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I

El mal existe. Sin duda. Puede que no exista el diablo, o que no haya
ningún demonio o espíritu maligno ni tampoco haya infierno alguno en el
que habiten y desde el que vengan a este mundo a jodernos, pero el mal…
sin duda, el mal existe. Y habita en este mundo, en ningún otro. Sí. Sin
ninguna duda. Eso era lo que pensaba el comisario Manuel Pombal al
tiempo que se arrellanaba suavemente en el sillón negro de cuero de su
despacho y contemplaba absorto las volutas de humo del cigarrillo que
acababa de encender. Instintivamente miró la puerta del despacho para
comprobar que estaba cerrada y luego giró la cabeza hacia la ventana para
asegurarse de que estaba abierta. No quería que nadie lo sorprendiese
fumando. Al menos nadie que no fuese el inspector jefe Carreiro o su
secretaria Lola. Tampoco le gustaba que el despacho se impregnase
demasiado con el rancio olor a tabaco, así que quería la ventana abierta.
Dio una calada al cigarrillo y se incorporó pensativo hacia la mesa de
castaño oscuro apoyando en ella los codos y frunciendo los labios hasta que
abrió la boca para exhalar el humo del tabaco. Luego, con la mano
izquierda, se rascó la cabeza haciendo que los dedos se perdieran entre los
rizos negros del pelo. Estaba preocupado y enfadado. Y tenía motivos.
Al comisario Pombal no le gustaban los muertos en general, pero
había dos circunstancias en particular en las que le resultaban
especialmente desagradables. Una era cuando la muerte acaecía por causas
no naturales con la intervención de una mano humana y la otra, cuando
aquella muerte ocurría en lo que las autoridades administrativas le habían
asignado para desarrollar su trabajo y que él consideraba como su territorio,
un territorio que quería libre de cadáveres sobre los que hubiera que llevar
a cabo investigaciones. Ya tenía bastante con los chorizos, drogadictos,
traficantes, estafadores, ladrones, sablistas, timadores, maltratadores y
demás ralea, a parte de periodistas y políticos, para que además le ocupasen
el tiempo y la vida con asesinos. Y aquella mañana había recibido dos
llamadas que le habían amargado el día. Tres fiambres y los tres el mismo
día. En un intervalo de menos de media hora le habían jodido las
estadísticas de todo el semestre. Tres muertos, pensó, y sonrió para sí
mismo, tres, como los policías que tenía de baja laboral. Desde que era
policía, y ya le costaba recordar el tiempo en que aún no lo era, había

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sentido una incapacidad para comprender el asesinato o el homicidio y una
repugnancia hacia quienes los perpetraban. Los años de ejercicio y los
muchos muertos de su carrera habían mitigado en cierto modo la respuesta
a esa repugnancia, pero la sensación era la misma: seguía sin comprender la
conducta del asesino y sintiendo hacia él el mismo rechazo que sentía
cuando no era más que un agente novato y se encontró frente a su primer
cadáver ensangrentado. Sin embargo, aquella mañana lo que ocupaba su
mente era una cosa bien diferente, la carencia de personal en la comisaría
dominaba todo su pensamiento. Tres policías de baja y un cuarto, Fernando
Andrés, a quien no le confiaría ni un billete de cinco euros para que le
comprara tabaco, hacían que tuviese la plantilla de la brigada judicial en
cuadro. Y ahora, tres muertos. Ni más ni menos que tres. Eso era justo lo
que necesitaba. Con lo bien que parecía haber comenzado el día…
Después de una semana ininterrumpida de lluvia al fin había
amanecido una mañana hermosa, soleada y fresca que anunciaba un día
caluroso de abril. El sol le había levantado el ánimo que había arrastrado
penosamente aquellos días últimos de marzo. Había pasado cinco días en la
comisaría sin salir de ella para nada que no fuese comer o dormir, y, a
veces, ni eso, agobiado por el trabajo que le llegaba hasta las cejas y había
interpretado el brillante sol de aquella mañana como un buen augurio. El
saludo de bienvenida que recibió del inspector jefe Carreiro a su llegada a
la comisaría, con una sonrisa que le ocupaba de lado a lado la cara de luna
llena, había corroborado sus pensamientos: seguro que hoy será un buen
día.
-Buenos días, ¿cómo va todo?- había devuelto la sonrisa con el
saludo arrugando un poco el bigote entrecano.
-Sin novedad. Todo está en su sitio, que no es poco.
-¿Alguien de alta?- quería saber antes que nada si se había
reincorporado algún agente a su mermada plantilla.
-De momento, no, pero me han comentado que a Carlos López le
quitaron ayer la escayola. Y es posible que Marcial y Jaime Gil se
incorporen en un par de días.
-Algo es algo. ¿Y Lola?- Preguntó mirando la mesa vacía de la
secretaria.
-Se retrasará un poco. Ha llamado hace un momento. Ha dicho algo
del banco.
-Pues más vale que se dé prisa. Hoy hace un maravilloso día y me
voy a ir a las tres para disfrutarlo, pase lo que pase, así atraquen el Banco
de España o secuestran al alcalde. Necesito dedicar una tarde a no hacer
nada. Nada de nada.
Carreiro le sonrió con condescendencia y en su rostro redondo y
bonachón se dibujo un gesto burlón que decía: me parece que no, que esta
tarde la vuelves a pasar en comisaría.

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Lola, la secretaria, no se retrasó mucho y el despacho de la mañana,
al contrario de lo que había ocurrido durante los de los últimos días, fue
breve, tranquilo y sencillo. La noche no había sido especialmente
complicada en ningún sentido. Tampoco había ningún político cabreado ni
ningún periodista metomentodo a la vista. Parecía que el sol de abril
comenzaba a arreglar las cosas.
-Bien, me tomo un café y empiezo con lo mío- había dicho el
inspector jefe Carreiro a modo de despedida al finalizar el despacho.
Pombal lo miró con cierta suficiencia y lo vio frente a él con la
carpeta bajo el brazo e impaciente por irse a fumar y luego dirigió la
mirada a la ventana.
-Si en vez de ser tan respetuoso con las normas fumaras el cigarrito
en el despacho, te ahorrarías mucho tiempo y muchos paseos. Con la
ventana abierta…
-Prefiero la cafetería- interrumpió Carreiro que ya había oído mil
veces lo mismo.
Pombal iba a hablar, pero en ese instante, en ese preciso instante, la
mañana comenzó a torcerse. Sonó el teléfono.
-Dime, Lola.
La voz aguardentosa de la secretaria sonó por el auricular como un
martillo:
-Ha aparecido una mujer muerta.
El martillazo dio en la cabeza del comisario sin anestesia.
-No me jodas. ¿Dónde ha sido?
-En la zona de la universidad, pero no sé nada más.
-¿Asesinada?
-Eso parece, pero…
-Vale, mantenme informado.
Colgó el auricular. Miró el reloj. Eran las diez de la mañana. Carreiro
lo miraba expectante.
-¿Qué ha pasado?
Pombal se repantigó en el sillón y se llevó las manos a la nuca antes
de contestar:
-Nada, que te quedas sin fumar el cigarrito. Hay un fiambre en el
barrio de la universidad. No preguntes más. Es todo lo que sé, pero no
parece que haya sido un infarto precisamente. Ah, es una mujer.
Carreiro adoptó su pose más profesional.
-Ya me encargo, aunque no sé cómo-dijo y abandonó el despacho
con la carpeta bajo el brazo como si fuese a hacer un montón de fotocopias
en vez de averiguar que era lo que había ocurrido con una mujer que yacía
sobre su propia sangre no muy lejos de allí.
-Mantenme…

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-Informado- dijo el inspector jefe al tiempo que cerraba suavemente
la puerta.
Cuando quedó solo en el despacho, Pombal se incorporó, abrió la
ventana y encendió el segundo cigarrillo del día. Luego dejó que pasara el
tiempo observando el azul del cielo sobre el que se dibujaban las colinas
verdes y aún húmedas que rodeaban la ciudad. Se encontraba cansado y
necesitaba acopio de fuerzas para enfrentarse a todo el trabajo que tenía
pendiente. Un fiambre no era precisamente lo mejor que podía haber
ocurrido aquella mañana. Inspiró profundamente. Bueno, tampoco debía de
quejarse demasiado, la peor parte de todo aquel asunto la llevaba la mujer.
Arrojó el cigarrillo con fuerza y volvió a la mesa de trabajo. Abrió la
primera de las carpetas que tenía ante sí y se concentró en ella. Apenas
había leído dos líneas cuando el teléfono sonó de nuevo. Cerró la carpeta.
-Dime, Lola.
-La mañana se presenta movida. Ha aparecido una pareja muerta en
un piso de la calle Concejo.
-¡Joder!- un largo y reflexivo silencio- ¿Qué sabes?
Lola contestó al instante, estaba esperando la pregunta. Dijo:
-Al parecer los ha encontrado la mujer de la limpieza esta mañana.
Con un tiro en la cabeza cada uno.
-¡Joder!- Repitió Pombal e inspiró profundamente. Era obvio que
aquella tarde no la pasaría ni en casa ni paseando a la orilla del río-. Está
bien. ¿Lo sabe Carreiro?
Ahora Lola dudó un momento antes de contestar.
-La verdad, no lo sé…
-Ha salido ¿no?- interrumpió el comisario.
-Hizo unas cuantas llamadas y dijo que se iba a tomar un café.
-Está bien. Cuando vuelva que pase por mi despacho- dijo Pombal y
colgó el auricular.
Luego moviéndose muy lentamente encendió otro cigarrillo y se
repantigó en el sillón al tiempo que miraba las azuladas volutas de humo y
reflexionaba sobre la maldad del mundo hasta que llegó a la conclusión de
que el mal existía y era algo tan tangible y presente en su vida que casi le
asustaba. Apagó el cigarrillo y para apartar ese pensamiento de la cabeza se
dedicó a planificar las cuestiones prácticas. Tres agentes de baja y tres
muertos enfriándose lentamente esperando que alguien fuese a averiguar
quien los había matado. Repasó mentalmente los mimbres con los que
contaba para hacer aquel cesto temiendo que el cesto dejaría escapar el
agua. Antes de que hubiera llegado a ninguna conclusión, llamaron a la
puerta y ésta se abrió sin esperar respuesta. El rostro redondo y
congestionado del inspector jefe Carreiro, la piel sudorosa y brillante,
avanzó hacia el con ademán interrogativo, se detuvo frente a él, mostró las

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palmas de las manos y abrió los ojos y, jadeando aún, la boca para hacer
una pregunta, pero Pombal le interrumpió:
-Definitivamente vas a tener que dejar el tabaco o va acabar con tu
salud. Antes de que preguntes nada, sé lo que supongo que te ha contado
Lola, hay otros dos fiambres en un piso de la calle Concejo con un tiro en
la cabeza.
Carreiro se dejó caer en un sillón frente a la mesa de Pombal.
-Pues antes de que preguntes tú nada, te diré que el único miembro
de la judicial que hay en la comisaría soy yo- dijo al tiempo que se
aposentaba.
Pombal se llevó la mano izquierda a la cabeza y se la rascó un buen
rato dejando que los dedos se perdiesen entre los negros y aceitosos rizos.
-¿Salvador?- Preguntó- nunca sé lo que hace ese hombre.
-Está con un asunto de tráfico. Ayer hubo una detención interesante.
Lo hemos hablado esta mañana…
-Ah, sí, lo del dueño de la cafetería, ya lo recuerdo ¿Y la nueva?
Carmen…- dudó- Martínez, digo. Tampoco sé qué hace todo el día.
El inspector jefe Carreiro miró al techo intentando recordar.
-Hay días que yo tampoco lo sé, pero creo que hoy está con una
denuncia por maltrato. Sí, eso es- aseveró-. No creo que tarde en llegar.
Pombal inspiró pensativo y se mordió el labio inferior y con él
alguno de los pelos del bigote. Estuvo así largo rato con la mirada perdida.
Cuando comenzó a hablar la parte inferior de bigote estaba húmeda.
-¿Qué has hecho con el primer fiambre?- preguntó al fin.
-De momento he mandado a una pareja. Pensaba que fuese Méndez
en cuanto me informaran de lo que ha pasado en realidad.
-Méndez… ¿Dónde está?
Carreiro hizo una mueca de disgusto.
-Apagado o fuera de cobertura.
-¡Putos móviles…! Sólo funcionan bien en el cine y cuándo yo me
sé. Bien, nos quedan dos soluciones o bien esperamos y mandamos a
Carmen o a Salvador, al primero que venga, a ver que ha pasado con estos
otros dos fiambres o bien…- dejó la frase en el aire
Carreiro sonrió
-O bien voy yo- acabó la frase de Pombal.
-La decisión es tuya.
-Voy, me llevo una pareja, hecho una ojeada y te llamo.
-Cuando salgas dile a Lola que venga
Lola, la secretaria, era pequeña y menuda, tenía cincuenta años, la
cara arrugada como si tuviese cien y el pelo corto, rubio y rizado. Un
instante después de que el inspector jefe Carreiro dejase el despacho se
plantó frente a la mesa del comisario.

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-Dime- el aroma a tabaco negro llegaba hasta Pombal. Sintió ganas
de fumar.
-Coge el teléfono y no lo sueltes hasta que no localices a alguien de
la brigada judicial. A quien sea. Me da igual si es uno de los que está de
baja, si viene, me da igual. Quien sea, pero localízame a alguien.
-En el archivo está Fernando Andrés- afirmó Lola con gesto burlón.
Pombal la miró con cierta cólera en los ojos.
-Coge el teléfono y no lo sueltes hasta que localices a alguien.
-Que no sea Fernando Andrés- dijo la secretaria girando su cuerpo
menudo.
Pombal tomó en sus manos una de las carpetas que tenía frente a él
en la mesa y apenas unos segundos después, antes de que tuviera tiempo
siquiera de abrirla, sonó el teléfono.
-Dime.
La voz aguardentosa de Lola sonó por el interfono.
-Es de la Opinión. ¿Te lo paso?
Apartó el auricular de la oreja. La prensa. Jodidos periodistas ¿Cómo
es posible que ya se hayan enterado? En cinco minutos estarían llamando
los de la SER y los de la COPE. Todo el mundo sabría lo que ha pasado
menos él. Se llevó otra vez el auricular a la cara.
-No, no me pases a nadie. Di que en diez minutos vuelvan a llamar.
Colgó. Tenía que pensar. Seguro que la prensa sabía a estas más que
él. Tenía que hacer tiempo hasta que Carreiro le contara algo o quedaría
como un imbécil. ¡Joder! Tres muertos en menos de media hora. Piensa,
piensa. El timbre del teléfono martilleó otra vez sobre la mesa.
Malhumorado movió la mano como un resorte y lo descolgó antes de que
sonase dos veces.
-Dije que esperaran diez minutos- gritó antes de que Lola pudiese
hablar.
-Es de la Subdelegación del Gobierno. El subdelegado- dijo la
secretaria con voz sosegada.
-Pásamelo- el tono que empleó se suavizó, pero no demasiado.
Inspiró profundamente y esperó a que hubiese conexión al otro lado de la
línea- Buenos días, Manuel, cómo va todo.
La voz que contestó al otro lado era aflautada, hablaba muy despacio
y lo saludó con circunspección. El comisario reconoció al instante al
subdelegado del gobierno.
-Buenos días, Manuel ¿Cómo te va la mañana?
Manuel Pombal volvió a inspirar profundamente antes de hablar.
-Me da la sensación que muy buenos días no son- dijo. Hizo un breve
silencio.- Ni lo van a ser. Y la mañana…
-Está bien, haremos lo posible para mejorar la situación. Noto cierto
pesimismo en tu voz y…

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-Lo haremos, haremos todo lo posible por mejorar la mañana-
interrumpió Pombal la frase, sabía que si no lo hacía recibiría un discurso
de varios minutos. Y no tenía ni tiempo ni ganas.
Hubo un momento de silencio
-Y bien, ¿qué me cuentas? – preguntó el subdelegado un poco
contrariado porque lo hubiese interrumpido.
-Eso depende de lo que sepas.
-Lo que todo el mundo, supongo. Otra mujer más muerta. Y ya no sé
ni que número hace.
Pombal esperó en silencio a que el subdelegado continuase, pero no
oyó nada más. Era evidente que aún no se había enterado del otro par de
fiambres.
-Pues si te preocupa lo de esa mujer, prepárate para lo que te voy a
contar. Tenemos otros dos muertos en la calle Concejo. Con un tiro en la
cabeza, al parecer.
-¡Cojones!
El comisario sonrió. Era la primera vez que oía al subdelegado decir
una palabra que no se pudiera pronunciar en un convento de monjas sin
escandalizar a ninguna.
-¿Y eso? ¡Tres muertos en una mañana!- continuó el subdelegado.
-No sé nada aún. He mandado gente a los dos sitios. La poca gente
de la que dispongo, porque ya sabes en qué condiciones tengo que trabajar-
no quería perder la ocasión de quejarse.
-Hay que hacer un esfuerzo, Manuel, ya sabes que hago lo que
puedo…
-Yo también. Te mantendré informado.
-Te lo agradeceré. Mejor te dejo, supongo que estarás ocupado.
Pombal tuvo la sensación de que había cierta socarronería en el tono
del subdelegado, pero desechó la idea enseguida. La sorna no cabía en
aquella voz aflautada.
-En cuanto sepa algo te llamo- dijo y colgó.
Miró el reloj. Las once.
El teléfono volvió a sonar.
¡Mierda! ¿A qué hora se había ido Carreiro? Volvió al mirar el reloj.
Seguían siendo las once. No, era imposible, aún no había tenido tiempo. El
teléfono no callaba.
-Dime- descolgó al fin el auricular.
-La Opinión otra vez- dijo Lola.
Pombal resopló.
-¿Qué les digo?- preguntó Lola impaciente.
-Di que en una hora informará la subdelegación del gobierno. Eso es,
que a las doce, no, a las doce, no, a la una informará el subdelegado.

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Colgó. Bien, tenía un par de horas por delante. Si no llamaba pronto
Carreiro iría él mismo a buscarlo. Se incorporó, abrió la ventana del
despacho y encendió un cigarrillo. Observó con cuidado la verde ladera que
se alzaba frente a él y luego el tráfico que se movía lento y ordenado en la
glorieta al lado de la comisaría. El asunto de la mujer podía muy bien ser
un caso de violencia de género. Eso estaría bien. Lo resolverían aquella
misma mañana. A la tarde a lo sumo, los maridos son fáciles de encontrar.
Por mucho que se escondieran no tardaban en caer. Pero si era otra cosa, si
había sido un ladrón o algo así... Y los otros dos. Un tiro en la cabeza. Eso
le había dicho Lola.
Volvió a sonar el teléfono.
-Es de la COPE- dijo Lola al contestar-. Quieren hablar contigo.
-No, no hablaré con nadie. No me pases a nadie, di a todos que
informaremos en la subdelegación del gobierno; a la una, ya sabes.
Apagó el cigarrillo y se sentó frente a la mesa dispuesto a abrir la
carpeta que tenía ante sí, pero el teléfono no se lo permitió.
Descolgó con rabia.
-Dime.
-Acaba de llegar Salvador.
-Que vaya inmediatamente…- Pombal quedó en silencio.
-¿A dónde?- Preguntó Lola.
Silencio.
-A la universidad. Donde la mujer muerta. O dónde quiera, va a ir
primero donde le dé la gana…
-De acuerdo.
-Lola, por favor, si tienes algo más que decirme esta mañana vienes a
mi despacho y me lo cuentas, perno no vuelvas a llamarme por teléfono.
-No te llamo por teléfono…
-No, Lola, no me llamas. Nada de llamadas telefónicas esta mañana.
Colgó y abrió al fin la carpeta que tenía ante sí. De la calle le llegaba
por la ventana abierta el ruido del tráfico. Notó que le dolía la cabeza y no
podía concentrarse. Cerró la ventana y al tiempo que lo hacía se abrió la
puerta y apareció el cuerpo menudo de Lola.
-Carreiro al teléfono.
La miró como si fuera tonta. ¿Qué hacía que no se lo pasaba ya? ¿A
qué estaba esperando?
-Pásamelo-exclamó
-¿Aquí, al despacho?
-¡Claro!
-Es que como dijiste que no te pasase más llamadas…- dijo Lola y se
fue.

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¿Lo había dicho? Maldito teléfono, no había dejado de sonar en toda
la mañana. Volvió a sonar. Descolgó el auricular antes de que acabase el
primer timbrazo.
-Dime, ¿qué sabes?
-Acabo de echar una ojeada a esto y huele a suicidio- dijo el
inspector jefe al otro lado de la línea con voz que sonaba entrecortada.
-Son dos muertos, Carreiro. ¿Se han suicidado los dos?
-No-. El no de Carreiro fue seco y llevaba cierto cabreo-. Todo
parece indicar que él la ha matado a ella y luego se ha suicidado.
Pombal sonrió para sí mismo y la sonrisa mental alivió durante un
instante su dolor de cabeza. Tres muertos en una mañana y los tres asuntos
resueltos antes del mediodía. Eso si que era todo un record. Ninguno de los
fiambres pasaría al gigantesco archivo de casos no resueltos. Al final todo
parecía quedar en asuntos de violencia de género.
-¿Se sabe quienes son los muertos?- preguntó tras el breve
razonamiento.
-Al parecer el hombre es el dueño de la vivienda; pero el caso es que
estaba soltero y vivía solo, así que no sé quien es la mujer. La verdad es
que no he tenido tiempo de indagar más.
Eso complicaba las cosas. El comisario meditó un instante.
-Bien -dijo-, averigua quien es la mujer y ve a la subdelegación del
gobierno, pero tienes que estar allí antes de la una. No aparezcas por allí sin
saber quien es ella ¿de acuerdo?
-De acuerdo.
Pombal colgó sin despedirse. El dolor de cabeza retornó con más
intensidad al dejar el auricular sobre la mesa. Vale, tres asuntos resueltos, o
casi, pero toda la mañana perdida. ¡Con todo lo que tenía que hacer!
Necesitaba un café y una aspirina. El aire fresco de la calle, aún sin
recalentar, le sentó bien, tanto como el café, el cigarrillo y la aspirina que
se tomó en la cafetería California, al lado de la comisaría. A su regreso,
Lola lo esperaba impaciente.
-Ha vuelto a llamar el subdelegado.
¡Joder! El subdelegado. Le había organizado una reunión con la
prensa y no le había dicho nada, se le había olvidado. Resopló. ¿Se estaría
haciendo viejo? Claro que se estaba haciendo viejo, como todo el mundo,
pero no más, se consoló. Miró el reloj. Las doce y media. Bueno, calma,
aún tenía mucho tiempo, le quedaba media hora por delante. Se encerró en
el despacho y fumó un cigarrillo antes de coger el teléfono. La voz del
subdelegado al otro lado del teléfono, además de aflautada, sonaba ansiosa.
-¿Me puedes decir que es lo que está pasando? Tengo esto lleno de
periodistas.
-Hombre, muy lleno no estará, esto no es Nueva York
-¿A qué juegas, Manuel?-. La flauta se había convertido en violín.

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-Me debes una- dijo Pombal muy serio.
La afirmación tan rotunda del comisario hizo que el subdelegado se
quedase sin respuesta durante un instante. Cuando reaccionó, dijo:
-No, tú me debes a mí una explicación- recalcó mucho el tú.
-Hace poco menos de un par de horas eras un político en un buen lío,
con tres muertos sin explicación y ahora eres un político con un montón de
respuestas.
-Explícate.
-La prensa lo quiere saber todo, como es natural. Te he enviado al
inspector jefe Carreiro que te pondrá al día y puedas lucirte como te
mereces, pero si no te parece bien, me envías a esos periodistas a la
comisaría y ya le doy yo las explicaciones.
El Subdelegado hizo caso omiso de la última frase. Era evidente que
quería quedarse con los periodistas, pero…
-No veo a Carreiro por aquí.
No estaba muy seguro de que Pombal no se la estuviese jugando. No
sería la primera vez.
-Estará a punto de llegar, no te preocupes.
-Podías haberme avisado.
Pombal meditó un instante la respuesta.
-Ha sido una mañana horrible, ya sabes como estoy, con el personal
bajo mínimos; me he tenido que ocupar yo mismo de casi todo.
El subdelegado calló un momento.
-Espero que no se retrase Carreiro.
-No te preocupes. Además si haces esperar a la prensa, te darás más
importancia y a los asuntos también. Siempre puedes decir que has estado
trabajando hasta última hora para solucionarlo todo.
Cuando al fin colgó, el comisario se reclinó sobre la mesa y por
primera vez desde que había comenzado aquella mañana dispuso de una
hora entera sin que nadie le molestase. La última llamada de la jornada fue
de Carreiro.
-Aquí ya se ha acabado todo. La cosa no ha salido demasiado mal-
dijo-. El subdelegado ha quedado encantado con la poca información que
pude traerle y la prensa también.
-Bien.
-Con tu permiso me voy a casa a comer. Te veo por la tarde.
-Me parece que no. Esta tarde te vas a encargar tú de todo lo que
haya, así vas practicando para cuando seas comisario.
Casi una hora después, Pombal encendió un cigarrillo al cruzar el
umbral de la puerta principal de la comisaría. Miró el cielo azul y sintió el
calor del sol en la cara. Miró el reloj. Eran las tres en punto. Aquella tarde,
por primera vez en mucho tiempo, la dedicaría a pasear la orilla del Miño.

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2

Salvador Montaña miró la hora, soltó un bufido, acabó


apresuradamente el café, apagó el cigarrillo que sujetaba con la mano
izquierda y dejó unas monedas sobre la barra de la cafetería a la vez que se
encaminaba hacia la puerta. La mañana lo recibió con un aire fresco y
agradable que contrastaba con el ambiente cargado del local que acababa
de dejar; el cielo estaba despejado y brillaba azul intenso entre los edificios.
Se detuvo durante un instante a mirarlo frente a la puerta de la cafetería que
acababa de cerrarse a su espalda, se giró a la derecha y comenzó a caminar
calle arriba rumbo a la comisaría como hacía cada día, mañana tras mañana
todas las jornadas laborales de su vida, pero sólo había dado tres pasos
cuando se detuvo, chasqueó los dedos y la lengua al mismo tiempo y volvió
sobre el camino andado calle abajo. Aquella mañana tenía una cita,
recordó. Una cita muy especial. Esa era la razón por la que había tomado
tan precipitadamente el café sin tiempo siquiera para ojear con un poco de
calma la prensa. Todo había empezado una semana antes, una mañana
como aquella, aunque fría y lluviosa, cuando desayunaba tranquilamente en
la misma cafetería Luna. A aquella hora del día, el ambiente en el local era
a la vez calmo y agitado, se mezclaban los que como el, aún adormilados,
se desemperezaban con un café y los que lo tomaban como si en aquel día
que apenas comenzaba ya no tuvieran tiempo para más. Salvador acababa
de encender el primer cigarrillo del día cuando se abrió la puerta y apareció
entre la clientela del bar el moro Jalid. Aquella mañana no estaba
especialmente sucio ni olía especialmente mal y probablemente la ropa que
vestía no llevaría más de una semana sobre él, así que no llamó demasiado
la atención y los clientes del Luna, cada uno atento a lo suyo, ni lo miraron.
Salvo Salvador que al verlo otear entre las mesas levantó la mano izquierda
en la que sostenía humeante el cigarrillo como si le quisiera hacer señales
de humo con él. Jalid lo vio y sonrió mostrando una boca con sólo cuatro
dientes y todos ellos negros y podridos.
-Buenos días, Muntaña-. Jalid llevaba en la mano un gorro negro de
lana que nunca había conocido más agua que la de la lluvia y que siempre
se calaba hasta las cejas y lo depositó sobre el mostrador.
-Aparta eso de ahí si no quieres que nos echen de aquí- gritó
Salvador-, y a ti puede que no te importe porque ya estés acostumbrado a
que te echen de los sitios, pero yo vengo mucho a este lugar y me gustaría
seguir viniendo. Me tratan bien.
Jalid retiró el gorro del mostrador e hizo ademán de ponerlo sobre la
cabeza, pero se lo pensó mejor y lo guardo bajo la chaqueta de pana que
vestía, sujeto al pantalón. Sonrió a Salvador Montaña y mostró de nuevo su

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desastrada dentadura. Era un berebere moreno y menudo de ojos muy
negros y limpios que ni él mismo recordaba porqué ni cuando había ido a
parar a aquella pequeña ciudad del norte de España tan lejos de su casa.
-¿Quieres café?- preguntó Salvador dando un pequeño sorbo al que
tenía delante de sí.
-Con leche, Muntaña. Y unos churros, Muntaña.
-¿Y un cigarrito?- Jalid sonrió con gesto bobalicón-. Manolo-
Salvador Montaña levantó la mano derecha-, un café con leche y unos
churros para el caballero y otro para mí, el mío solo- gritó al propietario de
la cafetería Luna que se afanaba tras el mostrador.
Jalid se acodó sobre la barra y dejó una mano sobre ella. Salvador
miró la piel agrietada y sucia y las uñas largas y negras. Levantó la vista a
los ojos del berebere y dijo al tiempo que hacía un gesto con la cabeza
señalando el lavabo:
-Ve a lavarte las manos antes de tocar nada. Si comes algo con esas
manos te mueres. Bueno, no, no te mueres porque seguro que has comido
con ellas más sucias y sigues aquí. Lávatelas bien y no desordenes nada.
Déjalo todo como está, menos tus manos. Cuando vuelvas que se vean
todos los dedos.
Jalid se miró las manos con sorpresa y obedeció sin decir nada.
Volvió al tiempo que Manuel Lama, el dueño de la cafetería Luna dejaba
sobre el mostrador dos cafés, uno solo y otro con leche y una ración de
churros.
-¿Qué tal fue la noche?- preguntó Salvador.
-Fría, Muntaña. Estos días hace mucho frío. En esta tierra tuya
siempre es invierno- respondió Jalid y vertió el sobre de azúcar sobre el
café.
-Sí, menos cuando es verano. Todo el año, verano o invierno. Como
en la vida, Jalid, siempre es verano o invierno. O te asas o te hielas.
Jalid lo miró sonriente sin comprender nada y sosteniendo un churro
chorreante de café en la mano. Luego lo comió sin dejar de sonreír y se
lanzó sobre otro con la mano recién lavada y que ya comenzaba a
engrasarse y a pringarse con aceite. El plato quedó vacío antes de que
Salvador acabase de revolver su café. Parecía mentira que pudiese comer
tan rápido con tan pocos dientes. Salvador dio el primer sorbo a su café y
encendió un cigarrillo. Miró el plato y la taza vacíos sobre el mostrador y
dijo:
-Bien, Jalid, ahora que ya hemos desayunado me dirás a qué se debe
tu visita.
El otro no respondió. Fijó la mirada en la mano izquierda de
Salvador. Salvador sonrió.
-¿Vale un cigarrillo lo que me vas a decir?

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-No lo sé, Muntaña, Jalid habla y Muntaña pone el precio. Muntaña
es más listo que Jalid y sabe lo que valen las cosas.
Salvador sonrió y dejó la cajetilla sobre el mostrador. Jalid tomó sólo
un cigarrillo con cuidado exquisito de no tocar los demás.
-Qué cabrón eres, Jalid ¿Lo vas a fumar ahora?
Jalid lo llevó a la boca y asintió.
-Bien- Salvador le acercó el encendedor a la boca-, qué es lo que me
tienes que contar hoy.
Antes de contestar, el berebere dio una gran calada al cigarrillo y
exhaló el humo con placer. Luego dio una segunda calada no tan profunda
y esperó un buen rato con el pulmón lleno antes de comenzar a hablar.
-Hay un hombre que quiere hablar contigo, Muntaña- respondió al
fin dejando salir el humo del pecho.
Salvador reflexionó durante un instante.
-Un hombre que quiere hablar conmigo ¿eso es todo? ¿y eso vale un
cigarro, seis churros y un café? No me parece mucha información.
Jalid sonrió. Entre los dientes quedaban los restos de un churro.
-El hombre dice que es muy importante que hable contigo, Muntaña.
-Ya, pues para hablar conmigo no hace falta ningún intermediario,
todo el mundo sabe donde estoy. Mira, tú me has encontrado sin ningún
problema ¿Quién es ese hombre, Jalid?
Hasta que no hubo dado un par de caladas más al cigarrillo Jalid
permaneció en silencio.
-Es un hombre que se llama Marinero.
-El Marinero- repitió Salvador en voz baja. Era un traficante de poca
monta que le debía un par de favores y a quien Salvador debía un par de
chivatazos- ¿Y por qué quiere verme ese hombre?
-No sé, Muntaña-. Jalid arrojó el cigarrillo completamente
consumido al suelo.
-¿Cuándo quería verme?
Jalid no respondió, sacó el gorro de lana y jugueteó con él antes de
calárselo hasta las cejas. Parecía tener prisa por irse. Se movió lentamente
balanceándose de un lado a otro.
-¿Te vas sin contestar?
-El hombre dijo que estaría el martes a las diez en la cafetería Roma.
-¡Pero si hoy es miércoles! Te voy a matar, Jalid
-A lo mejor también está hoy. Adiós, Muntaña.
Jalid se volvió y comenzó a caminar hacia la puerta. Salvador se
inclinó hacia delante, lo cogió con fuerza por el brazo, lo detuvo y lo atrajo
hacia sí.
-No pude verte antes, Muntaña. Perdona, perdona, Muntaña-. El tono
de Jalid era implorante, como si realmente tuviese miedo y pidiese perdón.

