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la frontera conjurada (II)

(del insuficiente oficio de intentarse)

vibrancias
(villancicos por un hombre bueno)

henry 1
wilford
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la frontera conjurada (II)
(del insuficiente oficio de intentarse)

vibrancias
(villancicos por un hombre bueno)

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Nota aclaratoria:

Henry Wilford no es un poeta: es un tipo que escribe


poemas. Ríe, fuma, caga a diario, a veces come y hace
compromisos. Así que, en vez de hablar bien, por favor
cómprenle las mierdas que escribe.

Como todo tipo decente es esquizofrénico: su hombre


bueno da su muerte para inventar un pan que no puede
comer a solas; su hombre malo escribe villancicos para
celebrar el nacimiento de un hombre bueno: oscila
entre los dos, vibra y vive.

Estas son sus s-obras, los residuos que cáen de su vida


plural, que con cada muerte se empobrece. Por eso me
encomienda que les ruegue defender su derecho a ser
felices, que él les debe.
El Autor

4
I
El poema es terrible, señoras.
Fue inventado el día anterior a la creación,
cuando Dios tenía miedo de estar solo.

Por eso, las pobres gentes se duermen


o se embriagan después del noticiero,
cuando apagan sus muñecas inflables,
cuando no son correspondidas.

El poema es una suerte de morcilla


— vertebrados y eruditos —,
sangre cocida con especias,
placentas que nutren
la incertidumbre del principio
y la eternidad del silencio.

El poema hiere y mata todo,


acaba con la esperanza,
cae rotundo en las certezas,
amarga el pan.

No léas poemas, niña,


no muerdas de su fruto,
huye de sus trampas,
llénate de ruidos,
escóndete en los áticos del tedio y del placer,
no, no dejes que te alcance el poema,
que te haga desear ser feliz,
antes de saber que existen dueños
antes de que escuches su reclamo.

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II
Epitelialmente oportuno,
objeto casto, jorobado orgasmogénico,
requerido para cumplir obligaciones y tareas,
ha ido perdiendo los gestos de sus amos
y ellos han dejado de inventarse
a su imagen y semejanza.

En esta encrucijada donde el norte depende del dueño


de la brújula,
se cruzan las rutas de tantas caravanas,
que llevan de norte a norte el clavo y la canela,
y de sur a sur pieles de tigre,
sal para aliviar el pan ácimo,
músicos y saltimbanquis y profetas
que anuncian buenas nuevas.

Esperando, o comerciando bajo una tienda,


no recuerdan donde fueron presentados,
y abriendo sus ligeros envoltorios
comparten lo frugal, el agua
y los propósitos del clima.
Se aman sin desnudarse,
se extienden la sonrisa mutuamente
que es cómo, en su religión sin tacto
se convierten en flores y en abejas.

Luego, en las altas horas,


cuando sólo quedan los tristes en las calles,
se retiran a sus aposentos solitarios
a recordarse,
a llevarse entre las provisiones necesarias.
6
III
El primero que cayó
no supo que fue el primero.

Y cargamos rutas enteras de cadáveres,


compañeros de juego sin sus piernas,
Rosalío de pálido bigote y ojos tristísimos,
Francisco Cálix con su mano morena colgada
de la hamaca,
Misael y Arnulfo del mismo vientre,
rodando gemelos hacia el foso que mis ojos cavan.
Manopla y Caturra mirando sus orificios
con asombro,
y Juan Pablo “El Bicho”, recostado en su fusil lodoso,
sus ojos secos, sus córneas arrugadas,
los dedos derechos en la culata,
y esa pequeña rosa que firmó su frente escogida.
Amparo y los otros, con las iras sudorosas
y las cananas, cavando tumbas.
Dos granadas por hombre,
trescientos tiros
e incluso el honor oscuro de la cinta;
al lado, ametralladoras,
a la espalda de cada cabeza de columna,
un lanzacohetes;
camisas verdes, camufladas, chocolate,
distintas modas de mugre, tallas diversas
y barbas y callos,
ojos pequeños y miedos
con sus risas montando a los camiones,
sacando las bocas fieras por las tablas.
Allí, yo con mortajas, manos, unguentos
y esos muertos pobres e inconclusos.
7
IV
La Gloria, que no gozó su carne, ni la paz,
lloró al saber que fuí escogido
para hacer la tarea árdua y necesaria.
Lloró también por él, por ser débil
y por los otros,
porque no había ya retorno.

