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Lunes 6 de agosto de 2007

MÁS ALLÁ DEL ESPEJO

MÁS ALLÁ DEL ESPEJO

Hablar de sí mismo me parece una incoherencia, un acto de arrogancia, falta de


humildad, y, en el peor de los casos, faltar a la objetividad, falsear la realidad y
olvidarse que ha de mirarse como un suceso ajeno a nosotros mismos. No quiero que
ésta página en blanco cargue con mis negras culpas. No deseo mancharla con mis
recuerdos toda vez que se alejen de la verdad. No será fácil. Querré ocultar los hechos
que llenen mi vida de ignominia y otros querré magnificarlos para mi propia gloria, mas
no sería honesto de mi parte. Es la angustia la que me obliga a obrar. Los fantasmas de
mi infancia o el reblandecimiento de las meninges propio de la edad: El espíritu se
reblandece y la voluntad se quiebra. ¿Pero, qué delito cometí entonces? ¿Qué infamia
cometí para ser un proscrito? No lo sé. Quizás lo barrunte desmenuzando
reminiscencias de entonces, evocando el flash de la memoria que diariamente me
atormentan, oscureciendo con negros nubarrones el panorama de mi futuro...

Registrar la crónica de mi vida de ésos primeros años y su incidencia ahora, cuando


llevo el sol cargado a las espaldas, se me presenta como algo intolerable, pero el agujón
de un deseo que me supera está ahí, azuzándome, sin dejarme dormir, acusándome de
un crimen que no recuerdo haber cometido. Soy consciente de que los hombres,
incluido yo, con el transcurrir del tiempo vamos perdiendo los valores que nos
sustentaron en los años mozos, la rebeldía y la capacidad de asombro, vamos cayendo
lentamente en la bajeza, perdemos la virtud y cuestionamos nuestra propia existencia,
perdemos la fe y dejamos de creer en los Dioses y en los hombres, y pensamos, no sin
cierta razón, que hemos sido esclavos de las circunstancias, sin percatarnos, que lo
hemos sido de nuestra propia debilidad, de las tentaciones que con tanta insistencia nos
prevenían los guías espirituales: el mundo, el demonio y la carne, y, que a pesar de todo,
devoramos golosamente, sin templanza , para compensar nuestra propia abulia,
traspasando el umbral de la realidad pensando que estamos viviendo un agradable
sueño.

Mis orígenes descienden de una estirpe de temperamento recio, pragmático y


profundamente civil que dejaba poco a la imaginación al servicio de la razón. No es mi
caso. Herede no se dé quien una imaginación excitable, facilidad de palabra y buenos
recursos dialécticos para el altercado verbal. Estas habilidades no siempre me fueron
propicias, porque si bien es cierto que ganaba amigos y adeptos con facilidad, no es
menos cierto que recogía con prodigalidad enemigos no siempre gratuitos. Pronto
comprendí que los amigos se ganan por afinidades más o menos aleatorias y que los
enemigos se buscan. Pero si los primeros son fuente de satisfacciones, los segundos
permitirán que te juzguen como un hombre de carácter bien formado o como a un
cualquiera según la calidad y valía de los mismos. Ello que debemos escoger a nuestros
enemigos con el mayor cuidado en la certeza de que de nuestro acierto siempre
estaremos frente a ellos, si no como pares, por lo menos un poco por encima de sus
propias mezquindades.