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-No pudiste verme antes… Estuviste muy ocupado, negocios,
supongo. En un hombre como tú, ya se sabe.
-Sí, Muntaña, muy ocupado, muy ocupado, Muntaña, muy ocupado.
-Como se me escape el Marinero te mato. Toma un cigarro y
desaparece de aquí.
Jalid sonrió, tomó el cigarrillo y se fue a toda prisa.
Aunque era miércoles, el Marinero esperaba pacientemente sentado
en la cafetería Roma. La cafetería estaba al otro lado del río, a las afueras
de la ciudad y Salvador decidió que bien podía sustituir la visita matinal a
la comisaría por una llamada telefónica y caminar tranquilamente hasta la
cita en lugar de ir en coche; aunque la mañana estaba nublada, había dejado
de llover, el día era agradable y con un poco de suerte no llovería más. Si
es que el Marinero decidía darle otra oportunidad, lo vería tras un largo y
placentero paseo. Y el Marinero se la había dado. Allí estaba, sentado en un
taburete, aburrido, recostado sobre la barra con los codos apoyados en ella
y una copa vacía a su lado.
-Inspector. Debe de ser un hombre muy ocupado. Sólo hace 24 horas
que lo espero- dijo el Marinero el verlo entrar en la cafetería, vacía a
aquella hora del día.
-Subinspector, Pascual, sólo subinspector-. Salvador se sentó a su
lado en uno de los taburetes de la barra.
La cafetería Roma era un local destartalado y viejo, amueblado con
hierro y formica que ocupaba el bajo de un edificio igual de viejo y
destartalado al que la ciudad en su imparable crecimiento había absorbido.
Destacaba especialmente por la mugre de las paredes que algún tiempo
atrás debieron de ser blancas y ahora tenían un color indefinido el entre
amarillo y el gris. Aquella mañana lo atendía una camarera muy joven y
algo regordeta que se acercó a Salvador en cuanto se sentó al lado del
Marinero. El uniforme negro tenía tanta grasa encima que brillaba más que
los fluorescentes mortecinos del techo.
-Una de lo mismo para mí y supongo que otra para el caballero- dijo
el Marinero a la joven.
-Para mí un café- intervino Salvador-. Solo-. Encendió un cigarrillo-
Vaya, vaya- continuó diciendo-, Pascual López, alias el Marinero. ¿Un
cigarrito?
El otro tomó el cigarro que le ofrecía y se lo llevó a la boca. Lo dejó
colgando de la comisura en el lado derecho.
-Pues sí, Subinspector- dijo remarcando mucho el Sub y moviendo
el cigarrillo de arriba abajo al mismo tiempo que los labios al hablar-. Ya
pensé que no quería verme.
-Yo pensé que eras más listo y escogías mejor los mensajeros.
¿Cómo se ocurre mandarme un mensaje por Jalid? Si llega a descuidarse un

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poco me da el mensaje la semana que viene. Pero, bueno, el caso es que
los dos estamos aquí.
La camarera se acercó con una taza humeante de café que depositó
frente a Salvador y una botella con la que llenó la copa del Marinero que la
tomó en la mano apenas la camarera se apartó y le dio un buen trago que
casi medió el contenido.
-¿Qué pasa, Subinspector, no me acompaña con una copa?- dijo
cuando dejó la suya sobre la barra. Cuando decía subinspector hacía que el
aire saliese muy sonoro de la boca al inicio de la palabra, remarcando la
ese.
Salvador no respondió, lo miró al tiempo que removía lentamente el
azúcar en el café. El Marinero, un hombre de no más de treinta años, de
cara redonda y cabeza completamente afeitada, le devolvió, un tanto
desafiante, la mirada.
-Espero que no me hayas hecho venir hasta aquí para invitarme a una
copa de ese matarratas- dijo al fin Salvador. Luego dejó de remover el café
y tomó un sorbo-. Espero también que no me estés haciendo perder el
tiempo. Así que aquí me tienes, esperando.
-No sea impaciente, subinspector, que yo estoy aquí desde ayer.
Salvador tomó otro sorbo de café. El Marinero se mostraba muy
seguro de sí mismo, así que dedujo que le iba a contar algo importante, o,
al menos, algo que el propio Marinero consideraba importante. Intentó ser
paciente. Apuró el café y dio una calada al cigarrillo. El otro, sin dejar de
mirarle, hizo lo propio con la copa.
-Si sigues bebiendo así de rápido te vas a marear.
-No se preocupe, subinspector- nuevamente remarcó sobremanera el
sub.
-Si me vuelves a llamar subinspector, te meto una hostia que vas a
necesitar tres copas como esa para anestesiarte la cara, además sin los
dientes que te voy a quitar, la ese te va a silbar demasiado ¿Vale, Pascual?
Así que menos cachondeo-. Notó que se le había acabado la paciencia. El
Marinero también lo notó.
-Tranquilo, sub…- la frase quedó en el aire.
-Estoy muy tranquilo, no te preocupes. Ahora, dime a qué he venido
hasta aquí.
El Marinero miró la copa y lamentó verla vacía.
-Un kilo de farlopa- dijo.
-No me digas que has venido a entregarte. Sería todo un detalle.
-Ya no me dedico a eso, ya lo sabe. Lo he dejado.
-¿Estás seguro? Si quieres le preguntamos al Chino, por ejemplo. A
lo mejor nos dice otra cosa. No sé porqué, pero no te creo.
-No hay otra cosa que decir, es la verdad, créame, sub…

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-Subinspector, Pascual, subinspector, pero sin cachondeo. ¿Qué es
eso de la farlopa?
-Esta tarde habrá una entrega. Sobre un kilo, camino de Madrid.
-¿Quién y dónde?

El hombre estaba a las cinco de la tarde, como había dicho el


Marinero, frente a la estación de ferrocarril. Hacía cinco minutos que había
bajado de un taxi, paseaba frente a la puerta sin decidirse a entrar y miraba
impaciente a un lado y a otro para confirmar que nadie lo seguía. Estaba
nervioso. Era un hombre joven, bien vestido, con aspecto de estudiante.
Podía ser cualquiera de los muchos universitarios que aquella tarde
tomarían un tren hacia cualquier lugar. Lloviznaba y llevaba un
impermeable azul, como la bolsa que pujaba en la mano izquierda. Miró la
hora. Salvador, al cobijo del alerón de la estación para no mojarse, miró
también el reloj. Las cinco y diez. El joven volvió a mirar a su alrededor y
se encaminó al fin hacia la puerta. La pareja de policías que lo esperaba en
el vestíbulo comenzó a caminar hacia él también. Cuando lo detuvieron la
piel de la cara se le volvió tan pálida que Salvador pensó que se les iba a
desmayar allí mismo. Era evidente que en ningún momento se le había
pasado por la cabeza la posibilidad de que aquello ocurriera. Miraba a los
agentes con el rostro desencajado y parecía a punto de preguntarle cómo
habían sido capaces de saber que llevaba cocaína.
El joven era Andrés García, de veintiséis años, soltero, sin
antecedentes penales conocidos y residente en Vigo. En la sala de
interrogatorios se movía como un perro enjaulado por primera vez.
Salvador lo había mirado con pena antes de mandarlo sentar. Había mirado
luego el reloj y apostado consigo mismo que antes de diez minutos le
habría contado hasta lo que le habían traído los reyes magos cuando tenía
tres años. Sentado frente a él lo miró en silencio un par de minutos
observando como le brotaba el sudor en el bigote.
-¿Qué día naciste?- preguntó al fin
El joven asustado y sorprendido por la pregunta no contestó
-Que cuándo es tu cumpleaños- el tono que empleó Salvador dejó
claro que no admitía el silencio por respuesta.
-El seis de agosto- la voz era temblorosa y casi susurrante.
-Y tienes…
-Veintiséis.
-Veintiséis, ¿Sabes dónde vas a estar el seis de agosto del día que
cumplas treinta?
No hubo respuesta. Esta vez Salvador tampoco la esperaba.

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-Yo sí lo sé- dijo-. Vas a estar en un lugar en que los años que se
cuentan y se cumplen son los de la condena. Y allí vas a estar cuando
cumplas treinta y uno y treinta y dos y hasta cuando cumplas treinta y tres.
El joven se secó el sudor de la cara con la manga de la camisa.
Salvador le ofreció una servilleta de papel. La empapó en un instante.
-¿Sabes lo que la colaboración con la justicia?
Otra vez que tampoco hubo respuesta.
-Me imagino que te harás una idea de lo que es- insistió salvador.
Ahora el joven asintió con la cabeza.
-Bien- continuó Salvador-. Con lo que te hemos pillado te pueden
caer diez años, de hecho, te caerán diez años a no ser que colabores
conmigo y me cuentes unas cuantas cosas que quiero saber. En ese caso, la
cosa puede quedar en cuatro o, con un poco de suerte en menos incluso.
Son seis años de diferencia, seis cumpleaños menos. No sé si te das cuenta
de la diferencia.
El detenido lo escuchaba con la cabeza gacha sujeta entre las manos.
No dijo nada.
-¿Te das cuenta de la diferencia?
-Sí- respondió el joven en un susurro casi imperceptible.
Salvador sabía que en su interior se libraba una batalla, la misma que
había visto ya tantas veces en tantos y tantos detenidos. El silencio y el
honor o el deshonor del chivatazo. Y el miedo. El puto miedo. Si dices una
solo palabra a la policía, te mato. Notó que se estaba cansando de repetir
una y otra vez la misma historia, de ver las mismas caras angustiadas en
aquella sala, de hacer siempre las mismas preguntas y oír, siempre también,
las mismas respuestas. Espero un buen rato a que el detenido meditase
antes de preguntar:
-Y bien, ¿tienes algo que decir sobre el origen de la cocaína que
llevabas?
El joven levantó la vista hacia él y con un notable esfuerzo adoptó
una postura digna y negó con la cabeza. El sudor le goteaba en la frente.
Se había equivocado, el joven tardaría más en derrotarse de lo que
había imaginado. Era tarde y no tenía ganas de continuar con aquello.
Estaba cansado. Una noche de meditación en el calabozo le llevaría a
grandes conclusiones.
-En ese caso no hay más que hablar- dijo secamente y se incorporó.
-¿Puedo hacerle una pregunta?- preguntó el joven cuando ya le daba
la espalda.
Salvador se volvió hacia él y sonrió.
-Así que no quieres contestar a mis preguntas y quieres que yo
conteste a las tuyas. Está bien, seré bueno y contestaré a tu pregunta, dime.
El detenido meditó un instante antes de decir:
-¿Cómo sabían que llevaba la coca?

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La sonrisa que aún tenía Salvador en la boca se convirtió en risa
franca. En una carcajada que sonó en la sala como una burla.
-¿Cómo puedes ser tan iluso?- preguntó sin esperar respuesta.
El joven lo miró desorientado.
-¿Qué te crees, que lo he soñado esta noche? ¿Qué he tenido una
revelación del Señor? O es que te crees que esta mañana me he levantado y
he tenido la inspiración: Andrés García aparecerá en la estación con un kilo
de cocaína en una bolsa azul- la voz de Salvador sonaba solemne y
ahuecada-. Me lo ha dicho un pajarito, amigo- su voz volvió a sonar
normal-. Hay pajaritos que cuentan las cosas, no son como tú que te lo
callas todo para ti.
En la cara del joven hubo una transformación. Salvador supo que
aquel era el momento. Volvió a sentarse frente a él. Borró la sonrisa de la
cara y dijo en tono muy serio.
-Alguien se ha ido de la lengua y tú eres el pagano. ¿Qué te habías
pensado? ¿que trabajabas con gente honrada? Yo que tú pensaría en
cuantas personas sabían lo que ibas a hacer y echaría cuentas.
-Pero… no lo puede saber nadie más que…
-¿Cuánto te han pagado por el viaje?
-Dos mil.
-Seguro que el que te vendió lo hizo por mucho menos. Mira a ver si
por dos mil euros te merece la pena ser fiel y leal a un traidor y pasar diez
años preso, haz cálculos y mira a ver a cuanto te sale el año. O a lo mejor te
salen gratis porque puede que no hayas ni cobrado. Te prometen pagarte en
destino y si te pillan se ahorran tu sueldo.
El detenido lo miraba como si le estuviera descubriendo el mayor de
los secretos del universo. Antes de un minuto comenzaría a hablar,
Salvador estaba seguro. Decidió facilitarle la tarea.
-¿Fumas?
El joven asintió.
Le ofreció un cigarrillo y encendió otro para sí.
Sin que le preguntara nada, el detenido comenzó a hablar:
-Me lo dio un tal Pascual.
¡La madre que lo parió! Pensó Salvador, pero se cuidó de no
manifestar nada. Contó hasta tres antes de hablar.
-Pascual…
-No sé nada de él, bueno, sólo que lo llaman Marinero, aunque no sé
si ha estado embarcado.
El resto vino todo rodado, Andrés García le contó como el Marinero
le había ofrecido dos mil euros por llevar un paquete a Madrid. Al principio
no le había querido contar lo que había en el paquete, pero el suponía que
era droga así que acabó contándole que era cocaína. El propio Marinero se
la entregaría en Orense y él la llevaría a Madrid, donde habría un hombre

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esperándole. No, no sabía quien era el hombre, no le había dicho el
nombre, sólo que estaría esperando en la estación. Aquella misma tarde,
una hora antes de que lo detuvieran, había cogido un taxi y había ido al
aparcamiento de Carrefour donde le esperaba el Marinero con la bolsa azul,
se la había entregado y lo demás ya lo sabía.
No le había costado demasiado encontrar al taxista a la mañana
siguiente. La tarde anterior había tenido la precaución de anotar la
matrícula cuando llegó a la estación con el joven de la bolsa azul. El taxista
era un hombre gordo y grande de barriga prominente y bigote casi del
mismo tamaño. Hablaba muy pausadamente. Corroboró todo lo que había
contado Andrés García en la sala de interrogatorios.
-Sí, recogí un joven a eso de las cuatro y lo llevé a Carrefour. Me
contó que se iba de viaje y tenía que encontrarse antes con un amigo allí.
Luego me pidió que lo llevara a la estación
-¿Recogió algo allí? Quiero decir si el amigo con el que se encontró
le dio algún paquete o algo así.
-Le dio una bolsa azul. Me llamó la atención porque el joven me
había dicho que se iba de viaje y no llevaba equipaje alguno. Por eso
recuerdo que cogió una bolsa.
Salvador mostró la foto del Marinero que llevaba consigo. Era una
mala foto en la que la cara redonda de Pascual parecía un balón de fútbol y
la expresión que mostraba era totalmente la de un estúpido. A pesar de ello,
el taxista lo reconoció al instante.
-Sí, era este.
Salvador decidió enviar recado al Marinero para que se encontrara
con él a través de Jalid. Le pareció gracioso que fuese Jalid quien le llevase
el mensaje de vuelta y fuera el Marinero el que acudiera a él o lo estuviera
esperando en lugar de dedicar su tiempo a buscarlo y detenerlo.
Por eso aquella mañana soleada de abril, la primera mañana soleada
después de todo un mes de lluvia, tenía una cita a las nueve en punto en la
cafetería Roma. Iba a detener a Marinero. Cruzó la ciudad disfrutando del
paseo, del aire fresco aún mojado con la lluvia de los días anteriores y
cargado ya de aromas a flores y primavera. Iba pensando cual sería la razón
por la que el Marinero había realizado una estupidez como aquella. Le
costaba comprenderlo, pero estaba seguro de que detrás de todo estaba el
Chino. Sí, no le cabía la menor duda.
Cincuenta metros antes de llegar a la cafetería Roma vio el coche con
los dos agentes que esperaban para detener al Marinero. Uno de ellos
parecía dormitar, el otro estaba atento a todo cuanto ocurría a su alrededor
Los saludó de lejos y les indicó con un gesto de la cabeza que lo siguieran.
El coche avanzó lentamente tras él y se situó frente a la puerta de la
cafetería Roma.

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El Marinero se encontraba en su eterna postura, recostado en la barra
del bar y con una copa vacía a su lado. La cabeza recién afeitada le brillaba
como una bola de billar. Había cuatro o cinco clientes más en la cafetería.
Todos ellos obreros con rasgos en sus caras de otro continente, enfundados
en uniformes azules desleídos. Salvador tuvo la sensación de que las
paredes se habían vuelto aún más sucias y viejas que el día anterior. Pensó
que sería por lo soleado de la mañana.
-Buenos días, subinspector, supongo que habrá tenido una buena
caza. Así se las ponían a Felipe II ¿Eh?- saludó el Marinero saliendo de su
letargo al ver a Salvador. Tenía una sonrisa que le cruzaba la cara de lado a
lado. Como vio que Salvador no respondía, borró la sonrisa de la boca y
continuó-: Ya ve que yo soy puntual para acudir a las citas. No me hago
esperar.
Salvador se acomodó silencioso a su lado.
-Un café- gritó a la camarera sin devolver el saludo-. Y pon otra copa
al señor.
-Gracias por la copa, subinspector. Todo fue como le conté, supongo.
El Marinero se mostraba impaciente. Se le notaba la prisa por que le
confirmasen la detención.
-¿Quién te dio el chivatazo?
La pregunta de Salvador sorprendió un poco al Marinero que lo miró
asustado.
-No me diga que el chaval no estaba en la estación- dijo sin disimular
la preocupación.
Salvador sonrió.
-No te preocupes, estaba allí, pero ¿Quién te dio el chivatazo?
Ahora el Marinero sonrió con suficiencia.
-Bueno, uno tiene sus contactos.
-No me digas.
La camarera llenó la copa y depositó el café sobre el mostrador. El
Marinero como era su costumbre se la echó al coleto y la medió de un solo
trago.
-¿Fuiste a la escuela?- preguntó Salvador sin mirar al otro mientras
removía con calma el café.
El rostro redondo del Marinero se volvió aún más esférico en una
sonrisa bobalicona.
Salvador encendió un cigarrillo.
-Estoy seguro de que en la escuela eras el más tonto. O es que no
fuiste siquiera. Sí, seguro que no fuiste, si hubieras ido no serías tan
estúpido, algo se aprende siempre.
-Subinspector…- intuía que estaba en dificultades y al hablar le
temblaba levemente la mandíbula.
-¿De donde sacaste al chaval?

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-¿Qué chaval?
Los dos sabían cual era la respuesta, así que Salvador no dijo nada y
se limitó a mirar en silencio. El marinero apuró la copa. En la cara redonda
los ojos parecían querer salirse.
-No sé lo que le habrá contado, pero es todo mentira. Ya sabe como
son esa gentuza, dicen lo que sea para librarse.
-Lo que sea, Pascual, lo que sea. Esa gentuza dice lo que sea.
El marinero miró a la puerta. Vio el coche de policía al otro lado de
la acera.
-Ni lo intentes- dijo Salvador-. Si estás pensando en largarte, ni lo
intentes. Como comprenderás, yo no soy tan estúpido como tú y hago las
cosas con un poco de cabeza. Y ¿sabes por qué? Porque yo sí fui a la
escuela. La única manera que tienes de salir libre de aquí es que
mantengamos una larga conversación y me cuentes unas cuantas cosas. No
tengo nada contra ti y supongo quien está detrás de todo esto, así que…
El Marinero trató de mantener la entereza.
-No tenemos nada de qué hablar. Yo ya le dije el otro día todo lo que
tenía que decir. Lo que le haya contado el chaval es todo mentira y además
tendrá que demostrarlo.
Salvador sonrió, apuró la taza de café y arrojó el cigarrillo al suelo.
-Hay que ser idiota para ir a cometer un delito en taxi. El taxista te ha
reconocido y corrobora, punto por punto, lo que me ha contado el chaval.
Porque me lo ha contado todo, Pascual, todo, no se ha dejado ni una coma;
se ve que le hemos asustado más la cárcel y yo que todas tus bravuconadas.
Así que ya sabes…
La cabeza del Marinero brillaba y se comenzaba a llenarse de gotitas
de sudor. Miró al subinspector durante un rato sin decir nada, luego inspiró
y llenó los pulmones dispuesto a decir algo, pero cuando iba a hacerlo,
Salvador lo interrumpió:
-Ya que veo que no vas a contarme nada, te doy un par de minutos
para que tomes la última copa en, digamos seis o siete años.
-Se equivoca, subinspector.
-No, no me equivoco ¿Quieres la copa?
Asintió en silencio. Salvador hizo un gesto a la camarera señalando
la copa vacía y esperó a que la llenase.
-Estoy seguro de que detrás de todo esto está el Chino. Ve
calculando a quien le tienes más miedo, a él o a mí. Te voy a dar un par de
días para que lo pienses y luego continuaremos con esta conversación.
El Marinero vació la copa de un par de tragos y se levantó muy digno
hacia la puerta.
Cuando Salvador llegó a la comisaría el sol ya calentaba, tenía calor
y la camisa sudada pegada al cuerpo y comenzaba a arrepentirse de haber
hecho el camino de vuelta andando. Un paseo por la mañana estaba bien,

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pero dos el mismo día ya le parecían demasiado. En la oficina se dejó caer
sobre la silla frente a la mesa de trabajo y se dispuso a liquidar todo el
asunto de la cocaína, el Marinero y el pobre pringado que habían usado
como correo. ¿Por qué querría el Marinero que pillaran al chaval con el
paquete? ¿Sería de la competencia del Chino? Tenía que ser algo así.
-Salvador- oyó decir a su espalda y la voz aguardentosa de la
secretaria del comisario lo sacó de sus pensamientos. Seguro que ya le iba a
pedir todos los papeles que le debía. Le había prometido entregarlos ya tres
veces por lo menos.
Se volvió y sonrió.
-Ya sé que no puedes vivir sin mí, Lola, cariño. Pero no te
preocupes, dile al jefe que ahora mismo le preparo todo lo del asunto de la
cocaína. Acabo de detener al Marinero.
-Al jefe eso hoy no le importa nada, Salvador. Esta mañana han
aparecido tres muertos.
-¡Joder! Tres y todo. Cómo se nota que somos una gran ciudad.
-Toma ahí te he anotado las direcciones- la secretaria tendió un papel
que Salvador recogió-. Ha dicho el comisario que te vayas inmediatamente.
Salvador doblo el papel y lo guardo sin mirar en el bolsillo de la
camisa, junto al paquete de tabaco.
-Si lo dice el jefe… hasta luego, Lola.
Se levantó y dejó el despacho sin dejar de mirar a la secretaria. Al
girar, tras cruzar la puerta se dio de narices con su compañera Carmen
Martínez. Estuvieron a punto de irse al suelo los dos. Sobre todo ella, que
tuvo que colgarse de su cuello para no caerse.
-Vamos- dijo Salvador-, ven conmigo, tenemos trabajo.

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3

Carmen se encontraba incomoda. La mujer que tenía enfrente era en


realidad un poco más baja que ella, pero entre el peinado que con un
cardado levantaba el pelo rubio por encima de la frente y los afiladísimos
zapatos de tacón de aguja, parecía mucho más alta. Estaba muy maquillada
disimulando un moratón en el pómulo derecho y vestía una blusa blanca
tan ceñida como escotada que remarcaba su anatomía y su ropa interior de
igual modo. Hablaba muy atropelladamente y perdiendo constantemente el
hilo de lo que estaba diciendo. Era la segunda vez que la entrevistaba. La
primera vez había sido la semana anterior, cuando se había presentado en la
comisaría a denunciar los malos tratos a los que la sometía su marido. Ya
entonces, la denuncia había consistido en un torbellino de palabras y le
costó realmente entender lo que la mujer quería decir. La había atendido
por casualidad; durante aquellos días, con la carencia de personal que
padecían en la plantilla, todos tenían que hacer casi de todo y aquella
mañana, cuando la mujer llegó llorosa a la comisaría, fue ella la que estaba
más cerca. Después supo que habían detenido al marido y se olvido de la
mujer hasta la tarde anterior. Aquella tarde, como siempre hacía antes de
dejar la oficina, lo había recogido todo, había dejado la mesa de trabajo
ordenada, había dado también dos toques a la de Salvador que se
encontraba frente a la suya para que tuviera cierta apariencia de orden y se
disponía a marcharse a casa. Sonó el teléfono y la voz del comisario al otro
lado de la línea la asustó.
-Martínez, venga a mi despacho- el comisario fue seco y colgó sin
más explicaciones.
Ella también colgó y sintió como el corazón se le aceleraba. No le
gustaba entrar en general en el despacho del jefe y aquella tarde en
particular no le había gustado la voz del comisario Pombal. Era evidente el
mal humor. Estaba segura de que tendría problemas, que le caería una
bronca, aunque por mucho que lo intentaba no se imaginaba qué podía
haber hecho mal. Hacía tanto tiempo que no recibía una llamada así que ya
se había olvidado de los días en que llamadas como aquella eran lo
ordinario. A su mente acudieron un montón de recuerdos desagradables de
un lugar que ahora le parecía irreal y muy lejano y de un tiempo que no
quería más que olvidar. Hizo un esfuerzo por olvidarlos una vez más. Miró
a un lado y otro buscando la imagen de Salvador, pero no lo vio. Lo
maldijo por la habilidad que tenía para desaparecer y no hacer nada, para
estar invariablemente ausente en los momentos más importantes. Estaba
siempre a su lado para atufarla con el humo de los cigarrillos y cuando más
lo necesitaba desparecía. No había conocido a ninguna persona que tuviera

23
la serenidad de Salvador para enfrentarse a la autoridad. Le daba igual lo
que le dijeran, él era capaz de reírse en las mismas narices del comisario.
Inspiró profundamente, se atusó el peinado, recogió el bolso y se dirigió al
despacho del comisario. Durante el camino por los pasillos de la comisaría
no podía dejar de pensar qué sería lo que quería de ella y cómo se
enfrentaría a lo que fuese. A veces tenía la sensación de que provocaba una
especie de ira en los hombres cuando se sentaban tras una mesa de castaño
oscuro en un asiento de piel negra con respaldo alto.
Cuando llegó al despacho se detuvo un instante. La secretaría ya no
estaba así que se frustró su idea de preguntarle a ella lo que ocurría.
Tendría que entrar a ciegas al despacho. Llamó a la puerta y espero hasta
que oyó la voz del comisario Pombal que decía:
-Adelante-. La voz sonó seca y enérgica. Carmen dio un respingo
antes de abrir.
La puerta se abrió lenta y tímidamente.
-Ah, es usted, Martínez, pase y siéntese.
El ambiente del despacho estaba enranciado por el olor a tabaco. El
comisario cerró una carpeta que tenía abierta sobre la mesa y la miró
fijamente. Carmen temblaba por dentro. Los cinco segundos que el
comisario Pombal tardó en abrir la boca se le hicieron eternos.
-Tenemos un problema, Martínez.
El uso del plural la tranquilizó. Cuando Manuel Pombal usaba el
plural para referirse a un problema significaba que el problema era
fundamentalmente suyo. Se lo había explicado Salvador, “si dice que
vamos a hacer algo, es que lo vas a hacer tú, pero si dice que tenemos un
problema, es que el problema lo tiene él”. Probablemente en aquella
ocasión se iba a librar de la bronca. Le hubiera gustado saber si ella tenía
algo que ver con el problema, pero prefirió ser paciente y no decir nada.
Esperó a que el comisario continuase.
El comisario se revolvió incómodo en el sillón.
-No sé si recordará un caso de violencia doméstica que tuvimos la
pasada semana. Una denuncia por malos tratos que acabó con el marido
preso. Tiene que recordarla, fue el único caso de ese estilo que tuvimos esa
semana. Creo que fue usted la primera persona que le tomó declaración.
No tuvo que hacer ningún esfuerzo, lo recordaba perfectamente.
Efectivamente había tomado ella misma declaración a la mujer. Era un
torbellino que no dejaba de hablar y de llorar. Le había costado muchísimo
entenderse con aquella mujer ¿Habría hecho algo mal?
-Sí, lo recuerdo- dijo un poco asustada.
-¿Qué le pareció?
No comprendía bien la pregunta, pero le tranquilizó. Al parecer no
había hecho nada mal. No era ella la que tenía el problema. Se encogió de
hombros y abrió los ojos con aire interrogante. El comisario se explicó:

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-Quiero decir que… no sé, si notó algo que no le pareciera normal en
un caso como ese.
-Bueno, la mujer no dejaba de hablar. Era difícil entender lo que
quería decir, parecía estar muy nerviosa y pasaba de un tema a otro sin
ninguna lógica. Lloraba mucho también. Por lo demás, no sabría decirle…
-¿No notó ninguna contradicción en la declaración?
Hizo memoria durante unos segundos.
-No, la verdad es que no.
-Bien- el comisario hizo un silencio, inspiró profundamente y se
llevó ambas manos a la cabeza haciendo desaparecer los dedos entre los
rizos-, pues tengo la sensación de que tenemos un hombre inocente en la
cárcel-. Dicho esto retiró las manos de la cabeza y miró a Carmen como si
esperara que ella fuera a hablar, a emitir alguna opinión. Carmen le
devolvió la mirada irritada. ¿Por qué tenía que poner en duda la declaración
de la mujer? Ella era la víctima, no la culpable. Se mordió la lengua para no
decir nada. El comisario se dio cuenta enseguida-. Me imagino lo que está
pensando, Martínez- dijo, levantó la mano derecha en ademán de calma y
continuó-: pero no es eso. No se crea…
-No me creo nada, comisario. Esa mujer ha denunciado al marido por
malos tratos, el juez ha decretado prisión y en su momento, cuando llegue
el juicio, decidirá sobre su culpabilidad, pero de momento hay indicios…-
interrumpió Carmen que no pudo reprimirse.
El comisario sonrió. Pareció gustarle la interrupción de Carmen.
Siempre la había encontrado demasiado pusilánime y le gustaba que
mostrase cierto carácter.
-No haga juicios por adelantado, Martínez.
-No hago juicios, comisario, soy policía, pero convendrá conmigo
que…
-No, Martínez, no convengo nada con usted- afirmó seriamente el
comisario que no estaba dispuesto a iniciar una discusión sobre la violencia
de género con ella y aquella hora de la tarde y había decidido acabar ya
aquella conversación-. Digamos que por razones que no vienen al caso,
sospecho que puede haber un inocente en prisión, y eso me altera
profundamente, Martínez, y a usted debería preocuparle y alterarle
también, somos policías y nos pagan por detener a los culpables, pero sólo
a los culpables, así que quiero que mañana por la mañana mantenga una
conversación con esa mujer y averigüe todo lo que sea posible ¿entendido?-
Carmen asintió en silencio-. El motivo por el que le encargo esto a usted-
continuó el comisario después de detenerse un instante para tomar aire- es
precisamente su predisposición a encontrar al marido culpable y a ponerse
del lado de la mujer. Como verá, he sido lo más ecuánime posible-. Hizo
una pausa y miró el reloj-. Es tarde ya, supongo que querrá irse a casa.

25
Mañana por la mañana me informa de lo que haya averiguado. Buenas
tardes.
-Buenas tardes, comisario- dijo Carmen roja de ira.
La brusca despedida del comisario la enojó más que el encargo que
le había hecho. Parecía que nunca podría mantener una conversación afable
con un hombre sentado tras una mesa de castaño oscuro en un sillón de piel
negra con respaldo alto.
Aquella noche no durmió bien. Estaba acostumbrada al insomnio,
hacía tiempo que convivía con el, pero en la madrugada no pudo dejar de
pensar en la conversación con el comisario Pombal y la grosera manera en
que la había despedido del despacho. Le preocupaba también el encargo
que le había hecho, no sabía si en realidad el comisario la utilizaba como
coartada para tapar un prejuicio machista o si después de todo había de
reconocer que al elegirla a ella mostraba interés real por descubrir la verdad
y la utilizaba como garantía. Pero lo que de verdad le dolía era el tono
autoritario que había empleado con ella.
Sobre la mesa que había ordenado la tarde anterior encontró al llegar
a la mañana a la comisaría una carpeta roja con todos los datos relativos al
caso. Allí, en el interior de la carpeta estaba la declaración de la mujer, la
del marido y la de varios vecinos y la copia de un parte de lesiones. Con un
café de la máquina del hall en un vaso de plástico se acomodó y se dispuso
a leer el contenido de la carpeta. Lo leyó lentamente y con atención y al
acabar alzó la mirada y buscó con la vista a su compañero Salvador, pero
no vio más que la mesa vacía y desordenada. Miró el reloj, ya casi eran las
diez y Salvador aún no había llegado. Se estaba pasando con la hora, pensó.
De pronto recordó que aquella mañana no iría por la comisaría, tenía un
asunto de cocaína entre manos y le había contado que iba a detener a un
tipo. Volvió a mirar el reloj. Lamentó no poder comentar el asunto con
Salvador, no era un policía muy trabajador, de acuerdo, pero tenía un olfato
impresionante; aunque a ella, después de haberlo leído todo, le parecía que
el marido era un maltratador de libro. Decidió llamar a la mujer y citarla en
la comisaría. Buscó el teléfono en la carpeta y la llamó. Era un móvil. El
timbre sonó varias veces antes de que respondiese. Reconoció la voz
enseguida.
-¿Dolores Álvarez?- preguntó, pese a no tener duda alguna de que
era ella la que contestaba.
-Si ¿quién llama?
-Soy la agente Martínez, de la comisaría de policía, me gustaría
hablar con usted sobre la denuncia que ha presentado.
Hubo un breve instante de silencio.
-Ah, sí- dijo la mujer.
-¿Podría venir por la comisaría?
Esta vez la mujer respondió inmediatamente:

26
-¿Por la comisaría? Claro, claro, por comisaría, por la denuncia,
claro. La comisaría me queda muy mal, mire, yo estoy, no sabe, es que
estos días tengo, estoy muy ocupada y, claro, si me desplazo hasta la
comisaría, ello supondrá para mí una pérdida de tiempo, es que no sé si
sabe, pero estoy con la colección de verano que, como este año ha venido
el tiempo tan malo, porque, ya ve, no ha dejado de llover en toda la
primavera, que vaya mes de marzo que hemos tenido, ha sido uno de los
peores que se recuerdan…
-Dolores- Interrumpió Carmen.
-¿Sí?
-¿Dónde está usted ahora?
-¿Ahora? En la tienda. Ya le digo que…
-No, no me diga nada, me hago cargo. ¿La dirección de la tienda-
Carmen miró los datos de Dolores que tenía en la carpeta- es la que nos dio
el día que hizo la denuncia?
-La tienda es de bisutería, ¿sabe? Es pequeña, pero con mucho gusto.
-¿Avenida Buenos Aires?-. Carmen estaba dispuesta a que hablase
sólo lo necesario.
-Eso es, en la avenida de Buenos Aires, justo en la esquina con…
-Estaré allí en quince minutos- dijo Carmen y colgó el teléfono antes
de que Dolores Álvarez le explicase el plano callejero de la ciudad de
Orense.
Era una mañana agradable de abril, la primera mañana después de un
mes seguido de lluvia. El aire parecía aún húmedo y fresco, como su
alguien lo hubiese renovado en toda la ciudad; además olía a jazmín.
Carmen se demoró todo lo que pudo antes de llegar a la tienda de bisutería.
Le daba pánico enfrentarse a la verborrea descontrolada de aquella mujer;
además no sabía cómo hacer lo que iba a hacer y no le gustaba nada
hacerlo. Se sentía mal y utilizada por Pombal como coartada. Antes de
entrar observó durante un par de minutos la tienda desde la acera contraria.
Frente a ella tenía un escaparate tan lleno de bisutería que no dejaba ver el
interior que sólo podía vislumbrar a través de la puerta y sobre ella un
cartel en tonos verdes que anunciaba: FANTASÍAS Y COMPLEMNTEOS
LOLI.
El local era pequeño, no más de veinte metros cuadrados, pero todos
y cada uno de ellos atestado de pulseras, collares, fulares, cinturones,
bolsos y pendientes. Es que también vendo complementos de todo tipo, no
sólo bisutería, le explicaría más tarde Dolores Álvarez. Carmen abrió la
puerta y una campanilla tintineó. La miró un poco sorprendida, no
alcanzaba a comprender la necesidad de la campanilla en un local de aquel
tamaño. Miró al frente y no vio trastienda alguna que justificase la
campanilla.