Ella, que me abrazó y me cobijó


con su muslo cálido
para no tener que decir nó,
también lloró dos veces más,
y otras dos veces,
y siguió llorando ocho veces dos,
y una vez más.

Yo la relevé cuando no pudo


sostener los labios en su sitio,
la sonrisa morena, los anteojos,
las pequeñas tetitas de bibliotecaria,
los poemas copiados en el diario,
las ortografías de sus sueños,
sus vidrios rotos,
sus lágrimas vencidas.

La Gloria, a quien nadie jamás le dijo


que sus manos y su cólera de niña
eran causa suficiente,
que no gozó su carne, ni la paz,
no supo que fui escogido
para llorar por ella,
para sobrevivir las obscuras humedades,
lo inútil,
en su nombre.
8
V
Obras Completas
Camila, que en su nariz romana y en su gesto,
en su no importarle el castigo,
en sus abrazos con gatos,
se me parece,
heredará mi dolor izquierdo,
mis caminos inconclusos, mis tropiezos.

Clara, Edelweiss, la florecita,


que carga los calcios incompletos de mi espalda,
la terquedad y mis resabios de alegría,
tomará mi dolor derecho, entero,
mis ortografías,
y los escapularios del dios insepulto.

Jorge, en cambio, taciturno,


que al pronunciar sus espasmos
hace silencios y miradas tristes,
tendrá todo mi dolor primero,
mi ignorancia,
y los mapas de tesoros que nadie ha enterrado.

9
VI
Alter ego
No se ha inventado algo que fuera nuestro,
algo que pudiéramos vender,
o paredes que manchar sin un castigo.

Cuando jugábamos juntos


a que amabas a alguien que yo también amaba,
las veíamos salir al viento sin nosotros,
o besarnos en las bocas, otros labios.

Cuando tuvimos hijos que yo crecía


mientras tú escribías poemas y canciones,
alguien se encargaba de quitárnoslos,
de vestir su alegría desnuda,
el caramelo que llevamos, entregado sin nombrarnos.

Cuando tuvimos poemas y te leía


y tú rompías las hojas con vergüenza,
yo juntaba los pedazos
para pegarlos en una noche extraña,
me repetías que éramos ajenos,
que estabamos vendidos a dueños distintos
tú, aquí, en este lado del espejo,
yo, mirándote imitarme en tu orilla sin ternura.

Siempre perdimos todo sin tenerlo,


lo que no pudimos cargar en los bolsillos,
la comisura abierta y jadeante,
los ojos que no nos miraban a ninguno,
las certezas de esos que amamos y vimos transcurrir
desde lados opuestos de la muerte.

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VII
Somnolienta, gozada,
con la ternura haciéndola encoger
como un cachorro,
agradeciéndome el labio,
deslizada de mi cuerpo rítmico,
de mi gimnasia lenta y mis espasmos,
de esos calambres del vientre
que sostengo
cuando cierra sus ojos
para olerme felina el cuerpo que no soy,
que nunca he sido.

Y así, sobrándome en mis poros,


me sustraigo para derramar
mis noches extranjeras
cuidando sus puertas,
atisbando por las atalayas
para que lleguen a salvo
sus amantes enterrados.

Una vez abrió los ojos para verme,


abrazó mi noche, guareciéndose,
viéndome desnudo, encendiendo mis luces,
asombrose y extendió la longitud
de sus ausencias.

En sus ojos cerrados


recosté mi silencio insuficiente.
Me vestí entonces, até mis botas.
Adormecida, quedose sola doblemente.

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VIII
En esta silla, soy casi feliz
y fumo poemas.
Visto desde el águila
perpendicular a mi destino,
lejos,
desde donde mis desdichas son efímeras,
mis mendrugos de tiempo,
mis bluyines gastados no se notan,
desde donde no se alcanza a percibir
si calzo culpas o zapatos,
acaso exista como un tropiezo del promedio,
y no se distingue mi silla de feliz
ni el humo de mis palabras.

