajando su mente por
completo y telegrafiándole la insinuación de que se acercara a hablarles. De pronto, intuyó que
Fisher iba a volver la cara; apartó la vista con rapidez y empezó a hablar a Millicent, quien
preguntó:
—¿Hay suerte?
—No lo sé. Tal vez esté demasiado interesado en la chica a la que Habla. De todos modos,
no puedo hacer más. Creo que debería buscar a la chica negra que hemos traído. Tal vez se
sienta abandonada.
Halló a Sheila en un rincón; escuchaba a un joven gordo, que se inclinaba hacia ella al
hablar. Sonrió al verle y el tipo alzó la vista con evidente fastidio.
—Lamento interrumpir... ¿Sabes dónde está Kit?
Fue lo primero que se le ocurrió; no deseaba entrar en la conversación.
—No. Pero quiero hablarle. —Le dijo al hombre—: Dispénseme...
El joven pareció perplejo y sorprendido al verla alejarse y Reade se sintió culpable.
—Ya es el tercero .que me estaba haciendo proposiciones.
—¡Cielos! ¿En tantas palabras?
—Bueno... no tanto. Dice que se dedica a la publicidad, que podría conseguirme trabajo
como modelo. Otro quería que fuera a ver su colección de huesos de Sudamérica, o algo así.
Me estoy hartando de estos hombres. Y algunas mujeres me miraban como para matarme. Es
desagradable.
—¿Nos vamos?
De repente se fijó en que Millicent Bryce se acercaba con Harley Fisher.
—Damon, el señor Fisher quiere conocerle.
Le miró con una sonrisa de complicidad, apartando en seguida la vista. El apretón de manos
de Fisher fue duro y abrupto.
—Me dicen que se encuentra en Londres a causa de los asesinatos del Támesis.
—Sí.
—Es un tema que también a mí me interesa. Tengo todos los recortes de prensa, por si le
gustara verlos.
—Espléndido —dijo con sinceridad—. Me encantaría. Así me ahorraría el ir a Colindale
mañana.
—Excusadme —dijo Millicent Bryce, marchándose. Reade observó que Fisher miraba a
Sheila con interés; se la presentó. Ella preguntó al momento:
—¿Por qué tiene la oreja partida?
Por primera vez Reade notó que al lóbulo de la oreja izquierda le faltaba un trozo en forma
de uve.
—Recuerdo de un contrabandista de armas en Jamaica. Durante la guerra trabajé en el
servicio de inteligencia... Por favor, señorita...
Se volvió y chasqueó los dedos en el momento en que Vivian Martin pasaba con una
bandeja.
—Señorita, ¿puede traerme otro vodka con cinzano seco? Vodka ruso, no esa porquería
inglesa.
—¿Cómo va a saber la. diferencia si le echa cinzano? —preguntó ella en tono frío.
La miró por un instante, como para contestarle; luego, deliberadamente, se volvió a Reade.
Vivian Martin enrojeció, alejándose; Reade intentó captar su mirada, pero ella no le miró.
—Millicent me dice que ese asesino deja citas de Blake escritas con tiza por las paredes —
siguió Fisher—. ¿Es cierto?
—Sí. Tengo nota de las citas, por si le interesa.
—No llevo conmigo las gafas de ver cerca. ¿Le importaría leérmelas?
Reade leyó en alta voz, en tanto que Fisher escuchaba, la cabeza inclinada a un lado.
Cuando Vivian regresó con el vodka, Fisher lo tomó de la bandeja, dándole las gracias con la
cabeza y mirando cómo se contoneaba al alejarse. Cuando Reade hubo concluido, preguntó:
—Dígame, señor Reade, como especialista en Blake, ¿ve usted alguna conexión entre las
citas?
—Ninguna. No creo que la haya.
—Entonces ¿qué significan?
—Es demasiado complicado para explicarlo aquí...
Se mostraba evasivo porque se sentía irritado por los modales de Fisher. Pero éste
persistió:
—¿Por qué elegir a Blake?
—Sólo puedo intentar adivinarlo...
—Hum. ¿Qué va a hacer luego?
—Ejem... irme a casa.
—¿Le gustaría venir a la mía? Está aquí al lado. Le mostraré los recortes de prensa.
—No estoy seguro de poder. He venido con Sheila y otro amigo y...
—Que vengan también. Yo espero a otro amigo mío, Royston Meredith. ¿Le conoce?
—He oído hablar de él, claro...
—También le interesan estos crímenes. Se sentirá fascinado al enterarse de lo de Blake.
—Pues gracias, me gustaría.
—¡Excelente! Me reuniré con usted dentro de media hora, ¿de acuerdo? Ahora dispénseme
un momento; deseo hablar con nuestra anfitriona...
Al otro lado de la sala Reade vio a Butler que hablaba con Vivian; intentó llegar hasta ellos,
pero fue interceptado por Jeremy Bryce, quien le presentó a una mujer de mediana edad con
un vestido de color castaño. Empezó a hablarle de Blake. Cuando le preguntó a qué se
dedicaba, explicó que era novelista, e inmediatamente procedió a contarle anécdotas de los
críticos que, sistemáticamente y durante años, atacaban sus obras. Sheila la escuchó durante
unos minutos, esfumándose luego. Veinte minutos más tarde Reade seguía escuchando y
haciendo comentarios de simpatía. A ellos se unió un americano de gafas de montura de
hueso, quien mencionó que era profesor universitario y crítico literario. La mujer le preguntó al
instante qué calificaciones poseía para juzgar obras ajenas. Él quedó sorprendido ante la
hostilidad de su voz y empezó a explicar sus ideas acerca de la función de los críticos. Mientras
discutían, Reade consiguió desaparecer. Butler también lo había hecho; en su lugar, Millicent
Bryce daba conversación a una joven delgada, de piel ajada color de oliva y lentes sin
montura; inmediatamente le presentó a Reade y les dejó para que challaran.
Veinte minutos más tarde, el número de personas en el salón se había reducido. Reade
huyó al cuarto de baño y se encontró con Kit, que salía. Parecía animado y contento de sí.
—¡Hola, Damon! ¿Te diviertes?
Reade miró a su alrededor, para asegurarse de que no había nadie cerca, y dijo:
—Es infinitamente peor de lo que esperaba. Empiezo a preguntarme si estoy loco. Yo creo
que la gente viene a castigarse a sí misma.
—¿Por qué, qué pasa?
—Nada. Sólo que el hablar con gente que no conozco y con la que nada tengo en común me
recuerda cuando de niño me hacían tomar aceite de ricino. Acabo de charlar con una doctora
estúpida, que pretende que lo más importante que hay que conocer de cualquier persona es si
fue criada con biberón o al pecho. Dice que causa terribles neurosis, o algo por el estilo...
—Eres demasiado antisocial, Damon —Butler le dio una palmada en el hombro—. ¡Deberías
esforzarte más en hablar con la gente!
—¿Por qué? —indignado—. El fin de la conversación es la comunicación. Y aquí no hay nadie
con quien desee comunicarme.
—¿Cómo puedes saberlo hasta no haber hablado con todos?
—Eso es como pedirme que tome veneno para saber si me sienta mal.
—¿Se escapan ustedes dos? —preguntó la voz de Millicent Bryce.
Reade sintió que enrojecía.
—No... yo iba... ahí dentro.
Ella se le acercó.
—Bueno, ha resultado. Él ha venido a mí por por su propia voluntad, para pedirme que les
presentara.
—¿Qué es lo que ha resultado? —dijo Kit.
—Nada —cortó Reade con rapidez—. Por cierto, Harley Fisher quiere que vayamos luego a
su casa. Tiene un montón de recortes acerca de los crímenes.
—¡Maravilloso! ¿Por qué no viene, Millicent?
—Porque a mi marido no le gustaría —rió—. No confía en Harley.
Fisher salió del salón, mientras hablaban. Saludó a Reade:
—¿Listos?
—Sí, en un instante. ¿Me dispensan?
Resultaba agradable hallarse solo en el cuarto de baño. Se dio cuenta de cómo su estómago
subía y bajaba con rapidez al respirar, y deseó poder echarse en una cama y dormir. En su
casa, jamás bebía whisky; le hacía sentirse cansado. Le desagradaba la idea de ir a casa de
Fisher.
Cuando salió, Butler le esperaba. Dijo en voz baja:
—¿Crees qué podríamos llevarnos también a Viv?
—Supongo... Dijo que podía invitar a quien quisiera. Pero no creo que vaya. Ha sido
bastante grosero con ella, mientras servía las bebidas... ¿dónde está?
—Fuera. Le he dicho que vaya por delante. No quería que Jeremy se enterara de que se iba
conmigo.
Harley Fisher esperaba en el vestíbulo, hablando con Sheila; una de sus manos descansaba
ligeramente en el brazo desnudo de la muchacha. La dejó caer al ver a Reade y Butler.
Vivian Martin frunció el entrecejo cuando vio a Fisher junto a Butler. Éste le dijo:
—Viv, vamos a tomar una copa a casa de Harley. Vente.
—No creo que pueda. Tengo que ir a casa.
—¿No van a presentarme a su amiga? —preguntó Fisher.
—Ya nos hemos conocido dentro —repuso ella con frialdad—. Le he servido un vodka con
cinzano.
—¡Pues claro! Qué estúpido soy. Por favor, permítame persuadirle de que venga a mi casa y
me deje devolverle el servicio.
Su sonrisa era encantadora, concentrada en ella como una lupa. La joven vaciló, luego
sonrió y dijo al fin:
—Gracias, me encantaría.
Fisher la tomó del brazo y caminó por delante con ella. Butler dijo al oído de Reade:
—Lástima que éste no sea homosexual.
La casa de Fisher hacía esquina; era un edificio pequeño, de dos pisos, poco llamativo y
caro. El jardín de delante estaba pavimentado a la manera de un patio español, con un
estanque de peces y dos acacias. Bajo la ventana se veían rosales.
Se abrió la puerta, antes de que llegaran a ella. Un hombrecillo pequeño, de piel dorada,
que bien pudiera ser javanés o filipino, tomó el abrigo de Vivian.
—El señor Meredith le espera, señor.
—¿Ha llegado hace mucho?
—Sólo unos minutos, señor. Está con una dama.
—Oh, ¿sí?
Volvió a coger del brazo a Vivian y fue hacia la puerta, que abrió. Junto a la ventana se veía
un hombre menudo, de traje oscuro, con una joven rubia a su lado. Fisher les saludó, rieron y
luego Fisher hizo las presentaciones:
—Lamento haber llegado tarde, Royston. ¿Puedo presentaros a la señorita Martin?
—No llegas tarde. Es que nosotros hemos venido temprano. Nos hemos hartado de la
recepción. Ésta es Violet de Merville.
Reade y Butler fueron presentados. De nuevo Reade observó el discreto pero decidido
interés por Sheila.
La mano de Meredith era suave y húmeda. Reade le observó con interés. Había visto
fotografías del novelista; en todas se le representaba ceñudo y triste. En la realidad parecía
dulce y nervioso. Su voz era aguda, cuidadosamente controlada, como si hablara una
conferencia de larga distancia en una línea muy mala. La joven que iba con él tenía la belleza
suave, pero estereotipada, de las modelos. Su boca débil, curvada hacia abajo, era igual a la
de Millicent Bryce.
—El señor Reade escribe libros sobre Blake —explicó Fisher.
—Sí, son muy conocidos —asintió Meredith.
—Voy a enseñarle los recortes acerca de los asesinatos del Támesis. Tiene cierta
información bastante interesante.
Abrió la tapa de una radiogramola y la encendió.
—Espero que a nadie le importe, pero voy a poner en marcha la grabadora magnetofónica.
Me gustaría recoger en cinta lo que nos diga el señor Reade. ¿Le importa?
—No, claro que no —repuso Reade azarado.
—Pero bebamos algo antes. ¿Qué tomarán? ¿Whisky? ¿Señorita de Merville? Permítame
convencerla de que pruebe este whisky de malta. Me lo ha mandado un amigo mío que tiene
una pequeña destilería en la Isla de Mull. Tiene quince años...
Mientras Fisher hablaba, Reade se levantó y miró la grabadora. La cinta ya daba vueltas.
Aceptó un vaso lleno hasta la mitad de un licor pálido, pajizo, que Fisher le ofreció. El sabor
era engañosamente suave.
—Tinsingh nos traerá bocadillos dentro de un momento. —Prosiguió el anfitrión—. ¿Cree que
podríamos empezar ya a oír su historia? Deje que le ponga cerca el micrófono.
Reade se sentía violento al saberse el centro de la atracción y decidió terminar cuanto
antes. Sacó el cuadernito de su bolsillo y empezó:
—Debo explicar que vivo en el Distrito de los Lagos, cerca de Wastwater. Hace unos días, al
volver de Weswick, hallé esperándome un sargento detective...
Resumió la información y concluyó:
—...Así que, por diversas razones, decidí venir a Londres...
—Perdóneme —le interrumpió Fisher—, pero ¿podríamos conocer la historia completa, si no
le importa? Jeremy me ha contado lo de su tío...
Reade bebió un trago largo para humedecer su seca garganta; luego repitió la historia de su
visita a Pickinghill. Meredith le interrumpió de nuevo en este punto, para interponer:
—Perdóneme, pero creo comprender que usted dio por descontado que el anciano sería
capaz de elegir la carta de un asesino.
Fisher alzó las manos, diciendo:
—¡Espera a que oigas lo que sigue! Continúe, señor Reade.
El escritor resumió su visita a Jeremy Bryce en pocas frases; se había aburrido de hablar y
quería irse a casa.
—¿Qué hay de los bocadillos, Harley? —preguntó Butler.
—Tiene razón. Ya deben de estar. Le he dicho que no los trajera hasta que tocara el timbre.
—Pero ¿qué hará ahora, señor Reade? —inquirió Meredith—. ¿Irse a casa?
—Supongo que sí —se encogió de hombros.
—¿Se lava las manos del caso? —preguntó Violet de Merville.
—No del todo. Pero no veo qué puedo hacer... No, no más whisky, gracias.
—¿Qué cree usted que será del asesino, señor Reade? ¿Continuará como hasta ahora? —de
nuevo era Meredith.
—Así lo imagino. Hasta que se suicide.
—¿Por qué había de suicidarse? —dijo la joven.
—No puedo explicarlo bien... es como un hombre que se encamina a un callejón sin salida.
Ha de llegar al final.
—Estoy de acuerdo —asintió su anfitrión—. Pero, ¿qué puede impedirle que se limite a dar
media vuelta?
Reade se sintió aliviado al abrirse la puerta y aparecer el sirviente con una bandeja de
bocadillos. De pronto se dio cuenta que no había tomado nada desde el desayuno y
comprendió que su depresión y aburrimiento se deberían, con toda probabilidad, al hambre.
Esperaba asimismo que, con los bocadillos, la conversación se generalizara; quería que le
dejaran en paz. Pero parecía como si Fisher no tuviera intención de permitirlo. Tendió un plato
a Reade, le dejó que se sirviera un bocadillo de carne y un poco de ensalada y luego dijo:
—Explíquenos por qué cree usted que el suicidio es inevitable.
—¿Por qué yo? —rió Damon—. ¿Por qué no se lo pregunta a Kit? ¿O a Sheila? Conocía a dos
de las víctimas...
Su intento de distraer la atención de sí no tuvo éxito.
—El experto es usted, señor Reade. Así que oigamos su punto de vista. Luego le dejaremos
que coma en paz.
Reade respiró profundamente. Dijo con resignación:
—Muy bien. Intentaré explicarlo. Pero es bastante difícil. Verá... he dedicado mi vida al
problema de por qué ciertos hombres ven visiones. Hombres como Blake, Boehme y Thomas
Traherne. Un psicólogo sugirió una vez que tienen un producto químico en su sangre... lo
mismo que hace que un dipsómano vea elefantes de color rosa. Pero es obvio que yo no puedo
aceptar esta versión. He pasado cierto tiempo estudiando la acción de las drogas y he tomado
algunas yo mismo. Y he visto claro que lo que llamamos "conciencia ordinaria" no es sino un
caso especial, limitado... Pero esto es patente con sólo un vaso de whisky. Produce cambios en
el consciente, una especie de agudizamiento, de profundidad. En el consciente ordinario nos
damos cuenta sobre todo del mundo que nos rodea y de sus problemas. Es enormemente
difícil de explicar...
—Hasta ahora es usted muy claro. Siga, por favor.
—Tal vez con una analogía lo comprendan mejor... En nuestro estado ordinario de
consciencia, miramos desde detrás de nuestros ojos, al igual que un conductor mira desde
detrás del parabrisas. El coche es muy pequeño y el mundo exterior enorme. Ahora bebo unos
vasos de whisky y el mundo exterior no ha cambiado en realidad... pero el coche da la
impresión de haberse vuelto más grande. Cuando miro dentro de mí, me parece hallar
espacios mucho mayores de lo que me doy cuenta habitualmente. Y si tomo ciertas drogas, el
coche se hace amplio, tan amplio como una catedral. Hay espacios grandes, vacíos... No,
vacíos no. Están llenos de toda clase de cosas... recuerdos de mi vida pasada y millones de
cosas que jamás hubiera creído haber observado. ¿Me comprenden? El hombre limita su
consciencia deliberadamente. Le atemorizaría darse cuenta de tales vastos espacios de
consciencia todo el tiempo. Se mantiene cuerdo viviendo en un estrecho y pequeño consciente
que parece estar limitado por el mundo exterior. Porque tales espacios no están habitados sólo
por recuerdos. Parece haber cosas extrañas, ajenas, otras mentes...
Al decir estas palabras vio que Violet de Merville se estremecía. Rió:
—No intento ser alarmante. No hay nada fundamentalmente horrible en dichos espacios. Un
día los conquistaremos, como conquistaremos el espacio exterior. Son como una selva
enorme, poblada de criaturas salvajes. Edificamos alrededor un muro alto para nuestra
salvaguardia, pero ello no significa que temamos a la selva. Un día edificaremos ciudades y
calles en tales espacios.
—¿Pero y del asesino qué? —preguntó Butler, impaciente.
—Ah, sí, el asesino. Me había olvidado de él. Miren, las drogas y la bebida son una forma de
hacer que nos demos cuenta de la selva al otro lado de la consciencia ordinaria. Otra forma es
el asesinato. Cuando la gente enloquece, en realidad ve con más profundidad que nosotros. La
locura no se basa en una ilusión engañosa; se basa en la verdad. Y se da cuando la gente,
accidentalmente, destruye parte del muro que nos separa de la selva. Vean, ese muro no es
sencillamente cuestión de percepciones ordinarias. Es cuestión de convenciones sociales,
costumbres emotivas, etcétera. La locura comienza, por lo general, por alteraciones emotivas
fuertes.
"Pero un hombre que decide cometer un crimen ya ha roto la convención más fuerte que le
liga a la cordura y la sociedad. En la guerra, desde luego, es distinto. La sociedad respalda el
asesinato. Pero casi todos los asesinos son hombres que han matado en un arrebato de ira,
por lo que no son auténticos rebeldes. Después, otro amplio porcentaje de asesinos lo hace
como un riesgo calculado para ganar dinero... como en las carreras. No son rebeldes, sino más
bien jugadores profesionales... como todo criminal profesional. Eso nos deja una proporción
mínima de asesinos auténticos, los rebeldes verdaderos, los hombres que matan nada más que
por su propio placer... sádicos, asesinos sexuales y todos los demás. Saben que están solos
por completo. No pertenecen a ninguna fraternidad criminal. En cierto sentido, son como niños
mimados, que saben que no debieran hacer ciertas cosas, pero que creen poder engañar a los
adultos...
Pero calculan mal, como un paracaidista que se tira y acorta la distancia aérea porque
quiere mayor libertad. Están abriendo un agujero en el muro que les protege de la selva. No
llegan a entender que el quinto mandamiento no es sólo una convención social. Es también
una convención de la consciencia. Derribadla y estaréis cortando las amarras que os unen a la
cordura. Destruiréis parte de vosotros mismos...
—Hay una sola objeción —dijo Meredith—. ¿Por qué, en ese caso, los místicos no se suicidan
también?
—Porque aspiran a romper el muro. Toda su actitud es diferente. Es como una expedición
bien equipada que se encamina a la selva. El asesino, en cambio, es el niño que se interna en
ella accidentalmente. Su propio terror le hace más daño que los auténticos peligros. No sabe
que la selva existe hasta que no se halla perdido en ella.
Fisher dijo con su voz suave, culta:
—Es una teoría fascinante, pero apenas si se apoya en hechos. Porque, desgraciadamente,
la mayoría de los asesinos múltiples no se suicidan. A la mayoría los capturan por su propia
estupidez... como a Christie y a Heath.
—No es tan seguro —le contradijo Meredith reflexivo—. Uno tiene la impresión de que la
mayoría quería que les cogieran y cometían errores a propósito. ¿No es eso una especie de
suicidio?
Reade aprovechó la oportunidad de su conversación para comer. Hacía tiempo que no se
sentía tan hambriento. Les miró mientras comía, pensando: "Extraño; hablamos de la selva,
pero nadie cree de verdad que exista..."
Fisher y Meredith discutían sobre la cuestión del suicidio; ambos parecían tener amplios
conocimientos sobre casos de asesinato; cada uno citaba ejemplos que confirmaran su teoría.
Reade no había oído hablar nunca de casi ninguno de los casos mencionados, si bien Urien
Lewis le mencionara algunos. Interrumpió un momento para decir:
—Perdonen, pero yo creo que una tercera parte de todos los asesinos se suicidan.
—¿Tanto? Pero aunque la cifra sea correcta, ¿no será por temor a que les descubran?
—Una forma drástica de evitar que les descubran —se burló Meredith.
Damon terminó con la ensalada y vació su vaso de whisky. Sofocó un bostezo y se preguntó
si podría despedirse cortésmente. Se puso en pie preguntando:
—¿Puedo salir un momento?
—La primera a la izquierda —dijo el dueño de la casa.
Al salir del cuarto de baño, halló a Butler en el vestíbulo y le dijo:
—Temo que dentro de un momento me iré a casa.
—¿Cansado?
—Horriblemente.
—Yo no iré hasta estar seguro de que Viv quiere irse.
Reade le miró sin entenderle y Butler se explicó:
—Ese bastardo de Fisher quiere meterla en su cama. Y si digo que me voy ahora, estoy
seguro de que encontrará alguna excusa para conseguir que se quede.
—Pero puede que ella no quiera acostarse con él.
—No seas tonto. Es como nosotros... experto en persuasión. De todos modos, yo no la dejo
aquí. Así que me quedaré hasta que quiera irse. Es mejor que tú te lleves a Sheila, si quiere.
Me parece que Fisher también espera tener planes con ella.
—¿No crees que eso es asunto suyo? Puede que le resulte beneficioso entenderse con él.
—No. Se acostará con ella y luego se la quitará de encima...
Fisher salió al vestíbulo con una jarra de agua. Reade le dijo:
—Espero que no le importe, pero creo que me voy a marchar. Estoy bastante cansado.
—¿Ya? Pero, ¿y los recortes?
—¿No podría prestármelos hasta mañana? Se los devolvería.
—O que los traiga Sheila —dijo Butler—. Pasa por aquí todos los días.
Reade observó la sonrisa burlona de su amigo, que se dirigió al cuarto de baño.
—Ciertamente. Lléveselos, desde luego. Voy a traérselos. Oh, Tinsingh, lléname esta jarra
de agua...
Cuando entraron en el salón, Meredith decía con su voz aguda, deliberada:
—Pero creo que se pueden adivinar algunos puntos. Es seguro que tiene coche. Debe vivir
más o menos solo, o los demás pronto empezarían a sospechar algo. No puede vivir en el
centro de Londres, porque tendría demasiados vecinos curiosos. Así que yo diría que vive en
las afueras, quizá en alguna vieja vicaría. ¡Puede que sea un vicario loco! Una vez conocí uno
que odiaba a toda la humanidad.
—Anglicano, de seguro —dijo Fisher.
—Oh, sí. Un hombre muy desagradable, con las orejas llenas de pelos y la mirada de un
toro enfurecido. Hubiera sido muy capaz de cometer estos asesinatos.
—Pero, ¿por qué elige a sus víctimas por la zona de Portobello? —preguntó Violet.
—Es fácil comprenderlo. Porque es tan horriblemente sórdida. Yo creo que esa zona se
llevaría el premio a la más sucia y oscura... sobre todo desde que están reconstruyendo
Whitechapel. Una vez conocí a una prostituta que trabajaba en la calle St. Mark y jamás se
lavaba. Era la mujer más sucia que he conocido nunca. Y tenía una cola de clientes que la
preferían así. Supongo que todos provendrían de pulidos hogares metodistas donde todo olía a
desinfectante, y ella les daba cierta sensación de libertad orgiástica.
—Yo no encuentro que Portobello sea nada sórdido —dijo Reade suavemente.
—Tal vez no. Es la naturaleza humana lo que yo encuentro sórdida, y me parece que los
barrios muy bajos lo reflejan con más honradez que sitios como éste.
Hizo un gesto hacia la ventana; en la casa de enfrente un jardinero podaba el césped.
Reade se inclinó hacia Sheila:
—Me voy a casa. Te dejo aquí con Kit...
—No —replicó inmediatamente—. También me voy.
—Oh, no van a irse —protestó Meredith.
—Me temo que sí. No estoy acostumbrado al whisky...
—Creo que usted pasa por aquí a veces —dijo Fisher a Sheila con suavidad—. Tal vez pueda
usted venir a devolverme los recortes.
Ella pareció sorprendida; Reade intervino con rapidez:
—No se preocupe. Yo me encargaré de que los reciba. Seguramente mañana mismo...
Siempre le parecía difícil despedirse; estrechó la mano de Violet de Merville y de Vivian
Martin, sintiéndose torpe al hacerlo. Fisher le tendió una carpeta grande de cartón, diciendo:
—Ha sido de lo más fascinante, señor Reade. Espero que esto le sirva de utilidad. Y espero
también verles de nuevo.
—Sí, claro.
Reade se sentía, violento al marcharse con Sheila, como si fueran un matrimonio que se
despedían.
***
En la calle el aire era fresco y de pronto se dio cuenta de cuánto había bebido. Ella le cogió
del brazo para cruzar y Damon le preguntó:
—¿Hubieras preferido quedarte?
—No. Prefiero estar contigo.
Se acercó un taxi; Reade lo paró y abrió la puerta para que pasara la joven. La carpeta era
más pesada de lo que esperaba y la puso en el suelo. Tocó el brazo de ella; estaba frío.
—Me calentaré en cuanto volvamos.
Se le acercó más y volvió a tomarle del brazo. El gesto le recordó a Sarah y le causó una
punzada de culpabilidad.
—Dios, qué cansado estoy. En cuanto me meta en la cama voy a quedarme dormido.
—¿Te vas cansado de Londres?
—Un poco. La gente me cansa. Cuando estoy en casa, a veces no veo a nadie durante días.
—No sé si eso me gustaría.
—Seguramente, no. La gente se convierte en un hábito... como fumar o morderse las uñas.
Y una vez roto el hábito, es difícil aficionarse de nuevo. Sabe amargo y desagradable, como el
primer cigarrillo...
Hablaba en parte por defenderse. El sentir en su brazo la mano de la chiquilla le hacía
sentirse incómodo. La semana anterior, con Sarah, había aprendido algo acerca de la fuerza,
puramente animal, de la atracción, de la comunicación del calor instintivo en el que la mente
no tenía papel alguno. Y volvía a suceder con Sheila. De momento no era sino una vibración de
simpatía, ligeramente intensificada por sentir el cuerpo caliente bajo el vestido. Pero era Sarah
quien había agudizado tal sensación de las fuerzas; y se sentía culpable al sentirse
respondiendo a la chica que tenía al lado.
—¿No conoces a nadie donde vives? —le preguntó Sheila.
—Pocas personas. Y tengo amigos en Keswick, a unas quince millas... un librero y su pupila.
—¿Pupila? ¿Qué es eso?
—Ejem... quiero decir que él es su tutor. Sus padres murieron.
—¿Te gusta?
—Pues... sí, estoy prometido a ella, en cierto modo.
Sintió cierto alivio al decirlo. Ella le preguntó sonriente:
—¿Por qué dices "en cierto modo"?
—Porque aún no ha cumplido dieciséis años.
—¿Qué diferencia supone?
—Puede que cambie de opinión para cuando tenga edad de casarse.
—Pero, ¿fue ella o tú quien quiso comprometerse?
—Ella... al menos fue ella la que hizo la pregunta.
Sheila guardó silencio unos instantes, preguntando después:
—¿Y si eres tú quien cambia primero?
—No es muy probable. Soy mayor que ella. La conozco desde que tenía diez años...
—¿Cómo es? ¿Tienes alguna foto?
Su interés por Sarah le sorprendió. Aún hablaba de ella cuando el taxi se detuvo.
En la puerta, ella le dijo:
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Creo que dormirme.
—¿Te gustaría una taza de café?
Deseaba rehusar, pero sabía que ella se sentiría desilusionada. Además, sentía la garganta
seca.
—Bueno, quizá...
El cuarto estaba frío, poco acogedor; encendió el gas, se sentó en la cama y se quitó los
zapatos. Se echó durante cinco minutos cerrando los ojos. Poco a poco, su cansancio se
desvaneció; sintió que su mente iba activándose.
Se sentó y abrió la carpeta que le dejara Fisher. Contenía un espeso cuaderno, hecho de
papel grueso; en sus páginas se veían pegados recortes de periódicos. Hacia el centro del
cuaderno, los recortes estaban sueltos.
Sheila llamó suavemente a la puerta antes de entrar. Llevaba una cafetera de filtro.
—¿Ya está? —preguntó él.
—No. Se me acabó el gas. ¿Puedo usar el tuyo?
—Sí, claro.
Encendió la cocinilla de gas y puso encima la cafetera; un momento después se oyó el
gorgoteo suave.
—¿Qué leías?
—Los recortes que me ha prestado Fisher.
—¿Qué es todo eso de que quiere que yo se los lleve?
—Kit ha dicho que tú pasas por allí con frecuencia. ¿Es cierto?
—¡No! No sé de qué habla.
—Creo que está intentando emparejarte —rió—. Es porque Fisher te ha encontrado muy
atractiva.
—Ya lo sé. Lo ha demostrado claramente. Quería saber si me acostaba contigo.
—¡Santo cielo! ¿Cuándo?
—Mientras esperábamos en el vestíbulo, en el cóctel.
Salió de la habitación regresando con tazas y un azucarero.
—¿Lo quieres solo?
—No, con leche, por favor. No importa que esté fría.
Tenía dificultad en concentrarse en los recortes. La observaba mientras se movía por el
cuarto, gozando con los suaves movimientos de su cuerpo, contemplando, al inclinarse para
coger la cafetera, la línea en la espalda del vestido donde se notaba la tira del sostén. Sintió
un reflejo automático de deseo y apartó la vista con rapidez. Pero aún podía verla moverse por
el rabillo del ojo, y pensó: "¿Por qué no? ¿Cómo puede un goce absorber otro? ¿No son los
goces diferentes, santos, infinitos, eternos? Sarah es como plata suave; ésta es oro vivo. ¿Le
importaría realmente a Sarah?"
Cerró los ojos; un momento después oía su voz.
—Vamos, despierta. Ya está el café.
Tomó la taza y la dejó en el repecho de la ventana. La de ella estaba sobre la mesilla de
noche.
—¿Me dejas que vea?
Se sentó al borde del lecho y él se acercó para que ella pudiera ver los recortes. Se daba
cuenta de que ella jugaba un juego. Se sentía atraída por él; sabía que él lo estaba por ella;
ambos sentían placer al jugar con la fuerza que intentaba ponerles en contacto. Él sabía que
sólo hacía falta que cualquiera de los dos hiciera un movimiento. No tenía intención de hacerlo
él, pero disfrutaba del juego. Bebió el café e intentó esforzarse por leer los recortes. Sentía la
alucinación de estar junto a Sarah y una incapacidad, como en un sueño, de concentrarse.
Cuando hubo bebido su café, ella se puso en pie:
—Te dejo solo, para que leas.
No le respondió. La inacción estaba convirtiéndose en costumbre. Pero al oír cerrarse la
puerta, lamentó haberla dejado irse; la habitación parecía más fría.
La oyó moverse en el cuarto de al lado, luego bajar la escalera. Se sentía perezoso para
levantarse y desvestirse; en lugar de hacerlo, dejó la carpeta en el suelo y se tumbó. Al cerrar
los ojos sintió que había bebido demasiado. Se hallaba sumido en un ligero sopor cuando ella
volvió a entrar.
—Lo siento. ¿Dormías? Quería el azúcar. ¿Has terminado con la taza?
Al inclinarse sobre la cama, él permitió que su mano le tocara la pierna a través del vestido;
era un gesto de excusa. Sheila se sentó al borde del lecho.
—¿No vas a desnudarte?
—Dentro de un momento.
La mano de ella estaba cerca de su rostro; olía a jabón de olor. La acarició. Ella le asió la
mano y con la otra le acarició la nuca. Un momento después oyó el ruido de los zapatos, al
descalzarse; luego se echó a su lado. La presión del cuerpo contra él era placentera. Pensó en
Sarah; pero no sintió como si estuviera separado; era como si Sheila y ella fueran, en una
forma extraña, la misma persona. Le pasó el brazo por la cintura.
—Vamos a taparnos, tengo frío —dijo ella, moviéndose de pronto.
Se levantó y salió. Él permanecía inmóvil, con la mente en blanco. Un instante después
retornó Sheila con un edredón de color rosa brillante. Le tapó con él y apagó la luz. Escuchó el
ruido de la cremallera al soltarse, antes de que se metiera en la cama. Cuando volvió a
rodearla por la cintura, halló la carne desnuda.
No sentía gana de hablar. Una burbuja había estallado. De pronto pensó: "Gracias a Dios
que Sarah no parece ansiosa de sexo..."
—¿Estás despierto?
—Mmmm.
Los dedos de ella le recorrieron el pelo. Estaba tan mojado como si se lo hubiese acabado
de lavar. Luego se inclinó y le besó en la frente. Susurró:
—Bueno. Ahora te dejaré dormir.
Se deslizó de la cama; un instante después se cerraba la puerta. Quiso decirle que se
llevase el edredón, pero temía que quisiera hablar. Permaneció tendido inmóvil unos minutos,
hasta oír crujir los muelles del colchón de ella. Con cuidado se quitó los pantalones, sin
levantarse de la cama. Hubiera preferido bajar a lavarse, pero hubiera revelado que no
dormía. Alisó las sábanas bajo su cuerpo y se metió en la cama. Las sábanas eran frías y
secas. Yació, mirando la oscuridad, sintiéndose tranquilo y satisfecho ante la destrucción de
una ilusión. Media hora antes había sentido que, en ciertos aspectos, Sheila era mucho mayor
que él; parecía poseer profundidades de sabiduría instintiva que se ocultaban a la inteligencia
masculina. Ahora sabía que no era cierto. Ella poseía el calor, la simpatía instintiva y la ternura
de una mujer madura; pero, aparte de aquello, era un animal joven que gozaba del acto del
amor con la misma franqueza con que un niño disfruta de un helado. Supo, con súbita certeza,
que jamás volvería a sentir ningún entusiasmo por el acto de placer físico.
Aquello, en sí mismo, carecía de importancia; la certeza negativa ponía de agudo relieve sus
otras certezas positivas.
El sueño le venció con tal rapidez que no se enteró. Fue la voz de Butler la que le sacó de
él.
—Damon, ¿estás despierto?
Se abrió la puerta y entró luz.
—Siento molestarte, Damon. Sarah acaba de telefonear de Keswick.
Luchó por incorporarse.
—¿Está aún al teléfono?
—No. Le he dicho que te habías acostado hacía una hora, pero que te diría que le llamaras
si estabas despierto. Ha estado intentado llamar toda la tarde, pero la casa estaba vacía, claro.
Le he explicado lo que ha pasado y parecía contenta. Parece una cría encantadora.
—¿Qué hora es?
—Las doce y media.
—Creo que esperaré a mañana para llamarla.
—Muy bien. Vuelve a dormirte.
—¿Está alguien contigo?
—No. Viv tenía que irse. Mañana charlaremos, a no ser que quieras tomar un poco de té.
—No, gracias. Creo que voy a dormir.
—Buenas noches. Que descanses.
Pero se le había pasado el sueño. El pensar en Sarah le producía cierta sensación de
culpabilidad; no a causa de su infidelidad, sino por no haber estado abajo cuando sonara el
teléfono. Cinco minutos después de que Butler saliera, encendió la luz y se vistió calladamente.
Luego se sentó al borde de la cama, frotándose los ojos con el revés de sus dedos índices.
Dentro de sí sintió una enorme oscuridad, al tiempo que un gran calor.
Bajó las escaleras en calcetines y abrió con cuidado la puerta del cuarto de Butler. Estaba
vacío, aunque el fuego estaba encendido. Se alegró de que Butler no estuviera; quería hablar
con Sarah a solas.
Era la una menos cuarto. Dio el número a la telefonista, sentándose luego en el sillón con
los ojos cerrados. Oyó cómo sonaba el timbre al otro lado y la telefonista le dijo: "Intentando
comunicarle". Al oír cómo seguía sonando el timbre, empezó a sentirse culpable. Estaba a
punto de colgar cuando la voz de Lewis ladró:
—¡Dígame!
—Hugh, lamento muchísimo molestarte. Soy Damon Reade. Me han dado el recado de que
Sarah quería que la llamara otra vez.
—Está en la cama. ¿La voy a buscar?
—No, por favor, no. Le hablaré mañana. ¿Te he despertado?
—No, por suerte. ¿Anda todo bien por ahí?
—Sí.
—¿Ya has encontrado al asesino?
—Pues no. Te lo explicaré en otro momento. Creí tener una pista, pero me he equivocado
de hombre.
—Sí, estaba seguro —rió Lewis con sequedad.
—Es demasiado largo para explicarlo ahora —suprimió su irritación—. Pero no ha sido culpa
de Pickinghill...
—¿No? Bueno, le diré a Sarah que has llamado. ¿Quieres que le dé algún recado?
—No. Yo la llamaré mañana por la noche.
—Muy bien. Más vale que pongas en movimiento tu sexto sentido... Buenas noches.
Resistió el impulso de colgarle de golpe. Fue a la puerta y escuchó, preguntándose si Butler
estaría abajo, en el baño. No se oía nada. Sacó dos monedas del bolsillo y las dejó junto al
teléfono, volviendo a subir luego.
En lugar de volver a desnudarse, encendió la estufa de gas. Su deseo de dormir había
desaparecido y sentía dentro cierta extraña vitalidad. Cerró los ojos y respiró profundamente,
imaginando el círculo de piedras druidas y los rocosos valles de la ladera del Skiddaw. Su
cuerpo y su mente se relajaron casi al momento. Se dio cuenta de que tenía un ligero dolor de
cabeza, pero no le dio importancia, como si no fuera suyo. Esta vez la habitación resultaba
demasiado calurosa, así que apagó la estufa. La brisa que entraba por la ventana le agitaba el
cabello. Se concentró deliberdamente, sumergiéndose aún más en su oscuridad interior,
alejándose aún más de su cuerpo y su personalidad física.
Le sorprendió la facilidad con que lo logró. No le costó esfuerzo y pareció suceder más de
prisa que habitualmente. Su respiración se hizo poco profunda; parecía como si los átomos de
su cuerpo estuvieran perdiendo su energía, como si fuera sumiéndose en un estado de
suspensión animada. Un gozo, más profundo que la felicidad, le iba como envolviendo en
oleadas de paz. Tenía la sensación de estar como contemplando su cuerpo, que estaba debajo,
contemplando al ser llamado Damon Reade. En su pensamiento estaban presentes los
acontecimientos de los dos últimos días y los repasó con una especie de tolerante alegría. Todo
parecía absurdo, carente de importancia: su presencia allí, las intrigas de Butler con Vivian
Martin, su aventura con Sheila. Con mayor claridad que nunca, vio que todas sus ideas acerca
de sí mismo y del mundo eran un completo error.