27
La mujer la reconoció enseguida. Dejó sobre el mostrador el plumero
que sostenía en la mano y lo rodeó para saludarla.
-Usted es la policía- dijo mientras se situaba frente a Carmen con sus
vaqueros ceñidísimos al igual que la blusa blanca cruzada, sus zapatos de
tacón de aguja y el pelo rubio cardado.
Carmen la miró despacio antes de decir nada. Calculó que no era más
alta que ella, aunque lo pareciese por los zapatos y el cardado.
-Siento no poder invitarla a sentarse, pero como verá no tengo ni una
silla. También siento que haya tenido que venir hasta aquí, pero ya ve. Lo
tengo todo manga por hombro, tengo que colocar la nueva colección y voy
retrasadísima.
-No se preocupe- interrumpió Carmen-. Me gustaría preguntarle
algunas cosas, no tardaré mucho-. Abrió el bolso y extrajo una libreta.
-Dígame, dígame. Yo le contestaré a todo lo que quiera.
Carmen no albergaba ninguna duda de que así sería.
-Necesitamos aclarar…- no sabía como llevar aquel asunto-.
Necesitamos aclarar algunos puntos, ya sabe, es necesario que todo esté
claro para el juicio.
La campanilla tintineó. Carmen se volvió y vio una mujer de unos
cincuenta años que cruzaba la puerta.
-Buenos días, Loli- saludó la recién llegada.
-Buenos días, Paquita. Ahora mismo te atiendo.
Carmen agradeció la interrupción, le daba tiempo para pensar y
decidir lo que iba a hacer.
-No se preocupe por mí. Atienda a la señora, yo espero- dijo, se
volvió a mirar la calle y se desentendió de las dos mujeres. Si Dolores
Álvarez había sido maltratada no tenía ningún derecho a hacerle rememorar
inútilmente el infierno que sin duda había vivido. Acaso lo mejor era
hacerle un par de preguntas tontas y decirle a Pombal que todo era correcto,
que no había ningún inocente en prisión. Estaba convencida de que no lo
había.
-Esta señora es policía- oyó decir a su espalda-. Ha venido para
preguntar algunas cosas sobre José Luís.
-¡Menudo sinvergüenza!- exclamó la clienta mirando directamente a
Carmen y haciendo un gesto con la mano derecha que reafirmaba lo que
había dicho. Luego, tras un breve silencio, volviendo la vista a Dolores,
continuó-: bueno, entonces mejor me voy sin entretenerte.
La campanilla sonó de nuevo y la mujer se fue. Carmen y Dolores
quedaron frente a frente y en silencio. Las pocas dudas que la policía
albergaba sobre la violencia del marido se disiparon por el comentario de la
clienta.
-Bueno, usted dirá- Dolores interrumpió el silencio- cuales son esas
cosas que quería aclarar.

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¿Qué le podía decir? inspiró profundamente. Tres preguntas, decidió,
tres preguntas y a la comisaría.
-Sí…- comenzó diciendo-, lo primero es lo del parte de lesiones.
Usted declaró que se había golpeado con la esquina de una puerta.
-Sí, me di contra la puerta, casi me rompo la nariz.
-Ya, pero él la empujó.
-No, no. Tropecé con la alfombra y me caí. Estuve a punto de
romperme la nariz. Mire, aún tengo que maquillarme mucho para que no se
note nada. No se nota ¿verdad?
Eso no era lo que se desprendía de todo lo que había leído. No podía
creer lo que estaba oyendo. Decidió empezar por el principio.
-¿Cuántas veces ha tenido que ir a urgencias?
-A urgencias… sólo el día de la puerta.
-¿Ha tenido algún golpe más?
-No, no soy muy patosa. Sólo aquel día. El de la puerta, digo.
-¿Podía decirme exactamente lo que ocurrió?
-Claro, mi marido y yo estábamos discutiendo, como siempre. Es
imposible vivir con él sin discutir. No hace más que gritar. Todo le parece
mal, nada está bien nunca. Un día arrojó un bote de tomate contra la pared
porque no era Orlando. Fíjese, el señorito sólo puede tomar tomate
Orlando. No se imagina cómo puso la pared. Luego, la que la tuvo que
limpiar fue una menda. Y si la camisa no está como el señorito quiere…
-Me iba contar lo que ocurrió aquel día…
-Ah, sí. Como le decía estábamos discutiendo, discutimos mucho
¿sabe? Bueno, es él, discute con todo el mundo.
-Ya me lo ha dicho ¿qué paso…
-Sí, aquel día. Aquel día tenía la ropa recién planchada y llegó a casa
y dejó la ropa sucia sobre la de la plancha. Es electricista, ¿sabe? y venia
lleno de grasa. Cuando lo vi empecé a quejarme y él tiró toda la ropa al
suelo y empezó a pisarla y a patearla. Yo le dije que iba a hacer lo mismo
con sus herramientas, salí de la habitación, el venía detrás de mí, tropecé
con la alfombra y me caí contra la puerta y ya ve-. La mujer señaló la cara.
Carmen no veía nada, sólo maquillaje. Una enorme duda le asaltó de
pronto. Hizo una pregunta directa:
-¿Su marido le ha puesto alguna vez la mano encima?
-No-. La respuesta fue simple y seca.
-Nunca le ha pegado.
-No- repitió la mujer un poco sorprendida.
Carmen meditó un instante y dijo:
-Su marido es un grosero, mal educado, egoísta que sólo piensa en él
y cree que todo gira a su alrededor, que nunca está contento con nada, que
sabe más que nadie, vamos que lo sabe todo…
-Vaya, parece que haya estado casada con él- dijo la mujer y sonrió.

29
-¿Por qué lo ha denunciado?- preguntó Carmen
-Por todo lo que ha dicho usted, lo ha explicado muy bien- respondió
Dolores mirándola como si fuera tonta.
No podía creer lo que estaba ocurriendo. Pombal tenía razón. Lo que
era incapaz de entender era cómo había ocurrido aquello. Estaba segura de
que la mujer nunca había acusado al marido de pegarle, era algo que todo el
mundo había dado por sentado. Tenía que volver a leer todas las
declaraciones y a hablar con Pombal. Guardó la libreta en el bolso sin
haber anotado nada y se despidió.
-¿Ya han quedado todas las cosas claras?- preguntó la mujer.
-Sí, sí. Todo está claro ya. Buenos días.
-Vuelva cuando quiera. Un día que no tenga trabajo y miramos si
encontramos algo para usted. Es muy guapa y tengo aquí un montón de
cosas que le sentarían estupendamente.
Abrió la puerta y la campanilla tintineo sobre ella. La mujer la miró
partir sonriente al otro lado del cristal.
De camino a la comisaría no podía dejar de pensar que en aquel
momento había un hombre en la cárcel que estaba allí por grosero y mal
educado. Caminó aprisa, tenía que leer urgentemente todo el expediente
para comprender cómo había ocurrido aquello y luego hablar con el
comisario. Estaba segura de que alguien se llevaría una buena bronca, pero
esta vez no sería ella. Sumergida en sus pensamientos llegó a la comisaría,
subió a la primera planta y justo cuando iba a cruzar la puerta del despacho,
Salvador se le echó encima. Estuvo a punto de irse al suelo y tuvo que
aferrarse a él para no caerse. El la sujetó con fuerza para que no se fuera al
suelo. Se separó de su compañero esperando escuchar algún improperio o
algún comentario mordaz, pero todo lo que oyó decir fue:
-Vamos, ven conmigo, tenemos trabajo.

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4

-Espera- protestó Carmen-, tengo un asunto urgente.


-Ya lo he visto, ya, pero ¿tan urgente es? Se que soy irresistible, pero
tanto…-respondió Salvador
Ya sabía ella que tarde o temprano el improperio llegaría. Era como
en los relámpagos, no podía faltar el trueno, podía llegar tarde, pero faltar
no. Prefirió hacer como si no hubiese oído nada.
-Tengo que hablar con Pombal- dijo muy seria.
-Ah, era eso. Tonto de mí, me había hecho ilusiones. Pues me parece
que no va a poder ser, por lo que he oído, el jefe no está lo que se dice
disponible esta mañana.
-Tengo que hacer algo, leer una declaración, y luego hablar con
Pombal. Es importante. Muy importante.
-Importante- repitió Salvador- ¿Más que los tres muertos que tiene
encima de la mesa?
Carmen lo miró desconcertada.
-Ven, vamos que te cuento por el camino lo poco que sé. Bueno,
aunque realmente no sé nada- dijo y se volvió y comenzó a caminar. Ella
lo siguió en silencio.
En el mismo instante en que puso el primer pie en la calle, Salvador
encendió un cigarrillo. Al sacar la cajetilla de tabaco del bolsillo se quedó
en la mano con el papel que Lola le había entregado con las direcciones
donde habían ocurrido las muertes.
-¿Qué es eso de los muertos?- preguntó Carmen.
Salvador no dijo nada, exhaló el humo del cigarrillo, le tendió el
papel y ella lo desdobló y leyó en voz alta:
-Avenida de Buenos Aires y Calle Concejo. ¿Es ahí donde tenemos
que ir?
-Supongo. Como no me han dicho nada sobre que es lo que hay que
hacer primero, nos vamos a empezar por la avenida de Buenos Aires.
Comenzaron a caminar en silencio. Al llevarse la mano a la boca
para fumar el cigarrillo que sostenía, Salvador pudo apreciar que tras el
encontronazo con ella se le había pegado su perfume. La mano le olía a
vainilla. El perfume trajo a su cabeza el encontronazo que habían tenido
con la imagen de Carmen cayéndose hacia un lado y sujetándose a él en
una especie de abrazo. Disimuladamente, se llevó la mano al cuello y la
pasó por donde ella se había colgado. Aún podía sentir el contacto de sus
manos ligeramente húmedas sobre él y la cara pegada a la suya, con el
pelo haciéndole cosquillas, pero sobre todo, lo que se le había pegado al
cerebro y no dejaba de dar vueltas por él una y otra vez, era el recuerdo del
contacto elástico y firme del fantástico pecho de Carmen contra el suyo y

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las sensaciones de sus propias manos que la abrazaban para que no se
cayera. Luego, como postre, la sonrisa un poco azorada que ella le había
dirigido al recobrar el equilibrio. Intentó apartar el pensamiento de la
cabeza, arrojó el cigarrillo al suelo e inspiró profundamente. Tan
profundamente que ella lo miró y sonrió de nuevo. El efecto fue
demoledor, el recuerdo de aquel pecho oprimido contra el suyo afloró de
nuevo. Esta vez con más intensidad.
-¿Te ocurre algo?
-No. Nada.
Encendió otro cigarrillo para olvidar su aroma.
-Fumas demasiado- dijo ella.
Diez minutos después cruzaban delante de la puerta de la bisutería en
la que Carmen había mantenido su conversación con Dolores Álvarez. Sin
dejar de caminar, aunque aminorando el paso, miró al interior. Allí estaba
la mujer enseñando una pulsera o algo parecido que sujetaba en la mano
izquierda a una clienta. Al hacerlo no dejaba de hablar. Aceleró un poco
para alcanzar a Salvador
-No me digas que vas a hacerme un regalo por haber impedido que te
cayeras.- dijo él.
-No, estaba pensando…- se detuvo, se dio cuenta de que iba a
responder como si él estuviese hablando en serio-. No, no te iba a hacer
ningún regalo.
Volvieron a caminar en silencio.
-¿Qué me ibas a decir antes?- Preguntó Salvador al cabo de un par de
minutos.
Ella volvió la vista un instante.
-Nada, era sólo que… ¿qué te parecería detener al alguien y
mandarlo al trullo sólo por tener mala educación?
¿Se refería a él? Esperaba que no.
-Hombre, reconozco que no he ido a un colegio de pago, pero
tampoco es para tanto.
-Eres un payaso. Hablaba en serio.
-¿Por qué lo preguntas?
-Por nada. Déjalo, no tiene importancia.
No tuvieron que buscar ningún número, desde lejos, frente al portal
que buscaban, vieron que se arremolinaba un montón de gente y varios
coches, dos de la policía, una ambulancia y los de los curiosos que
aminoraban la marcha al circular con la esperanza de ver algo, lo que fuera.
Era un edificio de unos cuarenta años, con un portal estrecho, húmedo y
oscuro. Estaba recién pintado, pero la pintura no le había lavado la cara
suficientemente. El edificio en origen no tenía ascensor y se notaba que
habían añadido uno recientemente. El hueco de la escalera que había

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quedado tras la colocación del ascensor era tan estrecho que permitía el
paso de una persona casi con dificultad.
-Es el primer piso, así que caminando, que hay que hacer ejercicio-
dijo Salvador haciendo un gesto exagerado de cortesía y cediendo el paso.
Carmen desfiló delante suyo y él se detuvo a observar sus caderas y
glúteos moverse bajo el vaquero de un lado a otro con una armonía que
parecía imposible en el mundo de lo real, hasta que ella giró en el pequeño
descansillo y desapareció de su vista. Avanzó tras Carmen y la alcanzó en
el rellano de la primera planta. Había tres puertas. La de la derecha estaba
abierta de par en par y por el pequeño hueco de las otras dos, entreabiertas,
asomaban sendas cabezas para otearlo todo. La puerta abierta había sido
forzada y conducía a un largo pasillo que se oscurecía conforme se alejaba
de ella.
La mujer estaba bocabajo con la mitad del cuerpo en la cocina y la
otra mitad en el pasillo que llegaba hasta ella. Era un pasillo largo, oscuro y
estrecho que a un lado y a otro se abría a las diferentes habitaciones de la
casa. Los dos lo recorrieron lentamente y tras el cadáver de la mujer, junto
a un policía de uniforme, vieron al inspector jefe Carreiro. Salvador lo
saludó desde el pasillo. El inspector jefe pareció verse liberado por la
presencia de Salvador en la casa; rodeó con mucho cuidado a la mujer
muerta y se dirigió hacia él.
-Te dejo a cargo de todo, Salvador. Yo me voy a la calle concejo. No
sé si sabrás, pero allí hay dos muertos más.
-Algo he oído-. Salvador miraba sin pestañear el cadáver de la mujer.
El profundo olor de la sangre borró todo el rastro que quedaba en él del
perfume de Carmen.
-Bien, aquí hay lo que ves, nada más. Supongo que habrá sido el
marido, aunque acabo de llegar y no he tenido tiempo de nada más que
echar una ojeada. Bueno, tú hazte cargo de todo-. Luego se volvió hacia
Carmen- usted, Martínez, venga conmigo- a ella siempre la trataba de
usted-. Salvador no necesita a nadie aquí, creo que se las puede apañar bien
él solo.
Carreiro comenzó a caminar por el pasillo y dejó a la vista la mitad
del cuerpo de la mujer que ocultaba con el suyo propio. Carmen lo miró
durante un instante, sonrió a modo de despedida a su compañero y luego se
volvió para seguir al inspector jefe. Mientras marchaba tras él por el pasillo
se le vino a la cabeza la imagen de Dolores Álvarez. La preocupación que
tenía porque el marido estuviese preso se desvaneció de repente.
Salvador devolvió la sonrisa a Carmen y observó cómo se alejaba
por el pasillo. Le pareció que la de su compañera había sido una sonrisa
cargada de tristeza. Cuando ella desapareció se volvió y miró el cuerpo de
la mujer muerta. Aunque estaba tendida bocabajo y no podía verle apenas
la cara, calculó que tendría entre cincuenta y sesenta años, probablemente

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más cerca de los sesenta que del medio siglo. Parecía una mujer corpulenta,
aunque no alta. Llevaba puesto un camisón y sobre él una bata azulada,
ajada y descolorida, pero sin una sola mancha. Estaba completamente
rodeada por un charco de sangre y había dejado un rastro desde el centro de
la cocina hasta donde se encontraba en aquel momento. Probablemente la
habían golpeado en la cocina, no había perdido la conciencia enseguida y
había intentado llegar hasta un teléfono para pedir ayuda. Eso fue lo que
pensó Salvador y, con cuidado de no pisar la sangre, entro en la cocina y la
registró con una ojeada rápida buscando un teléfono. Como había
imaginado no encontró ninguno. Luego volvió al pasillo y a través de él a
un salón que se encontraba casi frente a la cocina. Allí estaba el teléfono,
negro, nacarado y silencioso. Volvió hacia el cuerpo de la mujer y
rodeando de nuevo el charco de sangre se inclinó sobre ella. Vio que el
golpe lo había recibido en la sien derecha y le había producido un gran
desgarro en la piel que le llegaba hasta la ceja. Aún así, a Salvador le
parecía que había demasiada sangre en el suelo. Seguramente habría más
golpes y más heridas. Se fijó un poco más y vio que por el oído derecho
salía un pequeño reguero de sangre que le llegaba hasta la boca entreabierta
donde se mezclaba con un hilillo de saliva. Se incorporó y ojeó otra vez la
cocina. Esta vez buscaba el objeto con el que la habían golpeado. Era una
pieza alargada con las paredes alicatadas de blanco; al fondo había una
ventana, a la derecha una mesa de formica grisácea y dos sillas y a la
izquierda estaban los fogones, el fregadero y los armarios. Todos los
muebles eran de la misma formica gris claro. Sobre la mesa, aún sin
recoger, había una taza con restos de café, un bote de mermelada sin cerrar
y migas de pan esparcidas por toda ella mezcladas con gotas resecas de
café. Al otro lado, sobre uno de los fogones, descansaba un cazo manchado
aún con restos de leche. El fregadero estaba vacío, al igual que el resto de
la meseta. Salvador se acercó a la ventana y se asomó. Vio un patio de
luces de paredes desconchadas lleno de ropa tendida, lo miró durante un
buen rato hasta casi olvidarse de donde estaba. Se volvió distraído y
apareció ante él la desagradable imagen del cadáver de la mujer. Inspiró
profundamente. Le hubiera gustado fumar un cigarrillo, por lo menos
taparía el olor a sangre, pero le pareció que a la dueña de la casa no le
gustaría. No había restos de tabaco por ningún lugar. Ni ceniceros. Se
agachó y vio que bajo la mesa, cerca de una esquina, había una pesada
sartén. La recogió con cuidado y la observó con atención. En el reverso,
grueso, de acero, con los bordes bien afilados, tenía grabado un texto
circular que decía: electric, vitrocer, gas, inducción. Sólo le falta la
indicación de su último uso, pensó Salvador mientras miraba las gotitas de
sangre seca que había en una parte del borde, aunque no se imaginaba
escritas las palabras “cabeza de mujer” entre gas y vitrocer. Luego se la
entregó al agente uniformado que lo acompañaba.

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-Guarda esto. Prueba número uno- dijo.
El agente la tomó con cierta aprensión.
Volvió a recorrer la cocina buscando el rastro de alguna pelea, pero
no encontró nada que lo indicara. Después dejó la cocina y desde el pasillo
recorrió una a una las habitaciones de la casa. Estaban todas a oscuras, con
las persianas bajadas. En el dormitorio, la cama revuelta, aún sin hacer y
todo lo demás pulcro y ordenado. En la salita vio una fotografía de una
pareja con un niño. La tomó y se fue con ella a la cocina. Miró el cadáver
de la mujer. Era ella. Más joven y con unos cuantos quilos menos, pero era
ella. Miró detenidamente la cara del hombre intentando memorizarlo bien.
No era más alto que ella, delgado, estrecho de hombros y con poco pelo en
la cabeza, negro y peinado a un lado para disimular la calvicie. Depositó la
fotografía sobre la mesita en la que la había encontrado. Salió al rellano y
encendió un cigarrillo. Las cabezas que miraban tras las dos puertas
entreabiertas desaparecieron. Aspiró profundamente e intentó hacerse una
composición de lugar. La había matado por la mañana, aquella misma
mañana, después de que le preparara el desayuno. Seguramente discutieron
y a él se le fue la mano, la golpeó con lo primero que encontró y la mala
suerte quiso que fuera una sartén de acero inoxidable. Inoxidable para que
no se estropease con la sangre. Si la noche anterior no hubiesen cenado
ningún frito, a aquella hora la mujer estaría viva, pensó, puede que con un
ojo morado, pero viva. Le parecía más que probable que en aquel momento
el marido estuviese trabajando donde quiera que trabajara sin tener ni la
más mínima idea de lo que le había hecho a su mujer. La habría golpeado
tantas veces sin que nunca ocurriera nada que no tendría razones para
pensar que esta vez habría de ser diferente. Tiró el cigarrillo al suelo y lo
pisó. Miró a las puertas que tenía frente a él y llamó a una de ellas
eligiéndola al azar. Abrió una mujer al instante. Era evidente que había
estado observándolo por la mirilla. Era una mujer delgada y alta de entre
cincuenta y sesenta años. Tenía el pelo completamente gris, tan gris que
tomaba, a la luz fosforescente de la escalera, tintes azules. A Salvador le
pareció una mujer elegante.
-Subinspector Montaña- dijo-. De momento, soy el encargado del
caso. ¿Podría contestarme a unas preguntas?
-Claro, pase, inspector, pase.
-Subinspector- dijo Salvador y caminó tras ella por un pasillo oscuro
muy similar al de al casa del cadáver.
La mujer lo acomodó en una salita que al igual que el pasillo parecía
la hermana gemela de la que había visto en casa de la mujer asesinada. Los
muebles eran distintos, el color de las paredes, diferente, y en las fotos que
la adornaban había otras personas, pero el ambiente era exactamente el
mismo. La mujer se sentó frente a él, cruzó las piernas y esperó a que
comenzara el interrogatorio. Salvador extrajo la libreta del bolsillo y la

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miró estúpidamente. ¿Qué iba a preguntarle si sabía perfectamente quien lo
había hecho?
-¿Sabe dónde está el marido?- preguntó al fin.
-La ha matado ¿verdad?
-Eso parece- asintió.
-No, si algún día tenía que ocurrir.
-¿Discutían mucho?-. Salvador no sabía porqué se lo preguntaba.
Estaba seguro de que la respuesta sería afirmativa.
-Constantemente.
-¿Esta mañana, oyó algo?
La mujer dudó un instante.
-No, no, hoy nada. La verdad es que me levanté tarde. No duermo
muy bien y me suelo quedar dormida de madrugada.
Salvador estaba seguro de que mentía. Lo había oído todo, como en
todas las demás ocasiones, pero no había hecho nada, como en todas las
demás ocasiones. Salvador abrió la libreta y volvió a la pregunta inicial:
-¿Sabe dónde puede estar el marido?
-¿Valentín? No sabe nada, ¿verdad? Seguro que está trabajando. Él
es muy trabajador.
Muy trabajador, claro. Y buena persona, seguro. Con mal carácter,
pero buena persona.
-Ya, ¿puede decirme dónde trabaja?
-Sí, trabaja fuera. Trabaja por su cuenta, se dedica a hacer chapuzas,
ya sabe y, la verdad, no sé dónde estará trabajando ahora.
Salvador tomó nota.
-En la casa he visto una foto de ellos dos con un niño, supongo que
tienen algún hijo.
-Sí, sí- se apresuró a responder la mujer-, tienen un hijo, pero vive en
Barcelona. Hará un par de años que se fue. Trabaja allí. Es mecánico
¿sabe?
-Ya-. Salvador volvió a anotar en la libreta-. Muy bien. Muchas
gracias. Una cosa nada más ¿sabe a qué hora suele regresar a casa después
del trabajo?
-No… eso no lo sé.
Dejó la casa y llamó en la puerta de al lado. Le abrió una mujer de la
misma edad que la anterior, pero más baja y no tan delgada.
-Soy el Subinspector Montaña- se presentó.
-Pase, pase, inspector. ¡Qué desgracia más grande!
-Subinspector- dijo Salvador.
-Yo fui la que llamó a la policía ¿sabe?
Se acomodaron en una salita diferente de las anteriores, era más
alargada y luminosa. Tenía un gran ventanal que ocupaba casi toda una
pared.

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-¿Por qué llamó a la policía? ¿Qué fue lo que ocurrió?
La mujer movió de un lado a otro la cabeza en un gesto de pena y
resignación.
-Ocurrió lo de siempre, no sé imagina la de veces que los he oído
gritar. A él dar voces como un energúmeno y a ella quejarse. Con estas
paredes, ya sabe, se oye todo.
-¿Había llamado más veces a la policía?
La mujer se revolvió incómoda en su asiento.
-La verdad es que no.
-¿Por qué llamó esta vez, entonces?
-Cuando él se fue, estuve oyendo durante un rato un lamento, luego
cesó. Mire, me pude muy nerviosa, estaba segura de que le había pasado
algo grave, no me pude aguantar y llamé a la puerta. No contestaba nadie.
Entonces les llamé a ustedes, estaba segura de que…- la mujer calló.
Salvador guardo silencio un momento.
-¿Sabe dónde puede estar el marido?
-Estará trabajando.
-No sabrá dónde.
-Se dedica a sus chapuzas, así que puede estar en cualquier parte,
pero a las siete seguro que lo encuentra en un bar que se llama la Perdiz.
Está en el casco viejo, no sé si lo conoce- Salvador asintió-. Todos los días
después de volver del trabajo para en ese bar- continuó la mujer-. Es
porque guarda la furgoneta allí cerca ¿sabe? Me lo ha dicho mi marido.
Antes solía ir también él, pero desde lo del infarto ya no sale apenas, el
pobre.
Salvador hizo otra anotación en su libreta. Tenía la sensación de que
en aquel lugar no quedaba nada que hacer. Se despidió de la mujer y
abandonó la casa. Al salir se encontró con los encargados de llevarse el
cadáver de la mujer. Discutían de malos modos sobre cómo lo iban a bajar
por aquella escalera tan estrecha. No les cabría ningún ataúd. Los saludó
interrumpiendo la discusión y se fue camino de la calle Concejo. Allí había
otra pareja esperando a que fueran a llevársela.

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Carmen miró durante un instante el cadáver de la mujer tendido


sobre el suelo del pasillo oscuro y se volvió para seguir al inspector jefe
Carreiro. Sólo vio el cuerpo de la mujer durante un instante, pero la imagen
le quedó clavada en los ojos y le llegó hasta lo más hondo del cerebro. La
cabeza aplastada contra el suelo, la sangre en la boca que casi la ahogaría si
no estuviese ya muerta y los ojos vidriosos mirando sin sentido el suelo del
pasillo. Sin querer le vino a la cabeza la preocupación que traía con ella
cuando llegó a la casa, el recuerdo del hombre que estaba preso sólo por ser
grosero y maleducado y que había olvidado afloró de nuevo a su mente . La
imagen de la mujer inerte, muerta, con el rostro inexpresivo le recordó a
Dolores Álvarez y su verborrea incontrolada. ¿Cómo sería aquella mujer
antes de morir? ¿También hablaría sin cesar o sería callada y silenciosa?
¿Caótica? ¿Ordenada? ¡Qué importaba ya! Nada valía tendida bocabajo de
aquel modo en el pasillo de su casa. Le asaltó un sentimiento de rabia que
sin querer derivó hacia el marido de Dolores. De pronto dejó de importarle
que estuviera preso sólo por ser grosero y maleducado. El castigo de
aquella mujer había sido mucho mayor que la cárcel y seguro que su
pecado era mucho más leve.
Se despidió de Salvador con un gesto y una sonrisa forzada y siguió
el paso lento del inspector jefe.
El inspector jefe Carreiro no era hombre dado a caminar, así que
tomó el ascensor y una vez en la calle, usaron un coche para llegar hasta la
calle Concejo. Los acompañó un policía uniformado que no dijo una sola
palabra en el camino. Aquella mañana y a aquella hora la ciudad estaba
realmente atascada, más parecía una mañana lluviosa de invierno que una
luminosa de primavera. Durante un buen rato no pudieron avanzar en
ningún sentido. El inspector jefe estaba impaciente, el otro policía parecía
completamente indiferente a todo lo que pudiera ocurrir y Carmen tenía la
cabeza en otro lugar. No podía dejar de pensar en la mujer muerta y en
Dolores Álvarez y su marido. Al llegar a la calle Concejo, Carmen miró el
reloj. Estaba segura de que habían tardado mucho más que si hubiesen ido
caminando.
La calle Concejo estaba particularmente congestionada con varios
coches aparcados en doble fila. Dos vehículos de la policía frente al portal
al que ellos se dirigían contribuían notablemente al atasco. Cuando
descendieron del coche sonaba una cacofonía de cláxones. Daba la
sensación de que era una orquesta en la que cada maestro afinaba el
instrumento por su cuenta y que de un momento a otro, cuando un director

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que no veía por ninguna parte lo indicara, comenzarían a tocar todos juntos
la misma pieza.
El portal era amplio y luminoso. A la derecha había un sofá negro y a
la izquierda un pequeño mostrador que antaño debió de ocupar un portero.
Ahora no había nadie tras él y estaba lleno de la correspondencia que no
recogía ningún destinatario y un montón de panfletos de colores llamativos
con las ofertas de frutas y verduras de un supermercado. Sentado en el sofá
descansaba un policía que se incorporó inmediatamente al ver al inspector
jefe. Carreiro lo miró con gesto severo, pero ni aún así asomó al rostro
redondo del inspector jefe ningún asomo de enfado.
-Tercera planta- dijo el policía.
¿Hay alguien arriba?
-Un par de compañeros.
Tuvieron que esperar un buen rato por el ascensor. Carmen notó que
Carreiro, aunque intentaba disimularlo, estaba muy impaciente. Pese a ello,
cuando el ascensor se detuvo en la tercera planta y se abrió la puerta, le
cedió el paso cortésmente. La puerta de la vivienda estaba abierta de par en
par y mostraba evidentes signos de haber sido forzada. El rellano era
amplio y lo ocupaban dos policías de uniforme. Uno de ellos fumaba un
cigarrillo. Al ver al inspector jefe de la brigada judicial lo arrojó y saludó
con la misma mano. Carreiro hizo un gesto interrogativo al mismo tiempo
que preguntaba:
-¿Por ahí?
-En el salón-. La respuesta del policía fue seca.
Carreiro volvió a ceder el paso a Carmen frente a la puerta de la
vivienda, pero ella sonrió y le indicó que pasase él primero. Él dudó un
instante, devolvió la sonrisa y cruzó el umbral. Había un pequeño recibidor
que con varias puertas a ambos lados y al frente. La luz estaba encendida,
un halógeno que daba una iluminación blanca y brillante que hacía que
pareciese que el resto de la casa estaba casi a oscuras. Una de las puertas
que se abrían al recibidor era doble, corredera y de cristales decorados
como si fueran plomados. Estaba completamente cerrada. Carreiro apagó la
luz y los cristales de la puerta parecieron encenderse e iluminarse de
pronto. Supuso que aquella era la entrada que daba al salón. Avanzó hacia
ella lentamente y la abrió con decisión.
El espectáculo que se encontraron al abrir la puerta fue espeluznante.
El salón tenía un amplio ventanal con las cortinas abiertas de par en par que
dejaba que todo el sol de la mañana se colase en el interior de la casa para
caer sobre el cadáver de la mujer. El cuerpo descansaba en el suelo, de
espaldas, con los ojos muy abiertos como si buscase algo en el techo.
Estaba vestida con un camisón de raso que se le pegaba completamente al
cuerpo y dibujaba su anatomía, aún joven y un poco excesiva. En el pecho
tenía una gran mancha de sangre. El hombre estaba a su izquierda, sentado

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en un sillón, con la cabeza echada hacia atrás sobre el respaldo. Los brazos
colgaban inertes a ambos lados y bajo el derecho había una pistola en el
suelo. Tras él, en la pared, había una mancha de sangre que comenzaba a
secarse.
Carmen vio como el inspector jefe se encaminaba primero hacia la
mujer. Ella entró tras él en el salón. Lo primero que le asaltó, antes que el
destello de luz del ventanal, fue el olor dulzón de la sangre. Carreiro se
acuclilló, se inclinó sobre el cadáver y lo observó detenidamente. No tenía
ninguna lesión a la vista más que dos pequeñas manchas circulares en el
pecho, una muy cerca de la otra, de donde había brotado la sangre. Luego
se puso en pie con cierta dificultad y rodeó el cuerpo inerte. Carmen se le
acercó y lo fue siguiendo en la inspección. Cuando hubieron dado una
vuelta completa, en completo silencio, Carreiro se volvió y se dirigió al
hombre que lo esperaban paciente e inmóvil. Primero miró tras el sillón
para ver el agujero de salida de la bala, luego echó un vistazo a la mancha
de la pared y, por último, rodeó el sillón observó al hombre muerto de
frente. Con la cabeza echada hacia atrás y los ojos desorbitados, parecía
que lo que la mujer miraba en el techo con tanta atención a él le hubiese
asustado.
Al acabar la inspección Carreiro entrecruzó los dedos de las manos
frente a la boca y se mantuvo un momento en esa posición, silencioso y
meditabundo.
-Parece claro ¿no?- dijo al fin.
Carmen asintió.
-Le pegó dos tiros a la mujer, luego se sentó en el sillón y se
descerrajó otro en la boca- dijo mirando al inspector.
-Eso parece-. En la entonación del inspector jefe Carreiro había
cierto alivio.
Carmen se alejó de los cadáveres y echó un vistazo al salón. Frente al
sillón en el que descansaba el cuerpo del hombre había una gran librería de
madera de castaño atestada de libros, muchos de ellos desordenados, como
si alguien acabara de leerlos o los fuera a leer aquella tarde, al otro lado del
salón se veía un sofá grande, de piel blanca, una mesilla auxiliar y una gran
pantalla de televisión. Todo parecía ordenado, no había signos de pelea, no
había nada roto ni caído.
-Voy a ver el resto de la casa- dijo al inspector jefe cuando hubo
acabado el reconocimiento del salón.
Carreiro asintió. Al dejar la sala se cruzó con Laura López, de la
brigada científica. Laura llevaba la cámara colgada del hombro y un
maletín en la mano izquierda. Se saludaron con una sonrisa, un movimiento
de la cabeza y un sonido apagado que fue poco más que un susurro.
La casa era grande; aunque sólo tenía dos habitaciones además del
salón que había visitado, ambas eran grandes. En una de ellas había un

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dormitorio con una cama grande y deshecha. Las sábanas eran de raso,
como el camisón de la mujer que yacía muerta en el salón. La persiana
estaba bajada y a la luz de la lámpara del techo, un halógeno frío y
brillante, parecía una habitación poco cálida. Apenas sin muebles, sólo una
cómoda sobre la que descansaban, como caídas por azar, media docena de
rosas rojas. No estaban en un jarrón, sino directamente sobre la cómoda.
Frescas y desordenadas. Carmen abrió los primeros cajones y lo vio todo
ordenado. Ropa interior masculina, ninguna prenda de mujer. Al lado de la
cómoda había un galán en el que colgaba más o menos ordenada la ropa de
un hombre. A la derecha de la entrada había dos puertas, una conducía a un
cuarto de baño y la otra a un vestidor. Todos los cosméticos eran
masculinos, así como la ropa y los zapatos del vestidor. Carmen se
preguntó donde estaría la ropa de la mujer muerta, al menos la ropa que
vestía cuando llegó a la casa, porque seguro que no había llegado allí
vestida con un camisón de raso. Volvió al cuarto de baño y vio que había
dos cepillos de dientes. Bueno, algo es algo, pensó. Volvió a la habitación y
registró la cómoda. En el último cajón encontró ropa interior de mujer y
otro camisón, planchado y limpio. Rodeó la cama y al lado de la mesilla
que estaba en la pared opuesta a las puertas encontró, tiradas en el suelo y
desordenadas las ropas de la mujer.
Dejó el dormitorio y se dirigió a la siguiente habitación. Allí
encontró al inspector jefe Carreiro. Era una especie de despacho, amplio y
bien iluminado. De espalada a la ventana tenía una mesa de castaño y un
sillón de piel tras ella. Todas las paredes estaban vestidas con estanterías
llenas de libros que hacían juego con la mesa. Sobre la mesa había un
ordenador, una bandeja de plástico con papeles y varios libros. Carreiro
examinaba la mesa cuidadosamente. Todo estaba en su sitio, no había nada
que indicase que hubiera habido pelea o algún robo. Carmen ojeó los libros
de las estanterías. No vio nada que le llamase la atención.
La cocina también era amplia y luminosa, pese a que la ventana daba
a un patio de luces. Sobre la meseta, al lado de la pileta del fregadero había
un montón de platos sucios, cinco o seis y una sartén. En la pileta del
fregadero, dos copas con restos de vino y dos tazas de café aún con posos
que se habían secado ya. Carmen abrió el lavavajillas. Estaba vacío. Echó
una última ojeada y volvió al salón. Allí todo seguía igual salvo la
presencia de Laura López, de la brigada científica, que hacía fotos a los
cadáveres. Carreiro, en el recibidor, hablaba por teléfono. Carmen salió al
rellano de la escalera y extrajo la libreta del bolso. Con el bolígrafo en la
boca se dedicó a pensar durante un instante. Realmente no sabía que notas
tomar. Casa de hombre culto, de clase media, más o menos ordenado, que
vive solo, aunque tiene una amiga, que un buen día se harta de la vida y se
pega un tiro, pero como no se quiere ir solo se lleva a la amiga con él. Eso

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era todo lo que había visto. Nada más. Tomó el bolígrafo en la mano y dejó
la punta sobre el blanco del papel sin escribir nada.
-Yo tengo que irme- dijo a su espalda el inspector jefe Carreiro-. He
de estar en un momento en la subdelegación del gobierno. ¿Qué le ha
parecido lo que ha visto? ¿Algo anormal en la casa?
Carmen levantó el bolígrafo del papel que aún permanecía
completamente en blanco.
-Nada, así por encima todo parece normal. Da la sensación de que
por aquí no ha pasado nadie más que ellos. Por lo menos, si Laura no dice
lo contrario.
Carreiro la miró muy serio.
-Sí, si Laura no dice lo contrario, la mató y se suicidó luego. Eso es
lo que voy a informar- miró el reloj-. Y ya se me hace tarde. Entreviste a
los vecinos. Empiece por el que oyó los disparos y dio el aviso.
Carmen volvió al recibidor y observó desde la puerta que daba al
salón cómo Laura se desenvolvía en torno a los cadáveres con una
pulcritud que contrastaba con la sordidez de lo que estaba haciendo. Ella, al
sentirse observada, levantó la vista hacia Carmen. Se incorporó un poco y
dijo:
-Se llamaba Alejandro Cuenca López, cuarenta y ocho años, natural
de Aranda de Duero, provincia de Valladolid.
Abrió la libreta otra vez y tomó nota
-¿Y ella?
-Aún no lo sé.
Carmen volvió al rellano. En la planta había cuatro viviendas.
Apoyado en el pasamanos de la escalera descansaba un policía de
uniforme.
-¿Sabes quien dio el aviso?
El policía se incorporó levemente he hizo un gesto con la cabeza
señalando una de las puertas.
-Tercero A- dijo.
Carmen llamó al timbre y esperó. Le abrió una mujer
extremadamente delgada, de cara huesuda y nariz muy afilada. No tendría
más de cuarenta años, pero tenía el aspecto de una vieja enferma.
-Soy la agente Martínez- dijo Carmen-. Me gustaría poder hablar un
momento con usted.
La mujer la condujo a un salón similar al que cobijaba los dos
cadáveres, aunque no tan luminoso.
-Tengo entendido que fue usted quien dio el aviso.
La mujer asintió.
-Así fue.
-¿Podría explicarme lo que ocurrió?