De ese modo, sin ser siquiera ignorado,


sin saberme, clandestino en esta historia abandonada,
voy poniendo mis visuales y mis lienzas,
armando mis metales, vaciando los morteros,
rellenando,
y al final de la jornada,
lejos de los pobres que abarrotan el día,
que pagan la luz y tienen hijos
me siento en esta silla de ser feliz
y fumo lentamente estos poemas amargos.

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IX
Ojos de pronto giran hacia mí,
pestañas que resbalo hasta la risa
(inventas por un segundo tu alegría y soy feliz,
inmenso, absurdo hasta agotarme)
Y en el muro viejo, largamente,
por siglos derrumbado,
penetra la curiosidad que detenemos.
Raso azul, extensos lienzos por encargo,
cortesanos, bigotes, infantas, enanos.
La silla vacía de tí, en todos los salones,
con todos los pretextos.
Tengo extraños despertares
luego de esta pesadilla recurrente
con Velásquez,
que pinta en mis mañanas,
se come las uñas,
y me sueña desierto, inhabitado, extremo,
surrealista hasta los tuétanos.

13
X
Hoy te he visto:
casto, esdrújulo, impertérrito,
de ánimo morigerado, adusto, doble,
con un manuscrito en ristre
degustando un rasquido, un lapsus uñal.

Ah, ladrón, mi hermano,


simple e impoluto sonador silencioso
de narices, comprensivo.
¿Cómo puedes leer a Kafka restregándote
con el dedo de acusar, un intertrigo?

Sé que soy ruin, entero, y llevo libros,


incomprensor, falaz, sacoencarante,
que muerdo manos,
que extiendo obligaciones,
que mastico tomos desplumados en el baño.

Deduzco por las altas horas de mi angustia


que tengo hijos que se ponen las camisas,
que falto al fútbol,
que hago cuentas...

Por mi condición, verás, no entiendo


¿de qué patadas en el miedo se hace el hombre?,
¿de qué miedos calvos sufre esta especie que fabrica
crucifijos?,
¿qué marca de sombrero debe usar
un ganador de loterías?,

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¿qué pase usted hay que ponerse?,
¿qué vestirse para caer sin explicar sobre un cualquiera?

No sé trabajar sin ser imbécil,


ni puedo, gracias, por nada, a usted,
bien gracias,
ni conozco el lunar de la mujer del prójimo
a menos que sea la mía y no lo sepa.

Así, pues, canijo, enmimismado y torpe,


propietario,
con razón cortical, talámica, hipogástrica,
con el lóbulo oscuro de tanta fluorescencia,
el menos diario,
la escasez, la prisa,
la pequeña estafa absorbida.

He encontrado mi juego barajado:


trabajar si hay tanto vivo,
tanto intelectual, bolillo y guitarrista,
tanto padre de la patria,
medallas que poner, pronombres,
hijos funcionarios y tristísimos,
putas protopoéticas,
seres con defectos ciudadanos,
huelgas de profetas y ministros.

Faltaré de nuevo al fútbol...


¡Déjate de rascar la pata,
con tanta filológica honradez,
en mi presencia!

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XI
“P” de tanta inicial: Pitonisa y Prometeo.
Patético. Chin-chin, la gigantona.

Por la calle, torcida, principal, pobrísima,


y por las hendijas de las tablas,
encima de los alambres oxidados
y de esas plantas que siembran los pobres
delante de sus vergüenzas,
todos los hijos del barrio
la vemos pasar erecta, sabiéndonos estafados,
taratlán, la gigantona.

Es más: la perseguimos.
¡Ya está este muchacho de mierda en la otra cuadra!
Y como hoy ha querido llover y no ha podido,
esa nube nos deja la angustia gris
y sucios de los pies,
de esa lluvia de pobre que es el agua de jabón.

Porque es cierto que somos limpios,


al menos nos bañamos:
desnudos y mojados parece que también fuimos
paridos.

¡Dónde está este cabrón, ahora lo arrastro!


“P” de tanta inicial: Puta y Pobre
como copla de gigantona,
¡tarrataplán!.

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XII
Cómo
rodeándote de mi horma
vas tomando este aspecto inoportuno
y calzándote de mí
pisoteas las calles enemigas...