Resultaba tentador alejarse de sí, abandonar su cuerpo sentado en la silla e ir más allá, a
un estado de contemplación del inmenso silencio que subyace a la trivialidad humana. Resistió
la tentación con el oscuro sentimiento de que había otras cosas por hacer. Por un momento no
pudo recordar qué eran. Luego le volvieron: su propósito al hallarse allí, el asesino del Támesis
que citaba a Blake.
Primero le pareció infinitamente poco interesante; luego ligeramente absurdo, casi
divertido. Resistió la tentación de sopesarlo en tales términos morales e intentó considerar los
hechos del caso. Entonces, súbitamente, los hechos centrales se destacaron con claridad:
culpabilidad, obsesión, necesidad de purificación. Comprendió de pronto que había poseído
todas las pistas desde su charla con Lund, pero que no había sabido ver su significado. Ahora
resultaba evidente por sí mismo. Se desvaneció su necesidad contemplativa; sintió una
emoción de triunfo.
El cuarto de Butler seguía vacío. Por un momento se sintió decepcionado, pero pronto se le
pasó. Sentóse en la butaca, examinando otra vez los hechos. Su significado aparecia tan claro
y patente como siempre lo fuera.
Oyó el portazo en la puerta de la calle, las pisadas en la escalera. Butler se sobresaltó al
verle:
—¿Cuánto tiempo llevas aquí, Damon?
—Poco. He llamado a Keswick.
—Oh, bien. Yo he ido a comprar cigarrillos. ¿Alguna novedad?
—No. Pero he estado pensando en los asesinatos y creo poseer la respuesta.
—Sí, sigue —dijo Butler mientras se inclinaba a encender la cocinilla—. Te escucho.
Al intentar explicarlo, halló dificultad para empezar. Butler pensó que la pausa se debía a
que estaba ocupado con la tetera, así que se sentó en la cama. Reade se rascó la cabeza y
dijo:
—Estaba pensando en lo que sabemos... y de pronto lo he visto clarísimo. ¿Cuál es el rasgo
más llamativo de este caso? Que escribe citas de Blake en las paredes. ¿Por qué? Con ello
aumenta la posibilidad de que le cacen...
Se detuvo. No estaba expresando bien lo que quería decir. Butller encendió un cigarrillo
mientras esperaba.
—Intento formarme un retrato mental del hombre. Antes de nada culpabilidad, obsesión, un
poderoso impulso sexual. Pero sabemos que no es una especie de gorila homicida. Sabemos
que es inteligente.
Vio de repente lo que quería decir. Se inclinó hacia delante y se puso a hablar de prisa,
excitado, apuntando con el dedo a Butler, para dar más énfasis a sus palabras.
—Todo ello nos habla de un hombre dividido dentro de sí, un hombre en conflicto consigo
mismo. Y creo que ahí está la respuesta a las citas de Blake. Sé que es difícil de entenderlo,
pero hay cierta clase de temperamentos que quieren creer que nada de cuanto hagan jamás
supone una diferencia. Como el Padre José de París (la Eminencia Gris de Huxley), que fue el
mayor responsable de la Guerra de los Treinta Años y, no obstante, practicaba la
contemplación mística. Ya sabes que Blake escribió: "El alma auténtica de suave delicia no
puede ser violada jamás". Bueno, pues creo que este hombre es igual. Quiere nadar y guardar
la ropa. Es, si quieres, un Jekyll y Hyde que no puede resistir el hacer cosas horribles, pero
que en cuanto las ha hecho, se vuelve a convertir en doctor Jekyll. Y es su Jekyll quien escribe
citas de Blake. Quiere afirmar que no ha sido violado...
—Seguramente tienes razón. Pero ¿a dónde nos lleva?
—Aún no he concluido. Intento explicar cómo he llegado a mi conclusión. Una vez que he
comprendido por qué escribe las citas, he visto de pronto lo del río. Es la misma personalidad
dividida. El agua representa pureza, se lava de su culpa en él. Por eso, mientras el señor Hyde
comete los crímenes, el doctor Jekyll tira los cadáveres cerca del río. Comete los asesinatos
para aliviar su tensión mental y entonces intenta disociarse de alguna forma de ellos, para
lograr el despego místio. Otra vez el Padre José.
—Sigo sin comprender...
—Espera, ya llego al punto. ¿Recuerdas que he dicho que terminaría por suicidarse? Es
porque, instintivamente, sentía que su Jekyll terminaría por querer destruir a Hyde... Pero, de
pronto, he comprendido que hay otra alternativa. Puede que ya haya superado la fase del
suicidio. Puede que un intento de suicidio fuera lo que le impulsó a los asesinatos. Lucha
durante meses contra sus tendencias de Hyde hasta que no puede más y, totalmente
desesperado, intenta matarse. Pero no lo logra, no tiene éxito. Así que se va al extremo
opuesto, elige la otra solución: rendirse por completo al señor Hyde. Por eso son tan violentos
estos crímenes. Es su violencia suicida vuelta contra los demás.
Ahora Butler le escuchaba con intensa concentración. Cuando la tetera empezó a silbar, se
inclinó y apagó el gas.
—Tengo que hacerte una objeción: los que quieren suicidarse de verdad no fracasan. Son
los otros los que fallan, los que quieren parecer dramáticos pero sin querer morir de verdad. Y
ese retrato no encaja con tu idea del asesino.
—De acuerdo. Pero ¿qué hay de los pocos que quieren morir y no lo logran?
Butler denegó con la cabeza.
—Rara vez ocurre. Es tan fácil conseguirlo. El horno de gas, la navaja, un cinturón viejo y
un gancho de colgar la ropa...
—Pero nuestro hombre no utilizaría ninguno de esos métodos. No son lo bastante limpios.
Sólo le atraería una forma... ahogarse.
—Dios... claro... —Butler le contempló atónito.
—Y un hombre que intenta ahogarse y le sacan del agua, es llevado al hospital. Y nosotros
podríamos verificarlo en los hospitales que haya a lo largo del Támesis.
Butler guardaba silencio. Al fin lo rompió para decir:
—No sé si es inspiración o delirio.
Reade no le comprendió bien.
—No, no es inspiración. Es algo mucho más corriente. He hablado por teléfono con el tutor
de Sarah, que es un escéptico total. Al colgar me ha dicho algo: "Es mejor que pongas en
marcha tu sexto sentido". Al principio me he sentido molesto... luego he comprendido que
tenía razón. He estado haciendo lo mismo que criticaba a la policía... concentrándome en
detalles nimios, dejando de ver el bosque porque me lo tapaban los árboles. Mira, esa era una
de las razones por las que vine aquí. Discutimos bastante acerca de Sarah y él me acusó de
carecer por completo de experiencia y de ser poco práctico. Y yo deseaba hacerle comprender
que lo que pasa es que mi sentido de la vida es totalmente distinto del suyo... que el universo
es, de alguna manera, un organismo único, y que todo cuanto acontece está relacionado con
todo lo demás, así que hay que intentar ir a la raíz de las cosas para comprenderlas... no
limitarse a concretarse en detalles sin importancia...
—¿Quieres decir que estas ideas sobre el asesino eran un sexto sentido?
—No exactamente. ¿Es eso cuando me pongo a interpretar un pasaje difícil de Whitehead?
Tengo que ir más allá de las palabras aisladas. Debo intentar elevarme sobre ellas... verlas en
relación al pensamiento de Whitehead y a todas sus otras obras. Bueno, no hay una gran
diferencia entre un caso de asesinato y un pasaje de Whitehead; para ambos se requiere la
misma clase de visión... De todos modos, esto carece de importancia. Ahora tenemos que
averiguar cuántos hospitales o clínicas hay a lo largo del río que reciban a quienes intentan
suicidarse ahogándose.
—¿Crees tú que habrá alguno?
—No lo sé. Pero conozco a alguien que tal vez lo sepa. Un médico en el Hospital de Santo
Tomás. ¿Quieres pasarme ese cuaderno de piel? Voy a telefonearle. Tiene muchos servicios
nocturnos. ¿Quieres preparar el té mientras le llamo?
Marcó el número. Tras un instante, preguntó:
—¿Está el doctor Haggerty, por favor?... Sí, esperaré. —Dijo con satisfacción—: Bien, primer
golpe de suerte.
Está de guardia... Hola, Mike. Aquí Kit Butler. Siento molestarte a estas horas, pero es
bastante importante. Necesito con urgencia cierta información. ¿Recibe vuestra clínica casos
de intento de suicidio en la sala de accidentados? ¿Sí? ¿De los que intentan ahogarse? ¿Os
llevarían todos los casos de este tipo de la zona central de Londres? ¿No? Comprendo... ya...
Bueno, es bastante difícil... —Puso la mano en la horquilla y dijo—: Damon, ¿cuándo fue el
primer asesinato?
—Hum... en febrero del sesenta y cuatro, creo...
—Esta es la cuestión, Mike. Intentamos llegar a un hombre que trató de suicidarse,
ahogándose, hacia enero del sesenta y cuatro. No, no sabemos por dónde se tiró... No,
tampoco su nombre. Pero tenemos su descripción: es un hombre alto, muy fuerte, joven, bien
educado. No estamos seguros de su nacionalidad. Puede ser extranjero, tal vez americano. Un
verdadero neurótico... Bueno, te lo explicaré en otro momento. ¿Estarás mañana ahí?... Bien,
me gustaría ir... Pero antes, otra pregunta. ¿Cuántos hospitales se te ocurren a lo largo del
Támesis? Eso es, dónde acepten casos de quienes intentan ahogarse... Espera que coja un
lápiz... St. Mary Abbots, San Esteban, Hammersmith, Westminster, Charing Cross, Waterloo...
No, no creo que llegara tan lejos como Greenwich. Pienso más bien en el área central de
Londres. Guys, Fulham... No, Ealing no... San Lucas... Sí, creo que bastarán. ¿Conoces algún
médico en esos sitios?... Espera. Hosmer en Fulham, Everett en San Esteban. ¿Nada más?...
Sí, es maravilloso... Mientras, ¿podrías verificar con algunos de tus colegas sobre este suicida?
A ver si ellos se acuerdan... Te lo contaré todo mañana... Muy bien. Buenas noches, Mike.
Muchísimas gracias... —Colgó, para decir inmediatamente—: Maldición, se me ha olvidado
preguntarle si alguno de estos médicos estaría de guardia. No importa.
—¿Cuántos tienes?
—Nueve. Conoce a médicos en dos de ellos. He prometido ir a verle mañana a casa de su
amiga. Tiene una aventura con una chica llamada lady Mary Milne-Roberts. Creo que
conseguiré que haga parte del trabajo por nosotros. Puede verificar en algunas de las
clínicas...
Reade había colocado la lista en la mesa y miraba los hospitales en la guía telefónica de
Londres. Una vez que los encontró, fue marcándolos en rojo.
Butler bostezó, estirándose, y dijo:
—No sentiré acostarme. He bebido un poco demasiado donde Fisher. ¿Qué te ha parecido?
—No he hecho ningún juicio —se encogió de hombros.
—¿Qué haces?
—Averiguar cuánto se tardaría en visitar todos estos sitios.
—Mañana te llevaré.
—Creo que iré esta noche.
—¡Qué! ¡A estas horas!
—Es la hora apropiada. La gente no intenta suicidarse de día... Hay demasiada gente
alrededor para pescarles. Lo hacen a estas horas de la noche. Y, en ese caso, los porteros
nocturnos lo recordarán.
—Pero los porteros nocturnos no están siempre de servicio. Vuelven a los turnos de día. En
cuyo caso, tendrás que verificar también eso.
—No sé... Pero vale la pena intentarlo. Y creo que sería más fácil hablar con los porteros de
noche que de día. Todo está más tranquilo... Mira, en taxi puedo ir a seis de estas clínicas en
menos de dos horas. ¿Ves?, cinco de las seis están en la misma área, como a media milla una
de otra. Mañana iré a ver las del centro de Londres.
—Ojalá lo dejaras para mañana —replicó Butler abatido.
—No importa. Tú no tienes por qué venir. Tomaré un taxi de los de radio.
Butler encendió un cigarrillo y tiró la cerilla con un movimiento rápido, irritado.
—Claro que iré. Dame tiempo a fumarme éste.
—No tienes por qué hacerlo. Además, ya has devuelto el coche, ¿no?
—Está a la vuelta de la esquina. Puedo cogerlo.
Bebieron el té en silencio durante unos instantes. Luego Butler dijo:
—No sé si esta idea tuya es una inspiración o una pérdida de tiempo.
—Ni yo. Pero creo que vale la pena probar. Todo depende de si estamos en lo cierto sobre la
psicología del asesino. Es decir, que no está sencillamente loco del todo, el tipo que se cree
Gengis Khan, o alguien así.
—No sé por qué, no lo creo.
—Yo tampoco. Creo que es un hombre más o menos cuerdo durante casi todo el tiempo, un
hombre que mata porque se siente bajo una fortísima tensión. Si es así, creo que estoy en lo
cierto al adivinar que es de los que se suicidan. Creo que todos cuantos asesinan sienten un
fuerte impulso por suicidarse. La cordura humana depende de que uno se sienta seguro,
físicamente seguro, asumiendo que uno seguirá con vida dentro de diez años. Toda la
grandeza humana se basa en tal suposición. Y un hombre que destruye a un ser humano cada
pocos meses, destruye su propio sentimiento de inmortalidad. Siente que él podría resultar
destruido con idéntica facilidad. Ha devaluado su propia vida.
—Estoy de acuerdo con cuanto dices. Pero no es tu psicología lo que me preocupa, sino tu
geografía. Este hombre puede vivir en Brighton, en St. Albans, venir a Londres una vez al mes
o algo así. Puede ser un interno de un psiquiátrico, donde le consideran inocuo y le dejan salir
solo. Estamos haciendo demasiadas suposiciones.
—No estoy contigo. No creo que pueda estar internado en un manicomio. Serían las
primeras personas a las que investigaría la policía. Y el personal pronto sospecharía, si hubiera
un crimen cada vez que uno de sus pacientes fuera a Londres a darse una vuelta. Más aún, no
creo que haya estado jamás en un psiquiátrico inglés. Para ahora la policía hubiera dado con
él, al verificar a miles de ex pacientes peligrosos en potencia. Esa es otra razón para creer que
sea extranjero... si ha estado en algún manicomio, ha tenido que ser fuera.
Butler tiró la colilla en la chimenea. Se puso en pie:
—Bueno, vamos a acabar con el asunto. Creo que es una idea de locos, pero supongo que
bien podemos probar.
—¿Por qué no me dejas que vaya solo?
—No importa. Ya estoy bien despierto. Vamonos.
El coche estaba aparcado a cincuenta metros, en la calle Portobello. Butler buscó en el forro
del asiento del conductor y sacó la llave del encendido.
—¿A dónde vamos primero?
—Al más cercano, supongo... St. Mary Abbots, en la calle Marloes. Luego a San Esteban,
San Lucas y Fulham.
Butler fumaba mientras conducía. Ninguno de los dos hablaba. Reade se puso a pensar en
Sarah, en volver a casa. Sentía la tentación de hablar de Sheila, pero decidió no hacerlo.
Resultaba calmante conducir por las calles de Londres de noche. Notting Hill Gate se hallaba
desierto. A las luces de neón de la calle Bayswater, los árboles de los Jardines de Kensington
parecían de una extraña belleza.
Quedó sorprendido al detenerse el coche; apenas habían tardado cinco minutos. Las puertas
de la clínica se hallaban cerradas, pero la portezuela lateral, fuera de la garita del portero,
estaba abierta. Salieron del auto. No había más que un hombre en la garita, sentado ante la
centralita de teléfonos. Butler esperó a que terminara de hablar y luego golpeó suavemente en
el cristal. El portero se acercó a abrir. Era bajo, calvo y parecía cansado.
—Lamentamos molestarle —dijo Butler—. Soy periodista del Daily Express; estoy haciendo
un reportaje sobre suicidios...
El hombre le interrumpió de inmediato:
—Oiga, mire usted, no puedo hablar con usted. Tengo que pensar en mi trabajo.
—No quiero ninguna información general —interrumpió Butler con rapidez—. Esa puede
dármela el doctor que esté de guardia. Pero intento averiguar algo sobre un determinado
intento de suicidio en enero del sesenta y cuatro...
—Lo siento —dijo el hombre con irritación—. No puedo ayudarle. Hable usted con el
superintendente.
La centralita empezó a funcionar. Cerró la ventana de golpe y se volvió.
—Cochino y miserable tipejo —exclamó Butler indignado—. Me gustaría rebanarle el
pescuezo...
—No te alteres. Siempre podemos llamar al superintendente. O hacer que tu amigo el
médico de Santo Tomás llame en nuestro lugar.
—No soporto la grosería. Un cerdo como ese hace que simpatice con el asesino.
—No importa. Vamonos al sitio siguiente. Tal vez no sea una buena idea citar a la prensa.
Reade miró el mapa a la luz del tablero de mandos y dirigió a Butler a San Esteban. Al
bajarse, le dijo:
—Déjame probar a mí esta vez.
Había dos porteros en su garita, uno de uniforme, el otro con un mono azul. El del mono era
diminuto y anciano.
—¿En qué puedo servirle? —preguntó el último.
—No sé si podrá ayudarme, pero intento dar con un amigo mío. Todo lo que sé de él es qué
intentó suicidarse ahogándose, a comienzos del mil novecientos sesenta y cuatro. Estoy
visitando varios hospitales de Londres, sobre todo por el centro, para ver si en alguno le
recuerdan.
El portero uniformado dejó la centralita para acercarse.
—¿No es una hora un tanto rara para andar haciendo averiguaciones?
—No, porque, verá usted, sé que intentó suicidarse por la noche. Por eso esperaba que
alguien que hubiera estado de guardia le recordara.
—¿Cómo se llamaba? —inquirió el otro.
—Ah, ése es el problema. Estoy casi seguro de que dio un nombre falso. El verdadero es
Pierce. Es un hombre enorme... de físico imponente, americano...
Ambos negaron con la cabeza. Reade preguntó al de uniforme:
—¿Estaba usted de guardia por entonces?
—Yo siempre hago la guardia nocturna. Soy portero nocturno permanente, excepto cuatro
semanas al año, en septiembre. No recuerdo a su amigo Pierce.
—¿Recordaría usted si hubieran traído a un hombre de dicha descripción y que hubiera
intentado suicidarse?
—Sí. No tenemos muchos casos de gentes que intentan ahogarse.
—¿A dónde los llevan, por lo general?
—Oh, depende... A Santo Tomás, a Guys. Todo depende de donde los pesquen.
—Muchas gracias. Me han sido de gran ayuda.
—Siento que no podamos hacer más.
Volvió al auto.
—No ha habido suerte. Pero han sido muy educados. Creo que esta clínica puede quedar
descartada definitivamente.
—Y yo pienso que sería más fácil telefonear por la mañana.
—Muy bien. Pero ahora que estamos en la calle, bien podemos probar en San Lucas. Sólo
está a un par de minutos.
Al detenerse frente al hospital, Reade preguntó:
—¿Pruebo de nuevo?
—No. Espérate aquí.
Reade le vio subir las escaleras y acercarse a la portería. Allí había una enfermera que
hablaba con el portero. Butler se dirigió a ella. Charlaron durante unos minutos. Butler
regresó.
—Aquí nada, Damon. Dice que por lo general no tienen casos de ahogados, excepto en
circunstancias muy excepcionales. Lleva aquí dos años y no recuerda ninguno.
—Bueno, parece como si hubiésemos perdido el tiempo. Vamonos a casa.
—Espera. Hay otro que queda cerca, ¿no?
—La clínica de Fulham. No está muy cerca. Como a una milla.
—Probaremos. —Al poner en marcha el motor, soltó una risita—: Empiezo a sentir cierta
satisfacción, como cuando uno da de cabeza contra la pared...
—Si vamos a Fulham, bien podemos probar también en Hammersmith. Está camino de
casa... más o menos.
—Supongo que sí. Sea como sea, en veinte minutos habremos terminado. No está mal.
Hubiéramos tardado tres veces más con el tráfico del día.
Reade bostezó. Le inundó el cansancio, como una gran oleada.
—Apenas puedo creer que sólo llevo un día en Londres. Parece semanas.
Ya ante el hospital Fulham, Butler sugirió:
—Esta vez vamos a probar los dos.
Se acercaron a la ventanilla de la portería. Un joven de pelo planchado, sentado en una
mecedora, leía el periódico. Al otro extremo, una enfermera escribía algo en un cuaderno. Al
ver aparecer sus rostros, el hombre se levantó de un salto y abrió la ventanilla. Tenía el rostro
agudo y menudo de un típico londinense. Reade observó que había estado leyendo los chistes.
—¿En qué puedo servirles?
—No sé si podrá. Intentamos encontrar a un amigo que trató de suicidarse —repuso Butler.
—¿Cómo se llama?
—Ahí está el problema —interpuso Reade con rapidez—. Estamos casi seguros de que dio un
nombre falso. Fue en enero del sesenta y cuatro.
—¡El sesenta y cuatro! —exclamó el hombre atónito.
La enfermera se acercó a preguntara
—¿Y cómo esperan hallar a su amigo dos años más tarde.
—Si pudiéramos hallar la clínica a la que le llevaron, tal vez allí tendrían alguna dirección.
Se trataba de una mujer de mediana edad, con cara de pájaro. Su voz tenía ese tono
incisivo de las maestras de escuela.
—¿Creen que hubiera dado su dirección correcta si usaba un nombre falso.
—Pero es que no sabemos si dio un nombre falso —de nuevo Reade—. Esperamos que
alguien reconozca su descripción. Verá, es un joven bastante llamativo... altísimo y muy
fuerte. Con ese tipo de personalidad que no se olvida... muy inteligente.
El portero se volvió a mirar a la enfermera, quien preguntó:
—¿Cómo intentó suicidarse?
—Ahogándose.
El portero volvió a mirarla, pero ella siguió:
—¿Son ustedes periodistas?
—No —repuso Butler—. Sólo amigos.
Al mirarla, Reade supo, mientras el corazón se le contraía, que habían encontrado algo. El
rostro del portero lo demostraba y también lo sentía en el comportamiento de la mujer. Fue él
quien preguntó:
—Usted recuerda a dicha persona, ¿verdad?
—No estoy segura de que tenga autoridad para decírselo.
Pero su tono carecía de severidad. Ambos la miraron, conscientes de que sería inútil
presionarla. Al fin Butler dijo:
—Comprendo lo que siente. Tal vez sería mejor que llamáramos al superintendente del
hospital mañana, para explicar nuestra situación.
—Creo que sería una gran idea —repuso en el mismo tono de voz controlado, razonable—.
De todos modos, las fichas del hospital están cerradas a esta hora.
—Muy bien. Muchas gracias. —Butler iba a volverse cuando Reade dijo:
—¿Podría usted decirnos el nombre que utilizó?
Miró primero al portero, luego a la enfermera. Ambos guardaron silencio un instante. Al fin
ella dijo:
—Supongo que no importará. Si hablamos de la misma persona, se llamaba Sundheim.
Gaylord Sundheim.
Les era imposible contener su gozo. Ella sonrió respondiendo a su excitación. Ambos se
inclinaron hacia la ventanilla.
—¿Era americano? —preguntó Butler.
—Sí.
—Otra pregunta, por favor...
—Me temo...
—Esta es más personal. —Era Reade quien hablaba—. ¿Por qué le recuerda tan bien?
—Como ustedes han dicho, no es de la clase de personas que se olvidan con facilidad —
sonrió la mujer.
—¿Trató usted con él personalmente, enfermera? ¿Estaba en su sala?
—No estaba en una sala. Estuvo veinticuatro horas en una habitación privada. Luego se le
dejó ir.
—Pero ¿le habló usted?
—Sí.
—Enfermera, no tiene idea de cuánto nos ha ayudado. —Butler hablaba con calor—.
¡Muchísimas gracias! Mañana telefonearemos a la clínica para ver si podemos dar con su
dirección.
—En cuyo caso, preferiría que no mencionaran que han hablado conmigo.
—No, claro que no.
Reade le dio las gracias. Al ir a marcharse, se abrió la puerta de la garita y salió la mujer,
que se detuvo mirándoles. Preguntó en el mismo tono de voz, firme como antes:
—¿Ha hecho algo?
Por un momento, ninguno de los dos habló. Como ambos se miraron, ella dijo más bajo:
—Ya veo que sí.
—No podemos contestar de verdad a su pregunta, porque no lo sabemos —repuso Reade
violento—. Tan sólo lo sospechamos.
La miraban azarados. Después de tanta ayuda les parecía mal no contestar a su pregunta.
Pero Reade se daba cuenta también de la expresión anhelante del portero, que casi sacaba la
cabeza por la ventanilla. Butler preguntó:
—¿Hubiera dicho usted que era de los que se metían en líos?
—Entonces lo estaba —se encogió un tanto de hombros—,...cualquiera que fuese el tipo de
lío.
Como seguían mirándola, vacilantes, sin saber qué decir, ella concluyó:
—Buenas noches.
Se alejó. Ambos contestaron:
—Buenas noches, enfermera.
Los ojos del portero les siguieron hasta el coche. Miró como queriendo ir tras ellos, pero
temeroso de hacerlo mientras la enfermera anduviera cerca. Al subir al coche, Butler dijo:
—¿Crees que merece la pena preguntarle qué sabe?
—No lo creo. Siempre podemos volver mañana. Creo que más bien está ansioso de
averiguar lo que sabemos nosotros.
—No puedo decidir si ya hemos dado con algo o si es sólo una coincidencia —meditó Butler,
poniendo en marcha el vehículo.
—Oh, hemos dado con algo.
—¿Tú crees?
—Lo sé. Lo he sabido en cuanto ha dicho su nombre... Sundheim. Es el nombre de un
americano que escribió un librito sobre Blake. Lo he visto esta noche en la biblioteca de Jeremy
Bryce... Cuidado o nos daremos con ese farol.
Butler detuvo el coche y apagó las luces.
—¿Tú crees que es el mismo Sundheim?
—Oh, seguro. Tengo buena memoria para nombres.
—Su padre, imagino.
Butler sacó un cigarrillo. La mano le temblaba ligeramente al encenderlo.
—Dios, y ahora ¿qué hacemos?
—Supongo que haríamos bien en mirar a ver si hay algún Sundheim en el listín de
teléfonos. ¿Quieres acercarte a ese kiosko?
Ya ante la cabina, bajaron los dos del coche. Las guías eran nuevas. Reade miró sobre le
hombro de Butler, que volvía las páginas del volumen S-Z.
—Sunderland... Sundfelt, Sundius, Sundle... No, aquí no está. Vamos a ver bajo
Sondheim... Aquí. Tres Sondheimer, pero ningún Sondheim.
—Puede que no esté en Londres, claro.
—Quizá —dijo Butler abatido. Volvieron al auto. Reade bostezó.
—Vamos a volver. Apenas si puedo seguir despierto.
—¿Qué tienes sueño? —atónito.
—Estoy exhausto.
—Me asombras. ¿Te das cuenta de lo que acabamos de hacer.
—Sí. En cierto modo estoy excitado. Pero por ahora no podemos hacer nada más. Y si
pierdo más sueño mañana estaré agotado. Así que vamos a casa.
Poco después de las tres llegaban a la habitación de Butler. Parecía tan igual a cuando la
dejaron, que apenas si podían creer en lo que había pasado. Butler fue inmediatamente al
teléfono y marcó un número:
—Oiga, ¿información? Siento molestarles a estas horas, pero es urgente. Intento dar con un
hombre llamado Sundheim, Gaylord Sundheim, y creo que tiene un número... Oh, tal vez en el
del mes pasado. Gracias, señorita.
Dejó el teléfono en la rodilla y encendió otro pitillo.
—Vale la pena probar... Oiga... Sí. ¿No está en la guía? Comprendo. No lo sabía. Es
bastante urgente. ¿No le sería posible darme el número...? No, claro, entiendo. ¿Está segura
de que es el verdadero Sundheim? ¿Qué iniciales? ¿G. G.? Sí, ése es, con dirección en Chelsea.
¿En Chelsea no? ¿No puede decirme dónde? Bueno, la zona donde está ahora... No, ya veo.
Claro que no... Gracias, Buenas noches.
Colgó, sonriendo.
—Está en Londres, ¿has oído? Pero no está en el listín. He intentado averiguar por dónde.
Debiera haber dicho Kensington. No importa. Sabemos que está en la ciudad.
—Creo que me voy a dormir —se estiró Reade, bostezando—. Mañana podré pensar mejor.
—Toma primero un trago. Creo que nos lo merecemos.
Se sirvió un whisky, pero Reade rehusó.
—Para mí no, gracias. No podría beber más.
—Yo no dormiré si no me lo tomo.
Reade miró al estante de abajo del armario de las bebidas.
—¿Para qué tienes tantas guías telefónicas?
—Oh, son viejas. Siempre estoy para tirarlas.
Reade se inclinó para ver los cantos. Sacó uno que decía: Abril 1959.
—Bien vale mirar.
La guía se abrió; comprobó que era la página que buscaba y sintió un escalofrío de tensión,
que dominó. Con el dedo repasó la columna: Sunderland, Sundfelt...
—Aquí hay un Sundheim. Señora Beatrice M. Sundheim. Berkeley Mews, Plaza Edwardes,
W. 8, Teléfono Western 4927.
—¡Maravilloso! Puede ser alguna pariente, quizá su madre...
—Eso me parece probable. La forma de poner el nombre... Beatrice M. Sundheim... parece
americano. Te fijarás que casi todos los nombres de la guía dan sólo las iniciales o el nombre...
casi nunca un nombre y una inicial.
—Sí, tienes razón. Eso es típico americano. Así que podría ser su madre... ¡De hecho
encaja! Seguramente es viuda. El padre murió. Y, lo que es más, apostaría a que ella murió
como hace dos años, cuando él trató de suicidarse...
Tomó el teléfono.
—Voy a probar de nuevo. Y espero no dar con la misma telefonista... Oiga, ¿información?
Sonrió a Reade, tapando el teléfono con la mano:
—Esta vez es un hombre... Oiga, quisiera saber si podría darme el teléfono de G. G.
Sundheim, Berkeley Mews, Plaza Edwardes, W. 8... No lo encuentro en la guía. Puede que sea
un número nuevo. ¿Quiere verificarlo, por favor? El mes pasado, o cosa así...
Reade se había detenido a la puerta, apoyándose en ella; no quería volver a sentarse.
Ahora sólo deseaba meterse en la cama. Un momento después, Butler decía:
—Diga, sí... No está en la guía, ¿verdad? Qué lástima. ¿Pero está seguro que es el mismo? Y
la dirección es Berkeley Mews, en la Plaza Edwardes? ¿Sí? Muy bien. Muchas gracias. Buenas
noches. —Colgó satisfecho—. Deberíamos montar una oficina de detectives privados. Asesinos
capturados en veinticuatro horas. Sigue viviendo en el mismo sitio. Así que Beatrice M.
Sundheim era su madre, murió y le dejó la casa. E inmediatamente hizo que le borraran del
listín... ¿Qué haremos ahora? ¿Llamarle?
—Mañana hablaremos de ello. Tengo que dormir.
—¡Ya lo tengo, Damon! —exclamó chasqueando los dedos—. Telefonéale y pregúntale si es
el Sundheim que escribió el libro acerca de Blake. Dirá que no, que su padre. Le dices a ver si
puedes visitarle para discutir las ideas de su padre. ¿Qué te parece?
Reade sonrió desde la puerta.
—En primer lugar, no conocemos su número de teléfono. En segundo, sólo estamos
conjeturando que este Sundheim que escribió sobre Blake era su padre. En tercero, aunque lo
sea, puede que no quiera verme para hablar de ello... seguramente odia a su padre. Y cuarto y
último, no quiero ir a verle. Podría terminar hecho pedazos, como los otros... Ahora me tengo
que acostar. Te veré por la mañana, Kit. Que duermas bien.
Echó el pestillo a su puerta antes de meterse en la cama. Nada más tumbarse, el lecho
pareció mecerse debajo; se sentía como convertido en una pluma, flotando por el espacio. La
idea de Sundheim le parecía entonces absurda, irrelevante. Era algo en lo que no podía creer.
A los pocos segundos estaba dormido.
TRES
Los nudillos que golpeaban la puerta y la voz de Butler le despertaron de un sueño pesado y
sin sueños. Había sido tan profundo que, por un instante, no supo dónde estaba. Se arrastró
fuera de la cama, abrió la puerta y volvió a dejarse caer en el lecho.
—Ha llegado tu telegrama, Damon... de tu amigo el de la Biblioteca del Congreso. ¿A qué no
sabes cuál es el primer nombre de la lista? ¡Sundheim!
—Bien —repuso adormilado.
—Así que se me ha ocurrido telegrafiar a tu amigo para pedirle que busque cuanta
información y detalles biográficos encuentre acerca del tal Sundheim. Luego he recordado que
habías dicho que Millicent Bryce tiene un ejemplar del libro, así que he llamado a Jeremy para
preguntarle a ver si nos lo presta.. Lo va a traer dentro de media hora.
Se sentía demasiado cansado para hacer preguntas.
—Bien. Bueno, baja y yo me vestiré e iré a reunirme contigo...
—Muy bien —dijo Butler de buen humor—. ¡Pareces un topo ciego! No vuelvas a dormirte.
En cuanto se cerró la puerta Reade volvió a dormirse; el globo de calor del que acababa de
emerger seguía intacto.
—Te he traído café —dijo una voz de mujer.
Por un instante, sus sueños la identificaron con Sarah; al abrir los ojos vio que se trataba de
Vivian Martin.
—Me han mandado a despertarte. ¡No me extraña que estés exhausto después de pasarte
la noche visitando clínicas!
Sentóse, frotándose los ojos. El café tenía un aroma apetitoso.
—Maravilloso. Me vestiré y bajaré en cinco minutos.
—No hay prisa. Kit ha salido a comprar leche. ¿Te importa que me siente aquí?
—Claro que no. Pero no me mires. Me siento como algo que hubiese reptado fuera de una
ciénaga.
—Tómate el café. Te sentirás mejor. ¿Crees de veras que hay algo en eso de Sundheim?
—Lo creo probable. ¿Y tú?
—No sé. Parece demasiado bueno para ser cierto. Todo encaja, pero... parece demasiado
fácil.
—¿Dónde está Jeremy?
—Con Kit. Me ha contado lo de tu truco "mágico" de anoche.
Hizo una mueca de embarazo.
—No debiera haberlo hecho.
—Oh, no te preocupes, no iré pregonándolo. Además, no creo en ello. ¿Tienes de veras
poderes telepáticos?
Estaba disfrutando del café y sintiéndose mejor por instantes.
—Todo el mundo los tiene, al igual que poderes de la razón. Pero la mayoría no los usa.
—¿Cómo aprendiste tú a usarlos?
—No aprendí. Lo hago instintivamente. Es un café espléndido. ¿Hay más?
—La cafetera llena. ¿Te traigo?
—Si no te importa...
Al quedarse solo sacó un peine del bolsillo de la chaqueta y se peinó. Sentóse sobre la cama
y abrió de par en par las ventanas. La habitación se inundó de sol y ruidos callejeros. Al entrar
ella volvió a deslizarse con rapidez entre las sábanas.
—Te he traído asimismo unas galletas.
La segunda taza sabía más fuerte que la primera. Al beberla, la miró apreciándola; le
parecía una de las mujeres más amistosas e inteligentes que conociera nunca; ella le dijo:
—Quiero preguntarte algo antes de que vuelvan. ¿Te importa?
Sacudió la cabeza, sonriendo.
—¿Puedes explicarme cómo utilizas la telepatía?
Tragó con cuidado la última galleta, moviendo la cabeza.
—No puedo responderte con sencillez. No utilizo la telepatía... a veces la experimento. ¿No
has tenido nunca la sensación de saber algo instintivamente antes de que suceda? ¿O algo te
ha salido bien, de forma rara, cuando estabas haciendo algo complicado, como si el mundo de
la materia colaborara realmente contigo? ¿O te has tropezado con una palabra que jamás
habías visto antes y luego te la has encontrado varias veces en pocas horas?
—Supongo que sí. Sobre todo lo último. A todos les pasa eso alguna vez. Pero no con
frecuencia suficiente como para que resulte importante.
—Una vez conocí a una mujer a la que le ocurría todos los días... era un ser extraño,
llamado Grace Salmon. Vivía cerca de mí, cuando fui a vivir a los Lagos... ya ha muerto. No
era muy lista, y en algunas cosas resultaba bastante atolondrada. Pero desde luego tenía toda
clase de poderes extraños. A menudo podía predecir el futuro de una persona con sólo
mirarla... así como su pasado. Me dijo cosas acerca de mí que era imposible que hubiese
sabido. También podía curar a las gentes, imponiéndoles las manos. Pero, como digo, no era
inteligente; la verdad es que era decididamente crédula y tonta en muchos aspectos. Me
convenció de que los poderes psíquicos y la telepatía no tienen nada de poco habituales.
Pero... ¿qué iba a contar? Ah, sí, muchas veces hablaba de por qué uno escucha una palabra
por vez primera y luego sigue escuchándola durante un par de días más... A ella siempre le
estaba sucediendo. Si quería saber algo, abría al azar un libro de referencias... y se abría en la
página adecuada. Se lo he visto hacer muchas veces. Una vez me pidió que le explicara el
principio de la bomba atómica y le contesté que lo desconocía, y me dijo:
"—No importa, pronto me toparé con ello.
"Una hora más tarde compró una coliflor en el mercado del pueblo (yo estaba aún con ella)
¡estaba envuelta en un periódico que hablaba justo de la bomba atómica! Al principio no hice
caso de todo aquello, pensando que serían coincidencias, pero sucedían con demasiada
frecuencia para que lo fueran...
—Pero y eso de oír palabras... —interrumpió Vivian con suavidad.
—Ah, sí, ya intentaba llegar a ello. Verás, me dijo que siempre había poseído esos poderes
mágicos rudimentarios. Sólo tenía que desear algo (razonable, se entiende), y lo conseguía. Si
quería saber algo, poco después tropezaba con ello. Y creía que tales poderes eran parte del
equipaje normal de los seres humanos... como el radar de los murciélagos. Pero la mayor
parte de las personas viven en tal tensión nerviosa... y desconfían tanto de sí, que nunca
aprenden a emplear sus poderes. Me contó que la mayoría de los antiguos brujos o sabios eran
seres excepcionalmente "armoniosos"... afinados en sí mismos, no sé si me comprendes...
—¡Vivian! —Era la voz de Kit Butler.
—Estoy aquí arriba.
—¡Ya lo sé! ¡Sal en seguida de la cama de Damon!
—Muy bien. Deja que me vista...
Le sonrió; inmediatamente él se dio cuenta de que la simpatía existente entre ambos yacía,
por parte de ella, sobre una base sexual. Vivian se levantó:
—¿Y tú crees tener idénticos poderes que esa Grace?
—Oh, no, ni por asomo. Me interesan demasiado las ideas...
—¡Vivian!
—¡Ya voy!
—Baja esta carpeta contigo. Son los recortes sobre los asesinatos. Estaré abajo en pocos
minutos.
Al ponerse en pie se sintió ligeramente mareado y tomó nota mental de evitar el whisky con
el estómago vacío.
Ya abajo, en el cuarto de baño, se desnudó por completo y se lavó con una esponja de la
cabeza a los pies. El espejito para afeitarse estaba colgado del gancho que sujetaba la ventana
y tenía que inclinarse sobre la bañera para verse mientras se rasuraba. En el jardincillo de
atrás, la ropa se agitaba en los alambres. Recordó el comentario de Royston Meredith de que
los barrios bajos son el reflejo exacto de la sordidez de la naturaleza humana. Pensó que los
hechos no explicaban nada. "Aquí estoy yo, inclinado sobre una bañera llena de ropa sucia
puesta en remojo; el ladrillo de las casas de enfrente está mugriento. Y, sin embargo, me
siento totalmente feliz".
