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Picnic en la Luna

Un cuento de Mauricio Restrepo R.


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La idea de verse como un tonto pavo real en un tonto ritual de cortejo era una obsesión
constante. La insípida pensaba, tras haber resistido durante años (con un silencio y una
condescendencia que jamás pudo comprender) las escenas de miles de serenatas vecinas, las
cuales, en su gran mayoría (tríos, mariachis, y uno que otro equipo de sonido), albergaban
nales de un histriónico patetismo lamentable parafernalia de decenas de plumas erguidas
tras de sí, como una turba malechora de ojos inquietos, escrutadores, y que, con esa especie de
anhelo del cual sólo podía brotar aquel penoso sentir en el interlocutor (¾Puedo acaso, madre,
sentir algo más que lástima por ese pobre hombre? Ven, asómate... ¾Ahora entiendes?), ro-
ga-ban por los favores de la hembra... Y aunque un carácter fogoso lo dominaba, el hombre
prefería no dedicar gran parte de su tiempo a lo que llamaba en un despliegue en el que
una inocente contrariedad se manifestaba en sus bruscas facciones: la triste y penosa labor
de la coquetería, labor que, desde entonces, sería reemplazada por el placer solitario y ocioso
de la soledad del baño: el campo de batalla donde aquellas fuerzas podrían ser doblegadas sin
el riesgo de comprometer el orgullo, y en el que el hombre podría, libremente, sucumbir a los
profundos deseos que su mano, la derecha, con un temperamento de leteadora incansable y
devota al contrario de la izquierda, sinvergüenza y amotriz, cuya suma de fuerzas sólo daba
para posarse en el espejo, cigarro en mano, se esforzaba en cumplir, cuando la imaginación
languidecía.

Nada más abrir la puerta para que el hombre, junto con el pequeño cuarto, dejaran escapar
un olor nauseabundo que se derramaría luego por toda la estancia, dándole a ésta un aspecto
que, por cuestiones de brevedad, llamaremos rancio. Puede armarse que ésta es la razón
más probable por la que, de forma paulatina, se ha visto privado de una relación cordial con
muchos de sus vecinos mujeres, en especial, quienes dejaron de visitarlo, así como (para
evitar aquel manto libidinoso que tenía un radio de acción considerable) de frecuentar aquellas
noches en la terraza del edicio, donde innitas rondas de parqués imperaban, como un dogma
bien recibido, entre los propietarios y sus familias.

La pobre sábana era el depositario de todo el sudor de aquellas lujuriosas noches, mientras
el hombre, explayado sobre la cama, miraba jamente hacia el techo y respiraba largo a n
de disminuir la frecuencia de los latidos. Una vez su aspecto regresaba a la palidez habitual, a
la marchita y seca delgadez de sus formas, el sueño llegaba acompañado de una sensación de
alivio por haberse quitado un peso de encima, decía.

???
¾Con que nunca sales de noche? le preguntó aquella mujer de curvas pronunciadas,
muy presta a la conversación, mientras se contorneaba discreta pero felinamente para arreglarse
el vestido, que muy pícaramente jugaba a salirse del cuerpo.

 ½Donde hay carne, hay esta! , pensó el hombre, mientras la recorrió brevemente, aunque
con cierta indiscreción calculada. La mujer le hablaba en un tono puntiagudo, como sus senos,
grandes y ligeramente caídos, que retaban al hombre para ver quién apartaba primero la
mirada, y que lo acusban de culpable de aquellas noches en las que bien tenía sexo o hacía el
amor... solo.

En el parque reinaba la complicidad de la oscuridad y el rezago de una lluvia cálida y


temprana, tanto para las fechorías de los malechores como para las entrepiernas desesperadas,
sin dinero para pagar pieza.

La verdad es que me entretengo bastante, no veo la necesidad...

La mujer quiso comenzar el juego.

¾Y cómo te entretienes? replicó, maliciosa.

Tendrías que verlo... dijo el hombre, como en el inicio de un duelo que sabía difícil: el
adversario disponía de gran cantidad de armas. Dos de ellas seguían mirándolo con agudeza,
y la periferia de sus ojos no apartaba la atención de allí.

Ya quiero imaginármelo... dijo la mujer, sonriendo bajito, como para sí, con la ronca
severidad que daba la certeza de estar dando cada vez más cerca del blanco.

La mano derecha comienza a mostrar espasmos, movimientos involuntarios; el brazo,


aunque ansioso, aun no interviene. Un endiablado estremecimiento embarga al hombre, y
de la trivial conversación con la mujer, es arrojado a una cortina vaporosa donde escenas de
vaivenes frenéticos se proyectan. La mujer podía percibir aquella compulsión de sus adentros,
y buscaba su mirada, extraviada en curvas y poses voluptuosas, para establecer una conexión
más primitiva que agudizara la tensión vital.
La mano sigue halando con fuerza, arrastrando al n el brazo; la mujer, ahora cabizbaja,
espera el avance de aquella arañita de cinco patas, ocultando parte de su rostro con un cabello
frondoso, el cual ostentaba un singular descuido. Sustrayéndose por unos instantes de todo lo
que le circundaba, con una suerte de voluntad, el hombre logra salir de su prisión eufórica y
toma el control de la mano, agarrando con furia el pasto para evitar aquel acto tan despro-
porcionado, en un parque con tanta concurrencia. ½Qué pensaría aquella chica! Sólo un par de
días habían pasado desde que lo conoció, en el banco, de forma un tanto irregular.

Te propongo algo: ¾Por qué no me sacás a pasear un día de estos? O mejor, ¾una noche
de estas? Hay un parque muy cerca de aquí, y quiero, necesito, cambiar un poco la rutina...
me dijiste que te gustaban los parques, ¾no es cierto?
Claro, claro... los parques... Ya verás cuánto me gustan los parques sururró.

Perdón, ¾me decías?, eh... replica el hombre, quien se distrajo por un segundo.
Entonces, ¾qué te parece?

Cuando usted quiera. Ya lo sabe. Que tenga un buen día.

...

El hombre pudo al n desentenderse de los jugosos senos, y su apetito se clavó en aquella


entrepierna que una lycra color morado forraba: dos montículos suculentos que, en su sepa-
ración, eran la víspera del gran valle, pensaba el hombre. El brazo le ganó al puño, ahora
aliado. Avanzaba con una rmeza que la mujer, animosa pero serena, celebró.

¾No te parece que es un sentimiento de ingravidez? susurró el hombre de ojos cerrados,


mientras iba llegando con anhelo, arrastrando su mano por el césped, saltando directo a la
rodilla y subiendo por la pierna hasta la ingle, hasta.

La mujer asintió a su apreciación, y miraba con sigilo alrededor, por si las moscas.

¾No es como hacer un picnic en la luna?...

Cállate, por favor dijo la mujer, en víspera de aquel gran evento, y...

Pasaron unos instantes, y la mujer se mostraba contrariada. No sabía cómo decirle con
prudencia que parara, que dejara de estrujarla.

Al parecer aquellos dos montículos carnosos no eran sucientes para el hombre, que buscaba
con una insistencia febril y molesta.

Parece ser que buscaba otro montículo. Uno solo.

Uno de mayor tamaño.

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