Cuando esforzando tu ancestro


acechas y corres y regresas al cubil
cansado y sangriento,
a devorar, a desfibrar tendones,
apartar los cuervos,
contornear con la lengua las epífisis,
ganar peso,
a esperar tu predador y tu gusano.

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XIII
Donde quedó
el remanso en que saciamos ambos nuestra sed
a deshoras,
vigilándote para no encontrarnos,
olfateando tus rastros,
reconociendo el brillo de tus ojos
por las noches
y reforzando mi madriguera en la mañana.

Porque
pudiendo cazarte,
surcirte en mi invierno,
exhibirte,
renuncié a mis yunques y mis trampas,
y me expongo con este plumaje de alto riesgo,
atrayendo sobre mí todas las garras.

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XIV
Manas-lu
Para Andrés

Allí, en la pared azul,


crononauta lanzado hacia la cumbre,
goteando la vida
sobre la prolongación de la lluvia
que reune los fosfatos que tomamos
y que devolveremos puntualmente.

Allí, suspendido, arácnido del hilo


tejido para cazar al hombre
que escapa de nosotros
en los días que abrumamos con dentífricos,
poemas y plegarias.

Allí, balanceando nuesto único sexo,


la pequeña balsa de brazos navegables
en que vamos huyendo del reclamo,
de la moneda negada,
del huérfano ajeno.
Allí, sórdidos,
damos la espalda a los absurdos prójimos que somos,
a aquellos que nos eligieron para no odiarnos,
y alzamos la mano
para que un dios antiguo nos recoja.

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XV
Tenía —dicen las crónicas—
unas manos que podían vivir por si mismas,
que abandonaba cansado
para que hicieran de barro los fermentos.

Creciendo, multiplicándose
el lodo que habitamos
deambuló su huella que cubrimos elegidos,
ocultándola a los otros, compadeciéndolos.

Mujer, desnudo para ti


empujo mis columnas
y derribo los templos de dioses ociosos,
porque cargo el conjuro primigenio
que agita las aguas del principio
Tú, elegida para leer el mensaje
puedes aplacar la tormenta
escrita en nuestro barro por manos cansadas.

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XVI
Se han caído los cielos a mi espalda
con sus nubes breves, con sus soles,
todos los cielos de las tardes
que huyeron y auyentaron
lo que tuve, lo que fui, lo que no hice.

Nunca miré atrás,


no tuve tiempo,
por eso no recuerdo los pañuelos
que agitaron por mí quienes me amaron.

Encontré en mi equipaje, granos de arena


que el viento arrojó como una huella
para marcar la ruta del regreso
con las ruinas de mis catedrales derrumbadas.

Nunca miré atrás,


no tuve tiempo,
por eso no recuerdo los rostros húmedos
que ocultaron en sus manos mi partida.
Levanté un ala, un pico, un mensaje herido
y lo ví morir por alcanzarme, innecesario,
levanté su pecho y lo lancé hacia el aire
para ver si volaba de regreso,
pero cayó sangrando, sin milagro.

Nunca miré atrás,


no tuve tiempo,
por eso no recuerdo la advertencia
de quienes extraviaron mis besos y mis manos.

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XVII
Neurosis por saber de la madre de las aguas...

Qué puede importar la verdad


si equivocándome te amo.

Qué valor puede adquirir el horizonte


si en el huerto donde las aves tristes
arrojan sus semillas
germino con tu risa y tú floreces.

De qué belleza se escribe en los tratados


si en mis noches cazadoras
tenso de mi mano tu arco
y cobro mis horas como presas.

Para qué saber al fin, las profecías,


los secretos del tarot, tener certezas,
si en mis manos vacías
sólo tú faltas para tenerlo todo.

Qué puede importar la verdad


si tú no llegas.

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XVIII
Adelgazando la tarde sobre los techos
y las espaldas de los pájaros de agosto,
los he visto salir a reirse de nosotros
cuando van a sus templos, de paseo
en los domingos de esas semanas cortas
que inventaron
sus extraños astrólogos para regir
los nortes, los vientos y los fríos.