La oleada de vitalidad se volvió tan poderosa que cerró los ojos, apoyándose contra la pared
con una mano. Cuando hubo pasado, se sintió como si le hubiesen quitado toda la energía,
pero aun así, totalmente satisfecho. Se sentó en el borde de la bañera, cerrados los ojos. El
dorado resplandor de placer dolía. Desde arriba, oyó la voz de Butler que gritaba:
—¡Damon!
Mientras subía, su energía retornó. Abrió la puerta de Butler, al pasar, para decir:
—En seguida vuelvo.
Ya en su cuarto, se puso una muda limpia, se vistió y descendió.
—Buenos días, Jeremy. Lamento haberos entretenido. No puedo acostumbrarme al horario
de Londres. Necesito dormir mucho.
—Te lo mereces, por lo que he oído —rió Bryce.
—Entonces, ¿crees que hemos dado con algo?
—Ciertamente lo parece.
—¿Té, Damon?
—No, gracias, acabo de tomar café.
—Bueno, esto es interesantísimo. Hemos estado charlando de lo que debería hacerse a
continuación.
—¿Has traído el librito de Sundheim?
—Sí, aquí está.
—Tiene una nota biográfica —aclaró Butler—. Sundheim está muerto. Murió en 1956, a los
sesenta años. Aquí dice que era ingeniero de profesión y que le gustaba mucho la escalada.
Pero no menciona que estuviera casado.
—¿Puedo verlo?
—No hay más que un comentario interesante..., dice que era un tipo de gran fortaleza y
resistencia física. Así que pudo transmitírselas a su hijo..., si este Gaylord Sundheim es su hijo.
—Perdona, Damon —interrumpió Bryce—. Antes de que empieces a leer, déjame decirte lo
que hemos decidido para ver si estás de acuerdo. Creo que sería una buena idea emplear a
una agencia de detectives para que vigilen a ese Sundheim. Hemos estado estudiando las
fechas de los asesinatos y van aproximándose. Empezaron con un intervalo de seis meses, de
febrero a agosto, luego se redujeron a cuatro meses, a tres, a diez semanas, dos meses, cinco
semanas y un mes. El último fue hace tres semanas. Así que creemos que cometerá otro en
cualquier momento. El problema está en que los detectives privados son bastante caros... por
lo menos diez libras y media al día. No es que me importe pagarlas, siempre y cuando estemos
relativamente seguros de que no se trata de una pérdida de tiempo...
—Creo que seguramente recuperarías tu dinero si Sundheim es quien buscamos —dijo
Butler.
—Claro que lo recuperaría. Aparte de todo lo demás, estoy seguro de que algún periódico
pagaría mil libras por la historia. Pero deberíamos intentar obtener algo más de información
antes de proceder, ¿no crees, Damon?
—Por otro lado —intervino de nuevo Butler—, tal vez fuera más simple dejárselo todo a la
policía. Es posible que tuvieran pruebas para arrestarle inmediatamente, impidiendo así toda
posibilidad de un nuevo asesinato.
Reade leía el folleto. Tendría unas noventa páginas y bajo el titular se leía: Edición privada
del autor. Su título era: William Blake, Testigo de la Verdad, por Orville Sundheim. La mayoría
de las hojas parecían contener citas bíblicas, casi todas de los libros poféticos y de la
Revelación de San Juan.
—Estoy de acuerdo en que tenemos que verificar quién es este Sundheim antes de hacer
nada más. Pero, perdonadme un momento, mientras sigo leyendo esto.
Butler fue a sentarse sobre la cama, junto a Vivian Martin, que tenía la carpeta abierta
sobre las rodillas. Bryce, de pie, miraba por la ventana y fumaba.
—Hasta donde me es posible juzgar —comentó Reade—, este hombre es un auténtico
chiflado. Un fanático de la Biblia.
—Esto había pensado yo —asintió Bryce—. Parece dedicarse a intentar demostrar que Blake
tomó toda su poesía prestada de la Biblia.
—En otras palabras —dijo Butler—, justo el tipo de hombre que convertiría a su hijo en un
ateo militante.
—No lo sé. Habla varias veces de las Nupcias entre Cielo e Infierno. Ningún hombre que
apruebe ese libro puede ser un fanático de estrechas miras. Tengo que leer este libro con
atención para llegar a una conclusión definitiva.
Bryce se volvió de la ventana:
—¿Y mientras, qué hacemos de Sundheim junior?
—Oid esto —Butler se puso a leer un recorte—: La séptima víctima fue un hombre llamado
David Miller, un modelo masculino. Su cadáver se descubrió en el cementerio de
Hammersmith. Al parecer había desaparecido el diecisiete de enero. Su cuerpo fue hallado el
día diecinueve, dos días más tarde. Uno de sus amigos dijo que se iba a Putney, para
encontrarse con alguien en un bar, y que ya no regresó. —Alzó la vista del portafolios—.
Supongamos que el hombre con quien iba a encontrarse era el asesino...
—Poco probable —observó Bryce—. Los asesinos no concertan citas así... demasiado
peligroso. La víctima podría mencionar a quién iba a ver.
—De acuerdo. Supongamos que fue al bar de Putney a encontrarse con algún conocido... un
amigo nuevo, o algo así. Está claro que se trata de un homosexual... un modelo masculino con
dirección en Soho. El amigo no aparece y en cambio conoce a Sundheim, aceptando ir a su
casa. Ahora, mi teoría: le hallaron muerto a las nueve de la mañana del diecinueve. El
patólogo dijo que llevaba muerto unas treinta horas... lo que da como hora de su muerte, las
tres de la madrugada del día anterior. Así que el asesino tuvo que tener el cadáver en casa
durante todo el día, sacándolo a la noche siguiente para disponer de él. En resumen: que vive
solo. Eso encaja con Sundheim, hasta donde sabemos.
—Pero ¿cómo lo sabes? —preguntó Vivian—. También puede vivir con algún amigo...
—Podemos averiguarlo. Pero hay otro punto: David Miller pesaba unos ochenta kilos. Y si
era un modelo, no podía ser grasa... Sí, aquí tenemos una foto suya. Parece fuerte. El asesino
tuvo que ser bastante fuerte y atlético. Y oid esto: El forense dijo que era pura casualidad el
que se hubiese descubierto el cadáver en el cementerio, porque se hallaba oculto en un rincón
donde no hay tumbas, en la hierba crecida. Me parece recordar... lo mismo que el cuerpo que
se halló en Lambeth, en el descampado causado por los bombardeos... había estado allí tres
días. ¿Comprendéis lo que quiero decir? Se trata de un hombre que tiene tiempo de andar
buscando buenos escondrijos donde echar los cadáveres...
—Dejadme que pruebe otra teoría —saltó Bryce chasqueando los dedos—, que su madre
está enterrada en el cementerio de Hammersmith, ¡por eso se fijó en el sitio!
—Yo conozco este club llamado Frankie's —dijo la joven.
—¿Qué club?
—Aquí dice que David Miller frecuentaba un club de Soho llamado Frankie's. Es un club de
homosexuales. Una vez fui allí y si las miradas matasen...
—Deberíamos darnos una vuelta por allí... a ver si conocen a Sundheim —surgió Butler.
—Imposible a esta hora del día —le disuadió Bryce—. Tendremos que ir al anochecer. —
Apagó el cigarrillo—. Ya es hora de que nos vayamos a la oficina, encanto.
—¿Podríais llevarnos hasta la Plaza Edwardes?
—Claro, pero ¿para qué? No pensaréis visitarle, ¿verdad?
—No, pero me gustaría ver el sitio... —era Butler quien hablaba—... sólo para ver lo aislado
que está. Si se parece en algo a otro donde yo viví en un tiempo, todo el mundo se enteraba
de cada vez que iba al excusado.
—Ten cuidado. No queremos ponerle sobre aviso, a estas alturas.
—¿Vienes, Damon?
—Sí, no faltaba más...
El "Jaguar" de Bryce estaba aparcado fuera. Al montarse empezaban a caer las primeras
gotas de lluvia. El interior del coche olía a cuero nuevo y al perfume de Vivian Martin. Para
cuando llegaron a la avenida de Holland Park, llovía con intensidad.
—¿Qué piensas, Damon? —preguntó Bryce—. Pareces estar dándole vueltas a algo.
—No tanto.
—Es decir que sí —contradijo Butler.
—Solo es que... vosotros discutíais acerca de si contratar a un detective privado o llamar
inmediatamente a la policía. Pero a mí me gustaría tener la ocasión de hablar con él antes de
que hagamos algo así...
—¡Debes de haberte vuelto loco! ¿No has leído lo que hizo con el cadáver de Salamanca
Place... asarlo en pedazos para volverlo irreconocible? ¡Se trata de un maníaco homicida!
—Ya lo sé, pero...
—Además, cuando anoche te sugerí que le visitaras, me dijiste que no querías.
—Sí, ya lo sé. Pero lo he estado pensando desde entonces. Y no puedo creer que alguien
que conoce a Blake de memoria no tenga remisión...
—¡Remisión! ¿Quién habla de redimir? Este tío es un loco con un hacha.
—Ya estamos en la Plaza Edwardes —anunció Bryce—. ¿Ahora qué?
—La casa está por allá... hacia la izquierda. ¿Puedes parar junto a ese farol?
La entrada a la casa quedaba a su izquierda. Un pequeño arco se abría sobre un patio
enlosado, a ambos lados del cual había garajes independientes.
Nadie habló por un momento. De pronto, algo que había sido irreal se volvió muy real. Era
como contemplar un monumento histórico; pero la sensación estaba teñida de morbosidad.
—¿Sabéis el número?
—-Cinco.
—¿Pensáis acercaros?
—¿Por qué no? Es una casa de vecindad, así que habrá gente entrando y saliendo todo el
día.
—De todas formas, creo que voy a echar el coche atrás. Aquí pueden vernos.
Dio marcha atrás unos metros, volviendo a detenerse. Butler dijo:
—Si Viv viniera conmigo resultaría menos sospechoso… una joven pareja que se pasea.
—Buena idea —asintió Reade—. Vosotros ir por delante. Yo esperaré.
Butler y Vivian salieron del auto; ella le cogió del brazo. Aún llovía, aunque con menos
fuerza. Reade bajó la ventana; el aire olía a limpio. Incluso se notaba cierto aroma de flores
procedente de los jardines. Bryce encendió un pitillo. Ninguno hablaba. Butler y Vivian
regresaron casi al instante. Bryce abrió la puerta para que ella entrara y la joven informó:
—Acabamos de verle.
—¡Qué!
—Ha salido a recoger la leche de la puerta...
—¿Estáis seguros de que era él?
—Seguros —dijo Butler—. Era un hombre grande, con un jersey amarillo.
—¿Os ha visto?
—No creo. Un árbol se interponía entre él y nosotros. Tiene un físico poderoso. La casa está
justo al final de las demás, pero separada de ellas.
—El garaje queda debajo —siguió la mujer—. Así que no le costaría sacar un cuerpo de la
casa y meterlo en el auto.
—¿Qué deberíamos hacer ahora? —inquirió Reade.
—Sugiero que vayamos a mi casa y tomemos un trago. Aquí no hay mucho que hacer —dijo
Bryce—. Sería demasiado arriesgado para Damon y para mí si fuéramos a echar otro vistazo.
Jeremy puso en marcha el coche. Al pasar bajo el arco, Vivian Martin exclamó excitada:
—Mirad, sale. Sigue un poco más.
Butler volvió la vista, pero el cristal de atrás estaba cubierto de gotitas de lluvia. Por la
ventanilla lateral Reade pudo ver una figura alta, con un jersey amarillo, que surgía de entre
las casas, volviendo a la derecha. Preguntó:
—¿Podrías dar la vuelta en la próxima esquina?
—Creo que sí.
—¿Será prudente? —preguntó Butler—. Imagina que nos vea.
—Nos arriesgaremos.
Dobló la esquina a la derecha, puso marcha atrás y enfiló hacia donde habían salido. Para
entonces, la figura de jersey amarillo había desaparecido. Cuando llegaron al siguiente cruce,
le vieron como a veinte metros, dirigiéndose a la calle Kensington High.
—¿Podemos seguirle a distancia? —preguntó Butler.
El hombre había llegado casi a la esquina. Aún a aquella distancia Reade se dio cuenta de su
tamaño. Tenía el tipo de un campeón remero o de un futbolista americano y caminaba con el
aire del hombre orgulloso de su gracia casi felina. Le observaron doblar a la derecha y cruzar
la calzada. Cuando el coche llegó a la esquina, le vieron que iba ya hacia Holland Park. El
tráfico era denso en ambas direcciones y hubieron de esperar casi cinco minutos antes de
poder continuar. Para entonces el hombre había desaparecido en los jardines de Phillimore.
Reade miró el mapa de Londres y localizó con bastante rapidez la posición del coche.
—No tenemos prisa. No puede ir muy lejos. No puede doblar a la izquierda porque ahí está
el parque...
Pero cuando el coche llegó a los jardines, no se veía rastro del individuo. Bryce cruzó
despacio, mirando a todas las calles transversales.
—Es mejor que aquí doblemos a la derecha —dijo Reade—. Ha tenido que ir por una de
estas calles, a menos que se haya metido en una casa.
Volvieron a verle en la calle Campden Hill, dibujado contra el cielo, en lo alto de la cuesta.
Caminaba con paso fácil, reposado. Había dejado de llover y el sol se reflejaba en la superficie
mojada del suelo. El hombre parecía gozar de su paseo bajo el sol.
—Mejor que no te acerques demasiado —dijo Butler al notar que Bryce aceleraba—. Es
mejor perderle que sospeche que le siguen.
Bryce enfiló la cuesta despacio, deteniéndose luego a un lado, frente a un garaje. La figura
de amarillo llegó a la esquina de la avenida Holland Park, doblando a la derecha. Bryce dejó
que el coche se deslizara cuesta abajo, sin encender el motor. Vieron al hombre al otro lado de
la carretera, acercándose a los semáforos de Notting Hill'Gate. Mientras esperaban para
cruzar, dobló a la izquierda.
—¿Qué harás ahora, Jeremy? —preguntó Butler—. ¿Y la oficina?
—Por ahora me la salto. Además ya es casi hora de comer. —Cuando llegaron al semáforo,
dijo —: Me temo que le hemos perdido. No se le ve por ningún lado. Habrá entrado en alguna
tienda.
Al cambiar las luces, viró a la izquierda. Vivian Martin dijo:
—No. Ya le veo. Fuera de aquella tienda.
Se detuvieron para que un taxi les adelantara. El hombre estaba a unos veinte metros,
mirando un escaparate.
—Pásale, Jeremy y dobla a la izquierda en la calle siguiente. Luego intenta aparcar. Me
gustaría verle más de cerca —sugirió Butler.
Al llegar a la altura del hombre, vieron que estaba parado ante una tienda de antigüedades.
Tenía las manos metidas en los bolsillos de un par de elegantes vaqueros grises. Un instante
después, Bryce doblaba la esquina y le perdían de vista. Había ya varios coches aparcados y
era difícil hallar sitio. En tanto que Bryce vacilaba, Butler dijo:
—Sigue adelante. Acaba de dar la vuelta a la esquina.
Un momento después, Sundheim pasaba junto al auto, sin mirarlo siquiera. Le observaron
dirigirse a Chepstow Villas.
—Voy a seguirle —dijo Butler—. ¿Y vosotros?
—Por ahora nos quedamos. No podemos renunciar a la caza ahora.
—En tal caso, es mejor que nos dividamos. Tal vez me haya visto entre las casas... aunque
no creo. Vamos, antes de que le perdamos de vista.
El hombre había desaparecido. Vivían exclamó:
—¡Parece como si fuéramos de caza!
Butler salió del coche y le abrió la puerta. Al salir la joven, los ojos de Reade observaron
cómo los de su amigo recorrían las piernas enfundadas en seda. Butler se tropezó con su
mirada y sonrió diciendo:
—Vamos, Damon. Viv, tú sigue por delante e intenta tenerle a la vista. Si nos perdemos,
nos encontraremos en mi piso, ¿de acuerdo? Jeremy, ¿vas con Vivian?
—Yo os seguiré. Id por delante mientras cierro el coche.
Mientras caminaban, Butler comentaba:
—¡Fíjate que chica tan estupenda! ¡No es maravillosa! ¡Qué piernas!
—Piensa en Sundheim —sonrió Reade—. Te relajará la tensión.
—Se me ocurren mejores maneras de hacerlo. Escucha, Damon, si tienes ocasión de
dejarnos a solas ¿lo harás?
—Sí, pero será mejor que Jeremy no sospeche que intentas birlarle a su amiga.
—No creo que le importara mucho. Me parece que es una especie de Casanova... Dios,
¿dónde se ha metido Viv?
Habían cruzado la calle Portobello y el gentío hacía difícil el poder ver a unos metros de
distancia. Con el sol, todo el mundo se había echado a la calle. Tampoco había señal del jersey
amarillo.
—Tú vete por una acera y yo por la otra. No puede estar lejos...
—No hay necesidad —dijo Reade—. Ahí la tienes, en esa tienda.
La joven les miraba desde el interior de una tienda de antigüedades, moviendo las manos
con gesto cauteloso, contenido. La gente que rodeaba un tenderete de bisutería les cortó la
visión; al llegar al escaparate, ya no se la veía. Butler dijo:
—Es mejor que nos separemos. Quédate aquí y espera a Jeremy.
La tienda de antigüedades contaba con varias estanterías de libros de segunda mano;
dentro había aún más. Reade miró los más cercanos a la puerta, intentando observar también
la calle para ver, a Jeremy; por fin decidió entrar.
Constaba de dos salas, separadas por una alcoba. Vivían Martin se hallaba en un rincón,
mirando un estante de libros de bolsillo. Por la puerta de la alcoba vio algo amarillo. Cuando la
joven le divisó, le indicó la otra sala con un leve movimiento de cabeza. Él asintió en silencio,
poniéndose junto a ella. En la otra sala, una voz de acento americano decía:
—¿No tiene idea de lo que ha sido del otro?
—Me temo que no, señor, solo compré uno.
Miró sorprendido a Vivían. La voz, que esperaba fuera grave y masculina, era extrañamente
aguda, como la voz de un cura de comedia.
—Es una pena que tenga esta grieta. Estropea el conjunto. ¿Cuánto pide?
—Veinticinco libras, señor.
—Mm... me parece mucho.
—Lo vale, señor.
Era imposible habituarse a la voz. Era suave, amable, ligeramente nasal, con la inflexión
átona, casi como un relincho, de ciertas mujeres americanas. Si Reade no hubiera sabido que
se trataba de un hombre, la hubiera creído de mujer. El levísimo tartamudeo aumentaba la
impresión de dulzura y femineidad.
—¿Cómo sabe que es auténtico? —proseguía la voz—. Podría tratarse de una de esas
imitaciones húngaras.
—Oh, no, señor. Mire al fondo. Tiene los auténtico signos chinos...
—Oh, sí, no lo niego —repuso la voz con paciencia, con suavidad—. Son del período T'ung
Chih, hacia fines del siglo pasado. Así que aunque fuera auténtico, no valdría más de diez
libras.
El acento londinense del otro empezaba a sonar irritado:
—Bueno, si no lo quiere...
Le interrumpió el teléfono que sonaba.
—Discúlpeme...
Reade sa sobresaltó al oír la voz de Butler:
—Perdone que se lo diga, pero es un bello trabajo.
—Oh, sí —vaciló la voz americana—, es muy bello. Pero no sé si vale lo que pide por él...
—Tal vez no pueda decírselo. ¿Le importa que mire las marcas de abajo?... Ah, lo que
pensaba. Es Shun Chih, no T'ung Chih.
—¿De veras? Temo no ser un experto. Entonces es más antiguo, ¿no?
—Ciertamente. De mediados del siglo diecisiete, dinastía Ch'ing. Pero comprendo que se
haya equivocado usted. Los cuatro ideogramas superiores son los mismos que los de T'ung
Chih. Pero los cuatro de abajo son muy distintos.
—¡De veras! —exclamó la voz con ingenuo asombro—. ¿Y usted cree que vale veinticinco
libras?
Oyeron el retintín del teléfono al ser colgado. Butler dijo de prisa:
—Mucho más, estoy seguro. Si no lo quiere, yo me quedaré con él...
Volvió a entrar el dueño de la tienda:
—¿Ya se ha decidido, señor?
—¡Bájelo a veinte y me lo quedo!
La voz era insegura y astuta a un tiempo, como la de una anciana que ha encontrado una
verdadera ganga. Reade y Vivian Martin se miraron y sonrieron.
—No puedo, señor. ¿Le parece bien veintitrés?
—Ejem... ¿Veintidós? Partimos la diferencia y lo dejamos en veintidós. ¿Qué le parece?
—Bien. Hecho. Es una ganga.
—Vamos a ver... aquí tiene...
—Le traeré el cambio, señor.
—Y muy buena ganga—dijo la voz de Butler—. ¿Es usted coleccionista, si me perdona la
curiosidad?
—Bueno, un poco...
—También yo. Las antigüedades siempre me han fascinado. ¿Por qué no viene a tomar el té
conmigo? Vivo cerca de aquí.
—Es usted muy amable, pero en este momento no puedo —repuso la voz—. Espero a una
tía para cenar y... oh, gracias...
El dueño le había dado el cambio. La voz prosiguió:
—Voy a dejarlo aquí un rato mientras salgo a buscar un taxi. Perdóneme... oh, lo siento...
En su prisa por salir de la tienda había chocado con fuerza con Vivian.
—No importa.
Reade mantuvo vuelto el rostro. El hombre pasó a su lado y salió. Un momento después,
Butler salía de la otra estancia.
—Vamonos.
—¿A dónde?
—A casa. Vamos, Viv.
—Un momento —dijo Reade—. Quiero comprar estos libros...
Un instante después, Butler volvía a entrar, diciendo apresuradamente:
—Retrásate cuanto puedas, ¿eh?
—Bueno...
—Y si ves a Jeremy, retrásale también.
Salió de prisa. Reade pagó los libros que había adquirido: la autobiografía de Beatrice
Webb. Miró con curiosidad el jarrón chino que había sobre la mesa.
—Es muy hermoso.
—Sí. Acabo de venderlo.
—Sí, lo he oído. Dígame, ¿conoce al hombre que lo ha comprado?
—No, señor. Bueno, sólo de vista. Le he visto por aquí un par de veces. Siempre regatea el
precio... ¿Le conoce usted?
—Me temo que sólo de vista.
Ya fuera, se mezcló con la multitud; temía volver a encontrarse con Sundheim y ser
reconocido. De pronto se dio cuenta de que tenía hambre. Aún no eran las dos. Entró en una
cafetería y se sentó en la barra, tras de pedir un café y un bocadillo de jamón. Un cuarto de
hora después se encaminaba despacio hacia su vivienda. La puerta estaba entreabierta. La
cerró tras de sí, se quitó los zapatos y subió calladamente.
Una vez en su cuarto se tendió en la cama. Aún se sentía cansado; resultaba una tentación
cubrirse con las mantas y dormir. Al cerrar los ojos seguía oyendo la voz suave, nasal. Se
obligó a permanecer sentado y empezó a leer la autobiografía de Webb. El timbre sonó abajo
tres veces... el timbre de Kit Butler. Un instante después oyó unas suaves pisadas en la
escalera. Kit Butler asomó la cabeza.
—¡Ah, Damon! Gracias al cielo que estás aquí. ¿Quieres abrir la puerta? Debe ser Jeremy.
Que no sepa que he estado a solas con Vivian.
—¡Tienes todo el aire culpable del gato que ha robado la nata! —rió Reade.
—Es estupenda... —se relamió su amigo, sonriendo—. Bueno, vete a abrir la puerta
mientras termino con la nata.
Mientras bajaban, Reade comentó:
—De paso te diré que alguien había dejado la puerta abierta, cuando yo he venido...
—¡Dios! —Kit se llevó la mano a la frente—. ¡Si llega a entrar!
Al abrir la puerta, Bryce se hallaba apoyado, de espaldas, moviendo el pie con impaciencia.
—Perdona la tardanza.
—No importa. ¿Hace mucho que habéis venido? Os he buscado por todas partes.
—Unos diez minutos.
—¿Habéis perdido a Sundheim?
—No. Kit ha hablado con él.
Entraron en el cuarto de Butler, quien se hallaba ante el espejo, afeitándose con la
maquinilla eléctrica. Vivian Martin se hallaba sentada en la cama, cruzadas sus largas piernas.
Parecía tan fría y tranquila como si se hallara posando para una foto de modas.
—¿Le has contado lo de Sundheim, Damon? —preguntó Kit.
—Aún no —repuso Bryce—. ¿Qué ha pasado?
—¡Kit ha intentado traerle a tomar el té! —exclamó Vivian.
—¡No! ¿Cómo es?
—Un grandote afeminado —describió Butler.
—Todos hemos llegado a la conclusión de que no puede ser un asesino. No tendría valor de
matar a una mosca —comentó Vivian.
—¿Estáis seguros? Contádmelo todo.
Butler narró lo sucedido en la tienda de antigüedades.
—Y lo más divertido es que seguía queriendo que le rebajaran a veinte libras aún después
de haberle dicho yo que valía mucho más.
—¿Y era cierto?
—Oh, sí. Vi un par de jarrones casi idénticos que se subastaron en Christie por casi
cuatrocientas libras. Claro que éste era sólo uno, pero por lo menos valdría cincuenta...
seguramente el doble.
—¿Dónde aprendiste sobre antigüedades?
—Siempre me han interesado. Empecé con bronces chinos.
—¿Qué piensas tú, Damon? ¿Puede ser el asesino?
—No lo sé. Me inclino a pensar que no... a menos que tenga su personalidad totalmente
dividida. Da la impresión dé ser blando como la mantequilla.
—Ojalá le hubiera visto. Kit, ¿por qué no intentas cultivar su amistad?
—¿Cómo?
—Ya sabes dónde vive. Intenta tropezar con él en la calle. Tal vez vaya al bar de la esquina.
—No me importa, pero me da la impresión que no le interesan las amistades casuales.
—¿Y Damon? —preguntó Vivian—. ¿No podría fingir que ha confundido a este Sundheim con
el interesado en Blake?
—¿Cómo? ¿Cómo se supone que voy a saber de su existencia? No puedo ir a llamar a su
puerta y decir: "¿Es usted el Sundheim que escribió este libro?"
—Esperad —dijo Butler—. Tengo una idea. ¿No puedes deciri que tienes una carta de su
padre, con esa dirección?
—Pero si ni siquiera sabemos si es su padre.
—No... supongo que no.
—Además, según el libro, murió en 1956. Hace diez años. No es probable que viviera en esa
dirección hace diez años.
—Eso sería fácil de averiguar. Se llama a información y se pregunta si el número de teléfono
estaba a nombre de Sundheim en 1956.
—¿Tendrán listines tan atrasados?
—Creo que sí. Y ahora que lo pienso, tal vez yo tenga uno. Vamos a mirar.
Revolvió el cajón inferior del armario de bebidas, tirando en el suelo las guías viejas. Por fin
dijo:
—Maldición, hay de la E a la K para 1956, pero no la S. Llamaré a información.
—No lo hagas todavía. He visto algunas guías viejas en mi cuarto.
Los listines estaban en un armario en el rincón, junto al contador de gas. Algún inquilino
anterior los había usado como papel higiénico; a varios les faltaban las cubiertas y tenían
páginas desgarradas. Pero todos eran de fecha tardía; el más antiguo de 1959.
En el descansillo de la escalera se alzó de puntas a mirar sobre otro viejo armario. Había
aún más guías telefónicas; al moverlas el polvo le llenó la nariz. El primero que cogió era de
1955. Era el volumen de la S a la Z. Lo llevó a su cuarto y lo abrió. Allí estaba el nombre:
Beatrice M. Sundheim, 5 Berkeley News.
—Ya lo tengo. Éste es del cincuenta y cinco y la señora Sundheim vivía ya allí. Pero no nos
sirve de mucha avuda. Según el libro, Orville Sundheim murió en Connecticut.
—Pero creo recordar que también dice que solía consultar manuscritos de Blake en el Museo
Británico —dijo Butler—. ¿Dónde pararía cuando venía a Londres?
—Pero ni siquiera sabemos si serían parientes de esta Beatrice Sundheim.
—Creo oue nodemos suponerlo. Sundheim es un nombre poco corriente... tan poco
corriente que no aparece en la guía de Londres de este año. Sabemos que Orville Sundheim
era americano v que Beatrice Sundheim lo era también. Sabemos que Gaylord Sundheim es
americano. Yo diría que es casi seguro que sean parientes. Y de todos modos, ¿qué puede
impedirte que le escribas preguntándole, sencillamente, si es hijo de Orville Sundheim?
—¿Y cómo se supone que he podido localizar su dirección?
—En una vieja guía de Londres.
—En ese caso, la carta tendría que ir dirigida a su madre.
—Yo me inclino por estar de acuerdo con Kit, Damon —dijo Bryce—. Tienes una excusa
bastante buena para acercarte a Sundheim. Escribes sobre Blake, como lo hacía Orville
Sundheim. ¿Por qué no te arriesgas y dices que mantuviste correspondencia con aquél y que
te dio esta dirección? ¿Qué peligro corres?
—Para empezar —se encogió de-hombros—, no me gusta mentir.
—A nadie.
—Yo tenía una tía que siempre estaba cambiando su número de teléfono porque creía que le
perseguían los Testigos de Jehová —contó Vivian—. Cuando queríamos hablar con ella
teníamos que pedir al vigilante de la central que llamara a mi tía y le preguntara si aceptaría
una llamada de alguno de nosotros. ¿No podrías probar lo mismo con Sundheim?
—¡Maravilloso! —aplaudió Butler—. Debiera habérseme ocurrido. Prueba. Damon. ¿Qué
puedes perder? Si se niega a verte, es el fin del asunto. Entonces yo seguiré la idea de Jeremy
de tropezarme con él por la calle.
—¿Por qué no lo haces? —dijo Bryce.
—Nunca sé mentir con convicción —repuso Reade de mala gana.
—Deja que lo haga yo por ti, Damon. Luego sólo tienes que hablarle. ¿Lo harás?
—Bueno.. Supongo que tendré que intentarlo...
Butler cogió el aparato y llamó a la telefonista:
—¿Puedo hablar con el vigilante, por favor? Gracias... Oigame, no sé si podrá ayudarme.
Intento ponerme en contacto con un amigo mío que no tiene número en la guía. Tengo su
dirección y el antiguo número de teléfono. Me pregunto si podría llamarle usted y preguntarle
si aceptaría una llamada... Es bastante urgente... Su nombre es Sundheim, Gaylord Sundheim.
¿Se lo deletreo?... Mi nombre es Reade, Damon Reade.
Todos guardaban completo silencio, escuchándole. Reade deseaba haber bajado al excusado
antes de que Butler llamarar de pronto sentía que se le removían las entrañas. La espera
parecía interminable. Pasaron cinco minutos, mientras Butler permanecía sentado, el teléfono
pegado al oído. El vigilante volvió a hablar para pedir el antiguo número de Sundheim. Hubo
una nueva espera. Al cabo, Butler dijo:
—Está llamando...
Reade se acercó a la butaca y tomó el aparato. Cesaron las llamadas y una voz que
reconoció al instante dijo:
—Diga:
—Un tal señor Reade le llama de...
La línea quedó repentinamente muda. Escuchó unos segundos más. Al fin, la voz de la
telefonista dijo:
—Hable, por favor.
Carraspeó antes de decir:
—¿La señora Sundheim, por favor?
—¿Quién?
—¿La señora Beatrice Sundheim?
—Mi madre murió —dijo la voz.
—Oh, lo lamento mucho. Mi nombre es Damon Reade. Una vez mantuve correspondencia
con Orville Sundheim, que supongo sería el padre de usted...
Se detuvo; de pronto sentía la garganta terriblemente seca. Al otro lado de la línea no hubo
respuesta.
—¿Me oye?
—Diga.
—Ah... sigue ahí. ¿Era Orville Sundheim su padre?
—Sí.
La admisión fue hecha a duras penas; con ella Reade sintió que su garganta se aflojaba,
que la tensión desaparecía. De pronto se sintió controlando la situación.
—En ese caso, usted debe de ser el hijo al que educó siguiendo a Blake.
Hubo un cierto ruido, que nada significaba, al otro lado de la línea. Reade prosiguió:
—No sé si usted conocerá mi nombre. He escrito libros acerca de Blake.
—Eh... sí.
—En el Museo Británico me he topado con la obra postuma de su padre. ¿Podría usted
decirme ¿qué fue de sus manuscritos y notas?
—Sí. Yo los tengo.
—¿Están por casualidad en Londres?
—Sí.
—¿Me sería posible verlos?
Un nuevo, silencio. La voz preguntó:
—¿Cuándo querría usted venir?
—Cuanto antes. He venido a hacer ciertas indagaciones. Me gustaría volver a mi casa
dentro de dos o tres días. Vivo en el distrito de los Lagos.
Otro silencio. Al fin, Sundheim dijo:
—Bueno, supongo que será mejor que venga y les eche un vistazo. ¿Cuándo quiere hacerlo?
—Cuando sea. posible. ¿Esta tarde? ¿Mañana?
—Me temo que no estaré aquí esta tarde. ¿Puede venir al anochecer?
—Desde luego. ¿A qué hora?
—¿A las ocho?
—Espléndido. Allí estaré. ¿Es la misma dirección que en la guía de 1959?
—Sí.
—En ese caso tomaré un taxi. Muchísimas gracias. Adiós.
Al colgar suspiró profundamente y se dejó caer en la silla que Butler dejara libre. Bryce
exclamó:
—¡Ha sido maravilloso!
—Estupendo. ¿Era su hijo?
—Sí.
—Lástima que no le hayas preguntado si podría ir contigo un amigo —dijo Vivian—. No me
gusta la idea de que vayas solo.
—Tampoco a mí me agrada mucho —admitió Reade.
—¿Cuándo tienes que ir?
—Esta noche a las ocho.
—Bien. Así tendré la oportunidad de investigar en ese club del Soho.
Butler sirvió cuatro whiskyes largos y tendió uno a Reade.
—Toma. Te lo mereces.
—Creo que todos nos lo merecemos —dijo la mujer.
Bebieron. Reade tuvo que esforzarse por pasar el primer sorbo, pero se sintió mejor en
seguida.
—¿Qué te parece ahora? —preguntó Bryce—. ¿Sigues pensando que no es un asesino?
Reade bebió otro sorbo antes de contestar:
—No lo sé. Es una coincidencia que su padre sea un estudioso de Blake, desde luego. Pero,
después de todo, ¿qué más hay que le relacione con los crímenes?
—Creo que las coincidencias son demasiadas —afirmó Butler—. Me gustaría apostar mil
libras a que es el asesino del Támesis.
—¿Qué piensas tú, Vivian?
—Yo... no estoy tan segura. Tengo que admitir que no me pareció el tipo de criminal. Ni
hablaba como tal.
—No sirve de nada andar especulando —se encogió de hombros Reade—. Tendremos que
averiguar más cosas de él. Veré lo que descubro esta noche.
—Bueno, yo necesito una buena comida —se levantó Bryce—. Ya ha pasado una hora de la
mía habitual... ¿Quién quiere venir?
—Yo, no, gracias —dijo Reade—. Estoy cansado. Voy a acostarme un par de horas.
—Muy bien. ¿Quieres venir con nosotros a "Frankie's" esta noche? Sí, será mejor que lo
hagas, por si averiguamos algo que debieras saber. Vendré a buscarte a las seis.
***
Cuando despertó, tres horas más tarde, la sensación de fatiga y abatimiento habían
desaparecido; también lo que le quedaba de la resaca. Sentía un agradable estremecimiento
de vitalidad que volvía, de anticipación.
Fue al cuarto de Kit. La puerta no estaba cerrada con llave, pero la habitación se hallaba
vacía. Se sentó en la cama y tomó el libro de Orville Sundheim acerca de Blake. Lo leyó
despacio; seguido desde el principio parecía menos incoherente y desvariante. Iba por la
página treinta cuando volvió Butler con una bolsa blanca de papel.
—Bien, me alegro de que hayas bajado. He salido a comprar bocadillos. ¿Tienes hambre?
—Mucha.
Butler los puso en un plato. Eran de un jamón excelente.
—¿Whisky?
—No, gracias. Tomaré un vaso de leche, si hay bastante.
—Por cierto, he pensado en algo...
Butler abrió un cajón y sacó un pequeño revólver de cachas de nácar. Se lo tendió a Reade.
—¿Qué demonios... para qué es eso?
—He recordado que la chica de abajo tenía uno. Tómalo. Tal vez lo necesites.
—¡Cielos, no! Además, no podría disparar contra nadie, aunque me lo propusiera.
—Pero te sentirás más seguro si lo tienes en el bolsillo —repuso su amigo con seriedad—. Y
es tan pequeño que no se notará.
—Pero yo no quiero. Me sentiría culpable de llevarlo. Quiero intentar enfrentarme a este
hombre de forma tan abierta como pueda.
—¡Puede que no sientas lo mismo cuando te agarre por el cuello!
—No, de verdad. Por favor. Prefiero no cogerlo.
Butler se encogió de hombros y volvió a meterlo en el cajón. Reade tomó un bocadillo.
Excelente. Para cambiar de tema, dijo:
—He estado leyendo el libro de Sundheim padre. Es una obra curiosa. Está claro que
conocía de memoria los libros proféticos de la Biblia. Es una especie de apocalíptico... Creo que
obtenía mucha satisfacción de los pasajes más agoreros del Antiguo Testamento.
—¿Estaba más o menos cuerdo?
—Oh, sí. Se ve claro que era un hombre inteligente. Pero terriblemente obsesionado... de
ideas fijas. Es obvio que le gustaba Blake porque le complacía su oscuridad y violencia.
—No me gusta todo esto, Damon. Tengo la sensación de que jugamos con fuego. ¿Por qué
no llamamos ya a Scotland Yard? Si hay pruebas bastantes como para que investiguen a
Sundheim...
—Escucha. Éste es otro punto del que deseo hablar. Me di cuenta de ello al despertar... ¿No
crees que estamos pensando mucho más en los medios que en el fin?
—No te entiendo.
—Quiero decir... ¿Qué vamos a hacer de Sundheim... suponiendo que sea el asesino?
Butler exclamó atónito:
—¿Qué crees tú? Entregarlo a la policía. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
—Sí, ya lo sé... pero no me gusta la idea. Estamos condenando a este hombre a muerte... o
al menos a una prisión de por vida.
—Naturalmente que sí. Pero es que hay que detenerle. Eso es todo.
—¡Exacto! Hay que detenerle. ¿Y suponiendo que ello no implique encerrarle de por vida?
Butler le miraba como si delirara. Se había servido un whisky, pero no lo había tocado.
—Damon, a veces me inclino a dudar de tu cordura. ¿De qué diablos hablas? ¿Cómo
podemos saber si va a volver a matar? ¿Qué vas a hacer, pedirle que te prometa, bajo palabra
de honor, que no matará a nadie más?
Reade carraspeó azarado:
—Ejem... no. No puedo explicarme bien. Verás, me parece que tú y Jeremy os inclináis a
creer que esto es una especie de juego... de detectives. Quería deciros esto a la mañana, pero
no sabía cómo expresarlo.
—Mira, no se trata de lo que sintamos por Sundheim —empezó pacientemente Kik—. Se
trata de una cuestión práctica. Si sabemos que es un asesino y no informamos a la policía, nos
convertimos en sus cómplices. Aparte de ello, no podemos saber de forma práctica que no
volverá a matar, a menos que lo encerremos detrás de unos barrotes.
Sonó el timbre tres veces. Butler se levantó. Al acercarse a la puerta, Reade le dijo:
—No hablemos de esto delante de Jeremy. Además, todavía no vale la pena de discutirlo.
