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Desalojos a la carta

Abrir un sobre, leer el contenido y sentir cómo la rutina se diluye bajo unas piernas
temblorosas. Esos son los síntomas que anticipan la frustración de haber sido elegidos.
Después todo sucede demasiado deprisa: se permiten los minutos de flaqueza de rigor,
pero se debe emprender cuanto antes la pelea por la propia dignidad, la misma que, aun
estando en desventaja, sabiendo que es costosa y puede que incluso perdida de
antemano, se ha de intentar. El precio de rendirse es demasiado alto.

“El sofá regalado, los muebles sacados del contenedor… ¡Teníamos la casa
reciclada!”, comenta Tamara entre risas, y por un instante la alegría vuelve a sus ojos y
a los de los presentes. Se oyen bromas al respecto y la chica que tengo delante recupera
momentáneamente los diecisiete años de los que las circunstancias le han obligado a
prescindir. Su madre la mira con un gesto grave en el que se puede leer lo evidente: “al
menos era una casa”. Unos segundos bastan para darse cuenta y entonces todo
desaparece: comentarios, miradas alegres, carcajadas… La realidad que les rodea es
demasiado fuerte como para obviarla.

Ni siquiera la despreocupación de la adolescencia puede hacerlo. Aunque reacia,


Tamara es consciente de la situación, y por ello aprovecha cada minuto de la tarde para
estar con sus padres hasta que éstos vuelvan a buscar un hueco en la calle donde intentar
conciliar el sueño. Vecinos, familiares, amigos… con quiénes pasarán la noche tanto
ella como su hermano menor es una incógnita, que no una incertidumbre. Siempre hay
alguien dispuesto a ayudar en un barrio donde los casos como el de esta familia, cuya
vida se derrumbó por un sobre, está previsto que se multipliquen en las próximas
semanas.

Los desahucios en la zona de Los Palmerales se han convertido en una rutina para
sus habitantes, la mayoría en situación de desempleo desde hace meses. La crisis ha
hecho mella en las capas más desfavorecidas de la sociedad, que en el caso de Elche se
concentran mayoritariamente aquí. Esto se hace visible en sus calles, en las que
conviven gentes de diversas procedencias en condiciones de marginalidad,
predominando entre las múltiples culturas la etnia gitana, que en la Rosa Fernández, la
escuela del lugar, representa más del 80% del alumnado.
Las dificultades económicas de los últimos tiempos “han puesto de manifiesto la
carencia estructural que antes se maquillaba con la ocupación de gran parte del barrio en
el sector de la construcción”, apunta Alejandro Soler, alcalde de la localidad. Si a esto le
sumamos problemas propios de su ubicación periférica, como el tráfico de drogas,
encontramos un barrio al borde del abismo social que a pesar de ello no se rinde, y cuyo
actual objetivo es conseguir parar la oleada de desalojos que atraviesa.

Este conflicto pone en el punto de mira al IVVSA, el Instituto Valenciano de la


Vivienda, responsable de aquellas no amortizadas por sus adjudicatarios. Esta
institución ha enviado en las últimas semanas a diferentes puntos de Los Palmerales,
especialmente a los situados en la calle Magranet, las temidas cartas de desahucio
tildadas de arbitrarias por sus destinatarios, puesto que se han contraído deudas de
incluso 24.000€, pero las personas privadas de su hogar sin posibilidad de alquiler son,
en muchos casos, aquellas con las cantidades más inferiores por pagar.

Esto queda ejemplificado en los Gomis Masía, cuya deuda es de 4.000 €. Acentúa el
dramatismo de su situación el hecho de ser la primera familia fuera de su hogar en la
que hay menores, rasgo por el que son conocidos en los medios. “Los niños están cada
vez en una casa y nosotros al caer la noche damos vueltas por el barrio. Es muy duro
estar en la calle” relata Asunción, quien, nerviosa, recuerda el momento del desahucio
“vinieron cuatro inspectores del IVVSA a mi casa y mi marido sufrió un ataque de
ansiedad, tuvimos que llamar a la ambulancia. Fue una impotencia tremenda”. Clavando
la mirada en el suelo, añade en un susurro la frase que tantos oyen pero tan pocos
escuchan: “la Constitución dice que todos tenemos derecho a una vivienda”.

