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GUILLERMO ENRIQUE HUDSON LA TIERRA PURPUREA ALLA LEJOS Y HACE TIEMPO WILLIAM HENRY HUDSON EL EXILIADO NATO* CONSIDERADO en algtin momento profeta y visionario, visto alguna vez como “gl mas grande de los escritores”,! ‘W. H. Hudson es hoy dia poco conocido en Inglaterra, excepto, quizds, entre los naturalistas. Esta desatencién en su pais de adopcidn contrasia con ef lugar seguro que sus escritos han adguirido cn la literatura argentina. Su estilo anticuado, sus explicaciones evolucionistas de los fenémenos, tan pasadas de moda y, especialmente, la desaparicién de una especie clara y oponible de comunidad rural inglesa, son tesponsables de un descenso en el interés por su obra: esto debido a que hoy dia la negacién fiteraria de la industrializacién avanzada ha venido a alojarse cada vez mds en Ja natrativa fantéstica, como la de Tolkien y Richard Adams y cada vez menos en modos de vida observables. Enfocar la escrirura de Hudson nos requicre asi it més all4 de su diferenciacién entre el campo y Ia ciudad, Ja nazuraleza y la civilizacién, con el objeto de desentrefiar los procesos a través de los cuales se generaton estas oposiciones y los cambios histéricos que hacia fines del siglo xrx habian ya asegurado la integraciéa de Ja vida rural al sistema capite- lista de modo que ella no podia seguir siendo confiable para la existencia como “Las citas textuales de Jas obras de G, E. Hudson corresponden a Ia edicién inglesa de sus obree recogidas en veinticuatro voltimenes, publicadas por Dent, 1922.23. tPor Jo menos de acuerdo con su biégrafo, Morley Roberts en W., H. Hudson (Londres, 1924) p- 103. Fl epigiafe del estudio de Luis Horacio Veldzquexz Guillermo Enrique Hudson cs una afismacién de Rabindranach Tagore que lo describe como “el més grande prosista de nuestra épaca”. cosa distinta de otras. La escritura de Hudson, con su mitico “alld lejos y hace tiempo” de la pampa, con su fentasia de las “mansiones verdes” y la evocacidn de la obsoleta vida pastoril puede verse finalmente como sintomé& tica de ua cambio histérico como resultado del cual los velores anteriormente atribuidos al “campo” y Ja “vida rural” retroceden hacia un pasado irrecupera- ble o se trasladan a lugares lejanos. Desde este lugar estratégico, los primeros treinta y seis atios de Hudson trans- curtidos en el cono sur, lo proveyeron de esa visién periférica que también en. contramos en Kipling y Conrad, En realidad, lo que distingue a estos autores cuyos escritos se tornaton populates en la década comenzada en 1890 y en los primeros afios de Ja siguiente es precisamente su habilidad para integrar en Sus narraciones esa experiencia del mundo no-earopeo ante ef cual sus héroes ¥ personajes son confrontados y puestos a prueba. En una sociedad en la cual, a pesar de le homogeneizacién y La racionalizacién de Ja vida, todavia se aptecia la virtud anacrénica del herofsmo, esta otra dimensién provela de una arena para Ia ordalfa de Ia humanidad. Kipling, Conrad y Hudson, son los exiliados natos cuyos escritos subrayan Ja pérdida producida por la integracién al capita- lismo, aunque nunca desafiaron su necesatia fatalidad, Pero Hudson era hijo de exiliados aun en Ja Argentina, y en consecuencia su arraigo era dudoso. Su padre, Daniel, y su madre, Caroline Kemble, habian na. cido ambos en los Estados Unidos, el padre en Massachussetts (de familia re- cientemente emigrada) y su madre en Maine, de una familia rigidamente cudquera establecida en Ia zona desde mucho tiempo atrds, Cuando llegaron en 1833 a bordo del Potomac, los Hudson, como porteamericanos, etan inmigran- tes poco habituales en fa regién del Plata; y a ptimera vista, su eleccién de nuevo hogar parecfa inexplicable, dado que la frontera de Ios Estados Unidos se estaba expandiendo répidamente en aquella época3 Cualquiera hubiera sido la raxdn de su excénttica eleccién, hundieron su capital en una pequefia “estan. cia”, “Los veinticinco ombiies”, en la regién de Quilmes. William eta el cuarto hijo de la familia: cinco afios después de su nacimiento, en 1846, las dificultades para ganarse la vida forzaton a los inmigrantes a trasladarse a una tienda, “Las acacias”, en Chascomtis, donde nacieron el hetmano y la hermana menotes de Hudson, y que serfa conducida por el padre sin mayot éxito durante algunos afios. La tienda era un lugar adonde los habitantes del pueblo Hevaban “cuetos y lanas y sebo en vejigas, ctin de caballo en bolsas y quesos de la zona, A cambio, podian comprar cualquier cosa que quisicran: cuchillos, espuelas, ani- Raymond Williams, El campo » ta ciudad (Tbe Country and the City, Londres, 1973). Morley Roberts, 99. eit, p. 20, cree que fue la mala salud de sa padre lo que Jo levé a_emigtat; y Luis Horacio Velézquez, op. cit., afirma que las actitudes puritanas de los Kemble y de Nueva Inglaterra en general, ‘pucden haber alentado La emigtacién, x Hos para aperos, topa, yerba mate y axicar, tabaco, aceite de castor, sal y pi mienta, y aceite y vinagre, y ¢l mobiliario que necesitaban: ollas de hierro, asa- dores, sillas de cafia y atatides”. (Alld lejos y hace tiewepo, p. 19). El padre de Hudson, cuyo cardcter curiosamente indeciso sélo puede entreverse en Jos es- ctitos de su hijo, como no era comerciante parecia satisfecho con dejar andar a fos tropezones al negocio, hasta que en 1854 quebs6 totalmente y la familia volvié a lo que quedaba de Je estancia “Los veinticinco ombtes”.* Sin embargo, la infancia de Hudson en uno de sus aspectos difiere en gran medida de la de sus contemporéneos britdnicos de clase media que a menudo eran separados de sus padres a temprana edad para que se los disciplinara, inti- midara y cestigara, pata que se los educara para las “obligaciones” y el “servi- cio” imperil. La infancia descrita en Allé lejos y hace tiempo era, para une generacién que idealizaba {a nifiez, un estado maravillosamente exento de trabas y no socializado, totalmente diverso al de guerras entre bandas que describe Kipling en Sialky y compaiiéa en el cual los nifios son més listos que cl sistema, el mejor para adaptar. Adin as, es también interesante que, inclusive sin el apoyo del “aparato ideoldgico del Estado”, Hudson abrazarfa més tarde volua- tariamente un chauvinismo no muy diferente al de Kipling. Y esto, a su vez, sugiere que 1a situacién del cofoxo era tan importante como Ta educacién en la formacién de actitudes conservadoras y, en realidad, todavia més importante? Porque aunque el cono sur no era formalmente una colonia, hay pocas dudas acerca de que los britanicos, y aun los semi-britdnicos como los Hudson, se consideraban y eran considerados como una taza aparte, lo suficiente como para hacer que Hudson se identificara con los ingleses, aun cuando en aftos poste- riores, al igual gue Kipling, fue considerado un exdtico entre ellos. Los in- gleses borrachos de I tierra purpérea y la pequefia aristocracia cazadora de zo- tros de Allé lejos y hace tiempo todavia exan considerados miembros de una raza “civilizada” y [a infancia barbara de Hudson, compartida con. tos nifios gauchos, no lo excluitia como a sus compafieros de Is posibilidad de optar por Ja “civilizacién”, Ast, aun en un pasaje inocente como el que sigue, existe un claro sentido de Ja diferencia entre el nifio anglosajén, para el cual la bat- barie era una erapa, y el nifio gaucho, para quien era un destino. Cuando estaba en la etapa joven y barbara y mis compafieros de juegos eran nifios gauchos a caballo en las pampas, ellos me ensefiaron a cazar perdices a su simple manera, con una cafia del- gada de veinte a veinticinco pies de larga, con un mudo cortedizo en la punta, hecho con el fino cje plegadizo de una pluma de ala de avestruz. (Los Pajaros y el hombre, p. 209.) Sin embargo, gozé de una infancia insdlitamente libre, que le permitié desarrollar su don natural para la observacién y su amor por la vida natural. Entre sus compafieros de juegos se contaban ocho perros, un cotdero y una 4Para detalles sobre los quebrantos financieros del padre, ver Ezequiel Martinez Estrada, EL mundo nareilioso de Guillermo Enrique Hudson (México, F.CE., 1951) especial- mente pp. 16-25. ‘Para compatar, véase el estudio de Philip Mason sobre Kipling (Londres, 1973). XE sucesién de caballos. Sus pasatiempos diarios eran cabalger, cazar y armar trampas, y desde muy nifio le permitfan vagar a caballo a través de enormes distancias, cabalgatas de las que a veces regresaba después de la caida de la no- che, acostado sobre el lomo del caballo para observar las estrellas. (Un Natu- ralista en el Plata, p. 358.) “No habia montatias, bosques, ni espacios yermos en esa regién: todo era verdor y vegetacién y predominaban los cazdos gigantes, también habia pancanos y en cualquier lugar con agua poco profunda ¢ inter. minables lechos de eneas, juncos y cafias, un patafso de toda clase de aves acudticas.” (Una Cierva en el Richmond Park, Pp. 172/73.) Muchos afios des- pués recordaria haber escuchado “los grandes gritos de las aves acudticas en las la- guhas, a una y hasta a tres millas de distancia: la vandaria, el gran rascén, el chillén crestado, la Hamada ‘viuda loca’ y otros a los que Ja maldita y repulsiva civilizacién de Europa ha borrado ahora para siempre”.® Pues esta serfa la ironfa de fa titima parte de su vida: pertenecer a una civilizacién cayos obje- tivos inclufan la destruccién de la vida natutal que amabe. Su pasién pot Ia naturaleza, que le hecfa pasar horas observando un cardenal cautivo y sentir una profunda emocién a la vista de un cubillo, no estaba diluida por a mediacién de la pagina impresa. Como Guacho, el personaje de Ricardo tiiraldes, comenzé a gozar de la lectura sélo cuando su pasi6n por la natura- leea habia arraigado hondamente en él. Una propensin a enfermarse lo llevé a los libros, y dos de ellos le fueton especialmente importantes: la Historia ne- tural de Selborne (1789) de Gilbert White, se convirtié en el modelo para sus sencillas observaciones cotidianas, de tal modo que més tarde considerarla 4 toda la pampa como su “parroquia de Selborne”, Por otra parte, El origen de Jas especies de Darwin lo perturb profundamente. Lo leyé en 1859 tras sus dos enfermedades setias, fibre tifoidea primero y una fiebre reumdtica luego, que debilits su corazén y le dejé la sensacién de que se hallaba condenado a una Muerte temprana; “No podia soportar partir con una filosofta de la vida, si puedo describirla ast, que no podia sostenerse [dgicamente si Darwin tcafa raz6n, y sin Ja cual, fa vide no seria digna de vivitse” {Libro de un naturalista, Pp. 214-15) escribfa muchos afios después. Pero habia otro aspecto del paraiso infantil de Hudson que haria erupcién en sus esctitos posteriores y que Je harfa sentir luezo que no habia forma de adherir a una vida vivida cetca de [a naturaleza sin admitir la violencia, Porque la violencia y ta muerte etan espectaculos familiares para él cuando nifio, desde la muerte del ganado hasta la muerte de los hombres, desde las ocasionales pe- leas a cuchillo y los accidentes, hasta las Iuchas politicas. Aunque la guerra civil entre blancos y colerados en la Banda Oriental co afecté inmediatamente a la familia, ésta suftié Jos remezones de otros acontecimientos politicos més cercanos; Hudson recuerda el retrato de Rosas que colgaba en su hogar y el hecho de que “nos habian hecho saber que él eta el hombre més grande de Ja septblica, que tenia poder ilimitado scbre vidas y fortunas de todos los hom- Edward Garnett, ed.: Cartas de W. H. Hudson (Letters rom W. FL Hudson, Londres, Nonesuch Press, 1923}, p. 168. XIE bres y que era terrible en su célera hacia los que obtaban mal, especialmente aquellos que se rebelahan contra su autoridad.” (Alla lejos » hace tiempo, pp. 108-110.) Rezagos del ejército de Rosas derrotado en Monte Caseros tra taron de robar caballos luego de la batalla, incidente que recordaba principal- mente a causa de Ja negativa fria y peligrosa opuesta por su padre. Y, en fin, existfa la violencia fronteriza y la guerra perpetua contra los indios, en la que particips, “En esa época, la froatera estaba protegida por una linea de fortines de adobe, cada uno guarnecido por dos o tres veintenas de soldados o gauchos, atmados con sables y carabinas, fortines situados a una distancia de cinco a diez Ieguas uno del otro. Moviéndose can rapidez, los indios podfan devastar las estancias més alejadas, matando y haciendo cautivos, incendiando casas ¥ reuniendo todo el ganado y los caballos que pudieran atrapar y luego retirarse al desierto con su botin evitando todo to posible el encuentro con su enemigo, pero luchando cuando eran alcanzados.” (Una Cierva en Richmond Park, p. 130.) Un amigo de la familia, comandante, mutid pisado por los caballos du- rante un ataque indigena y el propio Hudson sitvid en el ejército dos veces, la segunda de ellas en Ia guarnicién de Azul, entonces cuartel central de la guerra frontetiza. Llegé a creer que Ia violencia era un aspecto inevitable de las vidas vividas cerca de la naturaleza, Richard Lamb explicita esto hacia el final de La Herra purpérea donde declara que estatfa dispuesto a “abrirse paso con una masacte hasta la silla presidencial si con ello pudiera permanecer en esa tierra que lo habfa unido con la naturaleza”. Y en 1897, Hudson escribe a Cunninghame Graham: “En cuanto a la Banda Oriental, me place enormemente saber que existe todavia una nacién en el globo que no tendrd ‘paz a cualquier precio’. Cuanta mds degollina a la antigua de la buena haya en Ja Banda, mas me gus- tard”? Uno de sus uiltimos recuerdos de la Argentina es curiosamente simbilico de su ambigua actitud hacia la tierra donde nacid. Poco antes de partir para Inglaterra en abril de 1874, cabalgd a través de la pampa a la caida del sol. Era el final de “‘un brillante dfa de marzo, que acabsba en una de esas puestas de sol perfectas que se ven sdlo en el desierto, donde ninguna linea de casas 0 setos estropea el encantador desorden de la naturaleza y los matices del cielo y de la tierra estén en armonfa. Habia estado viajando todo el dia con un compa- fiero y pot dos hotas habiamos cabalgado a través de pastos incomparables, que se extendian por millas a cada lado, mirfadas de blancas lanzas tocadas con variados colores, mezclandose a la distancia hasta parecer casi la superficie de una nube. Al ofr un sonido similar a un silbido a menos de cuarenta yatdas detr4s de nosotros, dimos media vuel:a y vimos, a menos de cuarenta yardas detrés de nosotros, un grupo de cinco indios a caballo dirigiéndose rdpida- mente a nuestro encuentro: pero en el preciso momento en que los vimos, sus Carta a R. B. Cunninghame Graham, 21 de marzo de 1897, en Richard Curle, ed., Cartas de W. H. Hudson @ Robert Bontine Cunninghame Grabam (W. H. Hudson's Letters to Robert Bontine Cunninghame Graham, Londres 1941), p. 39. XEIL animales sc detuvieton en seco, y en Ja misma instancia los cinco jinetes saltaron ¥ se irguieron de pie sobre el lomo de sus caballos". (Un Naturalista en el Plata, p.7). Pocos afios después, los indios se habsfan. retitado, battidos por la campaiia del desierto y habrian Uegedo los inmigrantes italianos que “odiaban a los pé- jatos”® Como Audubon en Norteamérica, Hudson habja hecho Ia expetiencia del continente en una época de gloria irrecuperable y Ia sensacién de pérdida lo invadiria casi en seguida de llegar a la mettépolk victoriana A pesar de Ja nostalgia que sentia, patticularmente en sus tiltimos afios, Hudson no intenté seriamente en ningGn momento regresar a la Argentina, a pesar de que uno de sus hermanos mayores, Edwin, lo instaba a hacerlo y a pesar de que hasta llegé a decirle a Cunninghame Graham que sentia por esa tierza lo mismo que por su pais natal Edwin, que se habia mudado a Cétdoba, sentia que Hudson estaba realmente dotado como naturalista y le escribia “estos bosques y sierras y rfos tienen una fauna omitolégica mucho més plena « interesante que la de las pampas y Ia Patagonia. Aqut podria ayudarte y haria posible que dedicaras todo tu tiempo a la obsetvacion de los pajaros autdcto- nos y de Ja fauna en general”, Pero Hudson ya habia elegido “permanecer por el resto de mi vida en este pais de mis antepasados que se ha convertido en mio”, Fra una eleccién no exenta de arrepentimientos: Cuando pienso en esa tierra tan rica cn pjaros, esos bosques mas lozanos y prados mds nuevos donde podcfa haber hecho tanto, y luego miro esto, lo poco que hice en estos tomos, me veo forzido a reflexionar en que, después de todo, eleg! probable. mente el camino equivocado de los dos que se abrian ante mi entonces’* 10 No resulta claro si, en realidad, tuvo una opcidn, dado que la Argentina le habfa ofrecido escasas oportunidades de legar a ser naturalista y menos todavia un escritor dedicado a Ja naturaleze. Fue el doctor Burmeister del Museo de Historia Natural de Buenos Aires quien lo Puso en contacto con el Museo Smithsoniano fuego de que Hudson hubo aprendido por sf mismo a desellar y rellenar pajaros. Peto su coleccién para el Smithsoniano sélo cubrid sus gastos y no To proveyé de un medio de vida, de modo que desde su mds temprana adolescencia trabajé en la estancia de su padre y ocasionalmente ayudé a los vecinos durante las épocas de redeo y esquila. Cuando el Museo Smithsoniano le dio traslado de su trabajo al doctor P. L. Sclater de la Sociedad Zooldgica de Londres de Ia cual Hudson Hegé a ser corresponsal en 1869, éste comenzé a adquirir la Geil costumbre de tomar notas extensas, pero los largos viajes a campo traviesa hacia la Banda Oriental y a Patagonia donde estudis la migra- cidn de tos pajaros, los habia hecha por su propia iniciativa. El problema erg PHudson ecusa constantcmente a los icalianos de ser especialmente hostiles a las aves; véase, por ejemplo, las paginas iniciales de Use naturalista en el Plata, $Richard Curle (ed.), Cartas de W. H. Hudion (W. H. Hudson's Letters), p. 17 WMlotroduccién a Péjaros de La Plata (1920) (Birds of La Plata, 2 ed.’ Londres, Dent, 1923}, p. 3. Pera una lista de ies cattas de Hudson a la Sociedad Zooldgica de Londres y a la Smith- soniana, véase Velizquer, op, cit., pp. 94-6. xIV que, aunque la materia prima abundaba en la Argentina, sélo la metrépoli le podia brindar la oportunidad de vivir como escritor dedicado a la naturaleza, si no como naturalista, Sin embargo atin alli tuvo considerables dificultades para ponerse en movimiento, probablemente a causa de que carecia de toda educacién formal y tenia pocos contactos. Durante quince afios soporté la pobreza y el casi morirse de hambte, hasta que finalmente encontré en el en- sayo “al aire libre” su pasaporte para ingresar a Ja sociedad literaria inglesa. LA FACTURA DE UN HOMBRE DE LETRAS La cattete de Hudson como escritor, es inseparable de su integracién en Ja vida ciudadana, a la que detestaba. En Usa Cierva en el Rickmond Park desctibe en. forma semihumoristica cémo lo instruyé para que se convirtiera en un perfecto inglés un amigo suyo, mayor que él, que sdlo traicionaba sa “extranjerfa”” por el perfume que te gustaba rociar en su pafuelo, una costumbre considerada afeminada por los ingleses (p. 77), Su matrimonio con Emily Wingrave a quien, segtin confes6 una vez, nunca habia amado y de quien le atrafa princi- palmente su cantarina voz, parece haber sido parte del mismo proceso de inte- gracin. Ella era cerca de quince aiios mayor que ly se mantenfa tomando inguilinos y dando clases de musica. Su vida de casados, en sus comienzos, se parece a la de los empleados y escritores que luchan por su supervivencia en fas novelas de Gissing, y cn un perfodo especialmente malo, se alimentaron ptincipalmente de cocoa.” Después de 1886 vivieron en Tower House, St. Luke’s Road, Westbourne Park, donde habitaban un apartamento del piso superior y alquilaban las otras habitaciones. Con excepcidn de algunas excursio- nes al campo, que al principio no eran frecuentes, alli es donde vivid le mayor parte del resto de su vida. Era un lugar que sus amigos recuerdan con horror. William Rothenstein, un retratista de moda entonces, describe “el mobiliario Iiigubre, los cuadros y la porcelana mds comunes, Jas cortinas de encaje y Los antimacasares mds feos posibles”,» y Violet Hunt recuerda el repelente sofd, con el cuero colgdndole como las barbas del cuello de un buitre.4 Pero aun ast cra como si la propia fealdad del interior victoriano rcalzara el valor de Ja vida natural que habia dejado atrés en la Argentina, vida que redescubria en lugar tes aislados de la campitia inglesa. No resulta claro por qué Hudson se voled a escribir, aunque carreras como fas de Wells y Kipling demues:ran que era una forma aceptable de movilidad }Motley Roberts, op, cit, p. 53. William Rothensiein, Honbres_y memorias, 2 vols. (Men and Memories, Londres, Taber ard Faber, 1932), vo. 2B. 62, Violet Hunt, Los ailos agitados (The Flurried Years, Lordzes, 1926), p. 283. xv social hacia arriba, Sin embargo Hudson tuvo un aprendizaje largo y mds arduo que el de aquéllos y hablaria més tarde con amargura de sus luchas iniciales.? Recign en 1880 encontré su primer amigo literario, Motley Roberts, y en 1889 le presentaron a George Gissing. ““Gissing, Morley Roberts y yo, éramos tres bo- hemios muy pobres, que viviamos en Londres, y en buena medida juntos”,16 es- cribfa después de la rnuerte de Gissing, aunque en realidad como escritores te- nian poco en comtin y las novelas de Gissing le repugnaban. Aun ast, sucedié que los primeros esfuerzos de Hudson coineidieron con el mismo periode des- crito en la novela de Gissing The New Grub Street (La calle de los reuertos de hambre en su traduccién al castellano}; este es un perfodo que vio producirse una creciente separecién contre los intelectuales y ef piiblico de las colecciones de gran circulacién, como las Muddy y las Smith que dominaban el mercado de Ja novela. Era también una época en la que las presiones del mercado hacian especialmente urgente la cuestidn de Ia autenticidad del escritor. Los principa- Tes novelistas de la década del 70 —George Eliot y Meredith— reflejan una creciente conciencia de Ia discontinuidad entre la experiencia personal de los individuos y las metas de [a sociedad, tanto més cuanto sus personajes estén atrapados cn un constante proceso de adaptacién por una parte y de autocues- tionamiento por la otra. Geotge Eliot hacia arraigar sus estdndares y valores en un ideal de comunidad derivada de tradicionales formas de vida ya reemplazadas. Sin embargo, hacia las décadas del ochenta y del noventa se habia vuelto més dificil para los escri- tores serios inspiratse cn una experiencia comtin, inclusive del pasado, y re- tener aun asi su antenticidad. La popularidad de Kipling era considerada sos- pechosa por los critics serios, precisamente a causa de que explotaba los sen- timientos populares imperialistas y jingoistas. Habfa también un numero cre- ciente de escritores como Maria Corelli que escribfan sin vergiienza alguna para el mercado. Tales presiones ayudaron a dar existencia al modernismo (en el sentido anglo-norteamericano) como forma de disenso contra la manipulacién del lector y del mercado, ¥ también dan cuenta del ulterior renacimiento de un culto a la naturaleza cjemplificado por los eseritos de Richard Jefferies y del propio Hudson, a partir de que I naturaleza representaba cl dltimo y peligroso refugio de Ia “aucenticidad” y el campo acerca del cual esctibfan, representaba una forma de vida que atraia a la gente “hacia viejas costembtes, costumbres humanas, costumbres naturales’ }’ Este era el atractivo de Hardy, aun cuando dificilmente pudiera acusérselo de simplificar la relacién entre la ciudad yel campo, Como opuesta a esta comunidad ideal que todavfa podfa evocarse en Jas zonas rurales, la ciudad representaba Ja alienacién, Una Jobreguez terrible habfa caido sobte las ciudades, la lobreguez de [as novelas de Gissing; Londres se habfa convertido en la “ciudad de la noche terrible” def poema de James 15*Me imagino que el bartendero mds cetcano me superaba y tenia con qué pagarse una cena mds generosa todos los dias.” (AE, p, 33.) YR. Curle (ed.} Cartas de W.H. Hadron (W. H. Hudson's Letters), p. 81. WRaymond Williams, op. cit,, p. 2. XVI, Thomson: y uno de los personajes de Meredith proclamaba que Ja sociedad mo- detna y especialmente Londres eran “algo més aproniado para operaciones de hospital que para rapsodias pocticas’1® “ste triste mundo de Londres” Lo llamé Hudson en uno de sus primeros poemas." La multitud, ese fenémeno de la vida urbana, hab{a Iegado también a simbolizar Ja degeneracién del senti- miento humano. Hudson confesaria sentirse “‘envenenado por el contacto con Ja mentalidad de Ja multited (cl dcido férmico de los espititus)””. Por contraste, Ia gente de campo “no se encuentra conmigo con caras vacias ni pasa de largo en silencio como las hormigas”. (Un viajero en cosas pequefias, p. 246.) ‘Aunque serfa ert6neo tomar la polaridad campo-ciudad por su valor expreso como [o sefialé Raymond Williems, en Inglaterra cl mismo campo se integrd pronto al sistema capitalista. “La Revolucién Industrial no sélo transformé tanto af campo cuanto Ja ciudad; estaba basada en un capitalismo agtario altamente desarrollade del que desaparecié tempranamente el campesinado tra- dicional. En la fase imperilista de nmestra historia, 1a naturaleza de la econo- mia reral en Inglaterra y en las colonias se transforind de nuevo muy pronto; Ja dependencia de la agricultura doméstica quedé reducida a proporciones muy bajas, con ua porcentaje de menos del 4% de los hombres econémicamente actives ocupados en Ja agricultura, y esto en una sociedad que ya se habia con- vertido en el primer pueblo predominantemente urbano en la larga historia de los asentamientos humanos.’” Asf, el campo es un fendmeno més complejo ¢ integrado de lo que puede expresarse en la simple polaridad ciudad-campo. Y aungue Hudson se muestra a veces consciente de esta complejidad, sus ensayos buscan en el campo los re- manentes de la resistencia a los valores ciudadanos; y reencuentra esto en la vida pastoril casi desvanecida y en los recuerdos de las ancianas campesinas que evocan el sabor de la vida tradicional.2! Durante el lapso de vida de Hudson sin embargo, la aldea ya se estaba convirtiendo en un jugar para huir de Ia se- mana de trabajo en Ja metrépoli; el nucvo bosque hormiguea de coleccionistas aficionados, y excursiones en fercocarril baratas Hewan a los obreros de las fébricas al corazén de Cornwall. Una inmensa clase media de maestres de es- cuela, empleados de tienda y de oficina, asi como obreros fabriles, se convirtid en paseante de fin de semana y observadora de pdjaros. Este anhelo por la vida silvestre por parte del habitante de Ja ciudad fue el que dio a Hudson su primer publico real, gustdrale o no. Las novelas que escribié en la década del 80 fueron ignoradas y sdlo en 1892, tras la publicacién de Us naturalista en ef Plata, registrd su primer éxito, bastante modesto. Libros pastetiotes como Hampshire Days, A Naturalist is Downland y The Land’s End alimentan cla- ramente a este ptiblico al que los ferrocarriles habian Yevado al campo y al mar. 18V {ctor en Uno de nuestros conguistadores (One of oar Conquerors, 1891), capitulo V. ISA un gortién de Londres,” incluido en Un niflo perdido (Line Boy Lost, Lonckes, Dent, 1923), pp. 149-154. Raymond Williams, op. cit,, p. 2. 2tAdemis de Vida de un pastor, véase también Hampshire Days, p. 302, XVIL Durante las dos tiltimas décadas de su vida Hudson fue tratado como una celebrided. Goud de la compaiiia de aristécratas como Sit Edward y Lady Grey y el Ranee de Sarawak que Jo invitaban a sus casas; y la Sociedad para Ja Proteccién de la Sociedad lo condujo a muchos otros contactos con damas de Jas aitas esferas. Después de conocer a Edward Garnett en 1901, se amplié el circulo de sus amigos literarios, Conocié a Conrad, Galsworthy, Belloc y Ed- ward Thomas. Belloc, Rabindranath Tagore y T. BE, Lawrence lo buscaron cuando estuvieron en Londres. Theodore Roosevelt escribié la introduccién a uns edicién norteamericana de Le tierra purpiirea® y personalidades tan dife- yentes como Galsworthy y Cunninghame Graham {o tenfan en gtan estima como escritor. También su cualidad de exético hacia que se lo recubriera de una capa de romanticismo. Sus contempordncos gustaban describirlo como un Pajaro enjaulado: “un céndor en un pequeito zooldgico” segtin uno; 0, en Las palabras de Rothenstein, como una de esas “tristes Aguilas enjauladas en el zooldgico”.* Tales descripciones resultan indicativas del modo en que su exo- tismo podia controlarse y sentimentalizarse. A cambio, Hudson se tornd ine glés de modo cteciente y chauvinista, especialmente hacia el final de su vida. Adopts la ciudadanfa inglesa en 1900, lo que le permitid recibir una pensién® Con Ia vejez, sus puntos de vista sobre los “extranjeros” se volyieron cada vez mds sedientos de sangre. Hubiera dado le bienvenida a una guerra con Jos irlandeses para evitar su autonomi2. Saludé el conflicto de 1914-18 como “guerra bendita”. “Y ya ota tiempo de que tuviéramos una, pata nuestra pu. tificacién.” “La sangre que se estd derramando nos purgaré de muchas odiosas cualidades: nuestro sentimiento casio, nuestro detestable Partidarismo, nuestro vasto egoismo y un centenar mds” 27 Estos sentimientos estaban bastante a tone con su enfoque evolucionista de la sociedad, a la que veia degenerando a causa de la sobreindulgencia. Pero tambi¢n se oponta intensamente al socia- lismo y cuando estallé Ja revolucién bolchevique fustig6 a Garnett por su idealismo y por su oposicién a aquéllos que deseahan devolver “‘golpe por golpe y bala por bala”. En su conservadorismo politico se parece a otros exi- jados natos: Conrad y Kipling. Inclusive 1a escena curiosamente simbdlica que tavo lugar poco despucs de su muerte ilustra una vez mds la ambigiiedad esencial de su posicién dentro de la culture britdnica. En 1925 cierto niimero de amigos de Hudson entre 2La tierra purpires, aventuras en Sudaraérica (The Purple Land, Adventures in South Americe, Nueva York, E. P. Dutton and Co. 1916). Galsworthy escribié un prlogo para ona ecticién péstuma de Alla lejos y bace tiempo (Londres, Dent, 1923). 2Morley Roberts, op. cit., p. 40. Rouhenstein, op. eft. vol, 2, p, 40, ?2Aparentemente la pension le fuc asegurada por mediacién de Sic Edward Grey, més tarde Vizconde Grey de Falloden. Véase David R. Dewer, “En movimiento por Inglaterra con Hudson’ en Samuel J, Loocker (cd.) William Henry Hudson. Homenaie de varios escritores, (Wiliam Henry Hudson. A Tribute by Various’ Wrilers, Londres, 1947), p. 53. HE, Garnett, Cartas (Letters), p. 108. 2E. Garnett, Cartas, p. 129. E, Garnett, Cartas, p. 185, XVUL los que se hellaban Cunninghame Graham, Conrad, Galsworthy, Garnert, Rothensteia y otros, etigié en Hyde Park un monumento a su memotia, Ell ba- jotzelieve de Jacob Epstein que mostraba a Rima, un personaje de la novels Mansiones verdes, fue descubierto por el Primer Ministro Stanley Baldwin “gue fue sacudido de tal manera por lo que vio que sv mandibula cay6 y se olvidé completamente del artista”? Lo que vio era una mujer con el pecho desnudo que més perecia una diosa de un templo bindd que fa pura mujer-pajaro de Hudson, Hudson, el tradicionalista, era recordado con un monumento que simbolizaria para muchos ingleses e! escdndalo del arte :noderno. EL ENSAYO “AL AIRE LIBRE” El ensayo “al aire libre” era un género popular cn el sigh x1x y lo habia sido desde la publicacidén en 1789 de la Historia natural de Selborne de Gilbert White. A Hudson le encantaba este libro y visité a Selborne muchas veces. Las cartas de White, con su minuciosa descripcién de 1a vida animal, sus ¢s- peculaciones sobre las costumbres de fos p4jaros y otros animales, combina- ban una cuidadosa observacién con un intenso placer derivado del campo. Por encima de todo, hacian converger cl espiritu del lugar y la teconfortante promesa del cambio de estaciones. Es este sentimiento de la “infinita indes- criptible amigabilidad (de Ja naturaleza).., como una atmésfera que lo sus- tentaba” lo que Hudson descubriria también en el Walden de Thoreau. Pero también era un sentimiento dificil de coaservar después de la publicacién del Origen de las especies de Darwin en 1859, que produjo, en filosoffa y lite. ratura, la conciencia creciente de que le naturaleza era hostil e indiferente al empefio humano, La significacién de La historia de mi corazén de Richard Jefferies (1883) radica en que esta visién més oscura de Ja naturaleza estaba ahora incorporada a una filosoffa de la autotrascendencia. Jefferies encuentra que la natutaleza “es absolutamente indiferente hacia nosotros y, excepto para nosotros mismos, la vida humana no tiene mds valor que el césped” Lo que busca cn los paisajes, aun en los de la ciudad, son las condiciones para la epi- fanfa, Asi, en el Puente de Londres “sent la presencia de los inmensos pode- res del universe; caf en las profundidades del éter. Tan intensamente cons- ciente del sol, del cielo, del espacio sin limites, me senti en medio de Ja eter- nidad, 0 sea, en medio de lo sobrenevural, enue lo inmortal, y ia grandeza del 2Linda Gardiner, “Origen del monamento a Hudson ‘Rima’, Hyde Park, Londres” en Looker (ed), William Henry Hudson, p. 147. DRichard Jefferies, Cuonso de mi corardu (The Story of my Heart), ed. Semuel J. Looker (Loneites, Constable, 1947), p. 52. xx material daba vida al espiritu” Este aspecto de los escritos de Jefferies prea- nuncia a D. H. Lawrence, y como Lawrence, aquél era un sutil observador de drboles, animales y flores: el més brillante e imaginativo de su tiempo se- avin Raymond Williams? Pero jento a esto viene una afioranza por modos de vida que Ja “degenerada” sociedad industrial habia reemplazado. El comenta- tio de Raymond Williams acerca de Jefferies, cuando dice que en extrafia re- lacida con un activo deleite ante érboles, flores y pajaros “existe una exten- sida virtualmente inconsciente de los valores y ataduras de una sociedad in. usta y arbitraria’”” puede en realidad aplicarsé a D. H. Lawrence y al propio Hudson. Este sin. embargo, era naturalista antes que ensayista, y no hay du- das de Ja influencia de Darwin ea sus primeros esctitos. El viele del Beagle (1845), en particular, describfa una regidn que Hudson habia visitado y don- de dutante un aio entero habia podido comprobar y corregir Jas observacio- nes de Darwin. También admiraba los escritos de W. H. Bates cuyo Viaje por el Amazonas se habia publicado en 1865. En Un naturalista en el Plata, el pri- mero de su coleccién de ensayos “al zire libre”, todavia encuentra que los he- chos por sf solos son “suficientemente maravillosos”, sin claboracin ulterior, “Si sucede que el lector no es wn naturalista, resulta cotrecto decirle que un naturalista no puede exagerar conscientemente; y si es capaz de exageracion inconsciente, entonces no ¢s un naturalista, Debe apresurarse a unirse a la caravana interminable que se mueve hacia el fantdstico reino de la novela.” {p. 337). Pero aun asi, los hechos por si mismos no Io satisfarian pot mucho tiempo y confesaria admirar bastante més a Jefferies y Melville que 2 los es- critares cientificos, y Hegarfa a creer que cl pocta estala en el fondo, més cer- ca de la verdad que ef naturalista.