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Estaban sentadas cara a cara, separadas por una mesita auxiliar;
Carmen en una amplia esquinera, la mujer en un escabel frene a ella con las
piernas cruzadas en una postura que parecía imposible sin desarticular
ningún hueso.
-La verdad es que yo sé muy poco. Escuché tres tiros, bueno, lo que
me parecieron tres tiros. ¿Le importa que fume? Es que estoy muy
nerviosa. Todo esto me ha alterado…
-No sé preocupe.
La mujer encendió un cigarrillo y Carmen esperó un buen rato antes
de que continuara.
-Serían las diez de la mañana o un poco antes, no lo recuerdo bien.
Como le digo, escuche tres disparos. Como ve, el salón pega con el de
Alejandro y no tuve ninguna duda de que el ruido venía de allí. Salí, llamé
a la puerta y no me abrió nadie. Entonces llamé al 091… en fin, lo demás
ya lo sabe.
-¿Lo conocía bien?
-Bueno, éramos vecinos, teníamos buenas relaciones de vecindad,
pero nada más. Era una persona muy reservada.
-¿Vivía solo?
-Sí, vivía solo. Hará unos seis años que se mudó al edificio.
-No sé si sabrá que no está solo. Hay una mujer con él.
La mujer dio un respingo, luego inspiró profundamente, dio una
calada al cigarrillo y exclamó:
-¡Cati!
-¿La conocía?
-Claro que la conocía. Era su- dudó un momento-, bueno, su novia-.
Dejó el cigarrillo en el cenicero y se llevó las manos a la cabeza. Hubo un
momento de silencio y luego continuó-: llevaban un par de años juntos.
Ella vive… vivía en el puente, pero venía con mucha frecuencia, bueno ya
sabe.
Carmen tomó nota en la libreta y preguntó:
-¿Se llamaba?
-Todo el mundo la llamaba Cati. Cati Fraile. Supongo que se
llamaría Catalina. Era profesora en la escuela de idiomas- la mujer suspiró
profundamente-. Era mi profesora de inglés.
-¿Le importaría acompañarme? Necesitamos saber si efectivamente
es ella- Carmen se incorporó y comenzó a caminar rumbo. La otra la siguió
en silencio.
El aspecto enfermizo que tenía la mujer empeoró notablemente tras
ver los dos cadáveres. De vuelta a su propia casa y sentada otra vez en el
mismo lugar que había ocupado antes, ella misma presentada un aspecto
cadavérico. Encendió un cigarrillo.

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-¿Cómo pudo hacer eso?- susurró con una voz temblorosa y apenas
audible.
Carmen esperó a que el rostro macilento de la mujer recuperase algo
de color. Tras un buen rato de silencio en el que la mujer casi consumió
compulsivamente el cigarrillo, dijo:
-¿Cree que alguno de los dos podría tener algún enemigo que hiciera
eso?
-Me parece imposible. Los dos eran unas personas encantadoras.
Alejandro era muy callado y reservado, jamás lo vi discutiendo con nadie y
ella era una mujer… no, no podían tener un enemigo que hiciera eso.
Sabía que era una pregunta tonta, pero tenía que hacerla:
-¿Algún alumno?
-No, por favor- la mujer respondió inmediatamente-. En la escuela
todos somos estudiantes por propia voluntad. Además Cati era una
profesora excelente. Se preocupaba por todos y por todo.
-¿Cree a Alejandro capaz de hacerlo?
La mujer negó con la cabeza.
-No lo comprendo, no comprendo cómo ha podido hacerlo.
-Bien- Carmen se incorporó-, no le molestaré más, pero supongo que
tendremos que volver a hablar de nuevo. De todos modos si recuerda algo
importante… bueno, ya sabe, póngase en contacto con nosotros.
La mujer la acompañó a la puerta y volvió al salón donde
descansaban pacientemente los dos cadáveres. Laura López había acabo de
hacer las fotos y comenzaba a examinar el suelo en torno a la mujer. Al ver
a Carmen se incorporó, se llevó las manos a la espalda y se estiró formando
un arco.
-¿Has encontrado algo?
-Esto de andar por los suelos va a acabar conmigo. Me estoy
haciendo mayor. No, no he encontrado nada que llame la atención, sólo lo
que esperaba, tres casquillos- respondió Laura.
Carmen se acercó al cadáver de la mujer.
-Se llamaba Catalina Fraile, según parece, y era profesora de la
escuela de idiomas. Voy a continuar con los vecinos.
Al salir, en el rellano de la escalera, se encontró con la comitiva del
juzgado que acudía a levantar el cadáver. Saludó amablemente, esperó a
que desfilaran ante ella y se dirigió a la segunda puerta, la que tenía
colgada en una placa dorada la letra B. Llamó al timbre y esperó sin que
nadie abriese. Volvió a llamar sin obtener respuesta. Cuando había
decidido no esperar más porque seguramente la vivienda estaría vacía y se
iba a girar hacia la puerta en que colgaba la letra D, oyó decir a su espalda:
-La venta puerta a puerta no es un buen negocio. Hay mucho
desalmado que cuando ve a un vendedor de libros ni abre.

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Carmen reconoció la voz de Salvador Montaña y antes de volverse
hacia él cerró los ojos e inspiró profundamente.
-Suspiras- dijo Salvador que mirándola desde atrás se imaginó su
pecho subiendo y bajando.
Ella se volvió y lo encontró con las manos en los bolsillos mirándola
con cierto descaro, pero con una incipiente sonrisa en los ojos. Prefirió no
decir nada, se limitó a devolverle la sonrisa.
-¿Qué tenemos ahí?
-Por lo que he podido ver, el hombre disparó primero a la mujer y
luego se dio un tiro en la boca.
-Voy a echar un vistazo.
Carmen esperó a que se acercara a la puerta; cuando Salvador ya se
disponía a cruzar el umbral dijo:
-Te advierto que están los del juzgado dentro.
El se detuvo al instante. Durante un instante permaneció en pie bajo
el marco de la puerta mirándola descaradamente. Luego miró el reloj.
-Es una buena hora para comer ¿no te parece?
Carmen miró su reloj sin responder.
-Si te apetece comemos juntos- dijo Salvador al tiempo que dejaba la
puerta y se le acercaba.
Carmen no tenía hambre. Una mañana dedicada a descubrir
cadáveres había acabado con su apetito, pero lo que menos quería en aquel
momento era quedarse sola, quería que la rodeara la gente, que la agobiaran
y la molestaran incluso. Tenía necesidad de que la vida la rodeara y le
pisase los pies si fuera necesario. Y Salvador lo haría perfectamente. Lo
miró a los ojos y dijo:
-Vale, pero tiene que se en Macdonalds.
Él resopló.
-Bueno, si no queda más remedio- dijo y comenzó a caminar tras ella
que ya se encaminaba al ascensor.
Qué le importaba a él dónde y qué fuera a comer si lo hacía con una
diosa.

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Sentado frente a ella, cara a cara, podía olvidarse de todo, incluso del
majestuoso cuerpo del que Carmen era poseedora. Sus ojos verdes lo
obnubilaban, se daba cuenta de ello, y sentía que aquel desconcierto le
producía una especie de éxtasis que so sabía si deseaba o no. Sabía que le
gustaba y le atraía su cuerpo, no podía ser de otra manera, era una mujer
impresionante, la mujer más bella que jamás había conocido. Nunca podría
olvidar el primer día que la había visto, hacía ya seis meses, en el despacho
del comisario Pombal, enfadado porque le encargara hacer de acompañante
e instructor, casi de niñera, de la nueva compañera que venía de Madrid.
Todo el malhumor que tenía se disipó al contemplarla traspasar la puerta
del despacho. Casi se vio obligado a dar las gracias a Pombal por un
encargo así. Desde aquel día, jornada tras jornada, cada vez que la veía
pensaba que no había logrado aún ni probablemente lograría acostumbrarse
a su belleza. Sólo podía olvidar aquel cuerpo esplendoroso, que le parecía
tan perfecto y a la vez tan inalcanzable como una estatua griega, cuando la
miraba a los ojos como estaba haciendo en aquel momento, aunque fuese
con un par de hamburguesas y un montón de patatas fritas entre los dos.
Por eso cuando ella le recordó que deberían volver al trabajo le pareció que
aún era demasiado pronto. Tenía la sensación de que apenas si habían
pasado unos minutos desde que se sentaran a comer.
-Bueno, creo que ya es hora de que volvamos a la tarea- había dicho
Carmen.
Salvador sorprendido miró el reloj. No podía creer la hora que era
¿Qué había pasado con el tiempo?
El salió caminando con las manos en los bolsillos delante de ella y le
cedió el paso con una sonrisa al llegar a la puerta. Ella lo miró y sonrió:
-Por favor, no es tu estilo ceder el paso a una dama.
El no insistió, se encogió de hombros y comenzó a caminar delante
de ella. Carmen se sorprendió a sí misma bromeando con aquel hombre.
Recordaba perfectamente la mañana en lo que lo había conocido. Sólo
hacía seis meses y tenía la sensación de que habían pasado, seis años, seis
siglos, seis vidas completas de tanto como había cambiado la suya en aquel
tiempo. Las primeras palabras que había oído de la boca de Salvador,
bromeando sobre la muerte de un periodista, y el aspecto desaliñado que
tenía le produjeron auténtico pavor cuando el comisario indicó que sería su
compañero de trabajo por algún tiempo. Tuvo la sensación de que la ponían
a trabajar con un perro de presa, con un pitbull. Durante varios días tuvo el
pensamiento de que en el momento menos pensado se volvería hacia ella y
la mordería. Luego, con el tiempo, se dio cuenta de que si mordía era sólo

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si lo pinchaban, aunque también sabía que a ella le consentía comentarios
que no le perdonaría a nadie más.
Nada más poner el primer pie a la calle, Salvador encendió un
cigarrillo. Mientras lo hacía se dio cuenta de que no había sentido ninguna
necesidad de fumar durante todo el tiempo que había pasado con Carmen
sentada frente a él. Se rascó la cabeza, miró el cigarrillo y luego levantó la
vista hacia ella, mirando a ambos, a Carmen y al cigarrillo,
alternativamente.
-¿Qué pasa?- Carmen sonrió y se miró a sí misma a un lado ya a otro.
-Nada, bobadas. Vamos.
Caminando lentamente volvieron al edificio donde se habían
producido las dos muertes. Aunque no estaban lejos, el sol golpeaba con
fuerza y comenzaba a molestar. Al entrar en el portal sintieron un frescor
agradable. Ya no había ningún policía sentado en el sofá, se habían llevado
los cadáveres, habían precintado la vivienda y a aquella hora los únicos que
estaban pendientes del asunto eran ellos dos y los propios cadáveres que
esperaban pacientemente a que el forense les hiciera la autopsia. Y Laura,
Laura López, la compañera de la científica. Se dieron de bruces con ella al
abrir la puerta del ascensor.
-No me digas que llevas ahí todo el día- dijo Salvador dando un paso
hacia atrás para dejarla salir del ascensor.
Ella miró el reloj. Su movimiento de muñeca propició que Carmen y
salvador hicieran lo mismo. Laura iba a decir algo, pero Salvador la
interrumpió.
-Tienes que estar derrotada, te hace falta reponerte urgentemente.
Deberías comer. Venga, nosotros te acompañamos a tomar algo.
-Salvador…- exclamó Carmen mostrando el reloj en su muñeca.
Él hizo un gesto señalando a Laura y dijo:
-Si es que no me has dejado ni tomar un café. Además, ¿no ves como
está la pobre? Está a punto de sufrir un desmayo.
Sólo cincuenta metros calle abajo había una cafetería. No estaba muy
concurrida a aquella hora. Salvador se sentó frente a la barra, entre las dos
mujeres. Cuando encendió un cigarrillo, Laura se apartó de su lado.
-No sé cómo lo aguantas- dijo dirigiéndose a Carmen.
Ella arrugó la cara. Sabía que venía la respuesta de Salvador. Laura
se dio cuenta también enseguida y cuando Salvador comenzaba a abrir la
boca lo interrumpió.
-Mejor no digas nada- dijo.
-No si no iba a decir nada, sólo que Carmen tampoco me aguanta.
-Serás canalla - dijo Carmen.
El rostro de Laura se volvió repentinamente muy serio. Tuvo la
certeza de que se aproximaba una tormenta. Había ciertas fronteras que
Salvador Montaña no permitía que cruzase nadie.

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-¿Canalla yo?- Salvador chasqueó la lengua y sonrió con suficiencia
y gesto burlón-. Bueno- continuó tras un breve silencio dirigiéndose a
Laura-, después de todo el tiempo que te has pasado en esa casa, supongo
que habrás llegado a alguna conclusión.
Laura López abrió los ojos como platos. Alguien había llamado
canalla a la cara a Salvador Montaña y la tierra no se había abierto en dos,
ni siquiera había habido un terremoto, por pequeño que fuera. No había
ocurrido nada.
-¿Qué pasa no me oyes?- preguntó Salvador ante el silencio de
Laura. Se volvió a Carmen-: Ves como necesitaba comer algo, está
completamente ida.
Laura de dio cuenta de que le habían preguntado por su trabajo.
-Pues la verdad es que he descubierto muy poca cosa. Aunque en
este caso, descubrir poco es saber mucho.
Una camarera de piel cobriza, los rasgos en la cara del otro lado del
mar, y el pelo intensamente negro y liso recogido en una coleta los
interrumpió. Esperaron a que se fuera con la comanda para continuar la
conversación.
-Así que no has encontrado nada- Carmen fue la primera en hablar.
Laura negó con la cabeza.
-Nada de nada. Lo he mirado todo y tengo la sensación de por mucho
que miremos no encontraremos nada más porque no lo hay. Nadie forzó la
puerta, nadie ha revuelto la casa, no hay rastros de lucha.
-Vamos, que es lo que parece.
-Ni más ni menos. Habrá que esperar al test de (poner el nombre del
test par saber si alguien ha disparado una pistola). Y como dé positivo…
-A no ser que el forense diga lo contrario- dijo Salvador sabiendo
que el comentario no gustaría a Laura.
-No lo dirá- respondió ella al instante.
Carmen miró con gesto interrogante a Salvador.
-¿Qué hacemos? Si es lo que parece, no vamos a averiguar nada por
mucho que indaguemos. Aquí ya estamos de más.
Salvador miró el reloj. Tenía una cita a las ocho y aún le quedaba
bastante tiempo por delante.
-Daremos una vuelta por el edificio. Tomaremos un montón de
declaraciones para rellenar el informe que nos va a pedir mañana Pombal y
así, cuando nos lo pida, se lo daremos pronto y bonito.
El edificio tenía siete plantas con cuatro viviendas en cada una de
ellas. Pasaron más de dos horas de puerta en puerta haciendo siempre las
mismas preguntas y escuchando casi siempre las mismas respuestas. Al
mismo tiempo escucharon también las mismas preguntas y dieron también
las mismas respuestas.

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-¿Pero de verdad lo ha hecho él? ¿Es verdad que Don Alejandro ha
matado a una mujer y se ha suicidado?- Esta vez era una mujer de unos
cincuenta años, regordeta y muy cariacontecida.
Antes de que Salvador dijese ningún improperio Carmen respondió:
-Eso es lo que estamos tratando de averiguar. Si nos lo permite nos
gustaría hacerle algunas preguntas.
Aquella tarde los invitaron a tomar café tres veces y un par de ellas
los recibieron de malos modos al identificarse como policías. Un hombre
de unos sesenta años, calvo, de cara redonda y con bigotito tan negro que
parecía teñido los tuvo esperando un buen rato antes de abrir la puerta.
-Si en vez de venir a molestar a la gente honrada estuvieran donde
tienen que estar, no pasarían estas cosas.
Esta vez, Carmen guardó silencio, esperó a que su compañero
respondiera.
-Ya- dijo Salvador muy serio-, pero el caso es que los policías
llevamos comisión de los delincuentes. Si los detuviéramos a todos no
harían falta más policías y así sus impuestos se podrían gastar en la
seguridad social y otras tonterías semejantes.
-¿Cómo se atreve a hablarme de ese modo?
-Porque soy policía, ya se lo he dicho. El caso es que varios vecinos
han declarado que usted tenía una enemistad manifiesta con el difunto
Alejando Cuenca, así que le informo que no debe de abandonar el país en
los próximos días.
-¿De qué me está acusando?
-Yo, de nada. Eso lo hará el fiscal. Buenas tardes.
Salvador se fue a llamar en la siguiente puerta sin dar más
explicaciones.
Al filo de las ocho de la tarde, cuando el sol comenzaba a alargar las
sombras de los edificios y las calles se animaban con cientos de caminantes
que las paseaban a la hora más agradable del día, habían descubierto que
Alejandro Cuenca era una persona de lo más normal en el más amplio
sentido de la palabra. Trabajaba como inspector de trabajo, prácticamente
no se relacionaba con los vecinos más allá de lo puramente cortés y nunca
durante los diez años en los que había ocupado aquella vivienda en la calle
Concejo había realizado acción alguna que llamase la atención o que se
saliese de la norma. Nadie le conocía enemigos y lo único que los vecinos
sabían de él era que a veces se le veía con una mujer muy agradable a la
que algunos conocían y otros no.
-Parece mentira lo que ha pasado. Formaban una pareja encantadora-
les había dicho el vecino de la letra B en la misma planta a quien Carmen
no había conseguido entrevista durante la mañana-. Me alegré mucho
cuando lo vi con ella. Parecía siempre tan triste y solitario…

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A la pregunta de si había oído los disparos había respondido que se
había ido temprano de casa.
-Mi mujer y no nos vamos todos los días a las siete y media. Es lo
que tiene trabajar fuera de la ciudad. En casa no vive nadie más, los críos
ya han volado del nido.
Nadie, salvo la vecina de la letra A había oído nada. Sólo otra mujer
en el segundo piso dijo algo sobre unos martillazos, pero no supo precisar
ni el número ni la hora.
Así al filo de las ocho de la tarde, tenían la certeza de que aquel día
un hombre había decidido que pujaba con una vida que no merecía la pena
ser vivida y había decidido acabar con ella.
Fuera del edificio, se miraron en silencio cara a cara; con el sol
cayendo en horizonte y reverberando sobre el cabello de Carmen que lo
miraba de espaldas al atardecer, Salvador sólo podía intuir sus ojos. Miró el
reloj para no mirarla a ella.
-Tengo una cita con un asesino, si quieres te invito a que vengas
conmigo- dijo volviéndose un poco para apartar el sol de la cara.
Ella también miró el reloj.
Prefiero irme a casa. Francamente hoy estoy un poco harta de
muertos.
Se despidieron con una sonrisa y Salvador permaneció un par de
minutos en silencio mientras fumaba un cigarrillo y miraba cómo Venus
había bajado de su pedestal, o había dejado su hornacina del templo en el
que habitara y caminaba despreocupadamente entre la multitud que
comenzaba llenar la calle.

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7

Camino al bar la Perdiz, Salvador llamó a comisaría para contar con


un coche que se llevase al individuo. Hizo el recorrido despacio, intentando
borrar de su mente la imagen de Carmen y pensando para ello en lo
contento que se iba poner Pombal. Tres muertos, los casos prácticamente
resueltos y el único culpable posible detenido el mismo día.
En el casco viejo comenzaban a abrir las puertas los bares del lugar y
los primeros parroquianos marchaban ya en grupos de tres o cuatro de acá
par allá casi siempre en animada conversación. El olor casi permanente a
humedad de aquella zona iba sustituyéndose por el de la fritanga de alguno
de los bares que esperaban los clientes con las puertas abiertas de par en
par. Salvador aceleró el paso inconscientemente, pero no se dio cuenta de
ello hasta que giró al final de la calle para subir en dirección al bar la
Perdiz. Entonces se detuvo. No temía a nada ni a nadie, decidió; y menos a
que a nada al alcohol. Lo pasado pasado está. Esa era una fiesta en la que
no volvería a entrar.
La Perdiz se encontraba en la donde terminaba el casco antiguo y la
piedra vieja comenzaba a dejar paso a construcciones de los años sesenta.
Era una zona de transición mal urbanizada y fea. En una esquina, casi sobre
la acera, había aparcado un coche de policía. En su interior, los dos agentes
esperaban pacientemente a Salvador. Se saludaron discretamente con un
leve gesto de cabeza.
El bar era alargado y estrecho, estaba iluminado con bombillas sin
adorno alguno que daban una luz amarillenta y un tanto lúgubre. El suelo
estaba sucio, tenía aún restos del aserrín esparcido durante los últimos días
de lluvia. Olía vino rancio. Sólo había tres clientes que parecían dormitar,
cada uno ignorando completamente a los demás, acodados en idéntica
postura sobre la barra acaso soñando mundos mejores que el que les había
tocado vivir. Los tres, aunque eran completamente diferentes, parecían el
mismo repetido tres veces que estuviera mirándose al espejo en los otros
dos. El camarero era un hombre gordo, con barriga muy prominente que,
elevado por una tarima tras el mostrador, parecía un gigante.
Salvador observó la estampa desde la puerta antes de entrar. Por un
instante creyó verse a sí mismo, como si estuviera dentro de una pesadilla.
Luego despertó y supo que él nunca sería ya así. El primero de los hombres
que reposaban sobre la barra era a quien él buscaba. Lo reconoció
enseguida. Seguía teniendo el mismo aspecto que en la foto que había visto
aquella misma mañana en su casa. Parecía no haber envejecido o acaso era
que ya fuera viejo cuando años atrás le habían hecho la foto. Valentín era
un hombre menudo, de poco pelo, pulcramente peinado para disimular la

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calvicie, con un rictus en la boca que parecía una sonrisa permanente;
aunque estuviera serio dejaba ver los dientes amarillentos bajo el labio
superior siempre un poco fruncido, como si no fuera lo suficientemente
grande para la boca que le había tocado cerrar. Sentado en aquel lugar,
produjo en Salvador la sensación de tener frente a él a un hombre
infinitamente pequeño.
Se acomodó a su lado en una banqueta de madera que aproximó a la
barra. Al lado de Valentín había un vaso de cerveza mediado y un montón
de cacahuetes en un plato que no había tocado. Con un gesto, Salvador
saludó al hombre que estaba a su lado. El gigante que atendía la barra se le
acercó.
-Una cerveza sin alcohol- dijo Salvador. Luego se volvió a Valentín
que había levantado la vista hacia él y lo miraba con su eterna y falsa
sonrisa en la boca y continuó-: es mejor no empezar con alcohol tan
temprano.
Tomó la cajetilla de tabaco y le ofreció un cigarrillo aún a sabiendas
de que el hombre no fumaba. Recordaba que no había visto un solo
cenicero en la casa. Valentín negó con la cabeza y se desentendió de él.
Salvador encendió el cigarrillo y lo miró fijamente. El gigante depositó la
cerveza a su lado en el mostrador junto a un plato con cacahuetes. Salvador
desvió la mirada de Valentín y tomó uno de los cacahuetes haciendo
estallar la cáscara en las manos.
-He oído decir que esta mañana ha discutido con su mujer- dijo al fin
Salvador.
El otro pareció volver de otro mundo y lo miró sorprendido con un
gesto de desprecio e intencionadamente se volvió y le dio la espalda.
Salvador tomó un trago de cerveza e hizo estallar otro cacahuete.
-También me han comentado que no fue una discusión muy
tranquila- añadió.
Valentín se volvió en el asiento.
-No lo conozco.
-Salvador Montaña.
-Pues déjeme en paz, Salvador. No tengo ganas de aguantar a nadie
esta tarde.
-¿No está de humor?
-Eso es, no estoy de humor- dijo Valentín con tono cortante y se
volvió de nuevo dándole la espalda.
-La verdad es que tiene motivos. La discusión debe de haber sido
tremenda.
El hombre se giró otra vez, ahora violentamente.
-Oiga, no sé quien es…
-Ya se lo he dicho, Salvador Montaña-. Salvador exhaló el humo del
cigarrillo intencionadamente a su cara.

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El hombre agitó la mano delante de la cara para apartar el humo.
-Me da igual quien sea, lo que quiero es que me deje en paz.
Salvador tomó otro trago de cerveza y otro cacahuete.
-Me parece que eso no va a ser posible- dijo tomando de nuevo un
cacahuete en la mano y jugueteando con él.
Valentín volvió a girarse hacia él y lo miró con ira. Los dientes que
dejaba al descubierto el labio superior ya no formaban una sonrisa, eran la
viva imagen de la rabia.
-¿Se puede saber que quiere?
-Buena pregunta, Valentín.
-¿Cómo sabe quien soy?
-Esa no es tan buena pregunta, era mejor la anterior y es la que te voy
a contestar. Lo que quiero es que me cuentes lo que ocurrió esta mañana en
casa. ¿Por qué discutiste con tu mujer?
El hombre no comprendía muy bien lo que estaba pasando ¿quién era
aquel hombre? Por mucho que se esforzaba no lo recordaba, estaba seguro
de que no lo conocía.
-¿No me vas a contestar?- volvió a preguntar Salvador.
Valentín se levantó, dejó una moneda sobre el mostrador e hizo un
gesto al camarero de despedida. Había decidido que no tenía porqué
aguantar más a aquel hombre. Salvador se incorporó también y le
interrumpió el paso.
-Espera Valentín, no tengas tanta prisa.
El camarero se acercó a ambos intuyendo que el cliente se
encontraba en problemas y dispuesto a ayudarlo. Antes de que pudiera
hablar, Salvador le mostró la documentación y le indicó que se alejara. El
gordo se giró y se fue al otro lado de la barra sin decir nada.
Valentín también vio la documentación de Salvador. Así que aquel
hombre era un policía. Seguro que la muy hija de puta lo había denunciado.
Como la otra vez. Ahora se iba a enterar. Esta vez si que se iba a enterar.
Se puso rojo de ira.
-Bueno- dijo Salvador-, me vas a contestar o no. ¿Por qué discutiste
esta mañana con tu mujer?
-Eso es cosa mía.
-Ya. Pero a lo mejor no es sólo cosa tuya. A lo mejor a mí también
me importa. También le pegaste.
El hombre no respondió, tensó las mandíbulas y miró al infinito. Por
un instante, el labio superior cubrió completamente los dientes. Hija de
puta. Se iba a enterar. Se iba a enterar de lo que es bueno. Claro que lo
había denunciado. Encima de sacarlo de quicio lo denunciaba. Esto no iba a
quedar así, con Valentín no juega nadie. Ya verás cuando llegue a casa.
-¿Qué le ha contado?- preguntó al fin muy digno e irritado.

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-Nada, no me ha contado nada, Valentín. Por eso estoy aquí, por que
mejor me lo cuentas tú. Le pegaste o no.
El hombre dudó un momento antes de responder. Los dientes
amarillentos devolvieron al rostro la involuntaria sonrisa. Parecía que había
decidido colaborar con Salvador para que lo dejara en paz.
-Puede que le haya dado un par de tortas, pero nada más. Es que esa
mujer me saca de quicio. No haga caso de lo que diga, nada de lo que diga
es verdad, es una mentirosa. Se lo inventa todo. No sabe, no se imagina la
clase de mujer que es.
-Ahora mismo lo sé perfectamente, Valentín. Es una mujer muerta.
Las palabras de Salvador parecieron no hacer mella en el otro. Fue
como si no comprendiese lo que había dicho el policía. Tardó mucho
tiempo en preguntar
-¿Muerta?
Salvador lo había estado observando muy serio. Apuró el vaso de
cerveza y dijo:
-Eso es, muerta.
-¿Me va a detener?
-¿Tú qué crees? Si te parece, te dejo ir.
-Pero no me puede detener. Dentro de un mes me jubilo.
A Salvador le hizo gracia la asociación. En otras circunstancias se
habría reído.
-No te preocupes, en la cárcel también puedes cobrar la pensión- dijo
ahogando una sonrisa.
-Pero yo no puedo ir a la cárcel. Esto es una injusticia. Yo no he
hecho nada.
-A mí no me tienes que convencer, Valentín. Eso se lo cuentas luego
al juez.
-No me puede llevar a la cárcel, no- el hombre dio un paso hacia
atrás-. No, a la cárcel no.
A aquellas alturas, las demás personas del bar habían abandonado su
ensimismamiento y los miraban con atención. La imagen de Valentín
escapando paso a paso hacia atrás era patética. Salvador avanzó hacia él y
le pasó la mano por el hombro a la vez que decía:
-Vamos, que en la calle nos está esperando un coche. Los
contribuyentes han decidido que no vayas caminando. De todos modos si
no te gusta la detención y la cárcel, siempre te queda el suicidio como
solución. Además, si te suicidas, ahorraras un montón de dinero a los
contribuyentes y así nos podrán subir el sueldo a los policías, sabes que no
estamos muy bien pagados.
Camino a casa, con los últimos rayos del sol mezclándose con las
primeras luces de las farolas, Salvador no podía dejar de pensar que aquella
mañana habían matado de la forma más inútil y estúpida a una mujer, que

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la había visto quieta y tirada en el pasillo de su casa casi nadando en su
propia sangre y que aquella misma tarde había detenido al hombre que
inútil y estúpidamente la había matado y no sabía siquiera cómo se llamaba
la mujer. Había oído decir que en ciertas culturas quitar el nombre a una
persona era como matarla, a lo peor, a aquella mujer la había matado su
marido impidiendo que dijera quien era.
Para él, cuando ya con la noche enseñoreando la ciudad, cruzó el
umbral de su propia casa, no dejaba de ser un cadáver anónimo tendido
bocabajo esperando a que lo fueran a enterrar.