Quiero decir que Sundheim puede ser tan inocente como su aspecto.
Pocos momentos después volvía Butler con Bryce y Vivian. Bryce parecía cansado. Dijo:
—Bueno, ¿todos listos?
—Sí. ¿A qué hora abre ese club?
—Ya está abierto. Y he dado con un miembro que nos presentará.
—¿Quién es?
—No creo que le conozcas: Charles Saunders. El gerente de la editorial Martin Black. He
recordado que una vez me invitó a visitar un club de invertidos, así que le he telefoneado.
Tenemos que recogerle en South Kensington a las seis y media. Así que mejor que vayamos
saliendo.
—¿Le has hablado de Sundheim? —preguntó Butler con prontitud.
—No, claro que no. Es el mayor cotilla de Londres. Sólo le he dicho que deseábamos
conocer el sitio.
***
Un hombre fuerte, vestido con abrigo y sombrero oscuro, les esperaba ante la estación de
South Kensington. Contaría unos cincuenta y tantos años y tenía ese rostro pesado y
enrojecido del individuo con una fuerte cuenta corriente. Su voz sonaba con un matiz
agradable, cortés. Se sentó en la trasera del "Jaguar", saludando:
—¿Qué tal?
Reade, que esperaba algo mucho más llamativo y obvio, respondió avergonzado. Saunders
se recostó en el asiento, sujetando el paraguas entre las rodillas y diciendo:
—Bien, esto es de lo más agradable, querido Jeremy. Espero que no estéis decepcionados.
—Seguro que no. ¿Conoces a Kit Butler el compositor?
—No, pero me encanta tener ahora la oportunidad.
Al estrechar Reade su mano, tuvo la repentina conciencia de cierta nota de soledad y
desesperación en el hombre. Sólo fue un segundo, entrevisto en la cortesía, y le hizo sentirse
aún más azarado.
Respiró cuando Kit se lanzó inmediatamente a hablar de una obra americana de gran éxito
publicada por Saunders. Un instante después se tropezó con los ojos de Butler y advirtió que
compartían idéntica sensación: que la situación tenía mucho de absurda, casi de macabra. Tan
sólo el propia Saunders parecía animado y normal.
—Por cierto, Charles —dijo Bryce—, ¿no era ese tal David Miller miembro del club?
—Ya lo creo. Yo le conocía muy bien.
—¿Tienes alguna teoría sobre este asesino?
—Ninguna. Sólo sé que David había reñido con su amigo pocos días antes de su muerte y
que se había ido a otra habitación. Por desgracia era bastante reservado, así que no dijo a
nadie si había encontrado otro amigo...
—¿Así que tú crees que su asesino es un homosexual?
—Oh, así lo creo, sin ningún género de duda.
—¿Por qué está tan seguro? —preguntó Butler.
—Para empezar, David debió irse con el individuo... ¿Sabes que llevaba muerto más de un
día cuando le hallaron? En segundo lugar, pienso que tuvo que estar dormido cuando fue
atacado. Era un hombre muy fuerte... musculoso, espléndido, el tipo del atleta griego. Así que
tenían que haber estado en la cama.
—¿Cómo era su amigo anterior?
—¿Ashley? Un tipo parecido al suyo... grande, fuerte. De paso, si no les importa que les
haga una sugerencia, yo no hablaría de David en el club. Pueden pensar que están ustedes
relacionados con la policía. Tuvimos mucha, claro.
—Oh, no, claro que no.
—Por cierto, Charles —dijo Butler—, ¿ha oído usted ese rumor de que el asesino deja citas
de Blake cerca de los cuerpos?
—¡No! No, parece probable.
—Damon, mi amigo, que es un especialista en Blake, sobre el que ha escrito varios libros,
ha oído ese rumor.
—¿Dónde?
—A un policía —dijo Reade.
—¿Un policía londinense?
—No... de Carlisle.
—¿Cómo podía él saber una cosa así?
—¿Sabe si a David Miller le interesaba la poesía? —prosiguió Butler.
—No, que yo sepa. No era... bueno, muy intelectual. ¿Piensan que el asesino pudo
engañarle llevándole a ver sus escritos sobre Blake?
—Era una teoría.
Reade miró su reloj cuando Bryce aparcó el coche cerca de la calle Dean. Eran las siete
menos cinco.
—Tendré que dejaros dentro de media hora.
—¿Sí? —lo lamentó Saunders—. Qué lástima. ¿No puede cancelar su cita por esta noche?
—Me temo que no...
Mientras Saunders abría camino con Bryce y Vivian, Butler le susurró:
—No debieras haber mentado al policía. Ahora tiene una idea equivocada de ti.
Habían entrado en una callejuela estrecha; como a la mitad había un patio. Saunders les
condujo a él. Había una librería dedicada casi por entero a libros sobre sexo y anuncios de
aparatos para la hernia. A su lado se abría una puerta, desde la que se divisaba una escalera
sin linóleo ni alfombra. Una placa de latón en el exterior decía: "Club Social. Sólo para Socios".
La habitación al final de la escalera se hallaba iluminada por lámparas de luz roja; las
ventanas estaban cubiertas de pesadas cortinas de terciopelo. Una máquina de discos dejaba
oír una música de guitarra acompañada de un pesado y fuerte contrabajo. Dos o tres jóvenes,
sentados ante las mesas, les miraron sin interés. En una puerta se veía escrito en tiza: "No se
admiten disfraces". Tras la barra, un hombre regordete, calvo, de prominentes dientes
irregulares, les sonrió.
—Buenas noches, Charles. Buenas noches, señores. —Mirando a Vivian Martin añadió, como
si tal cosa—: Buenas noches, señor.
Ella sonrió y agitó las pestañas con coquetería; Reade se alegró de que no se mostrara
violenta en absoluto. El hombre se inclinó hacia la barra para preguntar:
—¿Qué puedo servir a sus agradables amigos?
—Ginebra rosa para mí, Tommy. ¿Jeremy?
Mientras pedían sus bebidas, Reade echaba un vistazo a la estancia. El disco era ahora un
número lento, sentimental, y dos de los jóvenes bailaban juntos. Butler decía al de la barra:
—Este sitio es muy agradable.
—Gracias, señor. ¿Piensa hacerse socio?
—Quizás. Un amigo prometió traerme hace siglos... Gaylord Sundheim.
—¿Georgie? ¿Aún le ve? ¿Por dónde anda?
—No le veo con frecuencia. Sigue viviendo en Kensington, que yo sepa.
—¿Kensington? Eso es nuevo. Solía tener una habitación en Limehouse.
Reade seguía observando la sala. Notó que también Bryce fingía que no le interesaba la
conversación y que añadía con cuidado sifón a su whisky, luego hielo. Butler seguía:
—Creo que murió su madre y él se fue a vivir a su casa. Hace tiempo que no le veo.
¿Cuándo dejó de venir?
—Oh, hace siglos... bueno, más de un año. Tal vez fuera a causa de su madre. Si le ve
dígale que venga a vernos. Georgie me gustaba. Cuando se empipaba solía recitar poesía...
cómo era... el que escribió "Tigre, Tigre"... Wordsworth. Es curioso, ni siquiera sabía que
tuviera una madre.
Reade se dio cuenta de que Saunders le miraba; bebió su whisky, fingiendo interesarse por
las muñecas alineadas tras la barra.
—No debes confundir Wordworth con Blake, Tommy —dijo Saunders—. Este caballero es un
especialista en Blake. Escribe libros sobre él.
—Ah, bueno, usted ya me conoce —sonrió obsequioso el hombre—. Despistado.
—¿Cómo es que yo no conocía a ese hombre... cómo se llamaba?
—Georgie Sundheim. Puede que viniera poco antes que usted. ¿Cuánto tiempo ha sido
usted miembro?
—Más de dos años.
—¿Tanto? ¿Verdad que el tiempo vuela? Bueno, supongo que él era un socio regular antes
de entonces. Creo que luego ya le he visto alguna vez, pero no con frecuencia. Era un tipo
extraño, George; nunca se sabía qué haría en cualquier momento. Había algo cruel en él.
—Lo sé —dijo Butler—. Tenía un gesto endiablado.
—Oh, no quería decir eso. Al menos, yo no le conocí bajo ese aspecto. Pero supongo que
usted le conocerá mucho mejor. Pero le daban venadas. Y se ponía a hablar de su padre...
"ese hijo de perra de mi padre?, solía llamarle.
—¿Puedo invitar a una,bebida, Charles? —preguntó Bryce.
—No, es un club.
—Pero con tal de que ninguno sea policía... ¿lo mismo? —dijo el barman.
—Me temo que no puedo acompañaros —explicó Reade—. Tengo que ir a un sitio a las ocho.
Se puso en pie. Butler también se deslizó de su taburete.
—Iré contigo, Damon. Vuelvo en un momento, Charles, Jeremy. Voy a acompañar a Damon
hasta un taxi.
Reade se despidió con torpeza, evitando los ojos de Saunders, y salió apresuradamente.
Butler le siguió escaleras abajo. Ninguno de los dos habló hasta estar en la calle Dean.
Entonces Butler le cogió del brazo:
—Escucha, Damon, está clarísimo que ese Sundheim es el hombre. No puede ser
coincidencia. Su otro nombre es George... y sus iniciales son G. G. Creo que es mejor que te
olvides de la visita.
Reade denegó con la cabeza.
—Porque fuera miembro de ese club, ello no prueba que matara a David Miller. Aumenta la
posibilidad, pero no lo prueba. Yo no tengo muchas ganas de ver a Sundheim, pero creo que
es mejor hacerlo.
—Muy bien. En tal caso es mejor que vaya contigo. No tienes más que decir que me
interesa Blake... dile que pensaba poner música a uno de sus libros proféticos.
—No. Lo echaría todo a perder, porque te conoce. No creería que era una coincidencia.
Además, no te preocupes. Sólo estaré una hora. Si me quedo más tiempo te llamaré. Y le diré
que he mencionado a unos amigos que iba a verle...
Un taxi con la luz "Libre" se acercaba; Reade alzó la mano y se detuvo.
—No te preocupes más. Estoy seguro de que no hay peligro. Ya has oído que Saunders ha
dicho que Miller murió mientras dormía... o mientras estaba borracho. Estaré alerta.
Subió al auto y dio la dirección. Butler se quedó mirando, mientras el taxi se alejaba.
***
Pese a las frases tranquilizadoras que dijera a Butler, se sentía nervioso y tenso. No era
tanto temor como esa especie de pánico que se siente antes de salir a escena, un nerviosismo
producido por uno mismo. Al mirar el oscuro vacío de Green Park, se sintió profundamente
solo... Empezaba a desear haber aceptado el segundo whisky.
El taxi le dejó a la entrada a los bloques de viviendas. Se hallaba iluminada por una única
bombilla al extremo opuesto. Recordó que tenía que caminar despacio, mirando los números
de los portales, por si Sundheim estaba observando. Al ver la casa comprendió que su
precaución había sido innecesaria; estaba tan apartada que desde ella no podían verse más
que el garaje y la casa de enfrente. Un pequeño abedul crecía frente a la puerta principal,
entre las losas. Era un lugar atrayente, con un farol delante y cuya puerta y ventanas parecían
haber sido pintadas recientemente de verde. Como casi todas las casas del grupo, contaba
debajo con su garaje, sólo que, en este caso, el garaje nada más ocupaba la mitad de la
fachada.
En la puerta se veía una aldaba de plata que representaba un sonriente fauno. Al llamar
sintió que le invadía el repentino temor de que Sundheim se hubiera fijado en él por la tarde
en la tienda de antigüedades y le reconociera nada más abrir la puerta. Calmó su miedo con
esfuerzo, volviendo a llamar. La puerta se abrió repentina y silenciosamente.
Sundheim parecía más grande de lo que Reade le recordara. La camisa de seda azul que
vestía acentuaba la anchura de sus hombros y lo poderoso de su pecho. La boca del hombre
era grande, un tanto blanda, y la nariz ancha pero un poco puntiaguda y como aplastada en el
puente. Tenía los ojos de color azul pálido y miraba con expresión miope.
Hablaba con torpeza, como sintiéndose violento. La tensión de Reade se desvaneció al
instante. Era imposible anticipar peligros de un hombre tan grande, tan claramente tímido.
El vestíbulo y la escalera estaban cubiertos de una alfombra espesa y cara de color verde,
que se extendía de pared a pared. La puerta de la izquierda se hallaba cerrada, pero la
alfombra parecía seguir al otro lado. Reade pensó: "Aquí no se puede matar a nadie".
—¿Quiere usted subir, señor Reade...? ¿Ha... cenado usted?
—Sí, gracias. Hace dos horas.
En el hueco de la ventana del descansillo se veía un bronce chino. También el reloj de pared
al pie de la escalera era antiguo y muy hermoso.
Sundheim le condujo a la habitación de la derecha. La misma moqueta verde se extendía
hasta las paredes. El verde parecía ser el color favorito de Sundheim. Las paredes estaban
empapeladas en verde y oro y los muebles, . modernos, eran de un tono de verde distinto.
Sobre una mesa junto a la ventana había un Buda de marfil y dragones chinos de jade en una
repisa.
—¿Bebe usted, señor Reade?
—Ejem... a veces. ¿Tomará usted algo?
—No. Bueno, tomaré un poco de limonada. Pero hay whisky o cerveza, si lo prefiere.
Sundheim abrió un aparador y sacó una botella de cerveza y otra de limonada. Al servir dijo
con un ligero tartamudeo:
—Bue... no, es un gran honor, señor Reade. Conozco algunas de sus obras, claro. De hecho,
una vez pensé en escribirle yo mismo. Me interesa muchísimo saber que mi padre se puso en
contacto con usted. ¿Acerca de qué?
—Ejem... mi cita de la Revelación de San Juan en mi primer libro. Él no estaba de acuerdo
con mi interpretación de la plaga de langosta.
—Ah, sí. Típico de mi padre. Era un hombre sumamente inteligente, pero la Biblia fue
siempre su pasión favorita... y ya sabe cómo a veces la gente se vuelve un poco chiflada con
sus pasiones...
Tendió el vaso a Reade, sentándose frente a él en otra butaca. Al mirarle, Reade hallaba
que le era imposible considerarle un asesino. De pronto resultaba claramente un absurdo
error. Tenía todo el aspecto de un universitario americano, alto, tímido, un tanto torpe.
—¿Así que vive usted en el Distrito de los Lagos, señor Reade? Tiene suerte. Me encantan
los lagos. Fui allí por primera vez cuando tenía diez años... con mi padre. Recuerdo que me
llevó a pasear a lo largo del Windermere, mientras me hablaba de Wordsworíh y Coleridge.
Reade hallaba interesante la forma de hablar del otro. Hablaba de prisa, casi con confianza,
pero de vez en cuando tartamudeaba y bajaba la vista, como azarado. Reade sintió un súbito
impulso de decirle la verdad... que había ido a verle porque sospechaba que fuera un asesino.
Una mínima precaución le detuvo, así como el pensamiento de que Sundheim encontraría la
idea turbadora y molesta, más que divertida.
—Antes de que se vaya —dijo el dueño de la casa— quisiera que me firmara algunos libros.
Tengo varios, pero compraré los demás, ahora que le he conocido.
—Desde luego. Será un placer.
—¿Quiere usted ver inmediatamente los papeles de mi padre o preferiría llevárselos?
—¿Podría?
—Claro que sí. Yo jamás los consulto. Y sé que usted cuidará de ellos.
—Puede estar seguro. Es usted muy amable.
Hubo un momento de pesado silencio, que Sundheim rompió al decir:
—Si me permite, iré a buscar los libros ahora.
Regresó casi al instante, con tres de las obras de Reade: Los símbolos de Blake, La visión
mística y Blake de Lambeth. Cuando Reade los hojeó vio que había algunos párrafos
subrayados a lápiz, así como frases enteras.
—Es muy lisonjero... ¿Qué nombre representan sus iniciales?
—George Gaylord. Pero firme sencillamente para George Sundheim, si no le importa.
Reade escribió "Con mis mejores deseos" en los libros y se los devolvió. Sundheim los tomó
y salió de nuevo del cuarto. Reade miró al reloj. No eran sino las ocho y cuarto. Se preguntó
cuánto tiempo tendría que estar antes de poder despedirse con cortesía. Por lo menos otros
tres cuartos de hora. Decidió que en ese tiempo tenía que intentar sonsacar a Sundheim.
Cuando éste volvió, Reade preguntó:
—¿Qué clase de hombre era su padre?
—¿Eh? Oh, era ingeniero.
—Ya lo sé. Pero... ¿por qué cree usted que le interesaba tanto Blake? ¿Diría usted que era
un místico?
Sundheim se sentó. Se inclinó hacia delante, las manos sobre las rodillas, el rostro
sumamente serio.
—No exactamente eso... Era un hombre muy poco satisfecho. Mire, nuestra familia estaba
estrechamente unida a la Iglesia... ha habido muchos ministros de la religión. Mi padre era
presbiteriano, pero sus antepasados fueron puritanos. Fue educado en las ideas de Jonathan
Edwards y William Bradford. Así que hay una fuerte tradición puritana en la familia. Mi abuelo
era ministro en New Haven. Discutió con mi padre por causa de Darwin y mi padre acabó
volviéndose ateo y dejando su hogar. Bueno, construyó puentes y se hizo rico... pero, en cierto
modo, creo que su deseo hubiera sido ser también ministro. Así que le dio por leer la Biblia en
sus ratos libres y se convirtió en un swedenborgiano; luego abandonó aquello y descubrió a
Blake. Hacia el final, deseaba emplear todo su dinero en organizar una comunidad religiosa en
una isla en las costas de Brasil. Madre y él discutían y ya no le vi mucho desde entonces. Por
fin ganó mi madre..., bueno, sus abogados. Papá murió y ella obtuvo el dinero. Luego murió
mamá hace dos años y así es como he llegado a encontrarse aquí solo...
—¿Y usted que piensa? ¿Simpatiza con su padre o con su madre?
Sundheim sonrió, extendiendo las manos,
—Entonces creía estar más unido con mi madre. Bueno, es natural... no tenía más que
veintitrés años cuando mi padre murió. Desde entonces...
Se detuvo y volvió a repetir el gesto vago de las manos; era al tiempo impotente e
impaciente. Reade esperó a que terminara.
—Desde entonces, desearía haberle conocido mejor.
—Pero está claro que usted sigue el interés de su padre por Blake.
—Sí, en cierto sentido. Pero, verá...
Volvió a interrumpirse; sus frases eran entrecortadas, como si se sintiera perdido. Como
viera que Reade aguardaba, prosiguió:
—Papá sabía lo que quería. Yo creo que no.
—¿Qué le parece la idea de su padre de fundar una comunidad religiosa?
—A mí no me serviría —se encogió de hombros—. No me gusta la gente lo bastante. Y no
creo ser religioso en el sentido que lo era él. Mire, señor Reade, dígame una cosa: ¿cree usted
de verdad que Blake tuvo todas aquellas visiones? ¿Vería de verdad espíritus? ¿O mentía...
bueno, mentir no, pero... imaginaba?
Reade respiró hondamente para contestar:
—No veía visiones ni mentía. Blake sabía lo que quería. Y sabía más o menos cómo
alcanzarlo.
—Expliqúese.
—Intento explicarlo en mis libros. La mayoría de los seres son víctimas de sus sentimientos.
Blake sabía cómo controlarlos, de forma que sentía casi lo que quería. Es una simple cuestión
de control. Mire. Todos podemos controlar nuestros sentimientos hasta cierto punto. Si
estamos deprimidos, podemos ir al teatro, tomarnos un vaso de whisky o pensar
deliberadamente en algo que nos traiga recuerdos agradables. O estimular la imaginación
sexual... esa es una de las formas más eficaces de transformar un sentimiento muerto. Es
cuestión de enderezar la mente en la dirección adecuada, como el girasol se vuelve hacia el
sol. Pues bien, los místicos trabajan bajo la presunción de que el sol está siempre ahí, y de que
todo es cuestión de volverse en la dirección debida. El problema central de la humanidad es el
hastío...
—Y bien que puede decirlo...
—Pero ¿comprende mi punto de vista? Ser místico es sólo ser capaz de controlar la vitalidad
de la mente, evitar que se escape.
—¿Sabe lo que yo quisiera ser?
—No.
—Venga un momento.
Sundheim se puso en pie y salió del cuarto. Reade le siguió. Cruzaron el pasillo y fueron a la
habitación del fondo. Era una biblioteca. Allí el suelo no estaba alfombrado; la madera de
manchas oscuras brillaba. Sobre una mesa, en el rincón, se veía el jarrón chino que reconoció
como el adquirido en el anticuario. Cerca de la ventana había otra mesa, cubierta de plástico, y
sobre ella una jaula grande. Tres lados de la jaula eran de cristal; dentro estaba llena de
hierba como hasta la mitad. Sundheim se la indicó:
—Ese es Jerome. ¿Le gustan las serpientes?
—No... no me importan. ¿Es venenosa?
—No. Es una boa constrictor. ¿Quiere verla?
Reade se inclinó sobre la jaula. Contenía un plato ancho lleno de agua, además de la hierba.
La serpiente yacía estirada, con la cola escondida bajo el borde del plato y la cabeza apenas
visible contra el cristal, al extremo opuesto de la jaula. La cabeza era de color verde pálido,
con una línea negra que le cruzaba por los ojos. Sundheim soltó un pestillo y bajó la pared de
madera. El ofidio se agitó perezoso al sentirse cogido.
—Está adormilada. Esta mañana se ha comido una rata.
Dio un tirón a un grueso anillo verde. La serpiente intentó ocultarse bajo la hierba.
Sundheim la agarró cerca de la cabeza y la sacó. Se la puso en el cuello; la cola de la serpiente
se enrolló al instante en su brazo. El bulto que hacía la rata medio digerida se notaba con
claridad hacia la mitad de su longitud. Reade calculó que mediría unos tres metros.
—Vamos —dijo Sundheim—. Tienes que hacer un poco de ejercicio.
Volvió a la habitación anterior, seguido de Reade. La cabeza del ofidio, apoyada en el
hombro de Sundheim, le miraba sin interés. La lengua salía y entraba rápidamente, por un
breve instante. Sundheim dejó caer al animal sobre un sofá, donde se enrolló al momento,
ocultando la cabeza debajo de sí. Sundheim dijo:
—Esto es lo que envidio. Se pasa el día durmiendo. No tiene problemas. No tiene nervios.
—¿No muerde nunca?
—Solía, cuando era pequeñita, pero ya no. Las serpientes son muy dulces.
La boa constrictor estaba desenrollándose. Su longitud, moviéndose lentamente, se deslizó
con suavidad por el borde de la butaca al suelo. Cruzó la alfombra hacia Reade, pasó sobre sus
zapatos, sin darse cuenta, al parecer, y desapareció tras un pesado cortinón.
—Ahora se quedará allí. No tiene ganas de hacer ejercicio... quiere dormir.
Al andar con la serpiente, la tensión de Sundheim parecía haberse desvanecido; se había
relajado y estaba más alegre. Se veía claramente que sentía un afecto real por el bicho. Se
reclinó en el asiento, cruzó las piernas y tomó un sorbo de limonada.
—Mi padre temía a las serpientes... ni siquiera quería acercarse en el zoo a donde estaban
los reptiles. Tenía la teoría de que eran una raza superior que había degenerado a causa del
pecado. Tampoco mi madre las soportaba. Así que decidí comprar a Jerome y averiguar por mí
mismo...
A Reade no se le ocurrió nada que decir, sino:
—Relaja el tener alrededor esas criaturas...
—Bueno, voy a enseñarle los papeles de mi padre. Están en la biblioteca. Y le mostraré
también algunos grabados de Blake que coleccionó. Es mejor que cerremos la puerta, por si a
Jerome se le ocurre ir a pasear...
***
Reconoció el "Jaguar" de Jeremy Bryce en el exterior de la casa. La luz del cuarto de Butler
estaba encendida.
—¡Gracias a Dios! Empezábamos a preocuparnos.
—Siento haber tardado.
—Toma algo y cuéntanos cuanto ha ocurrido —dijo Bryce.
—Whisky no, gracias, prefiero té.
—Iré a llenar el cazo —dijo Vivian—. Pero no empieces hasta que vuelva.
La habitación estaba llena del humo de los cigarrillos y hacía un calor excesivo.
—Por cierto, Damon, Sheila ha estado preguntando por ti.
—¿Sí?
—Tenía un aire decisivamente posesivo —sonrió su amigo—. Así que le he dicho que habías
ido a cenar con una antigua amiga y que tal vez pasaras fuera toda la noche.
—¡No será verdad!
Vivian Martin entró. Preguntó:
—¿Has averiguado algo?
—Apenas nada. Excepto que, definitivamente, no es el asesino del Támesis.
—¡Qué!
—¿Se lo has preguntado?
—Oh, no. Pero estaba bastante claro. Hasta donde puedo juzgar, casi todas nuestras teorías
parecen equivocadas. No odiaba a su padre. No es un psicópata agresivo. Parece una persona
suave, tímida.
—Cuéntanoslo todo.
—Pero es que no hay casi nada que contar. He llegado a tiempo. Me ha ofrecido una bebida,
pero él no bebe... se ha pasado la velada con limonada. Había leído mis libros y he tenido que
dedicárselos. Tiene una boa constrictor...
—¿Una qué? —se admiró Butler.
—Una serpiente... inofensiva. Se ha pasado la noche dormida detrás de mi butaca.
—¡Que has estado en la misma habitación que una serpiente viva! —se estremeció Vivian.
—Pero estaba dormida.
—Supon que te hubiese atacado... ¿Esos bichos se enroscan alrededor de uno, no?
—No podría haberme hecho daño. Sólo medía tres metros.
—¿Cómo lo sabes? Imagínate que la haya adiestrado para que se enrosque al cuello de las
personas.
—Imposible. No se pueden adiestrar serpientes. Son demasiado estúpidas.
—¡A mí me da la impresión de ser un psicópata! —dijo Vivian—. ¡No me digas que un
hombre perfectamente normal quiere tener una boa constrictor!
—¿Por qué no? Igual que tener un perro. Y da mucho menos trabajo.
Su interés por la serpiente le producía una sensación de exasperación, de total imposibilidad
de comunicarse. Butler se dio cuenta de su impaciencia.
—Bueno, explica por qué no crees que sea nuestro hombre.
—No puedo explicarlo bien. Tendrías que pasarte un par de horas con él para entender. Se
siente muy confuso y desdichado... pero es dulce y agradable. Me recuerda un poco a su
serpiente... de aspecto siniestro, pero inofensivo.
—Pero las serpientes no son inofensivas —insistió Vivian—. Una vez una víbora picó a mi
hermano y se tuvo que pasar una semana en cama. Si un perro mordiera a alguien habría que
eliminarlo.
—Creo que Vivian tiene cierta razón —dijo Bryce—. ¿Para qué va a querer un hombre tener
una gran serpiente?
—Dice que su padre les tenía horror, así que se compró una para ver por sí mismo...
—Así que hasta cierto punto rechaza a su padre.
—Sí. Pero no le odia, por lo que he podido deducir. Hemos hablado mucho de su padre. Fue
swedenborgiano y quiso construir un monasterio en una isla. Sundheim se siente claramente
fascinado por su padre. Cree que estaba equivocado... pero no puede dejar de pensar en él.
—¿Cómo es la casa? —preguntó Bryce—. ¿Podría emplearse para asesinatos?
—No. Casi imposible. He estado en todas las habitaciones y están cubiertas de moqueta de
pared a pared. Y muy pálida... las manchas más pequeñas de sangre se notarían. Las únicas
habitaciones no alfombradas son la cocina y la biblioteca... y el baño, claro. Y no creo que
sirvieran para asesinar. Además, al otro lado de la pared se oía una televisión. Lo que significa
que los vecinos oirían cualquier grito.
—¿Qué hay del garaje?
—Sí, también lo he visto. Me ha traído en coche, dejándome en la esquina. Supongo que
podría emplearse el garaje, pero lo dudo. El suelo es de tosco hormigón. Tendería a absorber
la sangre y sería difícil de limpiar. Pero todo eso está fuera de cuestión. Sundheim no es el
asesino. Lo juraría. No es el tipo, bajo ningún concepto. No creo que uno pueda pasar tres
horas en compañía de un asesino (charlando de sus temas más íntimos) sin tener cierta
impresión de que es capaz de cometer violencias.
—¿Qué asuntos íntimos? —preguntó Butler.
—Oh, no quería decirlo literalmente... aunque ha insinuado lo de su homosexualidad. Me
refiero a que hemos hablado de sus problemas, del misticismo y de si viviría mejor lejos de
Londres... por ejemplo en los Lagos.
—¿Y del intento de suicidio qué? ¿Lo ha mencionado?
—No. Pero ha insinuado que tuvo una crisis propensa al suicidio a raíz de la muerte de su
madre. Lo cual es bastante normal en cierto tipo de homosexuales, según creo. Sentía una
pasión enorme hacia ella, y sin embargo no la admiraba. Creo que no estaba de acuerdo con
sus intentos de conseguir que internaran a su esposo.
—¡Qué!
—Sí, hacia el final, cuando quería emplear todo su dinero en edificar un monasterio. Como
es natural, ella no quería que lo derrochara. Comprendo su punto de vista.
Bryce se sirvió un nuevo whisky; luego dijo despacio:
—Lo que intentas es que creamos que todo este asunto ha sido una equivocación, que
Sundheim es completamente inocente...
—Ya sé lo que vas a decirme —le interrumpió Reade—: que todo apunta hacia Sundheim: el
intento de suicidio, el club de invertidos, su interés por Blake. Pero ¿es cierto? Yo apunté que
el asesino podría ser un tipo de suicida. De ahí seguimos la idea hasta que nos condujo a un
hombre con tal tendencia... durante un breve período. Ello nada tiene de extraño. Podría
habernos conducido a muchos otros hombres. Estoy de acuerdo en que es una coincidencia el
que se interese por Blake.
—¿Y que conociera a David Miller? —observó Vivian.
—Pero ¿le conocía? No lo sabemos. Sabemos que era miembro de un club para
homosexuales, pero ello no tiene nada de extraño. ¿No comprendéis mi punto de vista? No hay
absolutamente nada que relacione a Sundheim con los asesinatos. Y, tras de haber pasado una
velada con él, estoy dispuesto a jurar ante el tribunal que no haría daño a una mosca.
—Mas ¿cómo puedes asegurarlo? —dijo Bryce—. Si hubieras conocido a mi tío Oliver, jamás
hubieras adivinado que fue un asesino.
—Eso no es lo que dijo tu mujer. Dijo que a ella le hacía estremecerse.
—Exagera. Se llevaba con él perfectamente. Además, estás ignorando mi pregunta.
¿Cuántos psicópatas has conocido? ¿Cuántas dobles personalidades?
—Muy pocos, supongo...
—Bueno, pues yo he conocido a varios, y te aseguro que una de sus personalidades no tiene
idea de lo que hace la otra. No puedes juzgar a un hombre por una tarde de charla. Fíjate, tú
dices que Sundheim bebía limonada. Sin embargo, el barman del club nos ha dicho más tarde
que le habían visto borracho con frecuencia. ¿No te suena como si estuviese bebiendo
limonada para impresionarte?
—¿Quieres decir que sospechaba a lo que había ido? —preguntó atónito Reade.
—Oh, no, no creo eso. Quiero decir sencillamente que admira tus libros y que se porta ante
ti como un niño bueno.
—Sólo se me ocurre decirte que le conozcas por ti mismo —se encogió de hombros—. A mí
me parece una persona totalmente normal. No puedo ni empezar a imaginar que sea capaz de
un crimen. Además, ¿dónde iba a cometerlo? No en aquella casa.
—Pero el barman ha dicho que solía tener un cuarto en el East End —cortó Butler.
—Antes de que muriera su madre. ¿Para qué iba a retenerlo cuando tiene su propia casa?
No olvides que tenía motivos para ocultarse mientras su madre vivía... no quería que supiera
que era homosexual.
Vivian Martin le tendió una taza de té y dijo:
—Bien, así que parece que estamos de nuevo en el punto de partida. Lástima.
—Entonces ¿tú estás de acuerdo con Damon? —le preguntó Jeremy.
—Creo que sí. Me inclino a creer que no se pueden pasar tres horas solo con un asesino
psicópata sin entrever algo de su auténtica personalidad.
—Pero es que tal vez no sea su auténtica personalidad —replicó Bryce exasperado—. Con
estos tipos a lo Jekyll y Hyde ninguna mitad es más real que la otra.
—De todos modos la cosa es ¿qué hacemos ahora? —preguntó Butler—. Esa es la siguiente
cuestión.
Nadie habló. Reade bebía su té. Al fin Bryce rompió el silencio:
—Parece que hemos llegado a un punto muerto.
—¿Lo crees así?
—¿Acaso no es cierto? Si Sundheim no es quien buscamos, tenemos que volver a empezar.
Y si lo es... ¿qué podemos hacer ahora?
—Esta noche vamos a dormir así, Jeremy —dijo Butler—. Tal vez la noche nos aporte alguna
idea.
Bryce se encogió de hombros, poniéndose en pie y diciendo:
—Por alguna razón, no puedo creer que andemos en una pista falsa. Todo encajaba
demasiado bien.
—Estoy de acuerdo con Kit —dijo Reade apurado—. Vamos a dormir y mañana echaremos
otro vistazo al problema.
Vivian Martin se estiró en la butaca, bostezando.
—Estoy de acuerdo con vosotros, al menos en lo que respecta a dormir. ¿Nos vamos,
Jeremy?
—Sí. Entonces ¿te telefoneo mañana, Kit?
—Muy bien. Gracias por la velada, Jeremy. Ha sido fascinante...
Butler bajó con ellos, dejando la puerta abierta. Reade oyó ruido en el descanso superior y
cerró la puerta silenciosamente. Al volver Butler, le dijo:
—Jeremy parece decepcionado. Pero yo me siento aliviado. No estoy seguro de que me
gustaría capturar a un asesino.
—No, no, comprendo tu punto de vista. ¿Cuándo volverás a ver a Sundheim?
—No creo que le veré. Quizá me vaya mañana a casa.
—¡Cómo! ¿Ya? Pero ¿por qué?
—Ya has adivinado una razón —sonrió torcidamente, indicando con la cabeza hacia el techo.
—¿Sheila? ¿Qué pasa con ella? ¿La conseguiste?
—Ella a mí —con una risita.
—¿Anoche? ¿Cuando volviste? ¿Qué pasó?
—Pues... ejem... me ofreció café y yo cometí el error de meterme en la cama. Y ella se unió
a mí.
Butler lanzó un fuerte y agudo relincho divertido, golpeándose la rodilla con la palma de la
mano.
Reade hallaba la conversación difícil; no porque le resultara violento, sino porque su papel
en ella no le gustaba. El de macho que describe su conquista. La alternativa de teñir la
anécdota de burla hacia sí mismo le parecía igualmente deshonesta.
—Bueno, la cosa es que, aunque es una chica agradable, no quiero más complicaciones con
ella.
—Dile lo de... ¿cómo se llama? Sarah.
—Ya lo hice. Antes de que ocurriera.
—Ah. Sí que es un lío. ¡Pero tengo una idea! Pásasela a Harley Fisher. Pídele que le
devuelva los recortes. Saltará sobre ella. Sé que le interesa.
—No puedo hacer semejante cosa. No es un saco de serrín...
—No sé qué tiene que ver el serrín con lo que hablamos.
—Además, pienso que es mejor que me vaya a casa antes de que surjan nuevas
complicaciones. Así que creo que mañana pasaré el día en el Museo Británico y tomaré el tren
de la noche.
—¿Sólo por escaparte de una chica?
—En parte. Y en parte porque Londres me aburre. Encuentro que mi interés por la gente se
ha desvanecido por completo desde la última vez que estuve aquí.
—¿Incluso por Sundheim?
—Oh, sí. Es bastante agradable, pero no me interesa mucho.
—Suponiendo que Sheila fuera donde Harley Fisher... por su propia voluntad. ¿Te
quedarías?
—Tal vez... no lo sé. Además, entretanto, tenemos el problema de esta noche. Quisiera
evitarla, si pudiera.
—Eso es fácil. Duerme aquí. Tengo dos colchones en la cama. Y en el armario hay muchas
mantas.
—Es una espléndida idea. Pero ¿cuándo piensas acostarte tú?
—Casi en seguida. Estoy agotado.
Un cuarto de hora más tarde, Reade yacía en un colchón bajo la ventana abierta, sintiendo
las mantas contra su piel desnuda. Fuera, había empezado a llover. El ruido le hizo pensar en
el arroyo que corría detrás de su casita. Se durmió pensando que estaba en casa. Por primera
vez en una semana no pensó acerca del asesino del Támesis.
***
El olor familiar de la sala de lectura le resultaba delicioso. Buscó un asiento, dejó sus libros
y papeles en la mesa y fue a ver los catálogos. Tras de mirar en "Blake" para verificar
adiciones recientes a la biblioteca, buscó la "S" y luego "Sundheim". Había cuatro obras bajo el
nombre de Orville Sundheim. Una era el volumen que ya conocía; las otras tres parecían tratar
de los libros proféticos de la Biblia. Una se llamaba La Bestia en la Revelación. Pidió las tres.
Ya en su asiento empezó a tomar notas en su diario, cuando alguien le puso una mano en el
hombro.
—¡Hola, Tim! Tenía la intención de visitarte en tu puesto.
—¿Cuánto tiempo llevas en Londres?
—Sólo un par de días.
El hombre sentado junto a él (con alzacuellos) les miró con severidad. Reade se levantó.
—Vamos a charlar fuera.
—Bajemos a tomar una taza de café —dijo Tim Morrison.
—Buena idea.
Morrison era un individuo alto, delgado, cuyo traje gris parecía como si se lo acabaran de
quitar al maniquí de uno de los sastres de la calle Saville. Hablaba de forma cautelosa,
abrupta, como si las palabras le salieran con aire comprimido. Bajaron las escaleras camino de
la cantina. Reade buscó una mesa en un rincón.
—Bien, ¿y qué te trae por aquí? Creí que te habías retirado a un monasterio.
—No del todo. Pero llevo una vida bastante retraída. Sólo he estado dos días en Londres y
ya estoy ansioso por escapar. Creo que éste es el único sitio de Londres que me gusta.
—¿Por qué no pasas aquí más tiempo, entonces?
—Ojalá pudiera —repuso con sinceridad—. En cuanto he entrado en la sala de lectura ha
sido como volver a casa. Si tuvieran celdas de monjes en las catacumbas del museo, tomaría
una. Pero Londres me vuelve loco.
—Entonces, ¿por qué has venido?
Mientras bebía su café, Reade se sintió de pronto expansivo y dichoso:
—Es una historia complicada. Pero te diré una de mis razones. Un amigo mío me acusó de
ser una especie de avestruz, con la cabeza metida en la arena. Decía que estaba perdiendo mi
sentido de la realidad al vivir en el campo. Así que he venido a Londres a descubrir si es más
real que el Distrito de los Lagos.
—¿Y lo es?
—No lo sé. Pero sí sé esto: la única razón por la que prefiero vivir en el campo es porque allí
no pierdo tanto el tiempo. Seis meses en Londres destruirían por completo mi sentido de la
realidad.
—Es que no estás acostumbrado —sonrió Morrison.
—No. Es mi temperamento. Me gusta ver la hierba y el agua, si es posible. Por ejemplo,
anoche conocí a un hombre que tiene básicamente el mismo temperamento que yo... pero, por
desgracia, no se da cuenta de ello. Así que vive tristemente en Londres, con una enorme
serpiente como compañía y sin darse cuenta de por qué es desdichado. Sus padres le educaron
en las ciudades y dice que en el campo se sentiría incómodo...
—¿Cómo se llama?
—Sundheim, Gaylord Sundheim.
—¿Qué edad tiene?
—Como yo, unos treinta, más o menos.
