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CARMELO CUÉLLAR JIMENEZ “La Leyenda”

 Darwin Pinto Cascan

Abrió los ojos de golpe a la mitad de la noche y se encontró con la mirada


oscura del sargento Antonio Chory. El movima que había sido su mejor
clase en la Guerra del Chaco, yacía de pie, mirándolo, apoyado ligeramente
a la ventana del dormitorio como si estuviera muy cansado, a contraluz de
los rayos de la luna que bañaban a una Montevideo sumergida en las aguas
negras de un mal sueño.
 
-Carmelo, dijo Chory con una voz que venía de lejos.
-Carmelo, repitió eso que pese a llevar uniforme caqui con abarcas llenas
de polvo del pasado, igual era una sombra que se fundía con las olas de la
cortina movida por el viento…
 
El capitán Carmelo Cuéllar se incorporó de la cama empapado en un sudor
que no parecía de angustia y se le quedó mirando a aquel visitante
inesperado con el corazón agitado por algo peor que la tristeza. Pese a que
había llorado muchas veces en los tiempos de la Guerra Grande, jamás se
había dejado ver con nadie en esos menesteres, puesto que aquel era un
íntimo rito de limpieza de su alma que él no podía darse el lujo de
mostrarle a los demás. Pero este era el sargento Chory, beniano como él y
con quien el capitán Cuéllar sentía que tenía una deuda.
 
-Nadie nunca te sintió llegar, querido camba “pisablandito”, dijo Carmelo
con una casi ternura contenida por la rudeza de su carácter, pero ya el
sargento Chory se había ido. Carmelo se limpió una lágrima de hombre con
el dorso de su mano morena de los hijos de Magdalena y entonces sintió un
leve dolor en la cara. Estaba un poco hinchada, nada serio ni demasiado
visible. Afuera, el Montevideo del exilio dormía con la boca abierta y un
pie afuera de la manta de la noche. Amanecía sobre el Río de la Plata y
Carmelo dijo entre dientes…
-También amanece sobre Magdalena y Trinidad. 
Trató de acomodarse nuevamente en la cama bajo el argumento
inexpugnable de que debía descansar porque en unas horas más tendría el
duelo de honor con ese irritable argentino y antiperonista, el tal doctor
Sanmartino. Pero fiel a la energía interior que lo había convertido en una
leyenda viviente como jefe militar y revolucionario a favor de los
humildes, reflexionó para sus adentros: “dormir demasiado es el consuelo
que les queda a los que no han vivido. Sé que la vida no me va a alcanzar
para conseguir todo lo que he soñado, ¡pero es que he soñado tanto!…”
 
Suspiró empapado en el sudor amargo de la melancolía y una avalancha de
recuerdos desordenados le llenó la mente con habilidades de turbión. Pensó
en las cosas que había soñado desde los años desolados de su huérfana
infancia y se vio en Villamontes dirigiendo a los revolucionarios de Paz
Estensoro rumbo a Tarija; se vio desnudo y feliz en su Magdalena
verdísima y húmeda, cuya luz había sido la primera que sus ojos vieron. Un
hormigueo le recorrió la espalda y de inmediato se vio también en Santa
Cruz de la Sierra pasando clases en el Colegio Nacional Florida junto a sus
compañeros de adolescencia y correrías, que después fueron sus camaradas
en los días duros de esa infortunada guerra que aún retumbaba en su
cabeza.
 
De golpe ese mosaico mental que mezclaba el pasado con el futuro se hizo
pedazos cuando volvió a ver al Sargento Chory yendo otra vez con las
manos vacías rumbo a Cabayo Cabuirenda, como aquella vez, allá en el
infierno…Vio pasar de nuevo al sargento movima a través de la ventana de
su cuarto montevideano rumbo a su destino, pero entonces Carmelo no
sintió miedo, sintió algo peor.
¿Miedo? él había vencido el miedo desde los años remotos de su niñez,
cuando a los 8 años, en su natal Magdalena perdió a su padre, Gonzalo
Cuéllar, víctima de un mal que hoy con el avance de la ciencia llamaríamos
cáncer. Su madre había muerto el mismo año pero de pura tristeza y él, el
menor de seis hermanos, se había quedado casi solo en el mundo…
¿miedo? Cuando alguien se queda huérfano a una edad en la que todo se ve
en dimensiones gigantes sin que haya nadie que te dé una mano, no se tiene
derecho a tener miedo.
 