* En Dias de octo en la Patagonia publicado muy poco después que Un naturalista en ef Plata cxiste un pasaje muy reve- Jador que describe un acceso al conocimiento bastante diferente al del cientf. fico. Y esta via de acceso consiste en “holgazanear”, cosa a la que tuvo una propensién mayor cuando dejé de guardar cama a causa de una herida de bala. Yacia desvalido sobre mi espalda a io largo de fos prok dos dias bochornoscs de mediadas del verano, oon las pevedes blanqueadas de mi habitacién como nico horizonte y panora- ma y una o dos veintenas de mascas zumbadoras perpetuamente empefiadas en su inttincada danza aétea por nica compafiia. Ustaba forzado a pensar en una gran vatiedad de temas y oct par mi mente con otros problemas que Jos de la migracién. Tam bién estos otros problemas eran, ce muchas maneras, como las amoscas que compartfan mi apattamento, y aun asi, permane- cian siempre extrafios a mi, como yo a ellos, como si entre sus mentes y Ja mfa se hubiera’ establecido un gtan golf. Pequeios mistetios indoloros de ia tierra, cosas como silfos que revolo. teaban, Gue comenzaban su vida como abstracciones y se desatto- 3iRichard Jefferies, op. cit,, p. 64. 3Raymond Williams, El campo y la ciudad (The Country and the City), p. 193. Bibid., p. 196. MHenry S. Salt, “W. H. Hudson y cémo lo vi yo", Fortnightly Review, Vol. CXIX, nueva séfic, enero-junio, 1926, pp. 220-1. XX Jlaban coro imagos a pattir del pusano, convirtléndose en entes: siempre yo tevoloteando entre ellos saitnteas practicaban su lav berintico baile, gitando répidamente et circules, cayendo y le vanténdose, suspendidos sin movimiento, y entonces, de repente, Chocaban por un momento coa violencia contra mf, butlando mi capacidad de atraparlos y particndo como flechas nuevamente por una tangent... Felizmente para el progreso del conocimien: {o Glo unos pocos de estos faseinantes y elusivas. jnsectos del cerebro pueden aparecer ante nosotros al mismo tiempo; como reala fijamos nuestra atencién en wn solo individuo, como un cope ca medio de una bandada de palomas o un inconcable ejército de ‘pequeios pinzones de campo, 0 une mosea dragén en Ja espesura de una nobe de mosquitos o infinitesimales moscas de Ja are- na...” (pp. 18-19). E] cientifico abstraerfa uno de esta mirfada de clementos y Jo aislaria como hipétesis, destruyendo asi lo que era para Hudson uno de los principales atrac- tivos de la naturaleza: su plena abundancia y perpetua creatividad. De manera similar, el pensamiento instrumental selecciona entre les mirfadas de fanta- sias que existen en el cerebro, organizéndolas para su utilizacién. El “holgaza- neo” de Hudson estaba asi a contrapelo del pensamiento positivista y empiri- co contempordneo, que apreciaba el conocimiento por su valor de uso, aun- que rara vez conectaba en forma directa los golpes de una sociedad raciona- lizadora con la destruccién de Ja naturaleza, como habria de hacerlo la Escue- la de Frankfurt. Si a algo asigna Hudson el cardcter de causa de fa destruccién, es al instinto o al maierialismo. Asi, en Un taturalista en ef Plata comentando Jos cambios en el cono sur, afirma que ‘si se los toma meramente como evi- dencia del progreso material, deben ser un motive de regocijo para los que es- tan satisfechos y més que satisfechos con nuestro sistema de civilizacién 0 mé- todo de burlar a la Naturaleza por la remocién de todos los controles al inde- pido crecimiento de nuestras propias especies. Al que encuentra encanto en fas cosas tal como existen en las ptovincias no conquistadas de los dominios de la Naturaleza y que, sin estat hiperansioso por alcanzar el fin del viaje, se halle satisfecho de hacerlo a caballo o en una carveta tirada por bueyes, te es permisible lameniar el aspecto alterado de fa superficie de Ja tierra junto con Ia desaparicién de innumerables formas nobles y hermosas, tanto del rei- no vegetal cuanto del animel.” (p. 3). Como se confirmard mas adelante en este ensayo esta celebracién de abun- dancia est4 en extrafio contraste con el tema de la esterilidad que atraviesa mucha de su literatura de ficcién. Porque “la cantidad incalculable ¢ increible” en que existen algunos péjaros, especialmente cuando migran, despertaba en él un azoro casi religioso. Poniendo pie a tierra, ataria mi caballo y me quedarfa sco- tado observando con asombro y deleite el especticulo de esa in- mensa multitad de pdjatos, que cubrla una superficie de dos o res actes y patecia menos una vasta bandada que ue piso de péjaros, de xico color marrén profando en fuezte contraste con El aris pélido del suelo seco que los rodeaba. Un piso vivients, movedizo y tambign sonore y el sonido también cra, sorpren dente, Digamos que cta como el soplo del viento a través de mi- XX Hares de cables tensos de grosores diferentes, heciéndolos vibrar con, un sonido esiridente, una masa y una tataiia de diez mil sonidos. Pero resulta indescriptible ¢ inimaginable. (Una Cierva en el Richmond Park, pp, 173-75). Muchos afios después, todavia podia recordar cada especie: “el avestruz de la pampa, Ia gran garza real azul, el flamenco, el ibis, el gran ibis azul de los pantanos y el gran ibis de cata negra de las mesetas con sus gtitos resonantes como golpes de martillo dados por giganzes en planchas de hierro; y cigiie‘ias ¥ gansos de Tas mesetas, y fos cisnes de cuello blanco y negro. Luego siguen otros de menor tamajio... Jas garcetas nevadas y otras garzas y avetoros, ibis lusteosas, rascones y prullas grandes y pequesios, las bellas limoses de alas doradas, zatapitos y jacunas y aves zancudas y patos tan numerosos que hacen imposible mencionarlos”. (Aventuras entre pdjaros, p. 36). Considera a estas especies una cosa superior a las obras de arte, porque son obras maestras na- turales, creadas a lo latgo de extensos perfodos de evolucién y ahora des- truidas sin motivo, de mode que no pueden volver a teproducirse o verse. Esto da un aura y un patetismo especiales a especies raras que, precisamente a causa de su rareza, fueron elegidas para su desttuccién por los cazadores. Walter Benjamin considera que las obras de arte adquieren su aura debi- do a su unicided y a Ia historia que acumulan a to largo de un lapso deter- minado. Hudson aparenta haber crefdo que le naturaleza podia ofrecer una experiencia aiin mds intensa que el arte a causa de Ia ittepetibifidad de cada acontecimiento 0 accién dentro de la historia general de las especies. “Cudnto mas hermoso que todos los demés resulte para mi mente cierto pajarillo ma- rrén sin hombre” escribe cn un asaje de Un naturalista en el Plata en ef que trata de evocar Ja intensa emocién que le provoraban algunas especies rara- mente vistas. Las serpientes que, aunque abundantes, muy pocas veces per- mitian ser observadas, eran objeto especial de admiracién y Te inducian a co- mentar que “Ia primera visién de una cosa, el choque de la emocién, la ima- gen vivica ¢ imborrable registrada en el cerebro, vale mds que todo el conocimiento adquirido por la lectura” (Libro de un naturalista, p. 187). Hudson estaba tan fascinade por las serpientes que proyectaba un Libro de Ja serpiente, parte del cual fue luego incorporada al Libro de un naturalista, y para csta estudié ef culto a las serpientes en distintas civilizaciones, Porque por encima de las demés criaturas la serpiente tiene ef poder de sugerir un mundo bastante ajeno al hombre, al cual éte no puede introducirse. En nin- guna parte se cvoca esto con mds fuerza que en el pasaje de Allé lejos y hace Hempa en el que describe la “conversacién” de unas serpientes bajo su cama cuando era nifio, pronunciando “estrofas y antistrofas musicales” y, a inter- valos, vatias veces se un‘an en una especie de coro bajo y misterioso, vigi- lancia mortal y conmocidn y siseo, mientras yo, yaciendo despierto en mi ca. ma escuchaba y temblaba. La habitacién estaba oscura, y para mi excitada imaginacion las serpientes ya no estaban debajo del piso sino afuera, deslizdndose aqui y alla sobre él, con fas cabezas levantedas en una especie de danza mis- uca; y a menudo me estremecia pensando que podrfan tocar mis pies desnudos XXII si llegara a sacat una pierna de Ja cama dejéndola colgar a su Indo”, (Ald fe- jos... pp. 208-9). Podfa fécilmente imaginarse a estas criaturas misteriosas como los prime- tos sefiores de la tierra y, en verdad, un dia en medio de sus cabalgatas, Hud- son encontré un paraiso de viboras congregedas alrededor de un oasis en me- dio de] campo afligido por Ja sequia. La escena podria baber provisto a Qui- roga el germen de uno de sus cuentos de la selva y podria haber sugerido a Conrad una descripcién de la mina de pleta de Sulaco como “un paraiso de viboras”. Las serpientes que Hudson descubrié no septeron alejéndose cuan- do él se acercé sino que defendicron su territorio con singular audacia. “No eran, como otras viboras, la cosa anillada y mecénica que conocemos, una meta trampa de hueso y miisculo para hombres tendida por Jos elementos pata asaltar y golpear cuando se la pisara: éstas en cambio tenfan gran inteligencia, un espftite elevado y estaban Ienas de noble furia y asombro ante el hecho de que otra clase de criaturas, inclusive un hombre, se aventurara a perturbar su sagrada paz.” (Un naturalista en el Plata, p. 377). Hudson pensaba que era el poeza y no el naturalista quien tenia el secteto que le permitirfa trans- mitit la emocién despertada por semejantes visioncs. Nos recuerda Ja vibora en la charca de D. H. Lawrence: Como un rey en el exilio, destronado en ef submando, que debieta ser ahora coronado nuevamenic {Vibora). Esta vida subterrénea, extrafia y rebelde, de la naturaleza, emerge en al- guno de los cuentos de Hudson. Sin embargo en los ensayos “al aire libre” se preocupa sobre todo por transmitir emociones 7 sucesos que, con el avance de la civilizacién, eran Ievados a tornarse cada vez més ratos. Los “tristes recuerdos” de pajaros en el museo son meros recordatorios de to que hemos perdido: y los pueblos futuros “si nos recuetdan para algo, seré slo para abo- trecer nuestra memoria y nuestra era, esta era iluminada, cientifica y huma- nitaria que deberia tener por Jema ‘jAsesinemos toclas las cosas nobles y bellas porque mafiana moriremos!” (Us naturalista en el Plata, p. 31). Las convicciones evolucionistas de Hudson lo condujeron a dar cuenta del desatrollo de la sociedad humana cn términos genéticos antes que histéricos. Asi como no apatece disconstinuidad alguna en su pensamiento entre natura- leza y arte, tampoco existe ninguna entre naturaleza y cultura. Para él, ef hombre es una especie mds que una cteacién histérica. Las puntas de flechas hallades en la Patagonia y los huesos enterrados bajo los tdmulos del sur de Inglatesza son eslabones, del mismo moda en que Jo cs un péjaro rato, en la cadena de la evolucién. El cuerpo humano mismo documenta la historia evo- Jutiva de Ja cual es “sepulcro vivo”. “Los viejos hnesos del pasado” duermen dentro de cada hombre y cada mujer “muertos, y aun as{ no muertos ni sordos a las voces de fa Naturaleza: los atroyos rumorosos, el rugide de la catarata, y el trueno de las grandes clas en la costa, y el sonido de la Ihuvia y los vien- tos susurrantes entre Jas hojas multitudinarias, le traen recuerdos de viejos 2K, tiempos; y los huesos se regocijan y bailan en su sepulcto”. (Dias de ocio..., p. 227) 3 RASTROS: LA EXPERIENCIA SUDAMERICANA La esctitura sudamericana de Hudson difiere de sus ensayos “al aire libre” in- gleses en que describe escenes revisitadas en fa memoria. Existe en esto cierta paradoja, porque aunque cteia que Ja emocién transmitida por la palabra impresa nunca podia ser mds que un simulacro de la expetiencia teal, en cada libro que escribié evocd hasta cierto punto su infancia y su juventud en la pampa. La literatura era para él el medium de la ausencia. Sin duda no fue el primero en describir la pampa antes de que la actividad genadera Ia trensformara, pero los recuerdos tifien su descripcién con una cualidad diferente a la de los libros de esos vigjeros ingleses que estuvieron entre los primeros en conocer y registrar Ia flora, la fauna y Jos habitantes humanos del cono sur. Estos viajeros, por supuesto, pertenecfan a una era distinta y a un proyecto diferente, pues eran misioneros tempranos del ca- pitalismo que quetian extender [a empresa britdnica a todas partes del globo. El capitén Andtews, John Miers, los hermanos Robertson, J. A. B. Beaumont, Frances Bond Head y otros, abrigaban nocas dudas acerca d> un proyecto que integrarfa el érea al mercado mundial. Hudson esctibe con una visién poste- rior, desde otra época en la cual la nocién de progreso ha comenzado a pa. recer sospechosa. Aun asf, comparar estos libros de viajes con Ia escritura Este tipo de meditacién acerea de los mucttos desaparecidos se encuentra con frecuencia en Jefferies, Véase Tae Scary of my Heart. Frances Bond Head, Notas ex borrador somadas durante algunos viajes répidos a travis de las Pampas y entre los Andes (Rough Notes taken during some rapid journeys across the Pampas and among the Andes, Londres, 1826}. Traduccion al castellane de Cortes tdao, Las Pampas y los Ander. Notas de wn viaje, (Bucnos Aires, Vaccaro, 1920.) Capitén Joseph Andrews, Visje desde Bucnos Aires a través de las provincias de Cérdoba, Tucuntén y Salta hasta Potost, desde allt por los desiertos de Caranja hasta Arica y subsigniente. mente hasta Santiago de Chile y Cochimbro. Emprendido en represeniacion de la Asociae tiéu Minera Chilena y Peruana en Jos aos 1825-6, 2 vols. (Journey from Buenos Aires through the provinces of Cordova, Tuctman and Salta to Potosi, thence by the deserts of Caranta to Arica and subsequently to Santiago de Chile and Cochimbro. Undertaken on behalf of the Chilian and Peruvian Mining Astociation in the years 1825-6, Londres, 1927}. Traduccién al castellano por Carlos A, Ardao, Vigjes de Buotor Aner et Pont {Buenos Aires, Vaccaro, 1920). J. P. y W. P, Robertson, Cartas sobre el Paraguay, incluyendo un relato sobre cuatro ufos de residencis em esa Republica bajo ef gobierno de! Dr. Francia, 3 vols. (Letters on Paragnay, comprising an account of jour years residence in that Republic iynder the governntend of Dr. Francia, Londres, 1838). TracuoaGe dl eee ‘por Carlos A. Ardeo Ea Argentina en la époce de la Revolucidn. Cartas sabre ef Paray 499. (Buenos Aires, L. J. Rosso, 1916). Segunda edicisn (Buenos Aires, Vaccaro, 1920), | A. , Bene. mont, Visjes por Buenos Aires y provincias adyacentes del Rio de la Plata (Travels in Buenos Aires and adjacent provinces of the Rio de la Plata, Londses, 1828). xxIV de Hudson puede ser particularmente instructivo; porque se trata de un con- traste entre la activa ideologia utilitaria de Ja expansién capitalista y la emo- Gién estética no utilitaria despertada por la distancia y el tiempo. Los auto- res de los libros de viajes tenfan clara conciencia de su propésito que era, eventualmente, transformar la regién en una parte util y productiva del globo. En consecuencia, cu mismo lenguaje tiene gue set instrumental y deben pres cindit de toda tentacida de explayarse en el placer y el goce cstético, Beaumont, por ejemplo, justifica esto diciendo que no hay nada en tn pampa que pueda despettar emociones estéticas, y el cepitén Andrews se jacta de su enfoque utilitario que Je hace desechar Ia belleza de un bosque antiguo, con drboles “eubiertos de musgo por la edad, con enredadetas y tachonado de pardsitas por todas pattes” para calcular mejor su valor en el mercado, Del mismo mo- do, los habitantes de la zona son descritos, habitaalmente, como barbaros o grotescos, claramente ineptos para explotar Jos recursos naturales a su dispo- sicién, Pero lo més interesante de todo es la forma misma del libro de viajes, que parece ser admirablemente adecuada para este espiritu utilitario, que se rehusaba a toda digtesion del propésito principal del viaie y se complacia sdlo en Jos precios y detalles pricticos acerca de caballos y alojamienios. Inclusive el capitén Head, en otros aspectos tanta més sensibles ¢ la belleza del paisaje y Ja libertad de la vida en fa pampa, fue apodado con justicia “el galopante Head” a causa de su impaciente ptisa, una impaciencia que se proyecta en Ta forma de notas en que estd escrito su libro. Galopamos sin parar, excepto para cambiar caballos, haste las cinco de Ja tarde, verdaderamente muy cansados, pero al He- gor.a la posta, vimos fos caballos en el corral y resolvimos seguit adelante a pesat de todo. Por contraste, los cientificos que esctibieron sobte Latinoamérica —el ged- grafo Félix de Azata cuyas observaciones sobre pajaros precedieron a kes de Hudson,’ Humboldt y Darwin— consideraron Ja natureleza como un estan que de conocimientos sin duefio, La vida natural depara hechos cuyo mero tegistro lena los espacios en blanco de las taxonomias 0 los eslabones perdi- dos de un modelo evolutivo, Y desde El origen de las especies en adelante, la observacién se ditigia especialmente hacia la conclusién de la historia de las especies y de] hombre como figura culminante de fa evolucién. Esta nocién de “gecenso”, estructurd sin duda los puntos de vista de Hudson acerca del hom- bre y la natutaleza. Sin embargo, lo que agregé a la investigaci6n factica fue cierto impacto que transmitfa el impacto emocional de la vida natural sobre él observador. Fsto es cierto aun cn las notas que escribié para Sclater y en sus esctitos tempranos sobre ornitologia argentina. Su primer libro de relative éxito, Un naturalista en el Plata, est& repleto de tales sentimientos; sea que esté describiendo la misica de los pajaros o fa verdadera naturaleza del puma Para la época en que Ilegd a escribir Dias de ocio en la Patagonia, un aii mds ITRélix de Azara, gederato cspatiol, habia publicado Apuntivaientos pare la historia natu val de los pajaros de? Paraguay en 1805. xxv tatde, ha roto completamente con ef estilo de naturalista de campo. En cam- bio ha incorpotado materiales heterogéneos —leyendas, cuentos, una discusién sobre la migracién de las aves y descripciones del escenario— todos los cua- les se conectan veméticamente por el “genio del lugar”. Como los autores de los libros de viajes, Hudson estaba, es verdad, dirigiéndose consclentemente a tuna audiencia briténica y su estilo abunda en sefiales reveladoras como “En agosto, el abril de los poetas argentinos;”% aun asf, estos indicadores sitven de algtin modo para establecer distancias tanto temporales cuanto espaciales. La Patagonia se totna asi en una especie de escena primaria frente a la cual puede medirse no simplemente ef avance de las metr6polis, sino lo que han perdido de intimidad con Ia natuzaleza. Asi, imagina a los cazadores y recolec- tores de la Patagonia volviendo una y otra vez al rio Negto como los nifios regresan a su madre. “Todas las cosas se reflejaban en sus aguas, el cielo in- finito y azul, Ias aubes y los cuerpos celestiales; los Arboles y pastos de sus orillas y sus caras oscutes; y del mismo modo en que se reflejaban en él, stt co- ttiente oscura se teflejaba en sus mentes” (p. 47). Alf en la Patagonia, sen- tia el placer de “ir hacia atrés” y experimentar una vex mds “ese estado de in- tensa vigilia, o més bien de alerta, suspendieado las facultades intelectuales més altas” que representaba “el estado mental del salvaje puro” (p. 222). Para la época en que llegs a escribir Allé lejos y hace tiempo en 1918, Hud- son habja desarrollado un estilo parsimonioso de escritura que le permitia deslizarse fécilmente de la especulacién a la observacidn, de la naturalera a la vida humana. Para esta época también habfa legado a ver sn pasado en Sud- américa como una Arcadia pastoril con su “‘antigua felicidad hace tiempo perdi- da y ahora recuperada”. De este modo describe a plantacién que rodeaba “Las Acacias” como una tierra magica protegida por “el foso frecuentado por las tatas en medio de los arboles encantados”. “Habia un campo de alfalfa de cerca de medio acte de superficie que florecta tres veces al aio, y durante la €poca de flotacién atrafa con su deliciosa fragancia a las mariposas de toda la planicie que lo rodeaba, haste que el campo quedaba repleto de mariposas rojas, negras, amarillas y blancas, revoloteando en bandadas alrededor de cada espiga azul” (Ald lejos..., p. 53). En el comienzo de Ailé lejos » hace tiempo, destaca le extraordinatia Iuci- dez que experimenté escribiendo sus memorias durante una convalecencia, porque era “como si las sombras de las nubes y la neblina se hubjeran disipa- do y se me hubieta hecho claramente visible todo el ancko panorama pot de- bajo de mi. Mis ojos podian recorrerlo completamente a voluntad, eligiendo este o aquel punto para explayarse, pata cxaminarlo en todos sus detalles; y, en el caso de algunas personas que habla conocido cuando eta nifio, pata se. guir su vida hasta que terminaba o se perdia de vista; luego regresar otra vez al mismo punto para repetir el proceso con otras vidas y tecomenzar mis ca- 28Emilio Renzi, “Hudson, Un Gitiraldes inglés?” en Panto de Vista, Buenos Aires, Adio 1, n? 1, marzo de 1978, pp. 23-4. ‘XXXVI minatas en los viejos escondites familiares” (AW4 lejos..., p. 3)- En otras ocasiones es trasladado hacia el pasado por el sentido del olfato. Una primula podia producir en él un cambio “tan grande que parecia un milegro” y trans- portarlo de regreso a la pampa cubierta de bierba “donde he estado durmien- do muy sonoramente bajo fas estrellas. Es el momento de despertar, cuando mis ojos estén precisamente abriéndose al puro ciclo abovedado, encendido en su mitad oriental con vn tierno color; y en el momento en que la naturaleza se revela asi a mi visin en una exquisite riqueza y frescura matutinas, percibo el sutil aroma de la primula en el aite.” (Dias de ocio... pp. 239-241). Pero esta visién fugaz es bastante diferente de la evocacién ininterrumpida de ANG lejos y hace tiempo. El estilo enmarefiado y aparentemente casual de estas memotias tiende a os- curecer la verdadera naturolera del libro, que no es tanto un intento de auto- biografia, sino més bien una serie de experiencias intensamente sentidas. Si debe considerdrselo una autohiograffa, su modelo es mds Preludio de Words- worth que Vida de John Stuart Mill. Su padre y su madre y la vida familiar misma son incidentales para escenas como el florecer de los duraznetos: Los grandes y viejos Arboles iéndose muy separados s0- bte su alfombra de hierbas, tocindose apenas unos a otfos con jas pantas de sus ramas mas anchas, etan como grandes nubes de pimpollos exquisitamente ‘rosados en forma de monticulo. No finbla entonces nada en el universo que pudiera comparatse ea encanto a ese especticulo. Yo rendia culto a los arboles en esa estacién. (Aild lejos... p. 53). Esos momentos son de intensa soledad. Como el nifio de Wordsworth, Hud- son rastreaba “tubes de gloria” que se oscurecerfan en Ja acolescencia y estos in- tensos momentos de alegrie expetimentados por el nifio no se parecen a nin- giin otro. Porque Ja intensidad de la emocién infantil es unica —aquellos mo- mentos por ejemplo, en que la visién de una extensién de terreno cubierta de verbenas escarlatas cn flor, lo harfa arrojarse de su pony “gritando de alepria para acostarme en el césped en medio de ellas y recrear mi vista con su brillante color.” (ANA lejos... p. 227). En la adolescencia esas emo- ciones no pueden ye experimentarse puras, pues se las expcrimenta simulté- neamente con la conciencia del paso del tiempo, la muerte y la inevitable pét- dida. Es por ello que el animismo natural de la nidez mantuvo un gran encanto para Hudson quien, como muchos de su generacidn, creia que la adultez re- querfa una perspectiva estoica y era algo que debfa soportatse antes que go- zarse. Es este despertar a fa pérdida y la muerte el que lleva a su fin sus me- motias en Alld lejos » bace tiempo. La conciencia adulta y el miedo a la muerte que Ilegaron con la enfermeded lo separan del pasado y el sol naciente ¥ poniente, la visién de un cielo azil y claro lue- ode las mubes y Ja lluvia, le nota de Hamada familiar y que ficla tiempo no escuchaba de algiin migrante que acaba de te- esas, la primera visién de alguna flor en primavera, traerfan je veelta [a vieja emocién y serian como un subito rayo de, hiz solar ea un lugar oscuro —una alegria intensa y momentfénea XXVIT que secfa sucedida por un doler inefable. Entonces habla mo- mentos en que estos dos sentimicntos opuestos se entremezcla. ban y se mantenfan juntos en mi mente durante horas a un tiempo, y eso ocurria con mayor frecuencia durante la migracién orofial, cuando la gran cla de aves se ditigia hacia el notte y durante todo marzo y abtil se podfa ver a los pajaros, bandada tras bandada, desde el alba hasta el anochecer, hasta que todos los visitantes del verano se habfan ido, para scr scguidos en ‘mayo por ‘os piljaros del Iejano suz escapando del viento antit- tico. (pp. 324-325), Las emociones despertadas por la pérdida estén impresas también en los re- tratos de personas incluidos en Allé lejos y bace tiempo, porque los extrafios y excéniricos personajes que a menudo recuerdan Almas muertas de Gogol, son entrevistos en algtin momento caracter{stico pero siempre al borde de al- gtin vacio creado por su muerte o desaparicin. Don Evaristo, que tenia scis es- Posas y una numerosisita familia, muere dejando una propiedad arruinada que Hudson recuerda en su remota plenitud, “Sélo sé que el viejo fugar donde cuando yo cra nifio fo vi por primera vez, donde su ganado y sus cabellos pas- taban y el arroyo donde bebian estaba vive con las garzas reales y las espatu- Jas, los cisnes de cuello negro, las nubes de ibis lustrosos y los grandes ibis azules de voz resonante, esté ahora posefdo por exttafios que destrayen toda Ja fauna avicola silvestre y cultivan maiz en ta tierra para los metcados de Europa.” (p. 189). Aqui, excepcionalmente, Hudson exhibe conciencia de las fuerzas del mercado que destruyeron fa Arcadia y codiciosamente produjeron el despoblamiento de la pampa de su vida salvaje, Pero habitualmente las fuerzas destructivas son menos tangibles. Hay un retrato inolvidable de Ci- priana, una de las hijas de don Evaristo, vestida de blanco y montando un ptan caballo bayo, “y su amante que indicaba el camino”. Pero ef amante desapa- rece y durante aiios luego, en el “largo intervalo vacante que precede a la no- che”, ella se sentard cerca de la puerta “donde un vieja tronco yacfa sobre un pedazo de terreno érido, cubierto de ortigas, bardanas y malas hietbas, ahora marrén y muerto, y sentada sobre el tronco, el mentén apoyado en su mano, fijard su vista en el polvoriento camino media milla mas adelante, ¢ inmévil, se quedard cerca de una hora en esa actitud de abandono.” (p. 188). Existe un sentido similar de pérdida inexplicable ea sus relactones de ottos Personajes que aparecen brevemente y desaparecen en Ja memoria —un né- made misterioso que ni siquiera sabe hablar el idioma del pais ni ninguna otra lengua conocida y cuyos hnesos se encuentran un dia en la pampa donde habia muetto; Dardo, Hevado a rastras a la guerta y la muerte; Angelita, su amige de la infancia. Inclusive la propia arbitrariedad de su destino actéa como una especie de coartada o reemplazo pata Ja innombtable fuerza des- tructiva, a saber, el propio capitalismo. Y los anglosajones, entre quienes se hallaba la propia familia de Hudson, aun en ef perfode acerca del cual éste es. cribja, se hallaban activamente comprometidos en Ja integracién de Sudamé tica al mercado mundial. La intensidad de las emociones de Hudson, la itre- cuperabilidad de los deleites de su infancia, inteosificaban la tragedia de una XXVET forma de vida que habfa desaparecido no sélo para un individuo sino tam- bién para la taza integra, Aun incorporando esa pérdida a la experiencia de la infancia, Hudson sugiere su inevitabilidad biolégica en lugar de verla como un fenémeno social. Lo personal se ha convertido en una coartada para lo social, FE) ideal de una comunidad orgénica en el pasado o el futuro o en alguna parte remota del mundo cs Ia ideologia comtin de muchos escritores ingleses del siglo diecinueve y comienzos del veinte. R. 1.. Stevenson tratarfa de descubrirlo en el mundo real, en Tahiti, pero para la mayorfa permaneceria menos tangible. Muy a menudo, como en el caso de los escritos de Hudson, esta comunidad ideal eta esencialmente una comunidad pastoril; la habla experimentado bre- vemente en su propia infancia, come esa plenitud sentida al fin del dia cuan- do “una tropa de cuatrocientas 0 quinientas cabezas trotaba de regreso a la casa con mugidos y bramidos bajos, levantando con sus pezufias una gran nube de polvo, mientras los jinetes galopaban detrés urgi¢ndolas con gritos salvajes.” Y eva esta sociedad pastoril, en otras palabras, una sociedad més simple que la de la era industrial, la que buscaba nuevamnente en sus excursiones por la compifia inglesa? PASTORAL INGLESA Aunque muchos de los ensayos de Hudson sobre Inglaterra consisien en ob- servaciones sobre la vida de las aves (Péjaros de Londres, Pajaros de Ingla- terra) que publicé en periddices, también escribié una serie de libros que ape- Jeban al creciente niimero de excursionistas —libros teles como Land’s End, Ajoot in England, Hampshire Days, Nature in Downland. Aunque Hudson mismo distaba de alegrarse con las incursiones en el campo del habitante de ja ciudad, sus libros zpuntaban clatamente a este mercado. Sin embargo, dos de sus libros sobre Inglaterra difieren bastante de estos. Una Cierva en el Richmond Park es una meditacién sobre les sentidos y, finalmente, sobre las relaciones entre arte y naturaleza. A Shepherd’s Life (Vida de wn pastor) es un ensayo de historia oral, que registra la vida rural en Wiltshire durante los primeros afios del siglo diecinueve. Entre sus antecedentes se cueatan Nues- tra aldea de Mary Russell Mitford (1824-32), Cabalgatas rurales de William Cobbett (1820-30) y Hedge y sus amos de Richard Jefferies, Este ultimo en particular, es un documento notable que consiste en un informe extensivo acer- 2Para una definicién del témino “pastoril” como proyecciéa imaginarla de fotmas més sendiilas de vida y la resolucién del conflicio de clases, véase William Empson, Algnnas versiones de lo pastoril (Some Versions of the Pastoral, Londres, 1969}. xxIX ca de todos los estrates de Ia poblacién rural, desde el terrateniente hasta of labriego sin tierra, junto a una discusién sobre la economia de la agricultura y el destino de los agricultores, muchos de los cuales, como Hodge, se en- contrarin relegados a un asilo al cabo de una vida de duro trabajo, El in- tetrogante que Jefferies plantea al final def libro es crucial, aunque nunca se le habria ocurtido a Hudson. Hablando de Hodge que est aceredridose al final de su vida, el esctitor pregunta: “Qué cantidad de produccidn representaba la vida de trabajo de ese viejo? ¢Qué valor debe asignarse al servicio de su hi- jo que luché en Is India; al del hijo que trabajé en Australia; al de la hija en Nueva Zelanda cuyos hijos ayudarian a construir una nueva nacién? Estas co- sas lienen seguramente su valor.” Jefferies introduce as{ un concepto de va- for del trabajo que era ajeno al capitalismo, destacando la indiferencia del mercado hacia los seres humanos. En contraste Hudson, cuyo A Shepherd's Life transcurze en Wiltshite, la misma regién de Jefferies, esté més preocu- pado por el pasado que por el presente. Esto debido a que habfa encontrado uun lugar en Winterbourne Bishop que era fo més parecido posible a la pampa, y en consecuencia, al ideal pastoril de vida vivida en armonfa con Ia naturaleza, El efecto final de este espacio verde y vasto con sefiales de vida humana y labranza en el, y snimeles a Je vista —ovejas y bovinos— a diferentes distencias, es que no somos extraiios aqui, intrusos o inyasores de Ja tierra, viviendo en ella peto sepatados, quizi odifndola y atruindndols, sino que, como tos otros anima. les, somos hijos de la Natusaleza, viviendo y buscando nuestra subsistencia bajo su cielo, femiliares de su sol, su viento, sa ituvia, (p. 29}, El pastor con quien Hudson conversé durante muchos dias obteniendo re- cuerdos de su infancia y de Ia vida de su padre, se convierts en una figura ejemplar de dignidad y austeridad clésicas. Hudson carecfa de ese conocimien- to detallado y preciso de las fuerzas del cambio que distingue a Hodge y sus amos de