55
7

El comisario Pombal no estaba muy conforme con lo que oía de boca


del inspector jefe Carreiro ni con lo poco que había podido leer. No sabía
muy bien porqué, pero tenía la intuición de que había algo que no era tan
simple como parecía. El inspector jefe Carreiro lo miraba pensativo sin
imaginar siquiera qué era lo que preocupaba al comisario. Habían acabado
el despacho de la mañana y el correo pendiente se amontonaba
desordenado sobre la mesa del comisario junto a la prensa aún por leer.
-No veo qué es lo que te preocupa.
Pombal no respondió, permaneció con la mirada perdida en el techo
del despacho y los dedos sobre la cabeza escondidos entre los rizos.
-El problema es que yo tampoco lo veo- dijo después de un buen rato
y rió volviendo la mirada a Carreiro.
-Entonces lo dejamos así.
¿Dejarlo así? No, dejarlo así era comprar una semana de insomnio y
no estaba dispuesto. Mas valía perder un día de trabajo que una semana de
sueño.
-No, no lo vamos a dejar- dijo Pombal con autoridad incorporándose
sobre la mesa-. Vamos a ver, repasemos lo que tenemos. En el caso de la
avenida de Buenos Aires tenemos al marido preso.
-Y lo ha confesado todo, no sé dónde ves el problema- la voz de
Carreiro estaba cargada de resignación.
-Vale, ahí no tenemos problema. En esotro caso, ¿qué tenemos?
-Nada. Y eso es lo que vale. No hay un solo indicio que apunte en
otra dirección que no sea el suicidio. La puerta cerrada por dentro, la casa
intacta, todo en su sitio. Laura López ha sido categórica y ya sabes como es
Laura, lo mira todo, todo. No sé qué más quieres.
Pombal sonrió.
-Una confesión, como en el otro caso.
El inspector jefe le devolvió la sonrisa.
-Pues eso va a ser difícil, el hombre debe de estar con la barriga
abierta en la mesa del forense- dijo Carreiro con sorna.
-Crimen pasional o depresión, puede ser. A veces los depresivos
antes de suicidarse matan a los seres queridos- Pombal guardó silencio un
momento-. Sabes una cosa, cuando todo es evidente es cuando más riesgo
corremos de equivocarnos y cuando más hay que asegurarse de las cosas. Y
a mí me parece que todo es demasiado evidente.
Carreiro resopló. Él se consideraba un trabajador concienzudo, pero
algunas veces le costaba entender al comisario. Pensaba que se pasaba de
puntilloso.

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-No resoples. Ve a lo tuyo, yo voy a meditar un poco. Por cierto, me
imagino que no tendremos los informes de ninguna de las autopsias.
-No. Aún no. Probablemente a última hora de la mañana.
-Al salir cierra la puerta que voy a echar un pito y meditar un poco
sobre todo esto.
Carreiro se fue resoplando y sin despedirse y Pombal se arrellanó en
el sillón y encendió un cigarrillo; tan reconcentrado estaba que olvidó abrir
la ventana. Luego permaneció largo rato mirando al techo de la habitación
hasta que decidió lo que haría. Tenía una intuición y no había ningún dato
que la corroborara, así que pensó que la mejor manera de encarar el
problema era con alguien que fuera intuitivo. Sabía perfectamente quién era
su hombre. Era vago y caótico, y hasta malencarado a veces, pero…
Media hora más tarde sonaba sobre la mesa de Carmen el teléfono
que compartía con Salvador. Ella se afanaba sobre el teclado del ordenador
y el timbre la asustó. Apenas había tenido cinco minutos de tranquilidad
para elaborar el informe sobre los muertos del día anterior y sospechaba
que cuando Pombal se lo pidiera no lo tendría listo. A Salvador eso le daba
igual, pero a ella le molestaba. A primera hora, cuando se habían
encontrado en la comisaría, Salvador había lanzado una moneda al aire.
-Si sale cara…
-Déjalo- había interrumpido ella- salga lo que salga, lo hago yo.
Sabía que Salvador no lo haría.
En cuanto se sentó frente al ordenador ya se estaba arrepintiendo de
no haber dejado a su compañero lanzar la moneda. Si la hubiera lanzado, se
habría quedado más tranquilo y le habría dejado pensar con calma. Y había
algo, no sabía qué, que hacía que necesitase tranquilidad para hacer aquel
informe. Tenía que hacerlo encajar todo y no era capaz. Sin embargo, todo
parecía tan sencillo… Y él se había sentado frente a ella y no hacía más que
mirarla e interrumpirla constantemente.
-Si no quieres que te ayude, me voy- había dicho Salvador al fin tras
un montón de intentos de entablar conversación.
-Vete.
-Si lo hiciéramos juntos quedaría mejor, pero…
A Salvador le gustaba mirarla mientras se concentraba en la pantalla
y entornaba levemente los ojos con el rostro ensimismado. También le
gustaba conversar con ella e interrumpirla, pero tuvo la sensación de que en
aquel momento molestaba realmente y era mejor que la dejara terminar el
informe. Notó que Carmen estaba a disgusto.
Ella lo observó irse con caminar despreocupado y luego se concentró
en el teclado. Apenas llevaba cinco minutos escribiendo cuando sonó el
teléfono.
-Martínez- oyó decir a Pombal en el tono imperativo que solía usar-
venga un momento a mi despacho.

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Al colgar, Carmen sintió que el corazón se le aceleraba. Pombal la
llamaba al despacho y ella acababa de echar a Salvador de su lado. Se
pasaba la mañana molestándola y cuando podía ayudarla en algo
desparecía. Bueno, desaparecía porque ella lo había echado, pero
desaparecía ¡Joder! ¿Qué querría el comisario ahora? El cerebro se le
iluminó como en un fogonazo ¡El maltratador! Recordó de pronto. Se había
olvidado completamente. Hacía un par de días que le había encargado que
hablase con la mujer que había presentado la denuncia por malos tratos y
con los tres muertos del día anterior se había le había ido completamente la
cabeza. Se había olvidado de informar al comisario de la entrevista con la
mujer ¡Mierda! Esta vez si que estaba en un lío. En menudo lío la había
metido Fantasías y Complementos Loli ¿Qué disculpa le iba a dar ahora al
comisario? ¿Que se había olvidado? El hombre se había pasado unas
cuantas horas de más en la cárcel por su culpa. Estaba segura de que si ella
estuviera en su lugar no se conformaría con ninguna disculpa.
Al salir de la oficina oteó por los pasillos con la esperanza de
encontrar a Salvador. Lo llevaría con él como escudo. Pero Salvador no
estaba por ninguna parte. A aquella hora seguro que estaría tomando un
café en la cafetería California y leyendo el periódico.
La puerta del comisario estaba cerrada. Lola, la secretaría, ordenaba
un montón de carpetas azules sobre un clasificador nuevo.
-Me ha llamado Pombal ¿sabes qué quiere?- Preguntó Carmen con la
angustia de descubrir algo antes de cruzar la puerta del despacho.
La secretaría negó con la cabeza.
-Ni idea, no me ha dicho nada.
Seguro que era lo del maltratador. Seguro.
Llamó a la puerta y la empujó con cuidado. En el despacho olía
fuertemente a tabaco. Pombal, inclinado sobre la mesa y concentrado en los
papeles que descansaban sobre ella, se incorporó al verla.
-Pase, Martínez. Ah, ha venido sola. ¿No le dije que avisara a
Montaña?
-No.
-Se me habrá olvidado ¿Por qué será? Bueno, da igual, lo llamamos-
dijo Pombal y tomó levantó el teléfono.
-Creo que ha salido- dijo Carmen tímidamente.
Pombal colgó el auricular. Chasqueó la lengua.
-No me diga dónde está, que me lo puedo imaginar. Haga el favor de
buscarlo y vengan a verme. Quiero hablar con ustedes dos.
Carmen dejó el despacho aliviada. No le había dicho nada sobre el
maltratador y si lo que fuera a ocurrir, ocurriría con Salvador presente, no
había problema. Ya se encargaría él de lidiar el toro.

58
Cuando Salvador la vio frente a él se sorprendió. Ella estaba muy
seria y tenía el aspecto de alguien apresurado. Parecía haber caminado
hasta la cafetería a toda prisa.
-Ya veo que no puedes vivir sin mí- dijo sonriendo cínicamente.
No perdió el tiempo en contestarle.
-Pombal quiere hablar con nosotros.
-Ah, era eso. Francamente me preocupa que quien no pueda vivir sin
mí sea Pombal. Según para qué cosas soy muy tradicional- dijo y dejó el
taburete que ocupaba en la barra de la cafetería.
El despacho del comisario continuaba oliendo a tabaco rancio.
Salvador, más que llamar a la puerta, la había golpeado y abierto sin
esperar respuesta. Carmen caminaba tras él.
-Ah, ya estáis aquí- cuando hablaba a Salvador Montaña, el
comisario nunca usaba el usted.
Salvador se sentó frente a Pombal y esperó a que Carmen hiciera lo
mismo.
-Pues sí, aquí estamos.
El comisario fue directo a la cuestión:
-¿Qué opinas de las muertes de ayer?
-¿De las tres?
-Vamos a olvidar lo de la mujer de la avenida de Buenos Aires.
Según tengo entendido, tras tu detención de ayer tarde, el marido ha
cantado como un pajarito. Yo me refiero a lo de la pareja de la calle
Concejo, eran…- ojeó entre los papeles de la mesa buscando los nombres
de los dos fallecidos.
-Catalina Fraile y Alejandro Cuenca- dijo Carmen tímidamente.
-Eso es- asintió Pombal mirándola durante un instante. Luego se
volvió hacia Salvador para continuar-: ¿Qué opinión tienes?
Salvador no respondió, lo miró pensativo ¿Qué se traería entre
manos Pombal? ¿Qué sabía que él no supiera?
-No sé adónde quieres ir a parar- dijo al cabo de un rato.
-A ninguna parte, Salvador. Sólo dime lo que piensas.
-La mató y se pegó un tiro- dijo de repente y observó
cuidadosamente la reacción de Pombal.
Éste no hizo nada, no movió un solo músculo de la cara.
-¿Ninguna duda?
Pombal sabía algo y no se lo quería decir, estaba seguro.
-¿Qué ha dicho el forense?-Preguntó Salvador.
-Nada aún. Supongo que el informe provisional estará esta mañana.
-Entonces ¿Cuál es el problema? Yo lo veo muy claro.
Esta vez Pombal se llevó las manos a la cabeza y hundió los dedos
entre los rizos. No respondió a Salvador. Se volvió a Carmen.
-¿Usted que piensa, Martínez?

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Durante un segundo, ella estuvo a punto de abrir la boca y decir con
suficiencia y rotundidad: la mató y se pegó un tiro. Con la misma
rotundidad que lo había hecho Salvador, pero sabía que eso era sólo un
deseo que nunca se cumpliría.
-Bueno, en principio estoy de acuerdo con él.
-¿Ninguna duda?
Carmen no respondió.
-No sé, yo no lo veo claro- dijo Pombal-. Está todo tan claro, es todo
tan simple y sencillo que me parece imposible que sea así.
-Eso me gusta, está todo tan claro que no lo ves claro.
Pombal sonrió.
-Exactamente- dijo.
-Pues así fue, no le des más vueltas- Salvador miró a Carmen y guiñó
un ojo-. Si nos das media hora, te entregamos un informe completo, ya lo
tenemos casi acabado.
Carmen le devolvió el guiño abriendo los ojos como platos. El
informe estaba sin acabar por su culpa.
-Mira, Salvador- dijo Pombal e inspiró profundamente-, cuando todo
es evidente es cuando más riesgo corremos de equivocarnos- recordaba
haberle dicho la misma frase a Carreiro y le había gustado.
Salvador lo miró moviendo la cabeza a un lado y otro y respondió:
-Tienes razón. Cuando te pegan un tiro en la boca y es evidente que
la vas a palmar, a lo mejor te equivocas y no te mueres.
Pombal no hizo caso al comentario.
-Salvador, a lo mejor me equivoco, y mejor que sea así, pero todo me
parece demasiado sencillo, demasiado evidente, así que le vas a dedicar un
par de días y a ver que averiguas.
-Si es que hay algo que averiguar.
-Si es que hay algo que averiguar, Salvador, por supuesto- se volvió
a Carmen-. Usted, Martínez, le acompañará. Durante un par de días
hacen… bueno, lo que…
-Nos hacemos una idea- interrumpió Salvador y se incorporó-. Serán
dos días perdidos, pero tú mandas.
Carmen se levantó tras él. Ya en pie miró a Pombal y dijo:
-Ayer hablé con la mujer que había presentado la denuncia por malos
tratos.
El comisario la miró sorprendido durante un momento, como si no
supiera de qué le hablaba, luego cambió el gesto y asintió:
-Ah, sí. Lo había olvidado.
-El marido nunca le puso la mano encima. Todo ha sido un
malentendido- Carmen se dio cuenta de que malentendido no era una buena
explicación a al hora de hablar de alguien que estaba preso-. Quiero decir
que el hombre es muy…

60
El comisario sonrió con satisfacción, como si pensase: si ya lo sabía
yo.
-No diga más y no se preocupe, esos casos ocurren, ya me encargo
yo de solucionarlo. Ahora dedíquese a lo que les he dicho.
Al dejar la comisaría los recibió una ráfaga de aire frío. El cielo
había perdido el azul terso y parecía ahora como si lo estuvieran revocando
en un blanco grisáceo, ya sólo en unos pocos huecos entre las nubes
quedaban restos de azul. El sol se había nublado y de pronto parecía que la
primavera se hubiese ido. Carmen tiritó. Salvador la miró y vio en los
brazos desnudos como se le erizaba el pelo. Le hubiera gustado quitarse la
chaqueta de lino que llevaba y colocársela sobre los hombros. Lo habría
hecho si hubiera sabido cómo.
-¡Vaya cambio de tiempo!- Exclamó ella y se sacudió los brazos-
espera que voy a buscar la chaqueta, la he dejado en la oficina y me va a
hacer falta.
Salvador arrojó al suelo el cigarrillo que había encendido para la
espera cuando la vio aparecer enfundada en una rebeca de algodón que,
desabrochada, le realzaba el pecho.
-¿Qué hacemos?- Preguntó Carmen acomodando el bolso en el
hombro derecho.
-De momento, preguntas.
-¿Dónde empezamos?
-Bueno- dijo él-, los funcionarios trabajan fundamentalmente por la
mañana y los profesores de la escuela de idiomas, por la tarde, así que lo
mejor que podemos hacer es ir a la escuela de idiomas ahora y a la
delegación de trabajo por la tarde. De esa manera evitaremos las
aglomeraciones.
-Vale, vamos a la delegación de trabajo- dijo Carmen y comenzó a
caminar.
-Oye, ¿qué era eso del maltratador que hablabas con Pombal?-
Preguntó Salvador situándose a su lado.
-Te lo intenté contar ayer y no me hiciste caso.
Salvador hizo memoria durante un instante sin recordar nada. Luego
dijo:
-Pues cuéntamelo ahora, de algo hay que hablar por el camino.
Ella no respondió.
Soplaba cada vez más fría la brisa, que de vez en cuando llegaba con
ráfagas cargadas con alguna que otra gota de agua.

61
8

Cuando llegaron a la delegación de trabajo la brisa que los había


recibido al salir de la comisaría se había convertido en un viento frío y
molesto que se colaba entre los huecos de la ropa, y las gotas de agua que
arrastraba con él eran cada vez más frecuentes. El cielo había perdido los
pocos espacios azules que le quedaban y era ya completamente gris. En el
edificio de la delegación de trabajo el ambiente era cargado y húmedo. Aún
no había llegado el aire frío que comenzaba a estropear aquella mañana de
primavera, pero sí se había impregnado ya con la humedad que pregonaba
la lluvia. Ambos sintieron en la cara una especie de golpe de calor que
acaso no fue más que la sensación de dejar de sentir el viento frío que
cortaba la piel. Salvador, tras el paseo hasta la delegación, comenzó notar
como sudaba nada más cruzar la puerta y como se le congestionaba un
poco el rostro. Se llevó la mano a la cabeza y notó que tenía el pelo
húmedo y revuelto. Intentó atusarse un poco y miró a Carmen que estaba a
su lado tan impecable como si se hubiera pasado toda la mañana
preparándose para una sesión fotográfica. Hasta el pelo, levemente revuelto
por el aire, parecía intencionadamente desordenado. Ella también notó el
calor, se quitó la chaqueta y la colgó de la correa del bolso.
El hombre que los recibió tras una breve charla con una secretaria no
les hizo esperar demasiado. Era un cuarentón alto y elegante que vestía un
traje claro de lino y una corbata de seda que no llevaba completamente
ajustada al cuello. Les atendió en un despacho con muebles de madera vieja
demasiado pequeño para todo lo que había en su interior, un montón de
ficheros y armarios atestados de papeles.
-Estoy a su entera disposición- dijo muy circunspecto después de
haberse presentado como Carlos Ferrer ¿jefe de inspección? Y dejando
bien claro que era jefe-. Tienen que disculparnos por el caos que tenemos
aquí esta mañana, pero como pueden imaginarse, esto ha sido un mazazo
terrible. Estamos todos un poco alterados.
-Subinspector Montaña y agente Martínez- se presentó Salvador-.
Nos hacemos cargo, no se preocupe. Pero me imagino que no tendremos
que explicarle el motivo de nuestra visita.
El hombre que acababa de sentarse tras estrecharles las manos, se
movió un poco en su sillón y apoyó los codos en la mesa. Era evidente que
se sentía tenso e incómodo con aquellos dos policías frente a él, que no le
gustaba que nadie hiciera preguntas sobre su delegación. Y estaba seguro
que se las harían. Y muchas.
-A decir verdad, me sorprende un poco verles aquí. En realidad,
todos dábamos por sentado que…, bueno, que había sido un suicidio.

62
-¿Sí?- Salvador calló para que el hombre continuase hablando.
Carmen también permaneció expectante. Comprendía perfectamente lo que
pretendía Salvador; se lo había visto hacer tantas veces que se sabía de
memoria todos los gestos que vendrían a continuación.
El silencio se hizo tenso y largo.
-Bueno- dijo al cabo de un rato Carlos Ferrer-, lo digo por lo que se
ha escrito en la prensa, no es que yo sepa nada relevante, no vaya a
pensar...
Carmen extrajo la libreta del bolso.
-Entra dentro de lo posible, me refiero al suicidio, pero no podemos
descartar ninguna posibilidad- dijo mientras la abría por una página en
blanco.
-Eso sería terrible- exclamó el hombre dando un respingo.
Hubo otro largo silencio. Aquel hombre, el jefe del servicio de
inspección era reacio a hablar.
-¿Qué quiere decir? ¿Qué es lo que sería terrible?
Carlos Ferrer miró a ambos muy serio antes de hablar:
-Quiero decir que sería terrible que Alejandro no se hubiera
suicidado. Eso significaría…- cayó y dejó la frase en el aire.
-Que lo habrían matado, como al parecer hizo él con la mujer que lo
acompañaba- dijo salvador ante el silencio del otro.
Carmen lo miró con fuego en los ojos. Le enfadaba verlo hacer
aquello y eso que sabía que estaba siguiendo paso a paso el guión. Sabía
que quería provocar en el otro cierto malestar y cierta ira. Carlos Ferrer
tardó unos instantes en reaccionar.
-Bueno, claro- volvió a hacer otro silencio-. En realidad, sea como
quiera que haya sido es una auténtica tragedia.
Salvador extrajo su libreta del bolsillo también. Pensó que el hombre
que tenía frente a él estaría lo suficientemente excitado como para
responder más con el corazón que con la cabeza.
-Bien, nosotros tenemos que explorar todas las posibilidades, y entra
dentro de lo posible que alguien lo haya matado y estemos ante un
asesinato. Y puestos a sospechar motivos, no podemos olvidar las razones
laborales. Supongo que ustedes tendrán, no sé cómo decirlo, conflictos con
algunas personas- Carlos Ferrer asintió con una sonrisa un tanto cínica-.
Me gustaría- continuó Salvador- que me explicase de una forma rápida en
qué consistía el trabajo de Alejandro Cuenca.
-Pues el trabajo de in inspector, ya sabe.- un instante de silencio.
Salvador devolvió la sonrisa al jefe de inspección doblando la dosis
de cinismo.
-Sinceramente, no, no lo sé- dijo.
-Bien, nos encargamos de las condiciones de trabajo, de los
accidentes laborales y de las bajas (matizar esto con buena información)

63
Salvador inspiró profundamente.
-Eso quiere decir que bien pudiera haber algún empresario o algún
trabajador resentido con él.
Carlos Ferrer abrió los ojos y alzó las cejas casi hasta su pelo negro.
-Sí, podría ser.
-Pues no nos lo pone usted fácil.
-No, yo no. Las cosas son así. Desarrollamos un trabajo complejo
con muchas facetas y muy diferentes.
-Supongo que son serviría de nada repasar todos los casos en los que
haya estado trabajando Alejandro Cuenca en el último año- intervino
Carmen sabiendo que si alguien los había de repasar sería ella misma-. Pero
sí que nos serviría saber si en estos últimos meses, o, mejor en el último
año intervino en algún caso especialmente complejo o conflictivo.
-sí, por supuesto. Yo mismo dedicaré la tarde a estudiar los
expedientes- dijo enfáticamente Carlos Ferrer quien parecía tener un súbito
interés en descartar que la muerte de Alejandro Cuenca estuviera
relacionada con cuestiones profesionales.
-Se lo agradeceremos.
-De todos modos, si alguien hubiera efectuado alguna amenaza,
supongo que él lo habría dicho- afirmó Salvador esperando una
confirmación.
El jefe de la inspección de trabajo inspiró profundamente al tiempo
que hacía una negación con la cabeza.
-Francamente no sabría decirle. Mire, Alejandro era una persona
muy reservada. Prácticamente no tenía relaciones con nadie aquí en el
trabajo.
-¿Malas relaciones?
Carlos Ferrer sacudió su cuerpo como en un latigazo para responder
con premura:
-No, no, en absoluto. No me mal interprete. Era una persona
tremendamente afable, jamás tuvo malas relaciones con nadie, pero era
muy callada. La persona más callada que yo haya conocido, se lo aseguro.
-Eso significa que no tiene conocimiento de que recibiese ninguna
amenaza.
-No que yo sepa.
-No obstante, si se sintiera amenazado, habría mostrado algún
síntoma de nerviosismo.
La cabeza de Carlos Ferrer volvió a moverse de un lado a otro.
-La verdad es que era una persona tan hermética que podía pasar
cualquier cosa y no enterarnos nadie. Mire, nadie aquí sabía que tenía una
relación con esa mujer, la que estaba con él, quiero decir.
Los tres permanecieron en silencio.
-Pero no hizo nada que indicase nerviosismo o preocupación.

64
-Nada. Se mostró tan impasible como siempre- dijo Carlos Ferrer
con gesto satisfecho por haber hallado la palabra adecuada para describir al
muerto.
Carmen y Salvador se miraron y ambos hicieron el mismo gesto que
significaba que aquella conversación no daba para más.
-Me gustaría hacerle una última pregunta- dijo al fin Salvador-,
aunque por lo que nos ha contado me imagino que no sabrá responderla.
Usted piensa que era una persona capaz de suicidarse.
Carlos Ferrer sonrió levemente, sólo con un pequeño gesto de la
boca apenas perceptible.
-Mire, yo no soy un técnico en la materia, por supuesto, pero si un
día me hubiesen dicho que uno de mis compañeros se iba a suicidar, les
aseguro que habría pensado en él. No me pregunten porqué, pero…- dijo y
se encogió de hombros, luego con cierto disgusto y como si se sintiera
forzado a hacerlo continuó:- aunque les he dicho que no tenía relaciones
con nadie, lo cierto es que casi todos los días salía a tomar café a meda
mañana y…- calló y dejó la frase en el aire.
-¿Y?
El jefe de inspección lanzó un pequeño suspiro y tardó en continuar:
-Mire, a mí estas cosas no me gustan nada, ya saben cómo es la
gente; cuando alguien es como Alejandro se convierte en el blanco de todos
los comentarios… digamos que graciosos por no decir otra cosa. Bueno, el
caso es que solía tomar café aquí al lado con un hombre y, bueno, que aquí
se decía que salía a ver a su novio, ya me entienden.
-Pero o era homosexual- dijo Carmen, que no podía olvidar la
imagen de la mujer muerta.
Fue más afirmación que una pregunta, pero el otro no lo tomó así.
-No sabría decirle, no tengo ni idea. Lo cierto es que nadie sabe
nada. Por lo que sé, tomaban el café charlaban un rato y se volvía a la
oficina.
-¿Sabe quien era él o dónde podemos encontrarlo?
-No, no lo sé, pero si preguntan por ahí- Carlos Ferrer señaló con la
mano hacia la puerta del despacho-, no tardarán en averiguarlo- su voz iba
cargada de ira.
El jefe de inspección conocía bien la oficina. Tras despedirse de él
no tuvieron que hablar más que con una persona para descubrir con quien
se reunía Alejandro Cuenca cada mañana.
-Se llama Javier, y trabaja en la oficina de la Caixa que hay en la
esquina- les informó un hombre gordo y calvo que se llevó una gran
decepción cuando los dos policías acabaron la conversación y le impidieron
continuar contando todas las sospechas que tenía.
La calle los recibió con el mismo viento frío con que los había
dejado en la delegación de trabajo.

65
-¿Cómo lo ves?- preguntó Carmen cubriéndose con la chaqueta.
Salvador levantó la vista al cielo.
-Antes de una hora está lloviendo- dijo.
Ella chasqueó la lengua.
-Me refiero al asunto…- dijo sabiendo que Salvador sabía muy bien
a qué se había referido.
Él señaló con el dedo índice a la izquierda
-A la Caixa- dijo.
La oficina estaba casi vacía, apenas si había un par de clientes. A
pesar de encontrase en una calle céntrica era una oficina pequeña, con sólo
cuatro trabajadores, tres hombres jóvenes y delgados enfundados los tres en
un traje que parecía el mismo copiado una y otra vez aunque con distintos
tonos y una mujer gordita cuyo embarazo marcaba más su pecho y su
barriga. Fue la mujer la que los atendió.
-Subinspector Montaña- se presentó Salvador mostrando la
acreditación-. Nos gustaría saber si trabaja en la oficina alguien llamado
Javier.
La mujer los miró sorprendida y un poco asustada. Abrió mucho la
boca antes de responder:
-Sí. Sí, aquí trabaja Javier García. Es el director de la sucursal ¿Ha
ocurrido algo?
-Nada, no se preocupe, sólo nos gustaría hablar con él.
La mujer tenía los ojos muy abiertos y los miraba con desconcierto.
No comprendía qué podía querer la policía de su jefe.
-Me temo que no va a poder ser. Esta mañana ha llamado para decir
que no vendría a trabajar, que tenía un problema grave.
Salvador no tuvo problemas para imaginar cual era el problema,
pero, pensó, ¿cómo era posible que aquella mujer no supiera nada de la
relación entre su jefe y el inspector de trabajo muerto? Meditó durante
instante y decidió no indagar más. Prefería hablar primero con el director
del banco.
-¿Podría darnos su teléfono?- preguntó tras el breve silencio.
La mujer dudó un momento, pero dijo:
-Claro.
Se levantó y al cabo de un instante volvió con una tarjeta en la mano.
Se despidieron afablemente y cuando los policías se fueron, la mujer
gordita y embarazada se giró rápidamente hacia uno de los compañeros
para contarle que aquellos dos eran policías había ido a preguntar por el
director.
-¿No te llamó la atención que esa mujer no hiciera ninguna mención
a la muerte de Alejandro Cuenca?- preguntó Carmen cuando se vieron en la
calle-. Quiero decir que debería saber que su jefe tomaba todos los días
café con el muerto y que eran amigos. No creo que fuera un secreto.

66
-A lo mejor sí. O a lo mejor, sólo es puro azar. ¿Por qué iba a contar
a nadie el director del banco con quien tomaba café?- respondió Salvador.
-¿Por qué no le has preguntado nada?- Carmen levantó los hombros
en un gesto de incomprensión.
El la miró a los ojos que, acaso un poco irritados por el frío que los
azotó al dejar el banco, le brillaban. Tenía el pelo, agitado por el viento frío
que se le movía desordenado por la cara. Carmen levantó la mano derecha
para ordenarlo un poco. La mano, los ojos brillantes y el pelo revuelto
sedujeron a Salvador en un instante. Subió el cuello de la chaqueta para
proteger el cuello y dijo:
-Estaba esperando a que lo preguntaras tú- y mantuvo la mirada de
Carmen hasta que empezó a sentir que podría abalanzarse sobre ella.
-¡Qué borde eres!
-Vale, en realidad decidí que sería mejor preguntárselo a él
personalmente. Quiero decir que debe de explicar si ocultaba por alguna
razón la amistad con el muerto.
Comenzaron a caminar sin rumbo fijo, dieron tres pasos y Salvador
se detuvo, levantó la mano izquierda y miró el reloj.
-Tenemos el tiempo justo para tomar una cervecita antes de comer y
de paso vemos la cafetería donde se reunían el muerto y el director de la
sucursal- dijo mirando a Carmen.
Ella se colocó el pelo que se le revolvía en la cara, sonrió y asintió en
silencio.
La cafetería era una especie de semisótano al que habían dado
aspecto de garaje viejo, con muchas luces de neón. Se acomodaron en la
barra, pidieron un par de cervezas sin alcohol y vieron la portada del
periódico local. De entre todas las demás noticias, destacaban en grandes
titulares las de las tres personas que habían perdido la vida el día anterior.

67
9

La escuela de idiomas no estaba muy lejos de la comisaría, en una


zona abierta de la ciudad, en la que las construcciones se encontraban todas
rodeadas árboles y zonas verdes. Era un edificio alargado de tres plantas al
que se accedía por una pequeña escalinata que ocupaba una parte
importante del frontal. A pesar de que la tarde era fría y ya lluviosa,
Salvador esperaba pacientemente en pie, cobijado bajo la amplia cubierta
acristalada que recorría toda la entrada del edificio, apoyado contra la pared
con una pose que pregonaba cierta indiferencia a todo lo que ocurriese a su
alrededor, incluido el inclemente tiempo que se había apoderado de la
ciudad. Pese a estar pegado al muro, el viento llegaba hasta él y lo
despeinaba y le sacudía la chaqueta como si se la fuera a arrancar. Era la
única persona que se encontraba parada en la escalinata, el resto, casi
siempre con una carpeta bajo el brazo o una bolsa al hombro, subía y
bajaba las escaleras a toda velocidad con el cuello encogido y la cabeza
gacha para protegerse del viento y de las gotas de agua que volaban en
todas las direcciones sin que se pudiera saber muy bien de dónde venían.
Carmen lo vio desde lejos clavado bajo las filas de ventanas iluminadas con
el blanco desvaído de los fluorescentes y mientras se acercaba a la escuela,
pese al agua y al viento que le hacían entornar los ojos, levantó la vista para
observarlo. Aunque la tarde era fría, notó que Salvador no se había
abrigado, vestía la misma chaqueta de lino que llevaba cuando se habían
despedido aquella mañana; con el cuello de la chaqueta alzado, el cuerpo
esbelto, la ropa sacudida por el viento y el pelo revuelto, le pareció que con
otro carácter y un par de pequeños cambios podría incluso a llegar a
parecer un hombre atractivo. Luego, sólo un instante después, le pareció
imposible haberlo pensado. Se sacudió la cabeza mentalmente, esbozó una
sonrisa e imaginó que acaso aquel pensamiento le había asaltado porque lo
veía desde abajo y era la altura lo que lo hacía aparecer ante ella de aquel
modo. Al acercarse más se fijó en sus ojos entornados y un poco brillantes.
Vio que se le formaban muchas arrugas alrededor. En aquel momento tuvo
la sensación de que tenía ante ella una mirada cargada de tristeza que nunca
antes había visto, aunque siempre hubiera estado ahí, delante de sus
narices.
-¿Qué haces ahí parado?- preguntó al llegar a su lado mientras se
quitaba el sombrero empapado sacudía suavemente la cabeza y dejaba caer
el pelo sedoso sobre los hombros.
-Ya ves, disfrutando de la tarde- Salvador levantó la mano izquierda
y mostró un cigarrillo a modo de explicación-. Aunque te parezca increíble,

68
en este sitio está prohibido fumar. Y luego dirán que es un centro de
cultura. Cultura y prohíben fumar.
-¿Y desde cuando te ha importado eso a ti?
El la miró con fingida suficiencia.
-¡Qué borde eres!- dijo.
Se sonrieron.
-Vamos, tira eso- dijo ella señalando el cigarrillo- que no está la
tarde precisamente como para pasarla aquí charlando.
Carmen cruzó la puerta delante de él y lo rozó con el aire que movió
la gabardina que acababa de desbrochar y con el perfume que llevaba y que
traspasó la nariz de Salvador, le llegó hasta la nuca y le bajo por la espalda
partiéndosela en dos.
La había estado observando durante un buen rato, la había visto bien
lejos, cuando se acercaba a la escuela envuelta en la gabardina y con el
sombrero de lluvia bien calado para que no se lo llevara el viento. No
importaba la distancia, con la cintura ceñida por el cinturón, el talle bien
marcado, los hombros altivos, como el pecho que Salvador intuía bajo el
gabán, el gorro de agua ocultándole el cabello y envolviéndola en cierto
misterio se volvía aún más hermosa. Notó que lo miraba a los ojos y le
sostuvo la mirada con placer. Luego, cuando después de dos frases cruzó la
puerta con su andar de diosa, la siguió a ojos ciegos sin ser muy consciente
durante un instante de adonde iba.
El hall de la escuela no era muy grande, tenía las paredes pintadas de
un amarillo pálido y estaba atestado de estudiantes que charlaban
animadamente en corrillos o iban de un lado a otro en un movimiento que
parecía no tener sentido formando un grupo variopinto. Allí había
adolescentes con la cara llena de granos, con los pantalones caídos o con
minifaldas imposibles, jóvenes con aire de ejecutivos y jóvenes con el
aspecto de desempleados en busca de su primer empleo, adultos bien y mal
vestidos y hasta viejos con aspecto de pensionistas aburridos; pero todos
ellos tenían algo en común, algo indefinible que compartían aunque no se
pudiera ver y que hacía que pese a lo diferentes que eran, nadie estuviera
allí fuera de lugar. Sólo había dos personas que no encajaban en aquella
sala, los dos policías que acababan de traspasar la puerta.
Carmen y Salvador se detuvieron en el centro del hall rodeados por
el caos estudiantil, lanzaron una ojeada a un lado y a otro y se giraron a la
izquierda hacía un cartel que anunciaba la secretaría. Les atendió una mujer
madura que intentaba borrar el paso de los años con mucho maquillaje en la
cara y que observaba el espectáculo estudiantil con un vaso de café en la
mano tras una ventanilla alargada que se abría al hall.
-Buenas tardes. Nos gustaría hablar con el responsable del
departamento de inglés- dijo en tono imperativo Salvador sin identificarse.