-No se tiene derecho a tener miedo… repitió Carmelo casi en un murmullo.
Se pasó la mano por un lado de la cara para limpiarse el sudor y
redescubrió que la tenía un poco hinchada y adolorida, cubierta por una
sensación de latente y húmedo calor. Nada grave, eso era el resultado del
ataque más suave que había recibido en su vida.
De pantaloncillos y camiseta, el capitán  Cuéllar se levantó de la cama y
caminó descalzo sobre el piso helado de su modesto departamento de
exiliado hasta el escritorio iluminado por la luna que entraba a través de la
ventana por donde nuevamente lo miraba Antonio Chory.
 
-Carmelo, quiero a mi “muñeca”. Carmelo quiero irme a Yacuma.
Carmelo, con unos diez como vos y otros diez como los Buschs y Bilbaos
Riojas y Marzanas y un puñado más de cambas benianos, cruceños y del
territorio de Colonias, hubiéramos ganado antes… Carmelo ¿por qué no
puedo llevar a mi muñeca a lo de Cabayo Caiburenda? Total, sólo faltan
dos horas para volver a casa…Yo, como vos, soy hombre de montes y ríos,
este desierto nos está matando, Carmelo… decía el sargento movima con
una voz que volaba cansada sobre el aire líquido de ese amanecer tan lejos
de Magdalena.
Carmelo se contuvo para no llorar esas lágrimas de hombres que
atravesaban el acero de su alma y de las que nacían quebrachos de piedra
cuando tocaban el suelo. Como todo camba, Carmelo era un guerrero con
corazón de poeta…
-Descanse, soldado…dijo el capitán Cuéllar con la cabeza baja sobre el
escritorio, decidido a no ver más a Antonio y empezó a escribir con esa
letra menuda de las almas fuertes para que el sargento Chory comprenda
por fin lo que había pasado aquel día remoto, allá, en lo del Cabayo
Caiburenda…
 
“Antonio Chory, ‘el macho’ murió cazado de un balazo como un pajarito.
Sólo uno. Cayó el mismo 14 de junio de 1935 a las 10 de la mañana, dos
horas antes de que se callaran para siempre los cañones de Guerra del
Chaco. Yo había recibido la orden de ocupar un lugar denominado
“Cabayo Cabuirenda”, pero con la instrucción de que no vaya yo y, en
todo caso, que fuera un clase responsable para evitar choques con el
enemigo. Era una misión delicada que le encomendé al Suboficial Alberto
Bloomfield. El Sargento Chory pertenecía a esa sección. Dispuse que
Chory no llevara su ametralladora semipesada que manejaba con mucha
habilidad y que adoraba tanto que le decía “mi muñeca”. La amaba,
jugaba con ella en el combate a caballo o a pie. Ocupado el puesto, Chory
se adelantó, nadie sabe por qué, unos cien metros por el borde del camino
hacia Guirapitindy y se encontró de frente con una patrulla enemiga que
venía también para ocupar el puesto que ya era nuestro. Se encontró al
enemigo sin su “muñeca” en las manos. No hubo choque, ni escaramuza,
nada, fue sólo un tiro y la patrulla paraguaya se replegó y no volvió nunca
más. La guerra terminó dos horas después. Antonio Chory murió sin “su
muñeca”, que aquel día había dejado apesadumbrado por orden mía.
Hasta hoy me remuerde la conciencia por haber cumplido esa orden.
Antonio, ¿es que todavía no sabés que llevás varios años de muerto?
Perdoname, Antonio.
 
Cuando Carmelo soltó la pluma, el espectro ya no estaba ahí. Era como si
jugase a las escondidas, como si fuera y viniera a través del tiempo, a ratos
caminando sobre el polvo rojo del Chaco rumbo a Cabayo Cabuirenda sin
su “muñeca” en las manos, a ratos de pie sobre el suelo húmedo de
Montevideo, mirando a su capitán con ojos de gente muerta, esperando que
él dé la orden de volver a casa, allá en Yacuma.
Carmelo comprendió.
-Sargento Chory, puede volver a casa, dijo Cuéllar y de inmediato el
fantasma se diluyó en la neblina, pero a modo de despedida dejó la ventana
empañada con el vapor de su aliento helado. Por fin descansaría.
A través de su ventana, el exiliado boliviano vio cómo el Uruguay se
despertaba. Vio a los obreros que esperaban ya los buses para ir a las
fábricas, cómo los vendedores de diarios abrían sus puestos, cómo el ferry
que hacía el viaje de Montevideo a Buenos Aires se llenaba de gente que se
protegía de la llovizna helada con paraguas negros. De golpe, sin saber por
qué, el ex combatiente de Bolivia empezó a tararear el himno del Beni. Él
estaba aquí, pero también allá…
 
