Cuentan en mi pago que allá abajo, en el tajamar grande que
corta la cañada, vivía un grupo numeroso de taruchas, en un ambiente más o menos cercano a la armonía, lo cual se deduce al menos de que no se comían entre ellas. Cazaban para vivir, pero a la vez vivían dejando cazar -y por ende vivir- a las más débiles, o a las menos aptas.
Los ejemplares jóvenes habían aprendido esta regla desde
chicos, así como también otras enseñanzas que les transmitieran sus mayores, dirigidas todas ellas a la consecución del beneficio de todas y cada una de las taruchas del lugar. Bueno, eso es lo que decían los viejos taruchones, con sus dientes mochos de tanto quebrar señuelos, aunque muchas veces no estuviera del todo claro para las adolescentes en qué consistiría el tan mentado bienestar.
-En efecto -pensaba un grupo de taruchitas audaces-, ¿Qué
ventaja sacaremos de no cazar más de lo necesario?; ¿qué nos importa la camaradería o la generosidad?, ¿de qué nos servirá no usar toda nuestra fuerza y destreza en nuestro exclusivo provecho?; ¿porqué hemos de tener consideración para con las demás?-. Estas preguntas y una parva de interrogantes más rondaban sus cabezas, a medida que experimentaban como su poder aumentaba al robustecerse sus cuerpos y se hacían más diestras cada día en el arte de la supervivencia.
Con todo, a pesar de estas suspicacias primaba el respeto por la
tradición taruchesca y a regañadientes –hay que ver lo que esta palabra significa para los dientudos peces- se contenían las descontentas, aparentando tener las virtudes esenciales que eran la norma del tajamar, sin las cuales no habría sido posible una vida digna y tranquila para todos. Así, asentían en las reuniones del consejo de ancianos, aparentando humildad, espíritu de servicio y sumisión, para luego retirarse cuchicheando entre sí sobre el anquilosamiento y miopía de los viejos.
Entonces sobrevinieron cierto año un invierno y una primavera
copiosos en lluvias, que hicieron de la cañada un arroyo torrentoso. Se ensancharon los límites de la laguna y el agua desbordó por ambos extremos del terraplén, abriendo a sus habitantes nuevos caminos hacia lo desconocido.
Volvieron a rehundirse las viejas historias de inundaciones
anteriores, de taruchones muertos ya que habían emigrado hacia el nuevo mundo y vueltos años después a su casa, en otras crecientes, con increíbles relatos de lagunas infinitamente extensas y ríos caudalosos repletos de remansos paradisíacos, en los cuales el alimento solo constituía un problema en cuanto había que cuidarse del empacho y sus efectos.
Sin pensarlo dos veces, varios de estos jóvenes peces, hechos
para la quietud de las aguas calmas, se zambulleron en la correntada sin siquiera despedirse de sus familias y amigos, ávidos de novedades y de la promesa de un mundo donde pasarla a sus anchas, sin las restricciones ni los ajustes que imperaban en su habitat natural. Detrás de ellos se fueron otros varios, ni tan jóvenes ni tan fuertes, pero tras la misma ambición, empañada con alguna que otra duda, quizás, pero marcharon igual.
Solo quedaron en el tajamar las taruchas de más edad, las
débiles y enfermas, y algunos pocos ejemplares jóvenes que prefirieron confiar en la palabra de sus mayores, no tanto por la edad de éstos sino por la sabiduría intrínseca que avizoraban en sus dichos. La lluvia pasó, volvió la normalidad al estanque y siguieron algunos años de paz en los cuales los jóvenes se hicieron adultos completamente formados, cada vez más sabios y solidarios con su pueblo. La comida no abundaba, pero tampoco era escasa, y alcanzaba para todos.
Más un día vino otra vez la lluvia, nuevamente las aguas
conectaron el pequeño mundo de las taruchas con el resto del inconmensurable mundo acuático, y con ello retornaron las emigrantes al redil.
Se armó gran banquete para celebrar el reencuentro de los
padres con sus hijos, de hermanos y de amigos. El taruchón alcalde del tajamar mandó a los “troperos” a que arriaran un cardumen de mojarras traídas por la inundación, tal como era la costumbre en materia de festejos del lugar, degustando los comensales una mojarrita que otra cazada al voleo entre charla y charla.
Lo primero que llamó la atención de los visitantes fue que no
cesaban nunca de cantar loas de sí mismos, jactándose permanentemente de su autosuficiencia y contando a quiénes quisieran o no oírlos cuan fructífero había sido su aprendizaje fuera del tajamar, adornando su relato con las grandes hazañas realizadas y los duros esfuerzos que habían debido hacer para ser lo que hoy eran: Las taruchas más aptas, mejor preparadas y eficientes que pudieran nadar bajo la faz de las aguas.
Más grande todavía fue la sorpresa de los peces locales, al ver
que los recién llegados se lanzaban a una matanza indiscriminada de mojarritas, sin detenerse a comerlas en ningún momento. La velocidad y la destreza letal que mostraban hicieron ruborizar a los más renombrados cazadores de la laguna, que no cabían en sí de la mezcla de sorpresa, admiración e indignación que les ocasionó el sangriento espectáculo.
Una vez que los asesinos hubieron aniquilado hasta la última de
las mojarras, fueron juntando sus cadáveres contra un claro entre los juncos, en una de esas entradas que dejan las nutrias a su paso, hasta que se arracimó allí una masa informe de alimento. Hecho lo cual, pusieron de centinelas junto al reservorio a los especímenes más grandes de entre ellos, y salieron a anunciar a los atónitos habitantes de siempre que las mojarras estaban a la venta, a dos pesos cada una, por el momento, y siempre y cuando el precio se mantuviera estable en la bolsa de mojarras de Big Lake, cuya sucursal se fundaría en breve en el tajamar.
-Ya la veía venir –dijo un tarucho viejo desdentado-, estos
mocosos fueron a la “Facultad del Remanso”, se recibieron e hicieron el “embiei” en la “Universidad de Golden River”. Lo sé porque me lo contó el viejo Tarasca, que hace años también se fue y volvió con extraños cuentos de este tipo de cosas. Me acuerdo que en aquel entonces nos burlamos de él-.
- Esto termina mal – Le contestó su mujer mientras paseaba su
vista infructuosamente por el verde líquido, en busca de algún renacuajo con el cual acallar sus tripas.
Y efectivamente, la cosa no acabó muy bien que digamos. Las
tarariras más lentas comenzaron a morir de hambre, a la par que el alimento sobrante de las comerciantes se pudría y era devorado por los pájaros laguneros.
Uno de los que ejercía el monopolio de la venta de mojarras
quiso subsanar la atroz injusticia cometida por él y sus secuaces, distribuyendo el sobrante al resto, lográndolo con éxito por algunos pocos días, hasta que se acabaron las reservas y la hambruna retornó con renovados bríos.
Para cuando llegó el pescador todo estaba dispuesto. Tendió el
espinel a lo ancho del espejo de agua, prendiéndose a sus múltiples anzuelos la totalidad de los famélicos peces que aun quedaban vivos.