Jelteries, si bien, como historia oral, su libro es notable a partir de que los recuerdos de Caleb Bawcombe y a través de él los de su padre, cubren un siglo de vida rural” Paza obtener estos recuerdos Hudson tuvo que inventar sv propia técnica antropoldgica dado que, “el recuerdo valio- 80 que posefa (Caleb) sobre cualquier tema, no podria obtenerse cuando uno lo deseara, al menos como tegla; yaceria bajo la superficie, por asi decic y él pasaria y volveria a pasar sobre el terreno sin verlo, No sabrfa que esta- ba alli; seria como la bellota escondida por un arrendajo 0 una atdilla, gue se han olvidado totalmente de ella, pero que sin embargo recuperaran algiin dfa si por casualidad sucede algo que se los rememorc. El tinico método era con- versar de cosas que él conocia y cuando por casualidad se acordaba de alguna vieja experiencia o de alguna pequefia observacicn o incidente dignos de ser oidos, tomar nota de ella y luego esperar pacientemente por algo més.” (p. 167), ‘PEI verdatlero nombre de Caleb era James Lawes. Winterbourne Bishop es también un nombre ficticio, Véasc Ruth Tomulin, W. 17. Hudson (N, York, Greenwood Press, 1954), p. 126 OX El pastor encarnaba simplemente para Hudson un ideal de vida moralmente buena, para la cual la “sociedad” es casi irrelevante. En consecuencia destaca cl hecho de que no existen grandes fincas en las cercanfas de Winterbourne Bishop como i esto climinara el propio sistema de clases y como si hubiera sido posible para la gente vivir independientemente de [os tetratenientes. El pastor de Wikshire como el gaucho argentino, corporiza el mito de Ia libertad indi- vidual; aun asi, es facil ignorar el otro costado del relato del pastor: la pobreza brutal y la casi inanicién, que condujeron inclusive a hombres hoaes- tos a afrontar la muerte y la deportacién por cazar iJegalmente ciervos o robar ovejas. Caleb también recuerda las grandes revuelias contra [a introduccién de maquinaria agricola en una época en Ja cual los agricultores eran “sumamente ptdsperos y los terratenientes estaban extrayendo altas rentas”, Sin embargo, la transcripcién por Hudson de los recuerdos de Celeb es imprecisa, como ha- bitwalmente lo era cuando se ocupaba de la politica mds bien que de Ja natu- raleza. “La imagen que permanece en su mente es la de una gran multitud exci- tada en Ja cual hombres y ganado vacuno y ovino se entremezclaban en la ancha calle que cra el lugar del mercado, y los gritos y el ruido de m4quinas hacién- dose pedazos y finalmente la tatba derraméndose por las colinas en su camino hacia la aldea siguiente, y él y otros nifiitos siguiende su marcha.” Esta rebelién, como sefiala Hudson, ha sido registrada desde el punto de vista de los terratenientes y los agticultores “pero existe un material mis abun- dante para una narvacién més vetaz y conmovedora no sélo en las breves infor- maciones de los periddicos de la época, sino también en Ja memoria de muchas personas todavia vivas y en la de sus hijos y los hijos de sus hijos, preservadas en muchas cabafias a través del sur de Inglaterra”. (p. 155). Sin embargo, lo que el pastor representa principalmente para Hudson ¢s una vida vivida como lo era ancestralmente, independiente de amos y ciudades, una yida con hondas raices en el lugat donde estén enterrados fos antepasados. Beta es su definicidn de Ja buena vida, resumida en las propias palabras del pastor cuando dice: “Devudlvanme mis colinas de Wiltshire y déjenme ser pastor alli tada mi vida.” La cabaiia del pastor “un hogar tan perfecto como el que podrfa haber tenido un hombre tranquilo y contemplativo que amara la naturaleza’”” parece idilica, pero como todos los iditios de Hudson, est& ya condenada fatalmente. EL NARRADOR: LA TIERRA PURPUREA Y LOS CUENTOS DE LA PAMPA El ideal pastoril da cuenta no sélo de los puntos de vista de Hudson sobre Ja sociedad sino también de su preferencia por la tradicién oral por sobre lo im preso y por el Ienguaje sentencioso “biblico” que se encuentra entre los pue- XXXT blos de pastores, sea en las colinas de Wiltshire o en la pampa. En esos lu- gares “Ia filosoffa de Ja vida, los ideales, la moralidad (de la gente) eran el re- sultado de las condiciones en que existian y completamente diferentes de las nuestras; y esas condiciones eran Jas de los pueblos antiguos de que nos habla la Biblia. Su misma fraseologia era fuertemente reminiscente de la de las Sa- gradas Escrituras y su cardcter, en los mejores especimenes era similar al de los hombres del pasado remoto que vivian mas cerca de Dios, como se dice, y ciertamente mds cerca de la naturaleza de lo que es posible para nosotros en este estado artificial”. (Vida de wa pastor, p. 102.) La cultura transmitida oralmente es tradicional de un modo bastante dife- rente al de la cultura impresa! Aunque cada representacién es diferente de todas las obras, la matriz de los topos y férmulas tradicionales le da el poder de evocar todas Jas representaciones pasadas y, en consecuencia, le provee de un vinculo viviente con antepasados remotes. Es por eso que el narrador tiene tal poder para conjurar tiempos distantes y ésa la razén por a cual su supervie vencia depende de una comunidad cuyo lenguaje y tradiciones preserva y revis taliza. Hudson crecié en una cultura en la cual el recitado de décimas era toda- via una realizacién del macho. Asf recuerda haber oido a un narrador cuyo ca- récter y cuentes venfan directamente de Ia antigua tradicién folldérica: cl in- térprete era “un portugués con un solo ojo. Ese tipo eta el alma y vida del conjunto y con sus chistes y bufonadas mantenia a los demas de buen humor. Era un dfs excesivamente cafuroso y, con intervalos, el gracioso portugués tuerto habria de contar alguna historia entretenida. Una de estas historias ver- saba sobre la Era de los Tontos, y me divixtié tanto gue puedo recordarla hasta ahora”. (Los pdjaros y el hombre, p. 7.) Los cuentos de estos tontos gue tratan de Ilevar la fw del sol dentro de la iglesia y cometen otras crasas estupideces nos retrotraen al humor felklérico medieval; y su atractivo para Hudson radica precisamente en que es experiencia twansmitida de persona a persona sin la mediacién de la pdgina impresa. Ademés, es inseparable de la sttuacién social que el ritual del macho desafie o, inclusive, funcione. En una ocasién Hudson pasé a Cunninghame Graham la transcripcién de un poema gaucho que hab‘a recibido de un amigo en la Argentina, poema que tras- Jada un antiguo sopos al propio contexto del gaucho, Agui me pongo # contar Debaja de este membrillo, A vet si puedo alcanzar Tas aspas de aquel novillo, Si ese novillo me mata No me entierren en sagzao; Entigrrenme en campo limpio Donde me pisa el ganao. Ponganme de cabecera Un letrero, colorso, que dige, 41Walter Ong, Presencia de la palabra (The Presence of the Word, Yale University Press, 1967). XXXL Agu murié un desgzaciao No murié de tabardillo Ni de puntada de costao Ha muerto de mal de amores Que es el mas desesperao.*? Lo que le interesaba era el instrumento, el ansia del gaucho por ta libertad del campo, aun después de la muerte. Y aunque le hace Iegar el poema a Cunninghame Graham més como curiosidad que por otra cosa, claramente va- Jora esos ejemplos de poesia “esponténea’” precisamente a causa de su conexién con una integra textura de vida. Le interesaban no s6lo esas supervivencias sino también lo que podrfa Ha- marse “narrativa natural” —los cuentos relatados por [a gente de campo y por Jos ancianos que habia encontrado en sus viajes. Y quizds esto da cuenta del hecho de que sus escritos de ficcidn exitosos tienden a inspizarse en Ja tradicién oral. En realidad, aparte de su deplorable novela Fan (Abanico), firmada con seudénimo, y aparte de sus novelas utdpicas —de Tas cuales escribic otras pos- teriormente-—— sus otros trabajos narratives: La tierra purpirea (1886), sus cuentos de la pampa y sus dos cuentos ingleses, “Dead Man’s Plack” (La placa del muerto) y “Old Thorn” (Vieja espina), tratan de provocat el efecto del saber popular transmitido oralmente. Aunque no se publicé hasta 1886, La tierra purpdrea fue escriza probable. mente en la década del setenta, poco tiempo despnés de su flegada a Inglaterra. En fa época de su publicacién desperté poco interés ¥, en general, ha sido subva- Juada en Inglaterra. Sin embargo Borges la encontrd superior al Martiz Fierro y Don Segundo Sombra y aprobé Ja eleccién de la Banda Oriental como esce- natio. “Nacido en la provincia de Buenos Aires, en el circalo mégico de la pam- pa, elige sin embargo la tierra cardena donde Ja montoneta fatigé sus primeres y dltimas Ianzas: el Estado Oriental.” Y agrega: “Percibir o no los matices crio- Ilos es quizé baladf, pero el hecho es que de todos Jos extranjeros (sin excluir por cierto a los espaiioles) nadie los percibe como el inglés, Miller, Robertson, Burton, Cunninghame Graham, Hudson.” Theodore Roosevelt y otros compa- taton La tierra purpiirea con Almas muertas de Gogol. “Por sobre todo pone frente a nosotros el esplendot y la vasta soledad del campo donde se leva esta ardorosa vida? escribié Roosevelt. Aun asi no es la “autenticidad” u otro aspecto de la narrativa fo que ahora importa, sino Ja ideologia que le dio naci- miento y, particularmente, la contradicciéa entre cl mensaje abierto que es una adhesién apasionada a la Banda Oriental y la reproduccién subliminal de Ja dicotomia perjudicial (para Latinoamérica) entre civilizaciéa y barbarie. ‘Rickard Curle (ed.) Cartas de W. H, Hudson (W. FI. Hudson's Letters, Londies, Golden Cockerel Press, 1941). 3B], L, Borges, “Nota sobre La sierra purpdrea”, publicada por primera vex en La Nacién, 3 de agosio de 1941. Srpe Purple Land, Adventures in South America (Nueva York, E. P. Dutton and Co, 1916), con una no‘a iniroductoria de Theodore Roosevelt, XXXIIT Concebide originalmente como una obra més extensa, La casa de Lamb, (probablemente a causa de que los editores ingleses en las décadas del setenta y del ochenta estaban interesados principalmente en novelones), La tierra parpae rea es un relato modetno picaresco de aventuras, y en tealidad al comienzo de la novela, el natrador Richard Lamb se compare autoconscientemente con Gil Blas (p. 4). Es tentador considerar autobiogrdfica 2 esta novela como lo han hecho otros criticos, especialmente dado que daria cuenta de un perfode compa- rativamente oscuro en la vida de Hudson, pero éste mismo desalienta delibera- damente tal lecture en una carta a Cunninghame Graham, “Es un etror de su parte considerar que las aventutas aqui narradas sean autobiogralicas, Richard @s una persona puramente imaginativa, su historiador no era asf. Las aventuras contenidas en ese libro, que son parcial o totalmente verdadcras, ocuttieron a diferentes personas. Richard fue solamente la cuerda con la que fueron enhe- bradas,? La piceresca es, por supuesto, un artificio til para unificar una serie fortuita de aventuras, esiudios de personajes y meditaciones acerca de la persona cle un narrador y Ja forma es la més cercana posible al cstilo [leno de digresiones de los ensayos de Hudson. La ventaja del narrador imaginario es que actia como mecanisme unificador para toda clase de materiales heteto- géncos. Por otra parte, la negativa de Hudson acerca del contenido autobiogré- fico también debe tomarse con cierto escepticismo, dado que las complicadas ayenturas amorosas de Lamb, quien diffcilmente podia ver una mujer sin sen- tirse atcafde por ella, eran con toda claridad los precisos aspectos de la no- vela con los cuales un Hudson més viejo y enteratnente victoriano no querrfa set asociado. Aunque las aventuras amorosas no constan estrictamente de he- chos, la disposicién. amorosa del nartador sugiere que en esa Spoca Hudson po- nfa mayor acento en Io erdtico de lo que lo haria mds tarde, cuando se mostr6 de acuerdo con criticos que le habian dicho que habia alli “demasiado galanteo”, Seria absurdo considerar a La tierra purpairea como novela histérica, aunque Ia utilizacién por Hudson de episedios de Ja historia uruguaya y, en especial, del conflicto entre dlancos y colorados es sintomética. La contienda civil en la Banda Oriental habia sido manipulada por diversos intereses, incluidos los del Brasil y Gran Bretaiia (en conjuncién con el General Mitre en la Argentina), que estaba en medio del proceso de asegurar su control econémico sobre el pais. Uno de los contendieates, el lider blanco general Flores, estaba apoyado intensamente por Buenos Aires, a donde huyé tras mantenerse escondido en su propio pais por un lapso considerable, Iuego del triunfo de les fuetzas colon radas, Posteriormente habria de invadiz el Uruguay y tomar el poder. Existe un paralelo, asi, entre las peripecias de Flores y las del lider blanco Santa Coloma en La tierra purpiirea, a quien Richard Lamb conoce primero como Marcos Marcé, luego como general de las fuerzas rebeldes nacionalistas que luchan con- tza los colorados y la infiltracién brasilefia y finalmente como civil disfrazado que huye a Buenos Aires. La manipulacién exteanjera por detrés de fuerzas na- ‘Cartas @ Cunninghame Graban, p. 2h. X&RIV cionales en contienda que se tornan mera fantasmagoria serta desplegada con todo brillo por Conrad en Nostromo, donde se inspiré en el conocimiento de Hudson y Cunninghame Graham acerca def escenario sudamericano. Sin em- bargo, en La sierra purprirea les fuerzas reales resultan desplazadas en dramas locales de honor, amor, lealtad y traicién. Ast La serra purpdrea parece mas cercana a un western que Nostrowo, desde que la guetta provee meramente una maquina més dramdtica para a produccién de pasiones intensas que las calles de la ciudad o las casas bancatias, En realidad el narrador, Richard Lamb, permanece sin comprometerse en cstes pasiones nacionales y huye de la be- zalla de San Paulo sin preocuparse demasiado por 1a dertota: “No me preocupo mucho pot ini mismo, peto no puedo defar de pensar mucho en Dolores, que tendrfa ahora una pena fresca para actecentar su dolor.” (p. 151). De este modo Richard Lamb que, hacia el fin de la novela, rechaza aparentemente Ja conquista inglesa, reproduce la exacta actitud de los ingleses cn su conquista in- formal de Sadamérica, en Ja cual se mantuvieron al mazgen y en apariencia neu- trales en la medida en que sus intereses més amplios quedaban asegurados. EI mensaje que enmarea los libros también estd pensado para los ingleses, no para los hebitantes de Latinoamérica. En realidad, el titulo completo de la pri- mera odicién era La tierra purpiirea que Inglaterra perdid y la “lecclén” de Ri- chard Lamb se explicita al principio y al final de la novela. Al comienzo, re- presenta sin problematizarse ¢] proyecto britdnico inicial de ocupacién de ‘América Latina, creycndo que los vastos espacios que los habitantes indigenas han sido demasiado incompetentes o petezosos para desarrollar, requicven la ocupaciéa britdnica si han de ser alguna vez Hlevados a la escena mundial, Amé- rica del Sur esté madura para a conquista y Lamb anhela “jun millar de hom- bres jévenes de Devon y Somerset aqui conmigo, cada uno de ellos con el ce- rebro encendido con pensamientos como los mios! {Qué accién gloriosa se lleva- tia a cabo para fa humanidad! |Qué grito poderoso de entusiasine elevariamos por la gloria de la vicja Inglaterra que se estd desvaneciendo!” (p. 9). Lamb consideraba que la ocupacién de Buenos Aires habia sido una “cruzada santa” y maldice su fracaso. Lo que sus eventuzas en el interior consiguen es su reeda- cacién y su reunién con la naturaleza. En lugar de ansiar la ccupacién briténica, desearfa ahora mantener inviolado su paraiso y ctee que la violencia y la pa- sién (o la barbarie} tienen que aceptarse con el fin de mantener sin trabas el estado silvestre de Ja naturaleza. En consecuencia rucga que “‘el instinto caba- ileresco de Santa Coloma, la pasién de Dolores, I2 amable bondad de Cande- aria” puedan “mantenerse vivos ea vuestros hijos para hacer sus vidas mds brillantes de romance y belleza; que la plaga de nuestra civilizacién superior no caiga nunca sobre vuestras flores silves:zes, ni el yugo de nuestro progreso se instale solsre vuestros troperos, —despreocupados, graciosos, amantes de Ja mtisiea como los pdjaros— para hacerlos como el taciturno y abyecto paisano del Viejo Mando”. (p. 248). Lamb (cuyo nombre —cordero— significa la no-violencia) es, asi, el término neutral en una polaridad generada por les siguientes oposiciones XXXY violencia pat —+— Banda oo Buenos Aires naturaleza [¢—>} sociedad civilizada Oriental Metrépolis —+— Lamb, como varén pactfico, mds en su ambiente con mujeres que con hom- bres ne puede sobrevivir en las tiertas violentas; aun asi su casamiento ha cau- sado su expulsiéa de la sociedad “civilizada”, Es un observador desde afuera, que no puede participar en las apasionadas lealtades de la Banda Oriental, ni siquiera, excepto incidentalmente, en sus luchas. Y aun asi, con toda la violen- cia, es una Atcadia a la que sélo pucde contemplar como exiliado. En conse- cuencia, ve el hogar de Anselmo y su hija Margarita, como “el tinico lugar en cl vasto mundo donde Ia edad de oro todavia persistia, apacecienda camo los Ultimos rayos del sol poniente tocando algin punto prominente, cuando por todas partes las demés cosas estén en sombras”. (p, 53). El precio de la Arcadia es la barbarie: e inclusive Lamb se ve forzado a matar en cierto punto, bien que en defensa propia, Aunque clama que un asesinato no fe ha producido regresién a la barbarie, todavia luego sentfa “tal alesria que podria haber cantado y gritado en voz muy alta si no me hubiera parecido improdente permitirme tal expresién de sentimiento”. (p. 176). E. inmediatamente des- pués de la batalla de San Paulo experimenta una profunda y religiosa comunién con la naturaleza: romance materialismo Sobre todo reinaba un profundo silencio; hasta que, de re- Penta, una bandade de otopéndolas anaranjadas y color de llama son alas negias se Janzaron en pieada sobre un grupo de arbustos muy cerca y dertamaron un torrente de misica. salvaje y go. zosa... {Qué matices tan brillantes, qué miisica alegte y fantis. tical Eran péjaros realmente, o bien los habitantes alados y contentos de una regidn mfstica, parecida a la tierra, pero més duke que éta, y nunca penetiada por la muctte sobre cuyo umbral habia tropezado yo por azar? Entonces, mientras Ja rica inundacidn de brill solar se voled sobre 1a tierta desde ¢sa urna toja_y perenne que descansaba en cl Iejano horizonte, bubleta rodido de haber estado solo, arrojarme cobre el cerreno peta adorat al gran Dios de la Naturaleza que me habia dado este Precioso momento de vida. (p. 152), Asi para Lamb, fa opcién es entre violencia o pérdida de esta unién con Ia naturaleza, “antes que ver perscguir al avestruz y al ciecvo mas allé del hori- zonte, asesinar ai flamenco y al cisne de cuello negto en los lagos azules y en- wiar al tropero a puntear su romdatica gaitarra al Hades como preliminar a Ja seguridad personal, preferitfa andar de un sitio para otro preparandg, en todo mo- mento, pata defender mi vida de los subitos asaltos del asesino”. (p. 244). ¥ la civilizacin acarrea también otras pérdidas, “El romance, la helleza, la poesfa, se iran” sactificados a los fines materialistas de le civilizacién. “No vivimos sélo de pan, y Ia ocupacién briténica no da al corazén todas las cosas que reclama. XXXVI Las bendiciones pueden convertirse en maldiciones cuando el poder gigante que las otorga chuyenta de entre nosotros a los timidos espfritus de la Belleza y la Poesia.” (p. 244). Es este entorno incivilizade el que podia (como en Nostronto de Conrad), producir todavia las virtudes anacrdnicas de lideres carismaticos y stibditos jea- les y un campesinado roméntico, habitando casas aisladas alejadas de sus ve- cinos y hablando la lengua de la sabiduria tradicional: Porque; cqué tiene un hombre més que otro que lo ponga en lugar de la Providencia? Somos todos de carne. Es cierto, ak gunos somos sélo came de perro, wtil para nada, pero pata todos nosorros el [érigo es doloreso, y conde él lueva brotard sangre. (p. 56). Fate arome atcaico no es exelusivo de Hudson. Las Comedias barbaras de Valle-Tnclén rectean un entorno similar y similatmente recurren no sdlo a ana- cronismos de tema, sino también de forma. En el caso de La tierra purptirea el uso de lo picaresco, el lenguaje sentencioso y los muchos relatos que le cuentan a Lamb en el cutso de sus aventuras, todo contribuye a !a aundsfera arcaica. Aunque es precisamente este anacronismo el que resultaba compatible con los jntereses neocoloniales que permitian que Jas dreas “retrasadas”” del mundo se convirtieran en reservas en las cuales Jas costumbres arcaicas pudieran preser- varse sin perturbar de ningiin modo el funcionamiento del sistema en su con- junto. El imperialismo britdnico operaba feliz con sociedades tribales que le provefan de mercados sin resistencias y de abundantes materias primas. La vio- lencia interna y la inestabilidad de tales sociedades era un subproducto de su relacién con el mercado mundial y provela de una espléndida coartada para le diplomacia de los buques artillades. De este modo [a ruidosa protesta de Lamb al final de la novela contra la ocupacién inglesa no es un reclamo revolucia- nario sino mds bien una versién idealizada de la propia politica imperialista briténica que destinaba el Uruguay a Ja independencia aparente en tanto asc- guraba su dependencia econémica. Hudson no estaba, por supuesto, zbogando por el neocolonizlismo. Simplemente no percibia que el anactonismo no cons- tituia una verdadera oposicién al sistema. El anacronismo toma une fotma bastante diferente en los cuentos de [a pampa; “La confesién de Pelino Viera”, “El ombui” y “Marta Riquelme”, que se inspiran los tres en Ja tradicién local, de mujeres convirtiéndose en péjaros, de cautivos de los indios, de venganza y brujerfa. Es esto lo que da su autenti- cidad a estos cnentos. En realidad, Hudson debe haber ofdo tales relatos en la Argentina, especialmente cuando estaba en el ejército, y luego declararfa que “El ombt:” se basaba en las notas que tomé cuando escuchaba @ un viejo gau- cho (el Nicandro del cuento) alrededor del afio 1865. En “La Confesién de Pelino Viera", el primero en publicarse de esos cuentos, se inspitd no s6lo en la 48En la edicién de 1916 de “El ombt” en Cuentos de ia Pampa (Tales of the Par Nueva York, Alfred A. Knopf), p. 1, dice “esta historia de una casa que habia existido fae centada por Nicandro en la sombra, un dia de verano”, X&XVIT tiqueza de le tradicién brujeril que habfa sido transmitida desde el petiodo colo- nial, sino tambich en Ia leyenda de “la ciudad de los Césares”, que también inspiraria el poema de Neruda “La espada encendida”. Aunque este material folklérico se motiva ahora con el fin de sugeric “fuerzas oscuras” a las que la civilizacién tornd subterréneas, La esposa de Pelino Viera es una bruja cu- yas artes él aprende en secreto; una noche es transportado mdgicamente a la mistetiosa ciudad de los Césares, a la que halla habitada por personas empluma- das. En ella “no habia fuegos ni lémparas, pero en las patedes habia pintadas figuras de jaguares, caballos corriendo en medio de nubes de palva, indios enzar- zados en luchas con blancos, serpientes, torhellinos, planicies cubiertas de hierba incendidndose, con avestruces volando delante de las Hamas y un centenar de cosas més; los hombres y animales estaban dibujados en tamafio natural, y los colores brillantes con que estaban pintados despedfan una luz fosforescente que los hacia visibles y arrojaba un tenue creptisculo en Ja habitacién’. Lo que estas imagenes representan es destruccién y caos, una destruccin y un caos claramen- te asociados con la pasidn sexual, puesto que Pelino, antes de su matrimonio, tenia hacia su esposa “un deseo vehemente inexplicable”, ten intenso que “per- dié carnes”, En “Matta Riquelme” Ia pasién sexual se relaciona directamente con el tema de la barbarie. Ell sacerdote que narca el cuento sélo descubre su pasién cuando Marta ya se ha vuelto loca a causa de su cautiverio entre los indios y sus des- venturas ultetiores. Su destino tragico, asf como Ja inexplicable pasién del se. cerdote, son atribuidos al ensalmo del propio luger, a Yala, donde los antiguos dioses se han tefugiado, Exiliados de su teino por la Cristiandad, se retiran a tegiones inaccesibles —“asi los viejos dioses y demonios se han retirado a este apartado tetritorio donde, si bien no pueden mantener fuera las semillas de Ia verdad, al menos tienen éxito en tornar estéril como una pieda el suelo en que caen”, ¥ aun cuando el sacerdote proclama su derrota, todo el rclato demuestra le contratio: el poder de estas fuerzas oscuras que se identifican con la sexva- idad, Existe en verdad una notable consecuencia en Jos relatos sudamericanos de Hudson, desde La tierra purptirea hasta “El ombit” y “Marta Riquelme”, que radica en que todos ellos abordan la regtesién a lo primitivo y asocian esto al misterioso efecto del propio territorio, Ast, aunque esctito en cl estilo digresivo con que intenta transmitir la forma pausada de contar de Nicandto, el narrador gaucho, “El ombi” sigue ef modelo de otros cuentos en cuanto atribuye la mala fortuna de los protagonistas a la maldicién de un lugar en particular. En vez de la ciudad de fos Césares 0 el refugio de los viejos dioses en Yala, es la sombra del ombt la que establece una maldicién sobre los habitantes de Ja casa vecina. Aunque este cuento de crueldad y venganza tiene también un agente humano del mal —el general Barboza, cuya descuidada crueldad causa la muerte primero de su padre, y luego det hijo que lo habfa asesinado. El salvajismo de Barboza es hiperbilico, inexplicable en cualquier campo psicolé- gico o racional normal. Al final del cuenzo se ha enfermado y, con el fin de VOL curatse de su debilided, se bafia en la sangre de un novillo recién sacrificado —aun “bajio de sangre” que lo enloquece. “Corrié hacia afucra el General, com- pletamente desnudo, enrojecido por ese bafio de sangre caliente en que habia estado sumergido, Ievando en la mano una daga que habia arrebatado subi- tamente. Saltando sobre 1a battera, se detuvo inmdvil por un instante y en- ronces, viendo frente a dl la gran masa de hombres, se precipité hacia ellos aullando y revoleando su daga de modo que parecia una rueda brillando al sol.” Parece haberse convertido, en esa escena, en una encarnacién més de los viejos dioses que permanccieron en acecho en estas zonas marginalizadas del mundo, No es necesatio recordar cudn profundamenie este sentido de Jo irracional habia de afectar a la propia literatura latinoamericana: La vordgine es un ejem- plo asombroso, Ni cudn recurrente es este sentido de la barbarie primitiva aguatdando para tragarse seres humanos civilizados. Aunque después de todo era [a sociedad industrializada metropolitana la que habfa definido lo tradicional y lo irracional. Hudson no cuestiona sunca Ja fuente de esa actividad racionali- zante que catacterizaba la dominacidn de las potencias industriales. Sélo deplo- raba algunas de sus consecuencias. Mientras que al mismo tiempo, en cuentos como “El ombi y “Marta Riquelme”, muestta la fuerza de Jo que ha sido reprimido, De este modo en “Marta Riquelme” el cautiverio de Marta, su vio- lacién por el indio que Ja captura, la muerte de su criatura, estampan en ella Ia barbarie de tal manera que, a su regreso a La civilizacién, afloja toda identi- dad social y su marido reluisa reconocerla, En consecuencia es llewada @ 1a lo- cura por [a sociedad representada por su civilizado marido y se convierte en “una figura encogida. .. on s6rdidas itas” con “los ojos reverberando de furia” que ha quedado perdida a los dioses oscuros, De ser humano se transforma en hin monstru0so pajato “kakué”, En forma bastante parecida a la de Ja heroina de D. H. Lawrence en La mujer que se alejé, es reclamada por una fuerza ins- Hintiva mds antigua, irracional, pero extremadamente podetosa, que el propio sacerdote tiene dificultad para conquistar. Claramente tales fuerzas encatnan el temor que Hudson experimentaba ante Ja idea de “volver atr4s” que habla previsto con tanta ligereza al final de Le tierra purptirea, Dada su filosofia evolucionista, “volver atrds”” sélo podia implicar una regresién genética y no podian formularse alternativas a 1a expan- sign industrial capitalista excepto como desarrollo evolutivo de nuevos tipos. LA TRAGEDIA PASTORIL Las dos novelas de Hudson, Une era de cristal y Mansiones verdes intentan re~ solver las contradicciones del primitivismo de Hudson representando una comu- nidad ideal y un tipo ideal en ef cual se ha trascendido la sexualidad y la violencia. XXKIX Son, en conseeuencia, Ias que han quedado ms anticuadas entre sus obras, Para aproximarnes de algtin modo a ellas necesitamos reconsiderar el tipo de compul- sién bajo Ia cual escribfa: es decir, no sdlo los tabuies victorianos y las palabras in- mencionables sino también los aspectos mds severamente reprimidos de la pro- pia vida de Hudson. Su matrimonio es una huella importante que conduce a ellos. En 1876, su casamiento con Emily Wingrave que eta mucho mayor que él, te proveyd de una respetabilidad de las mds sobtias, aunque debid pagar un precio por ella, Hacia el fin de su vida destacarfa el compafierismo que habia hallado en su matrimonio e inclusive se refirié a Emily en Afoot in England como su compafiera més que su esposa. Aun proclamande que es “Ja bondad Jo que cuenta al final —el sentimiento hacia otro que sobrevive a la pasién efimera”, agregaba “ahora bien, nunca estuve enamorado de mi mujer ni ella de mi. Me casé con ella porque su voz me emocionaba como ninguna otra voz cantante lo habfa hecho antes, aunque habla escuchado a todas las grandes tiples operisticas de la época, —Patti inclusive, pero nos hicimos amigos”. Luego de su muerte escribié: ‘Me siento como si el énico ser que me conccfa y al que conocta como no puedo conocer a otro, me hubjera dejado muy solo.”*? Por supuesto, la respetabilidad podia haber sido transgredida —como lo fue por su amigo George Gissing que se casé con una prostituta y como le serfa por D, H. Lawrence, pero cs sumamente probable que Hudson se sin- tiera lo bastante outsider sin agravar la situaciéa, Existen buenos testinonios acetca de que Hudson suprimié activamente de su vida los aspectos vergonzan- tes o embarazosos. Nunca hablaria de sus afios de pobreza en Londres, y des- truyé centenares de cartas que le habian escrito, aunque no estd claro por qué tazén, Criticé intensamente las descripciones de Ja sexualidad hechas por D. H. Lawsence en Hijos y amantes —“Mordiendo, royendo los pechos de su aman- te hasta que su boca se Nenaba de sangre y espuma”, escribié® Particularmente mas tarde en su vida hizo profesién de despreciar a las mu- jeres, “el sexo fatuo”. (Una Cierve en el... p. 21.) Relegindolas a lo mera. mente decorativo, siendo su tinica cualidad esencial ¢] encanto, Aunque algunos curiosos incidentes sugieten que habia aguas més profundas bajo esta remilgeda superficie, Tenia tendencia a poner « prueba y proteger muchachas jévenes, y estaba orgulloso de haber impedido que tomara los hébitos de monja a una joven enfermera catélica de Cornwall a la que era muy alecto. También con- fosé haber amado a una nifia de catorce afios “como si hubieta sido mi propia hija a causa de su dulzura y encanto y amorosa disposicién, el claro y brillance genio de su menie y otras cualidedes atractivas y deseaba adoptarla —un anhelo © ansia que a veces ataca a un hombre sin hijos”. (Una Cierva en el... p. 44). Es probable que un lector moderno encuentre ta! confesién mas teveladora dé Jo que Hudson percibfa, En realidad Ja ingenuidad sextai alcanzaba proporcio- nes eémnicas si es cierta una enéedota que cuenta Violet Hunt. Esta le habia pe- $n una carte a Violet Hunt en Looker (ed.) Wiliam Henry Hudson, p. 117. SE. Garnett, Letters, p. 142. “Violet Hunt, “Recuerdos de Hudson”, en Looker (ed.) William Henry Hudson, p. 102. XL dido que explicara la historia mitica del ruisefior y él “se embarcé en un relato chocante, como si fuera hecho por un tribunal de policia, de fujuria severa y crueldad” que impidié a la Hunt “volver a escuchar al ruisefior para siem- pte”? Todo Jo cual viene a demostrar que Hudson era prefreudiano en su consciente. La sexualidad era pata él un instinto necesario pero desgraciado, ua deseo feroz tan fuerte en el varén que lo Ilevaba hesta a casatse con prosti- tutas. Es pot esto que le parecia absurdo que la conmunidad utépica del siglo veinte en Noticias de ninguna parie de Morris, hubiera superade tan répida- mente esta pasién. En contraste, defendia su propio libro, Una era de cristal, como més verosimil porque eunque prevé que llegue a trascenderse 1a pasién sexual, ubica esto lo suficientemente lejos en el futuro como para que tal evolucién se haya producido. “La pasién sexual es el pensamiento central de Una era de cristal,” escribid, ‘Ia idea de que no existité ningda milenio, nin- gin descanso, ninguna paz perpetua hasta que esta furia se haya consumido a sf misma, y concedo un tiempo itimitado para el cambio”. Sin embargo, con toda claridad, lo que falta desde este esquema de cosas cs algtin concepto tal como represion. Una era de cristal comienza, como la mayoria de las novelas utépicas, con el despertar del narrador, un victoriano rico y corrupto flamado Smith, como outsider en una nueva eta. Ha venido de un mundo de “escuelas, iglesias, pri- stones, anillos; estimulantes y tabaco; reyes y parlamen:os; hostiles rugidos de cafiones y ptanos que tronaban pacfficamente; historia, prensa, vicios, econo- tia politica, dinero y un millén de cosas mds”. Esta lista heterogénea es indi- cativa por si misma de todo lo que Hudson encontraba negativo en Ja sociedad contemporsnea. La comunidad en la cual Smith se introduce estd tan limitada por reglas y disposiciones tan incomprensibles como las del pais de las marevi- las de Alicia. Es una socicdad pastoril que aprecia la belleza en todas sus for- sas, pero especialmente Ia belleza natural, de modo tal que la comunidad entera declare dia festivo aquel en que florece cierta planta. Peto fo que resulta mds asombroso en esa comunidad, y lo que la harfa kigubre para un lector moderno, es que sus miembros han superado el instinto sexual. Estén ligados sélo por la amistad amorosa y por Ja gratitud hacia Ja “madre” y el “padre” de la comu- nidad que padecen el sexo en beneficio de la reproduccién de [a raza. Smith, a outsider, transgrede las reglas enamoréndose de Yoletta, sélo para darse cuenta consultando un libro formidable de Conducta 7 ceremoniales que, excepto para la madre y el padre no puede haber sexo. Sin que Smith lo sepa, Yoletta esté destinada a ser la madce y él el padre de ta comunidad, pero antes de enterarse de esto ya ha deglutido un veneno mortal y alcanzado la proeza, inusual en una norracién en primera persona, de referir su propia muerte. El interés principal de Una era de cristal es su intento insatisfactorio de recon- ciliar una religin de la nazuraleza con el ideal de una comunidad armoniosa y orginica. Esta reconciliacién puede llevarse a cabo solamente eliminando el de- Violet Hunt, fac, cit., p. 103, ‘Cartas a Garnett (Letters to Garneit), p. 154. x1 seo y esio a su vez suptime Ja motivacién dade que sin deseo no hay accién. La pasién aberrante y primitiva de Smith es, en consecuencia, la unica fuerza productiva en la novela, pero es una fuerza que la filosofia de Hudson querria ver climinada. Esto explica por qué era importante para ¢l separar el senti- miento de la sexualidad, no sélo en sus novelas, sino también en sus estudios sobre la vida natural, Es significativo, por ejemplo que, en Ux naturalist en ef Plata expligue el canto de los pajaros en primavera como joie de viure més que come funcién del mecanismo reproductivo. E inclusive crefa que los insectos experimentaban alegria. Tuviera o no algtin valor cientifico esta obsctvacién, Pareceria indicar un deseo de relegar le sexualidad a un papel menos importance en Ja existencia, y no sorprende que hubieta concebido la buena vida prescin- diendo de ella enteramente. La otta novela de Hudson, Mansiones verdes, como Tristes trépicos de Lévi- Strauss y Los pasos perdidos de Carpentier, puede ser mejor considerada como una alegoria que rastrea las hucllas del pasaje de la naturaleza a Ja cultura, El escenatio de les tres ¢s la selva tropical, el domicilio legendatio de las tribus y ciudades “perdidas” y de aberrantes posibilidades cyolutivas. Hudson, que no habia visitado nanca el trdpico, podia desevibiclo con alguna verosimilitud gracias a a informacién recogida con dificultad de amigos y libros como e} de Bates Un naturalista ev el rio Amazonas. Bates eta cottecto en particular en lo que respecta al canto de Ios pajatos de la selva, especialmente acerca de ciertas notes quejumbrosas que describia con gran detalle.