“Si la ambición bastarda de un vecino 
bajo el verde listón de mi bandera  
humillar a mi patria pretendiera  
iremos con orgullo a combatir”
 
-Vaya himno guerrero el nuestro. Dá la talla de todos los hijos de esa gran
madre verde, se dijo y su dura mirada mojada por el recuerdo se perdió en
la línea del horizonte por donde emergía entre las aguas del Río de la Plata
ese mismo sol que le había calentado la vida en las tierras de sus
querencias. ¿Qué estaría pasando en ese mismo momento en Magdalena, en
Trinidad o en Santa Cruz? ¿Por qué no podía volver a la patria por la que
había matado y sangrado siguiendo las palabras del himno que acababa de
tararear? Se pasó la mano por la cara que le dolía un poco. Ya no sudaba.
-La política me llevó a la guerra, la política me trajo a este exilio. La
Standard Oil sigue marcando el rumbo de mi destino…Como entonces...
 
Y así había sido. Huérfano, luego de irse de Beni a Santa Cruz arreando
vacas a los 8 años, había interrumpido su educación en el colegio Nacional
Florida para irse a ganar plata como perforista de la petrolera Standard Oil
en Villamontes. ¿Era el destino que lo empujaba al Chaco para consagrarlo
allí como una figura mítica pese a su origen humilde en el departamento
más olvidado de la patria?
Ya allí, dos razones dispares, pero igual de sagradas lo hicieron ir por su
libreta de servicio militar: la primera razón era el servicio a la patria…y la
segunda; su deseo de acceder a mejores chicas. El uniforme siempre había
sido un afrodisiaco y un símbolo de respetabilidad que atenuaba las
precauciones de los candidatos a suegros. Entonces él era un mozo de 17
años sin hacienda ni apellido importante, pero quería comerse al mundo y
su primer bocado lo dio al presentarse en el regimiento Loa de Villamontes.
El pueblo que soportaría la peor batalla urbana de la guerra contra el
Paraguay, ese día ardió por otra causa. Carmelo había llegado para
construir su leyenda.
Ahí estuvo bajo el mando de Enrique Peñaranda, quien después con
Germán Busch le darían el golpe de Estado al presidente Salamanca en
plena guerra, a 300 metros de las líneas enemigas. Luego, Peñaranda y
Busch serían Presidentes de Bolivia. Con el capitán Ustarez, Carmelo
aprendió a explorar el Chaco y conoció a Busch en las jornadas negras de
Boquerón, apenas unos días después de la heróica muerte de Ustarez
tratando de romper el anillo de acero impuesto por Estigarribia a Boquerón.
Al final de la contienda iniciada por las pugnas petroleras entre la Standard
Oil y la Royal Dutch Shell, Busch lo llamó a La Paz porque ahí se
necesitaba la fama de Cuéllar para hacer renunciar a la Presidencia a un
testarudo y manipulador militar de pesadilla, esa calamidad soberbia que le
costó tantas vidas al país: David Toro.
 
-Firmá tu renuncia David, dijo Busch, camarada y compadre de Toro, a lo
que el responsable del desastre de Picuiba, siempre soberbio por sus aires
señoriales de caballero chuquisaqueño, contestó:
-Germán, yo sé redactar, voy a escribir mi propia carta de renuncia... 
 
Entonces Busch hizo una señal con la mano y Carmelo Cuéllar apareció
llenando con su presencia todo el ámbito siniestro del Palacio Quemado.
Ahí estaba el hombre que había aterrorizado con solo su nombre al feroz
enemigo guaraní; el terremoto de su osadía y la radicalidad de acciones
habían llegado hasta Asunción en donde le habían puesto precio a su
cabeza. Cuando Toro vio a Carmelo, supo que Busch hablaba en serio...
 