—Ah, entonces no es el Sundheim en quien yo pensaba...
—¿Conociste a su padre? Creo que solía venir aquí. Escribió un libro acerca de Blake.
—El mismo. ¿Qué fue de él?
—Murió... hacia 1956.
—Espero que el hijo no esté tan chalado como el padre. Estaba loco de remate.
—Habíame de él —dijo ansioso Reade—. Cuéntame cuanto sepas.
—Pues... desgraciadamente no es mucho. Yo trabajaba entonces en la sección de libros
impresos. Deberías hablar con George Britton, de manuscritos. Él le conocía muy bien.
—¿Es posible que aparezca por aquí?
—No sé. No le suelo ver mucho aquí abajo. Pero si quieres, podemos ir donde él está. ¿Por
qué te interesa tanto?
—Porque el hijo me intriga. Pero dime, por qué has dicho que el padre estaba loco de
remate. ¿Qué clase de locura le poseía?
—Ya sabes —Morrison se encogió de hombros—, uno de esos chiflados que estudian cada
palabra de la Biblia.
—Sí. A decir verdad, he encargado sus tres libros. También escribió otro acerca de Blake.
—Ah, ¿sí? No lo sabía. Ahora comprendo por qué te interesaba. Todo lo que sé es que una
vez atacó a un pobre viejo y por poco le estrangula..., habían estado discutiendo sobre el
Antiguo Testamento.
—¿Estás seguro? —frunció el ceño.
—Absolutamente. George podrá contártelo mejor.
—En ese caso, se lo preguntaré. ¿Estará aquí hoy?
—Creo que sí. Le llamaré en cuanto hayamos terminado. Entretanto, ¿quieres otro café?
Cuéntame lo que has estado haciendo desde la última vez que te vi. ¿En qué trabajas ahora?
***
Morrison llamó a la enorme puerta de roble y luego la abrió. Una voz dijo:
—Adelante.
El hombre sentado ante la mesa tenía una cara redonda, sonrosada, escaso cabello blanco y
dulces ojos azules que sonreían detrás de sus gafas sin montura.
—George, éste es Damon Reade, que está trabajando en este momento sobre una
concordancia de Blake. Es todo un especialista en el poeta.
—Encantado de conocerle. Conozco su obra, claro está. ¿No se sienta?
Observó que los ojos de Reade se dirigían a una pila de oscurecidos manuscritos que había
sobre la mesa.
—Son muy interesantes... se trata de un tratado árabe de matemáticas, hallado en un
monasterio abisinio de una isla del Lago Sana. ¿Le interesan las matemáticas?
—Son una de mis distracciones.
—Entonces esto puede que le interese. Data del siglo dieciséis y, sin embargo, nuestro
experto en árabe me asegura que contiene una tosca forma del cálculo de Newton. Notable,
¿eh? Me dicen que causaría una convulsión en el mundo de las matemáticas. Es muy extraño...
Bueno, señor Reade, Tim me dice que le interesa el difunto señor , Sundheim.
—Escribió un librito sobre Blake, cómo sabrá.
—Sí; lo sabía. Pero no como para que usted se interese, ¿eh?
—No realmente. Pero anoche conocí a su hijo, y siento curiosidad.
—Hummm. Si el hijo se parece al padre, no le aconsejaría que cultivara su amistad. Claro
que puedo equivocarme. Hábleme del hijo.
Reade lo hizo. Al terminar, Britton comentó:
—Bueno, parece agradable. Pero mire, también el padre sabía serlo. ¿Le ha contado Tim
que intentó estrangular a un rabino?
—No me ha dicho que fuera un rabino.
—Oh, sí. Un viejo encantador, llamado Goldfarb, que escribía un comentario sobre el
Talmud. Sundheim y él solían salir a pasear por la terraza para discutir sobre el Antiguo
Testamento. Pero un día el rabino dijo que él creía que la Revelación de San Juan era una
falsificación... o algo parecido. No recuerdo la causa real de la discusión. Y, al parecer,
Sundheim empezó a sufrir alucinaciones sobre aquel hombre... a creer que los judíos le
pagaban para que destruyera su trabajo, o algo por el estilo. Y un día tuvimos un incidente de
lo más extraordinario. Subió a ver al encargado de la sala de lectura (un tal Angus Wilson),
formulando las más extraordinarias acusaciones contra el rabino. Decía que había dejado su
chaqueta en el respaldo de la silla y que vio cómo el anciano pasaba junto a ella. Y, cuando
más tarde revisó los bolsillos, halló un pedacito de papel con un signo extraño. Decía que era
un signo mágico que destruiría su salud, y que hubiera empezado a causar su efecto en cuanto
se hubiera puesto la chaqueta. Angus no sabía qué decirle... el papel parecía una esquina de
un sobre con parte de una dirección, pero Sundheim insistía en que era un signo cabalístico.
Así que intentó calmarle y le aconsejó que trabajara en la Biblioteca del Norte, cosa que
Sundheim hizo. Luego hablamos con Goldfarb, advirtiéndole que se mantuviera alejado de
Sundheim. Pero al parecer se sentía terriblemente alterado por el asunto y fue a la Biblioteca
del Norte a asegurarle que no intentaba hacerle daño alguno. Sucedió que, cuando el rabino
fue a buscarle, Sundheim no estaba en su sitio... y cuando el anciano había decidido no hacer
nada y andaba para marcharse, tropezó con Sundheim, quien asumió de inmediato que el
rabino había estado echándole más encantamiento en la chaqueta y se lanzó sobre él... se le
tiró al cuello y le derribó en el suelo. Por desgracia, aquello no sucedió en la biblioteca misma,
sino en el pasillo, al exterior, por lo que,durante unos instantes no hubo nadie. Alguna chica
que apareció soltó un alarido e intentó separar a Sundheim... para cuando otros lo lograron, el
viejo rabino tenía el rostro negro. Sundheim era fantásticamente fuerte... se necesitaron tres
hombres para separarles.
—¿Qué hicieron ustedes?
—Bueno, pensamos en llamar a la policía, pero luego decidimos que no se le podría juzgar.
Estaba claro que era un demente. Así que yo le convencí de que viniera a mi despachó y le
hablé, mientras alguien telefoneaba a su esposa. Lo extraño es que conmigo hablaba con toda
lucidez. Dijo sencillamente que lamentaba haber causado un alboroto en el museo, pero que
había llegado al punto en que se trataba de su vida o la de Goldfarb. Mi ayudante, que estaba
escondido al otro lado de la puerta por si volvía a tornarse violento, testificó más tarde que
Sundheim había dicho aquello. Su esposa envió a varios hombres del manicomio y se lo
llevaron... aquel mismo atardecer. Creo que de nuevo se tornó enormemente violento. Pero
cuando salió de aquí iba bastante tranquilo.
—¿Cuándo sucedió todo eso?
—Sería... a finales de 1955.
—Y murió al año siguiente.
—Eso supongo. Y creo que seguiría en el manicomio.
—¿Está seguro?
—Bastante seguro... creo que Angus me lo dijo. Podría usted llamarle con facilidad y
verificarlo, si es que es importante.
—No... no es importante. ¿Y dice usted que su ayudante testificó que Sundheim dijo que
mataría a Goldfarb? ¿Por qué?
—Oh, para el certificado de ingreso. Creo que su mujer llevaba intentando hacerle internar
por algún tiempo, pero sin éxito. Pero aquel incidente lo puso todo en claro. No sólo había casi
matado a un hombre (el rabino pasó varias semanas en cama a raíz de aquello, y murió al año
siguiente), sino que, delante de testigos, declaró su intención de intentarlo de nuevo. No sé
mucho de esto... sólo tuve que firmar una declaración para el abogado de la esposa.
Morrison, que se hallaba de pie junto a la ventana, preguntó:
—¿Pero dijo de hecho que intentaría volver a atacar a Goldfarb?
—No con exactitud... pero dijo que era su vida o la de Goldfarb, así que presumo que era lo
que quería decir.
—Pero, ¿había mostrado Sundheim signos de demencia anteriormente? —preguntó Reade.
—Depende de lo que quiera usted decir con eso. En ciertos aspectos estaba totalmente
cuerdo. Tenía unos modales serios y muy amables y creo que era un ingeniero civil de gran
éxito. Así que, a primera vista, no daba la impresión de estar loco. Pero de pronto hacía una
declaración completamente en serio... como que había pagado a una compañía de detectives
privados para que intentaran dar con el judío errante, en su nombre.
—¿Qué?
—Sí, dijo eso. Estaba completamente convencido de que el judío errante vivía, porque Jesús
le había dicho que no se detuviera hasta su vuelta. Y se pasaba aauí muchas horas
consultando manuscritos acerca del judío errante, para averiguar qué había sido de él desde
entonces. Por aquel entonces, yo solía verle mucho. Encontró una narración del judío errante
en Praga, del siglo catorce, y otra de que había visitado a Cornelio Agrippa, otra de que fue a
Wittemberg y Brunskwick, a fines del siglo diecisiete. Por último, logró dar con él en la Ciudad
del Lago Salado, a mediados del siglo diecinueve. Hubo cierta leyenda que decía que el judío
errante había salvado a muchos judíos de perecer en las cámaras de gas de Buchenwald... Se
lo tomaba todo muy en serio, y pagó miles de libras a unos detectives privados para que
averiguaran qué había sido de él después. Incluso fue a estudiar los archivos del campo de
Buchenwald, para ver qué judíos habían escapado y cuándo... Oh, sí, estaba completamente
loco, pero parecía totalmente inofensivo hasta que atacó al pobre Goldfard.
—Le estoy inmensamente agradecido, señor Britton. Todo eso explica mucho.
—De nada. No sé qué tiene que ver todo esto con sus estudios sobre Blake, sin embargo.
—Su hijo me ha dejado algunos papeles —se encogió de hombros—. Creo que merece que
se le mencione como estudioso de Blake.
—¿No le ha dicho su hijo que estaba loco?
—No. Nada en absoluto.
—Hummm. Quizá sea lógico. El padre aborrecía al hijo. Una vez le llamó Judas Iscariote.
—¿Se lo dijo a usted?
—Oh, sí, un día que hablábamos de su trabajo. Ahora no recuerdo en qué contexto. Yo tenía
bastante amistad con él, y con frecuencia me hablaba de su vida pasada Creo que construyó
una de las mejores presas de Africa.
—Una pregunta más, señor Britton. ¿Tiene alguna idea de lo que fue la causa de su locura?
¿Podría haber sido alguna enfermedad orgánica del cerebro?
—Ah, no podría decírselo. Sólo le diré una cosa; era ateo hasta que su padre se suicidó:
entonces le picó la manía religiosa. La idea del suicidio de su padre le perseguía. Hablaba del
suicidio con frecuencia. Y, si bien no sé cómo murió, no me sorprendería que se hubiera
suicidado.
—Bueno, me deja usted bastante atónito —dijo Damon poniéndose en pie—. No puedo
expresarle mi agradecimiento. Mil gracias.
—De nada. Si va a estar varios días por el Museo, ¿podríamos cenar iuntos una noche?
—Detesta Londres —explicó Morrison—. Se va corriendo al Distrito de los Lagos esta noche.
—Oh, ¿vive usted allí? Qué agradable.
—No me iré esta noche, señor Britton. Así que tal vez vuelva a verle por aquí.
—Eso espero. De veras que lo espero.
Ya fuera del despacho. Morrison le nreguntó:
—-Oué te ha impulsado a quedarte?
—Varias razones —repuso evasivo—. Tengo que devolver los paneles a Sundheim.
—En ese caso, vamos a comer juntos.
—Me encantaría. Pero déiame terminar primero con este asunto de Sundheim... Será meior
que telefonee. ¿Qué clase de monedas hacen falta para estos teléfonos?
Marcó el número de Kit Butler. No hubo respuesta. Colgó con una maldición. Alguien
esperaba el turno, así que se fue. Estaba indeciso. De pronto se le hacía imposible ir a trabajar
en la sala de lectura. Luego recordó los libros que encargara. Hacía una hora que abandonara
su asiento. Entró y halló los libros que le aguardaban.
Pasó el cuarto de hora siguiente intentando leer, pero era difícil. Orville Sundheim tenía un
estilo malo y torpe. Su sentido era a veces oscuro; cuando estaba claro, tendía a ser trivial y
obvio. Los libros no le parecieron más locos que muchos de los panfletos religiosos que leyera,
con la excepción de que, de vez en cuando, Sundheim atacaba a algún comentarista bíblico
con innecesaria violencia.
Era casi mediodía. Sentía hambre. Devolvió los libros y fue al teléfono. De nuevo el número
de Butler no dio respuesta.
Al dirigirse a la salida vio a Tim Morrison.
—¿Vas a comer? ¿Por qué no esperas media hora y vamos juntos?
—No. Me voy a casa. Ha sucedido algo importante. Seguramente vendré mañana.
—Bueno. Pero si yo fuera tú, intentaría evitar a se Sundheim. Tal vez se le meta en la
cabeza la idea de que estás intentando darle el mal de ojo.
***
Butler estaba sentado en la cama, bebiendo té. Llevaba puesta una gastada bata de
algodón.
—¿De vuelta ya?
—¿Dónde diablos has estado metido durante la última hora?
—Durmiendo, ¿por qué?
—Debes dormir como un muerto. Te he llamado dos veces.
—No lo he oído. Me he dormido nada más salir tú. ¿Té?
—De todas formas, gracias a Dios que estás aquí. Ha surgido algo importante. Acabo de
descubrir que el padre de Sundheim murió en un manicomio... seguramente se suicidó.
—¿Cómo?
Reade repitió la historia de su conversación con el jefe del departamento de manuscritos.
Butler le escuchó, sin interrumpir hasta el final.
—¿Así que has cambiado de idea de que Sundheim no es un asesino?
—No exactamente... Una cosa no prueba la otra. Pero, ¿por qué no me contó lo de su
padre? ¿Por qué me dejó creer que su padre y él eran buenos amigos, cuando al parecer el
viejo le consideraba un Judas? ¿Por qué no me dijo que su padre murió loco?
—Un momento, Damon, déjame hacer de abogado del diablo. ¿Por qué iba a decirte que su
padre murió loco? No es como para estar orgulloso de ello. No te mintió, ¿verdad? Y si creía
que tú le visitabas como especialista en Blake, que se interesa por los papeles de su padre,
¿qué cosa más natural que no te dijera que el viejo estaba loco? ¿Iban a interesarte los
papeles de un demente? Y, después de todo, ¿qué te ha dicho de nuevo ese Britton?
Sencillamente, que el padre de Sundheim estaba loco, que se suicidó, que antes que él se
suicidó su padre. ¿Y bien? Así que, seguramente Sundheim es del tipo de los que se suicidan.
Eso ya lo sabíamos.
Reade negaba violentamente con la cabeza; sólo con dificultad frenó su impulso de
interrumpir a Kit.
—No comprendes mi punto de vista. Sundheim me mintió, en cierto modo. Se esforzó por
confundirme. Todo cuanto me dijo me convencía más y más de que no podía ser un asesino.
Su padre era un ser normal, corriente...
—¡Creo que admitió que su madre intentó hacerle internar varias veces!
—Lo hizo. Pero me dio la impresión de que era a causa de que su padre era auténticamente
religioso y quería emplear su dinero en levantar un monasterio. La mujer de Tolstoy quiso
hacer que le encerraran, cuando él quiso renunciar a todo su dinero. Sundheim tenía que saber
lo del ataque en el Museo Británico y que su madre consiguió por fin que el viejo fuera
internado bajo la acusación de ser un lunático homicida. ¿Por qué no me lo dijo? Porque
deseaba mantenerme bien alejado del tema de violencia e insania.
—Bueno, creo que ahora hemos llegado a donde queríamos llegar —dijo Butler despacio.
—¿De qué modo? —Reade no quería comprender su sentido.
—¿Por qué no telefoneas a tu amigo el policía de Carlisle? Ya hay pruebas bastantes como
para que vigilen a Sundheim como sospechoso número uno. Es un entusiasta de Blake, su
padre era un lunático violento. ¿Qué más quieres?
—No puedo hacer eso —denegó con la cabeza.
—¿Por qué?
—Tú... no lo comprendes. ¿Y si no es el asesino del Támesis? En tal caso, he aceptado su
hospitalidad, tomado prestados los manuscritos de su padre, he discutido con él durante horas
acerca de poesía, misticismo y filosofía... ¿no ves? Y luego voy y aviso a la policía acusándole
de asesinato.
—Si no es el asesino...
—Pero aunque lo sea. No puedo hacerlo... Por lo menos, todavía no. No, tengo que volver a
verle. Intentaré visitarle de nuevo hoy...
—¿Y qué harás? Preguntarle: ¿es usted el asesino del Támesis?
Por un instante, Reade sintió cierta desesperación de no poder hacer que Butler
comprendiera sus sentimientos. Dominando la sensación de derrota, hizo un nuevo esfuerzo.
—Kit, se trata de un ser humano... un ser humano inteligente, sumamente inteligente, en
ciertos aspectos.
—Es aún más que eso. Es condenadamente astuto.
—No lo sé. Pero sí sé una cosa. Anoche hablamos de toda clase de cosas... incluso de
misticismos. Su interés por el tema es auténtico. Así, ¿cómo puede ser un criminal en el
sentido corriente? Un criminal verdadero es un hombre que se ha perdido. Yo sólo he conocido
a uno... un profesional, me refiero. Fue cuando era estudiante y durante las vacaciones trabajé
en la construcción. Trabajé con un hombre que robaba cualquier cosa y era capaz de estafar a
cualquiera. Había estado en la cárcel por robar tantas veces que le habían amenazado con
condenarle a veinte años la próxima vez. Intentaba ganarse la vida con honradez. Pero era
claramente imposible, porque era un criminal del todo. No creo que tuviera ninguna relación
normal con nadie, porque era incapaz de mirar a nadie sin preguntarse qué podría sacarles. Se
veía a sí mismo como una especie de zorro y el mundo a su alrededor como una granja
avícola. Antes de que yo dejara el trabajo ya le habían detenido por entrar a robar en un bar,
donde casi mató al dueño a martillazos cuando le sorprendió. Pues bien, aquel hombre era un
mentiroso y fanfarrón patológico. No podía abrir la boca sin mentir. Lo cual significaba que
nada podía interesarle en serio, porque no contaba con un átomo de desinterés. Ésa es la
esencia del criminal. Es criminal porque no es desinteresado. Siempre anda a conseguir un
beneficio, en el sentido más primitivo. Y en este sentido, Sundheim no es un criminal. Hay en
él algo del artista...
—Por otro lado —le cortó Butler—, si es el asesino del Támesis, causa diez veces más daño
que un criminal corriente. Tu ladrón sólo golpeó a un hombre con un martillo.
—Lo sé —replicó abatido—. No estoy tratando de defenderle. Sólo te digo que no es un
criminal hasta el fondo... y que deberíamos conceder a su parte no criminal la oportunidad de
dominar...
—¿Crees que es posible? —le preguntó atónito—. ¿Crees que un hombre que ha cometido
nueve asesinatos puede dejar de hacerlo, como se renuncia a un hábito pernicioso?
—En teoría, sí. Ya sabes lo que dice el Bhagavad Gita: "Aunque un hombre sea el mayor de
los pecadores, su sabiduría le llevará como una balsa por encima de su pecado." Bien, pues yo
creo eso literalmente.
—¡Estás más loco de lo que pensaba!
—Oh, no quería decir que se pueden curar criminales regalándoles una copia del Bhagavad
Gita...
—Ya sé que no —repuso Butler con cierta exasperación—. Sé tan bien como tú que el
criminal y el artista caminan en direcciones opuestas. Ya lo dice la ópera de Rimsky Korsakov
acerca de Mozart y Salieri. Después de que Salieri ha envenenado el vino de Mozart, éste
explica su teoría de que el criminal jamás podrá ser un hombre de genio, porque arte y crimen
son términos opuestos. Pero no es exacto. ¿Has oído hablar alguna vez de Gesualdo, que
escribió los mejores madrigales pero cometió también un doble asesinato?
—Sí, pero aquello fue un crimen pasional... mató a su esposa y su amante. Y todavía más.
Yo te digo que Sundheim es básicamente el mismo tipo que Gesualdo. No es un criminal en el
sentido ordinario...
—Muy bien —concedió Butler cansado—, no es un criminal corriente. Te lo concedo. Pero
anda por ahí matando gente y hay que detenerle. Si llamamos a tu amigo el de Carlisle,
puedes tener la absoluta seguridad de que no habrá más asesinatos... no si Sundheim era el
asesino. Y Sundheim no tiene por qué saber jamás que has sido tú.
Reade se puso en pie, acercándose impaciente a la ventana.
—Mira, dame la oportunidad de pensar en ello. De todos modos, tengo que ver a Sundheim
una vez más.
—¿Por qué?
—Oh, porque... porque quiero intentar tomar mi propia decisión acerca de él. Si es el
asesino y le arrestan, probablemente no volveré a verle nunca más.
—Y si sospecha que sabes lo de su padre, probablemente te matará.
—No. No puedo creerlo. No le conoces.
—¡Ni tú tampoco, a lo que parece! —rió Butler—. Anoche nos dijiste solemnemente que
jurarías que no era el asesino.
—Ya lo sé. Sigo sin poderlo creer. Sea como sea, voy a telefonearle y preguntarle si puedo
ir allá ahora mismo.
—Estoy empezando a desear no haberle hablado en aquella tienda. Así podría ir contigo y
aparecer como otro admirador de su padre...
—No serviría de nada. Creo que esto tengo que resolverlo yo solo.
Buscó el número de Sundheim en su agenda de notas y lo marcó. No hubo respuesta.
—Ha salido. Tendré que intentarlo más tarde.
—Escucha, Damon, olvídate de Sundheim por un rato. —Butler apartó la ropa de la cama—.
Si vas a verle ahora adivinará que algo no marcha. Ven conmigo e iremos a ese bar de la calle
Bayswater a tomar una comida fría. Luego pasearemos por el parque e iremos a visitar a un
artista amigo mío que vive en la calle West Halkin.
***
Butler tenía razón. Sentados en la terraza, contemplando el tráfico que pasaba a la fría luz
del sol, sintió que le volvía la serenidad como no lo experimentara desde que salió de
Wastwater.
Comieron pollo frío y bebieron jarras de cerveza. De pronto, las diferencias que le
separaban de Butler aparecían sin importancia. Mientras comían, ninguno de los dos habló.
Luego Butler dijo:
—Parece estúpido cometer un asesinato en un mundo así.
—Pero él no vive en un mundo así.
Butler vació su jarra, comentando como asqueado:
—Debilidad. Las personas son tan cochinamente débiles...
Entraron al parque por la Puerta Malborough, caminando junto al Serpentín. El cielo se
había llenado de nubes y un aire frío soplaba del este. En el lago ornamental, dos niños hacían
navegar barquitos, mientras una niñera con un cochecito les vigilaba. Reade siguió:
—Londres tiene el defecto de que fomenta la debilidad. Uno se siente tentado de mezclarse
con imbéciles.
—Eso es inevitable —rió Butler—. Pero el defecto del campo es que no le da a uno
oportunidad de poner a prueba su propia firmeza. Además, he experimentado que aun los
seres humanos más fuertes necesitan cierto estímulo. Aún no somos dioses.
—A mí Londres no me parece estimulante. Desde que llegué me he sentido cansado.
—Bueno, la cosa es que el hombre al que vamos a visitar no es ningún débil. Te gustará
conocerle. En muchos aspectos se parece a Blake.
—¿Quién es?
—Oh, un pintor. Se llama Vladimir Weyssenhoff... es medio ruso y medio polaco. Estuvo
muy enfermo hace cosa de un mes, así que no sé si podremos verle. Ha tenido una vida muy
dura. A los rusos no les gustaba su pintura, de modo que huyó a Inglaterra. Pero los críticos de
arte ingleses tampoco le aprecian.
—¿Por qué no?
—Pinta demasiado bien para ellos. Es un gran admirador de Ticiano y Rembrandt... un
dibujante tremendo. Por eso le llaman imitador. Se ha negado a presentar ninguna exposición
en los últimos diez años... odia a los críticos.
—Jamás he oído hablar de él.
—No es fácil. Vende todos sus cuadros en privado.
—Pero ¿por qué no gustaba a los rusos?
—Lo comprenderás cuando lleguemos. Es una especie de místico. Y detesta toda esa cosa
del proletariado.
—¿Le ves con frecuencia?
—No. No es muy sociable. Tuvo una vida enormemente dura al principio... vio morir de
hambre a dos de sus hermanos. Luego murió su madre en algún rincón perdido del campo y él
tuvo que vigilar para que las ratas no se comieran el cadáver... el suelo era demasiado duro
para enterrarla. Aprendió a dibujar por sí mismo y sus primeros cuadros tuvieron gran éxito.
Más tarde pintó temas religiosos y todos los críticos le acusaron de ser un
contrarrevolucionario. Entonces, sencillamente, dejó de exponer... vendiendo sólo de vez en
cuando a personas que le admiraban. Siempre ha contado con multitud de admiradores, pero
está enormemente amargado. Es un tanto paranoico por lo que respecta a los críticos. En su
primera exposición en Inglaterra, él mismo escribió el catálogo, que fue, sobre todo, una serie
de ataques personales a los críticos... así que, naturalmente, le crucificaron.
Se acercaban a la Puerta Albert, del lado sur del parque, y al ver una cabina de teléfonos,
Reade se acordó de Sundheim.
—¿Te importa que nos paremos para llamar?
—Pensaba que ibas a olvidarte de Sundheim por lo que queda de tarde.
—No puedo. Debo verle antes de marcharme.
Sonó el teléfono como durante un minuto. Ya estaba a punto de colgar cuando la voz de
Sundheim respondió de improviso. Sonaba inesperadamente áspera.
—Diga. ¿Quién es?
—¿George? Soy Damon Reade.
—Ah, hola —la voz se suavizó.
—Creo que me voy de Londres esta noche o mañana temprano. ¿Puedo verle antes de
marchar?
La voz de Sundheim se volvió repentinamente precavida.
—Seguro. ¿Sobre algo en especial?
—Sólo algunos puntos de los papeles de su padre.
—Oh, lléveselos consigo. Puede mandármelos más adelante.
—Gracias, me gustaría. Pero ¿estará en casa esta tarde?
—Supongo que sí. ¿Puede venir a eso de las siete? Tal vez tenga que salir más tarde.
—Bien. Hasta luego entonces.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó Butler.
—Quiere que vaya a las siete —Reade fruncía el entrecejo.
—¿Sonaba... normal?
—Oh, sí. Pero... me ha dicho que tal vez tuviera que salir más tarde y, por su voz, estoy
seguro de que mentía. Al menos, creo que mentía.
—¿Eso te preocupa? Así sólo tendrás que estar media hora. Yo iré y te esperaré en el bar de
enfrente.
—No... Pero anoche parecía tan abierto y amistoso. Me dio la impresión de ser una persona
bastante solitaria, contenta de tener alguien con quien hablar. Pero ahora, al contestar al
teléfono, parecía malhumorado e hiriente. Cuando ha sabido que era yo ha vuelto a estar muy
agradable. Pero... tengo la impresión de que se sentía impaciente.
—¿Quieres decir que era como si anoche hubiera representado su número y no quisiera
repetirlo de nuevo?
—Sí, supongo que así es.
—Este es el sitio.
Habían doblado a la izquierda de la calle Sloane, deteniéndose frente a una casa de buen
aspecto. La puerta estaba abierta. Butler tocó el timbre del último piso, antes de entrar.
Los pisos inferiores de la vivienda estaban bien alfombrados. A partir del tercero la moqueta
desaparecía y se notaba una total ausencia de mobiliario. El último tramo de escaleras estaba
sin pintar y se veía claramente que no lo habían barrido en algún tiempo. Olía fuertemente a
gatos.
Butler llamó a la puerta, luego intentó abrirla. Estaba cerrada con llave. Reade se sentó en
las escaleras. El lugar le deprimía. Cuando Butler volvió a llamar, le dijo:
—Parece que ha salido. Vamonos.
—Bien. Supongo que estará mejor, si es que ha salido...
Al empezar a descender oyeron una llave en la cerradura. Se abrió la puerta. Una mujer
vestida de oscuro les miró.
—Hola, Camila. ¿Está Vladimir?
—Murió anoche.
—Oh, Dios. Es terrible. Lo siento muchísimo.
Ella permanecía inmóvil, sin decir nada. Su aire de agotamiento nervioso era opresivo.
Reade no podía verle la cara, pero parecía joven. Tenía el cabello oscuro, muy largo. Por fin
Butler preguntó:
—¿Podemos entrar unos minutos?
Se hizo a un lado, sin contestar. Entraron, mientras ella cerraba la puerta. Reade se
aproximó a la muchacha, sintiéndose repelido por el olor que despedía; parecía compuesto de
cansancio, sudor y gatos. Le miró a la cara y apartó la vista con rapidez. Estaba amarilla de
fatiga y tenía la mejilla izquierda sucia de negro. Se alegró de que ella no se fijara en él.
Butler le preguntaba qué medidas había tomado para el funeral; la joven respondía
automáticamente. Se hallaban en una habitación amplia que hacía las veces de estudio y sala
de estar. Había un doble diván cama, varias sillas grasientas y una mesa grande, cubierta con
cacharros sucios y tubos de pintura.
—Esto me deja hecho polvo —decía Butler—. Yo creí que sufría de algún envenenamiento
producido por una mala comida.
—Era cáncer. Ha sido muy repentino.
Dos gatos se frotaban contra una de las perneras de su pantalón. Luego uno de ellos saltó a
la silla, después a la mesa y se puso a lamer uno de los platos. Inmediatamente el otro le
siguió.
—¿Quieres verle? —preguntó la muchacha.
Sin hablar, la siguieron al dormitorio. El hedor producía náuseas. Olía a orines viejos, a
gatos, a platos sucios, a olores del cuerpo humano; también se percibía cierto aroma de
medicina, que no pudieron identificar. Reade echó un vistazo a la cama, apartando en seguida
la vista. El rostro barbudo de la almohada tenía el mismo color de cera de la joven y, de un
modo extraño, parecía el responsable del hedor, como si el cadáver aún respirara, exhalando
un olor a muerte. Reade salió silencioso, volviendo a la primera sala. Inmediatamente el gato
empezó a frotarse contra él.
En el caballete había un solo cuadro; otros se amontonaban contra las paredes. Unos pocos,
con marco, colgaban de ellas. Nada más mirarlos, la sensación de asco de Reade desapareció.
La descripción de Butler no le había dado idea de lo que debía esperar. Su primera sensación
al mirar los lienzos fue de claridad. Era obvio que el artista amaba los colores, y los cuadros
eran sobre todo composiciones de color, como la música es composición de sonidos. Algunos
de los lienzos daban la impresión de haber sido creados por la luz que se proyecta a través de
prismas; verdes, azules, rojos transparentes que se difuminaban en púrpuras y amarillos.
Nada más verlos, Reade tuvo conciencia de una clara voz de artista que le hablaba, que
transformaba sus sentimientos, sus puntos de vista, sustituyendo su visión con una visión
propia. Otros aspectos de la personalidad del artista quedaban claros sólo cuando se
examinaba su obra más de cerca. Había una evidente obsesión por el dolor, reflejada a veces
en rostros agónicos, otras en los árboles o rocas de un paisaje, a veces incluso en los colores
de un cielo. Había cierto elemento malicioso en la pintura de algunas figuras, a las que hacía
parecerse a árboles retorcidos o flores muertas. Los símbolos religiosos eran frecuentes;
parecían formar parte de la obsesión del pintor con el dolor y la miseria. Todos los cuadros
parecían ser una visión de la miseria coexistiendo con la belleza de la existencia física.
También había un par de retratos. En ellos Reade pudo comprobar lo que Butler había
querido decir sobre la influencia de Rembrandt. Como los demás cuadros, eran
minuciosamente realistas en cierto sentido. Su realismo parecía dirigido a revelar el dolor de la
existencia humana. Cada línea y arruga del rostro de un viejo guardabarreras, había sido
dibujada con detalle, como si el artista sintiera placer al decir: "Así es como acabaremos
todos". También había un apunte a lápiz de la joven que estaba hablando con Butler; en él
aparecía asombrosamente bella, pero sugiriendo también la tristeza que subyacía a tal belleza,
la tragedia de la realidad del mundo que la corrompería. Al recordar el rostro de la joven en el
momento de abrir la puerta, su olor a agotamiento y sudor, se sintió repentinamente vencido
por la presciencia denotada por el artista.
Butler entró de nuevo en la estancia, diciendo:
—Llámame por la mañana, Camila. Vendré a ayudarte a ponerlo todo en orden. No dejes
que esto te deprima. En pocas semanas verás cómo surge un nuevo culto hacia Weyssenhoff.
Los cerdos ésos empezarán a escribir artículos sobre él en los suplementos dominicales en
color y a escribir libros sobre su obra..., verás.
—¿Tú crees que me importa? —preguntó la muchacha con voz átona.
—No. Pero no te olvides de una cosa. Él no ha vivido para gozar de ello. Goza tú por él. Es
lo que él hubiera querido...
—No —se encogió de hombros—. A él no le importaba. Les odiaba. Y seguiría odiándoles
aunque le idolatraran.
—Tal vez tengas razón —pero la voz de Butler carecía de convicción.
En la puerta, Reade estrechó la mano de la muchacha. Era blanda, fría. Se alegró al
soltarla; era como tocar una rana.
Bajaron la escalera sin hablar. Ya en la, calle, Butler le dijo:
—Es un caso triste, Damon. Sólo le había visto pocas veces durante el año pasado, y en una
ocasión me tiró un vaso a la cabeza. No obstante, tengo la sensación de que con él ha muerto
algo importante. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Claro que sí. ¿Por qué te tiró un vaso?
—Oh, creo que nunca le gusté del todo. Le criticaba por su pesimismo. ¿Has visto sus
cuadros? Y nunca he podido perdonarle lo que hizo de Camila. Jamás hubieras creído que una
vez fue una de las chicas más bellas de Londres. Fue la más brillante de su promoción en
Oxford y la debutante de la temporada en 1959. Pudo haberse casado con quien quisiera. Pero
él se apoderó de ella, le inyectó todo su veneno... su odio hacia todos. Y mírala ahora. No he
podido mirarla de frente mientras le hablaba. Se ha convertido en la encarnación viviente de la
derrota y la muerte. Hasta empieza a oler como un cadáver. ¿Te has fijado?
Reade asintió, con una mueca. Cruzaron la esquina de Hyde Park, entrando en el parque.
Ninguno de los dos habló hasta no caminar sobre la yerba, dirigiéndose al kiosko de la música.
Butler dijo:
—Lo que me gustaba de él era su coraje. Tenía más agallas que nadie que he conocido.
¿Qué te han parecido sus cuadros?
—Está claro que era un gran pintor. Pero no me han gustado fundamentalmente. No
simpatizo en absoluto con su pesimismo y su odio hacia el mundo. Y sin embargo me obliga a
responder hacia su pintura con su misma fuerza.
—Pobre diablo.
—En cierto sentido sí. En otro, no hay que compadecerle en absoluto. Como tú has dicho,
tiene coraje. Y eso es algo que admiro. Un hombre así necesita aún más valor que yo, porque
yo soy fundamentalmente optimista. No creo que el mundo sea una trampa.
—Él sí lo creía.
—Lo sé. Resulta claro en sus cuadros. Y, sin embargo, su propia pintura es una tremenda
afirmación de vitalidad...
Se interrumpió, al darse cuenta del sonido trillado de sus palabras y de la importancia de la
comprensión que encerraban. Butler caminaba con las manos metidas en los bolsillos, caído los
hombros. Al fin dijo:
—Estas cosas me deprimen.
Caminaron en silencio hasta la Puerta de Victoria. Butler inquirió:
—¿A qué hora vas a ver a Sundheim?
—A las siete... —hizo una mueca—. Ahora desearía no haber concertado la cita.
—¿Por qué?
—Bah... de pronto Sundheim me aburre. Es un mimado.
—No decías eso hace un par de horas —sonrió su amigo.
—No, ya lo sé, pero ahora... de pronto me parece que no tendría mayor importancia el que
se hallara vivo o muerto.
—Entonces, ¿para qué ir a verle? Déjame telefonear a tu amigo de Carlisle.
Reade negó con la cabeza.
—No podría. Tengo que solucionarlo ahora.
***
Eran las siete menos cinco cuando se apeó del autobús en la calle Kensington High. El
tiempo había cambiado; había empezado a llover. En la Plaza Edwardes el viento sacudía
gruesas gotas de las ramas de los árboles, sobre su cabeza.
Mientras se acercaba a la casa, analizaba con interés sus sensaciones. El temor y la
excitación de la noche anterior habían desaparecido. Experimentaba una especie de vacío
emocional, casi de hastío. La leve impresión de opresión parecía deberse más al tono oscuro
del cielo gris que a la idea de visitar a Sundheim.
Tocó el timbre y esperó. No hubo respuesta. Volvió a llamar; seguía sin haber respuesta.
Miró al reloj; eran las siete y cinco. Empezó a esperar que Sundheim hubiera salido, para
poder regresar a casa sin verle. Volvió a apretar el timbre, con más persistencia, para justificar
su intención de dar media vuelta. Esta vez se oyó un ruido de fuertes pisadas arriba. Al cabo
de cinco minutos Sundheim abrió la puerta. Evidentemente, había estado durmiendo. Los ojos
aparecían hinchados, pesados, el cabello despeinado. Los labios parecían más gruesos, más
caídos, como si pesaran en la parte inferior del rostro.
—Lamento haberle despertado. ¿Prefiere que me vaya y vuelva dentro de una hora?
Sundheim vaciló, diciendo al cabo:
—No, suba.
Encendió la luz de la sala. Reade se sorprendió al contemplar su rostro gris y cansado.
—¿No se encuentra bien?
—Es que tengo catarro. ¿Quiere servirse un trago mientras me lavo?
Una vez solo, Reade se sentó, mirando por la ventana. La habitación estaba helada y
parecía desolada.
Sundheim estuvo ausente más de diez minutos. Al volver dijo:
—Discúlpeme... Tengo propensión a catarros de verano y me dejan hecho polvo.
Hablaba despacio, en un murmullo, como sin importarle que Reade le oyera o no.
—¿Prefiere que me vaya?
—Quédese y tome un trago —se encogió de hombros—. ¿Se ha preparado algo?
Abrió el armarito y sacó una botella de cerveza y otra de un coñac muy caro.
—Creo que también yo tomaré algo. A ver si me libro del resfriado...
Tendió a Reade un vaso alto con la cerveza. Reade se sorprendió al ver la cantidad de coñac
que se había servido. Sundheim se sentó, bebiendo un trago largo. Luego cerró los ojos,
apoyando la cabeza en el respaldo del sillón. Empezó a toser ligeramente, con los ojos siempre
cerrados, el pecho un tanto jadeante; la tos se calmó y su respiración se volvió más fácil. Al
fin, dijo:
—He heredado varios males de mi padre... como fiebre del heno y catarros de verano. ¿Le
importa encender el fuego y correr las cortinas?
Reade hizo lo que le pedía. Sentía cierto apuro ante Sundheim que le recordaba la
sensación que había experimentado al mirar el rostro del pintor muerto aquella misma tarde.
Pero al observar la cara de Sundheim pensó que éste carecía de auténtico valor. Para entablar
conversación, preguntó:
—¿Cómo va la serpiente?
—Oh, bien. Va a mudar de piel. Vaya a verla si quiere.
Reade fue a la cocina. La mesa estaba aún puesta con los cacharros del desayuno y en el
suelo había media barra de pan. La recogió y la metió en su sitio. La serpiente yacía con la
cabeza apoyada en el cristal de la caja. Sus ojos habían adquirido un tono lechoso. Se
estremeció ligeramente cuando Reade se inclinó a mirarla, luego quedó inmóvil. Reade abrió la
jaula y le pasó con suavidad la mano por el cuerpo frío, diciendo:
—Pobrecita; tienes tan mal aspecto como tu amo.
