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SANTOS GUERRA

Me contaba un profesor chileno, hablando de cuestiones sobre evaluación educativa que un


buen día le había preguntado a un alumno quién había sido el sucesor de Felipe II. Y que se
había quedado atónito al escuchar la respuesta del estudiante:
–Su primo Genito.
Me sigue contando el profesor que le había dicho que no era correcta su respuesta porque la
línea dinástica real no se establecía a través de ese tipo de parentesco. El alumno, muy
convencido, insistía en que esa era la respuesta que había leído en su libro. Cuando el
profesor insiste en que lea con atención, descubre el alumno que había leído
incorrectamente y que había separado conceptualmente las dos partes de la palabra que
aparecían divididas en el final de una línea y en el comienzo de la otra.
–A Felipe II, leyó el alumno, le sucedió su primogénito.
Respondiendo a esta preocupación del profesor por el componente de repetición que tienen
muchas evaluaciones, le conté una vieja historia de un examen en la que se preguntaba a un
alumno por qué los judíos habían sido expulsados de la Península. Uno de ellos contestó:
–Porque no querían dejarse hacer fotos.
Ante la reconvención del evaluador, que le recordó al examinando que ni siquiera había
cámaras en aquella época, el alumno leyó despacio y con sentido el texto: “Los judíos
fueron expulsados de la Península porque no quisieron retractarse”.
Traigo a colación estas anécdotas (habitualmente se reproducen los errores de los alumnos,
pocas veces los que también cometemos los profesores) para plantear algunas ideas sobre la
evaluación que estos días se está llevando a cabo en los centros escolares. Una de las
reflexiones tiene que ver precisamente con ese excesivo peso de memorización que suelen
tener las evaluaciones. La pretensión primordial parece ser la de conseguir que el alumno
repita con fidelidad la respuesta esperada, la respuesta correcta, la respuesta pedida. Frente
a otras tareas intelectuales importantes (crear, pensar, comprender, analizar…) cobra una
fuerza extraordinaria la tarea (también necesaria, por supuesto) de repetir. Y como la
evaluación condiciona los procesos de aprendizaje, se pone un gran empeño en que el
alumno tenga éxito a través de la repetición fiel de las respuestas. Hace poco le he oído
decir a una profesora a sus alumnos: “Bueno, niños, esto es muy importante. Hay que
aprenderlo de memoria. Y si alguno no es capaz de repetirlo literalmente, lo puede decir
con sus propias palabras”.
Otro problema de gran importancia en la evaluación es su función selectiva, clasificadora,
jerarquizadora. Se pone el énfasis en conseguir el éxito, en obtener el aprobado. No parece
tan importante la función de motivación, la función de aprendizaje, la finalidad educativa
del proceso evaluación. En esas actitudes influyen también las exigencias y las expectativas
de los padres y de las madres. Pocas veces le preguntan al hijo o a la hija si han disfrutado
aprendiendo, si son capaces de ayudar a los otros, si se han esforzado. Lo más importante
es obtener buenos resultados.
Obsérvese que el conocimiento académico tiene valores de distinta naturaleza. Tiene valor
de uso (motiva, tiene interés, tiene utilidad…), y tiene valor de cambio (si lo obtiene se lo
cambian por una calificación). Lo más importante llega a ser el valor de cambio, no el valor
de uso. Por eso se convierte en una obsesión el aprobar, no el aprender. Por eso, lo más
importante es el resultado. Me pregunto muchos días cuántos alumnos tengo en clase que
estén allí por el gusto de aprender, por el deseo apasionado de saber, por el valor de uso que
tiene el conocimiento que trabajamos. Y cuántos están porque no les queda más remedio,
porque tienen que obtener una nota y, a través de un conjunto de notas, el certificado
correspondiente que les da acceso a un trabajo.
Desde esa perspectiva nos encontramos con el problema de que muchos que acaban
teniendo éxito, paradójicamente, acaban también odiando el aprendizaje. No nos
imaginamos que los alumnos estudien, que trabajen en plenas vacaciones si han obtenido el
aprobado. ¿Cómo van a estudiar si es odioso y aburrido aprender? Decía Winston
Churchill: “Me encanta aprender, pero me horroriza que me enseñen”.
La hora decisiva de la enseñanza es el aprobar. La hora de la verdad es el obtener éxito.
Creo que este hecho constituye una perversión del proceso de aprendizaje. Me preocupa
que de las instituciones que tienen que formar personas que amen el conocimiento salgan
individuos que odian el aprendizaje.
Un señor tenía un perro. El veterinario le aconsejó que le diese una dosis de aceite de
bacalao todas las mañanas. Después de varios días de recibir la dosis, el perro se escondía
cuando oía los pasos del amo que se acercaba. Le agarraba violentamente por el collar, le
arrastraba por el jardín, le llevaba violentamente hacia una sala y, allí, por la fuerza, le
metía la cabeza entre las piernas y, con una cuchara, le metía la dosis de aceite de bacalao.
Como al perro no le gustaba aquella historia, forcejeaba. Y un día, lo hizo con tal fuerza
que tiró el tarro de aceite de bacalao que tenía el amo sobre las rodillas. El tarro fue
rodando hasta el extremo de la habitación. El perro se desprendió del amo y fue presuroso a
lamer el tarro. No es que no le gustase el aceite de bacalao. Lo que no le gustaba era la
forma en que se lo daban. El ser humano está programado para aprender, pero hay formas
de enseñar que convierten en ingrato el aprendizaje.
Tarea apasionante y difícil la de los profesores. Es imprescindible que los políticos, las
familias, la sociedad entera ayuden a estos profesionales que, en un mundo que ha
descubierto que la información es poder, se dedican por oficio a compartir la información
que ellos tienen y a enseñar a otros dónde buscarla de forma inteligente y entusiasta. Lo
decía Emilio Lledó con su sabiduría habitual: “Enseñar no es sólo una forma de ganarse la
vida. Es, sobre todo, una forma de ganar la vida de los otros”.

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