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GUÍA DE ESTUDIO

CAPÍTULO 5
DE LA TEORÍA A
LA PRÁCTICA
«Amen a sus
enemigos, hagan
bien a quienes
los odian»
Lucas 6: 27, NVI
Hacer vale más
que saber
Es triste pero es cierto:
muchas veces, nos
conformamos con una
experiencia espiritual que se
limita a un conocimiento
teórico («saber» sobre la
Biblia) pero carece de la parte
práctica («hacer» lo que la
Biblia indica).
La propuesta de Jesús es mucho más amplia,
más divina, y más humana también. Jesús fue el
embajador de una vivencia religiosa que tiene
más que ver con «hacer» que con «saber».
Sus preceptos
van más allá de
simplemente
presentar un
conocimiento teórico
de la revelación
divina.
Su método de
instrucción se
centra más en la
práctica que en el
conocimiento
teórico.
Su mensaje es
práctico, sencillo,
útil; sus frases no
precisan
interpretación; más
bien lo que exigen es
que sean practicadas:
ama a tus enemigos;
al que te pida, dale;
haz el bien a todos;
no juzgues; ama a
Dios; ama a tu
prójimo; comparte
lo que tienes con los
pobres (ver Lucas 6:
27-41; 10: 27; 18:
22).
Hacer estas cosas, y no solo
conocerlas (saber teóricamente que
debemos hacerlas) es la mejor manera
de vivir en esta tierra y de
prepararnos para disfrutar del reino
venidero.

