ante Dios como sus hijos”. Juan es un hijo renacido, adoptado y transformado por la gracia de Dios, sin embargo está sufriendo como un testigo, en un lugar no muy agradable, en una isla transformada en prisión por el Imperio Romano. En este contexto, Dios le recuerda que él no está solo. Jesús, su Señor, su redentor, el gran objeto de su fe, se le manifiesta en una visión maravillosa (Apoc. 1:10-20). El libro de Filemón, cuenta la experiencia del renacimiento espiritual de Onésimo, a quien Pablo conoció en la prisión. Esta historia expresa de manera maravillosa la esencia del evangelio. Nos recuerda que un día Cristo nos liberó de la esclavitud del pecado, cuando éramos hijos del diablo. La vida cristiana es un proceso rumbo a la madurez espiritual. Este crecimiento es posible mediante la dirección del Espíritu Santo, quien nos enseña como a hijos, la obediencia a sus consejos y preceptos. La Biblia enseña que aquellos que son guiados por el Espíritu, no practican las obras de la carne (Romanos 8:14-16), ya no son “hijos de la ira” (Efe. 2:3), y como hijos renacidos no practican el pecado como forma de vida (1 de Juan 3:9). Ser un hijo de Dios es caminar por la senda trazada por nuestro Maestro aunque no entendamos todos los detalles en esta vida (Rom. 8:28). Jesús tomó la iniciativa, y señaló el camino por medio de una invitación a recibir la adopción de ser sus hijos. En Juan 1:12 no somos hijos de Dios por nuestros propios méritos; la verdad es que no merecemos la adopción. Solo Jesús, la luz del mundo, el verbo hecho carne, es el que hace posible hoy nuestra regeneración.