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DOÑA CASTA

Doña Casta era una mujer alta y enjuta, pálida,


gentil y altiva como una palma del trópico .Doña
Casta, con sus grandes ojos negros miraba de
frente, fijamente, como mira el tiburón su presa.
Doña casta tenía el pelo blanco y largo como sus
manos largas y huesudas. Doña Casta siempre
tuvo la cabeza poblada de sueños y ensueños que
a pesar de sus noventa años aún la hacían
estremecer. Doña Casta apuro los goces de la
adolescencia, la madurez y la vejez y a sus
noventa años apremiaba con marcado regusto sus
recuerdos y sus sueños eróticos. Doña Casta era
una mujer feliz.

Doña Casta no tenia amigas de su edad. No le


gustaban. Gustaba de oír la alergia de la gente
joven, hombres o mujeres, pero jocundos de
hablar picante y gracioso, dicharacheros y algo
rijosos. Doña Casta era coqueta llevaba un clavel
en la oreja y cantaba seguidillas taconeadas con
sus zapatos de charol. Doña Casta quería seguir
siendo un huracán, pero tenía noventa años y,
por ello, dejaba su mente cabalgar donde yacio
mil veces, sobre su carne marchita, la flor de las
maravillas.
Doña Casta era una mujer feliz.

Doña Casta vivía con su nieta Pánfila. Pánfila era


como su abuela, lubrica, alegre y vivaracha.
Pánfila se masturbaba en la ducha acariciando el
rosetón. Pánfila, decía Doña Casta, tenía el
infierno dentro. Pánfila dejaba correr el agua por
entre sus muslos de pedernal y se estremecía
pensando en Simeón, retorciéndose, meneándose
hasta que exhalaba un profundo suspiro. Detrás
de la puerta se escuchaba otro, como un eco, era
Doña Casta que la espiaba embebida en sus
propios recuerdos, empuñando cariñosamente su
bastón de cabeza de plata. Pánfila no descansaba.
Pensaba en Simeón como si estuvieran haciendo
el amor, como si estuviera sentada en sus rodillas
fija la vista en su falo erecto, deslizando la cadera
sobre sus piernas desnudas y dejándose penetrar
lentamente, sintiendo un crujir de huesos y una
explosión de éxtasis estallando por todo su
cuerpo. Se agitaba, gemía y se lamentaba del
fingimiento en que vivía. No podía seguir
soportando la ficción de no llevar nada dentro de
su coño. Ardía. Apretaba su sexo con las manos e
ignorando que su abuela podía oírla gritaba:-
¡Muévete ya, muévete ya Simeón! Y, luego, un
jadeo rítmico y profundo la agitaba
silenciosamente hasta el orgasmo. Doña Casta,
fatigada y trémula dormía
plácidamente detrás de la puerta aferrada a su
bastón. Doña Casta era una mujer feliz.

Doña Casta quería lo mejor para su nieta, tenía


que apaciguar su ardiente corazón por lo que la
reconvino a formalizar sus relaciones con
Simeón. Debe de ser un buen chico, se decía. ¡Si
la pone tan fogosa pues que lo traiga a casa! Doña
Casta rejuvenecía en estos pensamientos, la piel
se le ponía rosada y su temperatura corporal se
elevaba. Doña Casta quería conocer a Simeón,
hablar con el objeto de deseo de su nieta,
recordar sus años mozos, el tibio encanto de los
cuerpos desnudos y las manos, cual mariposas de
volar incierto, recorriendo sus misterios. Doña
Casta era una mujer feliz.

Doña Casta comprendía perfectamente que la


edad no la protegía del amor, de los sentimientos,
de sentir un fuego dentro, así éste fuera un fuego
fatuo. Su cabeza era un torbellino, sentía que su
sexo se henchía, se abultaba cada vez más, latía
como su corazón aceleradamente. No era el
placer fácil. No. No era el placer domestico, era
una sensación gloriosa, renovada, a la que nunca
sabia renunciar. Se palpaba los senos, la boca, los
ojos, todas las partes de su cuerpo, el sexo
marchito, anhelaba, juventud de su cerebro, el
miembro viril que calmara su fiebre. ¡Simeón!
¡Simeón! Era el grito de guerra y Pánfila el
ejecutor de sus deseos. Doña Casta era una mujer
feliz.

Pánfila a instancias de la abuela se decidió a


buscar a Simeón. Encontrarlo en alguna parte.
Simeón tenía que dejar de ser una ficción para
convertirse en un hombre de carne y hueso como
ella deseaba, como lo deseaba su abuela, como lo
deseaban sus entrañas. ¡Simeón! ¿Dónde
encontrarlo? ¿Cómo encontrar a un hombre
como él, cariñoso y silencioso? ¿Un hombre que
se deje hacer sin decir nada? Su abuela, ciega,
nada sabía de sus inquietudes, nada de sus
deseos. Quería a Simeón tal cual era, etéreo,
dentro de su cabeza, capaz de invadirla y de
llenarla toda, de penetrarle todo el cuerpo sin
sentirlo, hasta el orgasmo y, luego, virgen aún, la
impaciencia de sentir su vulva vacía... y el deseo,
siempre perenne, de volver a comenzar de nuevo:
Simeón esta con ella, a su lado, tendidos en la
cama uno al lado delo otro, desnudos, Pánfila con
las piernas entre abiertas y Simeón con la
mentira erecta, contemplándola y con su mano
diestra entre abriendo, suave y cariñosamente el
coño de Pánfila. Simeón cambia de posición, se
coloca sobre ella y empujando suavemente, pero
firme, una y otra vez, la penetra. Los
movimientos son rítmicos al principio y luego se
vuelven violentos y sin concierto. Ambos jadean.
Pánfila se aprieta cada vez más. Gime. -¡No
puedo soportarlo! ¡Simeón, Simeón, más
profundo! ¡Mas, Simeón! ¡Oh, oh, oh! ¡Me
muero!
¡Simeón, Simeón! Luego cesaron los murmullos...
La abuela suspiro profundamente, dio tres golpes
con el bastón y le pidió a Pánfila que le
presentara a Simeón.- Ya lo haré, abuela, pronto
lo conocerás. Doña Casta, se resignaba y
esperaba. Doña Casta era una mujer feliz.

Pánfila, apremiada por su abuela, decidió


conseguir novio y llevarlo a casa. Se llamaba
Tomeo, pero ella, para identificarse con sigo
misma, le decía Simeón. Una tarde de Abril,
florecidas las margaritas en sus macetas, pleno de
primavera el ambiente, oloroso a azahares,
Pánfila y Simeón se presentaron en casa, alegres
y rijosos frente a la abuela. - Abuela, aquí esta
Simeón. Doña Casta, ciega, levanto las manos y le
dijo: - Acércate, quiero conocerte. Palpo su
rostro, agitada, fue recorriendo lentamente el
cuerpo del mozo, la nariz, los ojos, la boca y,
temblorosa, bajo al pecho, a las caderas y sin
pensarlo más, lo tomo por el miembro viril, con
firmeza, ante la sorpresa de Simeón, le sacudió
varias veces, le miro fijamente, con sus ojos
ciegos, como mira el tiburón su presa y exclamo:
-¡No lo conozco! ¡No lo conozco! Exhalo un
profundo suspiro y su cabeza cayó sobre su lado
izquierdo exánime...

Pánfila y Simeón la recuerdan con amor. Doña


casta era una mujer feliz.

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