Vi la luz por primera vez en una barriada denominada El Vergel, localizada al nor-
occidente de la Capital. Su nombre no provenía de una privilegiada localización entre
parques y frondosas avenidas sino de un guiño furioso a la más absoluta deforestación,
ni un árbol, ni un parque, ni una planta. Era un nombre erigido al extraño mundo del su
realismo, anclado a una pica, gracias a las macetas donde nuestras madres pretendían
mantener vivos y floridos unos geranios marchitos. El Vergel solo era un oasis en
nuestra imaginación. Todo lo demás estaba sembrado de cemento, calles adoquinadas o
de tierra pisada, altas tapias propias de las construcciones coloniales, fachadas colgadas
de balcones donde alguna maceta dejaba ver una planta mas mustia que verde. Mi casa,
dentro del barrio, era grande, con muchos dormitorios, puertas y ventanas. Su perímetro
estaba cerrado por un alto y amplio muro, como si de un castillo se tratara y cuya única
salida al exterior la formaba una gran puerta de madera maciza distribuida en dos hojas
y colgada sobre fuertes goznes de hierro que chirriaban al menor golpe de viento. Las
habitaciones se distribuían adosadas a los muros en los diversos patios y recovecos
propios de su construcción irregular. De sus habitantes lo sabíamos todo, vicios y
virtudes, necesidades y angustias y algún que otro día feliz en que amablemente
compartían la sonrisa. La casa era un misterio propicia a los cuentos de fantasmas, de
terror, de gnomos, hadas y princesas y no pocos duendes que pululaban por todas las
estancias causando no pocos sobresaltos. Los niños que nos reuníamos en sus amplios
patios jugábamos a todo ello hasta el delirio, las lágrimas, el susto o el terror. Los
corredores, los patios, las habitaciones adosadas a los muros, sus ventanas y balcones se
prestaban a los más variados juegos y hasta los adultos participaban ingenuamente de
nuestra fascinada exaltación, no así mi Padre que se mantenía inalterable en sus
principios, en el cumplimiento de sus deberes y obligaciones y en tratar de inculcarnos,
a toda costa, que es la verdad y la razón la que debe prevalecer en todos nuestros actos.
-No dejéis, afirmaba con frecuencia, que os quiten la razón cuando estéis ciertos de
vuestros actos así vaya en ello vuestra propia vida, la libertad es vuestra única herencia
y nadie puede arrebatárosla- Para nosotros eran solo palabras sin ningún significado,
pero que muchas veces repetidas calaron en nuestro espíritu y se quedaron grabadas en
la memoria. En la casa siempre guste de mirar a la calle por el ojo de la cerradura,
amplio foco de visión me permitían ver en un flash a los transeúntes, mi imaginación
ordenaba sus vidas ordenándolas sin ningún concierto para darle sentido a su existencia.
Por ello fui reprendido muchas veces pero, aun hoy, guardo la costumbre de observar
por la calle a mis semejantes, mirando con atención su rictus, la expresión de sus ojos,
su afán de llegar a alguna parte, la angustia y hasta el horror de vivir. Esta costumbre
me ha permitido conocer un poco más a los hombres, a veces, en beneficio propio y
otras en detrimento ajeno. Es la vida, su desenfadado desarrollo, las vivencias que van
marcando sin cesar nuestro destino.

Mis primeros recuerdos de escolar fueron, ¡manes de mi destino!, la liberación de los


altos muros de la casa paterna, el campo a cielo abierto, el aire golpeando la cara con los
cabellos al viento, el salto alegre o intimidado el corazón ante una nueva situación
completamente desconocida. Eso esperaba, al menos, no solo mi impaciencia, mi
cabeza demente y mi natural deseo de cambio hacia nuevos horizontes, pero, como de
costumbre, los cambios se producen con mayor lentitud que la duración de una vida.
Debo agregar, en honor a la verdad, que todo no fue desilusión y tristeza: se abrieron
nuevas puertas y ventanas, nuevos muros, nuevos conceptos de valor, restricciones
sagradas y humanas, normas estrictas y nuevos preceptores con un amplio poder y juicio
para aplicar normas y disciplina en cumplimiento de su deber. La escuela se encontraba
situada en un antiguo monasterio de planta redonda de elevados muros y torres
fortificadas, en la cima de la montaña, rodeada de pinares, desde donde podía divisarse
la plaza del pueblo, las torres de la iglesia, los tejados de las casas y el ir y venir, sin
ninguna prisa, de sus habitantes. Desde que vi la inmensa casona, que los lugareños
llamaban el castillo, no me sorprendí, me produjo fascinación, el misterio estaba el ella
y en mi propia fantasía, también en la nostalgia de las cosas perdidas, en la amargura de
dejar el lar de infancia y en la esperanza de una nueva aventura. Ahora mismo, cuando
dejo sobre el papel mis recuerdos, siento, como la primera vez, la refre3scante
atmósfera que lo rodeaba, aspiro la fragancia de la pinada y los arbustos que la rodeaban
y el exquisito olor de las plantas de flores cuidadosamente dispuestas en macetas y el
penetrante olor del pan recién horneado, me esfuerzo con ternura de niño estremecido
en volver a oír, a lo lejos, el eco de las voces provenientes de la plaza y el tañido de las
campanas en las torres de la iglesia. Todo parecía un sueño propicio al bienestar del
espíritu pero, en más de una ocasión, las cosas salen como no se esperan.