°? Pero Hudson casi no hecesitaba fuentes secundarias para su Rima, dado que los pajatos siempre to habfan atrafdo més que cualquier otra forma de vida y el canto de los péjaros habia sido siempre para él fuente inigualada de deleite. Una combinacién de pajaro y mujer eta la encarnacién de un tipo ideal —la belleza de Ja natura- leza sin su fealded, la capacided de expresar sentimientos sin la mediacién del lenguaje. Su selva estd pensada para ser una selva cncantada, un lugar protegido misteriosamente de los destructives cazadotes indfgenas que viven al borde de elle y habitada solamente por Rima y su abuelo Nuflo. En ottos escritores contemporaneos, tales Jugares encantados constituyen casi siempre cl espacio del arte, que, por si solo, podia trascender Jos instintos. Sin embargo Hudson nunca habria de hacer una separacién tan absoluta entre arte y naturaleza, cre- yendo que una forma superior de experiencia estética deberia ser gencrada even: tualmente a partir de la propia naturaleza y que cl arte no era sino una forma temporaria ¢ insatisfactoria de proveer a la necesidad estética humana. (Une Cierva en... pp. 334-35). Rima parece pensada para personificar este estadio superior en el cual arte y naturaleza se funden, en tanto Abel, el joven venezo- Teno para quien ella representa el ideal inalcanzable, encarna la busqueda por el hombre de Ja auto-trascendencia. Rima con sus ropas trémulas, su sexualidad, su lenguaje de expresividad pura, es el eslabén perdido entre Ja naturaleza y la >Para otras posibles fuentes, vase A. F, Haymaker, Desde las Pampas a los cercos y las colinas. Un estudio sobre W.-H. Hudson, (From Panpas to Hedgerows and Dowss. A Siudy of W. H. Hudson, Nueva York, Bookman Associates, 1954}, p. 331, XLII estética, y un modelo que ha evolucionado de modo diferente al del resto de la humanidad. Pero sus origenes son oscuros, el resto de su tribu he desaparecido © perecido. Aunque viaja con Niuflo y Abel a ia biisqueda de sus perdidos ori. genes en Riolama, deseubre sélo ta caverna vaca dado que los “pasos perdidos” no pueden velver a tastreatse. Como ta comunidad de Una era de cristal, Rima estd condenada y su especie no volverd a reproducirse nunca, Para la imaginacién moderna Rima es un ideal intolerable, pues representa el espacio imposible de reconciliacién entre naturaleza y arte. En ella, la natura- leza est4 divorciada de Ja sexualidad y se convierte en un objeto puramente es- tético, una mujer péjato sin deseo ni crueldad y cuyo lenguaje es pura expresi- vided, Ademas —y esta es Ja mayor de todas las contradicciones— sélo se puede explicar su naturaleza singular como resultado de un proceso evolutivo, como una trascendencia gradual, generacién tras generacidn, del instinto des- tructivo. ¥ habiendo evolucionado, ella se convierte en presa de las fuctzas des- tructivas que pertenecen a un estadio més primitivo que el suyo de la evolucisn. LA ARGENTINA. DEPENDENCIA Y ALTERIDAD Como muchos esctitores del siglo diecinueve, Hudson se desligaba de fas metas del capitalismo y contrarrestaba su critica con el ideal de plenitud asociade con anteriores formas de vida pastotiles, Al hacerlo, en particular cuando asociaba este ideal con su juventud en la Argentina, se encontraba enfrentando ef pro- blema de Je “barbarie” y la “violencia” de fas sociedades atrasadas. Si lo de pastosil implicaba un regreso a formas més sencillas de vida, entonces impli- caba también la aceptacién del rigor y el hambre, la injusticia y el machismo Y aun asi, dada una explicacién evolucionista y genética del progreso humano geémo era posible volver atrds, excepto con la memoria, a la vida del pastor 0 a la del gaucho? Lo pastotil debe alojarse en el pasado o bien ser una proyeccién de algiin futuco muy lejmo. Pero en este punto Iegamos al aspecto mas teve- Jador de las comunidades y tipos ideales de Hudson: su esterilidad. El destino de la comunidad imaginaria de Una era de cristal, ol destino de Rima, son para- Jelos al de las comunidades reales come le de pastores de Wiltshire, que desa- patecié cuando sus tietras fueron tomadas por los cultivadores ce trigo, més productivos, o [a de los gauchos y habitantes del campo en la regién del Plata, cuando el modo pastoril de vida y el parafso de los péjaros fueron barridos por Ja industrializacién cn la explotacién de las carnes. La esterilidad y la muerte son caracteristicas notables de los cuentos de la pampa y de la gente de Ala lejos y bace tiempo: Dardo arcastrado a la muerte en el ejército, Angelita que muere siendo nifia, la destruccién de la Casa Antigua, el destino de la abando- nada Demetria. Aunque en realidad Ja destruccién de los modos pastoriles de XLUL vida no cra el proceso natural y evolutivo que Hudson describia, sino el resul- tado de la integracin al capitalismo de Las sociedades rurales. Estas zonas se convirtieron en satélites que productan para las rnases metropolitanas. Y del mismo modo en que Hudson se rehusaba a reconocer la sexualidad reprimida, también se negaba a reconocer las fuetzas ocultas del capitalismo inglés En cambio trataba de aferrarse sire ltdneamente a la esperanza de la trans- formacién genética de la humanided, y 2 una naturaleza idealizada, A este respecto, su estrategia difiere considerablemente de la de muchos de sus contempordneos que habian comenzado a ubicar sus deseos utdpicos cn el arte mismo. El proyecto modernista era indiferente para Hudson -—-tenfa una Postura muy critica hacia Ezra Pound y Virginia Woolf, cuyo Voyage out con- sideraba pura charle y totalmente divorciado del entorno sudamericano en el que, segtin se daba a entender, estaba ambientada la narracién 2? Sus propios puntos de vista acerca del arte eran casi platénicos, dado que crefa que se tra- taba de un simulacro y para nada comparable con Ia cosa real. “Los placetes y dolores del libro impreso no son reales,” declaraba, “y son a la realidad lo mis- mo que las flores japonesas hechas con trocitos de papel de seda de colores a las vividas y fragantes flores que florecen hoy y perecen mafiana; son un simula- cro, una burla, y nos presentan un mundo pélido y fantasmagérico, poblado por hombres y mujeres sin sangre que conversan sobie cosas insignificantes y tien sin alegria”. (Pajaro de la ciudad y ta aldea, p. 195). No sorprende que Henda constantemente a menospreciar sus propios escritos. Sdlo la experiencia contaba, experiencia de la vida orgénica y estacional de Ja naturaleza y del éxtasis que nace de! tipo de observacidn en Ia cual el observador se pierde en la cosa observada, Pero el propio ojo no es inocente y el lugar de Hudson es Ja Tirerarura argentina debe set reconsiderado, Porque su escritura no es simple. mente un reflejo del discurso del poeta ni tampoco puede proclamérselo pre. cursor desprejuiciado del necionalismo argentino. Més bien su obra textualiza la esteritidad de un contexto dependiente en el cual ef progreso queda reserva. do sdlo a la metrépoli. Todavia, ademés de su lugar dentro de Ia tradicién de Ja cultura metropolitan, en la cual sa “alld lejos y hace tiempo" es el viltimo lugar posible de exilio para el utopista, los escritos de Hudson tienen otra his- toria denteo de la misma cultura argentina. Adolfo Prieto argumenté una vez que el inserés por el paisaje de la Atgen- tina se desarroll6 cn su mayor parte después que la inmigtacién en gran escala alters la composicién racial del pais.* En este punto, tener raices en las pro- vincias (como Lugones) se convirtié en una sefial del verdadero criollo como opuesto al intruse. La historia de las peripecias de Hudson en la Argentina comicnzan realmente con él articulo de Borges sobre La tierra purpiirea pu- blicedo en una época en que estaba promaviendo el criollismo. Sia embargo, el periodo mas significative para los estudios sobre Hudson se produjo entre Cartas a Garnett, p. 130. ; | JAdolfo Prieto, Literatura autobiogréfica argentina, Buenos Aites, Ed. Jorge Alvarez, 1966, p. 172.3. XLIV la publicacién de la Antologia de V. S. Pritchett en 1941 y el afio 1951, cuan- do Ezequiel Martinez Estrada publicé El mundo maravilloso de Guillermo En- rigue Hudson, periodo que es precisamente aquel en que Perén llcgé al poder y, en consecuencia, coincide con ia emergencia de Ias masas como fuerza _po- litica en Ja vida argentina. No es necesario atribuir las traducciones de Hud- son que aparecieron en esta época a una rcaccién conservadora frente a estos acontecimientos, si bien, dado e! empuje ideolégico de los escritos de Hudson y en particular, sus actitudes hacia la naturaleza y la barbarie, hay algun sig- nificado en ese énfasis. Para los criticos, se convirtié en el verdadeto cronis- ta de una Argentina amerior a la inmigracién, de una edad de oro de vida rural y, en consecuencia, la fuente genealégica ideal para una cultura nacio- nal incontaminada por las masas urbanas. El valor de su cuidadosa observacién de la vida de las aves, Ia pampa y los habitantes rurales, es incuestionable. Aun asi, estas observaciones estén cargadas de los dilemas de le dependencia: la oposicién campo-chudad, barbarie-civilizacién, periferia-metrdpolis, fuetzas 05- curas de Jos instintos-racionalidad, modos idealizados de vida-reificacién. Estos no son conflictos que puedan resolverse, sino més bien las relaciones imagina- tias generadas por fuerzas ptoductivas que Hudson no percibfa mayorment Nunca reconocié que el nacionalismo y el evolucionisme (aplicados a las socie- dades) eran aspectos esenciales de un discurso de poder mas que fendmenos objetivos. Un enfoque nacionalista de su escritura, que lo reclame para la lite- ratura argentina o la inglesa, en consecuencia, sdlo aumenta las dificultades para evaluat su obra, buena parte de Ja cual pnede leerse como un intento de autentificar sa propio pasado marginalizado y su infancia, convirtiéndolos en pastoriles. Es precisamente este dilema real el que hace interesante su escri- tara, por sintomdtica, porque fue, después de todo, uno de los pocos esctito- res del siglo pasado que siquiera conocta la existencia de América del Sur como problema y no como mero teatro para heroicos europeos y tragedia indigena. JEAN FRANCO XLV LA TIERRA PURPUREA PROLOGO A LA EDICION DE 1904 Este obra fue publiceda por primera vex en 1885, por los editores Sampson Low, en dos delgados voltimenes, con el titulo mds largo y, para la mayor par te de las personas, enigmético de La Tierra Purptea que Inglaterra petdid. Casi en cuaiquier regidn del globo puede encontrarse una tierra purptirea, y de lo que debemos lvvar cuentas es de lo que gananos, no de lo que perdemos. Ex los diarios aparecieron usas pocas notas sobre el libro; uno o dos de los inds serios peribdicos literarios 1a resefaron (no favorablemente) bajo el en- cabezamienta de ‘Viajes y Geografia’; pero of pilblico lector no se preocup6 ‘por comprarla, y muy pronto cayd en ef olvido. Alli pudo quedar por el lapso de los siguientes diecinucve aitos, o por siempre, ya que ef suefo de un libro Hene mucha propensién a ser de esos suctios de los que no se despierta, si no bubiera sido por algunos bombres de letras gue lo encontraron entre un mon- 1dn de libros olvidados y a quienes les gustd a pesar de sus faltas, 0 precisa- mente por ellas, » se interesaron por revivirlo. Se dice a menudo que un antor nunca pierde totalmente su afecio por su primer libro, y ese sentimienta ba sido comparado (mds de wna vez) con el de un padre hacia su primer hijo. Yo no io be dicho, pero al consentir en que se hiciera esta nueva edicién, be considerado que la obra temprana, 0 que pa- sé inadvertida, de un escritor puede ser despedaxada cnando & no esté pre- sente para hacer correcciones. Puede haberse ausentado en un viaje del que no se espera que regrese. De abi que me pareciera mejor que yo mismo supervisa- ra una nueva edicion, ya que esto me permitiria clineinar unos pocos de los nu- merosos granos y manchas que decoraban el ingenuo talante del libro, antes de entregarselo a la posteridad. Aparte de muchas pegueftas correcciones y de cambios verbales, de la eli- minacién de algunos parrafos y de la inclusin de unos pocos nuevos, be omti- tido un capitulo entero, el que contiene La historia de un overo, recientemente reeditada en otro libro titulado El ombt. 3 También he dejado caer la tediosa introduccién a la anterior edicién, con- servando sdlo, coma un apéndice, la parte bistérica, pensando en aquellos de mis lectores a quienes pudiera gustarles conocer unos pocos bechos acerca de la tierra que Inglaterra perdié Setiembre de 1904 GE. Capitulo I VAGABUNDEOS POR LA MODERNA TROYA' Tres cariruros de la historia de mi vida —tres periodos distintos y bien de- finidos, aunque consecutivos— que comienzan cuando yo no habia cumplido atin los veinticinco afios y que tetminan antes de los treinta, se revelarda probablemente como los més ricos en acontecimientos. Hasta mi ultimo dia volverdn a mi memoria més a menudo que cualesquiera otros y me parecerdn més vividos que todo el resto de los afios de mi existencia —los veinticuatro que ya habia vivido, y los, digamos, cuarenta o cuarenta y cinco (espero que sean cineuenta o hasta sesenta) que me quedan por vivir, Porque jqué alma en este maravilloso y variado mundo desearia partir antes de los novental Sus sombras tanto como sus luces, su dulzura y su amargura, me hacen amarlo—. Del primero de esos tres sdlo hay que decir unas pocas palabras. Fue ef pe- todo de mi noviazgo y de mi matrimonio; y, aunque entonces la experiencia me parecié la cosa mds excepcional y extraiia del mundo, debe sin duda haber sido semejante a la de ottos hombres, ya que todos los hombres se casan, Y el iiltimo periodo, que fue el mas prolongado de los tres, pues Hen tres aiios enteros, no podria ser contado, Todo él fue un negro desastre. Tres afios de forzada separacién y de los mas extremados sufrimientos que a cruel ley del pais permitia a un furioso padre infligir a su hija y al hombre que habla osado casarse con ella contra la voluntad de aguél, La injusticia puede Mevar a la lo- cura al hombre més prudente —y yo munca fui prudente, sino que vivia y me dejé Ilevar por Jas pasiones y las ilusiones y Ja ilimitada confianza de Ia ju- ventud— jqué no habtd significado, pues, para mi, cuando fuimos cruelmente 1Asf fue Jlamads Ja ciudad de Montevideo por haber sufrido diez adios de sitio. 5 arrancades cl uno del otto; cuando fui arrojado en prisién y encerrado por largos meses en compaiiia de criminales, pensando siempre en ella que estaba también desolada, y destrozando su corazén! Pero eso ya ha terminado —la abortecible coercidn, el desasosiego, el remiar mil esquemas posibles ¢ impo- sibles de venganza—. Si en algo me sitvicra de consuela saber que al destro- zaile cl corazin él, al mismo tiempo, destrozs el suyo propio y se apresuré a seunirse con ella en aquel silencioso lugar, estoy consolado. jAh, no! No es un consuclo para mf, porque no puedo dejar de pensar que antes que él hicie- xa pedazos mi vida yo habia hecho pedazas la suya despojdndolo de aquella que era su idole. Estamos, pues, iguales, y hasta podtfa decir: “;Que descanse en paz\” Pero no lo hubiera podide decir entonces cn media de mi locura y de mi dolor ni podstan decirse esas palabras en aquel fatal pais en el que habia vivido desde mi nifiez y que me habla ensefiado a guererlo como al mio pro- pio, y que habia esperado no tener que dejar nunca. Se habia vuelto odioso para mi y, kuyendo de él, me encontré una ver més en aquella Tierra Pur- Ptirea donde antes nos habjamos refugiado juntos, y que ahora patecfa a mi mente perturbada un Iugar de recuerdos agradables y apacibles. Durante los meses de calma después de la tormenta, que pasé en su mayor parte en solitarios yagabundeos por la costa, esos recuerdos me acompafaban cada vez mds. A veces, sentado en la cima de aquel gran cerro soiltario, que da su nombre a la ciudad? contemplaba pot horas enteras el atnplio panorama hacia el interior del pais, como si pudiera ver sin cansarme nunca de verlo todo Io que se extendia mds allé —llanuras y tfos y monies y cerros, y ranchos donde habia dormido, y muchos cordiales rostros humanos—. Y més que nada pensaba en aquel querido rio, el inalvidable Yi, la blanca casa sombreada al borde del pequefio pueblo, y la triste y hermosa imagen de aquella a la que yo jay! habia hecho desdichada. Tanto ocupaba mis pensemientos hacia ef fin de aquel perfodo de ocio con esas remembranzas que recuerdo cémo habfa tenido, antes de dejar esas pla- yas, Ia idea de que durante algdin lapso tranquilo de mi vida volveria de nue- yo sobre todo aquello y escribirfa la historia de mis andanzas para que otres fa leyeran cn el faruro. Pero no Io intenté entonces ni hasta muchos afios después. Porque no bien habia empezado a jugar con esa idea, cuendo algo vino a sacarme del estado en que estaba, durante el cual yo habia sido como uno qne sobrevivié a sus actividades y no es ya caper de una nueva emocién sino que se alimenta exclusivamente del pasado. Y este algo nuevo, que me afecté de tal modo que de inmediato fui otra vez yo mismo, dispuesto a le- vantarme y a actuaz, fue nada més que una palabra casual, venida de lejos, el grito de un corazén solitazio que Jegd por azar a mis ofdos; y, al escucharlo, fui como quien abriendo sus ojos después de un inquiezo sopor, inesperada- mente ve la estrella de Ja mefiana en su esplendor sobrenatural sobre La ancha y oscura Tanura donde lo encontté Ia noche —la estrella del dia y de la eter- Sc refiete a la supuesta etimologta de Montevideo: la exclamacién “Monte vidi? puesta en labios del primer espafiol que divisé el ccrzo. 6 nna esperanza, de la pasién y de Ja lucha, de los trabajos y del descanso, y de la felicidad—. No es preciso que me detenga en Ins acontecimientos que nos Nevaron a la Banda:? nuestra huida nocturna de Ia casa de verano de Paquita en la pam- pa: el casamiento ocuito y clandestine en la ciudad y Ja subsiguiente fuga hacia el norte, a la provincia de Santa Fe; los siete a ocho meses de un tanto in- quieta felicidad que tuvimos alli; y, finalmente, el retorno secreta a Buenos Aires en busca de un barco que nos sacara del pais. {Inquicta felicidad! Ah, si, y mi mayor inquietud era cuando Ja miraba a ella, Ia companera de mi vi- da, cuando ella parecia més adorable, tan pequefia, tan exquisita, con sus os cutos ojos azules que eran como violetas y su sedoso cabello negro y su tier- no cutis sonrosado y olivéceo —jtan {rdgil en apariencia!—. Y yo se la habia quitado —robado— a sus protectores naturales, al hogar donde habia sido adorada; yo, uno de otra taza y de otra teligidn, sin medios de vida, y, por haberla robado, un delincuente. Pero basta de esto. Comienzo mi itinera- rio donde, a salvo en nuestro pequefio barco, con los campanatios de Buenos ‘Aires borréndose hacia el oeste, empezamos a sentimnos libres de nuestra apren- sign y a entregarnos a Ia contemplacién de la dicha que nos esperaba. Los vientos y las olas interrumpieron nuestros raptos pues Paquita demostrd ser muy mala matineta, de modo que pot algunas horas pasamos muy malos ratos. Al dia siguiente se levanté una brisa favorable del noroeste que nos levd vo- lando como péjaros sobre aquellas desagradables olas rojes, y por la noche desembarcamos en Montevideo, la ciudad de nuestro refugio. Nos dirigimos aun hotel, donde durante varios dias vivimos muy felices, encantados con nuestra mutua compaiiia; y cuando nos pasedbamos a lo largo de la playa para contemplar Ja puesta del sol, que encendia con su fuego mistico el ciclo, el agua y el gran cerro que da nombre a Ja ciudad, y tecordébamos que est#hamos imirando hacia las costas de Buenos Aires, era agradable pensar que el rfo més ancho del mundo corria entre nosotros y agucllos que verosimilmente se sentian ofendidos por lo que habfamos hecho. Ese encantador estado de cosas Hegé a la larga a su fin de muy curiosa manera. Una noche, cuando atin no habfamos vivido un mes en el hotel, yo estaba acostado completamente despierto, Exa tarde; ya habia ofdo bajo mi, ventana Ja plafiidera voz del screno anunciando: “La una y media, y nublado”, Gil Blas cuenta en su biogtafia que una noche, mientras estaba acostado y despierto, se puso 2 precticar una pequefia introspeccién, cosa nada habi- tual en él, y la conclusién a que leg fue que él no era muy buena persona. Yo estaba pasando por una experiencia en cierto modo similar esa noche, cuando en medio de mis pensamientos poco lisonjeros para mi, un profundo suspizo de Paquita me hizo aotar que también ella estaba completamente 3A falta de un nombte propio, y entre otras designaciones, el tcrritorio que desputs seria Mamado Reptiblica Oriental ce Uruguay fue Hamado la Banda Norte del Plata o la Banda Oriental del Uruguay, segun el fo a) cual se la refiriera. Esta tiltima denominecién se redujo a Benda Oriental, y fue la mds duzadera, despierta y, con toda seguridad, rumiando sus pensamientos. Cuando Ia in- terrogué acerca de ese suspiro, tratd en vane de ocultarme que estaba comen- zando a sentirse desdichada. Qué rudo golpe fue para mi ese descubrimicn- to! |Y habiéndonos casado tan recientemente! Es justo decir que Paquita hubiera sido aun més desdichada si no me hubiera casado con ella, Sélo que la pobre nifia no podia evitar pensar en su padre y en su madze; anhelaba recon- ciliarse con ellos, y su presente afliccién surgia de su seguridad de que ellos funca, nunca, nunca Ia perdonarian. Yo ttaté, con toda fa elocuencia de que era capaz, de disipar esas ideas sombrias, pero ella tenfa la firme conviccién que, precisamente, porque la habfan quetido tanto, nunca Je petdonarian esta primera grave falta. Mi pobre quetida debia haber estado leyendo Cristabel, pensé cuando me dijo que el corazén guarda Ja amargura més grande hacia aquellos a quienes ha emado mds profundamente. Y, para ilustrarlo, me con- ‘6 una rifia entre su madre y una hermane hasta entonces entrafiablemente quetida. Eso habia pasado muchos afios atrés, cuando ella, Paquita, no era més que una nifias con todo, las hermanas nunca se hebfan perdonado. —undos que se incorporan como perros errantes a establecimientos de csta clase, atraldos por la abundancia de catne, y que ocasionalmente ayudan en su trebajo a fos peones regulares, y que también juegan y roban un poco, tanto come para tener algiin dinero suelto. Al romper las luces del dia todo cl mundo estaba despierto y sentado alrededor del hoger, tomando mate amargo y fumande cigarrillos; antes de que el sol salieta todos estaban a caballo justando el ganado; al mediodia estaban de vuelta para el almucrzo. El consumo y el derroche de carne eran algo aterrador. Frecuentemente, después del almuerzo, hasta diez o quince kilos de carne hetvida o asada eran echados en una carretilla y Ilevados al basurero, donde ser- vian para alimentat veintenas de buitres, halcones y gaviotas, ademds de los perros. Por supuesto, yo era sélo un agregado, que no tenfa salario ni ocupacién re- gular. Pensando, no obstante, que esto seria sdlo por un tiempo, estaba bien dispuesto a poner buena cara al asunto, y pronto hice una répida amistad con mis compaiieros agtegades, uniéndome de buena gana a todas sus diversiones y a sus tareas voluntatias. ‘A los pocos dias estaba muy aburrido de vivir exclusivamente de carne, porque ni una gallera ‘se podfa obtener en estas alturas””; y en cuanto a una papa, hubiera sido lo mismo que pedir budin inglés. Al fin se me ocurrié que, con tantas vacas, stria posible conseguir algo de leche ¢ introducir un pequesio cambio en nuestre dicta. Por la noche mencioné el asunto, proponiendo que al dia siguiente enlazdremos wna vaca y la amanséramos. Alpunos de los hombres aprobaton la sugctencia, observando que nunca s¢ les habfa ocurrido a idea; pero la viela negra, que siendo la tinica represcntante del bello sexo presence, era escuchada siempre con toda [a deferencia debida a su posicién, se paso con inmenso ardor en la oposicién. Afirmé que ninguna vaca habfa sido ordeiiada en ese establecimiento desde gue su ducio fo habia visitado con su joven esposa hacia doce afios. Tuvieron entonces una vaca lecheta, y el consumir una gran cantidad de leche “antes de romper su ayuno”, produjo a la sefiora tal indi- gestiGn que tavieron que darle polvo de higado de avestruz, y finalmente en- 25 viorla, muy enferma, en una carreta de bueyes, a Paysandu y, desde alli, por ef tfo hasta Montevideo. El duefio ordené que se soltara la vaca, y nunca més, segiin su positivo conocimiento, habia sido ordefiada una vaca en La virgen de los Desamparados. Estos graznidos de mal agiicto no me produjeron el menor efecto, y el préximo dia volvi a hablar del asunto. Yo no posefa un lazo, de modo que no podia intentar Ia captura de una vaca semi-salvaie sin ayuda. Al fin, uno de mis compaficros agregados se oftecié a ayudarme, explicando que hacla varios afios que no probaba la leche y que se sentfa inclinado @ renovar su telacién con esa singular pocidn. Este amigo recién hallado en un momento de aputo merece ser presentado formalmente al lector. Su nombre era Epifazio Claro, Era alto y delgado y su larga y enjuta faz tenfa ana expresién tonta, Sus mejillas eran inocentes de barba, y cl cabello lacio y negro, partido al medio, cafa sobte sus hombres, encerrando su angosta cara entre un par de alas de cuervo. Tenia ojos muy grandes, de color claro y de mirada ovejuna, y sus cejas subian como un par de arcos géticas, dejando sobre ellos una angosta faja que constituia la minima excusa en cuanto a poseer una frente. Esa peculiaridad facial le habla ganado el sobrenombre de Cejas, por el cual le conocfan sus intimos, Pasaba Ja mayor parte del tiempo rasgueando wna vieja y estropeada guitarta de voces destempladas, y cantando canciones amorosas cn un higubte y quejoso falsero que me hacia acordar bastante de aquella hambrienta y pedigtiefia gaviota que hab{a encontrado en Ia estancia de Durazno. Porque, aunque el pobre Epifanio tenia una pasign absorbente por Ja mmisica, la naturaleza, descortésmente, le he- bia privado del poder de expresarla de una manera agradable para los demds. Debo confesar, con todo, haciéndole justicia, que daba preferencia a canciones o composiciones de cardcter meditativo, por no decir metafisico, Me tomé el tra- bajo de traducir la letra de una de ellas, y aqui esta: Ayer se abrié mi sentido @ wn toc toc de la Razén, inspirando uan intencién que nunca habla tenido, Viendo que habia vivido cada dia igual que hoy al despertar dije: voy a ser boy conzo fui ayer; la misma cosa he de ser pues siempre fui lo que soy. Esto es muy poco para abtit juicio siendo no més que una cuarta parte de su cantar; pero cs un buen ejemplo, y el resto no es mds claro, Por supuesto, no hay que suponer que Epifanio Claro, un analfabeto, comprendicra cabal. mente la filosofia de esos versos; con todo, es posible que uno o dos tayos suti- Jes de su profundo significado forzaran su intelecto, para hacer de él un hombre mds sensato y mds triste. 26 Acompaiiado por este extrafio individuo, y con la gtave anvencia del capataz, quien declinaba empero, en palzbres de muchas silabas, toda responsabilidad en el asunto, salimos a los campos de pastoreo en busca de una vaca de aspecto prometedor. Muy pronto encontramos una que nos gustaba. La seguia un ter- netito de no mds de una semana, y sus hinchadas ubres prometian una generosa racion de leche; pero desgraciadamente era un animal bravo y sus cuernos eran afilados como aguijas. —Ya se los cortaremos, —grité Cejas, Enlazé enzonces a la vaca, y yo capturé al ternero, y levantindolo lo puse delante de mf, sobre el recado, y emprendi el camino de regreso. La vaca me seguia con furioso andar, y detrds venia Claro a todo galope. Es posible que él se confira un poco por demas, y descuidadamente dejé que su cautiva arran- cara el lazo que la retenfa; sea como fuerte, ella se volvié repentinamente y carg6 sobre él con furia impresionante, ensartando uno de sus terribles cuet- nos en el vientre de su caballo. El estuvo, con todo, a la altuta de Ja sirua- cién: primero le asesté un buen golpe cn el hocica que la hizo tetroceder mo- menténeamente; [nego corté el lazo con su cuchillo y, griténdome que dejara caer el ternero, escapé, Tan pronto como estuvimos a prudente distancia refre- namos los caballos, y Claro observé frfamente que el lazo eta prestado y que el caballo pertenccia a Ja estancia, de modo que no habfamos perdido nada. Se aped, y dio unas puntadas al gran desgartén que presentaba el vientre del pobre bruto, usando como hilo unas pocas cerdas atrancadas a la cola de éste, Era una tatea dificil, o asf lo hubiera sido para mf, puesto que tuvo que abrir aguje- ros con la punta de su cuchillo en ambos labios de la herida; pero parecta ser muy fécil para é!. Recurriendo al pedazo de lazo que quedaba, até una pata tra- seta y una delantera del caballo, y con un violento empujén lo artojé al suelo; Iuego, manteniéndole bien sujeto alli, realizé la operacién de coser la herida en un par de minutos. —¢Vivies? le pregunté. —Qué sé yo, —tespondié con indiferencia—. Sélo sé que ahora me podré Hevar hasta Ja casa; si después se muere, equé importa? ‘Montamos entonces y trotando tranquilamente volvimos a la casa. Por su- puesto que se mofaron de nosotros implacablemente, en especial la vieja negra, que en todo memento habia ptevisto, nos dijo, lo que iba a suceder. Oyendo hablar a la vieja se hubiera pensado que para elle ordefar leche era une de los mis grandes pecados de que un hombre podria hacerse culpable, y que en este caso fa Providencia se habia interpeesto milagrosamente para impediznos satis- facer nuestros depravados apetitos. Cejas tomé todo eso friamente. —-No les hagas caso, —me dijo—; el lazo no era nuestro, el caballo no era nuestro. ¢Qué importa lo que digan? El dueo del lazo, que nos lo habia prestado gustosamente, al ofr este monté en céleta, Era un hombre de gran tamaiio, de aspecto rudo, cuya cara estaba cubierta por una inmensa y erizada barba negta. Yo lo habia tomado antes por 27 un espécimen del gigante simpético, pero ahora cambié de opinién cuando su enojo comenzé a crecer. Blas 0 Barbudo, como Jlamabamos al gigante, estaba seniado sobre un trenco tomando mate. —Tal vez me toman por una oveja, sefiores, porque me ven envuelto en cucros, —obscrvé—; pero peemitanme decitles esto: el lexo que jes presté tendrd que serme devuclto, —Esas palabras no son para nosotros, —dijo Cejas dirigiéndose a mi, sino a la vaca que se Ievé su lazo en los cuernos. . . jmalditos sean pot tener tanto filo! —No, sefior, —replicé Barbudo—, no se equivaque; no son para la vaca, sino para el esttipido que enlazd la vaca. ¥ te prometo, Epifanio, que, si no me lo devuelven, el ancho de este techo que nos cubie, no serd suficiente para cobijarnos a los dos. —Me alegto de oir eso, —dijo el otro—, porque andamos escasos de asien- tos; y cuando nos dejes, ése que estds aplastando con tu corpachén seré ocu- pado por alguna persona de mas merecimiento. —Podrds decir lo que quieras, porque nadie te puso todavia un candado en los labios, —dijo Barbudo, levantando su voz hasta gritar—; pero no me vas a robar; y, si na se me devuelve mi lazo, entonces juro que voy a hacerme uno de cuero humano. —Entonces, —dijo Cejas—, cuanto antes consigas un cuero para hacerlo, mejor, porque no te devolveré cl lazo; equign soy yo para luchar contra la Pro. videncia, que me lo sacé de as manos? A esto Barbudo contesté furioso: —Enionces sc Jo sacaré a este miserable forastero muerto de hambre, que vino aqui a comer carne y que quiere ponerse a la par de los hombres. Evi- deatemente lo destetaron demasiado pronto; pero si el muerto de hambre tiene tantas ganas de comer alimento para nenes, de ahora en adelante rendr4 que ordefiar a [os gatos que se calientan junto al fuego, y que se pueden cazar sin lazo, jhasta por un francés! No pude soportar mas los insultos del bruto, y salté de mi asiento. Tenfa por casualidad en mi mano un largo cuchillo, porque nos preparébamos a asal- tar un costillar de vaca que estaba aséndose, y mi primer impulso fue tirarlo al suelo y darle un pufietazo. Si lo hubiera intentado, probablemente hubiera pa gado muy cara mi temeridad. En cuante me evanté, Barbudo estaba sobre mf, cuchillo en mano. Me dirigié un golpe feroz que afortunadamente no me alcan- 26, y en el mismo momento lo golpée, y él retracedié tambeledndose con un terrible tajo en Ja cara. Todo sucedié en ‘un segundo, y antes que los ottos pu- dictan interponerse; un momento después nos habian desarmado, y se habian puesto a lavar Ia herida del barbaro. Mientras duré la operacién que sin duda fue muy dolorosa, porque Ia vicja negra insistié en que la herida se bafiara con cafia y no con agua, el brute blasfemé viclentamente, jurando que me iba a arrancer el corazén y a comérselo guisado con cebollas y sazonado con comino y con varios otros condimentos. 