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Vi la luz por primera vez en una barriada denominada El Vergel, localizada al nor-
occidente de la Capital. Su nombre no provenía de una privilegiada localización entre
parques y frondosas avenidas sino de un guiño furioso a la más absoluta deforestación,
ni un árbol, ni un parque, ni una planta. Era un nombre erigido al extraño mundo del su
realismo, anclado a una pica, gracias a las macetas donde nuestras madres pretendían
mantener vivos y floridos unos geranios marchitos. El Vergel solo era un oasis en
nuestra imaginación. Todo lo demás estaba sembrado de cemento, calles adoquinadas o
de tierra pisada, altas tapias propias de las construcciones coloniales, fachadas colgadas
de balcones donde alguna maceta dejaba ver una planta mas mustia que verde. Mi casa,
dentro del barrio, era grande, con muchos dormitorios, puertas y ventanas. Su perímetro
estaba cerrado por un alto y amplio muro, como si de un castillo se tratara y cuya única
salida al exterior la formaba una gran puerta de madera maciza distribuida en dos hojas
y colgada sobre fuertes goznes de hierro que chirriaban al menor golpe de viento. Las
habitaciones se distribuían adosadas a los muros en los diversos patios y recovecos
propios de su construcción irregular. De sus habitantes lo sabíamos todo, vicios y
virtudes, necesidades y angustias y algún que otro día feliz en que amablemente
compartían la sonrisa. La casa era un misterio propicia a los cuentos de fantasmas, de
terror, de gnomos, hadas y princesas y no pocos duendes que pululaban por todas las
estancias causando no pocos sobresaltos. Los niños que nos reuníamos en sus amplios
patios jugábamos a todo ello hasta el delirio, las lágrimas, el susto o el terror. Los
corredores, los patios, las habitaciones adosadas a los muros, sus ventanas y balcones se
prestaban a los más variados juegos y hasta los adultos participaban ingenuamente de
nuestra fascinada exaltación, no así mi Padre que se mantenía inalterable en sus
principios, en el cumplimiento de sus deberes y obligaciones y en tratar de inculcarnos,
a toda costa, que es la verdad y la razón la que debe prevalecer en todos nuestros actos.
-No dejéis, afirmaba con frecuencia, que os quiten la razón cuando estéis ciertos de
vuestros actos así vaya en ello vuestra propia vida, la libertad es vuestra única herencia
y nadie puede arrebatárosla- Para nosotros eran solo palabras sin ningún significado,
pero que muchas veces repetidas calaron en nuestro espíritu y se quedaron grabadas en
la memoria. En la casa siempre guste de mirar a la calle por el ojo de la cerradura,
amplio foco de visión me permitían ver en un flash a los transeúntes, mi imaginación
ordenaba sus vidas ordenándolas sin ningún concierto para darle sentido a su existencia.
Por ello fui reprendido muchas veces pero, aun hoy, guardo la costumbre de observar
por la calle a mis semejantes, mirando con atención su rictus, la expresión de sus ojos,
su afán de llegar a alguna parte, la angustia y hasta el horror de vivir. Esta costumbre
me ha permitido conocer un poco más a los hombres, a veces, en beneficio propio y
otras en detrimento ajeno. Es la vida, su desenfadado desarrollo, las vivencias que van
marcando sin cesar nuestro destino.
Como he apuntado la casona era antigua, de planta redonda, trazo irregular de altos
muros y torres fortificadas. Todo indicaba que sus altas tapias eran el límite de nuestros
dominios, la libertad, como de costumbre, estaban limitadas por cierta arbitrariedad,
igualmente nuestras fantasías y deseos. Aquellos muros marcarían para siempre
nuestros sensibles temperamentos, decidirían, de alguna manera, nuestro futuro para
nuestra gloria o para nuestro infortunio, serian motivo de alegrías y tristezas y fuente
inagotable de vagas esperanzas. Las vidas son como las olas, crecen lenta y
pausadamente, se encrespan, y pasado algún tiempo, se van desvaneciendo para morir
serenamente en cualquier playa o repentinamente, en un espasmo, contra un acantilado.
Dentro, el antiguo convento, fue construido a rampas, en espiral, como en una retorcida
concha de caracol, y, adosados, contra sus pesados muros, se dispusieron los nichos con
pequeños ventanucos y estrechas puertas que les daban acceso. Sus paredes limpias, un
camastro y un crucifijo sobre la cabecera denotaban la austeridad de los monjes en sus
aposentos. Habían otras estancias largas y estrechas que nos servían de aulas o de lugar
de reposo y que, en otro tiempo, debieron tener otros destinos. Allí, los alumnos, nunca
sabíamos con certeza donde nos encontrábamos. No podía hablarse con propiedad de
pisos dada su disposición en espiral, por rampas. La única forma de encaminarse
dependía de la capacidad individual de orientación y de la observación y conocimiento
de la nomenclatura que habían utilizado desde tiempos inmemoriales a tal efecto. Al
principio fue difícil, no conocíamos la grafía, encima de las puertas de cada una de las
estancias se había grabado, sobre la piedra, una letra del alfabeto griego desde alfa hasta
omega y, al final de la espiral, en la última puerta, un signo, que según dijeron,
representaba el infinito, un ocho en posición horizontal, en reposo, como todo lo que
dura eternamente. Quizás sea éste el recuerdo más portentoso de aquella época. Al abrir
aquella puerta la sorpresa era maravillosa, se abría ante los ojos del espectador, durante
el día, un cielo abierto e infinitamente azul y, en las noches, un domo nutrido de
estrellas motivando aún más la fantasía y el prístino sentido del infinito.