Toro, por supuesto lo conocía. Sabía que Carmelo era una leyenda
chaqueña, había visto cómo la oficialidad guaraní minutos después de
acabada la guerra le había entregado un cuero de urina que llevaba escrita
la leyenda que decía:  “Teniente Cuéllar, si alguna vez en su Patria
olvidan los méritos ganados por usted en la Guerra del Chaco, el
Paraguay, noble enemigo de ayer y amigo de hoy, no lo olvidará jamás”
Toro no llegaría a saber que en 1958, cuando Carmelo visitó Paraguay en
su calidad de diplomático, el dictador de ese país y ex combatiente del
Chaco, Alfredo Stroessner, le oficializó el pergamino que sus camaradas de
armas le habían entregado a Carmelo el día que acabó la guerra. Era un
reconocimiento especial de la República del Paraguay a un soldado de
Bolivia. Toro tampoco supo que el presidente guaraní, Juan Carlos
Wasmosy, hizo una pausa a su agenda oficial en 1994 y fue hasta Santa
Cruz exclusivamente para estrecharle las manos a ese hombre del que en su
país los excombatientes que quedaban aún seguían hablando.
Toro no llegó a saber esto último porque murió mucho antes, pero sí sabía
aquel día en el Palacio Quemado que Cuéllar era el soldado más valioso
que había tenido Bolivia en la guerra por su capacidad de mando y su
habilidad casi sobrenatural de penetrar las líneas paraguayas por las noches
y cometer acciones que bien podían enmarcarse en lo que después se llamó
guerra psicológica…Cortaba orejas para no acarrear prisioneros,
aterrorizaba al enemigo incursionando de formas imposibles en su propia
retaguardia, penetrando sus defensas como si fuera una fuerza sobrenatural.
Emboscaba a los guaraníes y dejaba vivo siempre al más joven y lo
mandaba de vuelta a las filas paraguayas para que cuente lo que había
visto. La guerra era el infierno y él lo sabía. Ese era el hombre que David
Toro tenía parado detrás ese 13 de julio de 1937 en Palacio Quemado. 
-¿Así que no va firmar mi general? Le dijo Carmelo al Presidente saliente
en un tono casi jovial que Toro Ruilova entendió a la perfección…y el
todopoderoso David, pálido, sinténdose desarmado y pequeño frente a un
gigante como aquel beniano que lo miraba con ojos de fuego, firmó su
renuncia sin decir una palabra, con la mano sudando frío, y se largó para
siempre de la historia de Bolivia… Pero Carmelo se quedó.
Ya como sub jefe de Policía del presidente  Gualberto Villarroel (que había
derrocado a Enrrique Peñaranda el 20 de diciembre de 1943), tuvo que
valerse de tretas de superviviente para salvar su vida tras el golpe
apadrinado por las transnacionales que derribó a Villarroel (colgado por la
turba en un faro de la plaza Murillo de La Paz) y encumbró en el poder a
Nestor Guillén en 1946.
 
Carmelo se escondió seis días en el antetecho del hotel París, de La Paz,
hasta que disfrazado de campesino aimara logró refugiarse en la embajada
de Argentina, país al que luego llegó como exiliado con Paz Estensoro. En
la guerra civil de 1949 penetró desde Argentina con las fuerzas
revolucionarias del MNR contra el gobierno de Urriolagoitia y tomó
Yacuiba y Villamontes. Marchaba hacia Tarija cuando la revuelta fue
sofocada. Esa travesura le costó su asilo en Argentina y causó un conflicto
diplomático entre ésta y Bolivia que exigía extraditarlo. El peronismo no
quiso entregarlo a La Paz y lo mandó a Montevideo. En la capital uruguaya
era donde se encontraba este amanecer después de haber visto al sargento
Chory a contraluz de la luna  en la ventana de su pieza.
 