28 He pensado a menudo, desde entonces, en aquella sublime concepcién culi- naria del barbaro Blas, Debe haber habsido una chispa de salvaje genio oriental en su cerebro bovino. Cuando el agotamiento que le causaron la rabia, el dolor y la pérdida de san- gre lo redujeron, a Ja larga, al silencio, la vieja negra se volvié contra él, gti- tindole que habia recibido un merecido castigo, puesto que, a pesar de sus oportunas advertencias, no habla prestado su lazo pata petmitir que esos dos hejes (porque eso nos llamé) capturaran una vaca? Bueno, habfa perdido su azo; nego sus amigos, con la tnica gratitud que se podia esperar de bebedores de leche, se habfan vuelto contra él y casi lo habian matado. Después de la cena el capataz me Ilamé aparte, y con modales excesivamente amistosos, y con muchos rodeos, me aconse|é que dejara la estancia, porque no estaria seguro si me quedara alli, Le repliqué que no se me podfa culpar puesto que habfa herido al hombre en defensa propia; agregué también que habia sido enviado a Ja estancia por una persona amiga del administrador, y que estaba decidido a verie y a darle mi versién del asunto. El capataz se encogié de hombros y encendié un cigarrillo. Finalmente yolvié don Policarpio, y cuando Je conté mi historia, solté una tisita, pero no dijo nada. Por la noche Je recordé el asunto de la carta que habia trafdo de Montevideo, preguntandole si cra su intencién darme algin empleo en Ja estancia. —Vea, amigo, —replicé—, emplearlo ahora seria intel, por muy valiosos que puedan ser sus servicios, porque a esta altura las autoridades ya estarén informadas de su pelea con Blas. Puede estar seguro que en el curse de unos pocos dies estardn aqui para hacet averiguaciones sobre ese asunto y es pro- bable que ambos, usted y Blas, sean arrestados, —Qué me aconseja, pues, hacer? —le pregunté—. Su respuesta fue que, cuando el avestruz le pregunté al venado qué Ie aconsejaba hacer cuando apae- cieron los cazadores, la respuesta del venado fuc: “Escapar”. Me rei al escuchar su bonito apélogo, y respond{ que no pensaba que Jas auto- tidades sc fueran a molestar por mi... y también que no era aficionado a escapar. Cojas, que hasta entonces se habla inclinado més bien a patronizarme, to- médndome bajo su proteccién, me dio ahora muestras de una amistad més cd- Tida, que estaba, no obstante, condimentada con un aire de deferencia cuando ambos estébamos solas; en cambio, estando en compafiia, eta amigo de hacer exhibicién de su familieridad conmigo. Yo no comprend{ al principio este cam- bio en su trato, pero a poco me Ilevé apatte con aire mistetiosa y se volvid exttemadamente confidencial. —No te preocunes por Barbudo, —me dijo—. Nunca mds presumiré de levan- tatte la mano; y con que sdlo condescendieras a hablarle amablemente, serfa wu humilde esclavo, y se sentirfa orgulloso de que te limpiaras tus dedos grasientos en su batba. No tengas en cuenta lo que dice el administrador; él también te tiene miedo. Si las autoridades te arrestan, ser4 sélo para yer qué te pueden 29 sacar: no te detendrin mucho tiempo porque siendo extranjero no podsds ser- vir en el ejército, Pero cuando estés de nuevo en libertad tendtds que matar # alguien. Muy sorprendido, Je pregunté por qué. —Mira, —teplicé—, ahora tu reputacidn de valiente ya estd establecida en este departamento, y no hay nada que los hombres envidien més. Es como en huestro viejo juego de EI pato, en el que quion se lleva el pato es perseguido por todos los dems, y antes de que ellos abandonen la persecucidn debe demas- trar que puede conservar lo que tomé. Hay varios valientes que no conaciste atin y qne han resuelio buscarte camotte para proba ta pujanza. En tu préxima pelea no tendrés que herir; tendras que matar, o no te dejardn en paz. Esta consecuencia de mi victoria accidental sobre el batbudo Blas me in- quieté en extremo, y no aprecié en absoluto la clase de geandeza que mi oficioso amigo Claro parecfa tan decidido a echar sobte mis espaldas. Era por cierto muy halagador saber que ya habia establecide mi reputacién como un valiente de marca en un depattamento tan belicoso como el de Paysanda, pero, bueno, las consecuencias que eso imponia eran desagradables, pot no decit nada peot. Y as(, aunque agtadeciendo a Cejas por su amistosa sugestion, resolvi dejar la es- tancia en seguida. No hua de las autoridades, puesto que no era un tmalhechor, pero cicrtamente me alejaria de la necesidad de matar gente para conservar Ja par y la tranquilidad. Y a la mafiane siguiente, temprano, para intenso disgusto de mi amigo y sin confiar a nadie mis planes, monté a caballo y abandoné El re- jugio de los vagabundos paca proseguir mis aventuras en otta parte, Capitulo V UNA COLONIA DE CABALLEROS INGLESES Mi fe en la estancia como campo de actividades para mf habla sido débil desde el primer momento; Ias palabras del administrador, 2 su regreso, la habfan ex- tinguido totalmente. Después de ofr aquella pardbola del avestrue slo me habla quedado por motives de amor propio, Ahora me decidf a volver a Monte- video, no, empeto, por el camino por donde habia venido, sino haciendo un amplio rodeo por ef interior del pais, donde podria explorar un nvevo campo y, tal vez, encontrar ocupacién cn alguna de las estancias del camino, Cabal. gando en direccién sudoeste, hacia cl rfo Malo, en el departamento de ‘Tacna- rembé, pronto dejé atrés las JInnuras de Paysandd, y, ansioso por alejarme Jo més posible de una vecindad donde se esporaba que matara a alguien, no des- cansé hasta haber hecho unas acho leguas, Al mediodfa me deiuve pata tomar algdn refrigerio en una pequefia pulperfa a un ado del camino. Fira un lugar de aspecto miserable, y detrds de las rejas de hierto que protegfan el interior y 30 le daban ef aspecto de una jaula para bestias salvajes, holgazaneaba el pulpero fumando un cigarto. Fuera de las rejas hab{a dos hormbtes con caras de ingleses. Uno era ua tipo joven y bien parecido, cuyo rostra bronceado tenia algo de gastado, de disipado; estaba recostado contra el mostrador, un cigarto entre Jos lebios; parecfa un tanto ebtio, pensé, y levaba un gran revdlver colgando ostentosamente del cinto. Su compafiero era un hombre grande y pesado, con enormes patillas salpicadas de gris, que estaba evidentemente muy borracho, porque estaba acostado cuan largo era sobre un banco, con Ja cara soja ¢ hin- chada, roncando sonoramente. Pedi pan, sardines y vino, y preocupéndome por atenerme a la costumbre del pais en que me ballaba, invité debidamente al joven ebrio a compartir mi colacién. Una omisién de tal cortesia entre estos otgullosos y susceptibles orientales, podria envolver a une en una tifia san- grienta, y de rifias yo acababa de tener mas que suficiente. El decling la invitacién, agradeciendo, y entré en conversacién conmigo; el répido descubrimiento de que éramos compatriotas nos dio a ambos un gran placer. De inmediato ofrecié Hlevarme a su casa, y me hizo un telato deshum- brante de la vida libre y jovial que Hlevaba en compafifa de varios ottos ingleses —hijos todos ellos de caballeros, me aseguré-— que habfan comprado un campo y se habian instalado para dedicatse a la ctfa de ovejas en ese solitario paraje, ‘Acepté con alegrfa la invitacién y cuando hubimos terminado nuestros vasos nos pusimos a despertar al dormide. —Hola, vamos, despierta, Capitén, viejo, —grité mi nuevo amigo—. Es hora de innos a casa, sabes. Muy bien... attiba. Ahora permiteme que te pre- sente a Mr. Lamb. Estoy seguro de que es toda una adquisicidn. {Qué, dormido de nuevo! Qué diablos, viejo Cloud, esto es un disparate, por no decir otra cosa peor. ‘Ala larga, después de mucho gritar y sacuditlo, consiguié Ievantar a sa bo- zracho compatiero, que se tarbaleaba y me miraba con una expresién imbécil. —Ahora permfteme que te presente, —dijo el otro—. Mr, Lamb. Mi amigo, el capitan Cloudesley Wriothesley. Bravo! Firme, gallo viejo... ahora dale la mano. El capitan no me dijo nada, pero tomé mi mano, inclindndose hacia delante, como si fuera a abrazarme. Entonces, con considerables dificultades consegui- mos subirlo a su caballo y cabalgamos juntos, Itevdndolo entre nosotros para evitar que se fuera a caer. Anduvimos media hora para Iegar a Ja casa de mi an- fitrién. Mr. Winchcombe. Yo me habia imaginado una encantadora casita, en- terrada hajo las flores y el fresco verdor, y Ilena de agradables recuerdos de Ja vieja y querida Inglaterra; por lo tanto, tuve una dolorosa decepcién al ver gue sx “hogar” no era més que un rancho de aspecta pobre, can un zanjén alrededor que protegia un terreno dado vuelta o arado en el que no crecia ninguna cosa verde. Pero Mr. Winchcombe explicé que todavia no habia te- nido tiempo de cultivar gran cosa. “Silo vegetales y cosas asi, sabe”, me dijo. —No los veo, —repuse. 31 —Bueno, no; tuvimos una cantidad de orugas, langostas y cosas asi, y se co- mieron todo, sabe, —dijo. La habitacién a la que me hizo pasar no tenia otros muebles que una gran mesa de pino y algunas sillas, ademés de un aparador, una gran tepisa y al gunos estantes contra las patedes. En tados los lugares disponibles habia pi- pas, tabaqueras, revélveres, cajas de cartuchos y botellas vactas. Sobre la me- sa habfa unas copas, una azucarera, una monumental tetera de estafio y una damajuana que segtin pronto me cercioré estaba lena hasta la mitad de cafia. En torno de la mesa estaban sentados cinco hombres fumando, bebiendo té y cafia y hablando acaloradamente, todas ellos mas o menos intoxicados. Me dieron una cotdial bienvenida, haciéndome sentar con ellos a la mesa, sirvién- dome caiia y té y alcanzdndome generosamente pipas y tabaqueras. —Vea, —me dijo Mr. Winchcombe, para explicar esa escena jovial—, so- mos diez, en total, que nos hemos establecido aqui con miras de criat ovejas, y cosas por el estilo, Cuatro va hemos construide casa y comprado avejas y caballos, Los otros seis amigos viven con nosotros, de una casa a la ota, sa- be. Bueno, hemos hecho un arreglo muy divertido. .. —el viejo Cloud, el ca- pitén Cloud, sabe, fue el primero en sugerirlo— y consiste en que cada dia uno de los cuatra —los Gloriosos Cuatro se nos Hama— mantenga casa abier- ta, y se considera que lo cottecto, por parte de los otros nueve compefieros, es que caigan por allf en algén momento del dia, nada mas que para animar. Jo un poguito. Bueno, pronto hicimos el descubrimiento —el viejo Cloud, creo, Jo hizo— que lo mejor para estas ocasiones eran el té y Ja cafia. Hoy es mi dia, y mafiana seté el de algiin owe, sabe. Y, por Jove, jqué suerte tuve al encontrazlo en Ia pulperfa! Ahora va a ser mucho mas divertido. No habia tropezado con un pequefo y encantador paraiso inglés en esta deso- ada tierra oriental y, como siempre me molesta cncontrar gente joven que sc da a la bebida y hace burradas como norma, no estaba extasiado con el sis- tema “del viejo Cloud”. Con todo, me alegraba encontrarme con ingleses en esta lejana tierra, y al fin de cuentas logré sentirme tolerablemente feliz. Les plugo sobretnanera descubtir que centaba y cuando, algo excitado por los efectos del fuerte tabaco cavendish, y de la caiia con té negro, yo rugia: Y ojala esté descansando allé en et cielo divino el alina del que inventé la sin par bota de vino. todos se Jevantaron y bebieron a mi salud en les grandes copas y declararon que nunca me permitirian abandonar Ia colonia, Antes de que cayera la noche todos Ios huéspedes partieron, menos el ca- pitén, Este se habia sentado a la mesa con nosotros, pero habia ido demasiado lejos en sus tragos para poder tomar parte en la conversacién 0 en el ruidoso jolgorio. Cada cinco minutos habia rogado con vor. ronca a alguno que le die- ra fuego pata su pipa; ncgo, despucs de dos o tres chupadas ineficaces, Ja 32 dejaba apagar de nuevo, Dos o tres veces habfa también intentado unirse al coro de una cancién, pero pronto habia recaido en su imbécil estado, ‘Al dia siguiente, sin embargo, cuando refrescado por una noche de scefio me senté a desayunar, me resulté un sujeto muy agradable, Todavia no tenia casa propia, porque no le habia Hegado su dinero, segin me informé coafi- dencialmente, pero vivia por ahi, almorzando en una casa, cenando en Ia otra y durmiendo en una tercera. —No importa, —decia—, un dia de estos sera mi turna; entonces Jos recibiré todos los dias durante seis semanas para com- pensarlos. Ninguno de fos colons hacia trabajo alguno, sino que todos pasaban su tiempo haraganeando por ahi y visiténdose los unos a los otros, tratando de hacer soportable su aburrida existencia famando y tomando té con cafia per- petuamente, Habian intentado, me contaron, cazar avestruces, visitar a sus ve- cinos nativos, tirar a las perdices y correr catreras de caballos; pero las perdices eran demasiado mansas para ellos, nunca pudicron alcanzar un avestraz, los nati- vos no los comprendian, y finalmente habia abandonado todas esas llama das diversiones. En cada casa habia un pedén para ocuparse de las ovejas y para cocinar, y como Jas ovejas parecian cuidarse solas, y cocinar sigaificaba metemente asat un pedazo de carne pinchada en un asador, los hombres con- tratados tenfan muy poco que hacer, —¢Por qué no hacen eso ustedes mismos? —pregunté inocentemente. —Suponge que eso no seria lo cortecto, sabe, —me dijo Mr. Winchcombe. —No, difo el capitin gravemente—, atin no hemos cafdo tan baje. Me sorprendié en extremo oiflos decit eso. Habfa visto en otras partes a ingleses pasar trabajos conscientemeate. Pero el altaneto orgullo de esos diez caballercs bebedores de cafia era una experiencia toralmente nueva para mi. Después de pasar una mafiana que no tuvo mayor interés, fui invitado a acompafiarlos a la casa de Mr. Bingley, uno de los Glorioscs Cuatro. Mr, Bin- gley era un joven realmente muy agradable, que vivia en una cesa mucho mas dig- na de ese nombre que l desalifiado rancho habitado por su vecino Winch- combe. Era el favorito entre los colonos, pues tenia més dinero que los de- mds y en su casa habfa dos sirvientes, En sus dias de recibo siempre tenfa para servir a sus hu¢spedes pan caliente y manteca fresca, asi como la tetera y la botella de cafia infaltables. De tal modo, sucedia que, cuando le tocaba te- ner casa abierta, ninguno de Jos otros nueve colonos faltaba 2 si mesa. Después de nuestro arribo a la casa de Bengley, pronto comenzaron a apare- cer Jos demds; cada uno, en cuanto entraba, se sentaba a la hospitalaria mesa y afadia otra nube al denso volumen de humo de tabaco que oscurecia fa ha- bitacién. Hubo una buena dosis de alegre conversacién; se cantaron canciones, y se consumié una gran cantidad de %é, cafia, pan con manteca y tabaco; pero fue wna reunién fatigosa, y, cuando Ja cosa acabé, me seati realmente asquea- do de esa clase de vida, ‘Antes de separarnos, después que se canté Joby Peel con gran entusiasmo, alguno propuso que organizdramos una caza del zorto al verdadero estilo in- 33 glés. Todos estuvieron de acuerdo, contentos, supongo, de cualquier cosa que rompiera la monotonfa de tal existencia, y al dia siguiente salimos a caballo, seguides por unos veinte perros de diferentes razas y tamaftos que provenfan de todas las casas, Después de andar un rato buscando en los lugares que pa- recian més posibles, levantamos al fin un zorro de su lecho en unos oscuros matortales de zfo-mtlo. Se lanzé en linea recta hacia unas colinas que se levan- taban alrededor de una Iegua de distancia, y atiavesamos una Hanura het- mosamente pareja, de modo que tenfamos una muy buena posibilidad de al canzarlo. Dos de Jos cazadores se habian provisto de cuernos de caza en los que soplaban incesantemente, mientras quc todos los demés gritaban con to- da Js fuerza de sus pulmones, de modo que nuestra partida cra tealmente tuidosa, El zorro pazecia darse cuenta del peligro y saber que su tinica posic hilidad de escapar consistia en conservar sus fnerzas hasta alcanzar el refu- gic de las colinas. De pronto, sin embargo, cambié la direccién de su carrera, dandonos asf una gran ventaja, porque cortando un breve trecho estébamos en seguida sobre sus talones, con nada mas que la vasta y pareja Wanura ante nosotros, Pero don zorro tenfa sus razones para hacer lo que hizo; habia di- visado una manada de vacas, y en pocos momentos las aleanzé y se mezclé con ellas. Las vacas, aterrorizadas por nuestros gritos y por el sonido de nues- wos cuernos, se dispersaron instanténeamente y huyeron en todas direcciones, de modo que pudimos mantener atin nuestra presa a la vista. Mucho antes de que llegiramos, cl pdnica se trasmitia de rebaiio en rebafio, répido como la luz y acuadras de distancia pociamos ver los animales huyendo de nosotros, mien- tras que cl viento traia débilmente hasta nuestros oidos sus roncos mugidos y el ruido atronador de sus pisadas, Nuestros perros, gordos y perezcsos, no co- trian mds répicamente que nuestros caballos pero, con todo, se esforzaban, ani- mados por los gritos incesantes, y, finalmente, dieron por tierra con el primer zorto cazado como es debido en la Banda Oriental, La caza, que nos habfa Ilevado muy lejos de nuestro hogar, terminé cerca de fa casa de una gran estancia, y mientras estébamos mirando cémo fos pe- ros desgarrabar. sw victima hasta matarla, el capataz del establecimicnto, acom- patiado por tres hombres, se acercé a caballo para averiguar quignes éramos qué estdbamos haciendo. Era un nativo moreno y pequefio, que Ilevaba un atuendo muy pintoresco y que se ditigié a nosotros con extremada cortesta. —¢Podrian decitme, sefiores, qué extrafio animal han captarado? —pre- guntd, ~—{Un zorro! —grité Mr. Bingley, agitando triunfalmente por sobte su ca- beza ia cola que acababa de cortat—. En nuestro pais, en Inglaterra, cazamos ef zorro con perros, y hemos estado cazando al estilo de nuestio pais. El capataz sontid, y replicd que, si estébamos dispuestos a reunitnos a él tendtia mucho gusto en mostrarnos una caza al estile de la Banda Otiental, Aceptamos alegremente y, montando nucstros caballos, partimos al galope tras el capataz y sus hombres. Pronto Ilegamos a donde estaba una pequefia manada de vacas; el capataz se precipité sobre ellas, y aflojéndole primero 34 Jas vueltas, arrojé su lazo diestramente sobre los cuernos de una vaquillona gorda gue habfa elegido, y Iucgo se dirigié a Ia casa a formidable velocidad. Ta vaca, ecuciada por los hombres, que la seguian de cerea y la aguijoneaban con sus cuchillos, acometfa, mugiende de rabia y de dolor, tratando de al- canzar al capataz que se mantenia justamente fucra del alcance de sus cuer- nos; y de este modo Megamos rapidamente a In case. Uno de los hombres atrojé entonces su lazo y trabé una de las patas traseros de Ia bestia; al tl ratse de ella en dos direcciones opuesias, en seguida quedé inmovilizada; los otros hombres desmontando, primero Ja desjarietaron y luego hendieron un largo cuchillo en su gatganta. Sin quitarle el cuero, descuartizaron en seguida el cuerpo, y ecbaron los mejores pedazos a un gran fuego de lea que uno de los hombres habia preparado. Una hora después nos sentébamos todos a disfrutar de un banquete de asado con cuero, es decir, de carne asada con su cuero, jugosa, tierna y de ex- quisito valor. Debo decir al Jector inglés, acostumbrado a comer carne y caza que han sido conservadas hasta que se ponen tiernas, que antes de alcanzat el punto en que esté tierra, se le ha permitido ponerse rigida. La came, inclu- sive la de caza, nunca es tan tierna ni de tan delicioso sabor como cuando es cocinada y comida en seguida de ser muesto el animal. Comparada con carne en cnalguier estado posterior, ¢s como un huevo recién puesto o come un sal- mén fresco, comparades con un huevo o un salmon que tienen una semana, Disfruramos inmensamente aquella comilona, aunque el capitén Cloud se Jamentaba con amargura de que no tuviéramos cafia ni té con qué bajarla, Cuando habiamos agradecido a nuestro anfitridn y estdbamos 2 punto de volver grupas para dirigitnos 2 casa, el cortés capatez se volvid a adelantar di- tigiéndose a nosotros —Caballeros, —dijo—. Cada vez que se sientan dispuestos a cavar, vengan a yerme y entonces enlazaremos una vaca para hacer un asado con cueto. Es el mejor plato que a repiblica puede ofrecer al exiranjero, y yo tendré un gran placer en convidatlos; pero les ruego que no cacen més zorros en los campos de esta estancia, porque han provocado wna conmocién tan enorme en los ani- males que estén a mi cuidado, que va llevar a mis hombres dos o tres dias traerlos de vuelta. Prometimos lo que se nos pedta, viendo claramente que la caza cel zorro al estilo inglés no es un deporte que se adapre a la tierra oriental. Cabalgamos de vuelta y pasamos las restantes horas del dia en casa de Mr. Girling, de los Gloriosos Cuatro, bebiende caia y té, fumando innumerables pipas de caven- dish, y hablando acerca de nuestra experiencia de caza, 35 Capitulo VI NUBES SOBRE LA COLONIA Pasé varios dias en Ja colonia, y supongo que la vida que alli Ilevaba tuvo so- bre mi un efecto desmoralizador porque, desagradable como era, cada dia me sentia menos inclinado a apartarme de ella e, incluso, pensé a veces seriamen- te en instalarme alli yo mismo. Esta loca idea, sin embargo, generalmente rne asaltaba hacia el fin del dia, después de haber cedido a un gran consumo de caiia con té, mezcla que en poco tiempo podria volver loco a cualquier hombre, Una tarde, en una de nuesttas joviales teuniones, se resolvié hacer una visita al pequefio poblado de Tolosa, a unas seis Jeguas al este de la colonia, Al otro dia nos pusimos en marcha, levando cada hombre un revélver al cin- to y provistos todos de pesados ponchos para cubtirse; porque era costumbre de los colonos pasar Ja noche en Tolosa cuando la visitaban. Nos instalamos en una amplia posada en el centro del miserable caserio, donde habia aloja- miento para los hombres y para las bestias, siendo siempre étas mejor ali. mentadas que aquéllos. Pronto descubri que el principal objeto de nuestra visita consistia en variar el pasatiempo de beber caiia y fumar en la colonia, por beber cafia y fumar en Tolosa, La batalla del beberaje siguié én todo su furor hasta Ia hora de acostarse, cuando el nico miembro sobrio de la fies- ta era yo; pues habia pasado Ja mayor parte de la tarde carninando y hablando con la gente del pueblo, en Ia esperanza de pescar alguna informacién que me fuera wil en mi busqueda de trabajo. Pero las mujeres y los vicjas que encon- tré no me animaron mucho. Parecfa ser una comunidad bastante indolente la de Tolosa, y cuando les pregunté de qué se ocupaban para vivir, me dijeron que estaban esperando. Mis compatriotas y su visita al pueblo eran el prin cipal t6pico de conversacién. Vefan a sus vecinos ingleses como criaturas ex- trafias y peligrosas, que no tomaban comida sélida, sino que subsistian con tuna mezcla de cafia_y pélvora (lo que era cierto), y que estaban armados con méquinas mortiferas Iamadas revélveres, inventadas especialmente para ellos por su padte el diablo. La experiencia de ese dia me convencid de que le co- Tonia inglesa tenfa ciertas excusas para cxistir, puesto que esas periédicas vi sitas daban a las buenas gentes de Tolosa una pequefia y edificante excitacién durante los cstancados intervalos entre [as revoluciones. Por la noche nos fuimos todos a una gran habitacién con piso de arcilla, en Ja que no habia un solo mueble, Nuestros cojinillos, ponchos y monturas ha- bfan sido amontonados en un tincén, y quien quisiera dormir deberia hacerse una cama con sus propios recados y ponchos lo mejor que pudiera. La expe- riencia no cra nada nuevo para m{, de modo que pronto me hice un conforta- ble nido en el suelo, y, arranedndome las botas me arrollé como una zerigtieya que no conoce nada mejor que eso y que tiene buenas relaciones con las pul- gas. Mis amigos, sin. embargo, estaban dispucstos a disfrutar la noche y se ha- 36 bian cuidado de provectse de tres o cuatro botellas de cafia. Después de pa- sar un rato conversando, con algun canto ocasional, uno de ellos —un tal Mr. Chillingworth— se puso de pie y reclams silencio. —Caballetos, —dijo, avanzando hacia el centro del saléa, donde, abriendo sus brazos de vez en cuando para mantener el equilibrio, consiguié mantenerse en una posicién tolerablememte erecta—; voy a hacer una eémo se lama. El anuncio fue saludado con furiosos gritos de aliento, mientras que uno de Ios oyentes, artastrado por su entusiasmo ante la perspectiva de escuchar el discurso de su amigo, descargé su revélver hacia el techo, sembrando la confu- sign entre una legién de arafias de largas patas que ocupaban las polvorientas telas que pendian sobre nucstras cabezas. Yo tenfa miedo de que todo el pueblo se pusiera en contra de nuestras pric. ticas, pero ellos me aseguraron que ya hablan hecho fuego con sus revdiveres en esa habitacién y que nadie se les acercaba, puesto que eran muy bien cono- cides en el pueblo. —Caballeros, —continué Mr. Chillingworth, cuando al fin se restauré a orden—, he estado pensando; eso es [o que he estado haciendo. Ahora bien: pasemos revista a la situacién. Agui estamos, una colonia de cabaileros ingle- ses; aqui nos hallamos, lejos de nuestros hogares y de nuestro pais y de todo ese tipo de cosas. ¢Cémo dijo el poeta? Yo aseguraria que algunos de ustedes, amigos, recuerdan el pasaje. {Pero, para qué, me pregunto! zCuél es, caba- Heros, el objeto de estar aqui? Esto es precisamente fo que voy a decir, sa- ben, Nosotros estamos aqui caballeros, para infundir un poco de nuestra ener- gia anglosajona, y todo ese tipo de cosas, en esta lata vieja de nacién. Agui el orador fue animado por una salva de aplausos. —Ahora bien, caballeros, —continué—, ¢no es duro, duro como el dia- blo, saben, que se haga tan poco caso de nosotros? Yo lo siento... yo Jo sien- to, sefiores; nuestras vidas estén siendo desperdiciadas, No sé, amigos, si todos Io sienten ast. Ustedes ven que no somos un grupo melancdtico. Somos una gloriosa combinacién contra 1a hipocondrfa, eso es lo que somos. Sélo que a veces siento, saben, que toda Ia cafia del lugar no puede terminar con ella del todo. No puedo evitar pensar en los festivos dias al otro lado del agua. Bue- no, ahora, amigos no me miten como si estuviera por ponerme a Morar. No voy a hacer el asno de esa manera, saben, Pero lo que quiero que me digan es esto: Vamos a seguir todas nuestras vidas porténdonos como bestias, em- bortachéndonos con cafia... Yo... yo pido excusas, caballeros, No quise decir eso, de veras. La caiia ¢s casi Ja unica cosa decente de este lugar. La cafia nos mantiene vives. $i algtin hombre dice algo contra la cafia, lo Hemaré un burro de todos los demonios. Yo quise decir el pats, caballeros... este po- dtide pats, saben. Nada de cricket, nada de sociedad, nada de cerveza Bass, nada de nada, Suponiendo que nos hubiéramos ido al Canad con nuestro. . nuestro capital y ttuestras energlas gno acs Imbieran recibido con los brazos abiertos? ¢¥ qué recepcién tuyimos aqui? Abora bien, caballeros, lo que yo propongo es esto: protestemos. Hagamos una cémo se llama contra la cosa que 37 ellos Haman gobictno. Plantearemos nuestro caso a esa cosa, caballeros, ¢ in- sistiremos cn ello con mucha firmeza; eso es lo que haremos, saben. ¢ Vamos 2 vivir entre estos miserables monos y a darles el beneficio de nuestro. nuestro... si, eaballeros, de nuestro capital y nvestras enetgias, y no obte- ner nada en cambin? No, 20; debemos hacerles saber que no estamos satisfe- chos, que nos vamos a cnojar de veras con ellos. Esto es, mds o menos, todo lo que tengo que decir, caballeros. A continuacién hubo fuertes aplausos durante los cuales ef orador se senté mds bien de golpe en el suclo. Luego siguieron con Rule, Britannia, conccibu- yerdo cada uno de ellos con toda la fuerza de sus pulmones a convertir la no- che en un horror. Cuando el canto terminé los fuertes ronquidos del capitén Weiothesley se hicieron audibles. El habia comenzado a extender algunas mantas para acos- tarse, pero habiéndose enredado sin remedio con sus cinchas, estriberas y tiendas, se habla quedado dormido con los pies en Ja montura y la cabeza en el suelo. —Hola, jesto no puede sez! —grité uno de los compafieros—. Despettemos al viejo Cloud disparando a 1a pared por encima de él para que caiga ua poco de reveque sobre su cabeza. Va a ser horriblemente divertido, saben. Todo el mundo estaba encantado con la proposicién, excepto el pobre Chi- Hingworth quien después de haber pronunciado su discurso, habia reptado a cuatro patas hacia un rinedn, donde estaba sentado solo, y Iuciendo muy p&- lido y desdichado, Entonces comenzé el tirotco; y Ia mayor parte de las balas golpeaban la pared sélo a pocas pulgadas de la cabeza del reclinado capitén, sembrando polvo ¥ pedlazos de revoque sobre su rostto purpireo, Yo salté alarmado y cortt en- te ellos diciéndoles en mi precipitacién que estaban demasiado borrachos pa- v4 manejar propiamente los revélveres, y gue than a matat a su amigo, Mi in terferencia levanté una protesta raidosa y colética, en medio de la cual el ca- pitan, que estaba acostado en una posicién sumamente inconfortable, se des- perté y, pugnando hasta conseguir sentarse, nos miraba estipidamente, con sus riendas y cinchas envucltas alrededor de sus brazos y de sv cuello como serpientes. —¢Por qué este bochinche? —pregunté roncamente—. Armando una re- volushidn, m'imagino. Moy bien. Lo nico que se puede hacer en este paish. Con tal que no me pidan gue sea presidente, Ni muy bueno. Buzsnoches, mu- chachos; no vayan a degtiellarme po'cquivocacién. Diosh losh bendiga. ~No, no, no te vuelvas 2 dormir, Cloud, —gritaron—. Lamb es el cave sante de todo esto. Dice que estamos borrachos... Asi ¢s como paga Lamb nuestra hospitalidad. Estdbamos tirando para despertarte, viejo capi, para tomar una copa... —Una copa... si, —asintis el capitén con voz ronca. —Y Lamb tenfa miedo de que te hiciéramos daffo. Dile, viejo Cloud, si tenes miedo de tus amigos. Dile 2 Lamb to que piensas de su proceder. 38 —Si, se Jo voy a decir, —replicé ef capitén, con su voz espesa—, Lamb no va a interferir, caballetos. Pero bien sabe que fueron ustedes quienes lo tra- jeron, gno? ¢¥ cual era mi opiniéa sobre él? No era correcto por parte de ustedes, amigos; Zo era, eh? El ao podia ser uno de nosotros, saben; go acaso podria? Yo dejo ef asunto en vuestras manos, caballetos; eno les dije que el tipo cra un ordinerio? Les diré to que voy a hacer con Lamb: le voy a dat un pufietazo en su maldita natiz, saben. Y¥ aqut el galante cabzllero intenté levantarse, pero sus piernas rehusaron cooperar y, tumbado de nuevo contra fa pared, sdlo era capaz de mirarme fe- rozmente con sus ojos Hlarosos. Me levanté y fui hacia ¢l con fa intencién, supongo, de darle un pufietazo en sw naiz, peto cambiando repentinamente de idea, me limité a levantar mi montuta y mis cosas y abandoné la habitacién con una cordial maldicién para el capitén Cloudesley Wriothesley, el genio malo, borracho 0 sobtio, de Ia colonia de caballeros ingleses, ‘Tendi mis mantas fuera de In puerta y monologué hasta que Ilegé el suefio. Y asi termina, —me dije—, fijando mis ojos bastante sofiolientos en Ja cons- telacién de Orién—, la aventura mimero dos, veintidés —poco importa el mimero exacto, ya que todas terminan en humo... humo de revélver— o en relucie de cuchillos y sacudiendo el polvo bajo mis pies y, tal vez en este mis- mo momento, Paquita es despertaca de su ligero suefio por el monétono grito del seteno bajo su ventana, y me tiende los brazos suspirande al encontrar mi lugar atin vacio. ¢Qué debo decitle? Que debo cambiar mi nombre por el de Hernindez, Fernandez, Blas o chas, o Sandariaga, 0 Gorostiaga, 0 Madariaga, 9 cualquier otto aga, y conspirar para derrumbar el orden de cosas cxistente. No me queda otta cosa por hacer, ya que este mundo oriental es, sin duda, una ostra que sélo un cuchillo afilado podtia abrir. En cuanto a armas y ejé- citos y entrenamiento militar, todo eso es completamente innecesario. Uno no tiene mas que juntar unos pocos hombres rabiosos e insatisfechos, y, montan- do a caballo, cargar en desorden sobre ese pobre lata vieja dilapidada de Mr Chillingworth. Me siento casi como ese desdichado caballero estaba esta noche, pronto a llotiquenr. Aunque, después de todo, mi posicién no es tan sin espe- ranzas como la suya: yo no tengo a ningtin briténico embrutecido, de natiz ro- ja, senténdose como una pesadilla sobre mi pecho, estrajdndome le vida. “Los gritos y los coros de los jucrguistas se volvieron més débiles y escasos, y casi habfan cesado cuando me sumf en el suefio, arrullado por una solitaria yor de borracho que rezongaba en tono srondtono: Y nadie volverd a... casha, basta shegar [a mafiana. 