69
A pesar de ello ni de que no habían dicho para qué querían hablar
con el responsable del departamento, a la mujer de la secretaría no le cabía
la menor duda de que el hombre y la mujer que tenía frente a ella tenían
algo serio y oficial que tratar en la escuela. Depositó el vaso sobre una
mesa que tenía a su izquierda y miró el reloj.
-Es una hora muy mala- Carmen y Salvador miraron instintivamente
el reloj al mismo tiempo-. Ahora debe de estar empezando la clase.
-Y acabará a las…- Salvador dejó la frase en el aire.
-A las cinco, en una hora.
Hubo un breve silencio.
-Supongo que habrá alguien en el departamento- intervino Carmen.
La mujer dudó un momento antes de responder.
-Supongo que sí, siempre suele haber alguien, aunque no sabría
decirles.
-¿Podría indicarnos dónde está?
- En la segunda planta- señaló con la mano un ascensor- al fondo del
pasillo.
-Gracias.
Al volverse, notaron que la sala se había vaciado milagrosamente y
ya no quedaban más de cuatro o cinco personas, casi todas ellas las más
jóvenes de las que antes ocupaban el hall. Al lado del ascensor nacía una
escalera amplia en cuyos primeros dos escalones se sentaban dos
adolescentes.
-¿Subimos?- preguntó Carmen.
Salvador asintió con un gesto. No dijo nada.
En la segunda planta, el largo pasillo que recorría de un lado a otro el
edificio estaba iluminado con fluorescentes de luz azulada que se reflejaba
en el suelo brillante, al fondo tenía una cristalera que con la oscuridad de la
tarde apenas destacaba sobre tono gris de la pared. A izquierda y derecha
del corredor se abrían puertas coronadas todas ellas con una pequeña
ventana. De ambos lados también les llegaban los rumores de las clases que
se desarrollaban en cada una de las aulas, ora la voz del profesor, ora algún
vocerío de los alumnos. Recorrieron el pasillo lentamente leyendo los
carteles que colgaban de las puertas, aula 2, aula 3.
Carmen se detuvo un momento y cerró los ojos. De pronto el aire le
olía a chicle de fresa y le resonaban en los oídos un millón de voces
infantiles.
-Qué cantidad de recuerdos, ¿no te parece?- dijo con una sonrisa que
le ocupaba toda la cara. Y durante un instante, el rostro tomó una expresión
cándida y pueril y los ojos se le llenaron de niños.
Salvador torció el gesto. Se le frunció el ceño y los ojos se le
hundieron hasta la nuca.

70
-Ni te lo imaginas, los peores recuerdos de mi vida- dijo con voz
seria, seca y amarga.
Ella abrió súbitamente los ojos y lo miró sorprendida. Notó que
Salvador tenía una expresión realmente agria. El aroma a chicle de fresa
desapareció y volvió a oler a desinfectante. Carmen prefirió no decir nada y
continuó caminando tras él que había comenzado a andar sin esperarla. Con
el primer paso, al reanudar la marcha, sintió como si se hubiera
derrumbado un castillo mágico.
La puerta del departamento de inglés estaba cerrada. Salvador la
golpeó y, sin esperar respuesta, la abrió. En el interior sólo había una
persona, un joven que aún no había cumplido los treinta años y leía un
montón de folios manuscritos que descansaban sobre una mesa de
conferencias. Era una sala alargada, no excesivamente grande ocupada casi
toda ella por la mesa y rodeada completamente por estanterías de la misma
madera clara que la mesa y atestadas de libros, y por carteles escritos en
inglés; muchos de ellos eran hermosas fotos de ciudades y paisajes lejanos
con textos de publicidad turística. Frente a la puerta se abrían un par de
amplias ventanas que eran el único lugar libre de la sala. La lluvia golpeaba
con fuerza los cristales y el agua corría por ellos deformando la vista de la
ciudad antes de comenzar a gotear.
-Buenas tardes- el joven alzó la cabeza y con el dedo índice se
levantó las gafas que le resbalaban por la nariz-. ¿Puedo ayudarles en algo?
-Subinspector Montaña y agente Martínez, de la policía judicial. Nos
gustaría hablar con usted un momento.
El joven se incorporó bruscamente y las gafas resbalaron por la nariz
de nuevo. Era alto y muy delgado, vestía un pantalón vaquero y una camisa
ceñida de rallas de llamativos colores que estilizaban aún más su figura.
Tenía las cejas muy negras y pobladas y el pelo azabache, largo y lacio.
Los ojos eran también negros y la mirada profunda. Dio un paso hacia ellos
y con la misma mano que los saludó les indicó una silla para que se
sentaran. Se acomodaron los tres en torno a la mesa de juntas. El joven se
presentó como Leonardo Ares.
-Pero todo el mundo me llama Leo- dijo sonriendo con cierto
nerviosismo.
-Nos gustaría hacerle algunas preguntas sobre Catalina Fraile.
-Claro…
-Me imagino que estará al corriente de lo ocurrido.
-Por supuesto, por supuesto, pero no sé si podré serles de mucha
ayuda, inspector.
-Subinspector, subinspector Montaña ¿A qué se refiere?
Carraspeó antes de responder:
-Quiero decir que apenas teníamos relación.
-Pero eran compañeros de departamento, ¿no es cierto?

71
-Sí, claro. Éramos compañeros, pero yo llevo muy poco tiempo en la
escuela, estoy haciendo una sustitución.
-¿Cuánto tiempo lleva aquí?
-Un par de meses, bueno, un poco más.
Carmen y Salvador se miraron con gesto dubitativo. Era evidente que
aquel joven no les iba a decir nada interesante.
-¿Qué opinión tenía de Catalina Fraile?- preguntó Carmen volviendo
la cara hacia el profesor.
El joven resopló.
-La verdad, no sabría qué decirles. Ya le digo que no hemos tenido
mucha relación, pero a mí siempre me pareció una persona normal, no sé,
era agradable. Normal, ya le digo.
-¿Sabe si tenía algún problema en la escuela?
-¿En la escuela?
-Me refiero a algún alumno.
-No, la verdad es que no sé de ningún caso en que un profesor de la
escuela tuviera problemas con un alumno.
Callaron los tres. Continuar aquella conversación tenía sentido.
Salvador se incorporó súbitamente.
-Gracias por su tiempo- dijo y comenzó a caminar hacia la salida.
Carmen lo miró sorprendida y lo siguió. En el pasillo los dos policías
se plantaron cara a cara.
-Esto es una pérdida de tiempo- dijo él.
-Podías ser más amable y considerado- respondió ella.
Salvador la miró y frunció el entrecejo con un gesto que era más
teatral que real. Notó que Carmen mostraba en la cara cierto enfado cuando
añadió:
-No sé si te habrás dado cuenta, pero no has venido solo, yo te
acompaño.
Claro que se había dado cuenta, ella no podía darse cuenta de lo
consciente que era de su presencia, era consciente de ello a cada instante.
Deshizo la mueca de teatralidad. Le hubiera gustado decir otra cosa, pero
dijo:
-Habrá que esperar a la jefa del departamento- y forzó una sonrisa.
Ella suspiró y miró el reloj. A veces conseguía exasperarla. Como
Carmen guardaba silencio, habló él.
-Si no te importa prefiero esperar en una cafetería, este lugar no me
gusta- dijo.
Cuando salieron a la calle, el viento había amainado, los árboles se
habían quedado quietos y aguantaban la lluvia estoicamente y ya no
volaban papeles de un lado a otro, pero arreciaba el chaparrón. Sobre la
ciudad caía un autentico aguacero.

72
-Creo que lo del café va a tener que esperar- dijo Carmen con una
sonrisa de suficiencia.
Se sentaron en un banco que había al lado de la puerta de la
secretaría y durante casi una hora observaron prácticamente en silencio
como una pareja de adolescentes se hacía carantoñas. Era todo lo que había
que ver.
Al filo de las cinco, cuando el hall volvía a llenarse de alumnos,
volvieron al departamento de inglés. El joven profesor con el que habían
hablado una hora antes se cruzó con ellos en la puerta. Levantó las gafas
caídas al detenerse a su lado.
-Ella es Berta, la jefa del departamento- dijo señalando a una de las
tres mujeres que ocupaban la sala.
Salvador y Carmen se dirigieron directamente hacia ella.
-Subinspector Montaña y agente Martínez. Nos gustaría hablar un
momento con usted.
La mujer se sorprendió, aunque no demasiado, tendió la mano y los
saludó:
-Soy Berta Álvarez. Claro, por favor, siéntense.
Era una mujer atractiva, no muy alta, de anchas caderas y rostro
armónico y agradable. El pelo era rizado y claro, casi rubio y la mirada
dulce. Tendría unos cuarenta años y no llevaba maquillaje alguno que
disimulase las incipientes arrugas de su rostro.
-Me imagino que querrán hablarme de Cati- dijo cuado estuvieron
los tres sentados en torno a la mesa.
-Efectivamente- respondió Salvador asintiendo levemente con la
cabeza. Dudó un momento, tenía plena conciencia de que lo que hacía era
completamente inútil. Estaba convencido de que no había nada que
investigar sobre aquellas dos muertes, y menos en aquel lugar. Luego
continuó diciendo-: ¿Cuánto tiempo hacía que trabajaban juntas?
Berta Álvarez inspiró profundamente, los ojos se le llenaron de agua
y brillaron levemente.
-Hace ya unos cuantos años. Ella era un poco mayor que yo y ya
trabajaba en el departamento cuando yo vine y yo ya llevo aquí…- calló un
momento y añadió con una pequeña exclamación- ¡diez años!-. Luego dejó
la mirada perdida como si estuviese reflexionando sobre el paso del tiempo.
-Supongo que la conocería bastante bien.
La profesora recuperó la mirada que había dejado perdida y la dirigió
a Salvador al tiempo que se enjugaba una lágrima que le asomaba al
párpado. Dijo:
-Éramos buenas amigas- hizo un silencio-. La verdad es que no me lo
puedo creer.
La mujer estaba a punto de comenzar a llorar.
-Sentimos molestarla, pero… -dijo Salvador.

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-No se preocupe, lo comprendo.
Guardaron silencio durante un buen rato.
-¿Qué clase de amigas eran?- preguntó Carmen rompiendo el
silencio que comenzaba a resultar incómodo-. Me refiero a si tenían una
relación fuera de lo laboral.
-Sí, ya le digo que hace diez años que nos conocemos. Yo no llevo
una vida social muy intensa, pero sí, no sólo nos veíamos en la escuela.
-¿Qué clase de persona era?
La profesora miró a Carmen y sonrió con amargura. Ella le devolvió
una sonrisa que era todo comprensión.
-Quiero decir si era una persona de mal carácter, por ejemplo o, no
sé, si…
-Sí, sí, ya entiendo- interrumpió Berta, luego calló, miró a Carmen a
los ojos, inspiró y continuó hablando como si hablase para sí misma-.
¿Sabes qué pasa? Se me hace tan raro hablar de Cati en pasado, pensar que
ya no está. Pero no, no era una persona de mal carácter, era una persona
maravillosa- sonrió-. Es lo que se dice siempre de los muertos, pero en este
caso es cierto.
Carmen asintió.
-¿Cómo era como profesora? Quiero decir ¿la querían los alumnos?
-La adoraban, de veras. Le gustaba su trabajo y se entregaba a él con
pasión- la mujer cerró los ojos para enfatizar sus palabras.
Carmen inspiró, calló un momento y continuó:
-Ya sé que puede que esto te suene un poco fuerte, pero ¿podría
haber tenido… no sé, algún problema con un alumno y que éste pudiera
desear verla muerta?
Berta dio un respingo y abrió los ojos cargados de lágrimas.
-¡No!-exclamó.
-¿Conocías a Alejandro Cuenca?
-Sí, Cati me lo había presentado, claro, pero no te podría decir nada
de él, apenas si nos habíamos cruzado tres palabras. Pero me pareció una
persona muy seria y muy agradable. Me alegré mucho por Cati, ella no
había tenido mucha suerte con los hombres- calló un momento-. Y ya ves,
siguió sin tenerla.
Salvador miró a las dos mujeres que conversaran como si él no
estuviera presente. Notó que se tuteaban y no se daba cuenta de cuando
había comenzado aquel tuteo. Se sintió fuera de lugar y tuvo que reprimir
el impulso que sintió de largarse de allí.
Al oír a Berta hablar de la mala suerte con los hombres, Carmen no
pudo dejar de pensar en sí misma. Sabía bien lo que significaba no tener
buena fortuna en ese campo. Sonrió antes de decir con complicidad:
-Con los hombres a veces es difícil acertar.

74
-Ella tuvo un matrimonio…- meditó un instante-. No, no fue un
matrimonio, fue un infierno.
Carmen la miró pensativa.
-¿Qué ocurrió?- preguntó.
La respuesta fue seca y rápida, como un disparo.
-Ocurrió que su marido era un sádico, un autentico sádico. No te
creerías las cosas que Cati me contaba…- la profesora dejó la frase en el
aire.
Carmen calló y meditó. Un exmarido violento era una posibilidad
que no podían obviar. Miró a Salvador que le pareció ausente y luego a la
profesora con gesto inquisitivo para que continuara hablando:
-Hasta que se divorciaron su vida fue un infierno, entonces pensó que
todo iba a cambiar, pero no cambió nada, él la continuó acosando hasta el
mismo día en que murió. Tuvo un infarto- miró a los ojos de Carmen y con
voz seca continuó:- afortunadamente.
-Ya.
La pista del marido violento se acababa allí mismo.
-¿Cuánto tiempo hace que tenía esa relación con Alejandro Cuenca?
Berta meditó un instante antes de responder:
-Hará unos seis meses, quizá alguno más, no sé, no lo sabría decir
con precisión.
-¿Alguna vez te comentó que tuviesen problemas en la relación? Que
las cosas les fueran mal…
Los ojos de la profesora volvieron a llenarse de lágrimas. Una de
ellas se asomó a la comisura del párpado y se deslizó por la mejilla.
-No, nunca. Nunca dijo una mala palabra de Alejandro. Al contrario,
decía que haberlo conocido le compensaba todo lo que había pasado- dijo,
se enjugó las lágrimas y luego se sonó la nariz.
Carmen la observó en silencio antes de volver a preguntar. Al cabo
de un rato, cuando la mujer le dirigió una sonrisa triste, dijo:
-¿Le resulta comprensible de alguna manera que Alejandro la matara
y luego se suicidase?
Las palabras de Carmen parecieron provocar una cascada de
sentimientos en la mujer que tuvo que realizar un notable esfuerzo para
responder.
-No- dijo-, no lo puedo comprender. Me preguntaste hace un rato qué
clase de mujer era Cati… ¿sabes qué clase de mujer era? Una mujer con
mala suerte. Y lo peor de todo es que la vida le había dado el aspecto de
una triunfadora: profesional de éxito, de aspecto agradable, culta, pero todo
le salía mal… -Berta calló un momento-. Y cuando creía por fin haber
encontrado al hombre de su vida, él va y se la lleva por delante. Me da la
sensación de que Cati nació para perderlo todo, no, para que se lo robaren.
Hasta la vida le tenían que robar.

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Se despidieron de la mujer y la dejaron sola y sentada meditabunda
junto a la mesa. Al salir, Carmen le dedicó una última mirada y tuvo la
sensación de que la sala que ocupaba el departamento de inglés había
crecido, lo mismo que la propia mesa que ahora le parecieron enormes y la
mujer que dejaban dentro, muy pequeña.
Había dejado de llover, el cielo era plomizo y tan oscuro que había
forzado el anochecer antes de tiempo. Apenas si podían verse las nubes,
sólo una masa informe y oscura. Ya no soplaba el viento. Salvador
encendió un cigarrillo y se levantó el cuello de la chaqueta. Hacía frío.
-Me tomaría un café- dijo.
Carmen asintió en silencio.
Los coches circulaban con las luces encendidas y los faros se
reflejaban en el suelo mojado, las farolas, pese a la temprana hora,
acababan de encenderse. El viento había cesado completamente y la ciudad
tomó un aire espectral, misterioso. Caminaron uno al lado del otro durante
un buen trecho sin decirse palabra. En la mente de los dos resonaban aún
las últimas palabras de Berta Álvarez sobre Catalina Fraile: había nacido
para se lo robaran todo, hasta la vida.
La cafetería Luna estaba prácticamente vacía a aquella hora. Ya se
habían ido los parroquianos de la sobremesa, los que se sentaban en torno a
las mesas con los naipes en la mano y aún estaban por llegar los solitarios
del atardecer, los que se acodaban en la barra con un vaso en la mano, y las
pandillas que junto a ellos despedían el día con vino y cerveza en animada
charla. Carmen y Salvador se acomodaron en los taburetes que se alineaban
al lado de la barra.
-¿No tienes la sensación de que estamos perdiendo el tiempo?-
preguntó Salvador con la taza de café en la mano y un cigarrillo entre los
dedos-. ¿Quién iba a querer matar a una profesora de la escuela de
idiomas?
Carmen lo miró seriamente a los ojos y no respondió a su pregunta
son que preguntó ella:
-¿Por qué estabas tan incómodo en la escuela?
Salvador deposito la taza en su plato casi con violencia.
-Malos recuerdos, nada más.
Carmen calló entonces y esquivo su mirada. Se arrepentía de haber
hecho la pregunta, si la escuela le traía malos recuerdos, era malos
recuerdos de la infancia y seguro que a él no le gustaría hablar de ello. De
pronto sintió ganas de irse, de perder de vista a su compañero. Se revolvió
incómoda sobre el taburete.
-¿Sabes?- dijo Salvador-, no se puede decir que haya tenido una
infancia muy feliz.

76
-No es necesario que… -balbució Carmen.
Salvador sonrió con la boca y entristeció los ojos.
-No te preocupes, lo tengo superado. Lo tuve que superar de dos
tragos, pero ya está- calló y luego, animando la voz, dijo-: en cambio a ti la
escuela te ha traído buenos recuerdos.
-No es necesario que hablemos de ello.
-Ya te he dicho que lo he superado. Puedes hablar de la escuela lo
que quieras.
Carmen sonrió.
-Me encantaba la escuela, sí. La vida en general me pareció
maravillosa hasta que salí del instituto. Luego, aquel verano todo cambió,
se mataron mis padres. Los aplastó un camión.
-Vaya.
-Todos los recuerdos que tengo hasta ese día son buenos.
Salvador dio una larga calada al cigarrillo, lo arrojó al suelo y lo pisó
hasta deshacerlo, casi con rabia. La puerta se abrió y entró una ráfaga de
aire frío con una pareja que se sentó a hacerse carantoñas a su espalda.
Carmen sintió un escalofrío, auque no supo bien si era de frío.
-¿Sabes cuando fue el primer día que yo me sentí orgulloso de mi
padre?- preguntó Salvador encendiendo un nuevo cigarrillo.
Ella no dijo nada. Estaba segura que la respuesta de Salvador no le
gustaría. Notaba que estaba pisando un terreno oscuro y triste.
-Fue el día que murió- dijo él exhalando el humo.
A Carmen le hubiera gustado que Salvador callara, pero tuvo la
sensación de que él quería hablar.
-No te imaginas lo jodido que es ser el hijo del Pimplán en un pueblo
como el mío. Mi padre era el borracho oficial del pueblo, el Pimplán para
mayor gloria de todos, y yo, claro, el hijo del Pimplán- Salvador sonrió-.
Por mucho que me esfuerzo, no lo recuerdo sobrio. Jamás. De ahí me viene
mi mala hostia, ¿sabes? Es sólo el fruto de todas las putadas que me
hicieron.
-¿Te hacían putadas?- intervino Carmen con una sonrisa en la boca.
Tenía la necesidad de aliviar la tensión- ¿A ti? No sé si creérmelo, no se
atrevería nadie.
El le devolvió la sonrisa. Los ojos se le alegraron un poco.
-Bueno, lo intentaban. Ser el hijo del Pimplán significaba una bula
para todos y entonces era bastante enclenque, note creas. Y mi padre sí que
me hacía putadas. No, no hagas una mala idea. No te pienses que me puso
alguna vez la mano encima. No era malo, era sólo borracho, buena persona,
pero borracho. Pasé la vida avergonzándome de mi padre. Murió cuando yo
tenía quince años. Ese día me sentí orgulloso de él.
-¡Salvador!- Exclamó Carmen- No digas eso, era tú padre.
Él continuó hablando como si ella no hubiese dicho nada:

77
-Lo recuerdo perfectamente. Era una tarde de invierno y se había
muerto Don Manuel. Don Manuel había sido médico y era dueño de la
mitad del pueblo. No hacía más que presumir de que había luchado en la
guerra con Franco y que aún tenía relaciones con él. Y hasta puede que
fuera verdad. Todo el mundo le tenía respeto, es decir, miedo. Al entierro
fue todo el pueblo. Cuando lo estaban bajando al agujero y el cura largaba
los latines, mi padre se subió sobre una sepultura y gritó en voz alta:
¡vecinos! Hoy es un día feliz, estamos enterrando al hijo de puta más
grande que han conocido estas tierras. Hoy ha llegado la democracia a este
puto pueblo. Como puedes imaginarte, el silencio fue espectral. Mi padre
se bajó de la sepultura y se marchó a beber. Bebió tanto que aquella noche
consiguió matarse de una vez. Luego me enteré de muchas cosas que si
hubiera sabido antes me habrían ahorrado muchas vergüenzas y sinsabores,
pero…
Salvador miró a Carmen en silencio. Ella no sabía dónde mirar.
-Ya sabes porqué no me gusta la escuela. Bueno, siento haberte dado
la paliza, pero es que la tarde se ha vuelto realmente triste.
-Siento que te haya pasado todo eso.
-No te preocupes. Vamos a casa, o si no todavía te cuento la historia
de mi matrimonio y eso es aún peor.
Cuando salieron, había vuelto a llover nuevamente.

78
10

La sensación que Carmen tuvo al encontrarse con Salvador a la


mañana siguiente fue extraña. Había llegado temprano a la comisaría, había
pasado la noche con un sueño irregular y agitado y, harta de dar vueltas en
la cama, se había levantado temprano. Realmente le había impresionado lo
que Salvador le había contado la tarde anterior sobre su padre y su infancia.
Nunca se había planteado cómo habría podido ser la niñez de su
compañero, pero si lo hubiera hecho, lo habría imaginado como el matón
de la pandilla, nunca como él le había contado. Además, le costaba trabajo
imaginarse que alguien hubiera llevado una infancia así, al menos, le
costaba imaginárselo para sí misma o para alguien que conociese y
estuviese próximo a ella. Esas cosas ocurrían siempre a gente que ella no
conocía ni conocería nunca. Y durante toda la noche, aunque quiso evitarlo,
no pudo apartarlo de la cabeza. Aquella mañana, mientras dejaba que el
tiempo corriera y esperaba a Salvador sentada, con los codos apoyados en
la mesa, pensaba en cual sería el hombre que aparecería en la oficina
cuando cruzase la puerta, si sería el subinspector Montaña con cara de
cínico y gesto de insolencia o el hijo del Pimplán, el que le contaba,
entornando los ojos con tristeza, los infortunios de su infancia. Pero cuando
lo vio cruzar la puerta, tuvo la sensación de que no era ninguno de los dos.
Parecía como si los rasgos de la cara se le hubiesen suavizado en la noche
que ella había pasado prácticamente en vela. Al observarlo no vio en él ni
el cinismo ni la tristeza. Vio algo nuevo que no sabía definir.
La mañana había amanecido gris y continuaba lloviendo, aunque era
una lluvia fina y no soplaba el viento. Salvador traía colgada e el brazo
izquierdo una gabardina empapada. Había llegado a la comisaría con el
paso acelerado y la cabeza hundida entre los hombros, el cuello del gabán
levantado, pegado a las paredes, buscando los alerones de los tejados, pero
no le había servido de mucho; se había empapado igualmente. Colgó la
gabardina y se sentó frente a Carmen. No dijo ni una palabra. Sólo la miró
y guiñó el ojo izquierdo exagerando mucho el gesto. Ella arqueó las cejas y
sonrió.
-Bueno, de la autopsia no sabemos nada ¿no?- dijo Salvador al cabo
de un buen rato frotando las manos para que le entrasen en calor.
-Nada, que yo sepa.
-Voy a preguntar.
Salvador se incorporó y dejó la oficina. No tardó el volver, lo hizo al
cabo de unos minutos y se sentó de nuevo frente a Carmen.

79
-Ni rastro. Ni siquiera el informe preliminar- dijo reclinándose en la
silla. Se llevó las manos a la nuca y continuó:- Vamos a hacerle una visita a
Laura a ver que nos cuenta de la pistola.
Carmen se incorporó y él la observó sin mover siquiera un dedo, en
la misma postura en la que se encontraba, arrellanado en el asiento y la
cabeza echada hacia atrás. Ella llevaba un vaquero un tanto ajado y un
jersey de lana de cuello alto que se le ceñía al cuerpo como si fuese de
goma. Viéndola tan hermosa, no comprendía qué otra cosa podía haber
visto en ella además de la belleza para contarle todo lo que le había contado
la tarde anterior, no podía comprender porqué lo había hecho, porqué había
hablado de aquel modo. O acaso sí podía, pero no quería hacerlo. Ya sentía
bastante desarmado frente a su belleza como para ceder aún más ventajas.
-¡Qué! Vamos o no- dijo Carmen impaciente frente a él.
La voz lo distrajo de sus pensamientos, retiró las manos de la nuca y
se incorporó lentamente sin dejar de mirarla para seguirla hacia la puerta.
La oficina de la brigada científica estaba vacía. Se encontraron con
Laura López en un pasillo.
-No digáis nada, ya sé a qué venís- dijo al verlos salir de su oficina-.
La pistola con la que se pegaron los tiros era una star del nueve corto. El
individuo no tenía licencia y la pistola no estaba registrada, lo he
comprobado. Eso sí, la pistola estaba limpia.
-No tenía licencia- repitió Salvador con aire pensativo.
-No, señor.
-Y es una pistola sin antecedentes.
-Eso es, una pistola completamente limpia, pero sin licencia.
Probablemente comprada en Portugal, allí tendría un par de muertos
encima y ya no era útil. Ese es el único dato discordante- dijo Laura.
Callaron un momento, los tres pensativos.
-Siempre tiene que haber algún dato discordante- adujo Salvador-.
Cuando todo encaja perfectamente hay que mosquearse, entonces es
cuando alguien lo ha preparado para que parezca lo que no es.
-Pero tiene mucho sentido ¿para qué querría un inspector de trabajo
una pistola ilegal?- preguntó Carmen.
-¿Para pegarse un tiro?- respondió Salvador en tono irónico-.
Necesitamos la autopsia y si nos quedamos esperando no va a llegar nunca,
así que vamos a por ella. Tengo la sensación de estar haciendo el gilipollas
con todo este asunto y quiero acabar con él de una puta vez.
Cuando dejaron la comisaría continuaba lloviendo. Caminaron un
buen trecho rumbo a la clínica forense pegados el uno al otro, cubiertos por
el mismo paraguas.
-Pensé que no te gustaban los paraguas- dijo Carmen viendo como
Salvador se cobijaba a su lado cuando abrió el suyo.

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-Los paraguas sí me gustan, lo que no me gusta es pujarlos, por eso
no los llevo nunca, pero si lo llevas tú, no voy a hacerle ascos. Mira como
tengo la gabardina- se señaló a sí mismo-, empapada.
Cuando llegaron a la clínica forense, tras el largo paseo bajo la
lluvia, Salvador tenía la nuca abierta como si se la hubieran horadado de un
tiro con la mismísima star del nueve corto. Caminando tan pegado a
Carmen, su perfume la había taladrado el cerebro y el roce de los hombros,
de los brazos, codo con codo, y su pelo, mecido ahora por la suave brisa
que comenzaba a soplar, habían agrandado el agujero. Si no hubiera
parecido estúpido, se habría apartado de ella y si no hubiera resultado
grosero, habría encendido un cigarrillo para borrar al menos su perfume.
En la clínica forense olía al desinfectante que habían empleado
aquella mañana para fregar los suelos. Gracias a él, Salvador pudo
separarse del aroma de Carmen y cerrar el hueco que amenazaba con
romperle la espalda.
Saludaron a la joven funcionaria de gafas redondas y mirada dulce
que ocupaba la mesa de la recepción y, tras presentarse, preguntaron por el
forense que llevaba el caso de los dos muertos de la calle Concejo.
-Ah, sí- la funcionaria no tuvo que hacer ninguna consulta-. Eso lo
lleva la doctora de Miguel.
-¿Podríamos hablar con ella?
La joven señaló con el dedo hacia el frente y dijo:
-Está en su despacho. Es la tercera puerta.
Tras dar las gracias amablemente se encaminaron por un pasillo un
tanto oscuro que llevaba hasta el despacho que les habían indicado. Poco a
poco se había difuminado el olor al desinfectante del suelo y volvía a
llenarlo todo el aroma a vainilla de Carmen. Salvador llamó a la puerta y
abrió sin esperar respuesta.
-Buenos días- dijo aún con el pomo en la mano- ¿la Doctora de
Miguel?
-Sí. Pase, pase- respondió la voz femenina de una mujer que tecleaba
aceleradamente en un ordenador.
-Subinspector Montaña- dijo Salvador acercándose a la mesa.
Se encontraban en un despacho amplio de paredes pintadas de blanco
y con muy pocos muebles, sólo la mesa en la que reposaba el ordenador, el
sillón de la forense, un par de sillas y un fichero. Nada más. Las paredes se
encontraban completamente limpias, no tenían ni un solo cuadro.
La mujer dejó el ordenador, se incorporó y rodeo la mesa con la
mano extendida en actitud de saludo al tiempo que decía:
-Ah, sí, ya recuerdo. Salvador ¿no?
Se estrecharon la mano. Ella con el rostro sonriente, él intentando
ocultar su sorpresa.
-Eso es, Salvador Montaña.

81
-Nos conocimos hace unos meses en la recepción de la patrona ¿no
recuerdas?
-Ah, claro- respondió Salvador que no recordaba en modo alguno a
aquella mujer, lo que dado su aspecto actual, le sorprendía. Y mucho.
Margarita de Miguel era una mujer de cincuenta años en un cuerpo
de cuarenta, con una mentalidad de treinta y vestida como si aún no hubiera
cumplido los veinte. Señaló las sillas que tenía frente a la mesa y se giró
para volver de nuevo a su sillón.
-Mi compañera, la agente Martínez- dijo Salvador al tiempo que se
sentaba.
La forense esta vez no se incorporó, sólo extendió la mano para
saludarla a través de la mesa. Carmen sintió la mano de la mujer pequeña y
fría. Después del saludo, el primero en hablar fue Salvador:
-El motivo de nuestra visita es saber si podríamos disponer ya de las
autopsias del caso de la calle Concejo.
Margarita de Miguel se volvió hacia su derecha y señaló la pantalla
del ordenador.
-Precisamente estaba ahora redactando el informe.
Salvador inspiró impaciente. Eso significaba que como mínimo
tardaría veinticuatro horas, sino eran más, en llegar a él. Buscó la manera
de ser lo más persuasivo posible para que la forense les diera al menos un
adelanto verbal de la autopsia.
-Bueno- dijo titubeante-, nos gustaría saber si aunque no tuviera el
informe definitivo nos podría decir algo, si nos podría dar una especie de
adelanto.
-Por supuesto, pero, por favor, no me trates de usted, mejor nos
tuteamos, es menos formal.
Los ojos de la forense se entornaron levemente en una sonrisa de
complacencia y remarcaron un tanto algunas de las arrugas de la cara.
Salvador asintió con un gesto de la cabeza, Carmen lo hizo con una sonrisa
no exenta de picardía que además de a la forense dirigió a su compañero.
-Bueno, pues en principio nos gustaría saber tu primera opinión-
Salvador sonrió con el tuteo y extrajo su libreta y la apoyó sobre la pierna
derecha.
Margarita borró la sonrisa de la cara y respondió con voz firme y
segura. Daba la impresión de que le gustaba hablar de cómo habían muerto
aquellas dos personas.
-La mujer recibió dos disparos, los dos tienen el mismo ángulo de
entrada, por lo que supongo que transcurrió muy poco tiempo entre uno y
otro disparo. Ambos atravesaron directamente el corazón y eran mortales
de necesidad, tuvo que haber sido fulminante. Muy probablemente los dos
estaban de pie, frente a frente cuando recibió los disparos- dijo y calló un
momento mirando a Salvador como si quisiera ver el efecto que causaban

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sus palabras en el policía. Luego continuó-: La distancia del disparo…,
digamos tres o cuatro metros.
Salvador hizo que su mano tomase la forma de una pistola con el
índice señalando hacia el frente y dijo:
-Eso significa que fueron dos disparos seguidos sin que la mujer se
moviese- movió la mano dos veces, como si disparase él mismo-. Pum,
pum
Mientras los escuchaba, Carmen se imaginaba la escena: el hombre
con una pistola en la mano y disparando a la mujer indefensa y vestida
frente a él con un camisón de raso.
-Eso es lo que parece que ocurrió- la forense hizo un breve silencio-.
Con relación a él, el tiro fue con la pistola en la misma boca. El disparo lo
hizo él, hay restos de pólvora en la mano, aunque, claro, eso ya lo dirá la
científica. Por lo demás, no hay nada que destacar. En ninguno de los dos,
ni lesiones, ni signos de lucha. Nada.
Salvador calló pensativo.
-Vamos, que es exactamente lo que parece.
La forense sonrió mostrando unos dientes que habían tomado ya el
color del mucho tabaco que había pasado entre ellos.
-Eso depende de lo que te parezca.
Carmen se dio cuenta de que la forense sólo se dirigía y miraba a su
compañero.
-Me parece que la mató y se suicidó. En principio no memos
encontrado nada que nos haga sospechar que fuera otra cosa que un
suicidio- dijo Salvador, luego calló un momento, inspiró y continuó
preguntando-: ¿Nos puedes decir algo de la hora?
Margarita negó con la cabeza.
-No. Los cadáveres llevaban ya varias horas en la cámara cuando los
examiné. No puedo fijar la hora. Lo siento.
-No tienen importancia, era sólo para corroborar lo que nos han
contado algunos de los vecinos- Salvador se incorporó y extendió la mano
hacia la forense-. No queremos molestarte más- dijo-. Te agradecemos el
tiempo que nos has dedicado.
Carmen se incorporó también y le tendió la mano igualmente.
-No ha sido ninguna molestia, ha sido un placer ayudarte- dijo
Margarita de Miguel mirando a los ojos a Salvador.
Caminó tras ellos en el despacho y los acompañó hasta la puerta.
Antes de que se cerrara, la forense volvió a sonreír y dijo:
-Si tienes alguna duda o necesitas algo, aquí me tienes, para lo que
sea.
Continuaba lloviendo y parecía que cada minuto que pasaba la lluvia
arreciaba más y más. Carmen y Salvador e detuvieron un momento antes de
lanzarse a la calle, cobijados por el pequeño alero del edificio. La mañana

83
era oscura y parecía que la única luz venía de los reflejos del suelo que
brillaba empapado por el agua reflejando los faros de los coches. En las
irregularidades del asfalto comenzaban a formarse charcos en los que las
gotas de agua elevaban pequeñas burbujas que estallaban al instante y se
convertían en ondas que no llegaban a extenderse porque en seguida una
nueva gota caía y las deshacía.
-¡Vaya manera de llover!- exclamó Salvador levantando la vista al
cielo.
-Creo que esta mañana habría sido una buena idea haber cogido un
coche, vamos a acabar empapados. Bueno, y ¿ahora adónde vamos?
-Tal y como están las cosas, lo mejor es que intentemos ver al
banquero y si no nos cuenta nada interesante, creo que con esto queda
resuelto ¿de acuerdo?
Carmen asintió y abrió el paraguas. Salvador se pegó a ella dispuesto
a caminar a su lado.
-En vez de acercarte a mí, podías decirle a la doctora de Miguel que
te tapara ella, ya la oíste- dijo Carmen. Luego aflautó un poco la voz y
continuó con retintín-: si necesitas algo, aquí me tienes, para lo que sea.
Salvador la miró y esbozó un gesto burlón:
-Para eso estás tú, ¿no?
Callaron y comenzaron a caminar bajo el aguacero y así
permanecieron durante un buen trecho. Salvador tenía los zapatos ya
empapados tras los primeros pasos y sentía el frío en los pies, pero no le
prestaba atención, tenía una idea clavada en la cabeza que le ocupaba todo
su pensamiento, sabía que no era posible, pero se le había incrustado de tal
modo que no podía apartarla de sí: Carmen se ha sentido celosa, había
sentido celos de Margarita de Miguel, la forense que se vestía de jovencita.
No podía creerlo porque en lo más íntimo de sí mismo sabía que no era
cierto, pero tampoco podía olvidarlo porque en lo más íntimo de sí mismo
también pensaba que sería maravilloso que lo fuera.
Ella sostenía el paraguas apretando tanto la mano que la piel estaba
exangüe y se le había vuelto blanca y los nudillos y los huesos se le
marcaban como si no hubiera otra cosa bajo la piel. Sólo aflojó cuando
comenzó a sentir dolor. Se sentía estúpida y malhumorada. ¿Por qué no se
había comido la lengua? ¿Por qué había dicho aquella tontería? ¿Qué le
importaba a ella lo que hubiera dicho o dejara de decir la forense?