Semanas de pájaros,
percibidas a veces como un cosquilleo entre las
alas,
un extremecimiento del cuello,
una sed
o una inexplicable necesidad de volar
bajo la lluvia.

A veces, en días de guardar,


las semanas son estrechas
y no se canta en las mañanas,
y en otras,
se observa sacudir las alas desplumadas de los
pollos
con esa sonrisa de pájaros
en tiempos que vienen a ser
como marzos picoteados e informales.

Tienen también semanas


que no acuden al trabajo,
cierran sus correos

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toman asueto sus ministros
y sus pájaros mecanógrafos.
Suelen ser días sagrados
o fiestas patrias de esos
incomprensibles países de pájaros tan carentes,
sin metales,
sin buenos propósitos.

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XIX
Cuando Hamid nació,
todos a su lado vendían algo,
y era admirable cuanta gente,
bultos, telas y gatos
corrían a su lado sin aplastarlo.

Escuchaba a su madre negociar un precio


y empacar alguna baratija con la izquierda
cuando succionaba la glándula jugosa.
—Ay, ya muerde— fruncía las cejas
y lo acunaba tres segundos.

Aquel olor a orines y albahaca,


a tela, sudor, sal y naftalina,
algún vapor de cloaca refractario
a los humos de incienso y majada de asno.

Cómo aprendió a jugar al fútbol es un misterio


entre apretujadas tiendas
y carteristas,
entre putas leprosas
y traficantes tuertos.

El viejo zapatero con viruelas,


de dientes escasos y amarillos
le contó el primer poema
y esparció en su alma
los suras y las resignaciones.

Un sábado, a la hora de la oración,

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levantó los ojos de repente
y vió que su dios no se reía.

Lleno de miedo se calzó


sus pies de irse lejos
y navegó Simbad con los ladrones,
durmió en las azoteas del conocimiento
y desnuda, Scherezada, le repitió
de nuevo sus mentiras.

Frotó su lámpara de ser feliz


y viendo los rostros tristes y el verdugo
dejó caer sus deseos malherido.
Fue capturado entonces, vulnerado,
descendió ochenta días contados como ratas,
y supo que en infierno
el dolor menos ausente es el grito ajeno,
oscuro, sin memoria posible,
y las paredes desvestidas, atadas a la espalda.

Su genio, buscándolo barrote tras barrote


para devolverle un deseo equivocado
lo cargó desnudo, dormido
por los túneles sobre los cuales
el sultán entrenaba a sus caballos.

Arrojado, con vestidos ajenos,


vió como caían uno a uno
sus amados ladrones — otros niños —
de cierta peste común aquel entonces.

Robó entonces un laúd


y descosió fronteras, calles cazadoras,
manos de vecinos.
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Muchos años después
lo encontré tocando su instrumento
golpeando con sus piernas el pandero
y silbando su mal silbido
que era como ahuyentaba los muertos feroces.

Cantaba con su voz mordida, y yo escuchaba:

“He vivido sin pagar


más vida que cien tejedores,
ausculté profetas mentirosos,
ví llorar guerreros impotentes
desde el ombligo de una cautiva,
y escapé espantado de la fábrica
donde se hacen los hombres buenos:
Yo he bailado en los ladrillos del infierno.

¿Qué más puedo, oh amada,


sino pedirte que no vengas,
a este país lejano en que habito
donde nadie más que yo puede reirse?”

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XX
Si Darwin tiene razón,
lo único cierto son tus piernas, mi treintayocho
y los críos que podríamos tirar
para salvar la especie.
Si no, ni siquiera eso es verdad.

Menos racionalismo:
arreglemos horizontalmente nuestras diferencias.
Después escribiré poemas para explicar el gozo
y tú aprenderas nuevas canciones.

Ahora bien, si no follamos,


escribiré poemas para entender
porqué habiendo tantas piernas macanudas
robo tu risa y te acompaño
a tomar el bus los lunes que no me amas.

Si Darwin tiene razón me extinguiré.


Si no,
de todos modos te llamo mañana por teléfono.

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XXI
Partisanos: un muerto,
una niña muerta,
un muertecito azul,
una madre muerta,
un cura muerto,
otro muertecito descalzo,
un vendedor de chicles muerto,
un zapatero,
un marihuanero-talabartero muerto.