Su marido, Francisco Gomis, cuenta la historia con el ritmo acompasado de quien ha


llamado a muchas puertas tratando de ser oído: “Fui al pleno del ayuntamiento el día 22
de febrero y Juan Guilló, presidente de la Plataforma Cultural Los Palmerales, sacó una
pancarta tratando de reivindicar el problema. Hubo un altercado cuando uno de los
presentes pretendió que no se manifestara. Yo estaba sentado muy cerca del lugar donde
se produjo, incluso me pisaron una mano y aparecí en las fotografías del incidente. Creo
que por eso, un día más tarde, recibí la carta de desahucio”. Ellos llevan una semana en
la calle, pero su verdadera angustia es no saber cuántas noches más pasarán sin poder
cobijarse bajo un mismo techo con sus hijos.
Como se puede deducir, el temor a represalias se va agudizando con el devenir de los
días y los acontecimientos. Hace apenas unas semanas los residentes no tenían
inconveniente en abrir sus casas a todo aquel interesado en lo sucedido para dar a
conocer su historia; los medios de comunicación volvían a su acepción original:
equiparar la voz de quienes menos recursos tienen para hacerse escuchar frente a la de
los más fuertes. Ahora los continuos desalojos que, quizá demasiado casualmente,
afectan a los que hacen su aparición en periódicos locales y comarcales les lleva a tener
miedo de hablar. Pareciera que cualquier paso en falso pueda hacerles pasar de testigos
comunes a engrosar la cifra de aquellos a quienes se les arrebata su hogar y con él la
posibilidad de prosperar. Y eso es jugar con fuego.

Sabiendo que a ese respecto ya no puede perder nada, Francisco colabora con los
periodistas que cubren el suceso. “En especial hay uno que me saca casi todos los días”,
explica. En momentos difíciles el ser humano descubre que a pesar del individualismo
imperante necesita de los demás para vivir, por lo que Gomis se muestra profundamente
agradecido tanto con la prensa como con los vecinos, que se han volcado con su familia.
“Existe una conciencia de barrio que cohesiona a la población de Los Palmerales de
forma especial” – resaltaba Alejandro Soler. Visitar la asociación de vecinos es
suficiente para darle la razón.

Su presidenta, Marisol López, lo atestigua “Es un buen barrio y hay que saberlo
cuidar. Vivimos personas muy distintas, pero nos llevamos bien y juntos debemos
sacarlo adelante”. Esta asociación se ha convertido en una bocanada de oxígeno para
una comunidad que se ve en la necesidad de aparcar sus diferencias y mostrarse más
fuerte que nunca.

Desde que los problemas comenzaron ha promovido diversas actividades para paliar
la situación, desde manifestaciones y recogidas de donativos y firmas hasta repartos de
alimentos o partidas de cartas solidarias. Cansados de esperar ayuda externa siempre
prometida pero nunca materializada, como las bonificaciones de la Generalitat en 2008
para parados, saben que su unión es clave, sin ella cualquier intento de actuación se
desmoronaría. Pero cada embargo y las amenazas de próximos, como el previsto para el
día 7 de abril, u otro en el que se echará a una familia con cuatro hijos y nada que
llevarse a la boca, hace presagiar que no siempre David vence a Goliat.
En su cargo Marisol es consciente de esto, y no puede contener las lágrimas al pensar
en el futuro incierto del barrio al que ha dedicado dos años de extenuante trabajo. Entre
otros, se encarga personalmente de asesorar a las familias en proceso de desalojo, y su
frustración es comprensible: el esfuerzo parece vano; sus razones chocan con los muros
del IVVSA, siendo ignoradas o ni siquiera atendidas. Hasta el momento, las condiciones
propuestas son las más factibles para poner fin al caos de Los Palmerales: no se
pretende que las deudas sean canceladas, sino que se flexibilicen las condiciones para
saldarlas. “Aconsejo a los afectados que vayan a las oficinas del IVVSA en Alicante y
presenten un escrito declarando que no pueden pagar, solicitando un aplazamiento”
afirma. Pero no surte efecto: “cuando llegan les hacen firmar un reconocimiento de
deuda para que abonen una cantidad más”.

Teniendo en cuenta el desafortunado momento económico elegido por el Instituto de


la Vivienda para actuar es lógica la angustia de los vecinos, muchos de los cuales
consiguen sus alimentos diarios gracias a vales por la imposibilidad de comprarlos.
Cuando no se dispone ni siquiera de lo básico resulta complicado pensar en miles de
euros. Por su parte Juan Grau, jefe del departamento de adjudicaciones del IVVSA en
Alicante, no se pronuncia al respecto, como tampoco lo hacen otros responsables de la
institución. Esto agrava la decisión de abandonar la gestión participativa del barrio a
través de la Comisión de Seguimiento de los Palmerales.

A la espera de encontrar una posible solución a este trance los habitantes tienen
miedo; la elección de desalojados no parece sujeta a baremo oficial alguno, como
pudiera ser la cuantía de la deuda o el estado de la vivienda, lo que no deja exento a
nadie de ser el próximo afectado. Mientras las vías de negociación se agotan la cohesión
se fortalece; saben que dejar de cooperar entre ellos supondría perder su voz, y con ella
una de las pocas armas que aún conservan. Esta noche Tamara y su hermano dormirán
en casa de unos vecinos, Asunción y Francisco serán ayudados por otros; toda
colaboración es poca cuando está demostrado que nadie queda salvado de perder un
derecho básico tras la visita del cartero.

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