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11

Para llegar a la oficina de la Caixa desde la clínica forense tenían que


pasar por la calle Concejo y recorrerla de un extremo a otro. Durante caso
todo el trayecto por la calle caminaron los dos en silencio, lo más rápido
que pudieron entre el ajetreo del atascado tráfico de coches y de viandantes.
Los peatones, armados los más de ellos con paraguas, ocupaban más
espacio del habitual y también se atascaban en las aceras. Además todo el
mundo pretendía caminar a toda prisa para evitar la lluvia. Iban apretados
el uno contra el otro bajo el mismo paraguas para no mojarse, cada uno
sumido en sus pensamientos, muy cerca, pegados los dos cuerpos, pero
totalmente ajenos a la presencia del otro. El comentario de Carmen sobre la
despedida de la forense hizo que salvador olvidar su perfume y, durante
algún tiempo, hasta su presencia.
Cuando a mitad de la calle llegaron frente al portal de la casa en la
que habían aparecido los dos cadáveres, Carmen se detuvo un instante y
apartando un poco el paraguas hacia atrás levantó la vista hasta la tercera
planta. Permaneció así un momento, observando las ventanas cerradas,
pero las gotas de agua hirieron pronto sus ojos e hicieron que apartase la
vista y llevase el paraguas de nuevo hacia delante hasta que la cubrió de
nuevo. Los peatones acelerados casi los golpeaban desde todas partes.
-¿Qué piensas?-Preguntó Salvador.
Ella suspiró. Al pasar por aquel lugar se había olvidado de la tensión
que sentía por el comentario que había hecho a Salvador sobre la forense y
le invadió una sensación de soledad al pensar en la mujer que había visto
tirada sobre el suelo de madera con los dos agujeros en el pecho perforando
el camisón de raso. Aquella sensación de soledad aumentaba al recordar lo
que la tarde anterior le había contado la jefa del departamento de inglés
sobre ella y la mala suerte de su vida.
El sonido estridente y molesto del claxon de uno de los muchos
coches que se atascaban en la calle la sacó de sus pensamientos.
-En nada- respondió a Salvador-. En nada importante, que si no la
hubiera matado…- dejó la frase en el aire.
-Si no la hubiera matado, ahora tendríamos los pies secos- dijo
Salvador que pensó continuar diciendo que si no la hubiesen matado
tampoco habrían conocido a la forense y Carmen no habría hecho ningún
comentario burlón sobre ella, pero prefirió callar-. Vamos a ver si
encontramos al banquero- continuó- y cerramos esto de una vez. Este caso
ya huele y como sigamos así lo único que vamos a sacar en claro de todo
esto será una pulmonía, ya lo verás.
Cuando dejaron la calle Concejo, cruzaron el pequeño parque de San
Lázaro, allí el viento había comenzado a soplar y movía las copas de los

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árboles en un vaivén acompasado con el movimiento del agua que manaba
de los surtidores de la fuente que ocupaba el centro del parque y que,
arrastrada por el aire, caía fuera de ella y se mezclaba promiscuamente con
el agua de la lluvia. A las palomas no les importaba ni el viento ni el
aguacero y picoteaban inoportunas entre los pies de los pocos viandantes
que, como ellos dos, cruzaban el parque a toda prisa.
La oficina de la Caixa tenía una iluminación tan blanca y potente que
con la oscuridad de la mañana casi convertía a los cristales de los
ventanales en espejos que apenas dejaban ver el exterior. Al contrario de lo
que vieron en su última visita a la banco, aquella mañana había una larga
cola de personas que esperaban pacientemente frente al mostrador de la
caja. El suelo estaba completamente mojado, sucio de agua y barro y
resbaladizo. Tras el mostrador, apartada a un lado, la joven embaraza y
regordeta que les había atendido la mañana anterior tecleaba números con
la mano derecha y sujetaba con la izquierda un montón de folios de donde
los copiaba. Salvador rodeó la cola de los que esperaban frente a la caja y
se encaminó hacia ella. La joven lo vio enseguida y se incorporó con
alguna dificultad y con la abultada barriga rozó la mesa al levantarse.
-Buenas tardes- dijo Salvador cuando ella se situó frente a él-.
Queríamos hablar con D. Javier García.
-Ya, ya- la joven los recordaba perfectamente y no hizo ninguna
pregunta.
Descolgó el teléfono de la mesa sin sentarse, habló durante un
momento y volvió hacia ellos al cabo de un instante y con un gesto les
indicó unas sillas de cuero negro y metal que había a un lado, de espaldas a
un amplio ventanal.
-Don Javier está ahora recibiendo a una persona, en cuanto acabe les
atenderá. Siéntense si quieren.
Se sentaron y estuvieron esperando en silencio durante un buen rato.
Carmen con la espalda recta, las manos en el regazo, las piernas cruzadas y
el gesto como ausente, Salvador con las piernas cruzadas también, pero
estirado como si fuese a dormir una siesta y con las manos en los bolsillos
del pantalón. Su rostro sólo mostraba aburrimiento.
-¿A quién se le ocurriría la maldita idea de prohibir fumar en los
espacios públicos? Vaya mierda de espacios públicos que son si no se
puede fumar- dijo Salvador.
-Seguro que se le ocurrió a alguien con dos dedos de frente-
respondió Carmen sin descomponer ni un milímetro la figura.
La puerta del despacho tardó en abrirse el tiempo justo para que a
Salvador se le quedaran los pies helados. Notaba que se le habían
empapado con el agua de la mañana y estaba deseando comenzar a caminar
para que le entraran en calor. Estaba pensando que en cuanto llegase a casa
debería tirar el par de zapatos que llevaba cuando se abrió la puerta y

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apareció tras ella un hombre de unos sesenta años y con aspecto de albañil
vestido de domingo. Era un hombre bajo y regordete con la cara quemada y
los rasgos muy marcados pese a la grasa que le rellenaba el rostro y
formaba una notable papada. Llevaba una carpeta de piel bajo el brazo
sujeta por una mano enorme y peluda. Tras él, apareció otro hombre de una
edad indefinida entre cuarenta y cincuenta años vestido con un traje gris
claro. El poco y canoso pelo escrupulosamente peinado y cortado lo
arrastraba hasta la cincuentena, pero la figura atlética y el rostro armonioso
y suave tiraban de él para sujetarlo en la década de sus cuarenta. El más
joven y alto de los dos hombres puso su mano sobre el hombro del otro y lo
acompañó sin dejar de hablar hasta la puerta. Luego, después de dar la
mano al que parecía un albañil, se volvió y se encaminó de nuevo al
despacho sin prestar atención a los dos policías que esperaban. Salvador,
impaciente, se incorporó y Carmen tras él. La joven embarazada que los
había atendido a su llegada al banco se dirigió al hombre que volvía a su
despacho y le señaló a Salvador que ya caminaba hacia ellos.
-Buenos días- el director tendió la mano y saludó a ambos-. Lamento
haberles hecho esperar, pero ya ven que me han pillado con un cliente.
-Nos hacemos cargo. Subinspector Montaña y agente Martínez- la
respuesta de Salvador fue seca. Sin saber muy bien porqué aquel hombre
despertaba en él antipatía. Acaso fuera la suavidad de sus movimientos o la
elegancia con la que los ejecutaba.
-Encantado- dijo el director y señaló con la mano la puerta del
despacho-. Pasen, hablaremos dentro.
El despacho no era muy grande, pero sí funcional y luminoso. La
única ventana daba al propio banco y la cubría una persiana de cortinilla
azul. Cuando se sentaron y quedaron en silencio con la puerta cerrada tras
ellos, Carmen fue consciente del silencio que los rodeaba. La sensación que
le produjo aquel silencio fue profundamente desagradable y sintió una
necesidad imperiosa de hablar para romperlo.
-Supongo que se imaginará el motivo de nuestra visita- dijo.
Salvador la miró sorprendido. Era la primera vez desde que la
conocía que la veía tomar la iniciativa para interrogar a alguien.
Habitualmente se limitaba a esperar a que él comenzase para preguntar algo
sólo de vez en cuando.
-Por desgracia me puedo lo imaginar perfectamente- la voz del
banquero era grave, seria y circunspecta-. Pobre Alejandro.
Salvador esperó a que Carmen continuase, pero como ella calló y lo
miró a él, decidió hablar.
-Como bien supone estamos investigando la muerte de Alejando
Cuenca- calló un momento e inspiró-. En principio trabajamos con la
hipótesis del suicidio, pero tenemos que tener en cuenta todas las

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posibilidades, así si que si nos lo permite, nos gustaría hacerle algunas
preguntas.
El banquero asintió sin decir nada.
-¿Conocía usted bien a Alejandro Cuenca?- preguntó Salvador.
-Bueno, es difícil conocer en profundidad a una persona, inspector.
-Subinspector, subinspector Montaña.
-Sí, claro, subinspector- el director del banco no dejaba de sonreír al
tiempo que hablaba-. Como le decía, es difícil conocer a una persona,
nunca, ni en mil años se me habría pasado por la cabeza que Alejandro
pudiera hacer lo que hizo, pero sí, se podría decir que nos conocíamos bien.
-¿Qué clase de relación tenían?
-Éramos buenos amigos.
Callaron un momento.
-¿Sabía que Alejandro tenía una pistola?- Salvador disparó la
pregunta a bocajarro.
Javier García la encajó cómo si le hubieran preguntado por la
evolución del índice de valores de la bolsa durante aquella mañana.
-No, no lo sabía. No sabía siquiera que tuviera licencia de armas. Ya
le digo que nunca se conoce a nadie perfectamente.
Salvador prefirió no decir nada sobre la ilegalidad de la pistola. Ya
tocaría esa cuestión más tarde. Cambió de tema.
-¿Conocía a Catalina…?- dejó la frase en el aire y miró al techo
blanquecino buscando en él el apellido de la mujer muerta que no
conseguía recordar.
-Fraile- dijo Carmen-. Catalina Fraile.
-Sí, claro que la conocía. Aunque no tuvimos un contacto muy
íntimo, me pareció una persona fantástica.
-Y Alejandro ¿qué clase de persona era?
La pregunta esta vez sorprendió un poco al director que estuvo a
punto de decir que no era el tipo de persona que le pegaría dos tiros a nadie,
pero en lugar de ello contestó un tanto irritado:
-Era una gran persona, los formaban una pareja…
-¿Con problemas?- interrumpió ahora Carmen.
Javier García se volvió hacia ella para contestar. El movimiento fue
lento y elegante. Se miraron fijamente a los ojos. Los de él eran negros y
brillantes.
-En absoluto. Si no fuera por lo que ha ocurrido, diría que los dos
habían encontrado a la pareja perfecta después de…, bueno, después de
malas experiencias bastante triste, la verdad. Bueno, a lo mejor, en realidad
encontraron los dos lo que buscaban ¿Quién sabe?
Carmen observó abstraída el rostro armonioso y levemente
bronceado de Javier García, marcado por la profundidad de los ojos negros

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y adornado con unas gafas sin montura y un pelo grisáceo muy bien
peinado que lo volvían elegante y formal.
-Ya- dijo Salvador como en un suspiro sacando a Carmen de su
pequeño embeleso-. En el trabajo nos han dicho que Alejandro era una
persona…- dejó la frase en el aire con una pequeña pausa para luego
finalizar diciendo:- un poco especial.
-¿Especial?- la entonación que puso en la voz de Javier García
dejaba entrever cierto enfado que se manifestó más aún cuando continuó
diciendo:- no sé lo que entenderían sus compañeros de trabajo por especial,
pero sí, le aseguro que era una persona especial, inspector.
-Subinspector.
El director del banco sonrió.
-Parece que estoy empeñado en ascenderle, subinspector.
Salvador no hizo caso a la observación, continuó como si el otro no
hubiera dicho nada:
-En la delegación de trabajo se rumoreaba que ustedes dos mantenían
una relación sentimental.
Javier García no se inmutó, no mostró sentimiento alguno ni movió
un solo músculo del rostro que alterase su expresión, ni sonrió ni mostró en
fado cuando contestó:
-No, puedo asegurarle que Alejandro no era homosexual ni yo
tampoco, subinspector- remarcó mucho la palabra subinspector-, aunque
eso no tenga ninguna importancia, pero lo que sí le aseguro es que si mis
gustos fueran otros y me hubiera enamorado de un hombre, ese habría sido
él, no le quepa duda.
Carmen miró ahora con admiración a aquel hombre que de repente le
parecía muy atractivo y sin querer, con el rabillo del ojo observó a su
compañero y, durante un instante, tuvo la sensación de estar sentada entre
los dos polos de un imán.
-Nos han dicho también que era una persona extremadamente
reservada, que no se relacionaba con nadie- continuó Salvador.
Esta vez Javier garcía inspiró profundamente antes de contestar:
-Es cierto, era una persona muy reservada, le costaba mucho trabajo
entablar nuevas relaciones, había que saltar una barrera muy alta para llegar
hasta él, pero cuando se saltaba esa barrera, se entregaba completamente y
sin...- el banquero calló un momento- iba a decir que sin reservas, pero la
experiencia parece que nos demuestra lo contrario- añadió dando a su voz
un tono de amargura.
Carmen lo escuchó con atención, quería preguntarle sobre la
posibilidad de que su hubiera suicidado, pero no estaba muy segura de
cómo hacerlo. Carraspeó levemente y se revolvió un poco en el asiento
antes de hablar:

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-Su jefe en la delegación de trabajo nos confesó que si le dijeran que
se había suicidado uno de sus subordinados pensaría en él antes que en
ningún otro ¿qué opina de de eso?
El director no contestó enseguida, la miró durante un segundo
clavando en ella los ojos negros y vivaces, se inclinó hacia delante, apoyó
los codos sobre la mesa, cruzó las manos delante de la boca y guardó
silencio con la mirada perdida. Durante un buen rato estuvo reconcentrado
en sí mismo como si meditase profundamente lo que iba a decir. Al fin se
incorporó miró a ambos alternativamente y dijo:
-Ustedes no saben nada sobre le pasado de Alejandro ¿no?
Carmen y Salvador se miraron sorprendidos. Era evidente que aquel
hombre iba a contarle algo realmente importante. Ambos lo miraron
fijamente y negaron con la cabeza.
-No, no sabemos nada ¿hay algo que debamos saber?- preguntó
Salvador.
Hubo otro largo silencio. Era como si Javier García no quisiese decir
lo que tenía que decir y se estuviese convenciendo a sí mismo de que debía
de hacerlo.
-Conozco a Alejandro prácticamente desde que éramos niños.
Compartíamos una misma pasión, la pasión por la política y coincidimos en
nuestro ingreso en las juventudes del partido. Entonces fue cuando lo
conocí y creo que nos hicimos amigos desde el primer día- el rostro y la
voz de Javier García adquirieron al hablar una expresión nostálgica-. Es
curioso- continuó diciendo con una sonrisa-, luego lo dejamos casi al
mismo tiempo, aunque por motivos bien diferentes, y cuando en el banco
me destinaron a Orense me encontré con que Alejandro se había venido
también aquí. Es como si la vida se hubiese empeñado en unirnos.
Calló pensativo un buen rato. Durante el silencio pareció
transfigurarse, pareció perder la armonía, la seguridad y la elegancia y
convertirse en un ser pequeño e inseguro.
-Bueno- continuó al fin golpeando suavemente la mesa con las
palmas de las manos como si quisiera darse ánimos-, pero creo que me
estoy desperdigando y diciendo cosas que no les interesan. El caso es que
cuando ingresamos en el partido, allí sí seguimos caminos diferentes, pero
unidos. Él era una persona brillante y un líder nato y yo me convertí en una
especie de escudero. Probablemente todos esos que ahora dicen que era una
persona extraña y reservada no lo habrían reconocido si lo hubieran visto
entonces. Nadie tenía más don de gentes ni más capacidad de seducción
que él. Cuando acabamos en la universidad, yo comencé a trabajar en el
banco y él se convirtió en uno de los puntales en la agrupación local del
partido. En ese tiempo nos casamos- hizo un nuevo silencio-. En eso
nuestras vidas divergieron, yo sigo casado y él… bueno, mejor será que no
divague. El caso es que yo dejé la política activa y me dediqué a esto de la

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banca como les digo, aunque seguí militando durante algún tiempo. El
también se casó y se dedicó en pleno a la política hasta tal punto de que iba
a convertirse en el candidato a la presidencia de la comunidad. Y además
iba a ganar las elecciones, eso era algo seguro.
Javier García calló de pronto y dejó la mirada perdida. Carmen y
Salvador se miraron en silencio con gesto interrogante.
-¿Qué ocurrió?- preguntó Salvador cuando el silencio fue ya
demasiado largo.
El banquero pareció salir de un profundo letargo.
-Perdonen, pero no me gusta nada recordar aquello, fue… Ya no
importa, después de todo él ya está muerto y nada de lo que digamos o
hagamos va a alterarle lo más mínimo. Supongo que sabrán quien es Pablo
Z.
-Pablo Z. ¿El periodista? ¿El director del Globo?
-Entonces no era director de nada, no era más que un redactor de
provincias, pero ya apuntaba maneras y demostró que sabía trepar y que
haría cualquier cosa para ascender. Cuando todo el mundo daba por
sentado que Alejandro sería el candidato y que ganaría las elecciones,
Pablo Z. publico un reportaje en el que lo acusaba de haber tenido
relaciones sexuales con una prostituta- Javier García hizo un largo silencio
antes de continuar-. Le hundió la carrera. Puede que no lo recuerden porque
les estoy hablando de algo que ocurrió hace más de quince años y lejos de
aquí, pero el caso fue muy sonado, dio mucho que hablar.
El director del banco calló. Salvador lo observó en silencio durante
un buen rato. No comprendía bien qué relación había entre su muerte y
aquello que le estaba contando. Le molestaba reconocerlo porque tenía la
impresión de que el banquero veía un nexo tan claro que no precisaba más
explicaciones.
-Sinceramente no comprendo muy bien la relación de ese suceso con
su muerte- dijo muy a su pesar y con aire pensativo.
La respuesta de Javier García no parecía ir dirigida a nadie, se
parecía más a una reflexión que a una respuesta. Habló con voz grave:
-No solo le hundió la carrera, además le hundió la vida. Su mujer,
Clara, no pudo soportar la presión de todo aquello, imagínense el
escándalo; además se sintió herida y quiso divorciarse. No lo consiguió,
una tarde se mató contra un camión. Luego, Alejandro me contó que habían
discutido, ella se marchó de casa dando un portazo y no anduvo ni dos
kilómetros, en un adelantamiento...- dejó la frase en el aire-. Era una mujer
de mucho carácter. Alejandro se hundió por completo, dejó la política,
estuvo algún tiempo a tratamiento médico con depresión y ya no volvió
nunca a ser él que era, perdió la alegría, el ímpetu, a veces pienso que
perdió hasta las ganas de vivir. No se lo creerán, pero les aseguro que de
joven era mucho más alto, después de todo aquello es como si hubiera

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encogido- calló un momento y luego su voz se tiñó de amargura-. A lo peor
la decisión de suicidarse la tomó entonces. Creo que si quieren comprender
lo que ha ocurrido, bueno, es ahí donde deben de mirar.
Calló. Entre los tres se extendió un silencio que amenazaba con
volverse asfixiante. Fue Salvador quien lo rompió:
-Sólo una pregunta más- dijo con voz grave y comedida-, ¿Cuánto de
verdad había en la acusación que hacía el periodista?
Javier García sonrió. Miró al policía un buen rato antes de responder
a la pregunta. Al cabo dijo:
-La vida está llena de paradojas ¿Sabe? Tiene gracia eso de que
pensaran de él que era homosexual. No se imagina lo que le gustaban las
mujeres. Todas las mujeres, sin excepciones. A veces me cuesta creer que
las personas inteligentes tengan conductas tan estúpidas y en eso creo que
Alejandro se comportó estúpidamente. Muy estúpidamente. Antes de
conocer a Clara, bueno, podríamos decir que era un mujeriego; luego, la
verdad, no lo sé. Yo nunca tuve conocimiento de que la engañara salvo
aquella vez, pero, para serle sincero, no pondría la mano en el fuego por él
en ese aspecto- calló un momento y chasqueó la lengua-. Esto que le voy a
decir es sólo una opinión, nada más que eso, pero siempre he tenido la
convicción de que todo fue un montaje urdido por Pablo Z. que sabía cual
era el punto débil de Alejandro y lo explotó con la habilidad que le
caracteriza. El presidente de la comunidad fue otro y el redactor de
provincias llegó a gran periodista, pero ya les dijo que eso es sólo una
opinión mía.
El silencio volvió a llenar el despacho tras la última palabra del
director. De nuevo lo rompió Salvador:
-No tiene ninguna duda, entonces. En su opinión fue un suicidio.
Antes de contestar, Javier García frunció los labios y afirmó con la
cabeza.
-Sí, creo que sí- calló un momento-. Lo único que no entiendo es que
haya matado a otra persona, si no se volvió loco, no lo entiendo, a no ser
que…
-A no ser que…- la voz de Salvador sonó con ansiedad.
-Que lo de la mujer fuera en cierto modo un suicidio también. Sólo
en ese caso lo entendería.
-Eso tendría sentido- dijo Carmen que no podía olvidar la
conversación que habían mantenido la tarde anterior en el departamento de
inglés.
El banquero inspiró profundamente. Vació los pulmones como si
dejase escapar con el aire los malos y dolorosos recuerdos y hasta el mismo
dolor del presente.

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-De todos modos, qué importa ya lo que haya ocurrido. Alejandro
está muerto y punto- la rabia asomó a la voz de Javier García, luego
suavizó un poco el tono de voz- ¿Alguna otra cuestión?- preguntó.
¿Había alguna otra? Pensó Salvador y lo miró al entrecejo. Carmen
lo miró a él interrogante. Sí, sólo una más, pensó antes de hablar.
-Ya hemos hablado de la pistola- respondió Salvador-, pero lo que no
le he dicho es que Alejandro Cuenca no tenía licencia de armas y que la
pistola era ilegal.
El banquero lo miró sorprendido.
-¿Ilegal? Imposible, Alejandro no hacía cosas ilegales.
-Por lo que se ve sí las hacía- dijo Salvador quien se mordió la
lengua para no añadir que pegar un par de tiros a una mujer no era muy
legal precisamente.
-Eso no es propio de Alejandro.
-Si había pensado en matarse, tiene su lógica. Nadie consigue una
licencia de armas para matarse.
-Visto así.
-De todas formas, para una persona reservada como él y amigo de la
ley y el orden no resulta muy fácil conseguir una pistola star del nueve
corto- dijo Salvador- ¿Tiene alguna idea de quien pudo haber sido la
persona que le suministró la pistola?
Javier García abrió los brazos e inspiró profundamente. Luego soltó
el aire como si se desinflase de pronto al mismo tiempo que dejaba caer los
brazos y contestó:
-La verdad es que no, aunque para ser sincero, no sé el aspecto que
pueden tener los traficantes de armas.
-Si son al por menor, tienen aspecto de chorizos, pero si lo son al por
mayor, parecen banqueros- esta vez Salvador no pudo controlarse.
Javier García sonrió si decir nada.
-En esta ocasión, tengo la presentimiento de que el proveedor fue un
traficante al por menor, vamos, un chorizo- continuó Salvador.
-En ese caso no creo que Alejandro conociese a nadie que le pudiera
conseguir una pistola.
Salvador dio la conversación por concluida, se incorporó y tendió la
mano al banquero a través de la mesa.
-Lamentamos haberle molestado, pero era necesario, necesitamos
preguntarlo todo, ya sabe.
Javier García apretó con firmeza la mano de Salvador y luego la
tendió hacia Carmen que se había incorporado también.
-No se preocupen, lo comprendo perfectamente. Les acompaño a la
puerta- dijo y comenzó a rodear la mesa, pero cuando se encontraba
próximo a Carmen se detuvo de pronto-. Sin embargo- añadió mientras
pasaba el dorso de la mano por la mejilla derecha-, puede que no tenga

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importancia, pero acabo de acordarme de que una tarde me encontré con
Alejandro en el portal de su casa y estaba hablando con alguien a quien
usted- dirigió la mirada a Salvador- calificaría como un chorizo.
-En ese caso, en el caso de que yo lo califique de chorizo no tenga
ninguna duda de que lo es- respondió Salvador y volvió a sentarse frente a
la mesa para indicar que reiniciaban la entrevista.
Javier García volvió sobre sus pasos y se sentó también.
-¿Cuándo fue eso?- preguntó Salvador.
-No lo recuerdo exactamente, pero no hará más de un mes- el
banquero dudo un momento- bueno, puede que sí, que haya sido hace poco
más de un mes. No, no lo sé. No estoy seguro.
-¿Qué hacía el chorizo con Alejandro Cuenca en el portal?
-Alejandro me dijo que le estaba pidiendo dinero, le dio un euro y se
fue. Eso es todo. Ya le digo que no sé si tiene importancia.
-Descríbame al chorizo.
-No lo recuerdo. Tenía pinta de drogadicto, sucio, delgado, a mí me
parecen todos iguales, son como un cliché, ya sabe.
Lo sabía perfectamente. Incluso sabía sus nombres y, a veces, hasta
sus vidas, o, al menos, la parte más patética de las mismas.
-Ya. Pero ¿algún detalle? Un tatuaje que llamase la atención, una
cicatriz o algo así.
Javier García no recordaba nada más, así que Salvador volvió a
incorporarse y comenzó a abandonar el despacho. Carmen se levantó al
mismo tiempo y caminó pensativa delante de él. Antes de cruzar la puerta,
ella se detuvo, se volvió hacia el director y dijo:
-Me queda una duda ¿por qué recuerda después de un mes algo tan
trivial como que un yonqui pidiera dinero a su amigo?
Antes de responder, Javier García arrugó un poco el morro.
-No lo sé. Eso mismo me preguntaba yo, pero creo que en la
conducta de Alejandro aquel día hubo algo extraño que no sabría definir,
como si no le gustase que los hubiera visto juntos, como si temiera que los
pudiera relacionar de algún modo- abrió un poco los brazos mostrando
impotencia-. No sé. No sé por qué lo he recordado, la verdad.
Al dejar el despacho, vieron que la fila de clientes haciendo cola
frente a la caja había desaparecido y sólo una pareja hablaba con la joven
embarazada. Los otros tres operarios los observaron detenidamente cruzar
el banco y detenerse tras cruzar la puerta y abrir el paraguas. Continuaba
lloviendo, pero la lluvia era ahora fina y parecía que el día había
recuperado un poco de luminosidad.
-Bueno ¿y ahora?- preguntó Carmen sujetando el paraguas para que
los cubriera a los dos.
Salvador se puso muy serio y con voz ceremoniosa y solemne dijo:

94
-Ahora lo más importante es cambiar los zapatos, porque me hacen
agua, se me han mojado los pies y los tengo helados.
Carmen sonrió. Después de la conversación que habían mantenido
con el amigo de Alejandro Cuenca se sentía abatida y triste. La mujer que
había visto hacía un par de días quieta, silenciosa, muerta sobre el suelo de
aquel salón y el hombre que miraba con ojos vidriosos e inexpresivos y la
cara destrozada el techo del mismo salón habían dejado de ser dos extraños
y se habían convertido en personas casi cercanas, personas que tenían una
historia que arrastraban con ellas y que las había empujado hasta aquel
presente estúpido en el que no eran más que un par de cadáveres que pronto
dejarían de interesar a todo el mundo, incluidos ellos. Se sentía
verdaderamente abatida y le gustaba el modo en que Salvador aliviaba
aquel abatimiento con sus tonterías.
-¿Eso es lo más importante?
-Lo más importante. Por la tarde intentaremos encontrar al yonqui
del portal, pero ahora lo realmente importante es cambiar los zapatos.
Cuando se separaron ya había dejado de llover. Carmen sentía la
cabeza como si le ardiera, Salvador aún tenía los pies helados.

95
12

A las cinco de la tarde había dejado de llover, la ciudad tenía el cielo


cubierto por una irregular capa de nubes que de vez en cuando se abría y
dejaba que el mes de abril se colase por alguno de sus agujeros a dar un
poco de calor y color a la tarde para que pareciese que ya era primavera.
Soplaba una brisa que había dejado de ser fría, pero amenazaba con volver
a serlo en cuanto el sol se pusiera o se ocultase tras las nubes. Salvador
apagó el cigarrillo, pagó el café y dejó el ambiente cargado de humo de la
cafetería Luna para inspirar profundamente el aire perfumado de abril. Se
dijo a sí mismo que ya era hora de que dejara de llover y tomo la calle
camino a la comisaría con las manos en los bolsillos y silbando una
canción. Había llegado a casa con los pies helados, tan fríos que le habían
levantado un dolor de cabeza que le quemaba en los ojos y le martilleaba
en las sienes. Apenas si había comido, sólo tres bocados, y con una aspirina
se dejó caer sobre la cama y se quedó dormido. Cuando despertó, ya no le
dolía la cabeza y le invadió la máxima felicidad, la de sentirse bien por
haber dejado de sentirse mal. Lo malo fue que ya era demasiado tarde para
ser puntual en la cita que tenía en comisaría; lo sintió, pero decidió que
puestos a llegar tarde, poco importaban los diez minutos de un café y un
pincho de tortilla recalentada en al cafetería Luna.
Carmen llevaba más de media hora esperando. Como la tarde parecía
querer olvidar ya el agua y las nubes y sentía que el jersey de lana negra
que había vestido aquella mañana estaba húmedo de tanta lluvia, lo cambió
por una blusa blanca de algodón y un blazier azul claro que le parecieron
más apropiados para aquella tarde casi primaveral. Estaba sentada, y con la
silla un poco apartada de la mesa y las piernas cruzadas tecleaba
distraídamente en el ordenador cuando Salvador llegó a al oficina. Había
decidido que ya que tenía que esperar, lo mejor sería hacer algo y avanzar,
aunque sólo fuese un poco en la redacción del informe. Enfadarse porque
Salvador se retasara no merecía la pena. Sin embargo, antes de decidirse a
comenzar con el informe estuvo pensando un buen rato si hacerlo o no, si
enfadarse o ignorarlo y como no se le ocurrió ninguna una frase lapidaria
que lanzarle a la cara optó por ignorarlo y escribir tranquilamente el
informe.
Y repasando mentalmente todo lo que había ocurrido en los últimos
dos días, se olvido de Salvador, de su retraso y del enfado, pero cuando lo
vio cruzar la puerta, despreocupado, distraído, con las manos en los
bolsillos y con el aspecto de tener el ánimo de que la hora la marca su
presencia y no el reloj, Carmen estuvo a punto de estallar de ira. Sentía que

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Salvador la ninguneaba, que ella no contaba para nada, como si no fuese
más que un apéndice molesto que Salvador tuviera que arrastrar de puerta
en puerta.
Él, sin prestar atención a nada, avanzó distraído hacia la mesa y más
que sentarse, se dejó caer sobre la silla, la miró y a modo de saludo, como
si no llegase casi una hora tarde, arqueó las cejas y luego guiñó
aparatosamente el ojo izquierdo. Carmen resopló dispuesta a quejarse o, al
menos, a levantar la muñeca izquierda y señalar el reloj. Antes de que
comenzase a hacer o a decir nada, Salvador la miró y dijo:
-Siento haberme retrasado, pero me dolía la cabeza, me tomé una
aspirina y me quedé dormido.
No lo podía creer, Salvador acababa de disculparse por haber llegado
tarde. No, eso no era lo más impresionante, que pidiera disculpas le parecía
algo posible, lo más impresionante era que Salvador reconocía que llegaba
tarde, que el mundo entero no comenzaba a caminar cuando él lo decidía.
Carmen no salía de su sorpresa. Toda la ira que sentía se había volatilizado
de pronto disuelta en la sorpresa. Lo miró, sonrió y dijo:
-No te preocupes. ¿Se te quitó el dolor de cabeza?
Él le devolvió la sonrisa.
-Por completo- respondió y miró el reloj-. Bueno, tenemos tres o
cuatro candidatos para ser el yonqui del portal, si es que fue el yonqui
quien le vendió la pistola. ¿Nos damos una vuelta a ver si encontramos
alguno?
Parecía que el sol no iba a ganar definitivamente la batalla y que aún
acabaría el día lloviendo antes de que llegase la noche; las nubes se habían
vuelto más negras y densas, pero cuando salieron a la calle aún quedaban
esperanzas de que el sol volviese a brillar y la temperatura era agradable.
Aunque no era su intención buscarlo, poco después de cruzar tras la
catedral y después de ojear por la parte vieja sin ver a nadie interesante, se
encontraron con Jalid. Pese a la humedad de la piedra, estaba sentado en la
pequeña escalinata de la iglesia de Santa Eufemia en su actitud de eterno
mendicante. Parecía que el tiempo lo había vuelto inmune al frío y al agua.
Se había agenciado una gabardina dos tallas más grandes de lo que
necesitaría y llevaba calado hasta las cejas el gorro negro con el que parecía
haber nacido.
Salvador hizo un gesto con la cabeza para que se acercara a ellos.
Mantuvieron una conversación breve, Jalid era muy reacio a hablar.
-¿Una pistola? No Muntaña, no he oído nada de una pistola.
-¿En el último mes?
-No, Muntaña, este mes no. Ninguna pistola.
-Ya, claro, ninguna. Mira, Jalid, este mes se habrán vendido tres o
cuatro y tú te has enterado las tres o cuatro veces que haya ocurrido- dijo
Salvador sabiendo que no era cierto, pero también sabía que a Jalid le

97
gustaba presumir de hombre enterado, así que antes de presionarlo, prefirió
adularlo un poco.
-No Muntaña, no.
-Jalid- el tono que empleó Salvador ahora fue cortante como una
cuchilla y seco como el primer día de septiembre-, déjate de historias y
dime lo que sepas, porque no me cabe duda de que sabes algo.
Jalid lo miró un poco asustado, se quitó el gorro negro con la mano
derecha y sacudiéndolo con rabia contenida contra la gabardina, dijo:
-Pregunta a ese que llaman Gemelo, Muntaña, él sabe- luego se fue
calándose el sombrero y sin despedirse ni mirar hacia ellos.
Carmen y Salvador lo observaron alejarse.
-Curioso personaje- dijo Carmen-. Habéis nacido el uno para el otro.
Salvador la miró con un gesto de burla en la cara y dijo:
-Pues, ¡hala, a buscar al Gemelo! Que tú también necesitas novio.
Carmen jugó con sus labios entre la broma y el enfado y dijo:
-¡Idiota!
Encontrar al Gemelo le llevó mucho más tiempo del que habían
imaginado. Volvieron a la Plaza del hiero y a través de la calle Lepanto a la
catedral y la plaza del Trigo sin hallar ni rastro de él. Pisotearon todo el
casco antiguo de un extremo a otro, calle a calle, plaza a plaza, entre los
bares viejos como la piedra y los clubes de alterne que comenzaban a abrir
las puestas y las putas que a aquella hora se ofrecían a pensionistas rijosos.
Durante su largo recorrido el cielo poco a poco se volvió plomizo y la luz
tomó una densidad brillante al verse reflejada en la piedra húmeda, que
contrastaba con la oscuridad del día. La ciudad vieja aquella tarde tenía un
aire espectral y parecía más bella que nunca.
El Gemelo era un narcotraficante venido a menos por haber probado
el producto que vendía, acaso, como buen comerciante, para comprobar la
calidad de la mercancía. Ahora ya no le quedaba nada del tiempo en que
era una persona importante en su mundo, con dinero e influencias, y se
mostraba como poco más que una piltrafa humana. Salvador lo había
detenido un par de veces, la última por sacar una navaja a un taxista una
noche de agosto para robarle la caja.
-¡Que bajo has caído, Gemelo! Tú, dando un palo como un vulgar
chorizo- le había dicho Salvador en aquella ocasión mientras lo llevaba a
comisaría.
-Qué equivocado está inspector- había contestado con su voz ya
entonces quebrada y aguardentosa mientras sacudía las muñecas como si
quisiera librarse de las esposas-, no sabe lo bajo que puedo llegar a caer aún
por culpa de esta mierda.
Ahora Salvador veía que tenía razón y que aquella lejana noche de
agosto todavía le quedaba mucho por caer, mucho recorrido en la cuesta
abajo. Pero aquella tarde estaba muy cerca ya del punto más bajo.

