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REN HIGUERA
Se queda seria. Me mira. Los comensales empiezan a llegar, uno a uno. Todos
lucen trajes de colores vistosos. La alegra en sus rostros contrasta con el gris inmutable
de las nubes que se arrastran por el cielo, tempestivas, por afuera, y la triste msica que
Stan Getz derrama sobre nuestros torpes movimientos, hacia adentro. Tal vez un rayo
de luz. Un presentimiento vago de felicidad. Tal vez un rayo. Ahora ella sonre: los
reconoce. No saluda, se inclina sobre la taza y con ambas manos la lleva hasta su boca.
Mira su reloj de pulso, como una seal para los otros de que no est sola; de que est
sola, pero alguien, pronto, llegar. Despus deja una mano sobre la mesa, y con el
ndice empieza a marcar crculos de humedad, vetas que se borran al instante para
volver a inscribirse en lo que podra ser indecisin, falta de algn tema que tratar, algn
bostezo reprimido en la frugalidad somnolienta que la separa de los otros, de m, de
ella, de los que no han venido. De la imposibilidad de ser lo que se es. Lo que la une a
la borrosa transparencia del cristal empaado de los ventanales y al humo del cigarro
que, sin pretenderlo quizs, deja consumir sin bocanadas entre mis dedos.
La distancia.
cambiado.
abrigo rojo del respaldo y lo coloca sobre sus hombros, como aquel que no lleg, y pasa
junto a m cargando una pesada sonrisa de resignacin. Pienso. Recuerdo qu
recuerdo? Me quedo serio, vuelvo a mi libro y no hay palabras cuando el mesero llega
una vez ms a llenar mi taza de caf. El lugar se va quedando vaco.
Llueve.
En una historia diferente escribir que era ms clara la noche; en esa historia,
ella y yo, juntos, dejaremos Ciudad, caminaremos.