39 Capitelo VIE EL AMOR POR LO BELLO A la mafana siguiente dejé temprano Tolosa y viajé el dia entero en direccidén sudeste. No me apresuré sino que desmonté freeucntemente para que mi ca- ballo tomara algtin sorbo de agua clara y algunos bocados de hierba verde. También visité durante el dia tres o cuatro estancias, pero no of nada que me convinicra. De este modo cubri unas doce leguas, ditigiéndome siempre hacia el este del departamento de Florida, en ef corazén del pafs. Alrededor de una hora antes de la puesta del sol resolv{ que por ese dia no iria mds lejos; y no hubiera podide encontrar un lugar de descanso mejor que el que estaba an- te mi... un limpio rancho con un emplio corredor sostenido por pilares de madera, ubicado bajo una cnramada de viejos y hermosos sauces llorones. Era un atardecer calmo y soleado, en que la paz y Ia tranquilidad reinahan sobre todas las cosas, hasta sobre los pajaros y los insectos, que estaban callados, 0 emitfan sélo sonidos suaves y apagados; y aquella modesta vivienda, con sus rudas paredes de piedra y su techo de totota, parecian estar en atmonia con todo eso. Daba Ja impresién de ser el hogar de gente sencilla y pastoral, que tenfa por todo universo Ia Ienura cubierta de hierba, bafiada por varios cla- ros cursos de agua, cefiida por todas partes pot ef lejano enteto anilla del ho- tizonte, y sobre Ja cual se arqueaba el cielo azul, estrellado por fas noches y Ileno durante el dia de Ja dulce fuz del sol. Al aproximarme a [a casa recibi un agradable chasco al no encontrar una jau- tla de perros ladradores y feroces que se abalanzaran para hacer pedazos al Presuntuoso extranjero, algo que uno siempre espera. Los tinicos signos de vida eran un anciano de cabellos blancos que estaba sentado en el corredor, fumando, y a pocos pasos de alli estaba una muchacha bajo un sauce Horda. Nunca habie contemplado nada tan exquisitamente hermoso. No era ese tipo de be- lleza tan comtin en estas tierras, que irrumpe sobre uno como el repentino viento sudoeste Iamado pampero, que casi nos deja sin alicnto, y luego, pa- sando con la misma rapidez, nos deja con el pelo revuelto y con Ja boca flena de polvo. Su accidn era mas semejante a la del viento de primavera, que sopla suavemente, abanicando apenas nucstras mejillas y que, sin embargo, infunde en todo nuestro ser una magica y deliciosa sensacién como... como ninguna otra cosa en el ciclo o en Ia tierta, Tenia, me imagino, unos catorce ailios, y era de figura delgada y grécil, y posefa uma maravillosa piel blanca y trans- patente en la que cl brillante sol oriental no habia pintade una sola peca. Sus rasgos eran, creo, los mds perfectos que he visto nunca en un ser humano, y su cabello de un oro oscuro colgaba sobre sus espaldas en dos pesadas tren- zas, casi hasta las rodilles. Al aproximarme, levanté hacia mi Ia mirada de sus dutces ojos de color azul-gris; habfa en ellos una pudotosa sontisa, pero lla no se movid ni hablé. En le rama del sauce que quedaba sobre su cabeza ha- bia dos pichones nuevecitos de peloma; eran, parecta, sus regalones, incapeces 40 atin de volar, y ella los habfa puesto alli. Las cositas habjan reptado fuera de su aleance, y ella estaba tratando de alcanzarlas tirando de Ja sama de modo que bajara hasta ella. Dejando mi caballo me acerqué a su lado. —Yo soy alto, setorita, —le dije—, y tal vez pueda alcanzarlos, Me observé con ansioso interés mientras yo, suavemente, sacaba las aves de su percha y las transferfa a sus manos. Entonces las besd, contenta, y con una actitud de gentil hesitacién me hizo pasar. En el corredor fui presentado a su abuelo, el anciano canoso, una persona con quien me parecié fécil Ilevarme bien, porque asentia prestamente a cuanto le decfa, En verdad, atin antes de que yo pudicra terminar de exponer una ob- setvacién, él comenzaba a asentir con vehemencia. Alli conoct también a la madre de la chica, que era en nade semejante a Ia belleza de su hija, sine que tenfa ojos y cabellos negtos y pic! morena, como la mayor parte de las mu- jeres hispanoamericanas. Evidentemente el padre es el de pie! blanca y cabello dorado, pensé. Cuando al rato entré el hermano de la muchacha, desensill6 mi caballo y Io eché al potrero; este muchacho era también moreno, incluso mds moreno que su madre. La simple y espontdnea afabilidad con que me traté esa gente tenia una cualidad cuyo par raramente he encontrado en otra parte. No era Ja hospitali- dad cormin, la que habitualmente se ofrece a un extranjero, sino un afecto na- tural y sin inhibiciones, como el que podrfa esperarse que mostrara a un que- rido hijo o hermano que los hubiera dejedo por la mafiana y que ahora re- gresaba. Algo después Itegé el padre de Ia chica, y me sorprendié en cxtremo ver que era un espécimen pequefio, arrugado y moreno, con ojos como cuentas, ne- gros como el azabache y una nariz ancha y chata, que mostraba muy claremente que tenia més de una gota de sangre de los aborigenes charrdas en sus venas. Esto trastornaba mi teorfa ecerca de Ia piel clara y los ojos azules de la joven- cita; de todos modos, ef pequefio hombre moreno era de can buen cardcter como los demés, puesto que vino, se senté y se unid a Ja conversacién, tal como si yo fuera uno de la familia que él hubiera esperado encontrar alli. Mientras hablaba con esa buena gente de simples asuntos del campo, toda la perversidad de los oticntales la guerra de degiiello entre los blancos y los colorados, y las indecibles crueldades de los diez afios de sitio— fueron com- pletamente olvidadas. Deseé haber nacido entre ellos y ser uno de ellos, en vez de un inglés fatigado y vagabundo y sobrellevar el peso de las armas y de las armaduras de la civilizacién, tambaledndome como Atlas, llevando sobre fos hombros ef peso de un reino sobre el cual e! sol no se pone nunca En cierto momento este buen hombre cuyo nombre nunca descubri, pues su mujer lo Ilamaba simplemente Batata (es decir, papa dulce}, mirando crftica- mente a su bonita hija, observd: —zPor qué te has engalanado asi, hija, si hoy no es el santo S de nadie? La costumbre de tomar los nombres propios del Santoral hizo que el dia del cumpleafios 4l —iSu hija, vaya! —exclamé para mis adentros—; ella parece mas bien Ta hija del Incero de Ia tarde que de tal hombre, Pero sus palabras eran, por lo menos, absurdas; porque la dulce nifia, cuyo nombre era Margarita, aunque calzaba zapatos, no Icvaha medias, mientras que su vestido —muy limpio, pot cietto— cra de un algoddn estampado ten descolorido que su dibujo se habia vuelto casi completamente indescifrable. Lo dnico que tenia algunas pretensiones de gala eta un angoste trozo de cinta azul alrededor de su blanco suello de lirio, Y, sia embargo, aunque hubicra levado las més ticas sedas y costosas gemas, no se habrfa sonrojado y sonrefdo con més encantadora con- fusion. ~—Esta noche esperamos a tio Anselmo, papito, —teplicd. —Deja a la nifia, Batata, —dijo Ja madre—. Ya sahes qué locura tiene con Anselmo; cuando viene, ella siempre se prepara como una reina para recibirlo, Esto fue realmente casi demasiado para mi, y tuve una poderosa tentacién de saltar y abrazar alli mismo a la familia entera. Qué dulce era esta primi- tiva sencillez de espititu, Aqui, sin duda, estaba el tnico lugar en el vasto mundo donde la edad de oro atin subsist{a, semejante a los ultimos rayos del sol poniente iluminando algén punto elevado, cuando en todas partes las co- sas estén sumidas en las sombras. Ah, gpor qué el destino me habia Hevado a esa dulce Arcadia, ya que debia sbandonarla en seguida para volver al aburri- do mundo de Iuchas y trabajos, La lucha vara y baja que enloquece a los hombres, el forcejeo en pos de riquera y poder, la pasién, los conjlictos que marcbitan la vida, desperdiciando ast su breve suceder? Si no hubiera sido porque pensaba en Paquita, que me estabe esperando all4 en Montevideo, podtia haber dicho: ;Oh, mi buen amigo Batata, y mis bue- nos amigos todos, permitidme quedarme para siempre con vosotros bajo este techo, compartienda vuestros sencillos placeres, y, no deseando nada mejor, olvidar ese gran mundo atestado de gente donde los hombres viven Juchando para conquistar Ja naturaleza y la muerte y para ganar la fortuna; hasta que, habiendo detrochado sus miserables vidas en sus intentos vanos, caen por fin y Ia pala ccha tiette sobre ellos. Poco después de [a puesta del sol Ilegd el esperado Anselmo para pasat la noche con sus parientes, y no habfa acabado de bajar de su caballo cuando ya Margarita estaba a su lado para pedirle su bendicién de tio, al tiempo que levantaba la mano de Anselmo hasta sus delicados labios. El le dio sa ben- dicién, tocando sus dorados cabellos; entonces ella levanté su tostro iluminado por una nueva felicidad, Anselmo era un hermoso ejemplar de gaucho oriental, de piel morena y de buenos rasgos, de cabello y bigote xenegridos. Llevaba ropas costosas, y correspondiera en general al del santo respective; de ahi que el santo cortespondiera al cumplesiios. 42 el cabo de su rebenque y la vaina de su largo facén, y otros elementos que Mevaba sobre su persona eran de plata maciza. También eran de plata sus pesadas espuelas, el cabezal de su recado, los estribos y ta cabezada del freno. Era un gran conversedor; nunca, realmente, en todo el curso de mi variada experien- cia, encontré a nadie que pudiera verter tal incesante chorro de conversacién acerca de pequefieces como ese hombre. Nos sentamos todos en Ia cocina, ese punto de reunién social, a tomar mate; yo casi no tomaba parte en ja con- versacién, que se ocupaba nada mas que de caballos, escuchando apenas lo que Jos demds decfan. Reclinado contra la pared, estaba agradablemente dedicado a obseryar el dulce rostro de Margarita, cuya feliz excitacién lo habia cubierto de un delicado color rose. Siempre he sentido un gtan amor por lo bello; las puestas de sol, y las flores silvestres, especialmente fas verbenas —tan linda- mente Ilamadas “margaritas” en este pafs—, y, por sobre todo, ef arco iris ten- dido a través de los vastos cielos sombrios con su arco verde y violeta, cuan- do [os mubarrones pasan hacia el este sobre la tierra hiimeda y taitida de rosa por el sol, Todas esas cosas tienen para mi alma una singular fascinacién. Pe- ro cuando la belleza se presenta en forma humana es algo atin més grande que toda eso. Hay en ella un poder magneético que atrae mi corazén; un algo que ho es amor, pues gpuede acaso un hombre casado sentir un sentimiento tel por alguien. que no sea su esposa? No, no es amor, sino una etérea y sagrada for- sma del afecto, que se parece al amor sélo como la fragancia de las violetas se pa- rece al sabor de Ia miel y al panal. ‘Al cabo, algiin tiempo después de la cena, Margarita, pera mi desconsuclo, se levanté para retirarse, aunque no sin pedir primero, una vez mds la bendi- cidn de su tio. Después que se fue de la cocina, petcatandome de aquella inex- tinguible maquina de hablar de Anselmo proseguia tan fresca como al princi- pio, encendi un cigarro y me dispuse a escuchar. Capitulo VIIT MANUEL, LLAMADO TAMBIEN EL ZORRO Cuando empecé 4 escuchar, fue una sorpresa enterarme que la conversacién ya no recaia sobre ¢! favorito asunto de la raza caballar, que se habia mantenido invicto toda la noche. El tio Anselmo estaba ahora extendiéndose sobre los méritos de la ginebra por la cual manifestaba tener una aficién muy particular. —La ginebra es, sin dude, —decia—, la flor de todas las bebidas fuertes, Siempre he sostenido que ninguna se le compara. Y por esta razén tengo siempre un poco en casa, en un porrén; pues, cuando por Ja mafiana he to- mado mis mates y, después, uno, dos o tres tragos de ginebra, ensillo mi ca- ballo y salgo con el estémago tranquilo, sintiéndome en paz con el mundo 43 entero. Bien, sefiores, resulta que en la mafiana a que me refiero me di cuenta de que en el porrén quedeba muy poca ginebra; porque, aunque no podia ver cudnta contenia, por scr de barro, no de vidrio, fo calculé por el modo en que tave que empinarlo para beber. Hice un nudo cn mi pafiuelo para re- cordar que a la vuelta tenia que traer un poco; luego, montando mi caballo, marché hacia el Jado donde el sol se pone, sin imaginar en lo més minimo que aque] dia me iba a suceder nada excepcional. Pero asi pasa a menudo; porque no hay hombre, por instruido que sea y aunque sepa leer el alma- haque, que pueda predecir lo que un dfa cualquiera va a traer. Anselmo era tan atrozmente prolijo que me senti poderosamente inclinade a irme a la cama a sofiar con fa hermosa Margarita; pero la cortes{a lo pro- hibia, y ademds estaba también un tanto curfose por saber qué cosa tan ex traordinaria le habla pasado en aquel dia tan memorable. —Afortunadamente acontecid, —prosiguié Anselmo—, que aquella majfia- na yo habéa ensillado el mejor de mis malacaras; porque sobre ese caballo pue- do decir, sin temor a que nadie me contradiga, que estoy montado y no a pie. Lo Iamaba Chingolo, un nombre que Manuel, también Hlamado el Zorro, le puso, porque cra un potro prometedor, capaz de volar con su jinete. Manuel tenfa nueve caballos, —todos ellos malacaras— y cémo pasaton a set mios siendo de Manuel voy a contarlo ahora. El pobre hombre, acababa de perder todo su dinero a Jas cartas —tal vez el dinero que perdié no fuera mucho, pe- to cémo Ilegé a tener siquiera un poco era un misterio para muchos—. Para mi, sin embargo, no era ningtin misterio, y cuando mataban mi ganado por a no. che y Jo cueteaban, tal vez yo hubiera podido acudir a la Justicia —que bus- cando como un ciego, busca algo donde no esté— y haberla ditigido en direc- cién de la casa del malhechor; pero cuando el hablar est4 en nuestro poder, sabiendo al mismo tiempo que nuestras palabras caerén como un rayo que baja del cielo azul sobre Ja vivienda de un vecino, reduciéndola a cenizas y matando cuanto hay dentro de ella, bueno, sefiores, en ese caso el buen cris- tiano prefiere no decir nada, Porque, ¢qué tiene un hombre mds que otro Para que se ponga en lugar de la Providencia? Tados somos de carne y hueso. Es cierto que algunos de nosotros no somos més que carne de perro, buena para nada; pero a todos nos duele el rebencazo, y alli donde cae brotaré sangre. Esto lo digo; pero, recuerden bien, no digo que Manuel el Zorro me robaba, porque yo no ensuciar‘a la reputacién de ningtn hombre, nj siquiera fa de un ladrén, ni haria suftir a nadie por mi causa. Bueno, sefiores, para vol- ver a lo que estaba diciendo, Manuel perdié todo; y entonces su mujer cayé enferma con fiebre; gy qué le quedaba por hacer sino convertir en dinero sus caballos? Fue asi que acontecié que yo le comprara sus malacaras y que le pa- gase cincuenta pesos por ellos. Es verdad que los caballos eran jdvenes y sae hos; con todo, eta un precio alto, y lo pagué no sin antes sopesar el asunto en mi propia cabeza. Porque en cuestiones de esta laya, si une persona no hace sus célculos por anticipado ga dénde, sefiores, me pregunto, irfa a parar al cabo de un afio? El demonio se {o Hlevaria, y con 4 todo el ganado que biz 44 biera heredado de sus padres, 0 que hubicra logrado reunir por sus propias habilidades y capacidad. Porque ustedes verdn que la cucstidn es esta. Yo ten- go muy poca cabeza para los mimeros; todos los dems conocimientos se me hacen féciles, pero cémo calcular répidamente es algo que ain no ha consegui- do entrar en mi cabeza. Al mismo tiempo, cuando me resulta imposible hacer mis célculos, o decidir lo que debo hacer, no tengo més que Jlevarme el asunto a la cama y consultarlo con La almohada, Cuando Jo hago, me despierto a la mafiana siguiente sintiéndome fresco y despejado como un hombre que acaba de comerse una sandia; pues lo que tengo que hacer y cémo debo hacetlo es tan claro a mis ojos como este mate que tengo en Ja mano, En esta dificultad resolvi, por lo tanto, llevarme el asunto de los caballos a la cama, y decir: “Aqui te tengo y no te escapards”, Pero a eso de la hora de la cena vino Ma- nuel a incomodarme, y se senté en Ia cocina con una cara triste, como Ia de un prisionero condenado a muette. —Si la Providencia esté cnojada contra toda la raza humana, —dijo—, y estd ansiosa por hacer un ejemplo, no sé por qué razén habria de elegir a una persona tan inofensiva y oscuta como yo. —¢Qué le vas hacer, Manuel? —le repliqué—. Dicen los sabios que la Providencia nos envia las desgracias para nuestro bien. —Es cierto, y estoy de acuerdo contigo, —dijo—. No soy quién para du- dar de eso, porque gqué puede decirse del soldado que encuentra fallas en las medidas que toma su comandante? Pero tu sabes, Anselmo, qué hombre soy yo, y es amargo que estas adversidades tengan que caer sobre uno que nunca ha hecho nada malo, salvo ser siempre pobre. —EI cuervo, —dije—, siempre hace presa de los débiles y de los enfermos. —Primero perd{ todo, —continué—; después esta mujer tiene que caer en- ferma con fiebre; y ahora estoy obligado a creer que hasta mi crédito he per dido, ya que no puedo conseguir ptestado el dinero que necesito. Los que me- jor me conocen de pronto se han vuelto extrajios. —Cuando un hombre cae, —dije—, hasta los perros le echan tierra encima. —Es cierto, —dijo Manuel—; y desde que estas calamidades me han caido encima ¢qué se ha hecho de tantas amistades como tenfa? Porque nada ticne un olor mas feo o hiede peot que la pobreza, y asi es que todos los hombres, cuando la ven, se cubren Ia cara o huyen de esa peste. —Estés diciendo la pura verdad, Manuel, —le contesté—, pero no digas todos los hombres, porque quién sabe —habiendo tantas almas en el mando— si no le estds haciendo una injusticia a alguien, —No lo digo pot ti, —replicé—. Al contrario: si alguna persona ha tenido compasién de mf fuiste 1; y esto no sélo lo digo en tu presencia, sino que lo proclamo delante de todos los hombres. —Esas no eran mds que palabras. Y ahora, —continud—, las cartas que se me han dado me obligan a separarme de mis cabellos por dinero; por eso vengo esta noche para conocer tu decisién. Manuel, —le dije—, soy hombre de pocas palabras, como bien sabes, y 45 derecho; por fo tanto no necesitabas venit con cumplimientos, ni decir tantas cosas antes de hablar de esto; en eso no me has tratado como un amigo, —Bien dicho, —replicé—, pero no me gusta desmontar antes de frenar ef caballo y sacar mis dedos de los estribos, —Asf es como debe ser, —-dije—, sin embargo, cuando vienes a Ja casa de un amigo, no necesitas bajatte a tanta distancia de la portera? —Agradezco tus palabras, —contesté—. Mis defectos son més nume- rosos que las manchas de! gato montés, pero entre ellos no esta el ser atro- pellado. —Eso es lo que aprecio, —dije—; porque no me gusta ir por abt como un borracho abrazando a extraiios. Pero nuestra relacién no es de ayer, pues nos hemos visto y conocido el uno al otto hasta Jas tripas y hasta las médulas de los huesos. Bueno, pues, ¢deberiamos tratamnos como extrafios, cuando nun- ca hemos tenido una diferencia ni ocasién de hablar mal el uno del otro? —éY cdmo habriamos de hablar mal, —replicé Manuel—, cuando nunca se le ha ocurtide a ninguno de los dos, ni siquiera en suefios, hacer un dao al ovo? Algunos hay gue, queriéndome mal, te inflarfan la cabeza como un globo con mentitas, si pudicran, diciendo no sé qué cosas contra mi, cuando —el cielo lo sabe— ellos mismos son tal vez los autores de todo eso de que me echan les culpas. —Si estdés hablando, —le dije—, del ganado que he perdido, no te preocu- es por scmejantes pequefieces; porque si aquellos que hablan mal de ti, sélo porque ellos mismos son malos, estuvieran escuchando, podrian decir: este hombre comienza a defenderse cuando nadie tiene la menor idea de acu- sarle. ——Cietto, no hay nada que no digan de mi, —dijo Manuel—, por eso mis- mo seré mado, porque nada gano con hablar. Ellos ya me han juzgado, y a ningin hombre le gusta que fo hagan pasar por mentizoso. En lo que a mi se refiere, —dije—, munca dudé de ti, sabiendo que eres un hombre honesto, sobrio y diligente. Si en algo me hubieras ofendido te lo habria dicho, porque soy muy franco con todos los hombres. ~—Creo firmemente todo lo que me dices, —contesté—, porgue sé que no eres de los que llevan una mascara, como otros, Por eso, confiando en tu mu cha franqueza en todas Jas cosas, vengo a hablarte de esos caballos; porque no me gusta tratar con los que por cada grano de cereal te dan un quintal de paja. ——Pero Manuel, —dije—, bien sabes que yo no estoy hecho de oro y que no me dejaron como herencia las minas del Peni. Pides un precio may alto por tus caballos. —No lo niego, —replicé—. Pero ti no etes de esos que cierran les ofdos a la raz6n y a la pobreza cuando ellas hablan. Mis caballos son mi tinica rique- za y toda mi felicidad; no tengo més gloria que ellos, *Portén de escasas dimensiones que intetrampe un alambredo, 46 —Entonces, francamente, —contesté—, mafiana te diré si o no. Después de Jo cual Manuel monté en su caballo y se fue. Estaba oscuro y Iluvioso, pero él nunca habia necesitado Tuna ni farol para encontrar lo que buscaba por la noche, fuera su propia casa, o una vaca gorda —también suya, tal vez—. Entonces me fui a la cama. La ptimera pregunta que me hice en cuanto apagué la vela, fue: ¢Habré suficientes capones gordos en mi ma- jada para pagar los malacaras? Luego me pregunté: ¢Cudntos capones gordos seran, al precio que Don Sebastian —un miserable tramposo, dicho sea de paso me oftece por cabeza, pata conseguir le cantidad que necesito? Esa era a cosa; peto vean, amigos, yo no podfa contestarla, A ls larga, a eso de la medianoche, me resolvi a chcender Ia vela para buscar una mazorca de mata; porque poniendo los granos cn montoncitos, cada montén cl precio de un ca- pon, y contando luego el total, iba a poder saber lo que queria. La idea era buena. Estaba buscando los fésforos debajo de la almohada para encender Ia vela, cuando de repente me acordé de que todo el grano se Je habia dado a Jas gallinas. No importa, me dije, me shorré el trabajo de levantarme de la cama pata nada. Caramba, dije, si fue ayer només que Pascuala, la cocinera, mientras ponia la cena delante de mi, me dijo: “Sefior, ¢cudndo va a comprar grano pata las aves? ¢Cémo puede pretender que le sopa quede bien cuando no hay siquicra un huevo para ponerle? Ademds, est el problema del gallo negro con el dedo torcide —uno de Ja segunda pollada que sacé Ia gallina ba- taraza el verano pasado, aunque los zorros se Ievaron, por lo menos, tres ga- Linas de Jos propios matortales donde estaba empollando—; ese gallo ha es- tado dando vueltas todo el dia con las alas caidas, asi que creo ciertamente que le va a dar el moquillo. ¥ si aparece alguna epidemia entre les aves, como hubo el afc antes pasado en Io de Ja vecina Gumersinda, puede estar seguro que sélo serd por falta de grano. Y lo més raro de todo —y ¢s la pura ver- dad, aungue usted no lo vaya a creer, porque la vecina Gumersinda me lo dijo ayer nomds cuando vino a pedirme un poco de perefil, porque, como usted bien sabe, el suyo se Jo arrancaron Jos cetdos cuando se metieron en su quin- ta en octubre pasado—,; bueno, sefior, ella dice que Ia epidemia que le Ilevd veintisiete de sus mejores aves, comenrd por un gallo negro con un dedo r0- to, justo como el nuestro, que empezd a arrastrar Jas alas como si tuviera moquillo”. —iQue todos los diablos se leven a esta mujer! —prité sirando al suclo la cuchara que habia estado usando—, con su parloteo acerca de huevos, de mo- quillo, de su vecina Gumersinda y de no sé cudntas cosas mas! ¢Creeré que no tengo otra cosa que hacer que galopar por todos lados buscando mafz, cuan- do en esta época del afio no se le encuentra ni a peso de oro, sélo porque es posible que una bataraza enferma vaya a tener el moquillo? —No he dicho semejante cosa, —replicé mordazmente Pascuala, levantan- do su vor como hacen las mujeres—. O usted no estd poniendo atencién a lo que digo o se hace el que no me compzende. Porque yo munca dije que era posible que la bataraza fuera a tener el moquillo; y si esa es Ja gallina mds cys gorda de todo este vecindatio, puede agradecérmelo a mi, después de a la Virgen, come dice a menudo Ja vecina Gumersinda, porque nunca dejo de darle carne picada tres veces por dia; y por eso nunca sale de Ia cocina, y hasta fos gatos tienen miedo de venir a la casa porque ella les salta a la cara como una furia. Pero usted siempte esté tomando mis palabras con las patas para arriba; y si algo hablé de moquille, no fue por Ja gallina bataraza sino que dije que era posible que le fuera a venir al gallo negro con el dedo torcido. — iQue tu gallo y tw gallina se vayan al diablo! —grité, levanténdome aprisa de mi silla, porque habia perdido la paciencia y Ia mujer me estaba volvieodo Toco con su historia de un deco torcido y de lo que decia la vecina Gurner- sinda—. —Y mialdita sea esa mujer, que siempre est4 tan Ilena como una gaceta de [os asuntos de sus vecinos! Sé muy bien cud! es el perejil que viene a bus- car en mi quinta. No es suficiente con que ande por todas partes dando im- portancia a las coplitas que le canté a la hija de Montenegro, cuando bailé con ella en el baile del primo Teodoro, después de la yerra, cuando, como el cielo sabe, nunca me he preocupado por esa muchacha ni un tanto asi. Pero line dos estamos cuando ni siquicra un pollo con ef deo roto puede enfermarse en esta casa sin que Ja vecina Gumersinda meta su pico en cl asunto! —Sentia tanto enojo por Pascuala, cuando recordaba esas cosas, y algunas otras, porque esa mujer cuando se pone a hablar no termina nunca, que le hue biera tirado el plato de carne por Ia cabeza. Y entonces, mientras estaba ocu- pado en esos pensamientos, me quedé dormido. A la matiena siguicnte, me le- vanté, y, sin calentarme mas la cabeza, compré los caballos y pagué siz precio a Manuel. Porque yo tcngo ese don excelente: cuando estoy preocupado y tengo dudas acerca de algo, Ia noche me lo aclara todo, y me levanto fresco y con una decisién tomada. Agu{ termind Ja historia de Anselmo, sin que hubiera dicho una sola pala- bra acerca de esos portentosos hechos que se habia dispuesto a contar, Ha- bian sido olvidados por complero. Empez6 a armar un cigatrillo, y, temiendo que estuviera por acometer algun asunto, di de prisa las buenas noches y me re- fugié en mi lecho. Capitulo 1X EL BOTANICO Y EL TOSCO PAISANO A [a mafiana siguiente, temprano, Anselmo se despidié y partié; yo estuve levantado a tiempo para decir adids al lustre narrador de interminables cuen- tos sin pies ni cabeza que no conducfan a ninguna parte. En efecto, ya estaba tealizando mis abluciones matinales en un gran balde de madera bajo los sau- 48 ces, cuando él monté su caballo; en seguida, después de arreglar cuidadosa- mente los pafios de sus pintorescas prendas, se matché andando al trotecito, la viva estampa de un hombre con el estémago tranquilo y en paz con el mundo entero, incluida hasta Ja vecina Gumersinda. Yo habia pasado una noche inquieta, aunque parezca raro decitlo porque mi hospitalaria anfitriona me habia propozcionado una cama deliciosamente blan- da, un lujo realmente inusitado en la Banda Oriental, y cuando me hundi ea ella no habia allf hambrientos compafieros de cama esperando mi legada en- tre sus mistetiosos pliegues. Mis pensarcientos giraron alrededor de la sim- plicidad de la vida y del caracter de la buena gente que se entrogaba al suc- fio cerca de mf; y las inconsecuentes historias de Anselmo acctea de Manvel y de Pascuala me hicieron reir varias veces. Finalmente mis pensamientos, que habjan andado errantes de un modo vago, incierto, como cotnejas “empujadas de un lado a otro por los cielos vento- sos”, se detuvieron en la considcracién de esa bella anomalia, en ese misterio de los misterios, en esa Margarita de rosiro tan blanco. ¢Pues, cémo, en nom bre de las Ieyes de la herencia, fue a dar all? gDe dénde venfan aquel cutis petlado y aquellas formas flexibles; Ja boca dulce y orgullosa, la nariz que Fidias hubiera podido tomar como modelo; los clatos y espirituales ojos de zafito, y Ja opulencia de su pelo sedoso que, suelo, Ja bubiera cubierto como una vestidura de insuperable belleza? Con ese problema acosando su curioso cerebro, ¢cémo hubiera podide dormir un filésofo? Cuando Batatz me vio hacer los preparativos para mi partida, insistié calu- rosamente en que me quedara a desayunar. En seguida acepté, pues, después de todo, cuanto mds pausadamente hace uno una cosa, mds pronto se cumple —es- pecialmente en la Banda Oriental. Aqui se desayuna a mediodia, de modo que tuve tiempo de ver y de renovar mi placer de ver, a la linda Margarita. En el curso de la mafiana tuvimos un visitantc; un viajero que Ilegé con un caballo cansado y a quien mi anfitrin conocfa un poco por haber visitado la casa, segdn se me dijo, en anteriores ocasiones. Su nombre era Marcos Mareéd; un individuo alto, de rostro cetrino, de unos cincuenta afios, un poco canoso, muy sucio y que Ievaba prendas gauchas raidas. Tenia una acti- tud y un andar desmafiados y en su rostro una expresi6n animal, paciente, servicial y codiciosa. Sus ojos eran muy, muy agudos y lo pesqué varias veces observandome estrechamente. Dejé a este vagabundo oriental conversando con Batata, quien, con una con- sideracién fuera de lugar, le habia ofrecido proveerlo de un caballo fresco, sali a dar ua paseo antes del desayuno. Durante mi caminata, a lo largo de tun pequefio curso de agua que corria al pie de Ja colina sobre la cual se ha- bia levantado Ja casa, encontré una preciosa flor de campanilla de un delicado color rosa. La atranqué cuidadosamente y me fa Ilevé conmigo, pensando que tal vea habria alguna posibilidad de darscla a Margarita si llegaba a encon- tratme con ella. Al volver a la casa enconiré al viajeto sentado solo en ef cor rredor, ocnpado en zutcir alguna parte de sus gastados arneses, y me senté 49 & conversar un rato con él. Una abeja inteligente siempre podré extraer bas- tante mie] de cualquier flor como pata compensar su csfueizo, de modo que no vacilé en abordar a ese sujeto may poco prometedor, —Asf que usted cs un inglés, —sefiald, después que conversamos un po- co-—; y yo, naturaimente, repliqué afirmativamente. —iQué cosa sara! —dijo—. gY es aficionado a recoger flores bonites?, —continud echando una mirada a mi tesoro. —Todas les flores son bonitas, —repliqué, —Pero sin duda, sefor, algunas son més lindas que otras éTal vez ha ob- servado una particularmente linda que crece en estos lugares... La margarita blanca? Margarita es en la Banda el nombre verndculo de la verbena; fa fragante va- riedad blanca y perfumada es muy comtin en este pais; de modo que estaba justificada mi ignorancia del sentido bastante descarado de las palabras del individuo. Asumiendo una expresién tan estiipida como pude, repliqué: —sf, a menudo he observado la flor de que usted habla; es olorosa y, a mi parecer, supera en belleza a las variedades escarlata y ptirpura. Peto debe saber, amigo, que soy boténico, es decir, un estadioso dé las plantas, y todas elfas me inte. tesan por igual, Esto lo dejé aténito; y complacido por el interés que parecia tomar en el asunto, le expliqué, en un lenguaje accesible, los principios en que se funda ta clasificacin de las plantas, diciéndole algo de esa lingua franca por medio de la cual todos los botdnicos del mundo, de cualquier nacién que sean, pueden conversar unos con otros acerca de las plantas. Después de este asunto algo frida, acomert el mds fascinante de la fisiologia de las plantas. —Ahota fijese en esto, —continud—, Y con mi cortaplumas disequé cuidadosamente la flor que tenia en la mano puesto que era evidente que ahora no podria darsela a Margarita sin exponerme a alguna observacién, Procedi entonces a explicatle fa hermosa y compleja estructura por medio de la cual esta campdnula se fertiliza a si misma. Me escuch6 maravillado, agotanda codas Jas exptesiones espaiiolas y otien- tales en el sentido de “(Pero mire!” “Qué extraordinario!” ““jDios me pet- done!” “(No me digal” Terming mi conferencia, convencido de que mi sups- tlor intelecto habia desconcertado a aquella ruda criarura; luego, arrojando al suelo Ios fragmentes de Ja flor que habia sacrificado, reintegré el cortaplumas a mi bolsillo, —Esas son cosas que no ofmos a menudo en la Banda Oriental, —dijo—. Pero los ingleses saben todas les cosas... hasta los sccretos de una flor, Tie nen también Ja capacidad de hacer la mayor parte de las cosas. ¢Alguna vez, seiior botdnico, actué en una comedia? iDespués de todo, yo habia desperdiciado mi flor y mis conocimientos cien- tificos en aquel animal para nada! —Si, actué! —repliqué bastante enojado; y luego, recordando de pronto las ensefianzas de Cojas, agtegné: —y en tra. gedias también. 