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LA SIDRA QUE MARCHÓ A AMÉRICA.

Javier Tazón Ruescas

El viento azotaba sobre el pequeño muelle de la ciudad de Santi Emeteri. Abarloadas dentro de la
estrecha bocana, las dos naos entrechocaban sus palos, bamboleados por los aires impertinentes y secos que
provenían de la Peña Cabarga. Antonio Gil de la Hermida, veterano tonelero, se caló la gorra redonda que le
tapaba hasta casi los ojos y le protegía las orejas; hacía calor, pero no podía soportar el viento sur.
Amontonadas junto a la muralla del castillo de San Felipe, esperaban su revisión final más de cien barricas que
acababan de ser llenadas con sidra de la tierra. Eran los últimos toques a sus famosas carrales; precisaba
comprobar la reacción de aquel roble nuevo, una vez llenas de líquido. Estaban recién hechas, elaboradas con
madera un tanto fresca por las premuras del viaje. Le pagarían bien.
Mientras las golpeaba suavemente con un martillo, una a una, como si hablase con ellas, no se percató
de que a su espalda un fraile franciscano se había sentado en unos maderos y no perdía detalle de sus
movimientos.
―¿Qué tal se portan sus criaturas? ―preguntó el religioso. Antonio Gil se volvió, molesto.
―Con vino bien, con sidra no estoy tan seguro.
―¿Cree que no aguantarán el viaje? ―tornó a preguntar el franciscano, deseoso de entrar en
conversación.
―La barrica sí, de la sidra no puedo deciros.
―¿Quizás esté aún sin fermentar?
―Vos lo habéis dicho.
―Claro, y eso hincha la madera, ¿verdad?
―Sí.
―¿Pero aguantará el paso de la Mar Océana?
―Dios lo sabe, que no yo.
Una racha de viento levantó los manteos del fraile, como si hubieran sido removidos por la voluntad
del parco tonelero, que mostraba con claridad que no pretendía entrar en conversación. Mas el religioso no se
daba por vencido. Se incorporó y siguió al artesano como para que no se le escapase. Iba a embarcar él también
en las naos que esperaban en el puerto, al igual que el artesano y creía su obligación darles palique a los futuros
miembros del rebaño. Era uno de los cinco religiosos que marcharían con Juan de la Cosa y con Colón hacia
las tierras de más allá del Golfo. Estaba esperando desde hacía cuatro meses en la pequeña ciudad del
Cantábrico, a que se formase la gran expedición que compondría el segundo viaje a aquellas tierras.
―¿Iréis con vuestra mujer e hijos?
―No estoy casado ni tengo descendencia y, aunque lo estuviese…
Calló y miró con desconfianza al religioso.
―¿Qué queréis decir? ¿Qué haríais si estuvieseis casado? ―el fraile sabía bien que no irían mujeres y
pretendía conocer cuál era la disposición de aquel viajero, uno de los más importantes de la expedición, dada su
condición de tonelero.
―Yo sé lo que sé.
El fraile era tozudo y no se daba por vencido. Tornó a sentarse en los maderos y a preguntar para
arrancar al buen artesano alguna información más personal.
―Y decidme, maese ¿Por qué sidra y no vino? Yo soy andaluz, de la Castilla de la Mar y por aquellas
tierras sólo se embarcan barricas de vino o de agua, que mejor sería.
―Por la boca, hermano, por la boca .
El fraile no entendió aquella respuesta. ¿Serviría aquel líquido para calmar mejor la sed? Decían que
apenas tenía alcohol y que era preferible al vino pues su ingesta no producía graves altercados entre la
marinería. Se elaboraba con manzana de la tierra. Santi Emeteri, Santander como decían muchos, estaba
plagada de manzanos.
―No os entiendo. ¿Qué tiene que ver la boca con beber sidra?
―Es para no blasfemar.
―¿Qué decís? ¿Es sidra bendita? ―inquirió, sarcástico, el religioso.
―Se lo voy a explicar hermano ―dijo el tonelero ya harto, volviéndose del todo para encararse con
aquel pelmazo―. Ahora mismo estoy desesperado por vuestra presencia, ¿comprendéis? ¡Estoy harto de vos!
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Me entran ganas de acordarme de los Clavos de Cristo y de la santa matrona que os parió. ¿Veis cómo tiemblo?
¿Contempláis mis manos a punto de golpearos con este martillo?
El frailuco estaba pálido e inmóvil.
―¿Creéis que llegaré a blasfemar? ¿No? ¿Sí?
Se había acercado hasta casi un palmo del rostro del infeliz. Varios transeúntes se arremolinaron para
mejor contemplar la escena, regocijados. Antonio Gil era así, hosco y callado, pero excelente persona y el
mejor de su oficio. Sabían, que era capaz de aguantarlo todo, mas nunca a los pesados. Sostenía que el último
mandamiento de la Ley de Dios era «No molestarás a tu prójimo», pero que a Moisés se le cayó en el Sinaí la
tabla en la que estaba inscrita esta sensata norma divina.
El fraile no sabía cómo escapar de aquella furia.
―¡Pues no! No voy a blasfemar. ¡Mirad!
Se volvió hacia una barrica tumbada, abrió la zapa y escanció sidra en una jarra que a mano estaba para
esa finalidad, pues los porteadores que abastecían las naves precisaban refresco.
Bebió con fruición sin cuidarse del líquido que resbalaba por la comisura de la boca. Al terminar, se
limpió con el dorso del brazo y lanzó un sonoro regüeldo, en dirección al impertinente.
―Ya veis, hermano. Ni he blasfemado ni he echado fuego por la boca. Esta bebida es santa.
Y terminó la broma con una sonora carcajada. Todos le corearon y el religioso escapó atarazanas arriba
como huyendo del diablo.
Aquel forastero charlatán ignoraba la importancia de la sidra en los viajes de los marinos cántabros por
los mares del Norte en busca del bacalao y la ballena. Nunca eran afectados por las llagas que impedían comer
y que, en muchos casos, terminaban con la vida de los marinos.
El tonelero, por su parte, desconocía que aquel fraile pesado y entrometido era el depositario en la
ciudad de los fondos proveídos por Juan Rodríguez de Fonseca, Comisario de la gran flota de diecisiete navíos
y mil doscientos hombres que pronto se concentraría en Cádiz.
No sospechaba Antonio Gil de la Hermida, el mejor tonelero de Santi Emeteri, que su falta de
paciencia le llevaría a jurar y a cargarse con la culpa de mil blasfemias, gracias a las que se granjeó, casi seguro,
un lugar destacado en el infierno. Aquel frailuco que corría atarazanas arriba, iba a retrasar dos años el pago de
unos toneles tan bien terminados.
Eso sí, ni él ni ninguno de los marinos santanderinos sufrirían llagas en la boca.
¡Bendito zumo de manzana fermentado!

APÉNDICE.
Quinientos años después, la sidra es un producto típico de América, aunque muchos lo desconocen.
Estados Unidos es el primer productor mundial, pero también la hay en Méjico, Chile, Brasil, Uruguay y
Argentina. Pasados dos siglos, los ingleses descubrieron que la sidra era uno de los mejores medicamentos
contra el escorbuto. Los nuestros lo sabían desde mucho tiempo atrás.

Javier Tazón Ruescas


Autor de “El cartógrafo de la reina (Memorias de Juan de la Cosa)”
elcartografodelareina.com

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