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RAÚL DORRA.
Dad al César...
-¿Eso es todo?- le pregunté, con inútil impaciencia.
El hombre se tomó tiempo para responder. Se sentía cumpliendo grandes gestos.
-Hay algo más- me dijo. Y comenzó a inclinarse.
Atrás, junto a la roca donde golpeaba el sol, la torpe multitud nos injuriaba. Me tendió
sus sandalias comidas por la tierra; después se quitó el trapo que le cubría el cuerpo.
Quedó ante mí desnudo, inexistente ya, ridículo. Los gritos arreciaban.
-Y también esta carta. - agregó -. Entréguela en persona. Conocerá que la ley fue
respetada y estaremos en paz. A cada cual lo suyo.
Me sonrió levemente y me alargó su mano. La ignoré. Puse aquellos objetos en la bolsa
y fui hacia mi caballo. El sol era un fastidio, ese peso en la nuca y las espaldas. El
hombre, mientras tanto, caminó hasta la roca con gravedad absurda, como si todo fuera
previsible y perfecto. Les habló sin sentirse buscado por los gritos.
-Y bien; aquí me tienen. Vengo a darles la parte que les toca y estaremos en paz. A cada
cual lo suyo.
Desatando las bridas temblaba de la cólera. ¿Y era acaso por esto que había yo hecho el
viaje? ¿Qué negocio era aquello? ¿Qué ganancia obtendría de esos objetos míseros? De
pronto hubo silencio. El hombre comenzaba a desprender sus miembros y los iba
arrojando. Lo hacía sin esfuerzo y casi con alivio. Monté. Había algunos perros
merodeando y una mujer oscura más allá se inclinaba desnudándose un pecho.
Retornaron los gritos:
-¿Y qué haremos con esto? ¿y blandían un brazo, un trozo de cadera?. ¿Qué provecho
dará esta pobre carne?
Atardecía. La noche iba a encontrarme galopando. Repugnado, aliviado, me coloqué el
sombrero. La cabeza del hombre habló desde la roca con una voz intacta:
-Pero es la Ley. Yo no tengo otra cosa para ustedes. La Ley debe cumplirse.
Azucé mi caballo. Para avanzar más libre desprendí aquella bolsa y la dejé rodar sobre
la arena. Galopando ya en medio del desierto, oía aún los gritos:
-¿Qué ley? ¿Qué ley?