50 —2Ah, si? —exclamé—, ;Gémo deben haberse divertido los espectadores! Bueno, ahora només podremos todos hartarnos de pelear, porque veo venir hacia aqui a la Blarrea Flor pata decirnos que esté pronte el desayuno. El asado de Batata va a dat ocupacién 2 nuestros cuchillos; sdlo desearfa que tuviéra- mos una de sus harinosas tocayas para comerla con el asado, Tragué mi resentimiento y, cuando Mazgarita Uegé a nuestro lado, miré su rostro incomparable con una sonrisa, y luego me levanté para seguirla a Ja co- cina. Capitulo X ASUNTOS CONCERNIENTES A LA REPUBLICA Después def almuerzo dije adiés a mi pesat a mis amables anfitriones, eché una ultima, demorada y codiciosa mirada a la adorable Margarita, y monté a caballo. Casi no habfa adn tocado Ja montura cuando Marcos Marcé, que es- taba también por proseguir su camino en el caballo fresco que Je habian pres- tado, observc —Usted se dirige a Montevideo, amiga; también yo voy en esa direccidn, y lo Mevaré por la via mds corta. —El camino mismo me Ilevaré, —respondi bruscamente. —E] camino, —dijo—, es como un pleito: un rodeo Ileno de pozos y de trampas y largo de recorrer. Est4 hecho para que lo uson sélo Los viejos medio ciegos y los carreteros. ‘Vacilé en aceptar que me guiara este extrafio individuo, que parecia tener un ingenio agudo bajo su pesado y desmafiado aspecto. La mezcla de des- precio y de humildad que habia en sus palabras cada vez que se dirigia 2 mi me producia cierta incomodidad; ademdés, su apariencia miserable y sus furti- vas miradas me Ilenaban de sospechas. Miré a mi anfitrién, que estaba cerca de nosotros, pensando que me guiarfa por la expresién de su cara; pero era sélo una estdlida cara oriental que no revelaba nada. Una antigua regla del whist indica que cuando se esté en duda se debe jugar triunfo; ahora bien: mi norma, cuando tengo que elegit entre dos maneras de actuar y estoy eh duda, es decidirme por la mds osada. Actuando segtin ese principio, me deci- dia ir con Marcos y, por consiguiente, juntos nos marchamos. Mi gufa pronto corté camino a través del campo aparténdome mucho de la catretera, a ttavés de lugares tan solitarios que, a la larga comencé a sospechar que tuviera algiin designio siniestro hacia mi persona, puesto que yo no te- afa nada de ini propiedad que valiera la pena robar, Pronto me sorprendié di- ciéndome: ~—Tuvo taza, mi joven amigo, en desechar wanos temores cuando aceptd mi compaiifa, ¢Por qué deja que vuclvan a turbar sa tranquilidad? Ningin Bat hombre de su raza me ha infligido nunca injurias que clamen venganza. ¢Puedo recobrar mi juventud derramando su sangre, 0 habtia pata mi algtin provecho en cambiar estos andrajos que Ievo por sus prendas, que también estén pol- vorientas y gastadas? No, no, sefior inglés, estas ropas de paciencia, de sufti- miento y de exilic, que son mis vestidos de dia y mi lecho de noche, pronto serdn cambiados por prendas mds Iuelentes gue las que usted leva puestas. Esas palabras me aliviaron notablemente, y sonref al ambicioso suefio del pobre diablo de vestir una grasienta chaqueta roja de soldado; pues ¢s0 su- puse que significaban sus palabras, Con todo, su “camino més carte” a Mon tevideo seguia intrigindome considerablemente. Por dos o tres horas habia- mos estado cabalgande casi peralelamente a una cadena de colinas, o cuchillas, que se extendia a nuestra izquierda en direccién sudeste. Peto gradualmente nos ibamos acercando a ellas, y, aparentemente, nos est4bamos apartando a Ptopésito de nuestro camino sdlo para atravesar una regién sumamente so- litaria y dificil. Las pocas casas de estancia que hablamos pasado, colgadas de Jos puntos mas altos de la vasta extensién de aquella especie de pdramo que se extendia a nuestta derecha, parecian quedar muy lejos. Por donde ihamos no habia viviendas, ni siquiera una choza de pastor; el suelo seen y pedrego- so estaba cubierto por un monte de dtboles enanos y espinosos, y por exi- guos pastos quemados por los calores del verano hasta quedar de un color Oxido; y desde esa arida regién se elevaban las colinas, con sus laderas marro- nes y sin drboles que se vefan extrafiamente torvas y desoladas bajo el violen. to sol del medicdia. Sefialando ef campo abierto, a nuestra derecha, donde era visible el cente- lleo azul de un rio, le dije: —Amigo, le aseguro que no temo nada, pero no puedo comprender por qué se mantiene cerca de csas cuchillas cuando aquel valle hubiera sido més placentero para nosotros y més Ievadero para nuestros caballos. —¥o no hago nada sin tener una razén para hacerlo, —me dijo con una extrafia sonrisa—. El agua que usted ve aild es el Rio de Jas Canes, y los que bajan a su valle se vuelven viejos antes de tiempo’ Hablando ocasionalmente, pero més a menudo silenciosos, trotamos despa- cio hasta eso de las tres de la tarde, cuando, de pronto, mientras bordedbamos un dspero montecito, emergié de él una tropa de seis hombres armados, que dieton vuelta y vinieron directamente hacia nosotros. Una mitada fue sufi- ciente para decitnos que eran soldados, 0 policia montada, que batian fa re- gidn en busca de teclutas 0, en otras palabras, de desertores, matreros y vaga- bundos de cualquier clase, Yo nada tenfa que temer de ellos, peto de fos a- bios de mi compafiero escapé una exclamacién de rabia, y volvi¢ndome hacia él vi que su cata tenia el color de la ceniza. Me rei, porque le venganza es dulce, y todavia me escocfa un poco su despectivo tratamiento de unas horas antes. —¢Tiene tanto miedo? —le pregunté—. SPacece ser uno de fos diversos nombres que Tudson anoté crréneamente. Se trataria det Rio de ius Catias, y por lo tanto no se justificacfa la inferencia de Matcos Marcd. 52 —jNo sabe fo que dice, muchacho! —respondis con fiereza—. Cuando haya pasado por el fuego del infierne como yo he pasado, y haya descansado tan tranquilamente con un cadéver por almohada, aprenderd a sujetar su len- gua impertinente cuando se dirige a un hombre. Tenfa en los Jabios una tespnesta colética, pero una mirada a su rostro me aconsejé no hacerla,.. Tenfa en su cara la expresién de un animal salvaje aco- rralado por los pertos. Un momento despus los hombres habfan Iegado al galope hasta nosotros, y uno, el jefe, se dirigié hacia mf y me exigiS que le mostrara mi pasaporte. —No Ilevo pasaporte, —repliqué—. Mi nacionalidad es una proteccién su- ficiente, porque soy inglés, como usted puede ver. —En cuanto a es0, sélo tenemos su palabra, —dijo el hombre—. Hay un cénsul inglés en Ja capital que proporciona pasaportes a los stibditos ingleses para su proteccién en este pais. Si no lo tiene, tendrd que suftir Jas conse- cuencias, y nadie més que usted tiene Ia culpa. Yo no veo en usted mds que un hombre joven, entero, con todos sus miembros, y Ja repiiblica esté nece- sitada de ellos. Adcmds usted habla como uno que vino al mundo bajo este cielo. Tiene que venir con nosotros. —No haré tal cosa, —contesié, —No diga eso, patrén, —dijo Marcos, asombrandome con el cambio que se produjo em su tono y en su actitud—. Ya sabe que un mes atrds le pre- vine que era imprudente dejar Montevideo sin nuestros pasaportes. Este ofi- cial no hace més que obedecer érdenes recibidas; con todo, él padria ver que somos nada mds que Io que reprentamos ser. —jOh! —exclamsé el oficial, volviéndose hacia Marcos—, dusted también es un inglés sin pasapotte, supongo? Por lo menos podrfa haberse conseguido un par de ojes azules falsos y una barba rubia, para mayor seguridad. —Yo soy sélo un pobre hijo de este puchlo, —dijo Marcos humildemente—. Este joven inglés esté buscando una estancia que quiere comprar, y yo vine con él como su asistente desde Ja capital. Fuimos muy descuidados al no con- seguit los pasaportes antes de partir. ~Entonces, por supuesto, este joven tiene cantidad de dinero en sus bolsi- los, —dijo el oficial. ‘A mi no me gustaban las mentiras que Marcos se habia encargado de contar a mi respecto, pero no sabfa cudles podrian ser las consecuencias de contra- decitlas. Por lo tanto repliqué que no era tan atolondrado como para viajar por un pafs como la Banda Oriental con dinero encima. —Sdlo Ievo lo sufi- ciente como pata pagar por pan con queso hasta que Ilegue a mi destino, —agregué. —El gobiemo de este pais es muy generoso, —dijo el oficial sarcéstica mente—, y pagaré por todo el pan con queso que necesite. También Le pro- porcionaré carne. Deben venir conmigo hasta el juzgado de Las Cuevas, los dos. Viendo que no habfa més remedio, acompafiamos a nuestros captores al 53 galope por unos campos escabrosos y ondulados, y alrededor de una hora y media més tarde Iegamos a Las Cuevas, un pueblo sucio, de aspecto misc~ rable, compuesto por unos pocos ranchos, construidos alrededor de una pla za grande cubierta de yuyos, A un lado estaba la iglesia; al otro, un edificio cuadrado, de piedra, con un asta de bandera delante, Este eta cl edificio ofi- cial del Juez de Paz, o magistrado rural; en ese momento, sin embargo, estaba cerrado, y sin ningtin signo de vida alrededor, salvo un viejo con aspecto de cadaver sentade contra la puerta cerrada, con sus desnudas piernas color cao- ba estiradas bajo los rayos del sol ardiente. —iEsto si que es lindo! —exclamé el oficial con una maldicién—. Ten- go bastantes ganas de soltar a estos hombres. —No va a perder nada, si lo hace, salvo tal vez un dolor de cabeza, —dijo Marcos. —iCillese la boca hasta que le pidan su opinién! —teplic6 el oficial com- pletamente fuera de sus casillas. ~—Enciértelos en ef calabozo hasta que el juez venga mafiana, teniente, —su- gitid cl viejo recostado a la puerta, hablando a través de una espesa barba blan- ca y de una nube de humo de tabaco, —¢No sabes que Ja puerta del calabozo esta rota, viejo idiota? —dijo el oficial. jEnciérrelos! Aqui estoy, descuidando mis propios asuntos para ser- vir al estado, y asi se me trata. Tenemos que Hevarlos ante el juez a su pro- pia casa, y que él se ocupe de ellos, Vamos, muchachos Fuimos entonces conducidos a las afueras de Las Cuevas, a una distancia de una media legua, donde el sefior juez residfa en el seno de su familia. Sa tesidencia privada era una may sucia casa de estancia, de aspecto descuidado, con una gran cantidad de perros, aves de corral y nifios por todas partes. Desmontamos y en seguida fuimos Hevados a una amplia habitacién, donde el magistrado estaba sentado a una mesa sobre Ia cual habia un gtan mimero ce papeles. .. que quién sabe de qué tratarfan. El jucz era un hombrecillo de cara afilada, con unas patillas grises y cerdosas, enhiestas como los bigotes de un gato y ojos coléticos 0, mds bien, con un ojo colérico, porque sobre el otto estaba aiado un pafuelo de algodén. Apenas hablamos terminado de entrar cuando una gallina, a la cabeza de su crfa de unos doce pollitos, se precipits dentro de fa habitacién tras de nosotros, distribuyéndose en seguida los pollos por el piso en busca de migajas, en tanto que la madre, més am- biciosa, volé a la mesa, esparciendo los papeles a izquierda y derecha con el reyuelo que cred. ~iQue mil demonios se Heven a estas aves! —grité el juez, montando en célera—. Hombre, busca a tu patrona y trdela aqui ahora mismo. Le ordeno que venga. 1a orden fue obedocida por Ja persona que nos habia hecho pasar, um indi- viduo de spariencia pringosa, de cara morena, vestido con raidas topas mi- Titares, que en dos o tres minutos volvié seguido por una mujer sumamente 54 gorda y desalifiada que parecia, sin embargo, de muy buen cardcter, que in- mediatamente se desplomé, complecamence exhausta, sobre una silla. —¢Qué pasa, Fernando? —jaded. —2Qué pasa? gCémo puedes tener el coraje de hacer semejante pregunta, Toribia? Mira la confusién que tus pestosas aves estén creando entre mis papeles... jpapeles que conciernen a la seguridad de la Reptblica! Mujer, equé medida vas a tomar para detener esto antes de que haga matar a todas tus gallinas aqui mismo? —¢Qué puedo hacer, Fernando?... estardn hambrientas, supongo. Pensé que querias pedirme consejo con respecto a estos prisioneros... jpobres hom- bres! y té me sales con tus gallinas. Sus modales plicidos actuaton como aceite sobre el fuego de su ira. Se pased furioso por !a habitacién dando pustapiés a las sillas y arrojando vio- Jentamente reglas y pisapapeles a les aves, aparentemente con las intenciones mds asesinas pero con una punteria extremadamente mala, gritando, secu diendo el pufio a su mujer, y basta amenazindola con acusarla de contumacia cuando ella se tefa. Al fin, después de muchas dificultades, todas las aves fuc- ron expulsades, y el sirviente fue puesto de guardia en Ja puerta, con drdenes estrictas de decapitar al primer polio que intentara entrar a petturbar los procedimientos. Restaurado el otden, el juez encendié un cigarrillo y comenzé a alisar sus encrespadas plumas, --Proceda, —le dijo al oficial desde su sillén tras de Ja mesa. —Sefior, —dije el oficial—, en cumplimiento de mi deber he detenido a estos dos extranjeros, que estén desprovistos de pasaportes y de documentos de nin- guna clase para cottoborar sus afirmaciones. Segtin lo que cuentan, el joven cs un millonario que va pot el pais comprando tierras, mientras que el otro es su sirviente. Hay veinticinco razones para no creet en esa historia, pero ahora no tengo tiempo suficiente como para contérsela a usted. Como encontré ce- readas fas puertas del Juzgado, he trafdo aquf a estos hombres, con mucha mo- lestia para mi; y aqui estoy ahora esperando tan sdélo que este asunto se des. pache sin mds tardanzas, de manera que pueda resetvarme un poco de tiempo para dedicarlo a mis asuntos privados. —No se ditija a mi con ese tono imperativo, sefior oficial!, —exclamé el juez, inflamado de nuevo el fuego de su enojo—. ¢Usted se imagina, sefior, que yo no tengo intereses privados; que el estado alimenta y viste a mi mujer y a mis hijos? No, sefor, soy el sirviente de la reptblica pero no su esclavo; y Ie ruego que recuerde que los asuntos oficiales deben ser tramitados durante el horario que corresponde y en el lugar que corresponde. —Sefor juez, —dijo ef oficial—, es mi opinién que un magistrado civil nunca deberia actuar en asuntos que caen mds apropiadamente bajo Ia autori- dad militar. Con todo, puesto que las cosas estén dispvestas de otra manera, me veo compelido a venir en primer lugar ante usted con mis informes, Agui 35 estoy pata saber, sin entrar en discusiones concernientes @ su posicidn en Ja reptiblica, qué se debe hacer con estos dos prisioneros que traje ante usted. —iQué se debe hacer con ellos! ;Mandelos al diablo! Degiiéllelos; déjelos ir; haga lo que quiera, ya que usted es responsable de ellos y yo no. Y tenga la certeza, oficial, que no dejaré de informar 2 sus superiores sobre su lengua- je insubordinado. —Ses amenazas no me alarman, —dijo el oficial—; porque uno no puede ser culpable de insubordinacién frente 2 una petsona a quien no estd obligedo a obedecer—Y ahora, sefiores, —-agregs volviéndose hacia nosotros—, we han aconsejado que los suelte; estén en libertad de continuar su viaje Marcos se levanté con presteza, ~iSigniese, hombre! —vocifeté el iracundo magistrado, y el pobre Mar- cos, complezamente chasqueado, se senté de nuevo—~. Sefior teniente, —con- tinud el feroz viejo—, esté relevado de todo setvicio en este lugar. La rept blica que usted afirma servir tal vea estaria mejor sin su valiosa ayuda. Vaya 2 atender, sefior, sus asuntos ptivados, y deje a sus hombres aqui para ejecurar mis drdenes, El oficial se Jevanté y, luego de hacer una profunda y sarcdstica reverencia, gitd sobre sus talones y abandond La habitacién. —Lieven a esos dos prisionetos al cepo, —continud ef pequefio déspora—. Los interrogaré mafiana. Marcos fue el primero cn ser Ilevado de Ja habitacién por dos de Los sol- dados; pues resulté que fuera de la casa, un galpdn estaba provisto del ba bitual instrumento de madera para asegurar a los prisioneros durante la no- che, Peto, cuando los otros hombres me tomaron de los brazos, me recobré del asombro que Ia orden del juez habia producido en mf, y de un sacudén Jos hice a un lado. —Sefior Juez, —dije, ditigiéndome a éi—, permita que le tuegue considerar lo que esta haciendo. Seguramente mi scento es suficiente para satisfacer a cualquier persona razonable de que no soy un nativo de es- te pafs. Estoy dispuesto 2 petmanecer bajo su custodia, oa ir adonde usted quieca, pero sus hombres tendrén que hacerme pedazos antes de hacerme su frir la ignominia del cepo. Si usted me maltrata de cualquier modo que sea, Je advictto que el gobierno al que usted sirve sélo tendrd censuras para usted, y tal vez Jo arruinard, por su cela imprudente. Antes que 4 pudicse replicar, su gorda esposa, a quien aparentemente yo Ie habfa caido en gracia, se interpuso en mi favor, y persuadid al pequefio sal- vaje de que me ahorrara aquella humillacién. ~-Muy bien, —dijo—, considétese por el momento un huésped de mi casa; si usted esid diciendo fa verdad acerca de si mismo, un dia de detencidn no le hard dafo. Mi amable defensora me condujo entonces a Ia cocina, donde nos sentamos a compartir el mate y a conversar hasta que nos pusimos todos de buen humor. Yo empecé a sentirme bastante afligido pot Marcas, pues hasta un vago ind- til, como patecia ser aquél, se vuelve objeto de compasiéa cuando le sobrevie- 56 ne una desgracia, y pedé permiso para verlo. Este fue concedido en seguida, Lo encontré confinado en una hebitacién grande constrnida aparte de Ja casas le habfan provisto de mate y de una caldera de agua caliente, y estaba toman- do su amargo brebaje con un aire de estoica indiferencia. Sus piernas, ence- rradas en el cepo, estaban estiradas delante de él, pero supuse que estaba acos- tumbrado a posiciones tan inconfortables, porque no parccia importarle mu- cho, Después de manifestarle mi simpatfa en términos generales, le pregunté si podria realmente dormir en esa posicidn. —No, —teplicé con indiferencia—. Pero, sabe, no te importa que me hayan apresado. Me enviarin a fa comandancia, supongo, y después de unos dias me dejargn en libertad. A caballo soy un buen trabajador, y no faltard algin estancieto necesitado de gente que me saque. eQuiere hacerme un pe quetio servicio, amigo, antes de irse a la cama? —Si, seguramente, si puedo, —contesté Se tio apenas y me miré con un brillo extrafio y penetrante en sus ojos; Iue- go, tomando mi mano, me dic un fuerte apretén. —No, no, amigo, no voy a molestarlo pidiéndole que haga nada por mi, —-dijo—. Tengo un cardcter del diablo, y hoy, en un momento de rabia, lo insulté. De modo que me sor- prendié cuando vino aqui y me hablé ameblemente. Deseaba saber si ese sen- timiento era sélo algo superficial, ya que los hombres que who encuentra son a menudo como el ganado vacuno, Cuando uno cae, sus compafieros de pastoreo sdlo recuerdan les ofensas pasadas, y se apresutan a cornearlo. Su actitud me sorprendié; ahora no se patecia al Marcos Marcé con quien habia viajado aquel dia, Conmovido por sus palabras, me senté en el cepo frente a él, y le rogué que me dijera qué podia hacer por él. Bueno, amigo, —me dijo-, ya ve que ef cepo estd cerrade con ua can- dado. Si usted consigue la Ilave y me suelta, podré dormir bien; lucgo, de mafiana, antes que el viejo tuerto y lundtico se Levante, usted puede venir y cerrarlo con Mave de nuevo. Nadie se dard cuenta. —e¥ usted no estar pensando en escaparse? —le pregunté. —No tengo ni cl menor deseo de escaparme, —replicd. —No podria escapar aunque lo quisiera, —le dije—, porque el cuarto que- dar4 cerrado con Mave, por supuesto, Pero, si yo estuvicra dispuesto 2 hacer lo que me pide, gcémo podria conseguir la lave? —Fsa es cosa fécil, —dijo Marcos—. Pidale a la buena sefiora que se la preste. Acaso no me fijé en que sus ojos se demoraban amorosamente en su rostro —porque, sin duda, usted Je recuerda a algtin patiente ausente, tal vez algtin sobrino querido—. Ella no le negaria a usted nada razoneble; y, amigo, hacet un favor, aun al hombre mds pobre, no es un acto malgastedo —Voy a pensatlo, —le dije—. ¥ poco después lo dejé. Fue una noche sofocante, y cuando Ja atinésfera cerrada y ahumada de la cocina se volvié insoportable, salf y me senté fuera, sobre un tronco. Alli el viejo juez, en su calidad de amable anfitrién, vino a reunirseme y discursed du- rante una media hora de encumbrados asuntos concernientes a la repdblica. A 7 poco salié su mujer y, declarando que el aire de Ja noche tendrfa un efecto deiiino sobre su ojo inflamado lo convencié de que debia entrar en la casa, Lue- go se desplomé a mi lado, sobre el asiento, y comenzé a hablarme acetca del terrible temperamento de Fernando y de las muchas preocupaciones de su vida. —Qué joven tan serio es usted, —observd, cambiando de tono de manera un tanto abrupta—. gAcaso reserva todas sus palabras alegres y agradables pata las sefforitas jévenes y bonitas? —Ah, sefiora, usted es mis ojos joven y hermosa, —repliqué—; pero no tengo dnimo para ester alegre cuando mi pobre compaiicro de viaje estd aptisionado en el cepo, donde su cruel marido también ime habrfa confinado si no hubiera sido por su oportuna intervencidn. Usted, que tiene un corazén tan bondadoso, eno puede hacer que suelren sus pobres piernas cansadas para que pueda dormir como es debido esta noche? —Ah, amiguito, —rspondié—, no puedo intentar tal cosa, Fernando es un monstruo de crueldad, e inmediatamente me sacaria los ojos sin sentir el menor remordimiento. (Pobre de mi, lo que tengo que sopottar! —¥ aqul puso su gorda mano sobre la mia. Yo retiré la mano de manera un tanto distrafda, Un diplomético nato no hubiera manejado mejor Ia cosa, ~Sefiora, —le dije—, usted est4 burldndose de mi. gDespués de hoberme hecho un favor tan grande me va a negar esta pequefiez? Si su matrido es un déspota tan temible, jseguramente usted puede hacer esto sin que él lo sepa! Déjeme sacar a mi pobre Mazcos del cepo, y le doy mi palabra de ho. nor que el juez nunca se enterard, porque me levantaré temprano para yol- ver a pasar la Have, antes de que él deje fa cama. —dY¥ cual serd mi recompensa? —pregunié, poniendo de nuevo su mano sobre la mia. ~—La profunda gratitud y le devocién de mi corazén, —respondi, esta vez sin retirar Ja mano, ~—¢Acaso puedo negar algo a mi querido muchacho? —dijo—. Después de la cena le pasaré Ia Have; ahore voy a sacarla de su cuarto, Antes que Fer- nando se retire, pidale petmiso para ver a Marcos, pata Ilevarle una manta, 0 un poco de tabaco, o alguna cosa por el estilo: y no deje que el sirviente yea Jo que hace, porque se quedatd en Ja puerta esperando para cerrar cuando usted salga. Después de Ia cena Ia prometida llave me fue transferida secretamente, y no tave la menor dificultad en liberar a mi amigo en desgracia. Afortunadamente, el hombre que me condujo a donde estaba Marcos nos dejd solos un rato y Je conté a este tiltimo mi conversacién con la gorda, El salté y, tomando mi mano, me Ia estrujé hasta que casi grité de dolor. -—Mi buen amigo, —dijo— usted tiene un alma noble y generosa, y me ha hecho el servicio més grande que un hombre puede hacet a otto. De he- cho, me ha puesto ahora en una posicién en que puedo... disfrutar de una 58 noche de descanso, Buenas naches, jy que los dngeles del ciclo me petmitan recompensarlo alguna vez! El hombre estaba exagerando un poco, pensé; luego, una vez que lo vi en- certado, a buen recaudo pot el resto de Jz noche, volwi a la cocina a pasos lentos y muy pensativo. Capitulo XT LA MUJER Y LA SERPIENTE Volvi pensativo porque, después de hacer ese insignificante servicio a Marcos, comencé a experimentar diversos escripulos de conciencia ¢ intimas dudas en cuanto a la estricta moralidad de todo aquel procedimiento. Concediendo que habia hecho algo bondadoso y caritativo, y enteramente encomiable al con- seguir sacer los infortunados pies del pobte hombre del cepo, gjustificaba eso todo el engatussmiento que hebia Hevado a la practica para Jograr mi objeto? ©, para plantearlo brevemente segtin el viejo esquema familiar: gjustifica el fin los medios? Seguramente los justifica en algunos casos, muy féciles de imaginar. Supongamos que a un amigo quetido —una persona enferma, con un organismo nervioso y delicado— se le hubiere metido en Ia cabeza que iba a morit cuando sonaran Jas doce de determinada noche. Sin necesidad de consultar a las autotidades en asuntos éticos, yo me moverfa por la ha- bitacién manipulando secretamente sus relojes hasta que los hubiera adelanta- do todos una hora, y entonces, justamente antes de sonar la media noche, sa- carfa triunfalmente mi reloj y Je informaria que su muerte no habia acudido a Ja cita, Una mentira Hevada a cabo de ese modo no pesarfa en absoluto so- bre la conciencia de ningtin hombre, El quid del asunto esté cn que las cir- cunstancias deben ser siempre tenidas en cuenta y en que cada caso debe ser juzgado por sus ptopios soéritos particulares. Ahora bien, este asunto de obtener asi la Nave no era de los que podia juzgar yo, puesto que habia sido el principal actor del mismo, sino que deberfa hacerlo algin casuista agudo e ilustrado. Hice por lo tanto una nota mental del caso con Ja inienciéa de sometetlo imparcialmente a la primera persona con esas condiciones que en- contrata, Una vez que me hube sacado de encima de ese modo un probleme perturbador, sentf mi espiritu aliviado y retorné a la cocina una vex més. Sin embargo, apenas me habfa sentado cuando encontré que atin debla enfrentar una desagtadable consecuencia de mi conducta —Ia gorda sefiora que reclama- ba mi eterna devocién y mi gratitad—. Ella saludé mi entrada con una son- risa efusiva; y las més dulces sonrisas de alguna gente con quien uno se en- cuentra son menos soportables que sus mds negras miradas. En defensa propia adopté una expresién tan amodorrada y vacia como pu de forzar al momento sobre mi cara, que por naturaleza es casi demasiado in- 59 genua. Pretendi no oft 0 comprender mal todo lo que se decta; finalmente me puse tan adormilado que varias veces estuve a punto de caerme de la si- la; luego, después de cada extravagante cabeceo, volvia a incorporarme pre- cipitadamente y a mirar estipidamente a mi alrededor. Mi tovo y pequefio anfitrién casi no podia esconder una tranquila sonrisa porque nunca habla visto antes 2 una persona tan atrozmente vencida por el suefio. Al fin, observd misericordiosamente que yo parecia fatigado y me aconsejé que me retirara, Hice si salida muy contento, seguido ea mi retirada por un par de ojos tristes y lenos de repraches. Dormi profundamente en el confortable lecho qee mi obesa Gulnara me habfa preparado, hasta que los numerosos gallos del establecimienta me des- Pettaron con sus cacareos poco después de romper el dia. Recordando que tenfa que asegurat a Marcos en el cepo antes que ef itascible pequefio magis- trado apareciera en escena, me levanté y me vesti de prisa, Encontré al hom- bre gtasiento con fos botones de bronce ya en Ja cocina, tomando su mate amargo matinal, y Je pedi que me pasara la Mave del galpén del prisionero; Porque esas fueron las instrucciones que me dio la scfiora. Se levantd y fue conmigo para abrir 4 mismo Ia puerta, guardindose muy bien, supongo, de confiarme Ja Have. Cuando abrié la puerta de un empujdn nos quedamos en silencio mirando un rato Ia habitacién vacta, El prisionero se habia desvane- cido y un gran agujero cortado en Ia paja del techo mostraba cémo y por dénde habia escapado. Me senti muy exasperado por el vil ardid que el hom- bre nos habia jugado, especialmente a mf, pues en cietta medida yo era tesponsable por él. Afortunadamente, el hombre que me abrid la puerta no sospechd en ninatin momento que yo fuera cémplice, sino que meramente ob- serv que, evidentemente, el cepo habia sido dejado sin Have la tarde am terior por los soldados, de modo que no eta rato que el prisionera hubiera huida, Cuando Ios demds habitantes de la casa se Jevantaron, ef asunto fue discu- tido con poca excitaciéa, ni siguiera con interés, y pronto llegué a Ia conclu- sién de que el asunto quedazta entre la seffora de la casa y yo. Ella buscé una oportunidad de hablarme a solas, y entonces, sacudiéndome su gordo indice con juguetén enojo, me susuté: —Ah, engafiador, justed planed todo con él anoche, y a mi me usd nomds que como un instrumento! —Sefiora, —protesté con dignidad—, le aseguto, y es la palabra de ho- nor de um inglés, que nunca sospeché que & tuviera la menor intencién de ¢s- capar. Lo sucedido me ha enojado mucho. —eUsted cree que me preocupa algo su huida? —replicé risucfiamente—. Por usted, querido amigo, yo abriria de bucna gana las puertas de todas las prisiones de la Banda, si estuviera en mi poder hacerlo, —Ah, jqué halagadora es usted! Pero ahora debo ir a ver a su esposo para enterarme de lo que piensa hacer con e! prisionero que no intent escapat. Con esta excusa me alejé de ella. El ruin juececito, cuando !e hablé, me salié con una serie de frases vagas y 60 vaeias acerca de Ja responsabilidad de su posicién, de Ia peculiar naturaleza de sus funciones y del inestable estado de Ja repdblica —jcomo si ésta hubiera conocido alguna vez o tuvicra alguna posibilidad de conocer algtin otro estado! Monté luego su caballo y se dirigié a Las Cuevas, dejandome con aquella ho- trible mujer; y cteo realmente que, al hacerlo, no hacia més que cumplir las instrucciones privadas de aquélla. El tinico consuelo que me dio fue la pro- mesa que me hizo antes de itse de que una comunicacién a mi respecto se- tia dirigida al comandante del distrito en el curso del dia, que problamemente tendria como resultado que yo fuera transferido a dicho funcionario. Mien- tras tanto, me togaba que usara libremente de su casa y de cuante contenia. Por supuesto, el pobre infeliz no tenfa la intencién de arrojarme a su gor- da mujer por Ja cabeza; yo no tenia Ja menor duda de que fue ella quien ins- piré esas frases de cumplimiento, diciéndole tal vez, que no perderia nada dan- do un tratamiento cortés al “inglés millonario”. Cuando se alejé, me dejé sentado en el portén de entrada, sintiéndome muy disgustado, y casi deseando haberme escapade durante la noche, como Mar- cos Marcé. Nunca habia sentido un disgusto tan fulminante y violento hecia nada como el que entonces sent{ por esa estancia, donde era un honrado aunque obligado huésped. El sol cdlido y brillante de la majiana briflaba sobre el descalorido techo de totora y sobre Jas paredes revocadas con barro del sérdido edificio, mientras que todo alrededor, dondequiera que pusicta mis ojos, éstos se posaban sobte yuyos, huesos viejos, botellas rotas, y otros des- perdicios, elocuentes testigos del cardcter sucio, desalifiado y manirroto de sus moradores. Mientras tanto mi dulce y angelical mujer-nifia, con sus ojos violetas em- pafiados por las Légrimas, estaria esperindome alld lejos, en Montevideo, pregua- tandose el porqué de mi larga ausencia, jy tal vez, en este mismo momento, haciendo pantalla con su mano de lirio, para mirar el camino blanco y polvo- riento oteando mi llegadal Y aqui estaba yo, obligado a quedarme sentado, meneando ocicsamente mis piernas en esta poriera, ;porgue aquella abomi- nable gorda se habia encaprichade en mantenerme a su lado! Loco de indigna- cién, de pronto me bajé de un salto de la portera con una exclamacién que no era para ofdos bien educados, haciendo que mi anfitriona también se sobresaltara y lanzara un gtito; porque all{ estaba ella {jmaldita sea!) de pie, justamente detrds de mi. {Qué los Santos me protejan! —exclamé recobrén- dose y riendo—; 2Qué lo hizo sobresaltarme asi? Me excusé por [a fuerte expresién que habia empleado; fuego agregué: —Sefiora, soy un hombre joven, leno de energia y acostumbrado a hacer una gran cantidad de cjercicios todos Jos dias, y me estoy poniendo muy impacien- te, sentado aqui cociéndome al sol, como una tortuga en un banco de barre, Pues, por qué no se va a dar un pasco? —pregunté ella con amable preacupacién. Dije que lo haréa con mucho gusto, y le agradect por el petmiso que me daba; y entonces, inmediatamente, se ofrecié a acompafiarme. Declaré, con 61 muy poca galanteria, que yo caminaba con mucha rapidez, y le recordé que el sol era excesivamente célido, y me hubiera gustado agregar, también, que clla era excesivamente gorda. Replicd que no importaba; una persona tan cortés como yo sabria acompasar su paso al de su acompafiante, En la imposibilidad de sacérmela de encima, comencé mi caminata bastante malhumorado y con Ja corpulenta dama junto a mi, transpirando abundantemenie, Nuestro cami- no nos ilevé a una pequefa caiiada, una hondonada cuyo suelo era himedo y estaba cubierto por numerosas y bonitas flores y plumosos pastos, muy tefres- cantes a la mirada después de abandonar los quemados pastos amarillos que ro- deaban la casa de la estancia. —Parece ser muy aficionado a las flores, —observd mi compafiera—. Per- mitame ayudarle a recogerlas. ¢A quién le va a dar sv ramillete cuando esté hecho? —Sefiora, —le replique, exasperado por su frivolo parloteo—, se lo voy a dar al... Ibz a decir al diablo, cuando el agudo grito que lanzé corté las ru. das palabras que asomaban a mis labios. Su susto habfa sido provocado por una linda culebrita, de un medio metro de largo, que habia visto deslizarse a sus pies. Y no es de exttaiiar que se deslizara alejéndose de ella a toda la velocidad de que era capaz, pues jqné monsiruo gigantesco y deforme Ie debe haber parecide aquella mujer! El te- ror de un nifito timido a fa vista de un hipopétamo vestido con flotantes cortinas y caminando erecto sobre sus patas traseras, hubiera sido compara- ble al pénico que se apoderé del pequefio cerebro de la pobre criatura mo- veada cuando aquella cnorme mujer vino a zancadas hacia ella. Primero me tei, pero luego, viendo que ella estaba por errojarse sobre mi como una montaiia de came en busca de proteccién, me volwi y cotr{ tras de la culebra —porque habfa observado que pertenecia a una variedad inofen- siva, una de las inocuas Coronella Genus... y tenia verdaderos deseos de molestat a la mujer. La capturé en un momento; luego, con la pobre cria- tura asustada Iuchando en mi mano y enroscéndose en mi mufieca, caminé hacia ella. —eVio alguna vez colores tan preciosos? —exclamé—. Mire ese delicade color amarillo-rojizo de su cuello que se oscurece hasta un vivido carmest en el vientre. (Qué me van a hablar de flores y de mariposas! Y sus ojos son brillantes como dos diamantitos... mirclos de cerca, sefiora, porque bien va- le la pena que usted Jos admire. Pero al acercarme yo todo lo que hizo fue volverse y apartarse gritando y, al fin, viendo que no la obedecia dejando caer aquel horrible reptil, me dejé, presa de una violenta rabia, y se volvid sola a Ja casa. Después de Io cual continué mi paseo en paz entre las flores; pero mi pe- quefia y moteada cautiva me habia servido tan bien que no la solié. Se me ocurrié que si la conservaba sobre mi persona podria servirme como una es- pecie de talism4n para protegerme de las desagradables atenciones de la se- ora, Viendo que era una culebrita muy astuta y —como Marcos Marcé en 62 cautiverio— Iena de sutiles argucias, la puse en mi sombrero, el cual encas- quetado firmemente sobre mi cabeza, no dejaba ninguna abertura para que Ja cabecita lanceolada se asomara por ella, Después de pasar dos o tres horas bo- tanizando en Ia caiiada volvi a la casa. Estaba en la cocina reaniméndome con un mate amargo, cuando mi anfitriona entré sonriendo radiante, porque, su- pongo que a esta altura ya me habfa perdonado. Yo me levanté cortésmente y me quité el sombrero. Infortunadamente me habfa olvidado de la culebra, cuando he aqui que ésta cae al suelo; a ello siguieran gritos, confusidn, y corri- das de madame, de los nifios y de los sirvientes que hufan de [a cocina. Des- pués de eso fui obligado « llevar la culebra fuera de la casa, devolviéndole su libettad, la que sin duda tuvo para ella un sabor muy dulce después de sufrir tan estrecho confinamiento, Cuando voivi a Ja casa, una de las sitvientas me informé que Ja sefiora estaba demasiado ofendida para volver a sentarse en la mistna hahitacion que yo, de modo que me vi obligado a tomar mi almuer- zo a solas; y por el resto del tiempo en que estuve prisionero fui evitado por todos (excepto por Botones de Bronce, que parecia indiferente a todo lo de esta tierra), como si hubiera sido un leproso o un peligroso lundtico. Tal vez pensaban que tenfa aun otros reptiles escondidos sobre mi persona. Por supuesto, uno espera siempre encontrar un prejuicio crucl ¢ irracional contra las serpienzes entre las gentes ignorantes, pero nunca antes supe hasta qué punto ridiculo podia Ilevarlas. Ese prejuicio me hace enojar, pero en aquella ccasién tuvo una utilidad, porque me permitid pasar el dia sin que me molestaran. Por Ia noche volvié el juez, y proato le of alzar la voz en una tormentosa dis- cusién con su mujer. Tal vez ella queria que me decapitaran. Cémo termind no puedo decitlo; pero cuando to vi su sezizud hacia mi era helada, y se te tiré a dormir sin darme la oportunidad de hablarle. ‘A la majiana siguiente me levanté resuelto a no ser hecho a un lado por més tiempo. Algo debia hacerse, 0 yo tenia que saber qué razones habia para no hacerlo. Al salir fuera me sorprendiéd mucho ver que mi caballo esperaba en- sillado en Ia portera del campo. Fui a la cocina y le pregunté a Botones de Bronce, la unica persona que estaba levantada, qué significaba eso. —eQuién sabe? —contesté, ddéndome un mate—. Tal vez el juez desea que usted deje la casa antes de que él se levante, —gQué dijo? —pregunté. —¢Decit? Nada... equé iba a decir? —Pero usted ensillé el caballo, supongo, —Seguto. ¢Quign mas iba a hacerlo? —El juez le dijo que lo hiciera? —Decitme? ¢Por qué iba decirmelo? —zCémo sé yo, pues, si é desea que yo deje su hermosa casa? —pregunté, encolerizindome. —iQué pregunta! —repuso, encogiéndose de hombros— ¢Cémo sabe uno zudndo va a llover? 