Volvió a cerrar la puerta y regresó a la sala. Observó que Sundheim había vaciado su copa.
La estancia estaba más caliente, con ambos radiadores eléctricos encendidos.
—Mire, creo que es mejor que le deje. Está claro que no se encuentra usted bien.
—Estaré bien en diez minutos. ¿Ha comido?
—No. Pero lo haré cuando vuelva a casa. Estoy pensando en tomar el tren de medianoche.
Sundheim asintió sin hablar. Al cabo de unos minutos se puso en pie con pesadez y se sirvió
más coñac. Esta vez se lo bebió de inmediato, respirando luego despacio. Miró a Reade.
—Estos catarros me dejan en baja forma. Hundido.
—Tal vez haría mejor en acostarse.
—No. Se me pasará. Vamos a comer algo.
Ya en la cocina, Sundheim hizo una mueca al ver la mesa sin recoger y luego puso todos los
cacharros en la fregadera. Empujó el azúcar, la leche y la mermelada contra la pared. Reade
permanecía de pie, incómodo, sin saber si ofrecer ayuda. Sundheim parecía moverse como en
sueños.
El día anterior a Reade le había sorprendido el tamaño de la nevera; ahora, al abrirla
Sundheim, comprendió. Contenía comida como para quince días. Sundheim sacó un pollo frío,
un plato de jamón, un cuarto de carne poco hecha, un enorme cuenco de madera con ensalada
y una bandeja con varias clases de queso. De la máquina de lavar la vajilla sacó dos platos y
cubiertos.
—Sírvase.
—Ejem... gracias.
Deseaba decir que no tenía hambre, pero decidió no hacerlo. Se sentó en la silla y se sirvió
ensalada y una rebanada de pan con mantequilla. Sundheim amontonó en su plato una pata
de pollo, varias rodajas de jamón, un huevo cocido, un trozo enorme de queso de pruyere,
rábanos y apio. Reade observó atónito cómo Sundheim tomaba la pata de pollo y le daba un
tremendo bocado. Aún masticando, Sundheim musitó algo entre dientes, dejó la pata en el
plato y fue al frigorífico. Del compartimiento de la puerta sacó una botella de champán. Tragó
y dijo:
—Podemos beber algo. ¿Le gusta el champán?
—Pues... sí. Pero no sabía que usted bebiera.
—A veces. —Quitó el alambre del cuello de la botella y, con un movimiento de su poderosa
mano, la descorchó. El champán empezó a caer espumeante. Sundheim lo ignoró, dejando que
le cayera por la mano y brazo, mientras buscaba vasos en la máquina de lavar vajillas. Llenó
uno hasta la mitad y se lo tendió a Reade; luego llenó otro, vertiendo con cuidado en la pared
del vaso, para impedir que se formara espuma, y lo colocó junto a su plato. Volvió a sentarse y
bebió un largo sorbo. Reade probó su vaso: el champán estaba frío y era muy seco.
Sundheim comía como si estuviera solo, ignorando a Reade. Comía con voracidad y total
concentración; Reade no había visto jamás a nadie devorar tan de prisa y con tanto interés. Al
terminar con la pata de pollo, la lanzó en el cubo de la basura, bajo la fregadera, y arrancó la
otra pata. Regaba la comida con tragos de champán y llenaba su vaso en cuanto lo vaciaba.
Comía el apio con enormes y ruidosos bocados, un tallo cada vez. Una vez vaciado el plato de
jamón y pollo, untó de mantequilla dos trozos de pan, cortó gruesas rodajas de la carne medio
cruda y las amontonó en su plato con el resto de la ensalada. Reade le dijo sonriendo:
—Ahora comprendo lo que quiere decir un apetito de Gargantúa.
Sundheim alzó la vista un instante y sonrió, casi con timidez. Luego volvió a la carne,
cortándola con breves y potentes movimientos y metiéndosela en la boca, dos trozos cada vez.
Al llegar casi al final del champán, empezó a comer más despacio, como un animal saciado.
Las venas se destacaban en su frente y en la raíz del cabello se veía una gota de sudor. Se
metió en la boca el resto del pan, lo empujó con champán y se sentó de lado en la silla,
recostándose, las manos en los muslos, mirando al vacío. Reade terminaba con la ensalada y
comentó:
—Ha sido excelente.
Sundheim le miró. Los ojos eran abultados, pero mortecinos, como si se hubiera retirado
por completo a su mundo de alimentos. Reade le devolvió la mirada y se vio contemplando los
ojos lechosos de la boa constrictor; sintió que una extraña sospecha le hacía erizarse los pelos
del cogote.
—¿Volvemos al otro cuarto? —preguntó Sundheim.
Reade le siguió. Le miró inclinarse ante un armarito del rincón y abrir una puerta, dejando
al descubierto el cristal de un amplio aparato de televisión. Sundheim lo enchufó y regresó a
su butaca. Estiró la mano y encendió una lámpara de pie. Se agitó en su butaca y echó un
aire. Se excusó y dijo:
—Me gusta ver la televisión para hacer la digestión. ¿No le importa?
—En absoluto.
Era una comedia ambientada en una ciudad costera. Reade había visto muy poca televisión
y contemplaba fascinado. Al cabo de media hora la fascinación empezó a trocarse en agitación.
Miró a Sundheim y vio que estaba dormido profundamente. Se levantó, acercándose al
hombre, pero éste no se movió. Al inclinarse hacia él notó el olor a coñac. Le tocó suavemente
en el hombro y le llamó por su nombre. Sundheim respiró hondo y luego empezó a roncar
ligeramente.
Reade miró su reloj. Eran casi las nueve. Fue a la puerta y salió callando. En la cocina
escribió en una hoja de su diario: "He pensado que era mejor dejarle dormir. Estaré en
Bayswater 9932 si me necesita. Damon". Antes de salir de la casa, volvió a echar un vistazo a
Sundheim; seguía durmiendo. La televisión mostraba ahora un festival de bandas militares.
***
—No has tardado mucho —le dijo Butler—. ¿Qué tal os ha ido?
Se levantó y apagó el tocadiscos, donde escuchaba una sinfonía de Shostakovitch. Se
hallaba sentado ante la estufa de gas, vestido con el batín. Junto a él se veía un vaso de
whisky y un paquete de cigarrillos negros rusos.
—Toma un trago.
—Tal vez me venga bien, si es que voy a estar viajando toda la noche.
—¡Toda la noche! ¿No pensarás irte?
—Creo que sí. Ya no tengo nada que hacer aquí.
—Si lo que te preocupa es Sheila, no tienes por qué. La he mandado a devolver los recortes
de prensa a Harley Fisher. Seguro que ya la ha poseído cinco veces.
—No me preocupa. —Reade se sirvió un vaso de sifón y se sentó en la cama—. Estoy
ansioso por volver.
—¿Qué hay de Sundheim?
—Le he dejado durmiendo. No he tenido ocasión de hablar con él.
—¿Por qué no?
—No sé. No lo comprendo bien. O está enfermo, o borracho, o toma drogas. Parecía
cansado y deprimido. Se ha bebido un cuarto de litro de Remy Martin, casi una botella de
champán y se ha quedado profundamente dormido ante la televisión.
—Creí que habías dicho que no bebía.
—Pretendía que el coñac era como medicina.
—¿Así que seguimos sin saber nada?
—No lo sé. Es claro que se trata de un desdoblamiento de personalidad. Veo que tiene
momentos de tensión nerviosa. Ha comido y bebido coñac y champán como para dejar
anestesiados a la mayoría de los hombres. Se veía que era una especie de válvula de escape.
—No lo entiendo. Anoche se toma tantas molestias para convencerte de que es una persona
suave, inofensiva. Sólo tenía que mantener el papel un par de horas más y tú te hubieras
vuelto convencido de que no podía ser un asesino... Y ahora te deja ver la otra cara de su
persona. ¿Por qué?
—Tal vez anoche no representara un papel. Quizás está realmente sometido a una enorme
depresión. Tiene un frigorífico lo bastante grande como para que quepa un automóvil pequeño
y lo tiene lleno de comida. Así que está claro que periódicamente le dan esa especie de
ataques de comilonas. Ojalá que un buen psiquiatra nos dijera de qué se trata.
—¿Y qué hay de la policía? ¿Nos ponemos en contacto con ella?
—Aún no... Creo que iré a ver a Lund en Carlisle cuando vuelva. Prefiero explicárselo cara a
cara que por teléfono. Iré mañana.
—¿Y si comete otro asesinato entretanto?
—No creo que lo haga. Sigo sin creer que es el que buscamos.
—Mira, ¿por qué no dejar que lo decida la policía? —preguntó Butler con paciencia—. Todo
lo que tienes que hacer es hacer saber al policía de Carlisle que has localizado a un hombre
que conoce bien a Blake y que no te parece del todo normal. Ellos harán el resto.
—Supongo que así será —suspiró.
—Y, si me lo preguntas, te diré que me resulta clarísimo que es el hombre que buscamos.
Creo que te ha como hipnotizado. Encaja en todos los puntos posibles.
—De acuerdo, de acuerdo. Te prometo que iré a ver a Lund mañana.
—Creo que debieras telefonear a Scotland Yard esta noche.
—No quiero.
—Entonces déjame a mí.
—Por favor —Reade se puso de pie—, déjame llevar este asunto a mi manera. No creo que
veinticuatro horas vayan a suponer ninguna diferencia. —Vació su vaso de whisky—. Creo que
subiré a hacer el equipaje. Me gustaría tomar el tren de medianoche.
—Muy bien. Tú sabrás lo que haces.
Tardó exactamente diez minutos en meter sus pocos efectos en la maleta y doblar
cuidadosamente las mantas sobre la cama. En lugar de bajar de nuevo, encendió la estufa y se
sentó al borde de la cama, calentándose las manos. En la habitación de abajo el teléfono
empezó a sonar. Un momento más tarde se oyeron pasos en la escalera. Se levantó con
rapidez cuando Butler abrió la puerta.
—Sundheim al teléfono. Me parece borracho. Le he dicho que no sabía si habías vuelto o no.
¿Le digo que has salido?
—No —repuso con cansancio—. Será mejor que le hable.
—Bien. Dile que estás a punto de salir para coger el tren.
Cuando Reade tomó el teléfono, la voz de Sundheirn gritó:
—Hola, Damon, ¿dónde estás?
—Ya sabes dónde estoy. En casa.
—Sí, lo sé, pero ¿cuál es la dirección?
—Está en la calle Portobello. ¿Por qué?
—Porque quiero ir a recogerte.
—No. No lo hagas. Estoy a punto de salir para la estación.
—¡Qué! No puedes irte esta noche. Escucha. Lamento haberme quedado dormido así. Y
tengo cosas importantes que decirte. Déjame ir a verte.
Reade se sentía confuso e irritado; se daba cuenta de que Butler, frente a él, sacudía la
cabeza negando con violencia.
—Ejem..., ¿dónde estás?
—En casa, claro.
Miró el reloj. Eran las diez y media.
—¿Puedes esperarme en la estación de Notting Hill Gate dentro de unos diez minutos? Tal
vez podamos tomar café o algo antes de que coja el tren.
—Muy bien. De acuerdo. Allí estaré.
—Estás aviado, si vas —le dijo Butler cuando colgó.
—No veo otra alternativa —se alzó de hombros—. Además, dice que quiere hablarme.
—Pero parece borracho.
—No lo creo. Está algo borracho... no mucho. No me perjudicará el verle. Podríamos ir y
tomar café en la estación.
—¿Y cómo sabré que has llegado jamás a la estación? Puede llevarte a cualquier sitio
solitario por aquí cerca y...
—¿Cómo va a hacerlo? Sabe que estás aquí y tú sabes donde he ido...
—¡Pero ese tipo está chalado!
—Bueno. Después volveré aquí y tomaré el tren de la mañana. A menos que te llame de la
estación antes de marcharme, para decirte que estoy bien. Por si acaso me llevaré la maleta.
Ahora tengo que irme... le he dicho que estaría en Notting Hill dentro de diez minutos.
Subió la escalera presuroso, para tomar la maleta. Butler añadió:
—Intenta volver, Damon. Te esperaré. ¿Te acompaño?
—No. Tomaré un taxi. Hasta luego.
Se dieron la mano brevemente. Butler le miró bajar las escaleras.
Al bajarse del taxi vio que Sundheim estaba ya esperándole a la entrada de la estación del
metro. El hombre a su vez vio a Reade y le saludó con la mano.
—¿Cómo has llegado aquí? —le preguntó Damon.
—En coche. Está ahí, a la vuelta.
Sus modales parecían bruscos, comparados con la anterior conversación telefónica. Vestía
un impermeable oscuro y un sombrero de fieltro. A la luz amarilla de la calle, su rostro parecía
cansado.
El coche era un amplio "Daimler" negro. Sundheim abrió la puerta y dejó que Reade
montara. Dentro olía a cuero nuevo. Los asientos estaban cubiertos de plástico transparente.
Sundheim se instaló ante el volante y preguntó:
—¿Por qué no querías que viniera a donde vives?
Reade ya había previsto la pregunta.
—Porque allí no podríamos hablar. Vivo con un amigo.
—¿Quién es? Me ha parecido reconocer su voz.
—Es posible. Se llama Kit Butler. Es compositor.
Sundheim se dirigió a la calle Bayswater. Conducía sin hablar.
—No vayamos muy lejos. Tengo que tomar el tren.
—Hum...
Al llegar a los semáforos de Marble Arch, dijo de pronto:
—Escucha. ¿Por qué no te olvidas de ese tren y te vas mañana?
—¿Hay... alguna razón particular para que lo quieras?
—Sí. Quiero hablar contigo.
—Muy bien. No es importante.
—Estupendo.
Sundheim volvió a guardar silencio mientras recorrían la calle Oxford. Reade le miró; su
cara parecía seria y fatigada. Poco antes de los semáforos de Charing Cross, Sundheim dio la
vuelta a la derecha y se metió por una calle lateral, diciendo:
—Ya está.
Reade salió del coche detrás del otro.
—¿Dónde vamos?
—Allí. Es un sitio que conozco.
El pequeño restaurante italiano quedaba al otro lado de la calle. Cuando Sundheim empujó
la puerta, el olor a comida hizo que Reade sintiese hambre. Sundheim indicó:
—Abajo.
Un camarero de chaqueta blanca saludó:
—¿Les importa quedarse arriba, señores? Abajo ya está cerrado.
—Queremos ir abajo —repuso Sundheim con aspereza.
Ignorando al camarero, empezó a bajar. Reade miró al camarero como disculpándose y le
siguió. Los malos modales de Sundheim le habían dejado perplejo. No le gustaba su tono
grosero.
Sentado ante una de las mesas había un hombre grueso en mangas de camisa. Alzó la
vista, frunciendo el ceño, pero luego sonrió al ver a Sundheim.
—¡Ah, señor Sundheim! ¡Cómo está! Mucho tiempo sin ver a usted.
—Bien, gracias, Tony. No queremos comer. Sólo queremos una botella de chianti. Buen
chianti.
—Seguro. Mucho buen chianti. Usted sentarse en esquina.
—No me importaría un bocadillo —anunció Reade desafiante—. Tengo un poco de apetito.
—Pues claro. Cena. ¿Hay buenas chuletas, Tony? ¿Buenas como las que solía preparar?
¿Podemos comer dos?
—¿También tú vas a comer? —le preguntó Reade.
—Pues claro.
—¿Después de esa enorme comida?
—Eso fue hace cuatro horas.
Tiró el impermeable y el sombrero sobre otra mesa, tomó una silla y se dejó caer en ella.
Reade comentó:
—Parece que ya te sientes mejor.
—¿Mejor? Ah, sí. Voy mejorando. Tony, ese vino en seguida.
Mirándole chasquear los dedos en el restaurante, Reade pensó: "Es un hombre con varias
personalidades. Todas falsas."
De pronto al mirar a su anfitrión, recordó los cuadros de Vladimir Weyssenhoff y el rostro
cerúleo sobre la almohada. Una ira extraña se apoderó de él, una violenta impaciencia contra
Sundheim.
—No puedo estar mucho tiempo. Debo tomar el tren dentro de una hora.
—Creí que eso ya estaba solucionado —protestó Sundheim—. ¿No habías dicho que te
quedabas?
De repente, Reade supo lo que tenía que decir; salió a la superficie de una forma tan
natural que debía expresarlo. Miró a Sundheim sosteniendo su mirada y dijo:
—Mira, te estás portando como si tuvieras algún derecho sobre mí, aunque casi no te
conozco ni tú a mí. Por eso, hemos llegado al punto de poner las cosas en claro. El hecho de
que a ambos nos interesa Blake no nos hace tener nada en común. Tú eres inteligente, pero ni
siquiera empiezas a entender todo lo que Blake significa. Porque eres perezoso y estás
completamente mimado.
Se detuvo para ver el efecto que causaban sus palabras. De forma extraña, Sundheim le
escuchaba con gravedad y atención, como si las palabras no se refirieran a él. Reade
comprendió de pronto que seguramente los psiquiatras le habrían hablado igual y que
escuchaba con la misma atención que hubiera prestado a uno de ellos. El silencio le calmó. Se
recostó en su silla y continuó:
—Quiero irme a casa porque mi trabajo está allí. Es algo que me causa verdadera
satisfacción. El estar aquí contigo no me causa ninguna. Es una pérdida de mi tiempo.
Sundheim seguía sin decir palabra. El italiano sirvió el vino; Sundheim se limitó a dar las
gracias con la cabeza, se sirvió un poco y luego llenó el vaso de Reade, el cual prosiguió:
—No quiero ser brutal. Anoche fui a verte para hablar de tu padre y te portaste de modo
razonable. Pero esta noche es como si representaras un papel y esperaras que yo lo acepte
con pasividad. Bien, pues no quiero. No me interesa. No me gustan los seres indisciplinados
que se regodean en autocompasión, e intento evitarlos, porque no hacen sino perder el
tiempo. Tú estás haciéndome perder el mío y no pienso perderlo.
Sundheim contemplaba su vaso, pero sin hacer gesto alguno de alzarlo. Cuando habló, su
voz había perdido el acusado acento americano con que hablara al camarero; era la misma voz
que hablara la noche anterior.
—Supongo que te hago perder el tiempo... que se lo hago perder a cualquiera. No tengo
mucho que ofrecer a nadie, ¿verdad?
Reade reconoció que había vuelto a hundirse en una nueva oleada de compasión hacia sí
mismo. Le interrumpió:
—No sé lo que tienes que ofrecer. Pareces tener una mente despejada. ¿Por qué no intentas
emplearla?
Sundheim levantó los ojos; habló con una especie de rabia:
—¿En qué? ¿Qué se supone que puedo hacer con ella? Muy bien, anoche hablé de Blake
contigo. Pero ¿a dónde me lleva eso? No son más que palabras. Puede que para ti no sean sólo
eso, pero para mí sí.
—Estás evadiendo el tema —le cortó Reade—. Sabes tan bien como yo que te dejas llevar
por la marea. ¿Qué haces de ti mismo todo el día, solo en aquella casa? Puedo adivinarlo. Te
pasas el tiempo aburriéndote, preguntándote cómo librarte del hastío. Pierdes días enteros
tratando de quitarte de encima el aburrimiento, deseando que desaparezca.
—¿Y tú no?
—No.
El dueño del restaurante volvió con dos grandes .chuletas. Comentó:
—No han probado el vino. ¿No está bueno?
—Sí, gracias, Tony. Estábamos... hablando.
—¿Quieren otra cosa? ¿Patatas fritas? ¿Ensalada?
—No, gracias. Tony. Nos basta con esto.
Reade cortó su chuleta; estaba medio hecha y no ofrecía resistencia al cuchillo. Sundheim
bebió un poco y dijo:
—Parece que la has tramado de verdad contra mí. ¿Qué he hecho para merecerlo?
Reade contestó con la boca llena:
—Me estás haciendo perder el tiempo.
—No, no. Estoy de acuerdo en que quisiera aprender algo de ti. Y como no tengo mucho
que ofrecer, es claro que tú pierdes el tiempo conmigo.
—Es inevitable. Tú pierdes el tuyo. Estás perdiendo tu vida. ¿Cómo vas a evitar el
hacérmela perder a mí?
En cuanto Sundheim comenzó a comer, pareció recobrar nueva vitalidad. Una vez más
Reade observó fascinado cómo Sundheim iba cortando trozos enormes de carne y
metiéndoselos en la boca. La acción de comer y beber parecía suscitar en el hombre una
energía parecida a la de una máquina; masticaba como un tigre hambriento. Reade tenía la
impresión de que seguramente Sundheim se permitiría gruñir por lo bajo cuando comía solo.
No habló mientras comía; se limitó a concentrarse por completo en los alimentos. También
llenó por dos veces su vaso con chianti, vaciándolo cada vez de un solo trago. Reade pensó:
"Esto debe tener algún significado. Un psiquiatra me diría probablemente lo que significa..."
Sundheim terminó la chuleta en pocos minutos. Luego apartó el plato y se recostó en su
asiento. Parecía haber recobrado nueva confianza y también nueva seriedad. Dijo:
—Escucha, déjame que te explique algo. Mírame. Puedes ver lo grande que soy. Peso más
de ciento diez kilos. Y casi todo es músculo. Y de mi madre he heredado muchísima energía. La
verdad, mi madre de joven fue una ninfomaníaca. ¿Comprendes lo que esto significa? Tú
pareces bastante fuerte y atlético, pero apuesto a que no pesas ni setenta y cinco kilos. Yo
llevo a cuestas cien kilos de músculos sanos y de energías. Me gusta hacer deporte. Soy buen
esquiador y escalador. Pero también he heredado de mi padre bastante inteligencia. Así que
estoy en una extraña tesitura. ¿Puedes comprender lo que significa tener tanta energía física?
—Comprendo que puede resultar difícil.
—Ya puedes decirlo. ¿Qué se supone que voy a hacer con ella? Contéstame.
—Es un problema con el que jamás me había enfrentado —repuso Reade con interés.
—Deja que te diga algo más. —Sundheim se inclinó hacia delante—. Al final de uno de tus
libros tú tienes una frase tremenda: La civilización no puede sobrevivir sin hombres nuevos.
¿Recuerdas? Bueno, yo la leí hace diez años, cuando apenas contaba veinte, y causó impacto
en mí. Supongo que otros te lo habrán dicho ya. Tú escribes sobre hombres nuevos, sobre lo
difícil que les resulta sobrevivir en un mundo que aún no está preparado para ellos... Bien,
pues yo siempre he creído que era uno de esos hombres nuevos. Antes de leer tu libro. ¿Has
oído hablar de Leopold y Loeb?
Reade negó con la cabeza, comiendo.
—Eran un par de estudiantes universitarios que se creían superhombres y mataron a otro
chico para demostrarlo. Todo el mundo creyó que estaban locos. Pero yo les comprendí en
cuanto leí el caso. Esos son tus hombres nuevos, pero no saben qué hacer de sí mismos.
Tienen energía y nada que hacer con ella.
—El cometer un asesinato no es una solución.
—De acuerdo, no lo es. ¿Pero es peor que no hacer nada?
—Claro que sí... desde el punto de vista de la víctima.
—Muy bien. Seguro. El asesinato no es ético. Yo no digo que lo sea. ¿Qué es toda esta
charla de perder el tiempo? ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Puedes tú decírmelo? ¿Escalar
montañas?
—Hay formas peores de librarse de las energías. Yo practico mucho la escalada como
ejercicio.
Sundheim vació la botella en su vaso y tragó el vino.
—Bien, bien. Pero no comprendes a dónde quiero llegar. Tú estás bien. Tienes
temperamento de intelectual, vives solo y escribes libros. No tienes nada que ver con la
civilización. Llevas pocos días en Londres y no puedes esperar más para volver a casa. Pero
¿qué hay de las personas que no saben escribir libros... personas para las que no hay salida en
la civilización? ¿Qué hay de tus hombres nuevos que no saben qué hacer?
Reade vació su vaso.
—Creo que no comprendiste bien lo que yo quería decir con lo de hombres nuevos. Los
hombres a los que me refería aún no existen.
—Oh, claro, ya sé que no existen. —Sundheim hizo un gesto impaciente—. Pero empiezan a
existir. Y, lo quieran o no, son rebeldes. No les gusta el mundo como es. Quieren empezar a
destrozarlo todo.
—¿Serviría de algo?
—Tal vez no. De nada le sirve a un animal gritar de dolor. Pero lo hace.
Tomó la botella de chianti, la alzó a la luz y la dejó disgustado.
—¿Tomamos otra?
—Por mí no.
—¿A qué hora sale tu tren?
—A medianoche. Pero... tomaré el de la mañana.
—Gracias. —Sundheim sonrió.
Reade se levantó.
—Pero vamonos de aquí.
Arriba Sundheim pagó la cena con un cheque. Al salir había empezado a llover otra vez.
—¿Dónde quieres ir?
—A algún sitio donde podamos charlar —repuso Reade.
—Muy bien. Sube.
Condujo a través de una serie de callejuelas. Por fin salieron a Kingsway.
—¿A dónde vamos?
—Oh, a un sitio que conozco...
Torció hacia la calle Fleet.
—¿Vamos hacia el este?
—Sí, ¿por qué? —Sundhein le miró.
—Oh. por nada. ¿Conoces bien el barrio?
—Bastante bien. Solía vivir aquí.
Sundheim preguntó de pronto:
—¿Dirías tú que soy un tipo de suicida?
—Sí.
Sundheim rió como un gruñido.
—Tienes condenada razón. Esa es otra cosa que heredé de mi padre. Y del suyo.
—¿Se suicidaron?
Sundheim vaciló y al fin repuso:
—Sí.
Se veía claro que hubiera preferido ignorar la pregunta.
—No sabía aue tu padre se hubiese suicidado.
—Bueno... no exactamente. Pero tenía depresiones. Y creo que sufría de alguna
enfermedad.
—¿Enfermedad? ¿Cuál?
—No sé —replicó con vaguedad—. Algo que ver con el cerebro. A veces pienso que el viejo
contrajo sífilis, o algo así, y que estuvo en tratamiento.
—¿De verdad? ¿Tienes algún motivo para creerlo?
—No. Sólo alguna insinuación de mi madre alguna vez que estuvo realmente furiosa. Mira,
cuando estoy cansado algo se queda como muerto en la parte de atrás de mi cabeza... como
un fusible que se fundiera. Se queda como inconsciente. Es como cuando se te queda un brazo
muerto por haberte dormirlo sobre él... sólo que en el cerebro.
—¿Te ocurre con frecuencia?
—Me ha pasado cuando has venido esto tarde. Y encuentro que el comer y beber lo revive.
Forma una especie de presión en mi cabeza y la sensación muerta desaparece. Creo que el
viejo contrajo sífilis, le afectó el cerebro, se curó pero me lo pasó a mí.
—Pero ¿qué motivo tienes para creer tal cosa? Tu padre no parece que fuera de los que
andarían con prostitutas.
—No lo conociste. A veces le daban arrebatos. ¿Por qué te crees que se casó con mi madre?
No era su tipo. Él procedía de una familia de ministros de la religión. Ella necesitaba hombres.
Creo que por eso se separaron.
—¿Cómo sabes todo eso?
—¿Que cómo lo sé? Viví con ella diez años. En ese tiempo debió tener como cincuenta
amantes. Una vez dijo que le gustaría ser millonaria para tener un harén de hombres.
—Tu familia parece ser de apetitos violentos.
—Bien puedes decirlo —sonrió Sundheim.
Habían cruzado la parte comercial e iban a Eldgate. En Whitechapel doblaron a la derecha.
Reade dijo un tanto ansioso:
—No quisiera estar fuera hasta muy tarde. Me gustaría descansar bien esta noche.
—No te preocupes. Volveremos pronto. Dime una cosa. ¿Crees que debería ir a vivir a esa
isla de Brasil?
—¿Qué isla?
—Ya sabes, la que compró mi padre, Santa Manuela.
—No sabía que hubiera llegado a comprarla.
—Oh, sí. Al gobierno brasileño, por un cuarto de millón de dólares. El monasterio le hubiese
costado otro cuarto de millón.
—¿Has estado allí?
—No. Nunca la he visto. Me han dicho que resulta agradable en invierno. Sólo viven allí
algunos pescadores.
—¿Y por qué no has ido nunca?
—¿Por qué? Porque siempre he temido que me volvería loco. ¿Qué iba yo a hacer en un sitio
semejante?
—No sabes si no has estado.
—Además, ¿de qué sirve evadirse?
—Tal vez no estuvieras evadiéndote. Lo estás haciendo aquí, en Londres.
Habían llegado a la calle East India Dock. Por encima de las casas, a la derecha, se veían las
siluetas de los barcos. Iban por una calle pavimentada de adoquines y atravesada por una vía
férrea. Sundheim redujo la velocidad, entrando en una calle desierta. Las casas estaban unidas
en un bloque, sin cortes. La acera no tendría más de un pie de anchura. La calle parecía
concluir en un muro, pero al llegar a él, Reade vio que a la derecha se abría otro estrecho
callejón. No había luces. Los faros del coche brillaban en el suelo sin pavimentar, justamente
amplio como para que pasara el coche. La lluvia había llenado de agua los agujeros. A la
izquierda, un edificio parecía ser una especie de fábrica. Al final había un vallado de madera. A
la derecha parecía verse un espacio abierto; detrás, contra el cielo pálido, se recortaban unas
grúas.
Sundheim detuvo el coche al final del calleión. Frente a ellos había un ferrocarril de los
muelles. En algún sitio a la derecha brillaba una luz.
—Ya estamos. Mejor será que cierre el coche. Este no es un buen barrio.
La lluvia que caía incesante era casi una fina neblina. Cuando Sundheim apagó los faros,
quedaron en completa oscuridad. Por un momento Reade se sintió nervioso; luego se dominó.
Sundheim juraba por el bajo en la oscuridad; al parecer tenía algún problema con el coche. No
se oía otro ruido que el de gabarras distantes en el río y el del tren.
Sundheim le tomó por el codo.
—Camina con cuidado. Por aquí.
Un edificio emergió de las tinieblas.
—Por cierto, aquí me conocen como Frazer. No menciones mi verdadero nombre.
—Todo esto es de lo más misterioso.
—Es una reliquia de los tiempos en que mi madre vivía. Una vez hizo que me siguiera un
detective privado.
Llegaron a un patio. Al otro lado había un largo edificio de madera, como la cantina de un
cuartel, con una luz sobre la puerta. Fuera, a la derecha, se extendía una pared de cemento
con una abertura; por el olor que de allí salía se notaba claramente que era un retrete público.
Sundheim empujó la puerta de la casa de madera. Entraron en una sala larga que olía a
humo de tabaco y a cerveza agria. Habría como una docena de hombres sentados ante las
mesas, muchos de ellos vestidos con monos o chaquetas de trabajo, reforzadas de parches de
cuero. Dos chicas, visiblemente prostitutas, estaban sentadas junto a la puerta; miraron con
interés a Reade y Sundheim cuando éstos entraron. Un hombrecillo con una bandeja de vasos
se detuvo a saludar:
—¡Vaya, si es el señor Frazer! ¿Qué tal, señor?
—Bien, gracias, Bert.
—¡Qué sorpresa! ¿Qué puedo servirles, señores?
—Ron, creo. —Dijo a Reade—. Aquí el ron es muy bueno. En cambio no puedo recomendar
la cerveza o el whisky. ¿Quieres probar?
—Muy poco, por favor.
Se sentaron en una mesa junto a la barra. Las dos mujeres se habían vuelto en las sillas a
mirarles. Reade preguntó:
—¿Qué sitio es éste?
—Una especie de club. Muchos marineros extranjeros lo usan. Y también los estibadores
que trabajan de noche.
A Reade el sitio no le pareció atrayente. En un tiempo había sido un café o cantina y aún
parecía percibirse el olor de berza mal cocida y de cordero sangriento. En las paredes había
muchos calendarios de mujeres desnudas o casi. El que quedaba más cerca mostraba una
chica de pechos colgantes y bragas a rayas de color amarillo y morado; guiñaba el ojo y hacía
una seña con el dedo.
El dueño se acercó a la mesa. Traía dos vasos y una botella de ron bajo el brazo, sin
etiqueta. Quitó el corcho y sirvió dos largos.
—Gracias, Bert. Toma tú uno.
—Gracias, señor.
Se inclinó a la mesa y con la cabeza les indicó las dos mujeres.
—Cuidado con éstas. La pelirroja es una chivata de la poli.
Cuando se retiró a la barra, Reade preguntó:
—¿Por qué nos ha dicho eso? ¿Cree que estamos haciendo algo ilegal?
—Sólo quería mostrarse amistoso —repuso Sundheim sin darle importancia—... A tu salud.
El ron parecía casi negro y olía a maleza. Reade bebió un buen trago y tragó de prisa para
toser. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Sundheim bebió su ración como si fuese agua y se
sirvió más.
Su humor parecía haber cambiado de nuevo. Estaba más taciturno. Reade observó que las
aletas de la nariz le temblaban ligeramente, como a los caballos. Los párpados parecían más
caídos, pero el efecto no era el de hacerle parecer más cansado, sino como vigilante,
concentrado. Reade se preguntó si podría ser efecto del ron. Sus propios párpados se sentían
extrañamente pesados, pero con una curiosa y torpe sensación de bienestar. Al volver a mirar
a la foto de la chica de las bragas a rayas, ya no le pareció vulgar y ordinaria; le hizo sentir la
misma sensación poco limpia que le produjera Sheila dos noches antes.
Sundheim encendió un cigarrillo y exhaló despacio el humo por la nariz. Preguntó:
—¿Qué te parece el sitio?
—Me... resulta extraño. ¿A ti te gusta?
—Hum.
Un gran perro alsaciano salió de detrás del mostrador y se acercó a olisquearles. Reade le
acarició la cabeza. Sundheim comentó:
—Nosotros teníamos un perro así.
—¿Te gustan los animales?
—Hum, sí. Yo lo maté.
—¿Tú qué? —Reade notó la sorpresa de su propia voz y se preguntó si sería el ron el que le
produciría aquella extraña sensación de sentirse despegado de sí mismo. Sundheim se inclinó
hacia él, puso los codos en la mesa y dijo serio y despacio:
—Yo tenía entonces quince años. Teníamos un alsaciano llamado "Robber", con el que yo
jugaba... a veces revolcándonos por el suelo, luchando. Bueno, pues un día que luchábamos
me mordió en el brazo... aquí. Todavía tengo una pequeña cicatriz. Yo le tenía agarrado por el
cuello y de pronto no pude dejar de apretar. No es que estuviera enfadado. Es que no podía
soltarle. Y seguí hasta que le maté.
—Pero ¿por qué?
—¿Por qué? Por la misma razón por la que él me había mordido, supongo. No pude
contenerme más...
—¿Lo sentiste luego?
—Oh, sí. Le quería. Lloré al enterrarle. Pero aquello era distinto...
Una de las dos mujeres pasó junto a ellos. Se acercó a la máquina de discos del rincón y
dejó caer una moneda. El ruido era ensordecedor. Sundheim se volvió para protestar. Ella
sonrió, acercándose.
—¿No puedes ponerlo más bajo?
—Si quieres.
Volvió a la máquina y redujo el volumen. Un momento después regresó e hizo una seña
hacia la botella de ron.
—¿Te queda más?
—Claro. Sírvete.
Se alejó otra vez. Caminaba con un fuerte contoneo de su pesado trasero. Por debajo de su
falda asomaba un trozo de combinación rosa. Sundheim comentó irritado:
—Estas perras no le dejan a uno solo. Siempre quieren entrometerse... ¡oh, no!
La mujer volvía con un vaso, seguida de la pelirroja. Reade interpuso con rapidez:
—No seas rudo con ellas. Siempre podemos marcharnos.
—¿Por qué habíamos de hacerlo?
—Las dos chicas se sentaron a la mesa, colocando ante ellas sus vasos vacíos. La morena
tomó la botella y sirvió en abundancia. Llamó al dueño del bar.
—¿Tienes coca cola?
Reade las miraba con curiosidad. La morena tenía un rostro pesado, negroide. Los ojos
parecían hinchados y cansados y tenía un cardenal en la mejilla. La pelirroja era delgada, de
rostro fatigado. Fumaba un cigarrillo con aire aburrido. Reade miró nervioso a Sundheim, cuya
cara se había vuelto inexpresiva. Miraba el cardenal de la cara de la morena. Ésa preguntó:
—¿Cómo os llamáis?
—Yo soy George Frazer. Este Sidney Reade.
Reade hallaba la situación embarazosa. La boca de Sundheim tenía un pliegue cruel. Tomó
otro trago de ron y lo lamentó.
—¿Os importa que me sirva un poco de vuestra coca cola?
—Adelante.
—¿Eres maestro? —le preguntó la pelirroja mirándole con curiosidad.
—En cierto modo. ¿Por qué?
—Hablas como ellos.
Al mirar el rostro cansado, Reade recordó a Sarah; sintió una oleada de piedad. Ella siguió:
—¿Vivís por este barrio?
Sundheim ignoró la pregunta, aunque iba dirigida a él. Reade repuso:
—No exactamente. George solía vivir cerca.
—¿Por dónde?
Sundehim la miró con frialdad. Su boca se contrajo burlona y dijo:
—No sabrías dónde.
Se abrió la puerta de la calle. Las mujeres se volvieron al tiempo que entraban dos negros.
Uno de ellos era aún mayor que Sundheim y tuvo que inclinarse al entrar. Ambos estaban
borrachos. El grande dijo en voz alta:
—¡Qué manera de llover!
—¿Y a quién diablos le importa? —replicó Sundheim en tono reducido pero audible.
Los tipos se acercaron a la barra, mirando a las mujeres con la curiosidad de los borrachos.
El pequeño sonrió a la pelirroja y le guiñó el ojo. Ella se volvió de espaldas. Un momento más
tarde Reade vio que la morena apartaba la vista con indignación. Se volvió a mirar y observó
que el negro le sonreía. Sundheim también volvió su silla. Algo en la lentitud de sus
movimientos hizo que a Reade le recordara la serpiente en su jaula. Miró a los negros, con el
brazo apoyado en el respaldo de la silla. La sonrisa en la cara del grandullón desapareció y se
volvió. Sundheim les contempló unos segundos más, luego volvióse a Reade, diciendo en voz
alta:
—Negros bastardos.
—Están borrachos —Reade estaba nervioso—. No vale la pena molestarse.
No le gustaba la expresión de la cara de Sundheim. Los ojos eran fríos, malignos y sin
embargo, todo él exhalaba cierto aire de tensión, casi de excitación.
—¿Queréis quedaros aquí? —preguntó la pelirroja.
—¿Qué sugieres tú? —sonrió Sundheim.
—Yo no vivo lejos.
—Vamos a tomar otro trago primero.
Sundheim tomó la botella y dividió lo que quedaba entre los cuatro vasos. Alzó el suyo y lo
vació de un trago largo. La morena dijo admirada:
—¡Cómo te gusta el ron!
La sonrió y se inclinó hacia ella. Sus dedos casi le tocaron el cardenal pero se apartó.
Levantó el brazo e hizo una seña hacia la barra.
—Otra botella, Bert.
Reade estaba desconcertado. De pronto su acompañante parecía estar mucho más
borracho.
Los negros se habían sentado en una mesa al otro extremo de la sala; el grande les miraba
por el rabillo del ojo.
El dueño sacó otra botella llena y la descorchó. Sundheim buscó en su bolsillo de atrás y
sacó un billetero. Rebuscó con torpeza y acabó por sacar un puñado de billetes de cinco libras.
Los ojos de las chicas se abrieron al ver la suma; habría más de cien libras. Sundheim separó
un billete y se lo dio al dueño del bar. Reade miró hacia los negros y vio que ambos apartaban
la vista con rapidez. Empezaba a sentirse preocupado. Estaba clarísimo ahora que Sundheim
no estaba tan borracho como fingía y que deseaba provocar un conflicto. La morena sugirió:
—Vamos a bebernos esto a donde Mabel.