En la parábola del Buen Samaritano


disponemos de un excelente
compendio de las enseñanzas del
Maestro de Galilea.
Las preguntas
del maestro de
la ley
Todo comenzó cuando «un maestro de
la Ley», también conocido como
«escriba», intentó poner a prueba la
sabiduría de Jesús. Este maestro de la
Ley acude a Jesús y le pregunta:
«Maestro, ¿haciendo qué cosa
heredaré la vida eterna?» (Lucas 10:
25).
Jesús respondió al hombre con otra pregunta:
«¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees?»
(versículo 26). Como el Señor conocía de
antemano que el intérprete de la Ley ya sabía
la respuesta a la pregunta, lo empujó a que él
mismo respondiera.
El escriba no pudo
contenerse y puso de
manifiesto su
conocimiento asegurando
que todo el que quiere
heredar la vida eterna
nada más tiene que amar a
Dios y a su prójimo (Lucas
10: 27).
El Maestro se limitó a
decirle que pusiera en
práctica lo que ya creía,
dándole este mandato:
«Haz esto y vivirás» (Lucas
10: 28). El escriba
precisaba entender «que
no basta con leer la Ley,
sino que hay que cumplir
lo que dice».
Sin embargo, las cosas no
acabaron en ese punto.
Tratando de llevar todavía
más lejos el debate, y
basándose en su propia
respuesta, el escriba
esgrime otra pregunta.
Dijo a Jesús: “¿Y quién es
mi prójimo?”» (Lucas 10:
29, DHH).
Nuevamente, el Señor rehúsa dar una
respuesta concreta a la pregunta. En esta
ocasión narró la historia del Buen Samaritano
y, al finalizar, le preguntó al escriba: «¿Quién,
pues, de estos tres te parece que fue el
prójimo del que cayó en manos de los
ladrones?» (versículo 36).
Una vez más, el intérprete de la Ley respondió
lo que él mismo había preguntado: «El que
tuvo compasión de él» (versículo 37, DHH). Y
una vez más, el Señor le ordenó: «Pues ve y
haz tú lo mismo» (versículo 37, DHH).
Todo parece indicar que lo que el escriba
necesitaba no era más conocimiento, puesto
que él mismo dio la respuesta acertada a sus
dos inquietudes. Lo que este hombre precisaba
era hacer, es decir, vivir y practicar lo que ya
había aprendido al leer los escritos sagrados.
Los personajes:
¿Cuál soy yo?
Acerquémonos al relato del Buen
Samaritano echando un breve vistazo
a sus personajes protagónicos.
Un hombre. El Evangelio de
Lucas no dice cuál es la
nacionalidad del personaje.
Es alguien indefinido, «un
hombre». No tiene rostro, no
tiene color, no tiene idioma.
«Un hombre», nada más que
eso. Su tragedia es universal. Lo
que le pasó a él le puede
suceder a cualquiera, con
independencia de que sea
hombre o mujer, judío o gentil,
blanco o negro, o de cualquier
otra raza.
Es un ser humano. Alguien
como tú y como yo. Basta su
condición de humano para
que sea merecedor de nuestra
ayuda. Ese alguien podrías
ser tú o podría ser yo. Ese
«hombre» somos todos.
Un sacerdote y un levita.
Tras haber cumplido con los
requerimientos sacerdotales en
el templo de Jerusalén, dos
«varones de Dios» se disponían
a regresar a sus casas, a Jericó,
la ciudad en la que vivían
muchos sacerdotes.
Ambos personajes representan al
sector «más consagrado» de la
religión judía. Pero ambos estaban
tan ocupados en los «negocios de la
religión» que habían perdido de
vista el verdadero sentido de lo que
significa ser servidores de Dios.
Un samaritano. Ante el
fracaso del sacerdote y del
levita, es muy probable que
sus oyentes supusieran que
el próximo en pasar sería
un judío laico; en cambio,
el Señor sacude la mente
de todos con tan solo
mencionar que el próximo
en pasar por allí fue un
«samaritano».
Siendo que los samaritanos
eran considerados
«herejes», los oyentes de la
parábola dan por sentado
que estos «herejes» no
deberían desempeñar un
papel protagónico en un
relato de naturaleza
espiritual.
Cuán grande habrá sido la
sorpresa de ellos al
escuchar que el samaritano
«al verlo, fue movido a
misericordia. Acercándose,
vendó sus heridas
echándoles aceite y vino,
lo puso en su cabalgadura,
lo lleva al mesón y cuidó
de él.
Otro día, al partir, sacó dos
denarios, los dio al mesonero y
le dijo: “Cuídamelo, y todo lo
que gastes de más yo te lo
pagaré cuando regrese”»
(Lucas 10: 33-35).
Al terminar el relato, Jesús hace un cambio rotundo a la
pregunta del maestro de la Ley: «¿Quién, pues, de estos tres te
parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los
ladrones?» (versículo 36). Su endeble conciencia lo aguijonea,
el maestro de la Ley no se atrevió ni siquiera a mencionar la
palabra «samaritano»; tal nombre ni merece ser pronunciado.
Solo atinó a decir: «El que tuvo misericordia» (Lucas 10: 37,
LBLA). Jesús sonríe y le dice: «Ve y haz tú lo mismo».
La naturaleza de la
verdadera religión
El samaritano actuó como un verdadero discípulo de Jesús. Al
tratar al golpeado de la forma en que lo hizo, demostró ser un
embajador de la gracia divina. Como si ya conociera las
enseñanzas de Jesús, el samaritano no emitió un juicio de valor
contra los ladrones, el levita y el sacerdote.
No se detuvo a considerar si el herido merecía la paliza. En lugar
de ello, cumplió al pie de la letra las enseñanzas del Maestro, y
no juzgó a nadie (vers. 37). Con su ejemplo, demostró que él
vivía esta declaración: «Amen a sus enemigos, hagan bien a
quienes los odian» (Lucas 6: 27, NVI). En todo momento, el
samaritano constituye un ejemplo de lo que significa dar sin
esperar nada a cambio.
El samaritano hace algo más: tuvo «misericordia»; «compasión»
(Lucas 10: 33, DHH). Es el mismo vocablo que se usa para indicar
que el padre «fue movido a misericordia» y salió a recibir al hijo
pródigo (Lucas 15: 20)
El samaritano imitó el accionar divino; hizo lo que Dios hubiera
hecho. El samaritano puso en acción la «misericordia» actuando
a favor del herido.
La misericordia estuvo acompañada
de un desprendimiento financiero. El
pago de esos dos denarios serviría
para dar alojamiento al herido por lo
menos durante dos semanas o quizás
un mes completo.
En un mundo repleto de necesidades, no se puede tener
misericordia a la par que se cierra la mano al necesitado; no se
puede pretender que damos ofrendas espirituales a la vez que
retenemos para nosotros los bienes materiales.
Ser un buen samaritano, ser buen creyente, conlleva usar de
nuestros recursos para aliviar el dolor ajeno, que ya no es ajeno
porque también es nuestro.
El apóstol Santiago se refiere
al creyente que dice tener fe,
pero que cuando se encuentra
con personas que no tienen
ropa ni comida «les dice: “Que
les vaya bien; abríguense y
coman todo lo que quieran”,
pero no les da lo que su
cuerpo necesita, ¿de qué les
sirve?» (Santiago 2: 16, DHH).
Usar nuestros
recursos para el
bien de otros no es
algo opcional, es
«parte esencial de
la fe». El buen uso
del dinero sacará a
relucir el lado
compasivo de cada
uno de nosotros.
¿Qué somos nosotros:
levitas, sacerdotes o
buenos samaritanos?
Esta pregunta no se
responde de labios para
afuera. Nuestras
prioridades nos definen;
lo que es valioso para
nuestro corazón es lo
que nos ubica en uno de
estos tres grupos.
La manera en la que administras tus bienes materiales
también constituye una respuesta a la pregunta. Como
iglesia y como individuos hemos de aceptar que no hay nada
más importante que tratar con amor a nuestros semejantes.
Un amor que se manifiesta a través de actos de misericordia.
El
ejemplo
de Cristo
En un sentido muy real Jesús es nuestro buen samaritano.
Cuando todos pasaron de largo, él se detuvo, vendó nuestras
heridas físicas y emocionales, y nos trató con misericordia.
La compasión del buen samaritano fue un reflejo de la
compasión de Cristo.
Jesús vino a esta tierra porque «tuvo compasión»
de nosotros y para enseñarnos a nosotros a «tener
compasión» de nuestro prójimo.
Ahora nos toca a nosotros poner en práctica sus
palabras: «Sean ustedes misericordiosos, así como su
Padre es misericordioso» (Lucas 6: 36, NBLA). Ahora
tenemos que satisfacer, con misericordia y con nuestros
recursos, las necesidades de un mudo herido y castigado
por Satanás.
Ante la prisa que nos impone la vida, podemos seguir
pasando de largo e ignorar al prójimo que está sufriendo
delante de nuestros ojos; o podemos demostrar que
hemos entendido un principio básico en las enseñanzas
del Maestro: No basta con saber teóricamente, hace
falta llevar a la práctica los principios y valores del
evangelio.
Un pensamiento
para meditar y orar
«Si profesamos la verdadera religión de la
Biblia, sentiremos que tenemos con Cristo una
deuda de amor, bondad e interés en favor de
sus hermanos; y no podemos menos que
evidenciar nuestra gratitud por el amor
inmensurable que nos mostró mientras éramos
pecadores indignos de su gracia, teniendo un
profundo interés y un amor desinteresado por
aquellos que son nuestros hermanos y que son
menos afortunados que nosotros» (Testimonios
para la iglesia, t. 3, p. 516).
G R A C I A S

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