Como he apuntado la casona era antigua, de planta redonda, trazo irregular de altos
muros y torres fortificadas. Todo indicaba que sus altas tapias eran el límite de nuestros
dominios, la libertad, como de costumbre, estaban limitadas por cierta arbitrariedad,
igualmente nuestras fantasías y deseos. Aquellos muros marcarían para siempre
nuestros sensibles temperamentos, decidirían, de alguna manera, nuestro futuro para
nuestra gloria o para nuestro infortunio, serian motivo de alegrías y tristezas y fuente
inagotable de vagas esperanzas. Las vidas son como las olas, crecen lenta y
pausadamente, se encrespan, y pasado algún tiempo, se van desvaneciendo para morir
serenamente en cualquier playa o repentinamente, en un espasmo, contra un acantilado.
Dentro, el antiguo convento, fue construido a rampas, en espiral, como en una retorcida
concha de caracol, y, adosados, contra sus pesados muros, se dispusieron los nichos con
pequeños ventanucos y estrechas puertas que les daban acceso. Sus paredes limpias, un
camastro y un crucifijo sobre la cabecera denotaban la austeridad de los monjes en sus
aposentos. Habían otras estancias largas y estrechas que nos servían de aulas o de lugar
de reposo y que, en otro tiempo, debieron tener otros destinos. Allí, los alumnos, nunca
sabíamos con certeza donde nos encontrábamos. No podía hablarse con propiedad de
pisos dada su disposición en espiral, por rampas. La única forma de encaminarse
dependía de la capacidad individual de orientación y de la observación y conocimiento
de la nomenclatura que habían utilizado desde tiempos inmemoriales a tal efecto. Al
principio fue difícil, no conocíamos la grafía, encima de las puertas de cada una de las
estancias se había grabado, sobre la piedra, una letra del alfabeto griego desde alfa hasta
omega y, al final de la espiral, en la última puerta, un signo, que según dijeron,
representaba el infinito, un ocho en posición horizontal, en reposo, como todo lo que
dura eternamente. Quizás sea éste el recuerdo más portentoso de aquella época. Al abrir
aquella puerta la sorpresa era maravillosa, se abría ante los ojos del espectador, durante
el día, un cielo abierto e infinitamente azul y, en las noches, un domo nutrido de
estrellas motivando aún más la fantasía y el prístino sentido del infinito.

En las aulas largas bancas de madera, con estrecho reclinatorio, servían de incómodos
pupitres. Los preceptores tenían una mesa de madera maciza y una silla colocada sobre
una tarima que les permitía una amplia visión sobre la estancia. ¡Con cuanto asombro y
resignación recuerdo a mis maestros! Hombres reverentes de rostros serenos, sonrisa
permanente y aspecto sumiso cuando de sus superiores se trataba o cuando,
esporádicamente, se citaban reuniones de la comunidad, cuando no, en las aulas, agrios
los rostros, fruncido el ceño, administraban los conocimientos y la disciplina férula en
mano y a grito en cuello. No eran todos, es verdad, los menos, con humildad y entrega
nos enseñaron a vivir y a mirar las letras y las ciencias con curiosidad y respeto. De
éstos guardo gratos recuerdos, de los otros, el profundo malestar provocado por su
impaciencia, vanidad sin límite, fatuidad de juicio y engreimiento permanente. Las
puertas de las aulas eran de hierro forjado, pesadas, colgadas de gruesos y herrumbrosos
goznes que ante cualquier movimiento chirriaban, distrayendo nuestra atención y
llevándonos, sin quererlo, al mundo de los maravilloso y el misterio, al mundo de los
fantasmas y los duendes, al mundo asombroso de la meditación, la observación y la
fantasía, ¡que paradoja!,
de la dispersión de la atención nace la ficción.