—Eso depende de lo lejos que esté —replicó Sundheim. Se puso en pie y las chicas
empezaron a imitarle.
—No podéis venir a donde yo voy, damiselas.
Salió despacio. La morena comentó:
—Por su aspecto parece que va bien cargado.
El negro preguntó a voz en grito:
—¿Dónde está el agujero, jefe?
—Fuera y a la derecha —repuso el del bar.
Los dos negros se levantaron y miraron a Reade, que sonreía ligeramente. Con aguda
certeza olió que habría violencia física. El estómago le dio vueltas. En el momento en que ellos
llegaban a la puerta, se levantó para seguirles. Una de las mujeres dijo al del bar:
—Bert, préstale el trasto de sacudir el polvo.
El dueño se inclinó tras el mostrador y un momento más tarde sacó un breve trozo de
tubería de hierro recubierta de cinta aislante. Reade denegó con la cabeza y se apresuró. Abrió
la puerta e inmediatamente tropezó con alguien. Un momento más tarde reconocía al negro
pequeño. El tipo le dijo:
—Cierra esa puerta y ocúpate de tus asuntos.
Su aliento olía fuertemente a alcohol. Reade quiso echarle a un lado, pero sintió un
relámpago amarillo de dolor entre las piernas. Al propio tiempo el negro le agarró con ambas
manos por debajo de la barbilla. Tropezó hacia atrás y fue a dar contra la pared. Oyó cómo el
pequeñajo corría y alguien que gritaba dentro del retrete. Mientras se sentaba, escuchó una
carcajada. Era la voz de Sundheim. Consiguió levantarse, sujetándose la ingle con las manos y
dominando su deseo de vomitar. El negro que le atacara había entrado al excusado. Reade
llamó:
—George.
Dentro estaba oscuro, pero la luz del fondo mostraba un par de pies que asomaban hacia la
puerta. Al principio creyó que peleaban; oía ruido de golpes, respiración jadeante. Luego vio
que Sundheim tenía al negro pequeño sujeto contra la pared con su mano y su rodilla
izquierda y que le golpeaba en el estómago con tremendos y cortos golpes de su brazo. El
negro no hacía ruido alguno. La silueta del grande yacía en el suelo, con la cabeza en la
letrina. Reade advirtió:
—Ten cuidado. Vas a matarle.
—Eso espero —repuso Sundheim con salvajismo—. Estos bastardos querían matarme a mí.
Con su mano izquierda acercó al negro y luego le golpeó la cabeza contra la pared. Por
último lo tiró lejos de sí. El hombre aterrizó hecho una bola en el otro rinción del urinario.
Sundheim dijo con voz áspera:
—Vuélvete allá, Damon. Yo puedo entenderme con éstos.
—Vamos, George —Reade le tomó del brazo—. Ya has castigado bastante.
—Tengo que dar una paliza a estos bastardos. Ayúdame a sacarles fuera.
Agarró al grandote por los pies y le arrastró fuera. Reade intentó alzar al otro, pero el dolor
de su entrepierna no le dejó. Salieron. Sundheim había arrastrado al individuo por el patio y lo
dejó al otro extremo.
—¿Dónde está el otro?
—No he podido levantarle. Casi me había reventado.
—Ah, ¿sí? —amenazador.
—Por Dios, no le pegues más. Te verás acusado de homicidio.
Sundheim arrastró fuera al otro negro y lo tiró en la sombra, con su compañero.
—Ahí pueden dormir hasta que amanezca. Vamonos.
Reade le siguió al bar. La habitación parecía asfixiantemente normal. Ninguno de los
hombres que jugaban a cartas les miró. Sólo el barman estaba cerca de la puerta, la mano
metida en el bolsillo; Reade adivinó que allí tenía el "sacude polvos". Sundheim respiraba con
fuerza mientras se dirigía a su asiento. Tomó el vaso lleno de ron y lo vació más despacio. La
pelirroja preguntó:
—¿Qué ha pasado?
—No mucho —replicó Sundheim. Reade estaba asombrado de su calma. Ni siquiera le
temblaba la mano al sostener el vaso. La morena miró a Reade.
—Sí, has estado bien.
De pronto se sintió enfermo, débil; el dolor de sus ingles se le había extendido al bajo
vientre. Se sentó con pesadez y alzó su vaso. Lo vació de una sentada, pese a que el líquido le
quemaba la garganta. Al dejarlo se sintió mejor. El dolor que sentía ya no le parecía tan
importante.
—¿Te ha hecho mucho daño? —preguntó Sundheim.
—Me ha dado con la rodilla.
—¿Habéis estado peleando? —preguntó la pelirroja—. Sabía que eso iba a pasar. En cuanto
tú has dejado ver tu billetero.
—No ha sido nada —repitió Sundheim.
Mientras encendía un cigarrillo, su calma parecía poco natural. La morena le admiró.
—Qué bueno que sepas cuidar de ti.
—¿Dónde están? —preguntó nervioso el dueño del bar.
—Se han ido a casa —repuso Sundheim.
—¿Qué tal si nosotros hacemos lo mismo? —preguntó la morena.
Sundheim la contempló sin responder. Ella repitió dudosa la pregunta.
—¿Dónde están, de verdad?
—Durmiendo. ¿Quieres verles?
—¿Los dos?
Asintió y se levantó. La pelirroja empezó a levantarse, pero Sundheim le puso otra vez la
mano en el hombro.
—No tardaremos un momento. Tú charla con Sidney.
Miraron salir a la pareja. La chica dijo:
—Espero que estén bien. ¿Cómo estás tú? Pareces enfermo.
—Pronto se me pasará.
—Vámonos a mi casa y te haré un poco de café.
—Creo que es mejor que no.
—¿Qué hace tu amigo —preguntó mientras encendía un pitillo.
—Nada. Tiene ingresos privados. Vive en Kensington.
—¿Estás seguro? —le miró con recelo.
Su forma de hacerlo le dejó sorprendido.
—Sí, claro que lo estoy. ¿Por qué?
— Oh, por nada. Yo siempre había creído que viviría por aquí.
—Entonces ¿le conoces?
—Sólo de vista. Le he visto por estos barrios.
—¿Por dónde?
—En la calle Piggott... casa de Tower.
—Hace unos años vivía en el barrio Este. Pero ya no.
—Bueno, seguramente tendrás razón —se encogió de hombros—. Pero le he visto más
recientemente que eso. Es un tipo raro...
—¿Crees tú que todavía tiene ese cuarto por el Este?
—No sé. No me sorprendería. ¿Dónde vas?
—Disculpa... creo que es mejor que vaya a ver donde está.
—¿Por qué te preocupas? Volverán cuando estén listos. Tiene coche, ¿no?
—Sí.
—Bueno... puede que no le guste que le interrumpan.
—Pero yo creo que de todos modos es mejor que vaya a ver.
Se alejó de prisa, para evitar más objeciones, consciente de que ella le miraba asombrada.
El dolor de la parte inferior de su abdomen se hizo de pronto más agudo. Se paró al otro lado
de la puerta, recostándose en la pared. La llovizna le refrescó la cara. La luz que había sobre la
puerta no era fuerte. Llegó hasta los urinarios y llamó: "George". A su izquierda alguien gimió.
Mientras escuchaba oyó la puerta de un coche que se cerraba de golpe a lo lejos. Caminó en la
oscuridad, con las manos extendidas ante él. Tropezó con algo y al propio tiempo una voz dijo:
"¡Ay, ay!" Se volvió, intentando vislumbrar algo en la oscuridad; a la leve luz de la puerta pudo
distinguir al negro alto que se arrastraba hacia la puerta a cuatro patas.
—¿Te ayudo?
El negro gimió de nuevo y siguió arrastrándose. Reade vaciló y luego decidió seguir
adelante. Tanteó hasta la puerta exterior y se metió en un charco donde hundió los zapatos.
—George, ¿estás ahí?
Sus ojos iban acostumbrándose a la oscuridad y pudo distinguir la línea del coche. Le llegó
la voz ahogada de una mujer. Dio media vuelta para volver al bar, sintiéndose torpe e
indeciso. Antes de llegar a la puerta, oyó que se abría el coche. Miró hacia atrás y vio a la
chica dibujada un instante contra la luz interior del auto. La puerta se cerró con un golpe y la
luz se apagó; ella corría hacia él en la oscuridad; al parecer descalza sobre el piso mojado. Un
instante después chocó con él, que la sujetó para disminuir el impacto. La chica casi lanzó un
alarido.
—Dios, ¿quién es?
—Solo yo. ¿Estás bien?
—¿Dónde está Ruth? —había reconocido su voz—. Dios mío, ese cochino amigo tuyo está
loco. Aléjalo de mí...
—¿Qué ha pasado?
Se apartó de él.
—Acabará en la cárcel o en una camisa de fuerza...
La oyó lanzar otra exclamación al tropezar con el negro. En el mismo instante, el motor del
coche arrancó. Corrió hacia allá y quiso abrir la portezuela. Tenía el seguro echado.
—Soy yo.
Se oyó un chasquido y la puerta se abrió. Sundheim le dijo por la ventanilla:
—Métete atrás.
Al dejarse caer pesadamente en el asiento, notó algo bajo él. Al tantear encontró un par de
zapatos. Bajó la ventanilla y los dejó caer de prisa, en el momento en que el auto se ponía en
marcha. Sundheim dobló a la derecha hacia un espacio abierto, hizo una experta maniobra de
retroceso y aceleró al pasar junto al club. A la luz de los faros Reade entrevio al negro que se
apoyaba contra la pared. El auto aceleró y se metió de tal manera en un callejón que Reade se
vio impelido hacia atrás. La voz de Sundheim sonó en la oscuridad:
—Perra estúpida. No quería hacerle daño.
Reade cerró los ojos y experimentó una extraña sensación de ligereza, como si su cuerpo se
hubiera transformado en un globo.
—¿Sabes conducir? —le preguntó Sundheim.
—Sí, ¿por qué?
El otro se detuvo junto a la cuneta.
—Entonces conduce tú. Yo estoy borracho.
—Prefiero no hacerlo. También yo me siento borracho.
Un policía asomó por la esquina, caminando hacia ellos. Sundheim juró en voz baja y puso
el coche en marcha.
—Vamos a dejar el coche aquí y a tomar un taxi —sugirió Damon—. Allí se ve uno.
—No. Me pondré bien.
Reade volvió a cerrar los ojos mientras el coche enfilaba una calle principal. Conducía
despacio, sobre los adoquines. Sundheim exclamó, como canturreando:
—Dios, me siento eufórico...
De pronto empezó a cantar:
"Viajé por tierra de hombres,
de hombres y también de mujeres
Y vi y oí horrores tales
jamás sabidos por quienes caminan en tierra desolada."
Se volvió hacia Reade:
—¿Conoces esto?
—Conozco el poema, pero no la música...
Sundheim siguió canturreando:
"Y cuando el niño nace varón
es entregado a una vieja
que le clava en una roca
y recoge sus gritos en copas de oro.
Le corona con espinas de hierro
Le traspasa sus manos y pies
abre el corazón en su costado
para que sienta frío y calor..."
La melodía que cantaba tenía la arrulladora cadencia de una canción popular. Se detuvo
para eructar y luego preguntó:
—¿Conoces de memoria mucho de Blake?
—Bastante. ¿Por qué?
—¿Conoces esto?
"El fuego rugiente recorrió los cielos
en remolinos y cascadas de sangre,
y en los oscuros desiertos de Urizen
del vacío cayó fuego por doquier
sobre los ejércitos autoengendrados de Urizen..."
—Eso es del Libro de Urizen —dijo Reade.
—Muy bien, ¿y esto?
"Y la luz se hizo por vez primera: de los fuegos
rayos, dirigidos por tan puro fluido,
brotaron en torno al Inmenso. Los contempló
sin tardanza, retorciéndose en oscuro vacío,
el espinazo de Urizen que aparecía..."
—Libro de Los, capítulo cuatro —le interrumpió Reade—. La verdad es que conoces bien a
Blake.
—El viejo solía darme cinco dólares por cada página que aprendía de memoria. Conseguí
que me comprara el primer coche aprendiéndome de memoria todo Jerusalem...
—¿Todo? ¿Cuánto tardaste?
—Unos dos meses. Me apostó a que jamás lo conseguiría. Nunca pensó que tendría que
comprarme el auto...
Habían salido de la calle Comercial entrando en otra de menos importancia. Un momento
después, Sundheim detuvo el coche.
—¿Dónde estamos?
—Esta noche no vamos más lejos.
Se habían detenido ante dos amplias puertas de madera. En toda la calle no brillaba sino
una luz y estaba desierta. Desde el río subía el ruido de los remolcadores. Sundheim buscó en
la guantera del coche y salió. Se acercó a las puertas y metió una llave en una enorme
cerradura. Abrió ambas puertas de par en par y regresó al auto. Volvió a poner en marcha el
motor y metió el "Daimler" en un edificio amplio, como un cobertizo. Reade abrió la puerta y
sintió un desagradable olor a carne muerta.
—¿Qué es esto?
—Lo que huele. Un matadero.
—¿Vives aquí cerca?
—Justo encima. Ese es mi piso. Ayúdame a cerrar estas puertas.
Reade se sentía demasiado bebido y cansado para objetar. De pronto le había invadido la
fatiga y lo único que sentía eran ganas de tumbarse a dormir en el suelo. Sundheim volvió a
cerrar las puertas con llave. Luego metió una llave en otra puerta, unos metros más allá, y la
abrió de golpe.
—Pasa.
Reade subió un tramo de escaleras sin alfombrar; aún allí seguía notándose olor a sangre,
que le hizo sentirse ligeramente mareado. El cansancio le pesaba tanto que le costaba hasta el
pensar. Abrió una puerta al final de la escalera y tanteó en busca de una llave de luz. En la
pared de enfrente había un amplio butacón; cruzó hasta él sentándose pesadamente.
Sundheim subía la escalera despacio, tambaleándose al hacerlo.
—Ojalá tuviéramos algo de beber. Nos hemos dejado el ron allí —dijo en tono vago.
—¿No crees que ya hemos bebido bastante?
—Tengo sed. Necesito un trago.
Su respiración era entrecortada. La amplia habitación estaba fría y olía a humedad. Reade
miró su reloj; eran las dos y media.
—¿Tienes teléfono? Tengo que llamar a Kit Butler, por si está esperándome.
—No. Nunca hice instalar uno. Excúsame.
Desapareció por una puerta. Reade se levantó y se acercó a la chimenea, intentando
concentrar su atención en el cuarto. Los muebles eran viejos y la alfombra del suelo estaba
muy gastada en partes. En la repisa se veía una foto de Sundheim, que rodeaba con su brazo
a una mujer menuda, de edad mediana, con gafas de montura de concha en forma de
mariposa; totalmente inadecuadas para su tipo de cara, demasiado gruesa y con una boca
pequeña y apretada.
En una alcoba, al otro lado de la estancia, había unas puertas de cristal; Reade fue hacia
ellas y dio la vuelta a la cerradura. Al abrir se vio frente a un estrecho balcón de cemento que
daba al río.
Oyó la cadena del excusado; Sundheim volvió a entrar, tropezó contra el umbral y se
recuperó. Con un dedo apuntado a Reade, dijo en tono acusador:
—Tu amigo no puede estar esperándote. Creía que ibas a tomar el tren.
—No era seguro. Le había dicho que le llamaría desde la estación si decidía tomarlo.
—Ah.
Sundheim fue a un armarito del rincón y lo abrió:
—Bueno, puedo ofrecerte whisky o vodka.
—Nada, gracias. No estoy acostumbrado a beber.
—Tampoco yo. Tampoco yo.
George sirvió whisky en un vaso y se dejó caer de golpe en una butaca. Olió el vaso y lo
vació. Hizo una mueca, como si estuviera tomando medicina. Dijo despacio, pues se le trababa
la lengua:
—Ahora contemplas a Sundheim en su tercer estadio de degeneración. Ha vuelto al estado
fetal.
—¿No crees que debes de dormir un poco?
—Ven y siéntate. Quiero hablarte.
Reade se instaló en la butaca de enfrente. El aire nocturno le había despejado un tanto y
cierto impulso oscuro de su fuerza de voluntad luchaba para contrarrestar el efecto de la
bebida. También Sundheim hacía patentes esfuerzos para concentrar su atención, pero sin
mucho éxito.
—Te estimo, Damon. Lo sabes, ¿verdad?
—Gracias.
—No me lo agradezcas. Te digo que te estimo y me gustas. ¿Sabes por qué? Porque eres un
caballero. No te importe que no hable muy claro porque sé lo que quiero decir. Me voy a
dormir en cualquier momento, pero antes quiero decirte una cosa. Y es que eres un caballero.
¿Comprendes a lo que me refiero?
—Me alegro de ello.
—Sí, también yo. Eres un hombre gentil, comprendes, un gentil hombre.
Reade asintió con la cabeza.
—Y quiero pedirte una cosa, Damon. No quiero que me juzgues por cómo me has visto esta
noche.
—Claro que no.
—Nada de claro. Has venido a juzgarme, ¿no?
Por un momento Reade no le comprendió. Al cabo dijo:
—¿Por qué dices eso?
—No me vengas con cuentos. Tú habías venido para juzgarme, ¿verdad?
—Quizá.
—Claro que sí. Bueno, ¿ya has emitido tu juicio?
Al mirarle, Reade se preguntó: "¿Es ahora cuando intentará atacarme?" No sentía miedo,
sabiendo que podría luchar contra Sundheim. Pero, al ver que los ojos del otro se desviaban
hacia la botella, supo que no habría ningún ataque y por un instante se sintió avergonzado.
Sundheim tomó la botella y vació todo su contenido en el vaso.
—No bebas más —le dijo Damon—. Mira, ponlo otra vez en la botella.
—¿Por qué? —le sonrió de pronto.
—No puedes beber whisky encima de ron, de chianti, de .champán y de coñac. Te vas a
matar.
—Oh, no, qué va —pero dejó el vaso en el armarito, derramando unas gotas de paso—.
Pero eres muy amable al preocuparte por mi salud.
Se acurrucó en la butaca, como sí fuera a dormir, luego estiró las piernas y volvió a
incorporarse.
—Mira, no debes juzgarme. Porque, ¿sabes lo que me pasa? Tengo demasiado corpachón.
Todo esto...
Se abrazó a sí mismo, como si fuera a rascarse.
—Mira, tú estás bien. Pero, ¿y yo? Toda mi familia tiene demasiado cuerpo. ¿Has visto la
foto de mi madre? Ahí está. Tenía demasiado cuerpo. Se interesaba por toda clase de cosas:
Ciencias Cristianas, madame Blavatsky y ese, ¿cómo se llama?, ese tipo de los enemas, no,
enemas no, engramas. Lo probaba todo. Pero, ¿sabes qué es lo que necesitaba en realidad?
Necesitaba un gorila, o un bastardo grandullón, como el negro de esta noche. Ya ves, no
intento ocultarte nada. Y mi padre era igual. No sé mucho de su vida sexual, pero la tuvo en
abundancia. Hablaba mucho de la mortificación de la carne. Pero ¿de qué sirve mortificarla?
Hay que satisfacerla.
Dejó que la cabeza se apoyara en el respaldo del sillón y permaneció mirando al vacío.
Luego exclamó:
—Bah, qué diablos. Tengo que dormir... —se levantó despacio, bostezando—. Ven y coge
unas mantas. Puedes dormir en el diván.
Reade le siguió al dormitorio. Estaba ocupado casi por entero por un enorme lecho que
ocupaba todo lo ancho de una pared. Parecía estar compuesto de varias camas turcas unidas.
—Es la cama más grande que he visto nunca —dijo Reade.
Sundheim tiró de la esquina de la enorme colcha que la cubría y sacó de debajo unas
mantas. Su tamaño era el corriente.
—Es una buena cama. Ha visto mucha acción. Es mi otomana para orgías. ¿Alguna vez has
estado en una orgía?
—No —Reade no estaba seguro de si bromeaba.
—Deberías probar. Puede que te divirtiera. Organizaré una, si quieres.
—Ya hablaremos de ello más tarde.
—Pues claro. Lástima de no habernos traído a esas chicas. Pero no podía confiar en la
pelirroja.
Puso las mantas en los brazos de Reade, añadiendo un edredón que sacó de un armario.
—Tengo que dormir y tú tienes que tomar el tren. Lástima. Me hubiera gustado hablarte...
No tienes que juzgarme por lo de esta noche.
—No, claro que no.
Reade empezó a salir. Sundheim le puso una mano en el brazo.
—Pero deja que te explique lo que quiero decir. Mi madre solía acostarse con el chófer... un
gran bastardo japonés...
—Creí que me habías dicho que era un negro.
—No, éste era otro. Japonés. Cuando yo tenía diecisiete años. Y ella me dijo que la habían
invitado para repartir los premios de la escuela dominical, porque había dado la mayor
donación. Y yo le dije: "Mamá, explícame una cosa, ¿cómo puedes dar premios en la escuela
dominical cuando te acuestas con el chófer?" Y, ¿sabes qué me contesto? Me dijo: "Hijo, lo que
haces en la cama no tiene nada que ver con lo que haces fuera de ella." Siempre he recordado
eso.
—El del sexo es un mundo aparte.
—Sí. El del sexo es un mundo aparte. ¿Quién dijo eso?
—Yo.
—Es verdad. El sexo no tiene nada que ver con ninguna otra cosa... —bostezó—. Vete a
dormir. Apaga las luces. El baño queda ahí, a la derecha. Hasta mañana. Buenas noches.
—Buenas noches.
Reade se hizo la cama en el diván, empleando los cojines como almohadas. Era un diván
amplio, pero anticuado e incómodo. Se quitó la camisa y los pantalones y apagó la luz. Al
tumbarse, el olor del diván le recordó la salita de una tía suya que muriera cuando aún era un
niño.
Permaneció despierto, contemplando el techo. La luz de una barcaza que pasaba por el río
hizo que el marco de la ventana se moviera con ella. Intentaba con fuerza pensar en algo, algo
que se le escapaba. Tenía que ver con la visión de los muslos desnudos de la chica al salir
corriendo del coche. Pero la bebida había oscurecido su intuición; no podía poner en claro el
sentido de identificación con Sundheim, que intentaba abrirse a través de su consciencia. El
olor del diván le recordó a su tía, luego a su madre. Inmediatamente se quedó dormido.
***
Despertó una vez durante la noche, al oír una puerta que se abría. Por un momento no
pudo comprender dónde estaba. Sundheim fue al cuarto de baño, orinó con la puerta abierta y
volvió a la cama sin tirar de la cadena. Cuando su puerta se cerró, Reade volvió a quedarse
dormido de inmediato.
Se espabiló con los ruidos de la mañana, con el sol que se deslizaba por el cuarto. Era como
despertar de una pesadilla y descubrir que aún duraba. Los ojos le ardían, tenía la boca
completamente seca. Le dolía la cabeza de un modo sordo. Se quedó mirando el cuarto,
luchando con el fuerte deseo de levantarse para ir a orinar y el más fuerte aún de seguir
durmiendo. Por fin se obligó a incorporarse, y puso los pies en el suelo. La habitación empezó
a dar vueltas y se sintió mareado. Brotó el sudor en su pecho, su cuello y le cayó por la frente.
Respiró rápidamente por la boca, recostándose. A los pocos minutos pudo llegar hasta el
cuarto de baño. Se sentó, sujetándose la cara entre las manos. Permaneció sentado cinco
minutos, tiró de la cadena y volvió al cuarto. Le brotaba el sudor en oleadas y sentía un anhelo
de tumbarse en el suelo boca abajo. Se forzó a ir a la cocina y se inclinó en la fregadera. Abrió
el grifo de agua fría y se mojó bien la cara. En un armarito de metal blanco encontró una
botella de leche de magnesia. Vertió parte en un vaso de agua, revolvió y lo tragó de golpe.
Luego fue otra vez al diván y se tumbó de nuevo. Su reloj marcaba las nueva y media.
A las diez fue a la puerta de Sundheim y llamó. No hubo respuesta. La abrió para mirar. La
cama estaba deshecha, pero vacía.
Su primera sensación fue de alivio. Había esperado dificultades para hacer que se levantara.
"George", llamó, sabiendo que no obtendría respuesta. De pronto el piso le pareció más
silencioso y vacío. Abrió las puertas de cristal y miró al río. Abajo se veían balsas con el ancla
echada. Un hombre con el delantal rayado de los carniceros miraba también al exterior. Un
buque cisterna pasó despacio, echando humo.
Abrió la puerta principal y se asomó a la escalera. El olor a carne le llegó, obligándole a
cerrar la puerta bruscamente. En la pared, formando ángulo recto con la puerta, había otra,
cubierta de bayeta verde. La abrió y se halló frente a lo que al principio le pareció un armario
ropero. Contenía un impermeable de hule amarillo, un sombrero igual y unas viejas chaquetas.
Al apartarlas a un lado advirtió que al fondo del ropero había otra puerta cubierta de bayeta.
La llave estaba puesta. La hizo girar y abrió la puerta. Bajo él quedaba el matadero que
Sundheim usara como garaje. Una escalera bajaba pegada a la pared. El exterior de la puerta
era de chapa. Las puertas al final del matadero daban al río y de un barco, unos hombres
descargaban animales muertos. El coche ya no estaba allí.
Reade cerró la puerta con la llave. Seguro de hallarse solo, revisó el piso despacio y con
atención. El dormitorio de Sundheim no contenía más que la cama y un armario; en un cajón
de éste habían camisas limpias y un par de pantalones; la parte superior contenía dos trajes,
ambos muy usados y varios jerseys de marino. Repasó la alfombra del suelo, buscando
manchas. No se veía ninguna. Pero al apartar las almohadas de la cama y mirar por detrás, vio
en el suelo un brillo metálico. Se agachó, recogiendo unas gafas de montura de oro. Las
contempló con cuidado en su mano. Podían haber pertenecido a un hombre o a una mujer,
pero algo en su diseño las hacía más propias de mujer. Estaba a punto de metérselas en el
bolsillo cuándo cambió de opinión y volvió a dejarlas caer tras de la cama.
Los cajones de la cocina no revelaron nada interesante; había un pesado cuchillo de
trinchar, pero parecía nuevo. Al abrir otro cajón salió volando un papelito azul. Lo recogió y
miró; parecía desgarrado como formando parte de un billete, o algo así. Cerró el cajón y
colocó de nuevo el papelito al fondo, de donde volvería a caer cuando se abriera el cajón.
Miró el reloj; eran más de las diez. Iba sintiéndose mejor, aunque cansado. Se puso los
zapatos y salió del piso. Al bajar contuvo la respiración y sólo volvió a tomar aire cuando
estuvo ya en la calle.
A la derecha de la puerta del piso hacía una carnicería. Un joven deshuesaba un gran trozo
de buey. Reade se detuvo a la puerta y preguntó:
—¿Ha visto al señor Frazer esta mañana?
—No, señor. Pero creo que está arriba. Le he oído moverse.
—Era yo.
—Ah, ya. Pues no le he visto desde que he llegado a las ocho.
—Gracias.
Recorrió la calle y torció a la derecha; a los pocos minutos se encontró en la calle Comercial.
A unos cien metros había un teléfono. Fue allí y marcó el número de Butler. El teléfono
contestó inmediatamente.
—¿Diga?
—Hola, Kit. Soy Damon.
—¡Gracias a Dios! —fue el grito.
—¿Qué pasa?
—¿Estás bien?
—Pues claro que estoy bien. ¿Pasa algo?
—¡Tienes a medio Scotland Yard buscando tu cadáver!
—Dios santo, ¿no hablarás en serio? ¿Sólo porque anoche no te llamé?
—No sólo por eso. Tienen pruebas concluyentes de que Sundheim es el asesino del Támesis.
Andan buscándole. ¿Dónde está?
—Pues no sé. He pasado la noche en su piso, cerca de Whítechapel, pero ha salido
temprano. Me emborraché terriblemente. Y él también. Dime, ¿qué ha estado ocurriendo?
—Pues bien: en cuanto saliste anoche telefoneé a Sarah. Tu amigo Lund estaba con ella...
había ido a verles para intentar dar contigo. Yo hablé con Lund y se lo conté todo... cómo
encontramos a Sundheim y lo demás. Luego le dije que te habías ido con él y casi se puso
loco. Media hora más tarde telefonearon de Scotland Yard. Lund les había llamado y decían
que Sundheim era el primero en la lista de sus posibles sospechosos... aunque, francamente,
creo que mienten. De todos modos, puedes imaginarte lo sucedido. Sarah ha estado llamando
cada diez minutos para saber si habías vuelto. Yo llamé a Jeremy y le mandé a la estación de
Euston para que tratara de interceptaros... yo me tenía que quedar por si telefoneabas. Se
llevó consigo a dos policías, por si llegabas con Sundheim. Claro, no llegaste, así que la policía
ha estado buscando por todos los sitios a donde suele ir Sundheim. Te siguieron la pista hasta
el restaurante de Antonelli, donde al parecer habíais cenado, pero de allí no pudieron ir
adelante. Desde las siete de la mañana esta casa ha estado llena de policías... ha sido el caos.
—¿Qué es eso de que hay pruebas concluyentes en contra de él?
—Pues, no estoy seguro. Naturalmente, no me lo quieren decir..Dicen que Sundheim había
estado algún tiempo bajo observación. Supongo que hubieran podido dar con él a través del
club de maricas. Pero, ¿qué pasó anoche? ¿De verdad que la has pasado con Sundheim?
—Sí. Parecía tan borracho que no tenía nada de aspecto peligroso. Pero debe haber estado
lo bastante sobrio como para salir antes de que yo despertara...
—Será mejor que me des la dirección de ese sitio, por si vuelve la policía.
—Bueno. Es el 1574 de la calle Narrow, Limehouse.
—Bien. Ahora vuelve aquí en cuanto puedas. Yo telefonearé a Sarah. Está histérica. Sentada
junto al teléfono,..
—Oh, Dios mío. Sí, por favor, llámala al momento. Pobre hija. En seguida voy. Tengo que
correr... veo un taxi.
Colgó de golpe y salió corriendo, haciendo señas al taxi que venía por el lado opuesto. El
conductor se detuvo, esperó un instante a que el tráfico aminorara y dio vuelta en la calzada.
Reade subió y le dio la dirección. Al cruzar por Aldgate se sorprendió ligeramente al ver a las
gentes que iban a sus asuntos; parecía extraño que todo tuviera un aspecto tan normal. Luego
su propia excitación se calmó y volvió la fatiga. Al pensar en Sundheim y en lo que acabara de
decirle Butler experimentó una sensación de alivio. Ya estaba fuera de sus manos.
***
Butler apareció en la puerta de la calle en el momento en que pagaba al taxista. Asió entre
sus manos la de Reade y la estrechó con fuerza.
—Dios, no te imaginas la nochecita que me has dado.
—Lo siento muchísimo... pero, ¿cómo iba a adivinar lo que pasaría? ¿Has hablado con
Sarah?
—Sí, naturalmente. Se lo ha tomado con bastante calma, si se tiene en cuenta que ha
estado telefoneando cada media hora desde esta mañana. Subamos... he hecho té. Tienes un
aspecto horrible. ¿Qué ha pasado?
—Cuéntame primero qué ha dicho Sarah.
—¡Oh, que ya sabía que no te ocurriría ningún mal! Pero me ha hecho prometer que hoy
mismo te pondría en el tren. Parece una gran chica... con la cabeza en los hombros. Quiere
que la llames tú.
El cuarto de Butler estaba revuelto y frío. Los ceniceros rebosaban de colillas; el suelo
estaba cubierto de ellas. Había una botella de ginebra vacía y dos de whisky sobre la mesa,
también vacías, además de otra medio llena en la repisa.
—¿Quieres un trago?
—No, gracias —se estremeció Reade—. Creo que jamás volveré a tocar el whisky.
—¿Y un poco de ron en el té?
—¡No, por Dios! Eso es peor aún. Me emborraché de ron anoche.
Butler sirvió casi medio litro de té; Reade lo bebió sediento. Parte del cansancio empezó a
desvanecerse. Sintió de pronto una oleada poderosa de calor y afecto por Kit Butler y se
encontró mirando la habitación con pena ante la idea de marcharse.
—Date prisa y cuéntame lo de anoche —instó Kit—. La policía llegará en cualquier
momento.
—¿Les has llamado?
—Claro que sí. Por cierto, tu amigo Lund está en la ciudad.
—¿En Londres? ¿Cómo puede ser?
—Ha estado conduciendo toda la noche. Seguramente vendrá también.
Se oyó un coche que se detenía bajo la ventana abierta.
—Seguramente será él.
—Vaya, maldición. Es Fisher.
—¿Harley Fisher?
—Quizá haya venido a por Sheila. Por cierto, ella ha pasado la noche allí. Me la he
encontrado esta mañana a las siete...
Tres timbrazos le interrumpieron. Sacó otra vez la cabeza.
—Hola, Harley. ¿Me busca a mí o a Sheila?
—A usted. ¿Puedo subir?
—Sí.
Pocos instantes después entraba Fisher. Al ver a Reade exclamó:
—¡Vaya, así que está vivo, después de todo!
—Me temo que sí —sonrió Reade.
—¿Dónde ha estado?
—Estaba a punto de contármelo —dijo Butler—. Acaba de llegar.
—Ah, entonces es mejor que espere a la policía. Están justo detrás de mí.
—¿Cómo lo sabe?
—He visto a Peterson en Notting Hill Gate... el hombre encargado del caso. Iban en
dirección opuesta...
—¿Cómo sabía lo de Damon?
—Por Sheila. Me ha llamado hace media hora.
Abajo se escuchó nuevo ruido de frenos.
—Serán ellos... ah, sí, Peterson. No va a estar muy contento con usted.
—No puedo evitarlo —se encogió de hombros Damon.
El hombre que entró poco después era bajo y muy fuerte; se movía con paso rápido, lleno
de decisión. Detrás de él apareció Lund. Dijo a Fisher:
—¡Cielos!, ¿qué haces tú aquí? ¿También andas metido en el asunto?
—Hasta cierto punto. Pero permíteme que te presente a la víctima en potencia, Damon
Reade. Éste es el inspector en jefe Peterson...
—Así que es usted el causante del lío —dijo Peterson mirándole agresivamente. De pronto
sonrió y le tendió la mano—. Bueno, me alegro de que siga vivo todavía.
—No veo por qué no iba a estarlo —replicó con suavidad—. En ningún momento he corrido
verdadero peligro.
—¡No esté tan seguro! —exclamó Lund—. ¡Por si acaso me han hecho venir desde Carlisle,
por su causa!
—Lamento haber causado tantos problemas.
—Bueno, vamos a escuchar la historia —dijo Peterson—. ¿Les importa que me siente?
—Si me perdonan que se lo diga, no comprendo por qué tanto lío —empezó Reade—.
Sencillamente, pasé una agradable velada con George Sundheim y acabamos borrachos.
—¿Dónde está ahora?
—Me temo que no lo sé. Salió cuando todavía yo dormía, esta mañana.
—Empiece por el principio —ordenó el inspector.
—Muy bien, pero no hay mucho que contar. Como saben, cenamos. Luego me llevó a una
especie de club para estibadores, cerca de Silverton, donde bebimos mucho ron. Entabló pelea
con dos negros que intentaron robarle en el excusado, pero ganó la pelea. Luego me llevó a su
piso de Limehouse. Estaba tan borracho que yo creí que sería incapaz de moverse por una
semana. Pero ha salido antes de las ocho de la mañana. Yo me he despertado con una gran
resaca a las nueve y he venido aquí. Eso es todo.
—Su piso... ¿cómo es? ¿Tiene garaje?
—En cierto modo. Está situado sobre una carnicería, junto a un matadero, y parece tener
permiso para utilizarlo...
—¿Un matadero? ¿Uno que se utiliza?
—No sé de seguro. Él me dijo que era un matadero. Estaban descargando carne cuando he
salido.
—¿Quieres decir que está justo sobre el río? —preguntó Butler con excitación.
Peterson le miró con reproche.
—Perdone, señor, pero déjeme que por ahora sea yo quien haga las preguntas.
—¿No sabían ustedes lo de ese piso? —le preguntó Reade.
Peterson se sentía poco inclinado a contestar, pero al notar que todos le observaban dijo
secamente:
—No.
—Bien, bien, Bob, os han presentado el caso en bandeja —comentó Fisher.
—No estés tan seguro —gruñó Peterson—. No hemos estado dormidos. De todos modos, no
era su anterior dirección del East End. Dejó aquello cuando fue a su casa de ahora.
—Interesante —dijo Fisher—. Si tiene un piso sobre un matadero, es el sitio ideal para
cometer asesinatos.
—Lo sé —replicó Peterson como enfadado.
—¿Ha notado si tenía sumideros subterráneos o simplemente surcos de cemento en el
suelo? —preguntó Fisher a Reade.
—Sí, los dos.
—Así que podía, despedazar un cadáver, limpiar la sangre con una manguera, envolverlo en
un saco para carne...
—No vayamos tan lejos, si no te importa —interrumpió Peterson—. Veamos, señor Reade,
¿vive alguien en la carnicería, que usted sepa?
—Casi seguro que no. Imagino que el piso de arriba solía pertenecer a la tienda. Pero ahora
supongo que los alquilan por separado.
—Bueno, eso lo sabremos pronto. ¿Sabe usted si Sundheim tiene un bote?
—No. Pero sería fácil. Está justo sobre el río.
—Tus analistas de sangre se van a divertir en ese matadero para ver si cada gota es de
sangre animal o humana —comentó Fisher.
Peterson no respondió; miraba al suelo, el ceño fruncido. Por fin alzó la vista hacia Reade y
dijo despacio:
—¿Le ha dicho Sundheim algo que pueda indicar que sea culpable de asesinato?
—Nada en absoluto —denegó moviendo la cabeza con firmeza.
—Pero ¿usted cree que lo es? —interrogó rápido.
—Yo... supongo que sí.
—¿Por qué?
—Sencillamente porque hay tantas pruebas...
Reinó el silencio durante unos segundos, al cabo de los cuales Fisher preguntó a Peterson:
—¿Hay pruebas^
El policía vaciló y luego dijo:
—Tenemos a un testigo que vio juntos a Sundheim y David Miller en un bar de
Hammersmith la noche en que Miller desapareció. Pero no se ha dado a la publicidad.
—En ese caso ¡muchas felicidades! —sonrió Fisher—. Tienes el caso bien completo.
—Eso espero... De todos modos... —sonreía a su pesar.
Sonó el teléfono. Butler contestó y dijo a Peterson:
—Es para usted.
—Ah, gracias.
Peterson se levantó, cruzó la habitación y dijo:
—Hola. Aquí el inspector jefe Peterson...
Su expresión cambió mientras escuchaba y se le encendió el rostro. "¿Qué?", exclamó,
mirando a su alrededor, como preguntándose si alguien habría oído lo que le habían
comunicado. Escuchó un tiempo más y por fin dijo:
—Muy bien. Ahora mismo voy.
Todos le miraban con curiosidad, pero él sólo se fijó en Lund.
—Tenemos que irnos.
—¿Alguna novedad? —preguntó Fisher.
—Algo parecido... No puedo hablar ahora. —Miró muy serio a Reade—. Una pregunta más,
si no le importa. ¿Le parece cuerdo Sundheim?
Reade vaciló.
—No... no del todo. ¿Sabe usted que su padre murió en un manicomio?
—Lo había oído.
—Bien, pues Sundheim no es enteramente normal... extremadamente tenso. Creo que todo
va unido a su boa constrictor.
—¿Cómo? —Peterson le miró como sospechando que se burlaba de él.
—Su serpiente. Es muy grande. Y creo que se identifica en cierto modo con ella. Siempre
está hablando de su cuerpo... como si fuese un animal peligroso pero que está en casa y al
que hay que alimentar...
—Más tarde volveremos sobre eso —repuso impaciente el inspector.