63 Viendo que no iba a sacat nada més de ese hombre, terminé de tomar mate, encendi un cigatro, y dejé la casa, Era una hermosa mafiana, sin una nube, y el] abundante rocfo brillaba sobte el pasto como gotas de Ifuvia. ;Qué cosa agra. dable era poder cabalgar de nuevo, libre de it donde yo quisiera! ¥ asi termina mi historia de la serpiente, que tal vez no es muy interesante, pero que es verdadera, y por lo tanto tiene una ventaja sobre todas las de- ifs historias de serpientes contadas por los viajeros. Capttulo XI MUCHACHOS EN EL MONTE Antes de dejar la cstancia del magistrado, ya habla decidido volver por el ca- mino més cotto, y tan répidamente como fuera posiale, a Montevideo; y aquella mafiana, montando un caballo bien descansado, cubti un trecho considerable, A eso de Ins doce, cuando me detuve para dar un descanso a mi caballo y comer algo en una pulperfa que daba sobre el camino, habla hecho alrededor de unas ocho leguas. Esto era andar a un ritmo imprudente, no cabe duda; pero en Ja Banda Oriental es tan fécil conseguir wa caballo fresco que uno se vuelve un tanto descuidado. Aquella maftana mi viaje me habia llevado por Ia parte oriental del departamento de Durazno, y por dondequiera me encantaba la belleza de la regidn, aunque todo estaba atin muy seco y el pasto de las tierras altas estaba quemado hasta alcanzat matices varios del amarillo y del marrdn, Ahora, con todo, Jos calotes del verano habfan pasado, porque estébamos acer. céndonos al final de febrero; la temperatura, sin ser sofocante, era deliciosa. mente cflida, de modo que viajar a caballo eta una delicia, Padrfa JJenar docenas de paginas con descripciones de hermosos tramos de esa reaién pot los cuales pasé aquel dia, pero deho declerarme culpable de uma insuperable aversién por ese tipo de escritura. Después de esta céndida confesién, espero que el lector no se querelle conmigo pot Ia omisién; ademas, quienquiera que guste de esas descripciones, y que sepa hasta qué punto son evanescentes les impresiones que los cuadros verbales dejan en la memotia, puede navegat por los mares y galo- par alrededor del mundo peta ver tedo eso por si mismo. Sin embargo, no cualquier vagamundo inglés —me avergiienza decislo— es capaz de familiari- zarse con los habites caseros, y con Jas maneras de pensat y de hablar de un pueblo distante. Héganme discurscar sobre valles profuncios, encumbradas altu- ras, sobre tierras éridas, © bosques umbrios, 0 frescos cutsos de agua donde bebi y me refresqué; pero todos esos lugares, agradables o Iobregos, deben pertenecer al reino Mamado cotazén. Después de obtener algunas informaciones acerca de la regin que tenfa que atravesar de boca del pulpero, quien me dijo que probablemente alcanzaria el 64 rio Yi antes de la noche, continué mi camino. A eso de las cuatro de la tarde llegué a un extenso monte de espinos, del cual me habia hablado el pulpero, y, de acuerdo con sus instrucciones, !o orillé por su costado oriental. Los étbo- Jes no etan grandes, pero habia algo salvaje y atractivo en esa floresta, llena del musical parloteo de los pdjaros, que me incité a bajarme del caballo y a descan- sar una hora en Ja sombra. Le saqué el freno de Ja boca para que pudiera pastar, y me tiré en el pasto seco bajo un grupo de umbrosos espinos, y durante media hora mité la luz centelleante del sol que pasaba a través del follaje extendido sobre mi cabeza, y escuché a Ja gente alada que me rodeé gorjeando ruidosa- mente, y que parecia curiosa por saber con qué objeto habia llegado a su que- rencia. Luego empecé a pensar en toda la gente con que habia estado mezclado recientemente; el colérico magistrado y su gorda esposa —jhorrible mujer!— y Marcos Maxed, aquel picaro andrajoso, surgieon ante mi para pasar répida- mente, y una vez mds estuve cara a cara con Margarita, ese adorable misterio. Imaginé que extendia mis manos pera tomar las suyas, acercéndola a mf para mirar mds de cerca sus ojos, interrogdndolos en vano por su puro matiz de zatiro. Luego imaging, o soiié, que con dedos temblorosos soltaba sus cabellos para dejarlos caer como un esplndido manto de oto sobre su pobre vestido, y que Je preguntaba cémo habia Iegado a poscer ese glorioso ropaje. Los labios infantiles, dulces y graves, sonrieron pero no me dieron una respuesta. Enton- ces me parecié que un rostro més indefinido tomaba forma vagamcnte contra Ja verde cottina del follaje, y, asomando por sobre el hombro de Ja nifia rubia, me miraba tristemente a los ojos. Era la cara de Paquita. ;Ah, dulce esposa; no dejes nunca que el monstruo de ojos verdes perturbe la paz de tu corazén! Sabe que la practica mente sajona de tu marido estd intrigada por un problema puramente filosdfico, que esa criatura extremedamente tubia me interesa slo por serlo y porque ello parece trastornar todas las leyes fisiolégicas. Estaba, justamente en ese momento, por sumixme en el suefio, cuando Ja nota estridente de una trompeta tocada a corta distancia y seguida por fuertes gritos de voces diversas me hizo saltar sobre mis pies instanténeamente. En seguida sond de nuevo la trompeta, cosa que me alarmé en grado samo. Mi primer impulso fue saltar sobre mi caballo y salir al galope como alma que lleva el dieblo; pero, pensandolo mejor Iegué a a conclasién de que seria més seguro permanecer es- condido entre los atboles, pues huyendo no harfa mds que revelar mi presencia a los ladrones o rebeldes, o lo que fueran. Embridé mi caballo de modo de estar pronto para huir, y lo Ilevé luego hasta la cercana espesura de unos matortales de hojas oscutas, y alli lo até. El silencio que habia caido sobre el monte conti- nvaba y, al fin, ineapez de soportar el suspenso por ms tiempo, empecé a abrit- me camino con muchas precauciones, revolver en mano, hacia ef punto de donde hhabfan procedido Jos sonidos. Deslizindome silenciosamente a través de los matorrales y de los drboles por donde crectan mds tupides, Hegué al fin a avistar un claro ea el monte, de unos doscientos o trescientos metros de ancho y cubier- to por el pasto, A un lado, cerca de su borde, se vefa un grupo dle una docena de muchachos cuyas edades se escalonaban entre Jos diez y los quince afios, todos 65 de pie y perfectamente inméviles. Uno de ellos sosienfa en su mano una trom- peta, y todos ellos Ilevaban, cifiendo sus cabezas, pafuelos o tiras de trapos rojos. De pronto, mientras yo los observaba agachado entre el follaje, una nota estridente soné del lado opuesto del claro, y otra tropa de muchachos Ievando insignias blancas en sus cabezas, salié de entre los Arboles y avanzé con fuertes gritos de vivas y mueras hacia el centro del claro, De nuevo los rojos hicieron sonar la trompeta y salieron en grupo al encuentro de los recién Negados. Mientras que los dos bandos se aproximaban uno al otro, cada uno Jiderado por un muchechén que intervalos se volvia y arengeba con gestos fogosos a sus seguidores, aparentemente para darles coraje, me asombré ver que, repenti- namente, todos sacaban largos cuchillos, tales como los que llevan habitual- mente los gauchos, y se arremetian furiosamente. Un momento después estaban mezclados en una Iucha desesperada, lanzando los més horribles aullidos, con sus largas armas brillando al sol cuando las blandian a uno y otto lado, Pelea- ban con tal furia que en pocos momentos todos los combatientes yacian tendi- dos en el pasto, excepto tres muchachos que Hevaban insignias rojas, Uno de esos jdvenes villanos sedientos de sangre agarrd entonces al trompeta e hizo sonat un toque de victoria, mientras Jos otros dos chillaban un acompaiiamiento de vives y mueras. Cuando estaban ocupados de esa manera uno de los mncha- chos cabezas-blancas se puso de pic penosamente y, sacando su cuchillo, cargé contra los tres colorados con remerario coraje. Si yo no hubieta estado tan ab- solutamente paralizado de asombro por lo que habia presenciado, hubiera co- trido a ayudar al muchacho en su desesperado intento; pero en un instante sus tres enemigos se echaron sobre él y Io tireron al suelo, Dos de ellos, répida- mente, le sujetaron piernas y brazos, y el tercero levanté su largo cuchillo y estaba a punto de hunditlo cn el pecho del cautive que se debatia, cuando lane zando un fuerte grito, salté y me precipité sobre ellos. Al instante salieron co- rriendo hacia Jos atboles presas del mayor tetror; y entonces —y fue lo més maravilloso de tedo— [os muchachos muertos revivieron, y, poni¢ndose de pie, escapaton de mi tras de Jos otros, Esto bizo que me detuviera, cuando, viendo que uno de los muchachos renqueaba penosamente tras de sus Compafle. ros, saltando sobre un solo pie, arremet’ de golpe y lo capturd antes que pudiera llegar al refugio de los drboles, —jOh, sefior, no me mate! —-suplicé rompiendo en Ianto, —No tengo ningtin deseo de mararte, bandido de todos los demonios, peto pienso que deberfa darte una paliza, —le respond!—, porque, aunque enotme- mente aliviado por el giro que habfan tomado los acontecimientos, estaba muy fastidiado porque me habfan hecho experimentar todas esas impresiones de wn horror que me helara la sangre para nada. —Sélo estébamos jugando a Blancos y Colorados, —adujo. Entonces hice que se sentata y que me contara cémo cra ese juego singular. —Ninguno de los muchachos vivia muy cerea, me dijo—; algunos venfan de vatias leguas de distancia, y habian clegido ese lugar para sus juegos a causa de su aislamiento, porque no querian ser vistos. Su juego imitaba la guerra entre 66 los Blancos y os Golorados, con sus maniobras, sorpresas, escaramuzas, degiie- los y todo. Tuve Mstima, el fin, del joven patriota, poryue se habfa torcido feamente ef robillo y apenas podia caminar, de modo que lo ayadé a leger hasta el lugar donde estaba escondido su caballo; luego, después de haberlo ayudado a montar y de darle el cigarrillo que tuvo el desearo de pedirme, le dije adiés risuena- mente, Después de eso volvi a buscar mi propio caballo muy divertido por todo aquel asunto; pero jay! mi corcel habia desaparecido, Los jévenes bandidos me lo habian’ robado, para vengarse de mi, supongo, por perturbat su juego; ¥ para aliviarme de cualquier duda sobre la cosa, hablan dejado dos pedazos de trapo, uno blanco y atto colorado, colgados de las ramas donde yo habia atado Jas bridas, Vagué por algén tiempo por el monte, y hasta lancé algunos gritos con la insensata esperanza de que los jévenes demonios no fuetan a Hevar las cosas tan lejos como para dejarme sin caballo en aquel luger solitario. Neda pude ver u ofr de ellos, sin embargo, y, como se estaba haciendo tarde, y me estaba sintiendo desesperadamente hambriento y sediento, resolvé ir en busca de algtin lugar habitado, Alsalir del bosque encontré Ja Hanura inmediata cubierta de ganado que pacia tranguilamente, Cualquier intento de pasar a través de Ja majada hubiera sido una muerte casi segura, porque esas bestias casi totalmente salvajes siempre se vengen de su amo el hombre cuando lo encuentran desmontado y a campo raso, Como venian subiendo desde el rio, ¢ iban fentamente orillando el monte, resolvi esperar que pasaran antes de dejar los arboles que me ocultaban. Me senté y twaté de tener paciencia, pero los brutos no tenian ningiin aputo ¢ iban bor- deando el bosque a paso de tortuga. Eran cerca de las seis de [a tarde cuando los uiltimos cezagados se alejaron, y entonces me aventuré a salir de mi escondrijo, hambriento como un lobo y con miedo de que sobreviniera la noche sin que yo hubiera encontrado ninguna vivienda humana. Me habia alejado unas diez cuadras de los érboles e iba caminando répidamente en dircccién al valle del Yi, cuando, habiendo pasado una Joma, me encontré de pronto a la vista de un toro que descansaba sobre cl pasto mientras rumiaba tranquilamente. Por des- gtacia, Iz bestia me vio al mismo tiempo ¢ inmediatamente se levanté. Tenia, creo, nos tres © cuatro afios, y un toro de esa edad es avin més peligraso que uno més viejo; porque es tan feroz como el otro pero, por lejos, mucho més gil. No habia cerca refugio de ninguna clase, y yo sabia muy bien que tratar de escapar corriendo sdlo hubicra aumentado el peligro que corria, de modo que, después de miratlo unos instantes, adopré una actitud natural e indiferente y segut caminando; pero él no iba a dejarse engafiar de esa manera, y comenzé a seguirme. Entonces, por primera vez —y devotamente espero que pot tiltima— en mi vida, me vi obligado a recutrir al sistema de los gauchos y, echdndome boca abajo en la tierra, me quede alli tirado haciéndome el muerto. Es un ex- pediente menguado y peligzoso pero, en las citcanstancias en que me encon- traba, era el tinico que me ofrecia una posibilidad de escapar a una muerte te- rtible. Al cabo de unos instantes senti sus pesadas pisadas; luego sent que 67 me olfateaba por todos lados. Después de eso tratd inttilmente de darme vuelta boca arriba, pata examinar mi cara, supongo. Era horrible soportar las corna- das que me daba y seguir yaciendo inmévil, pero después de un rato se fue que- dando mds quieto y se contents con vigilarme, simplemente, oligndome de vez en cuando la cabera, y déndose vuelta luego para olfateatme los pies, Pro- bablemente su teorfa, si tenia alguna, era que yo me habia desmayado al verlo y que pronto me recobraria, pero no estaba muy seguro acerca de en cudl extremo de mi persona se manifestarfa primero mi retorno a Ja vida, Mds o menos cada cinco minutos parecfa impacientarse, y entonces me pateaba con su pesada pezufia, lanzando un mugido bajo y ronco y salpicdrdome con la espuma de su boca; peto como no mostrara intenciones de irse, resolvi al final intentar un experimento sumamente temerario, porque mi situacién se estaba volviendo in- soportable. Esperé hasta que la cabeza del bruto se volvié hacia otro lado y, entonces, fui bajando mi mano con grandes precaucioncs hasta mi revélver; pero antes de qve lo hubiera desenfimdado por completo, é nots el movimients y gité répidamente sobre sus patas, golpedndome las pictnas al hacerlo. Jus mente cuando acercaba su cabeza a Ja mia, descargué el arma en su hocico, y Ja siibita cxplosién io espanté de tal manera que volvid grupas y salié volando, sin aminorar en ningtin momento su pesado galope hasta que se petdid de vist: Fue una glotiosa victoria; y, aunque al principio apenas pude ponerme de pic -—tan entumecido y machucado sentfa todo mi cuetpo—, me ref alegremente, y hasta disparé otra bala que silbs tras el monstruo en tetirada, y acompaié aquella descarga con un salvaje grito de triunfo. Después de eso segui mi camino sin més interrupciones, y, si no fubiera estado tan vorazmente hambtiento y tan dolorido cn los lugares en donde el toro me habia pisoteado o donde me habfa hincado sus cucrnos, Ja caminata hubiera sido muy disfrutable, porque ahora me iba aproximando al Yi. El suelo se volvia hiimedo y verde, y abundaben las flores, muchas de ellas nuevas para if y tan encantadoras y fragantes que, admirdndolas, casi olvidé mis dolores. El sol se puso sin que aparecicra ninguna casa a la vista. Hacia el oeste llameaban en el cielo los brillantes matices del resplandor crepuscular, y de Jos largos pas- tos subja la triste y mondétona vibracién de algtin inseeto nocturne. Bandadas de gaviotes de copete pasaron volando cetca de mi en sti camino hacia el mar, después de haber cbandonado los lugares en que se alimentaron, lanzando sus argos gritos roncos que parectan risas. Qué animedas y felices parecian, vor Jando con sus esiémagos lenos hacia su lugar de descanso, mientras yo, a pic y sin cenar, me arrastraba penosamente como una gaviota que hubieta sido de- jada atrés con un ala quebrada. Entonces, a través de los colores ptirpuras y azafranados del cielo del oeste, aparecié el lucero de la noche, grande y lumi- noso, heraldo de la oscuridad que Iega con pascs rapides; y entonces, cansado, Jastimado, hambriento, frustrado y abatido, me senté a meditar en mi deses- perada situacién. 68 Capitulo XIIE PERROS QUE LADRAN Y REBELDES QUE GRITAN Me senté allf hasta que se puso muy oscuro, y cuanto més rato pasaba més frio y entumecido me iha quedando, pero, con todo, no me sentie en disposicién de dar un paso mds. Al fin, una lechuza de gran tamafo, aleteando cerca de mi cabeza, lanzé un protongado silbido al que siguid un penetrante chasquido, ter- minando con un grita fuerte y repentino que parecia una risa. Su proximidad me sobresalté y, al levantar la vista, vi una luz amarilla y parpadeante que des- tellé un momento a través de la ancha y negra Hanura; en seguida desapareci6. Unas pocas luciérnagas revoloteaban por el pasto, pero yo estaba seguro que el resplandor que acababa de ver procedia de un fuego; y después de tratar en yano de volver a percibirlo desde el lugar en que estaba sentado en e] suelo, me Jevanté y segui caminando, conservando ante mf determinada estrella que bri- Yeba ditectamente sobre el lugar donde aquella pasajera y trémula luz hebia apatecido. Un momen:o después, para mi gran alegtia, la avisté de nuevo en el mismo lugar, y me convene! de que era el resplandor de un fnego que bri- Yaba a través de la puerta abierta o de Ja ventana de algdin rancho o de uns casa de estancia. Con esperanzas y energias renovadas me apresuré, y la luz aumen- taba su brillo a medida que yo progresaba; y, después de media hora de enét- gica caminata, me encontré préximo a alguna forma de vivienda humana Pude distinguir una oscura masa de arboles y de arbustos, una larga casa baja y, mas cerea, un cortal para el ganado hecho de altos postes rectos. Sin embargo, ahora, cuando el refugio parecia tan préximo, me hacia vacilar el miedo de los perros tertibles y salvajes que la mayoria de estos establecimientos para Ta crfa de ga- nado mantienen. A menos que quisiera correr el riesgo de que me belearan, tenia que gritar a viva voz para hacer sabet que me acereaba; y, sin embargo, al grivar ibe a atraer, inevitablemenie, sobre mi a una jauria de perros enormes y furiosos; y los cuernos del toro enojado con que me habia topado eran menos terribles de mirar que las fauces de esos brutos pederosos y temibles, Me senté en el suelo a considerar la situacién, y al poco rato escuché el resonar de cascos que se aproximaban. Inmediatamente despucs tres hombres 2 caballo pasaron junto a mi, pero no me vieron porque estaba agachado detras de unos matorrales achaparrados. Cuando los hombres se acercaron a Ja casa los pertos salieorn cortiendo a atacarlos, y sus ladridos fuertes y feroces, y los gritos atronadores de alguna persona de la casa que los Iamaba, eran més que suficientes para poner nervioso 2 un hombre que andaba a pie. Con todo, esta era mi tinica posibilidad, € incorpordndome, avancé a toda prisa hacia aquellos ruidos, En cuanto pasé al cortal los brutes notaron mi presencia, e instanténeamente volvieron su atencién hacia mf. Grité desesperadamente “Ave Maria”, y luego, revélver en iano, me detuve esperando el ataque; pero cuando estuvieron lo bastante cerca como para ver que ta jaurfa estaba compuesta por ocho o diez enormes brutos amarillos del tipo de los mastines, el coraje me falt6, y volé hacia el corral, 69 donde, con una agilidad sorprendente que sobrepasaba la de un gato montés Han grande era mi terror—, me trepé a un posie, poniéndome asf fuera de su aleance. Con fos petros ladrando furiosamente abajo, renové mis gritos de “Ave Maria” —lo que se debe hacer cuando uno se acerca a una casa en estas piadosas latitudes—, Pasado un Tapso los hombres se acercaron —cuatro de ellos— y me preguntaron quién era y qué hacta allé, Les informé acerca de mi y les pregunté después sino correrfa peligro si bajaba del poste, El duefio de casa acepté la sugetencie y alejé a sus fieles protectores, después de lo cual des- cendi de mi incdmoda percha, Era un gaucho alto, de buena figura pero de aspecto bastante feroz, con inci sivos ojos negroes, y una cspesa barba negra. Patecla sospechar de mi —cosa muy poco habitual en la casa de un paisano—, y me hizo numetosas preguntas indagatorias; finalmente, aunque todavia con cictta tenuencia en su actitud, me invitd a pesae a Ja cocina. Allf encontré un gran fuego llameando alegremente en el fogén de barro levantado en el centro de la espaciosa habitacién, junto al cual estaban sentadas una vieja de cabellos canosos, y una dama de mediana edad, de piel cetsina y vestida de rojo —que era la mujer de mi anfitrién—, una joven pélida y bonita de unos dieciséis afios, y una nifia, Una vez que me senté ini anfitrién comenzé de nuevo a interrogarme; pero pidid disculpas por hacer- lo, diciendo que mi Iegada a pie parccfa una cosa en extremo extraordinaria, Le conté cémo habia perdido el caballo, la silla y el poncho en el monte, y luego conté mi encuentro con el toro. Ellos escucharon todo eso con rostros graves, Pero estoy seguro que para ellos ef relato era tan divertido como asistiz a una comedia, Don Sinforiano Alday, el duefio del lugar y mi interrogador, me hizo entonces quitar la chaqueta para mostratles las magulladaras que las pezu- fias del toro me hab‘aa infligido en los brazos y cn los hombtos. Atin después de mostrdrselas segufa ansioso por saber mas de mi, y, para satisfacerlo, le hice un breve resumen de algunas de mis aventuras en la regién, comenzando por mi arresto con Marcos Marcé, y cémo este plausible caballero se escapé de la casa del megistrado, Esto los hizo reir a todos, y los tres hombres que yo habia visto llegar, y que parecian ser visitantes casules, comenzaron a tratarme muy amistosamente, pasindome frecuentemente la botella de cafia de la que estaban provistos. Luego de tomar mate y caita durante una media hora, nos sentamos a catar una abundante cena compuesta de esado y de carne hervida de vaca y de cordero, con grandes tazones de caldo bien sazonado para ayudar a hajar ia carne, Pot mi parte, consum{ una asombrosa cantidad de carne; tanta, de hecho, como cualquier otto de los gauchos que estaban alif; y comer tanto como uno de esos hombres es una hazafia de la que bien puede jactarse un inglés. Terminada la cena, encendf un cigartillo y me recosté contra la pared distrutando de un conjunto de deliciosas sensaciones a la vez: calor, descanso, hambre satisfecha, y la suril fragancia de ese amigo y confottador, el divino tabaco, Mientras tanto, al otro lado de Ia habitacién, mi anfitrién estaba hablando a los otros hombres en voz baja. Las miradas que de vez en cuando lanzaban en mi direccién pare- 70 clan mostrar que atin abrigaban algunas sospechas a mi respecto, o que tenian que hablar de algunos graves asuntos que no debian ser escuchades por un extrafio. Al fin, Alday se levanté y se dizigié a mi: —Sefior, si estd listo para irse a dormir lo voy a llevar a otro cuarto, donde encontraré algunas mantas y pon- chos para hacerse una cama con ellos. —Si mi presencia aqui no es inconveniente, —respondi—, preferirfa que- dame y fumar junto al fuego. —Vea, sefior, —dijo—, yo combing un encuentro agui con algunos amigos y vecinos, que Ilegarén para discutir algunos esuntos de importancia. Estoy es- perando su Tegada, y la presencia de un extraio dificilmente nos permitiria hablar con libertad de nuestros asuntos. —Puesto que usted as{ lo desea, iré a cualquier parte de fa casa que usted, considere conveniente, —repliqué. ‘Me levanté, no de muy buena gana, debo confesarlo, de mi confortable asien- to funto al fuego, para seguitle fuera, cuando el resonar de fos cascos de caballos al galope Ilegé hasta nuestros cidos. —Sigame por aqui... pronto, —exclamé mi impaciente gula—s pero justs- mente cuando Hegdbamos a la puerta, alrededor de una docena de hombres a caballo se agolparon junto a nosotros y prorrumpicron en une verdadera tem- pestad de gritos, Instanténeamente, todos Jos que estaban en la cocina se pusieron de pie de un salto {lenos de excitacién y lanzaron fuertes exclamacio- nes. Entonces partié de los hombres a caballo otro atronadot estallido cuando todos ellos gritaron a una: ‘jViva el General Santa Coloma... Vi. ..val” Los ottos tres hombres se precipitaron entances fuera de la cocina y con voces agitadas comenzaron a preguntar si algo nuevo habia sucedido. Mientras tanto, me hablan dejado de pie junto a la puerta, solo. Las mujeres parecfan casi tan excitadas como los hombres, excepto la muchacha, que me habja mirado con timida compasin en sus grandes ojos oscuros cuando me habia levantado de mi asiento junto al fuego. Aprovechando Ie conmocidn general, pagué ahora aquella amable mirada con otra de admiracién, Era una muchacha tranquila, timida, con su pdlide rostro coronado por una profusién de cabellos negros; y mientras estaba alli de pie, aparentemente despreacupada de ta batahola que venfa del exterior, lucia extrafiamente bonita, con su vestido de algodén, de hechara casera, de material escaso y flexible, tan estrechamente ajustado a sus caderas que mostraba sus formas griciles y livianas bajo su mejor aspecto. Pronto, viendo que la mitaba, se acered y, tocando mi brazo al pasar, me dijo en su susurro que volviera a mi asiento junto al fuego, Le obedeci contento, porque e esa altura mi curiosidad estzba totalmente alerta, y desedba conocer el significado de aquel, clamoreo que habia avvojado a esos flematicas gauchos a un estado de exaltacién tan frenético, Daban mas bien Ja impresién de un le- yantamiento politico —pero nunca habia ofde hablar del general Senta Coloma, y me parecia cutioso que un nombre tan paco conocide fuera a ser 'a consigna de un grupo de revolucionatios. W Pocos minutos después todos los hombres habian afluido de nuevo hacia la cocina. Entonces el duefio de casa, Alday, con el rostro encendido por fa emocién, se fanzé al centro del grupo. —Muchachos, jestén locos! —grité—. ¢No ven que aqui hay un extrafio? Qué significado tiene este griter‘o si no ha sucedido nada nuevo? Un rugido de risas de los recién Iegados tespondié a este arranque, seguido pot Ia explosién de otro clamoreo de “;Viva Santa Coloma!” Alday se puso farioso, —jHablen, locos! —grité—; diganme, en nombre de Dios, qué ha pasado, ¢o quieren acruinar todo con esta imprudencia? Oye, Alday, —replieé uno de los hombres—, y entérate de lo poco que debemos temer la presencia de un extrafin: Santa Coloma, la esperanza del Uruguay, el salvador de este pats, ef que pronto nos va a liberar del poder de Jos Colorados —asesinos y piratas—, iSanta Coloma ha llegado! jEsté aqui entre nosotros; ha tomado El Molino del Yi, y ha levantado ef estandarte de la revuelta contra el infame gobierro de Monievideo! iViva Santa Colema! Alday arrojé su sombrero y, cayendo de todillas, permanecid algunos momen- tos entregado a una silenciosa plegaria, con las manos unidas ante si. Todos los demés se arrancaron los sombreros y pecmanecieron en silencio, agrupados alse. dedor de Alday, Este, luego, se puso de pie, y todos juntos se unieron en un viva, que sobrepasd por Iejos en su fuerza ensordecedora todos sus previos logros. Mi anfitrién parecia ahora estar fuera de si, tal era su exaltacién. —iCémo, —exclamd—, mi general ha Mepado! eMe estén diciendo que Santa Coloma ha Ilegado? Ab, amigos, iDios al fin se ha acordado de nuestro sufriente pais! Se ha cansado de mirar la injusticia de tos hombres, las persecu- ciones, el derramamiento de sangre, las crueldades que casi nos han enloquecido. iNo puedo creerlo! Déjenme ir donde mi general, para que estos ojos que tanto han aguaitedo su Llegada puedan verlo y alegrarse mirindolo, No puedo espe: tar a que amanezca; tengo que it esta misma noche hesta E! Molino pare poder verlo y tocarlo con mis manos, y saber que no estoy sofiando. Sus palabras fueron recibidas con una salva de aplausos, y todos los demés hombres anunciaron de inmediato su intencién de acompafarlo hasta El Molino, un pequefio pueblo sobre el Yt, a pocas leguas de distancia. Algunos de los hombres salieron entonces a enixzar caballos frescos, mientras Alday se ocupaba de sacar de su escondite en alin otto lugar de la casa un acopio de espadones y carbines. Los hombtes, conversando animadamente se ocupaban de limpiar y afilar Jas armas mohosas, mientras que las mujeres cocian una nueva provisién de carne para Jos recién llegados; y en el interin se me permitié permanecer fumando apaciblemente junto al fuego, sin que nadie me tomara en cuenta, 72 Capitulo XIV DONCELLAS DE LA IMAGINACION: DONCELLAS DEL YI La joven que ke mencionaco, cuyo nombre era Ménica, y la nifia, Hamada Anita, fueron las Ginicas personas, aparte de mi, a quienes no arrastré el entusiasmo guerrero del momento. Ménica, silenciosa, pélida, mas bien epdtica, estaba ocu- pada cebando mate a fos numerosos hugspedes; mientras que la nifia, enando al griterfo y la exatlacién culminaron, parecia estat tremendamente atemorizada, y se aferraba a la mujer de Alday temblando y Iorando de un mode que daba Jistima. Nadie se £136 en la pobrecita que, al fin, se escabullé hasta un rincda para esconderse detrds de un montén de lefia. Su escondrijo estaba préximo a mi asiento y, después de rogerle varias veces, le induje a que lo abandonara y viniera conmigo. Era una pobrecita muy infeliz, con una carita blanca y delgada, y unos ojos patéticos, etandes y oscuros. Su mezquino vestidite de algodéa sdlo le llegaba 2 las rodilias, y sus piernecitas y sus pies estaban desnudos. Te- nfa unos siete u ocho afios; era huérfana, y la mujer de Alday, no teniendo hijos propios, estaba cridndola o, més bien, le permitfa vivir bajo su techo. La atraje hacia mf y traté de calmar sus temores y de hecerla hablar. Poco a poco, cobré confianza y comenzé a contestar a mis preguntas; entonces me enteré de que, pese a ser tan nifia, era una pastorcita, y que pasaba la mayor parte de cada dia siguiendo los desplazamientos de la manada de ovejas montaca en su petiso.? E} petiso y la joven Ménica, con quien tenfa algtin parentesco —~prima, la lamaba Ja nifio—, eran los dos seres pot los que parecta sentir més afecto. ——Y cuando te resbalas, ¢cémo te montas de nuevo? —le pregunté. “EI petisito es manso, y nunca me caigo, —dijo—. A veces bajo, y después me trepo de nuevo. —

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