Los pasillos interiores nos servían de patio de juegos y la irregularidad de su


construcción llena de revueltas y salientes de propicios escondrijos. ¡Que palacio de
encantamiento era éste edificio para nuestro solas! ¡Que misterios escondía detrás de
cada puerta! ¡Que sustos en cada arista! ¡Cuantas alegrías y cuanto desconcierto general
de los espíritus! Como quiera que dentro de la casona siempre se avanzaba en círculos
retorciendo los espacios sobre sí mismos y curvando las estancias, siempre teníamos la
sensación, con respecto a la casa que era idéntica al signo grabado sobre la última puerta
como representación del infinito. Allí aprendí mis primeras letras, malos tratos, lecturas
edificantes y unos cuantos dislates. Leer un libro de su reducida biblioteca era un
esfuerzo de rompecabezas, tantas cicatrices tenían, tantas hojas sueltas, rasguños y
enmendaduras que dificultaban la labor del pensamiento enfrentándolo a un perpetuo
collage de escasa comprensión. ¡Menos mal que el cerebro de un niño no necesita de los
sucesos exteriores para ocuparse y divertirse! Bástale con su imaginación y las pequeñas
excitaciones que le ofrece el entorno en que mora para moldear a satisfacción sus
vivencias. Adultos, somos incapaces de estas proezas, los recuerdos más vividos son
grises, moran en el olvido, sometidos a la lógica de lo que ya no es, en la inútil
esperanza de sentirnos jóvenes ocultando los pequeños placeres y los fantasmagóricos
dolores de los días idos. No es mi caso, me atosigan los recuerdos, los fantasmas se
agolpan en mi8 memoria, imágenes vividas y sentidas pidiendo libertad... ¿De qué?
¿Qué tengo que liberar? ¿Qué oculto crimen he cometido? ¿Que fatalidad se me oculta?
No lo sé. Me vuelco en mis recuerdos y solo se me revelan las pequeñas riñas, los
juegos, las horas de oración,, las cariñosas picardas, los berrinches provocados por las
injusticias, el disgusto provocado por las caras hoscas, la férula, la muerte de mi madre
que nos dejo sin norte durante mucho tiempo y pocas otras cosas más sin ninguna
importancia. Entonces, ¿por qué éste martirio? Seguiré sumiso su ritmo hasta aclarar el
contenido.

Mi nervioso temperamento, mi actividad permanente, mi curiosidad sin límite, el


imperio de mis dictados me ganó pronto cierta ascendencia entre mis condiscípulos. Me
mantenía inalterable en todos los sucesos y saraos con la intención de ser el mejor por
gamberra que fuera la acción o difícil que se presentara una lección. La puja era
constante, tenía un alter ego que se oponía a mis designios, osaba competir con migo en
los estudios, en los deportes, en los recreos y hasta en las pequeñas riñas que se
formaban por cualquier menudencia, y, lo que más me incomodaba era su resistencia a
someterse a mi voluntad, a mi omnímodo arbitrio, supremo despotismo que no pocas
veces ejercía sobre los más débiles y menos dotados. La rebelión de mi alter ego era
para mí una fuente de constante disgusto, tanto más cuanto que, he de reconocer, que en
el fondo de mi ser sentía por él respeto y hasta temor. Lo veía como a un igual y no deje
de pensar que esa igualdad era en él un signo de superioridad que me obligaba a
mantenerme en una lucha perpetua. Siempre supe, por la actitud de los demás, que su
competencia, su oposición, su obstinación ante mis propósitos, solo era observado por
mí pasando inadvertida para todos los demás. Puede parecer extraño que a pesar de la
contrariedad que me causaba su rivalidad y su intolerancia tuviera por él ninguna
antipatía aun teniendo en cuenta que no había día que no tuviéramos algún
enfrentamiento que se zanjaba con una mirada cómplice, una sonrisa o una venia que
deshacía el entuerto. Se las arreglaba bien para que yo entendiera, que a pesar de todo,
era mío el control. Siempre me ha resultado difícil entender y resumir mis sentimientos
hacia mi alter-ego. Consustancial mente siempre he tenido y quizás así lo entendiera mi
alter-ego que lo anómalo de la relación encaminaba nuestras inquinas, que eran muchas,
abiertas o encubiertas a la apariencia de una diversión convertida en pesadas bromas
evitando cuidadosamente la franca hostilidad. Buscábamos con afán como zaherirnos,
con lengua afilada, y, no pocas veces, escarbando en cualquier pequeño defecto que
sirviera al efecto, pero siempre chocábamos con la austeridad del carácter que impedía,
como un colchón, la explosión incontrolada de nuestros sentimientos.

