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RAYUELA

Todavía me pregunto cómo lo supe, cómo de di cuenta de que íbamos a


entendernos tan bien, ella y yo. Quizás fue puro flechazo: me gustaron los rulos alrededor
de su cara redonda y blanca, queriendo escaparse todo el tiempo de las hebillitas. La
boca soportaba a duras penas no ser besada, como las frutas que se ponen ansiosas en
los cajones de la verdulería, y contornean sus curvas con lujurias de color cuando una
clienta las examina.
Además, yo estaba cansado ya de mi casa de cartón en el puesto del Parque
Rivadavia, que más que casa parecía una celda (¡yo que había conocido los más
confortables anaqueles de tantas bibliotecas!). Lo peor de todo no era ni el polvo ni el frío,
sino vivir aplastado contra esos libros que no eran como yo... No me querían, me tenían
envidia: se había corrido el rumor de que a mí, los lectores me acariciaban las páginas
muchas veces, yendo y viniendo de un capítulo a otro; en cambio a ellos les palpaban una
página por vez, siempre en el mismo orden, tan previsible (aburridísimo). Al único que
echo de menos es a un tomito algo ajado (aunque no era viejo) que compartía conmigo la
delicia de ser recorrido en todos los sentidos posibles, según el antojo de los ojos ávidos y
los dedos tibios. Se trataba de una selección de poesías persas, favorita de ciertos
enamorados afectos a lo exótico (olía lejanamente a incienso).
Con excepción de ese compañero de caja, que aguardaba pacientemente la
llegada de su futuro dueño entre dos novelones cursis, los demás libros me hacían sentir
su rechazo en silencio, con fingida indiferencia. Bien que les dolía lo que se decía de mí
en la feria: “¡Ah... Rayuela!” No hacía falta más: mi nombre se regocijaba en las bocas
que lo pronunciaban, como un cascabel (a veces se quedaba flotando unos instantes en
el aire, consciente de su propio glamour...)
Recuerdo el momento en que ella me vio, justo después de preguntar por mí al
viejo que nos atendía obsequiosamente, como la dueña de un cabaret a sus chicas llenas
de make-up. A ella, los ojos se le alegraron tanto que mis rivales tuvieron que redoblar su
indiferencia simulada para que no se les notara la envidia. El viejo se dio cuenta del brillo
en los ojos de ella, por eso se apuró a desvestirme del celofán en que yo me asfixiaba
como una blancanieves en su ataúd de cristal. Entonces ocurrió: por primera vez me sentí
apoyado en la palma húmeda de su mano derecha, mientras el pulgar de la izquierda me
peinaba las páginas, me descontracturaba de tanta caja de cartón y tanto celofán. La luz y
el aire se demoraron un poco entre mis renglones, y yo, estremecido hasta el pegamento
de mi lomo, le largué a ella el perfumito a antiguo que reservo para los lectores con los
que me quiero quedar mucho tiempo (es irresistible: lo sé).
Los billetes cambiaron ágilmente de billetera, como saben hacer, y el viejo, que era
muy aficionado al nylon, me envolvió en una bolsita blanca, que por suerte era más
holgada que el celofán. Pero ella me liberó enseguida, me apretó contra su pecho con una
mano como si yo, más que un libro, fuera un oso de peluche. Mientras caminábamos yo
iba mirando el mundo igual que un nene asomado a un balcón. Me di cuenta de que el
bolso sintió alivio, porque iba muy cansado repleto de cosas, y al verme tan gordo tuvo
miedo de tener que hacerme un lugarcito en su vientre de cuero.
Ya llevamos casi un mes juntos, y todavía no conozco el interior de su bolso. En
cambio, le tengo bien estudiados los latidos del corazón cuando sube y baja del colectivo,
o cuando camina. A veces me acuerdo de mis odiosos compañeros de caja en el puesto
del parque, y a decir verdad, me dan un poco de lástima. Ni se imaginan que duermo con
ella, en la mesa de luz, muy cerca de la almohada donde los rulos se retuercen a gusto
inventando laberintos, rutas que se entremezclan, tan parecidas a las que tejió mi padre
en mis entrañas de papel.
Isadora

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