Partisanos: una putita cenicienta


dejó su zapato abandonado en la escalera
y un hilo de sangre;
un promesante muerto,
caperucita roja muerta, la abuela muerta,
el lobo feroz muerto desarmado, todos muertos,
un juez,
un policía de dieciocho años,
una maestra,
un hortelano y otro y otro,
otro niño con su intestinito terroso,
un abogado,
la mujer del abogado,
el hijo de seis años del abogado y la mujer muerta,
muerto igual, muerto de nuevo,
otro niño reiterado,
un hombre bueno,
un hombre malo,
un muerto más y otro.

29
Partisanos: siete muertos de uno en uno,
siete más,
y otro que cayó y quedó sentado,
y otro más,
y un músico muerto sin su guitarra,
un pobre muerto sin sus botas puestas,
una procesión de muertos que se cargan
a sí mismos.

¿Cómo se llamará el lugar


cuyo gentilicio es muerto?
¿Cuál es el animal nacional?
El gusano —responde el niño muerto
a la maestra muerta.
Un culpable muerto
y un vivo culpable se reproduce para reemplazarse.
¿Dónde duerme el que hace los cigarrillos
del vendedor de granadas?.
¿Cuánto reza la maestra de los hijos del accionista?
¿A cuanto vende la hora el que escribe los
clasificados donde se anuncia la barbarie?
Los pequeños cómplices, ¿tenemos un refugio
que nos salve, derecho a saciar el hambre,
un purgatorio para hipócritas?

José León aburrido de nuevo,


se encoge de hombros
y me dice: partí-sanos,
con la uzi en bandolera.
Y otro muerto que ya nadie llora,
José León muerto,

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y luego, en represalia,
un muerto,
una niña muerta,
un muertecito azul.
Abúrrete: otro muerto;
encógete de hombros: una cantina de muertos;
bosteza y cambia el canal: un cantinero muerto,
y muchos muertos, la muerte en pleonasmo,
y otro más, la muerte con buena ortografía
hasta que no duela,
y otro muerto que no lava la lluvia.

¿Quien los reúne?


¿Quién los convoca?
¿Quién pasa lista a esta muerte aún sin quorum?

Un profesor muerto con su silabario,


y un silencio...
muerto también. Y otro, y otro.

31
XXII
Tango
Cuando en medio de esa luz
que el vino prende en tierra extraña
te alcancen calles olvidadas.

Y los rostros se te aclaren


como noches de barrio sumergidas
en los nombres pronunciados con ternura.

Cuando al recoger el verso


derramado en una boca rota
sonrías y lo dejes de propina.

Y los dientes tristes de otros pobres


se abran como cántaros
para que bebas y gastes la avenida.

Dejá caer tu crepúsculo


sin dormir, mordiendo duro,
enhebrando tu animal oscuro.
Tomá tu copa conmigo
escupí tu alma de yuyo,
deshojá tu tempestad, tu arrullo.

Y si caés sin levantar la vista,


si te volvés rodilla
y el cielo está más lejos,
si el gesto esconde un grito viejo:
estallá, rompé la piel como semilla
en tierra dura,
brotá nomas, dolé, abrí la vida.
32
XXIII
Allá: cerro azul, la bruma.
Cuando mi distancia del prójimo sucio
se va extinguiendo,
y distingo claramente su día
y sus oficios,
todo es verde y es de nuevo
y ríe esa pequeña-callosa primavera
que es una flor de ayote.

A lo largo del cerco aprendido


con la cruz y el derecho,
sanpedros morados, tomatitos de monte,
chinas rojas: primaveras pequeñas y parásitas
que incendian el cansancio.

Peino, halando con mis ojos su mano


que guía la azada,
inventando los cursos de la lluvia,
convocando a los nitratos a su fiesta
de frijoles, de flores blancas,
azucenillas de rostros morenos
bañándose en el río,
desnudando las piedras de colores,
lirios y amarantos.

Los pequeños pezones arrojados


a las bocas que lloran ávidas
sus hambres y las nuestras.

El agua que bautiza sus milagros,


sus humedades ruborosas,
33
sus ojos cerrados,
los reclamos del vientre,
las trampas que cáen desde el labio,
que inundan adentro y nos acallan.