No eran solamente las actitudes las que entraban en este juego macabro. En la medida
en que pasaba el tiempo acumulando riñas e inquiriendo en vendettas avanzamos en un
proceso de mimetización de nuestras personas física y mental, copiando modos y
actitudes, dicción y hasta los pequeños guiños y tics corporales para acentuar nuestros
tormentos. Muchas veces llegamos al aturdimiento, al embrutecimiento de nuestras
facultades hasta quedar obnubilados por nuestro propio desdén hacia el otro, y, en eso0s
breves instantes, saltaba como un destello una actitud moral reconciliatoria en forma de
buen consejo cancinamente insinuado, como un susurro al oído, para que solo fuera
escuchado a quien iba dirigido. Yo rechazaba esa actitud cobarde que pasado el tiempo
se acentuaba y, que sin embargo, he de reconocer que dichas sugestiones eran bálsamo
en nuestro particular litigio. La sensatez las precedía y fuéramos mejores si con más
humildad y menos amor propio las hubiéramos acogido con mayor frecuencia.

"No hay mal que dure cien años", al fin, vencidos por el cansancio, terminamos por
impacientarnos ante la férrea vigilancia de nuestros actos, ante la arrogancia de nuestro
carácter, ante la intolerancia que cada vez más nos ofendía dirigiendo nuestros
sentimientos, análogamente, hacia el más profundo odio y procuramos, sin conseguirlo
del todo, evitarnos, pasar de largo de nuestros frecuentes envites y hacernos la vida
pasajera. Pero no fue así, el daño estaba hecho, nuestras mentes calenturientas buscaban
nuevos motivos para la acción refinando métodos y desempolvando equívocos. No
contábamos, deslices de la juventud, que todo tiene un final, el tiempo nada perdona y
los días de clases tocaban a su final, también nuestra permanencia en la escuela. Creí
que la ilusión tantas veces mantenida y alimentada por nuestras disputas al fin se
desvanecía. Nunca pensé que el pesado fardo teníamos que llevarlo fuera de las aulas y
menos aún que hiciera parte de nuestro propio carácter como una herencia genética,
entonces, me odie y odie en el otro las marrullerías de que nos valimos durante tantos
años para solaz de nuestros compañeros y perjuicio propio. Pudo más el orgullo que la
humildad y en lugar de perdonarnos para cerrar el ciclo, ante la inminencia del adiós
final, buscamos el toque de gracia, el acto final que zanjara de una vez y para siempre
quien era el amo y señor del pequeño corral de nuestr4as intrigas y desavenencias, quien
podía levantar la bandera del triunfo ante la algarabía de sus condiscípulos. Cada cual se
recluyo dentro de sí, se amurallo en busca de la estocada final, el acto tenía que ser
glorioso e impactante para que el jolgorio que produjera fuera espectacular. El enemigo
tenía que ser derrotado y humillado para resarcir tantas noches de insomnio, tantos
desvelos y malos ratos. Había que salir airoso del último lance.

Me recluí en mi cubículo y repase mi tortuosa vida semejante a la antigua casona de


planta redonda, tortuosos corredores, recovecos y pasillos donde pase mis primeros años
de escolar. Tantas aristas, puertas y ventanas, las grafías griegas sobre las puertas y el
indeleble signo del infinito en perpetuo reposo, la magnificencia de esa última puerta, el
cielo abierto y el domo astral en claras noches de estío. Fantasías, ilusiones y esperanzas
se agolparon en mi cabeza en un ejercicio de remembranza valorando cada acción,
haciendo cuentas, en la vana esperanza de haber acertado. Removí todos mis recuerdos,
los puse en orden, y, a pesar de ello, no encontré una explicación que diera satisfacción
a mis acciones. El desconcierto que me produjo el aserto desequilibro mi moderación,
mi temperamento y comencé a divagar por senderos aun más tortuosos. Daba vueltas y
revueltas sobre si mismo cada vez más fuera de sí. Me tire sobre la cama para descansar
y tratar de organizar mis pensamientos pero fue en vano .Cansado, tembloroso, me
levante fui hacia el espejo colgado en la pared y me mire en él, el otro estaba ahí, me
miraba con una sonrisa sarcástica detrás del azogue. ¡Había triunfado! En la puerta, mis
compañeros, soltaron una estruendosa carcajada haciendo aún más ostentosa mi
humillación.

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