-“Dormir demasiado es para los que no tienen razones para estar
despiertos”. Miró los libros que había conseguido en Buenos Aires tras su
paso como oyente en la academia de Filosofía y Letras de la capital
argentina. Sí, haría política, trabajaría por Bolivia, pero desde una trinchera
ajena a la militar… En Montevideo, Carmelo Cuéllar se preparaba
intelectualmente para actuar desde el Poder Ejecutivo, desde el Parlamento,
para ser diplomático, porque en definitiva el MNR iba a vencer ¿quién lo
dudaba? ¿el doctor Sanmartino?…Y después, cuando quiera recogerse a
descansar en su tierra natal, se dedicaría al periodismo y a la poesía. ¿Por
qué no? Muchos años después, ya como prefecto del Beni en el último
gobierno de Víctor Paz hacía 1986, recordaría estas reflexiones que ahora
tenía en su departamento montevideano. Recordaría cómo es que una vez
victorioso el MNR en el 52 había sido prefecto de Oruro, embajador en
Paraguay, en Uruguay, recordaría su memorable reunión con el sencillo y
brutal Mao Tse Tung en China; sus conversaciones vía intérprete con
Krushev y Bresnev en la URSS, como enviado del gobierno de Paz
Estensoro, mientras el tarijeñazo don Víctor se reunía con el mismísimo
Kennedy en Estados Unidos. Pero todo aquello aún no sucedía en ese
febrero de 1952 en Montevideo, aún el MNR no se tomaba el poder, aún
todo se estaba cocinando en la gran olla del destino…
 
Se apoyó a la ventana con el día ya encima de la ciudad. Respiró hondo,
Uruguay le había abierto los brazos… Uruguay, Montevideo, el incidente
con Sanmartino. Fiel a su arrebatada personalidad, de inmediato pensó en
un pasaje de Cicerón en el que se hablaba sobre que habría de cuidarse de
aquellos que hacían la guerra preventiva predicando que los motivos eran la
paz…
-Un poema bien escrito, siempre será mejor que un balazo, se dijo y
entonces alguien golpeó la puerta.
 
Carmelo se puso una bata, salió del dormitorio y pasó a la salita amoblada
con un sofá bastante modesto, dos sillones y una mesa de reuniones con
una banderita boliviana al centro, en la que se juntaba con otros exiliados
para planificar el levantamiento que se avecinaba, ese previsto para abril de
1952. Abrió la puerta.
 
Su querido camarada Inofuentes y otro boliviano más, vestidos de traje con
sombreros colocados a lo guapo bonaerense lo miraban con cierta gravedad
amistosa. Inofuentes, defensor de Boquerón con Marzana, le extendió el
diario, él los recibió con palmaditas en los hombros y ambos hombres
pasaron a la salita después de darle un  apretón de manos.
 
-Vaya, estoy en el diario. Imposible pasar desapercibido en ninguna parte,
bromeó Carmelo fiel a su talante de hombre oriental.
 
-Sí, la prensa se ha hecho bastante eco te tu lío con Sanmartino… ese
caballero fascista… dijo el otro.
-Pues vaya que el señor doctor en derecho había tenido un muy mal genio
eh?
-Sobre eso, te tenemos una noticia mala y la otra aún no sé si es buena o
mala, dijo Inofuentes.
-¿Un café? ofreció el capitán, como si no hubiera escuchado nada.
-No, gracias…
-Pues bien, porque ya no tengo… contestó Cuéllar, tratando de desinflar un
poco la tensión del momento.
-Venga, dame la noticia mala,  remató Carmelo disimulando la impaciencia
que le asomaba por los ojos.
-La mala es que el Comité del duelo decidió que el ofendido no fuiste vos,
sino Sanmartino.
-Eso significa que sí habrá duelo ¿eh? No hay diferencias si es contra un
ejército o contra un hombre, uno siempre puede perder ¿será con pistolas?
Dijo Cuéllar con un cierto gesto de complacencia, como quien habla de un
asunto que le es muy familiar…
 
- Propusimos el uso de pistolas, pero Sanmartino a sabiendas de que sos
un soldado veterano de guerra y condecorado en tu país, ha apelado a su
condición de ofendido, optando por algo más de “caballeros”…
-Sables…dijo Carmelo mirando a sus padrinos de duelo con cierta
indiferencia.
-Sí, sables. El señor doctor antiperonista al parecer… se hizo pis…
 
El día anterior, Carmelo estaba en una librería buscando obras, siguiendo
esa creciente ambición de entrar al terreno de la política con cierta ventaja
intelectual, cuando el dueño de la tienda le presentó a un amigo y este a su
vez le presentó a Sanmartino. Entonces el doctor argentino también
exiliado en Montevideo, le preguntó:
-Por cierto, ¿usted es boliviano?
A lo que Cuéllar contestó que sí, que era boliviano y también el “fascista”
al que Sanmartino había ofendido hacía cuatro años atrás desde el congreso
argentino. Carmelo lo dijo en tono de ironía pero sin ánimo de desagravio,
pero el señor doctor en derecho se alteró como buen porteño, le gritó a
Carmelo que era un imbécil y le soltó un puñetazo en la cara, al punto que
los presentes en la librería intervinieron para frenar la escena.
El capital Cuéllar derribado por el golpe en la cara se levantó muy calmado
(la serenidad era la virtud que más apreciaba en los hombres), se acomodó
el traje sin responder al ataque físico de aquel hombre no tan joven ya y le
dijo a Sanmartino que enviaría a sus padrinos para concretar el duelo.
Sabía lo que era ese asunto de bestias que habíamos llamado “guerra”, este
altercado era apenas un asuntito entre dos hombres, casi nada.
 