Como la madre y la abuela,


repitiendo las aguas, los hervores,
sumergiendo las despedidas,
los hombres marchados a la guerra,
los hijos descendidos y ascendidos,
la conciencia propia de los otros,
la muerte aprendida en los adioses.
Y de nuevo, hacer el fuego,
la tortilla, recoger el huevo,
ahuyentar al zorro,
matar la víbora,
temer al abogado, como al tigre
que se aleja de su cerro.
Cargar carnita, dar la teta,
lavar los culitos y verlos —pollitos—
dar vueltas, sentarse en el piso,
no alejarse.

De pronto, un ancestro cazador despierta


y la madre le cerca el territorio:
aún no maneja sus venablos
y en el bosque, las mandrágoras acechan
a los hombrecitos descalzos,
que juegan sin reirse
y montan corceles secos
herrados para noches frías y extendidas.

34
Y si se ríe —la risa es amarilla, cálida,
hecha para usar sombreros—
bebemos el nectar de tinaja,
dócil y generoso como cola de perro,
antes de reparar la vida por la tarde
o fumar apoyados en la puerta
viendo pasar a los viajeros,
a los comerciantes con sus cuerdas,
al maestro, al recolector de diezmos,
al vendedor de telas, al voceador de apocalipsis,
al vecino,
hormigas sin lugar, cazadores que pagan pasajes,
visitadores de hijas casadas,
pedidores de agua y de favores,
ladrones, transeuntes, diputados.

Y si llueve, se anuncia correteándonos,


en grandes lagrimones,
besos portentosos que nos dejan la noche enlodada
y la hierba como manos de virgen
o de vieja.
Desde aquí, en cerro azul,
amanecido de bruma
y seres descalzos,
perros de ojos lagañosos y narices húmedas,
vacas solidarias, labios abiertos,
uñas con cal y masa,
amigos y sobrevivientes, miro allá,
más adelante, en cerro azul, la bruma,
y otra distancia que mis pasos extinguen.

35
XXIV
Como el molino invoca la mañana,
dando gritos, recordando el parto
que el comal consagra,
abro las crujías del pecho
para que mis ángeles presos pulsen la soledad que
he afinado.

Tomé la horma del miedo


y cayó de mis manos resbalosas.

Toqué la constancia de ser bueno


que extendieran los cobardes que me encubren
y se tiñó del betún con que doy lustre
al alma que me pongo
para llenar el día de disculpas.

Alcé mi precaria presencia de enemigo


y comenzó a llover en mi lugar inútil.

Acaricié al pez, al pan, al vino


que se agotan sin ser multiplicados.
Quisieron acompañarme pescadores
mas yo no sé caminar sobre las aguas.

Judas entonces propuso mi negocio


y yo lo acompañé a cerrar el trato.

Así tendremos
con qué compartir la última cena,
frugal, completa,
mientras otros agrandan los orificios
para que pasen los camellos de los triunfadores.
36
XXV
Retorno
Estas palabras, mujer,
los materiales claros con que quise erigirte
la alegría
ruedan lentos, van cayendo
mientras tomo tu retrato y te contemplo,
para romperte en mí
y desangrarme.

Anclo las naves de tus labios para siempre,


y me alejo para no ver hundirse mi ausencia
innecesaria.

Con esta mano tallo mi cayado


de caminar otros naufragios
sin la tuya, sin la humedad
que hace crecer mi hojas en tus noches.

Nubecita:
con este poema te conjuro
para que llueva en ti el dolor que lava y cura.
Llamo a mis duendes de las calles
que te inundan
para que busques los brazos con deseo:
te alcanzará el mensaje del orígen,
desnuda, mortal, más sola;
el amor te vestirá de azahares,
elevarás tu oración de gozo,
abrirás los pétalos para la celebración
de tu carne.

37
Niña de agua:
con este poema me disuelvo,
reclamo cansado mis misiones
y retorno a mi lugar desconocido.

De tí bañé mis puertas limpias


y recorrí la mortalidad más solitaria.
Detenido en tí, fui bueno;
te dejo ir a tu propio nombre,
intento una mueca de sonrisa,
y cierro el alma.

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