Pronunció la palabra "eso" de forma poco amable. Ya en la puerta dijo amenazando a Reade
con el dedo:
—Y esta vez nada de desaparecer. Tal vez le necesitemos más tarde. Permanezca aquí, si
no le importa.
—Muy bien.
Cuando oyeron el motor que se ponía en marcha abajo, Fisher dijo:
—Todo esto es en verdad muy extraño... —Encendió un purito y le dio una chupada.
—¿Cómo lo interpreta? —preguntó Butler.
—Hum. Es dificilísimo decirlo. Adivino que Bob Peterson no está muy contento de que un
mero miembro del público haya dado con un asesino. Ya está preguntándose cómo va a
resultar en los periódicos y cuánto puede fingir que ya sabía. Claro que si lo del bar de
Hammersmith es cierto, ya tiene un buen argumento...
—¿No le cree? —interrogó Reade.
—Oh, sí. Pero ya sabe lo que son los testigos. Me pregunto oué les habrá hecho salir tan de
prisa. Parece como si hubieran hallado una nueva prueba.
—¿Cuánto hace que conoce a Peterson?
—Oh, años. Trabajamos juntos en el servicio de Inteligencia naval.
—Acabo de recordar —dijo Reade—. Se me había olvidado mencionarlo. He mirado detrás
de la cama de Sundheim cuando había salido y he encontrado un par de gafas con montura de
oro... creo que de mujer.
—¿Las ha traído?
—No. He tenido la repentina sospecha de que las había dejado a propósito... para ver si las
cogía. Y cuando he abierto un cajón de la cocina, un pedacito ha salido volando... sólo un
pedacito pequeño, como si lo hubiese puesto allí para ver si registraba la casa.
—¿Cree que por eso le habrá dejado solo?
—Lo supongo. Al menos, es posible.
—¿Cuándo cree que ha empezado a sospechar de usted?
—No lo sé. Pudo ser desde el principio. Mire, los dos nos encontramos en una tienda de por
aquí cerca, y pudo haberse fijado en mí al pasar. Y anoche, cuando me reuní con él, me
preguntó por la voz de Kit en el teléfono... Kií le había hablado en la tienda.
—Creo que empiezo a comprender —dijo Fisher despacio.
—¿Qué?
—La psicología de ese hombre. Vamos a reconstruirla. Si es un asesino, espera que
sospechen de él antes o después. ¿De acuerdo? Veamos, ¿qué excusa puso usted para
conocerle?
—Descubrí que su padre era un estudioso de Blake, así que fue sencillo.
—¡Soberbio! Debiera usted haber sido detective. Tiene que explicarlo con detalle. De todas
formas, supongamos que no le creyó del todo. Tiene que sospechar que le ha enviado la
policía. En ese caso, empieza a jugar con usted al escondite. ¿Encaja con los hechos?
—Mucho.
—¿Crees que mata por diversión? —preguntó Kit—. ¿O por algún sentimiento paranoico
hacia sus víctimas?
—Ninguna de las dos cosas —repuso despacio—. Hasta conocer a Sundheim jamás
comprendí qué era el sadismo. No podía entender por qué nadie querría hacer daño a otra
persona... a menos, claro está, que sea un matón nato, que necesite imponerse...
—¿Y ahora lo entiendes?
—Creo que sí. Al menos, creo que entiendo a Suhdheim. Esto os parecerá difícil de creer,
pero es de naturaleza básicamente amable.
—¡Qué!
—Sí. No es un neurótico corriente. Me recuerda a un chico que conocí en el colegio, que no
podía dejar de romper cosas. Era tremendamente fuerte y tenía que romper cosas para
expresar su energía. Una vez le vi arrancar un radiador de la pared... Bueno, pues Sundheim
es igual. Hablaba mucho de su cuerpo, de lo difícil que es tener un cuerpo con tanta energía.
Al parecer su madre era ninfomaníaca y su padre también debió tener impulsos sexuales
fortísimos. No hay más que verle cómo come y bebe para comprender... se zampa alimentos
con una especie de energía de maníaco, como quien corta un árbol, por puro exceso de
vitalidad. Es una especie de Gargantúa. Ha heredado excesiva energía, demasiado dinero y
demasiado apetito sexual. E imagino que va tras el sexo igual que come... con cierta especie
de furia.
—¿Cree que mata accidentalmente, en un frenesí sexual? —interpuso Fisher con rapidez.
—No. Es posible, pero no es eso lo que pensaba. No se lo he dicho al inspector, pero anoche
se fue con una prostituta... después de dar la paliza a los dos negros...
—¿Qué pasó?
—Dentro de un momento lo contaré. Como decía, yo estaba preocupado. Le veía echando
humo, con una especie de violencia reprimida, y pensé que podría... bueno, hacerle un daño
serio. Así que le seguí al coche, y ella salió corriendo en la oscuridad, descalza, y diciendo que
era un loco.
—¿Qué crees que le había hecho?
—No puedo sino intentar adivinarlo. En términos absolutos querría consumirla de alguna
forma... comérsela, quizá. Tal vez la estuviera mordiendo o haciéndole daño de alguna otra
forma...
—Tiene que haber sido bastante anormal para asustar a una prostituta —dijo Butler
pensativo—. Están acostumbradas a demandas extrañas.
—Y la cama de su piso... es enorme, grande como para seis. Me dijo que la utilizaba para
orgías.
—¿Dormiste en ella?
—Dios, no, claro que no. Dormí en el diván.
—¿Es homosexual? —preguntó Fisher.
—Creo que sí. Pero un apetito sexual tan inmenso como el suyo no discriminará mucho,
seguramente... A lo que iba, ¿comprenden lo que quiero decir? Todo lo hace con exceso...
comer, beber, sexo. Así que puedo comprender muy bien que quiera matar y despedazar a
alguien en una tremenda explosión de energía animal. Y luego se sentirá un tanto avergonzado
por ello, pero no preocupado de verdad.
—¿Piensa entonces que no experimenta sensación de culpabilidad?
—No diría tanto. Creo que siente culpabilidad por sus padres... sobre todo su madre. Creo
que ahí pudo haber algo anormal...
Les interrumpió el teléfono. Lo tomó Butler, que dijo:
—Al aparato... Sí, aquí está. —Tendió el aparato a Reade—. Es Peterson.
La voz del policía sonaba dura y controlada.
—¿Señor Reade? Tal vez necesitemos su ayuda. Su amigo Sundheim se ha vuelto
completamente loco.
—¿Qué? —aulló Reade.
—Está disparando con un revólver. ¿Puede usted venir? Dígale a Harley que le traiga, si aún
sigue ahí.
—Sí, desde luego. ¿A su casa grande?
—Sí. Rápido. Ya se ha aglomerado mucha gente. Creo que usted puede hablarle para que
recupere el sentido.
—En seguida llegaré. —Dejó el aparato—. Sundheim está disparando a la policía. No sé qué
habrá pasado. Peterson dice que se ha vuelto loco. ¿Puede llevarme?
—¡No faltaba más! Por eso había salido corriendo Peterson... viejo pirata. ¡Sin decirnos ni
una palabra! ¡Quería dejarnos en la sombra!
Butler ya estaba poniéndose la chaqueta.
—Haz lo que puedas para mantenerte al margen del asunto, Damon. Si ha llegado a ese
punto te matará como a cualquier otro. ¿Ha dicho Peterson si había herido ya a alguien?
—No. Supongo que no lo habrá hecho, o lo habría mencionado.
Salieron. Fisher abrió las portezuelas y Reade montó atrás. Por primera vez sintió una
verdadera tensión de miedo en el estómago. De pronto todo había sobrepasado a cuanto
esperaba y ya no lo entendía. Contradecía cuanto sabía de Sundheim.
Cuando el coche entraba en Ladbroke Groeve, Butler dijo:
—Me parece que anoche tuviste mucha suerte.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Ese tío está chalado. Podría haberse vuelto así mientras dormías y haberte
cortado la cabeza.
—No. No comprendes. Yo no corría ningún peligro. Creo que me estima.
—Es usted muy valiente o muy... inocente —dijo Fisher.
—Iba usted a decir o muy estúpido. Pero no soy ninguna de esas cosas. No había peligro.
Para empezar, sabía que no conseguiría nada con matarme. Kit sabía dónde había ido. Y
aunque no fuera así, no me habría matado...
Se sumió en sus pensamientos, sintiendo que el miedo le volvía las entrañas como agua.
—De todos modos no permitas que Peterson te convenza de que metas la cabeza. Ahora es
su problema.
—No —repuso. Comprendió de pronto que no se trataba de un problema de su elección. Lo
que tenía que suceder sucedería. Por un instante intentó enfrentarse a la posibilidad de su
propia muerte, a la idea de que podría estar muerto dentro de una hora. Su sentido común se
rebeló ante la idea. Sin embargo, la sensación de peligro persistía.
Al llegar a la plaza Edwardes vieron delante un coche lleno de policías. Cincuenta metros
más allá veían que la entrada a las casas resultaba inaccesible. Una multitud de unas cien
personas se había reunido allá. Al detenerse Fisher, un policía se acercó corriendo.
—Eh, no pueden aparcar aquí. Muévanse.
Fisher se sulfuró ante el tono del agente. Sin hacerle caso se bajó del auto.
—¿No me ha oído?
—El inspector en jefe Peterson nos ha mandado llamar —dijo fríamente.
—Oh, lo siento, señor. Les espera. ¿Quién es el señor Reade?
—Yo.
—Por aquí. ¡Abran paso!
La multitud abrió paso de mala gana, mirándoles con intensa curiosidad. Varios policías
contenían a la gente bien apartada de la entrada. En el conjunto de casas había más policías,
aplastados contra las paredes de la derecha. Reade reconoció a Peterson, resguardado detrás
del abedul que crecía cerca de la vivienda. Al ver a Reade hizo un gesto de alivio. Corrió hasta
quedar resguardado contra el muro del garaje. Reade se reunió con él. Peterson le dijo
jadeante:
—Me alegro de que haya venido. Bonita situación.
Su tono de voz parecía querer decir que todo era culpa de Reade. Éste preguntó:
—¿Qué ha pasado?
—Ha empezado a disparar, eso es lo que ha pasado.
—Pero ¿cuándo?
—Eso no importa. Todo lo que importa es que tenemos que sacarle.
—Si quiere que le ayude —dijo Reade conteniendo su fastidio—, creo que debe contarme
qué pasa.
—Muy bien —gruñó—. Dos de mis hombres han venido a preguntarle si le importaría ir a
Scotland Yard con ellos. Ha dicho que sí y luego ha intentado darles con la puerta en las
narices. Uno de los hombres ha metido el pie y ha insistido en que sería mejor que les
acompañara para aclarar un asunto. Entonces su amigo ha gritado: "¿Es una amenaza?", y le
ha pegado. Ha habido una pequeña pelea que ha terminado cerrándoles la puerta. Entonces es
cuando me han telefoneado. Para cuando he llegado, había atrancado todas las ventanas. He
llamado a la puerta pero ha gritado por la ventana que no intentaba salir ni dejarnos entrar...
Bueno, hemos discutido un tanto y ha empezado a disparar.
—¿A ustedes?
—Al principio no. Ha disparado contra el árbol, para mostrar que tenía un arma. Así que he
llamado a dos hombres con pistolas y han disparado un par de veces a través de la ventana.
Desde entonces no hace más que tirar, cada vez que ve a alguien.
—¿No puede hacerle salir con gases lacrimógenos?
—¿Cómo? Ha cerrado los postigos. Tiene postigos en todas las ventanas, incluso por la
parte de atrás... Parece como si se hubiera preparado para una contingencia así...
Mientras hablaba sonó un ruido como de tapón de una botella de champán que se descorcha
y saltaron astillas del tronco del árbol. Sonó un gañido, cuando la bala rebotó en la pared de
enfrente.
—¿Podría usted ponerse detrás del árbol y hablarle para que salga? —preguntó Peterson—.
Pero no se exponga.
—Lo intentaré... ¿Qué sugiere que le diga?
—Yo le diré que está usted aquí.
Peterson volvió a recorrer el espacio a toda prisa; al hacerlo, se oyó un nuevo chasquido y
más astillas saltaron del árbol. Aunque el disparo había surgido tarde para herir a Peterson, iba
bien apuntado.
Peterson se asomó un tanto, cuidando de no mostrar la cara, y gritó:
—Escuche, Sundheim, tenemos a alguien que quiere hablarle. ¿Me oye?
No hubo respuesta.
Reade se sintió como un necio, al notar que esperaban que hablase a gritos, ante un gentío
que escuchaba sin respirar. Miró a Peterson, haciendo con la cabeza un gesto interrogativo.
Peterson le indicó que corriera a protegerse tras el árbol. Tras un momento de vacilación así lo
hizo. En cuanto quedó oculto, otro disparo dispersó astillas y dio en los ladrillos de la entrada.
La gente que se había ido acercando, se echó hacia atrás en masa. Un policía gritó:
—¡Atrás, por favor!
—Bien, es suyo —indicó Peterson—. Aquí no tenemos nosotros nada que hacer. Cuidado con
exponerse...
Esta vez se lanzó al muro con tal celeridad que los mirones soltaron la carcajada. Reade se
sintió totalmente solo y al descubierto. Se inclinó un tanto y gritó:
—George... soy Damon.
No le contesto y sintió que su mente quedaba como vacía. Al cabo de un instante volvió a
gritar:
—¿Puedes oírme?
De pronto no pudo seguir. No podía mantener un monólogo con Sundheim en presencia de
cien espectadores, ni aconsejarle que saliera y se entregara, sin experimentar que lo que hacía
era absurdo y melodramático. Miró vagamente a su alrededor, esperando una idea sobre lo
que tenía que hacer. En una ventana de la casa de enfrente una anciana se asomaba con
cuidado tras la cortina, fuera del alcance de las balas. En otra ventana pudo entrever a un
chiquillo que le miraba atónito. Aquello le decidió. Se volvió a mirar a Peterson y a Lund, que
ahora se habían reunido, y movió la cabeza como desvalido. Lund le susurró:
—Dígale que de nada va a servirle... que tiene que salir. Dígale que deje de hacer
disparates.
Reade se volvió; su corazón se contrajo de pensar en lo que intentaba hacer, haciéndole
recordar de pronto cuando era niño y había decidido zambullirse en la piscina pese a su pánico.
Sin pensar, salió de detrás del árbol, quedando totalmente al descubierto. Peterson le lanzó un
grito furioso:
—¡Vuelva, loco!
Permanecía mirando los postigos cerrados, esperando el ruido del tapón que se descorcha,
con su carne estremecida. Luego dio un paso hacia la casa. La voz de Sundheim sonó
repentinamente a través de un agujero en uno de los postigos:
—¡No!
—¡Vuelva! —gritó otra vez Peterson. Corrió al cobijo del árbol. Volvió a sonar el taponazo y
saltaron nuevas astillas. Reade observó que, ahora que estaba expuesto directamente, la
pistola hacía el mismo ruido que cuando se golpea un palo húmedo. Sabía que podría volver a
refugiarse tras el árbol, pero ahora le parecía sin sentido. Deliberadamente se encaminó hacia
la puerta. Otra vez Sundheim gritó:
—¡No!
Le llegó el chasquido y sintió el viento de la bala en la mejilla. Parpadeó, pero siguió
andando, consciente de repente de que Sundheim no tiraría a darle. Al llegar ante la puerta
llamó:
—Déjame entrar, George, por favor.
No hubo respuesta. Alzó el llamador en forma de gárgola y golpeó con fuerza. Pegado allí
quedaba fuera de la línea de fuego de las ventanas superiores, aunque le podrían haber
disparado de las de abajo. Todos los postigos tenían cortes en forma de rombo en el centro.
Reade retrocedió unos pasos de la puerta y luego se lanzó contra ella, apoyándose en el
hombro. Se oyó un crujido de madera, pero la puerta resistió. En el mismo instante Peterson
gritó:
—¡Vuelva, maldito loco! ¡Le he dicho que no se exponga!
Reade volvió a retroceder y a lanzarse a la puerta. Dentro se oyó otro taponazo, y en el
panel de madera, como a treinta centímetros por encima de su cabeza, apareció un agujero.
Peterson aulló:
—¡Fuego para cubrirle, idiotas!
Detrás de él se oyó el rugido de pistolas, ensordecedor tras los taponazos del silenciador.
De la pared saltó yeso que le dio en la cara. Disparaban a las ventanas superiores. Reade se
volvió y bramó:
—¡Paren, malditos imbéciles, paren!
Al hablar retrocedió unos cinco pasos y volvió a tirarse contra la puerta con toda su fuerza.
Se abrió con un fuerte chasquido, rebotando contra la pared. Sundheim se hallaba en la
escalera, a sólo dos pies de distancia, mirándole, apuntándole con el revólver a un pie de su
cabeza. Su expresión era dura y decidida, pero Reade observó en sus ojos la misma excitación
de la noche anterior, después de la pelea. Sundheim dijo:
—Cierra la puerta.
Reade se volvió y la cerró de un puntapié. Volvió a abrirse unas pulgadas; la cerradura se
había roto.
—Pon la cadena.
Damon encontró la cadena y la metió en su ranura. Su cuerpo se encogió al hacerlo,
esperando las balas que atravesarían la puerta, no las de Sundheim. Miró a su alrededor.
—¿Y ahora qué?
—Tú me dirás.
—Sugiero que hablemos —se encogió de hombros.
—¿Mientras se cuelan? —sonrió Sundheim.
—Vamos arriba, de donde podemos verles. No dispararán mientras me encuentre aquí.
—Deja de jugar —la sonrisa era vulpina—. Ya no confío más en ti.
—¿Por qué no? Yo no he traído aquí a la policía.
—¿No? ¿Quién, entonces?
—Kit Butler... el amigo con quien estoy. Se preocupó cuando no me puse en contacto con él
anoche. Mandó a otro amigo para ver si tomaba el tren.
Veía, por la expresión de Sundheim, que deseaba creerle.
—Vamos a hablar —repitió.
—¿De qué?
—De esta situación —se encogió de hombros— ...y de cómo salir de ella.
Observó la sorpresa en los ojos de George.
—¡Salir de ella! ¿Hablas en serio?
—Mira, aquí no podemos hablar —le instó—. En cualquier momento se lanzarán a la puerta
y empezarán a disparar. Subamos, de prisa.
Empezó a avanzar. Sundheim vaciló un momento, luego dio la vuelta y subió. El reloj de
pared soltaba un tictac lento y la casa parecía exactamente igual a cuando Reade la viera por
primera vez. Parecía extraño ver a Sundheim con el revólver "Colt" acabado en un abultado
silenciador. Fueron a la habitación donde estaba la biblioteca. En el suelo se veían cristales y
agujeros de bala en los postigos. La parte inferior estaba alzada. Sundheim miró por allá.
—¿Qué pasa? —preguntó Reade. Buscó un asiento y lo colocó junto a la ventana.
—Nada.
—Ojalá me explicaras cómo te has metido en esta absurda situación.
Sundheim le miró y de pronto pareció irritado por su confianza.
—Mejor que tú me expliques a mí primero. ¿Cuánto hace que estás conchabado con la
policía?
—Exactamente una hora, desde que he vuelto de tu piso de Limehouse. Aunque no es
totalmente cierto, porque un policía me visitó en Wastwater para consultarme sobre los
asesinatos.
—¿Consultarte? —Sundheim se volvió atónito a mirarle.
—Sí. Como especialista en Blake. ¿Qué demonios te impulsó a escribir aquellas citas en las
paredes? Era la pista más clara que podía haber tenido la policía.
Los labios de Sundheim se fruncieron; parecía un chiquillo mimado y testarudo. Al fin dijo:
—Pues no era una pista tan clara... ¿Así que has estado trabajando con la policía todo el
tiempo?
—Nada de eso. Vine a Londres por mi cuenta, sin decírselo a nadie. Quería ver si podría
encontrarte.
—¿Por qué?
—No lo sé bien. Sobre todo porque pensaba que un hombre que sabía de memoria a Blake
no podría ser tan malo.
—¿Cómo me encontraste?
—Adivinando. Sabía que en el fondo serías un tipo suicida... como sé que intentabas
pegarte un tiro en cuanto la policía avanzara hacia la casa.
Sundheim había dejado de preocuparse por la ventana, aunque aún tenía el cañón de su
arma metido por el agujero: se había vuelto a mirar a Reade.
—Sigue.
—Así que indagué en todos los hospitales a lo largo del Támesis, para encontrar a un
hombre de tu descripción que hubiera intentado suicidarse ahogándose, hace como dos años.
—¿Por qué dos años?
—Sabía que habría sucedido antes de que empezaran los crímenes. Los asesinatos me
parecían una extraña forma de suicidio... Te seguí la pista en el hospital de Fulham, donde me
dieron tu nombre. A partir de allí resultó fácil. No tenía más que relacionarte con el Orville
Sundheim que escribía sobre Blake.
—¿Así que mi padre no te escribió nunca?
—No.
De repente Sundheim se volvió a la ventana, como si sospechara una traición. Era evidente
que nada sucedía; volvióse de nuevo a Reade.
—¿Cómo sabías lo del intento de ahogarme? ¿Y cómo tenías mi descripción...?
Les interrumpió la voz de Peterson que gritaba fuera. Sundheim miró.
—Sundheim, ¿está bien Reade?
Reade se puso en pie y miró por el agujero del otro postigo, para contestar:
—Sí, estoy bien.
—Bueno, dígale que es mejor que salga.
—Está bien. Tenga paciencia.
La cabeza de Peterson apareció a un lado del árbol; inmediatamente Sundheim abrió fuego;
volaron trocitos de madera y el policía se retiró.
—Ojalá no hicieras eso —corrigió Reade en tono suave—. Ya estás metido en bastantes líos.
Ahora es mejor que hablemos de prisa, antes de que se impacienten. Más tarde te explicaré
cómo te encontré.
Como Sundheim siguiera mirando por la ventana, listo el revólver, Reade dijo con un deje
de impaciencia:
—¿Quieres hacer el favor de dejar eso? No entrarán en la casa ahora. Así que siéntate un
momento para hablar. Cuéntame, ante todo, cómo te has visto en esta situación. ¿Qué diablos
te ha hecho decidir el disparar sobre ellos?
—Vuestra policía inglesa es un hatajo de bastardos groseros —repuso con resentimiento—.
Matones hinchados.
—Oh, no sé. Por lo general les encuentro bastante amables. Pero supongo que no estarán
en su mejor momento si creen estar hablando con un asesino. ¿Qué ha pasado?
—Les he mandado a la mierda. Conozco la ley. No pueden obligarme a ir al cuartelillo. Y si
intentan abrirse paso hasta mí usando sus armas, tengo derecho a protegerme. Así que les he
dicho que se j...n. Entonces ese bastardo de ahí ha empezado a gritarme amenazas y le he
disparado.
Sonreía al recordar.
—¿Supongo que habrás pensado que yo te había traicionado?
Sundheim se encogió de hombros. Reade prosiguió:
—Pero aún así, ¿por qué ponerte en una situación tan falsa? No tienen una prueba real en
contra de ti, ¿no?
—No lo sé —le miró muy sorprendido—. ¿Lo sabes tú?
—No. No pueden tener mucho en que apoyarse porque no creo que supieran mucho antes
de hoy mismo... aunque al parecer pretenden que tú eras el primero en la lista de
sospechosos. Dicen que cuentan con un testigo que te vio en un bar de Hammersmith con un
tipo llamado David Miller.
Sundheim volvía a observar por el agujero. Dijo secamente:
—Eso es imposible.
—¿Por qué?
—Porque yo no estuve en Hammersmith con David Miller.
—¿Y qué hay de ese sitio de la calle Narrow? ¿Hay pruebas allí?
—No.
—¿Y las gafas de montura de oro detrás de la cama?
Sundheim sonrió sin diversión.
—Las has encontrado, ¿eh?
—¿De quién son?
—De mi madre.
—¿Y manchas de sangre?
—No.
—¿Hay alguien que pueda declarar en contra de ti?
—Que yo sepa no.
—¿Hay manchas de sangre en el coche? ¿Cómo lo evitaste?
Sundheim le contempló con curiosidad.
—Bonito caso tendrías en mi contra si llevaras un magnetófono de bolsillo, ¿eh?
—Estás volviendo a portarte como un tonto —replicó irritado Reade, encogiéndose de
hombros—. Mira, tendrás que entregarte pronto, y cuanto antes mejor. Así que pongamos en
claro lo que vas a admitir. Supongo que negarás todos los asesinatos.
—¿No lo harías tú?
—Claro que sí. Niégalo todo. No pueden tener pruebas reales, a menos que se te haya
pasado por alto alguna cosa en tu piso. De todos modos, siempre puedes alegar que padeces
locura.
Por primera vez Sundheim pareció librarse de la tensión y reserva demostrada desde que
Reade entrara. Había algo feo y aterrador en la expresión de pánico que le cruzó el rostro.
Dijo:
—¿Y pasarme el resto de mis días en Broadmoor? Prefiero morir ahora.
Era como si de pronto se hubiera abierto un agujero en el fondo de un bote; había que
taponarlo inmediatamente, pero sin pánico. Reade dijo, fingiendo estar irritado:
—Mi querido George, eres mucho más tonto de lo que pensaba. ¿Por qué no intentas
emplear tu inteligencia en este asunto?
Consiguió su efecto. Sundheim se apartó de la ventana, curioso, ya no asustado.
—Bueno, sigue. ¿Cómo?
—Está claro. Es casi seguro que no cuentan con pruebas en tu contra. Así que, de
momento, sólo pueden acusarte de haber ocasionado un escándalo público e intento de ataque
con arma mortífera. Ni siquiera te pueden acusar de resistencia a una detención porque no
intentaban detenerte. Consigue, simplemente, que un buen médico explique que padeces
manía persecutoria y que insista en que podías haber disparado contra cualquiera de esos
hombres o contra mí, pero que no tenías intención alguna de hacerlo... y te enviarán a un
examen psiquiátrico. Luego haz que te internen voluntariamente en una clínica mental (una de
tu propia elección, donde gozarás de relativa libertad), y en año y medio todo se habrá
olvidado. Un buen abogado criticará a la policía por utilizar armas de fuego y subrayará que
me dejaste salir sin peligro... Hará ver que intentaste asustarme, disparando muy por encima
de mi cabeza. Se referirán a aquella historia de tu padre en el Museo Británico y declararán
que es algo hereditario. Dentro de un año, poco más o menos, podrás marcharte a tu isla de
Brasil.
Sundheim tomó una silla y se sentó. Preguntó luego:
—¿Y si encuentran alguna prueba que a mí se me haya pasado?
—Sólo tú puedes saberlo. Pero a menos que encuentren algo que perteneciera a una de...
tus víctimas... estarás a salvo. Tratarán de hallar testigos que te identifiquen. Sólo tendrás que
alegar que es una identificación errónea. Ningún jurado te podría condenar. De hecho, ni la
misma policía se atrevería a crear un caso en tales circunstancias.
Sundheim se había inclinado hacia delante, sosteniendo el revólver entre las rodillas, por el
cañón, y meciéndolo suavemente. De repente parecía tan impertérrito como si se tratara del
caso de alguna otra persona. Preguntó:
—Dime una cosa. ¿Por qué te preocupas por mí, si soy tan estúpido como dices?
—Estoy metido en esto y tengo que tomar partido —se encogió de hombros—. Parece como
si ya lo hubiera tomado por ti.
—¿No te volverás atrás?
—Ya deberías conocerme lo bastante bien como para saber la respuesta.
—¿Cómo puedo saber en quién confiar? Hace una hora pensaba que tú eras el responsable
de... todo esto.
—No te comprendo —le dijo Reade—. Pareces sufrir de una sensación permanente de...
falta de realismo.
Sundheim asintió con la cabeza. Sus ojos se habían vuelto mortecinos, indiferentes.
—Tal vez.
Reade observó que el efecto de sus palabras empezaba a desvanecerse; Sundheim estaba
volviendo a hundirse en un estado de irrealidad del que sólo la violencia era un escape. Era
necesario volver a suscitar su interés, sacarle del vacío que yacía tan cercano a su sentido de
lo que tenía significado. Le dijo:
—Dime otra cosa más. ¿Crees que todo esto es culpa de tu padre o de tu madre?
Era una pregunta sin sentido, pero la única que se le ocurrió en aquel momento. Se
sorprendió al ver que Sundheim alzaba la vista, sonriendo.
—Siempre había creído que era culpa de mi padre... sobre todo después de... del incidente
del Museo. También su padre había sido loco. Solía echarme en la cama, preocupándome por
ello, cuando tenía unos catorce años... parecía que no tendría la menor oportunidad. Pero
antes de que mi madre muriera, averigüé toda la verdad... me lo contó un mes antes de morir.
No era mi padre...
—¿Que no era tu padre? Pero...
—Mi padre era un peón de una granja que poseían en Connecticut...
Abajo se oyó un repentino y violento estrépito. Sundheim se sobresaltó, se alzó de golpe y
levantó el arma. Empezó a mover el postigo. Reade exclamó:
—Para, idiota. Es lo mejor que podría haber ocurrido. ..
Se repitió el estrépito, seguido de ruido de pasos en la escalera. Al ir Sundheim a dirigirse a
la puerta, Reade le asió del brazo. Lo sintió tan musculoso y tenso como el cuerpo de la boa
constrictor.
—Siéntate, maldito imbécil, y dame tu arma. Siéntate en seguida.
La urgencia de su voz causó efecto. Sundheim se sentó; cuando Reade le tendió la mano le
dio el revólver. Reade lo metió en el bolsillo. Se levantó, diciendo:
—Estáte ahí sentado y no te muevas. Intenta parecer contrito. Es tu mejor oportunidad.
Se acercó a la puerta. La policía había irrumpido en la otra estancia y un agente se acercaba
ya a la puerta. Reade dijo:
—Estamos aquí. Pasen.
—¿Sigue armado? —indagó Peterson.
—No. Tengo el arma aquí.
Sundheim permanecía sentado cuando entró el inspector. Reade captó la expresión
decepcionada del policía; no la entendió. Dijo:
—Me temo que ha sido culpa mía. Estábamos a punto de bajar cuando ustedes han
irrumpido.
—Queda usted arrestado —notificó Peterson.
—¿Acusado de qué? —dijo Sundheim. Su voz sonaba notablemente controlada. Reade
pensó: "Irrealidad; para él esto resulta un juego".
—De disparar un arma de fuego con intención de herir gravemente.
—¿Y he herido gravemente? —siguió con gran dominio.
—Ya sabe usted que no —saltó Peterson.
—Claro que lo sé. Porque no tenía esa intención.
—Aquí está el revólver —dijo Reade.
—¿Tiene usted licencia de armas? —preguntó el inspector.
Sundheim se puso en pie, contestando a la pregunta como si fuera una charla de lo más
normal.
—Claro que tengo. Practico el tiro al blanco.
—Gracias por su ayuda —dijo Peterson en tono tenso, volviéndose a Reade.
—De nada.
Reconocía la sospecha e ira de los ojos del detective y sabía que estaban justificadas.
Peterson dijo a Sundheim:
—Puede que más tarde le acusemos de otras cosas.
—Ah, ¿de veras? —la frialdad de Sundheim era casi excesiva—. ¿Se refiere a los asesinatos?
Peterson se volvió a Lund y soltó:
—Sargento, observará usted que hasta el momento yo no he mencionado la palabra
asesinato.
—Oh, no, pero él sí —replicó Sundheim—. Me ha contado lo de este extraño malentendido.
Así que, naturalmente, le he dicho que le llamara a usted...
—¿Por qué ha abierto fuego sobre nosotros?
Sundheim repuso con dulzura:
—Creo que preferiría contárselo a mi abogado, si no le importa. Comprenda, no conozco
muy bien las leyes inglesas.
—Las comprenderá antes de que hayamos acabado —replicó Peterson muy irritado—.
Venga, Vamonos.
—Adiós, Damon —dijo Sundheim—. Gracias por todo.
—Adiós, George.
No quiso encontrarse con los ojos de Sundheim. La situación le violentaba. Sundheim salió
entre dos policías, Peterson detrás, llevando todavía el revólver en la mano. Reade no tuvo
dificultad en leer sus pensamiento y simpatizó con él.
—Bien, señor, ha hecho usted un buen trabajo —le felicitó Lund.
—No ha sido difícil —se encogió de hombros—. Con él todo es como una representación
teatral.
—¿Quiere decirme que no intentaba matar a nadie? —preguntó atónito.
—No creo. Ya ha visto cómo ha disparado muy por encima de mí.
—Eso ha sido realmente un golpe de suerte. Significa que podremos retenerle hasta haber
conseguido pruebas sobre los asesinatos.
—¿Tienen alguna hasta el presente?
Lund le miró como calculando.
—No sabría decirle. Sólo llevo aquí unas horas, y espero regresar hoy mismo.
—¿Hoy?
—Así lo espero. En cuanto duerma un poco. Estoy bastante destrozado en este momento.
—¿Tiene algún sitio donde estar?
—Aún no. Supongo que el inspector Peterson me encontrará algo.
—No es necesario. Puede utilizar mi cuarto. ¿Puede llevarme?
—Bueno... supongo que sí.
Se oyeron pasos en la escalera. Era Butler, acompañado de Harley Fisher.
—¡Dios, Damon, me tenías muerto de miedo! ¿Todo ha ido bien?
—Oh, sí. Creo que todo era puro teatro.
—¿Ha mencionado los crímenes? —preguntó Fisher.
Reade denegó con la cabeza, consciente de que Lund le miraba.
—Yo los he mencionado. Ha negado saber nada de ellos.
—Eso dice él, ¿no? —exclamó Lund indignado—. ¿Por qué disparaba, entonces?
—Es un paranoico. Tiene una personalidad anormalmente desconfiada y agresiva. Su padre
murió en un manicomio...
Lund le miró como sin comprenderle.
—¿No irá a decirme que cree que sea inocente?
—No. Creo que es culpable.
—Hum. Gracias al cielo por ello. Creí que se había usted puesto de su parte.
—No tiene importancia de parte de quién esté. Ahora compete a la policía el demostrar su
culpabilidad. Yo me retiro por completo. No quiere verme mezclado más. Quiero que todo el
crédito vaya a la policía.
—Bien —sonrió Lund—, no creo que el inspector tenga nada que objetar a eso. Bueno, es
mejor que me vaya a presentar mi informe. Acepto su oferta de una cama, si no le importa.
—Desde luego, con mucho gusto. Ya sabe la dirección. Le esperamos dentro de una hora...
En cuanto Lund salió, Fisher dijo:
—Vamos a ver, ¿qué pasa aquí?
—No mucho. He aconsejado a Sundheim que no admita nada y deje que la policía
demuestre los crímenes. Es cuanto podía hacer.
—Pero ¿por qué? —preguntó Butler—. ¿Quieres que escape?
—No puede escapar. Si no pueden acusarle de los asesinatos, pueden hacerle internar por
intento de asesinato. Le he sugerido que podría hacer que le internaran, voluntariamente, en
una clínica mental, si contaba con un buen abogado. Pero, en ese caso, la policía querría
ciertas garantías de que permanecería allí. No puede escapar.
—Pero ¿ha llegado a admitir los crímenes? —inquirió Fisher.
—No. No los ha admitido porque no confiaba en mí del todo.
—No me gusta esto, Damon —dijo Kit—. Tiene dinero. Con un poco de suerte saldrá
totalmente libre. Y habrá más asesinatos...
—No. Creo que puedo decirte exactamente lo que le ocurrirá. Creo que la policía no podrá
acusarle de los crímenes. No encontrarán pruebas. Nada en absoluto que le relacione con las
víctimas. Irá a un manicomio. Y, a menos que encuentre un buen psiquiatra, que llegue a la
raíz de sus problemas, morirá antes de dos años.
—¿Cómo?
—Se suicidará. Hoy quería suicidarse aquí... lo he adivinado nada más llegar.
—¿Está seguro? Por lo poco que he podido verle ahora, no me ha parecido de los que se
suicidan. Demasiado altanero y confiado en sí mismo. Como si estuviera divirtiéndose mucho
con tanta atención —comentó Fisher.
—Lo sé. Pero en cuanto eso cesa, se siente vacío de sentido. A mí me parece un hombre
con un resorte principal que ha saltado. Suena cuando se le sacude, pero de otro modo se
para. Esa es la respuesta a tanta violencia. Surge del miedo... el extraño miedo que sentimos
todos cuando de pronto toda la vida parece vacía por completo. Él no conoce sino un modo de
huir de ello... a través de la violencia, yendo al extremo. Si no se suicida o acaba en una
camisa de fuerza, comerá y beberá hasta convertirse en un inmenso globo. No sabe hacer
nada a medias.
—La respuesta puede estar en una operación de leucotomía frontal —meditó Fisher—, es
decir, si tiene usted razón al decir cual es la causa de su violencia. Si lo que dice es correcto,
padece cierta forma de epilepsia... una especie de convulsión debida a un exceso de pura
energía física.
—¡Exactamente! ¡No podría usted haberlo expuesto con más claridad!
—Lo que necesita es que le castren —sonrió Butler.
—Bueno, la leucotomía es una especie de castración. Corta uno de los conductos principales
de energía.
—¿Qué cree que le habrá causado todo eso?
—Herencia —dijo Fisher—. Si su padre murió en un manicomio...
—Por desgracia, esa teoría no nos sirve. Acaba de contarme que su verdadero padre era un
peón de su granja. Su madre era ninfomaníaca. Pero el creía que era hijo de su padre... y de
su abuelo. Creía estar destinado a la locura y la muerte. Y ahora no puede obligarse a dejar de
creerlo.
Fuera brillaba el sol. Sólo dos o tres personas quedaban a la entrada de las casas. Un policía
permanecía en la puerta. Un panel aparecía destrozado.
—¿Quién reparará la puerta? —preguntó Reade.
—Supongo que ya cuidarán de ello, señor —repuso el policía.
—¡Dios, se me olvidaba! —exclamó Damon—. ¡La serpiente!
—¿Qué pasa con ella?
—Tengo que llevármela. No la puedo dejar aquí.
El policía dijo:
—Me temo que no puedo permitirle sacar nada de la casa, señor.
—Pero he de hacerlo. No se puede dejar a una serpiente viva sola en la casa. La S.P.A.
protestará. Podría morirse.
—Pero ¿qué vas a hacer con ella? —preguntó Butler.
—Llevármela a casa. Lund me llevará en su coche esta noche. Pondremos la jaula en el
portamaletas. ¿Me ayudáis a bajarla? Pediremos un taxi.
El policía no presentó objeción alguna cuando los vio entrar en la casa. La cocina estaba a
oscuras, la ventana cubierta con otro postigo. Reade lo abrió, dejando que el sol inundara el
cuarto. Fisher se inclinó sobre la caja de cristal. La serpiente había perdido sus brillantes
colores de verde y marrón; la piel aparecía apagada y en algunos sitios caía en escamas. Los
ojos estaban totalmente velados por una coloración lechosa.
Fisher y Butler la contemplaban fascinados. Sólo los lentos movimientos de la respiración
del reptil indicaban que vivía.
—Tiene muy mala pinta, ¿verdad? —comentó Fisher.
Espero que no se escape en el coche. Qué horrible idea... una boa constrictor suelta en un
automóvil.
Reade abrió la parte delantera de la jaula y quitó el cacharro de agua. La serpiente
retrocedió ante la mano, rozándola, pero no se movió más.
—Veis... es inofensiva. ¿Recordáis que Lautreamont dijo: "Hasta los piojos son incapaces de
la maldad que nuestra imaginación les atribuye"?
—No parece inofensiva —dijo Butler—. ¿Por qué tiene la piel tan estropeada?
Reade vació el agua en la fregadera.
—Porque está a punto de mudar. La piel nueva está debajo. Dentro de pocos días se quitará
la piel vieja como se quita un guante.
—Afortunada serpiente —musitó Fisher—. Ojalá yo pudiera.
FIN