Inofuentes y el otro boliviano habían ido donde el ex legislador rioplatense
y se habían reunido con sus padrinos de duelo, y entre los cuatro, habían
elegido a un comité para puntualizar los pormenores de la situación. El
comité definió que la ofensa verbal de Sanmartino en el congreso argentino
contra Cuéllar y el MNR había ocurrido hacía tiempo y que en los hechos
de la librería, el comentario de Cuéllar había desencadenado la reacción del
argentino por lo cual el ofendido era éste.
 
Eso acababa de contarle Inofuentes a Carmelo.
-El duelo es esta tarde, con abogados, médicos, autoridades de la ciudad,
periodistas y una infinidad de curiosos.
-Todo un show en el que dos caballeros se juegan la vida por su honor.
Dijo Cuéllar.
-Y sí, ya sabés que este país es la Inglaterra de Sudamérica.
 
 
A las tres de la tarde llegó Carmelo con sus dos padrinos al lugar del duelo.
Se estableció que el combate fuera a cuatro asaltos durante dos minutos, los
médicos desinfectaron la punta de los sables y los metales chocaron por
primera vez. Sanmartino era un hombre de familia descendiente de los
fundadores de Argentina y sus conocimientos de la esgrima eran los que
correspondían a un caballero de su alcurnia. Mientras Carmelo andaba
descalzo su niñez en Magdalena, este señor doctor montaba ponis vestido
de marinerito de su majestad la reina Isabel. Parlamentario, feroz opositor a
Perón que lo había mandado a ese exilio montevideano, Sanmartino había
visto a Carmelo Cuéllar y al MNR como la encarnación boliviana de su
odiado peronismo. Por eso despotrincó contra Carmelo y el MNR en el
Congreso de su país y por eso reaccionó así en la librería.
Fue el primero en atacar. En pleno combate, Carmelo vio otra vez al
sargento Chory entre la multitud y aquel descuido hizo que Sanmartino le
hiriera la mano. Pararon el duelo y los médicos anunciaron que la herida
había sido a primera sangre por lo que se dio por finalizado el encuentro.
Cuéllar y Sanmartino se dieron las manos y el árbitro dijo en voz alta.
 
-Dos caballeros, señores.
 
Sí, dos caballeros. En la librería, Cuéllar no había agredido a Sanmartino
haciendo gala de su mítico autocontrol y en el duelo, a sabiendas de que su
adversario le llevaba varios años de ventaja, había adoptado una posición
de defensa. Ya habían muerto muchos…Ese día nadie tendría que morir.
Esa noche, en la soledad de su habitación montevideana se dejó llevar por
el río de su extraordinaria memoria e hizo el repaso, uno a uno, de los
hombres del Beni y de la Patria que dejaron sus huesos en el Chaco. Llegó
a la conclusión de que había sido un hombre bendito por el destino.
Muchos años después, en el último gobierno de Paz Estensoro en 1985,
como prefecto del Beni escribiría…
 
He llegado más allá de mis aspiraciones, y por supuesto, mucho más lejos
de mi propia capacidad. Que Dios me lo perdone. Soy un hombre
agradecido con la vida. A esta altura de mi vida puedo, pues, afirmar que
si me tocara morir este instante, lo haría dando gracias a Dios con el
“schoropay schuré” de los itonamas, que quiere decir: “Dios te lo pague,
Taita”.
 
En su habitación montevideana Carmelo, con la mano herida y las maletas
listas para retornar a Bolivia ese abril de 1952, volvió a ver al sargento
Chory a contraluz en su ventana esperándolo para acompañarlo en su
retorno a la patria; cerró los ojos aspirando el olor fresco del río dormido y
soñó que su madre lo miraba orgullosa por la clase de hombre que había
parido.
 

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