En las aulas largas bancas de madera, con estrecho reclinatorio, servían de incómodos
pupitres. Los preceptores tenían una mesa de madera maciza y una silla colocada sobre
una tarima que les permitía una amplia visión sobre la estancia. ¡Con cuanto asombro y
resignación recuerdo a mis maestros! Hombres reverentes de rostros serenos, sonrisa
permanente y aspecto sumiso cuando de sus superiores se trataba o cuando,
esporádicamente, se citaban reuniones de la comunidad, cuando no, en las aulas, agrios
los rostros, fruncido el ceño, administraban los conocimientos y la disciplina férula en
mano y a grito en cuello. No eran todos, es verdad, los menos, con humildad y entrega
nos enseñaron a vivir y a mirar las letras y las ciencias con curiosidad y respeto. De
éstos guardo gratos recuerdos, de los otros, el profundo malestar provocado por su
impaciencia, vanidad sin límite, fatuidad de juicio y engreimiento permanente. Las
puertas de las aulas eran de hierro forjado, pesadas, colgadas de gruesos y herrumbrosos
goznes que ante cualquier movimiento chirriaban, distrayendo nuestra atención y
llevándonos, sin quererlo, al mundo de los maravilloso y el misterio, al mundo de los
fantasmas y los duendes, al mundo asombroso de la meditación, la observación y la
fantasía, ¡que paradoja!,
de la dispersión de la atención nace la ficción.
No eran solamente las actitudes las que entraban en este juego macabro. En la medida
en que pasaba el tiempo acumulando riñas e inquiriendo en vendettas avanzamos en un
proceso de mimetización de nuestras personas física y mental, copiando modos y
actitudes, dicción y hasta los pequeños guiños y tics corporales para acentuar nuestros
tormentos. Muchas veces llegamos al aturdimiento, al embrutecimiento de nuestras
facultades hasta quedar obnubilados por nuestro propio desdén hacia el otro, y, en eso0s
breves instantes, saltaba como un destello una actitud moral reconciliatoria en forma de
buen consejo cancinamente insinuado, como un susurro al oído, para que solo fuera
escuchado a quien iba dirigido. Yo rechazaba esa actitud cobarde que pasado el tiempo
se acentuaba y, que sin embargo, he de reconocer que dichas sugestiones eran bálsamo
en nuestro particular litigio. La sensatez las precedía y fuéramos mejores si con más
humildad y menos amor propio las hubiéramos acogido con mayor frecuencia.
"No hay mal que dure cien años", al fin, vencidos por el cansancio, terminamos por
impacientarnos ante la férrea vigilancia de nuestros actos, ante la arrogancia de nuestro
carácter, ante la intolerancia que cada vez más nos ofendía dirigiendo nuestros
sentimientos, análogamente, hacia el más profundo odio y procuramos, sin conseguirlo
del todo, evitarnos, pasar de largo de nuestros frecuentes envites y hacernos la vida
pasajera. Pero no fue así, el daño estaba hecho, nuestras mentes calenturientas buscaban
nuevos motivos para la acción refinando métodos y desempolvando equívocos. No
contábamos, deslices de la juventud, que todo tiene un final, el tiempo nada perdona y
los días de clases tocaban a su final, también nuestra permanencia en la escuela. Creí
que la ilusión tantas veces mantenida y alimentada por nuestras disputas al fin se
desvanecía. Nunca pensé que el pesado fardo teníamos que llevarlo fuera de las aulas y
menos aún que hiciera parte de nuestro propio carácter como una herencia genética,
entonces, me odie y odie en el otro las marrullerías de que nos valimos durante tantos
años para solaz de nuestros compañeros y perjuicio propio. Pudo más el orgullo que la
humildad y en lugar de perdonarnos para cerrar el ciclo, ante la inminencia del adiós
final, buscamos el toque de gracia, el acto final que zanjara de una vez y para siempre
quien era el amo y señor del pequeño corral de nuestr4as intrigas y desavenencias, quien
podía levantar la bandera del triunfo ante la algarabía de sus condiscípulos. Cada cual se
recluyo dentro de sí, se amurallo en busca de la estocada final, el acto tenía que ser
glorioso e impactante para que el jolgorio que produjera fuera espectacular. El enemigo
tenía que ser derrotado y humillado para resarcir tantas noches de insomnio, tantos
desvelos y malos ratos. Había que salir airoso del último lance.