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Era un hombre alto y delgado, de cuerpo atlético que en otro tiempo
gustaba de vestir trajes elegantes, pero ahora, maltratado y estropeado, más
por la mala vida que por el tiempo, se cubría con un jersey negro con más
agujeros que sus propias venas. Aunque aún no había cumplido los
cuarenta años, el rostro enteco y demacrado que tenía hacía que pareciese
una persona mucho mayor, casi un viejo. Cuando lo vieron estaba sentado
bajo los soportales de la plaza del Trigo, solo, con aire ausente y un cigarro
en la mano, tan consumido ya que estaba a punto de quemarle los dedos. A
su alrededor se extendía, disimulando su hedor personal, el aroma intenso y
dulzón del chocolate que fumaba. En vez de acercarse a él, Salvador hizo
un gesto con la cabeza para que el Gemelo lo siguiera.
Se encontraron al otro lado de la catedral, entre las beatas vestidas de
negro que acudían con el bolso bien apretado bajo el brazo a la última misa
del día.
-No, no sé nada de ninguna pistola- contestó el Gemelo cuando le
preguntaron.
Mientras hablaba, en su voz quebrada y en su mirada ausente, podía
leerse el segundo mensaje: bueno, puede que sepa algo, pero si te lo digo,
ya me dirás qué gano yo.
Salvador interpretó el mensaje a la perfección. Sonrió y dijo al
tiempo que ofrecía un cigarrillo:
-Gemelo, eres una piltrafa, no te puedes permitir el lujo de no ser mi
amigo.
José Antonio Marqués López, alias el Gemelo, desde la sima en la
que se hundían sus ojos miró a los dos policías con desprecio infinito.
Aceptó el cigarrillo que le ofrecían, lo tomó con sus manos mugrientas y
tras encenderlo, dijo:
-Hace unos días un tipo estuvo preguntado por el Jeringuillas. Tenía
pinta de funcionario o policía, pero no de los de tu comisaría, parecía un
hombre importante. No era del tipo de personas que invitaría a comer al
Jeringuillas. Eso es lo único que se ha salido de lo norma últimamente y es
todo lo que sé.
-¿Cuánto hace de eso?
-Unos días.
-¿Cuántos días?
-¡Yo qué sé! ¿Qué quiere que le diga? ¿que fue hace mil picos?
¿hace cien vomitonas? Yo qué sé cuántas hostias me he dado desde
entonces. ¿Qué cree, que llevo la cuenta?- respondió airado el Gemelo,
arrojó con rabia el cigarrillo a medio consumir y se fue tambaleándose
como si no fuese capaz de sujetar su propio cuerpo.
Sopló una brisa fría que hubiera dejado helada a Carmen si no lo
hubiera estado ya por la presencia y la respuesta de aquel despojo.

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-Como siga así ese hombre no va a llegar a la semana que viene- dijo
mientras un escalofrío le recorría el cuerpo y se cruzaba los brazos sobre el
pecho como si quisiera abrazarse a sí misma para darse calor.
-¿Te crees que eso le importa?- dijo Salvador y levantó la vista hacía
las nubes que abovedaban la ciudad.
La oscuridad era casi total y las luces de las calles hacía tiempo que
se habían encendido ya. Parecía que iba a comenzar a llover y que el cielo
se vendría en agua sobre ellos en cualquier momento.
-Mejor será que nos vayamos- añadió Salvador-. Tengo la sensación
de que va a llover y hoy no has traído paraguas para cobijarme.
Ella sonrió sin decir nada.
Salieron de la ciudad vieja golpeados en el rostro por las primeras
gotas de agua arrastradas por el viento que cada vez soplaba más fuerte y
más cargado de lluvia. Caminaron a toda prisa y sólo disminuyeron el paso
cuando doblaron la esquina cerca ya del portal donde vivía Salvador, al
abrigo de un pequeño alerón.
Carmen se sentía apesadumbrada, el Gemelo, Jalid el moro, el
hombre y la mujer muertos y su propia soledad le agarrotaban la garganta y
le oprimían en pecho y no le gustaba la idea de encerrarse en casa de aquel
modo. Tenía la sensación de que si lo hacía, le faltaría el aire. Frente a
ellos, la luz de la cafetería Luna, con los cristales ligeramente empañados,
se mostraba amigable y acogedora en el desapacible y tormentoso
anochecer.
-¿Un café?- preguntó mirando a Salvador.
Él miró la hora como si eso le importara.
-Vale- contestó y sin esperarla comenzó a correr para cruzar la calle
sin mojarse. Mientras corría por el asfalto a toda velocidad entre las gotas
que caían desde todos los lados y los coches atascados que la atestaban,
pensaba que era la primera vez que ella tomaba la iniciativa y le ofrecía la
posibilidad de dedicar un rato a tomar algo y charlar de cualquier cosa.
El ambiente en la cafetería era agradable, ocho o diez personas
hablaban en grupos de dos o tres sin levantar demasiado la voz. En el
televisor dos concursantes se esmeraban en acertar qué caja contenía la
tontería más gorda sin que nadie les prestase atención. Se acomodaron
frente a la barra en los taburetes que formaban la hilera paralela a ella.
Nada más sentarse, Salvador encendió un cigarrillo.
-¿Cuántas veces has intentado dejar de fumar?- preguntó ella.
Salvador miró el cigarrillo que sostenía en la mano izquierda.
-Una-dijo- y casi lo conseguí, pero llegaste tú y recaí en el consumo.
-¿Yo?
-Sí, tú ¿no recuerdas? El día que te conocí llevaba un par de semanas
sin fumar, creo. Había estado en cama con una bronquitis del carajo y

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conseguí seguir sin fumar una semana más, pero…- Salvador dejó la frase
en el aire.
Manolo, el dueño del bar, dejó un par de cafés a su lado sobre la
barra.
-Eres como el Gemelo ese al que acabamos de ver- dijo Carmen-. Él
con la heroína y tú con el tabaco.
Salvador le echó descaradamente el humo a los ojos.
-Yo soy peor. Él nunca te haría esto.
Ella se apartó sacudiendo las manos y tosió.
-Ojala se te pudran los dientes con la nicotina- exclamó con los ojos
un poco llorosos.
-No digas eso, a lo mejor se convierte en realidad y te aseguro que te
asaltará una culpa que no podrías soportar- replicó él muy serio.
-No me digas.
Salvador dejó que se le perdiese la mirada en la pared que tenía
frente a él y sin mirar a Carmen dijo con aire solemne:
-¿Recuerdas lo que te conté de mi infancia, cuando yo no era más
que el hijo del Pimplán?
Carmen lo miró un poco angustiada. Había llegado a la cafería con el
pecho oprimido y lo último que ahora quería era que Salvador desahogase
sus penas con ella. Sin atreverse a interrumpirlo asintió en silencio.
-Pues en el mismo pueblo había un hombre que tenía un bar-
continuó él con aire ausente-. Era un bar pequeño que ocupaba un
semisótano en la plaza Mayor, el bar se llamaba Budo. El hombre era más
o menos el gracioso oficial del pueblo y parecía que siempre tenía la
obligación de hacer reír a los demás, así que cuando se casó su hija la
mayor, cerró el bar como es natural, pero en vez de anunciar la boda, puso
un cartel bien grande que decía: cerrado por defunción.
-Vaya sentido del humor- interrumpió Carmen un poco aliviada
porque Salvador no le hablase de sí mismo.
-Sí, pero lo peor es que un año después, justo el mismo día, el bar
estaba cerrado otra vez por defunción, pero de verdad. La hija que se había
casado aquel día murió justo al año de la boda, estaba embarazada y,
bueno- Salvador calló un momento-, no sé muy bien lo que pasó, yo era
bastante crío.
Carmen abrió los ojos cómo platos.
-¿De verdad?
Salvador asintió muy serio, entornando los ojos y frunciendo los
labios mientras movía la cabeza afirmativamente.
-¡Pobre hombre! Me imagino que dejaría de hacer bromas con esas
cosas.
Él dio la última calada al cigarrillo que tenía en la mano y lo arrojó al
suelo.

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-Eso aún no me lo sé, cuando me lo invente te lo cuento.
-¡Te lo acabas de inventar! Eres…
-Peor eres tú que me acabas de deseara que se me pudran los dientes.
-Idiota- dijo Carmen dejando salir el aire de su boca al mismo tiempo
que formaba con los labios una sonrisa que cautivó a Salvador.
Notó que la tenaza que le aprisionaba la garganta se le había
aflojado, igual que la opresión que sentía en el pecho. Ya no le importaba
apurar la taza de café y encerrarse en casa cobijada del tremendo aguacero
que inundaba la ciudad.

102
13

Cuando tras cerrar la puerta se dejó caer en el sofá, Salvador notó


que estaba realmente cansado. Había pasado toda la tarde recorriendo el
casco antiguo y le dolían las piernas, sentía las pantorrillas agarrotadas y
las plantas de los pies le ardían. Se desnudó y, bajo la ducha, dejó que el
agua tibia se llevase todo el cansancio que había acumulado a lo largo del
día. Quince minutos después de llegar a casa, recién duchado y con ropa
fresca y limpia, se sentía como nuevo. Miró el reloj, las nueve, y volvió a
dejarse caer sobre el sofá. Antes de que pudiese siquiera encender un
cigarrillo y fumarlo tranquilamente sonó el timbre.
-¿Sí?- respondió con desgana a través de auricular.
-Abre, por favor- oyó decir y por un momento, le pareció que la voz
que hablaba a través del telefonillo era la de Carmen.
Cuando se habían separado aquella tarde al salir del café Luna, antes
de comenzar a caminar rumbo a casa, Carmen había observado a Salvador
marchar calle abajo, con las manos en los bolsillos y bien pegado a las
paredes para no mojarse, hasta recorrer los escasos cincuenta metros que lo
separaban de su casa. Cuando lo vio desaparecer, cruzó rápidamente la
calle y se pegó también todo lo que pudo a las paredes buscando su abrigo
contra el agua, pero aunque no vivía lejos, no más de doscientos metros, el
viento arrastraba las gotas de lluvia hacia todas partes y llegó al portal de la
casa con la ropa bastante mojada.
Al intentar abrir la puerta se dio cuenta de que no llevaba el bolso
consigo. ¡Se lo había dejado en la cafetería! Lanzó una maldición y rehizo
el camino, esta vez sin preocuparse demasiado por la lluvia, tal era su
malhumor. Cuando abrió la puerta de la cafetería observó que aún estaban
allí los mismos clientes que había cuando Salvador y ella se habían ido y
que el dueño recogía los platos con los pinchos que aquel día ya no
vendería. Se acercó a él quien la miró sorprendido. Durante el camino de
vuelta se había mojado bastante y notaba que la ropa le comenzaba a calar
y empezaba a sentir que el frío se le pegaba al cuerpo, pero lo que
realmente la dejó helada fue la respuesta de Manolo, el dueño del Luna, a
su pregunta sobre el bolso:
-No, aquí no te dejaste ningún bolso. Recogí las tazas cuando os
fuisteis y no había nada en la barra.
-¿Seguro?
Con su rostro seco y enjuto, tiznado por la barba que después de doce
horas del afeitado comenzaba a marcársele, Manuel asintió.
-Seguro- dijo-. Aquí no quedó nada. Seguro.
¡Había perdido el bolso!

103
¿Qué iba a hacer ahora?
Como una idiota, sin pensar en lo que hacía, tomó el camino a casa.
Esta vez no se pegó a las paredes ni caminó a toda prisa para no mojarse.
No le preocupaba que el agua corriera por su cabeza y del pelo empapado
le gotease por la cara o que la ropa estuviese completamente calada y la
humedad se le pegara al cuerpo como se le pegaba la blusa de algodón que
llevaba. En lo único que pensaba era en su bolso ¿dónde lo podía haber
dejado? Por mucho que pensaba y por muchas vueltas que le daba no era
consciente de cuanto tiempo había estado sin él colgado al hombro. Cuando
llegó frente a la puerta acristalada del portal se detuvo ante ella como una
estúpida. ¿Qué había ido a hacer allí? ¡No podía abrir! Y aunque abriera
aquella puerta, ¿qué haría luego? ¡Tampoco podría entrar en su casa! No
había nadie que tuviese otra llave. No se le había ocurrido que algo como
eso pudiera ocurrir. Se llevó las manos a la cara en un gesto de
desesperación y comenzó a llorar. La lluvia y la hora habían vaciado la
calle, sólo algún que otro coche la cruzaba de vez en cuando y
prácticamente no había ya peatones en lasa aceras. De pronto se sintió sola,
realmente sola. Estaba sola en una ciudad extraña en la que no conocía
apenas a nadie. No tenía llaves ni dinero ¿Qué haría ahora? ¿A quien
podría recurrir?
Cuando se vio a sí misma llorando frente a la puerta tuvo miedo de
perder el control. El agua de la lluvia que goteaba por la frente le irritaba
los ojos y se mezclaba con las lágrimas. El escozor que sentía fue el acicate
para dejar de llorar. No le costó mucho controlarse y cuando lo hizo se
sintió mejor. Se limpió los ojos y la cara con las manos y miró hacia arriba
buscando la ventana de su casa. Luego se cobijó de la lluvia al lado de la
puerta. Podía llamar a algún vecino y si le abrían la puerta, al menos podría
sentarse en el rellano de la escalera. Recordó lo mal, lo angustiada que se
sentía sólo hacía una hora, antes de su café en el Luna con Salvador, ante la
idea de encerrarse en la casa y ahora se desesperaba porque no podía entrar
se conformaba con cobijarse en el portal. No lo podía creer. Se acercó lo
que pudo a la puerta para cobijarse de la lluvia y se volvió a secar la cara
con las manos como pudo. No tenía ni pañuelo.
La idea de acudir a casa de Salvador a pedir asilo le invadió poco a
poco el pensamiento. Tenía tanto frío que no tuvo más que pensar en una
ducha con el agua hirviendo quemándole la piel para comenzar a caminar
de nuevo y cruzar apresuradamente la calle más para entrar en calor que
para evitar la lluvia.
-¿Sí?- la voz de Salvador sonó metálica a través del altavoz.
-Abre, por favor- dijo pegando la boca al micrófono.
-¿Quién es?- preguntó el altavoz.
-Salvador, soy Carmen, por favor, abre la puerta.

104
Oyó el sonido vibrante del portero automático, empujó y la hoja de la
puerta cedió.
Salvador la esperaba en el rellano con cara de sorpresa. Al ver el
aspecto que tenía se apartó y dejó que pasara delante de él.
Carmen presentaba un aspecto lamentable. El pelo, voluminoso y
suave, se había convertido en algo aplastado contra la cabeza que goteaba
sin cesar. Tenía los ojos rojos y los párpados un poco hinchados, la
chaqueta azul que llevaba había perdido la forma cualquiera que fuera la
que hubiese tenido y ahora era un trozo de tela fijada de cualquier modo a
la blusa que se le pegaba al cuerpo y marcaba su ropa interior.
-¿Qué te ha pasado?- preguntó Salvador abriendo los ojos y la boca.
-He perdido el bolso ¡Joder! No puedo entrar en casa.
-Has dicho joder.
Se quedaron en silencio mirándose, cara a cara, en mitad del salón.
Ella comenzó a tiritar.
-Ven, tienes que darte una ducha- dijo al fin Salvador-. Voy a
buscarte ropa seca.
La felicidad que sintió al notar que el agua le quemaba la piel fue
incomparable. La dejó correr durante mucho tiempo hasta que ya casi se le
arrugaban las manos. Cuando se vio seca y cubierta por el albornoz que le
había dado Salvador, sintió que el mundo era mucho más cálido de lo que
había pensado solo media hora antes. Parecía que el agua de la ducha
hubiese arrastrado por el desagüe toda la desesperación que sentía y la
hubiese lavado de sus miserias personales.
Salvador la esperaba reclinado, con los pies en alto, en el sofá. Al
verla, señaló la puerta que había a su derecha.
-Ahí te he dejado algo de ropa- dijo.
Ella sonrió agradecida y se encaminó a la habitación que le indicaba.
Entorno la puerta. Sobre la cama había una camiseta gris, de manga larga y
un pantalón de chándal, también gris. Sobre él reposaba un calzoncillo
boxer de rayas blancas y azules. A su lado, en el suelo, había unas
zapatillas a cuadros marrones y unos calcetines negros sobre ellas.
-Espero que vaya bien lo que te he dejado- gritó Salvador a través de
la puerta.
-Está bien, gracias- respondió Carmen levantando también la voz.
Miró el conjunto y no pudo reprimir una sonrisa.
-Lo siento- volvió a gritar él-, pero creo que no tengo ropa interior
adecuada, no sé si…
-No te preocupes, me apañaré.
Cuando volvió al salón parecía una mujer completamente nueva.
Salvador se incorporó en el sofá, se sentó y dejó los pies en el suelo. La
miró mientras cruzaba la habitación hacia él. El pelo estaba casi peinado,
los ojos ya no estaban rojos ni los párpados hinchados, el pantalón le

105
quedaba holgado, al igual que la camiseta bajo la que se movía libremente
su pecho. Frente al sofá que ocupaba Salvador había otro gemelo. Ella se
sentó en él doblando la pierna derecha, colocando el talón en el asiento y
acomodándose sobre él, haciendo que todo su cuerpo descansase sobre el
talón. Al sentarse el pecho se balanceó bajo la camiseta, luego los pezones
se marcaron en el algodón.
Salvador los siguió durante un momento y luego levantó la vista con
rapidez y la miró a los ojos. Los encontró brillantes y amistosos.
-¿Qué tal?- preguntó casi resoplando.
-Mucho mejor.
-¿Acerté con la ropa?
Ella se miró de arriba abajo imitando un gesto coqueto.
-Perfectamente- dijo. Luego se llevó las manos a la cabeza he hizo
una coleta con el pelo y añadió-: porque unas orquillas no tendrás ¿verdad?
El también se pasó la mano por la cabeza y sonrió.
-La verdad es que no uso, no.
Callaron y el silencio se hizo tenso y se mantuvo así, devanándose
los dos los sesos para decir algo congruente, hasta que lo rompieron ambos
al mismo tiempo.
-¿Qué hacías?- dijo ella
-¿Qué pasó con el bolso?- dijo él.
-Perdona.
-No di tú.
-No tengo ni idea de dónde lo dejé. Pensé que se me había quedado
en al cafetería, pero volví allí y no estaba…
-Tendrás que poner una denuncia, si quieres te tomo nota, soy
madero ¿sabías?
Rieron y el silencio volvió a atenazarles. Carmen cambió de postura,
subió los dos pies descalzos sobre el sofá, se abrazó las rodillas y agachó
un poco la cabeza. Salvador se revolvió incómodo en su asiento.
-¿Te apetece tomar algo?- dijo.
Ella levantó la cabeza.
-Preparo un café con leche y unas galletas- continuó Salvador-
después de una mojadura es lo mejor.
Se incorporó del sofá, se calzó las zapatillas y la dejó sola en el
salón. Carmen inspiró profundamente y lo recorrió con la mirada. Era
rectangular, pintado de todo él de blanco, con sólo dos cuadros colgados al
lado de una de las puertas, y estaba amueblado a un lado por dos sofás, uno
frente a otro con una mesa auxiliar entre ellos y al otro lado, por una mesa
cuadrada en la que descansaba un ordenador. Tras la mesa había una
estantería repleta de libros. Se fijó que no había ningún televisor. Del salón
salía una puerta que daba a la cocina en la que oía ahora trajinar a Salvador
y otra a un pasillo que comunicaba a dos habitaciones, una de ellas era en

106
la que Salvador le había dejado la ropa que llevaba puesta y donde
seguramente dormiría esa noche. ¡Dios mío! Pensó horrorizada. ¡Iba a
dormir allí! ¡tenía que pasar la noche en casa de Salvador! Miró el reloj.
Eran las nueve y media. Faltaban aún doce horas para verse de nuevo
sentada en su mesa de la comisaría y comenzar a buscar su bolso.
Salvador apareció al cabo de un rato con una bandeja en la mano y la
depositó sobre la mesa que había entre los dos sofás. Había tardado
bastante tiempo en preparar el café y la caja con galletas que llevaba en la
bandeja. Lo había hecho todo muy despacio, como si quisiera retrasar el
momento de volver a sentarse con ella, frente a frente. Mientras preparaba
el café miró el reloj. Pensó que aun quedaban demasiadas horas para irse a
dormir y soportar la tortura de tener los pezones de Carmen clavados en la
camiseta de algodón. ¡Joder, podía haberle dado otra camiseta! Una que
tuviera una tela con más cuerpo y que disimulara más su figura. O, al
menos, que no marcara los pezones de ese modo.
Cuando se sentaron cara a cara, ambos removieron el azúcar en el
café al mismo tiempo, ambos con la cabeza gacha y casi al mismo ritmo.
Ninguno de los dos probó las galletas.
Mientras revolvía concienzudamente el azúcar, Carmen pensó que
sería bueno hablar del trabajo, al menos ayudaría a que pasase mejor el
tiempo. Después de todo, mientras trabajaban estaban muchas horas juntos
y no pasaba nada. Levantó la cabeza y preguntó:
-¿Mañana buscaremos al Jeringuillas?
-Creo que no- respondió inmediatamente Salvador, que estaba
completamente de acuerdo en mantener una conversación laboral, que si no
hubiera iniciado Carmen la habría hecho él mismo-. Mira, el tipo este se ha
suicidado, probablemente fuera él quien anduvo preguntando por el
Jeringuillas ¿quién iba a ser sino? La gente elegante no suele andar por ese
mundo. Además ¿de qué serviría encontrar al Jeringuillas? ¿Crees que lo
iba a reconocer en una foto? Seguro que ni se acuerda de a quien le vendió
la pistola.
-Si es que se la vendió él.
-¿Quién si no?
-No sé, pero ¿por qué iba a conocer un inspector de trabajo a un
yonqui trapichero?
-Por la misma razón que te conozco yo a ti- dijo Salvador muy serio.
Ella sonrió.
-Ya, pero tú no eres inspector de trabajo.
Salvador había terminado con su café, se descalzó las zapatillas y
subió los pies al sofá para adoptar su postura habitual, la misma de cada
noche cuando se encontraba solo en el salón. Le relajaba hablar del trabajo.

107
-Mira- dijo-, pueden haberse conocido de mil maneras, eso no tiene
importancia. Estoy convencido de que el hombre la mató y se suicidó. Lo
demás creo que no importa mucho.
-Sí, seguramente tengas razón- respondió Carmen, luego calló un
momento y levantó la vista hacia Salvador- ¡Qué triste! ¿no?
Él encendió un cigarrillo. Ella observó cómo lo hacía, con elegancia,
como si fumar no matara, luego apartó la vista de él y miró cómo el humo
salía de su boca y se elevaba formando tirabuzones azules.
-¿Matarse? No lo sé- dijo al cabo Salvador y señaló la mano
izquierda con la que sostenía el cigarro-. Mira- continuó-, yo me mato poco
a poco.
El humo se había difuminado en la luz tenue de la sala, no quedaba
de él más que el aroma penetrante del tabaco negro.
-No seas tonto, no es igual. Tú eres un yonqui- Carmen lo miró
sonriendo, hizo un pequeño silencio y luego continuó hablando con un
gesto grave y reconcentrada sobre sí misma-. No, en serio, no puedo
imaginarme la escena, de verdad, no puedo. El hombre con una pistola en
la mano, dispara a la mujer dos veces y luego se vuela la tapa de los sesos-
Carmen resopló y fijó la vista en la taza de café.
Él la miró a los ojos. Estaba sentada con los pies descalzos cruzados
sobre el sofá, casi como él mismo, pero con mucha más elegancia, tenía la
taza de café sujeta entre las dos manos y la contemplaba abstraída como si
en ella estuviera la respuesta a todas sus dudas y sus preguntas; luego
levantó la mirada hacia él y esbozó una sonrisa muy triste. Los ojos le
brillaban de tal modo que Salvador se olvidó de sus pezones. Dio una larga
calada al cigarrillo antes de hablar eludiendo su mirada:
-¿No lo has pensado nunca? Un segundo y ya está.
-¡No!- Exclamó Carmen que parecía volver de un lugar muy lejano-
¡Cómo puedes decir eso!
Salvador suspiró y se encogió de hombros.
-Ahora no lo haría, pero hubo un tiempo….
Calló. Aquello se estaba volviendo demasiado personal. No era eso
lo que ninguno de los dos había planeado. Fue Carmen quien intentó quitar
hierro. Posó la taza de café en la mesilla y dijo:
-No creo que ser el hijo del Pimplán sea tan terrible- al acabar la
frase esbozó una sonrisa que pareció un tanto forzada.
-Hay cosas mucho peores que ser el hijo del Pimplán, te lo aseguro.
Lo sé porque he sido el hijo del Pimplán y además he vivido esas otras
cosas.
Carmen estuvo tentada a preguntar qué habían sido esas otras cosas,
pero optó por callarse. Cada vez se ponía peor la cosa. ¿Por qué no podían
seguir hablando de muertos anónimos?
Salvador la miró fijamente a los ojos y alzó los brazos en cruz.

108
-¡Se acabó hablar de mi infierno!- dijo y se inclinó hacia delante para
apagar el cigarrillo en el cenicero que había sobre la mesa. Luego se
incorporó y continuó-: con tanto hablar del infierno me está entrando calor-
y se remangó la camiseta gris que vestía.
Y nuevamente el silencio comenzó a carcomer el aire que respiraban.
Y en el silencio, por no mirar al otro, los dos se miraron hacia dentro.
Salvador sabía que aquella noche, como muchos otros días de su existencia,
se estaba resistiendo a ser y a vivir lo que era y sentía, pero se daba cuenta
también de que aquella noche, precisamente aquella noche entre todas las
demás de su existencia, su resistencia se iba quebrando. Parecía que ya no
le quedaban fuerzas y todo lo que le rodeaba, Carmen, su aroma, su voz,
los pezones erectos que lo miraban directamente a los ojos. Todo aquello lo
estaba derrotando. Aquella noche le parecía imposible continuar siendo el
que parecía ser. Y como si fuera un general que defendiera una ciudad
sitiada por un ejército invencible y tuviera la certeza de que las murallas ya
no resistirían ni un asalto más, tomó la decisión de abrir sus puertas de par
en par. Y ya cautivo y desarmado, la miró y, de pronto, el silencio no era ya
molesto ni tenso. Era pura armonía. Y no hizo el menor esfuerzo por
romperla.
-Será mejor que recojamos las tazas- dijo Carmen al cabo de un buen
rato. Su voz quebró el silencio, pero no la armonía.
Ella sí se sentía enervada. Se sentía tensa como el silencio y en parte
malhumorada por sentirse así. Había pasado muchas horas trabajando junto
a él. Había probado la mitad de las cafeteras de la ciudad mientras recorría
a su lado las calles y se había empapado con los humos de todas las marcas
de tabaco, hasta había escuchado alguna de sus penas y siempre se había
sentido bien a su lado. Y aquella noche, cuando necesitaba de un amigo, él,
que no lo era, le había dado calor, cobijo y café. No comprendía por qué no
podía soportar aquel silencio que a él no parecía molestarle en absoluto, por
qué le aterrorizaba la idea de pasar la noche bajo el mismo techo, por qué
tenía un nudo en el estómago que se lo cerraba incluso a la escasa taza de
café que acabada de tomar.
Sin esperara a que Salvador respondiera, movida por la necesidad de
hacer algo, de no permanecer frente a él en silencio, se incorporó y se
inclinó hacia la mesilla a recoger las tazas. El se incorporó también y
quedaron cara a cara, muy cerca, ella con una taza en la mano a la altura del
pecho. Un mechón de pelo, muy húmedo aún, se le había ido hacia delante
y colgaba ahora cubriéndole parte del rostro. Salvador, rendido ya, no se
resistió al impulso. Lentamente alzó la mano derecha y delicadamente, con
una suavidad que incluso él desconocía en sí mismo, tomó entre sus dedos
el mechón de pelo y lo colocó con cuidado tras la oreja.
-Tienes el pelo empapado aún- dijo.

109
Ella tensó todos sus músculos. El cuerpo le quedó rígido y duro
como si fuera de hierro. La mano de Salvador apenas la rozó. Notó el
aroma del gel de baño que ella misma acababa de usar. Sintió cómo los
dedos atrapaban su pelo y luego cómo al dejarlo colocado le acariciaban la
oreja y durante un instante, sólo un instante, la nuca. ¿De dónde habían
salido aquellos dedos largos que le recorrían la cara? ¿De dónde aquel tacto
suave y cálido? ¿Y aquel antebrazo de piel morena que cruzaba delante de
sus ojos en un movimiento lánguido y sereno como si estuviera suspendido
en el aire? ¿Y aquella voz, la voz grave que salía de una boca tan cercana
que traía en el aliento aún el aroma a tabaco y café? Durante un segundo,
bajo el cuerpo tenso y rígido, estalló en su cerebro una cascada de
pensamientos. La tarde, la noche, la lluvia, el bolso desaparecido, la
desesperación, la soledad, la mujer inmóvil con la cabeza abierta y
sangrando en aquel pasillo oscuro, la mujer muerta con dos tiros en el
pecho, el suicida, los cuerpos lánguidos, los cuerpos fríos, el miedo a la
muerte, el miedo a la vida, el miedo, la soledad, la desesperación, su miedo,
su soledad, su desesperación. Y la mano de Salvador rozando con dulzura y
suavidad su piel. Toda la tensión del cuerpo desapareció, los músculos se
relajaron de repente y sintió como le fallaban las piernas. Tuvo que hacer
un esfuerzo para mantenerse en pie. Oyó la voz de Salvador, pero no
comprendió lo que dijo. El aroma a café y tabaco, la mano cálida, la piel
morena, el tacto de los dedos contra la oreja, el roce ínfimo en la nuca, el
tono de la voz y los ojos tristes que la miraban como desde un abismo se
sumaron a sus pensamientos de soledad, desesperación y miedo y abrieron
un agujero en su alma. Igual que una conjunción de planetas que sólo
ocurre cada mil años, igual que dos viajeros contemplando el paisaje en dos
trenes que se cruzan y sólo pueden verse durante un instante, así se abrió el
agujero del alma por el que se podría colar quienquiera que lo intentase. Y
frente a ella, en aquel instante, en aquel preciso instante estaba Salvador.
Él notó que abría levemente la boca. Los labios carnosos y rojos
brillaban en la mortecina luz de la sala. Lentamente, tan lentamente que
apenas podía verse el movimiento, se acercó a ella y la besó.
Luego ya no hubo más palabras. Sólo silencio. Silencio cuando la
camiseta de algodón dejó al descubierto, coronando los pechos erguidos
como si no hubiera gravedad, los pezones que tanto habían atormentado a
Salvador. Silencio cuando él los mordió como si fueran la guinda de un
pastel. Silencio cuando las manos hurgaron, primero bajo las ropas y luego
bajo las sábanas. Ninguno de los dos tuvo necesidad de decir ni una
palabra.
Arreció el viento y el agua golpeaba los cristales casi con la
intensidad con la que en el cálido ambiente de la casa se devoraban Carmen
y Salvador. Y cuando cesaron los jadeos y los gemidos apagados, el
tintineo de las gotas de agua en los cristales fue el único sonido que rompió

110
el mágico silencio que se extendió en el corto espacio que separaba sus
miradas.
-Espero que mañana me sigas respetando- dijo Salvador con una
sonrisa que le cruzaba la cara casi como si fuera una cicatriz.
-¿Te mereces que te respete? Has sido demasiado fácil- ella sonrió
también, eufórica.
-Si me respetas, te haré cada día un lecho de rosas sin espinas.
-Claro, tus rosas no las necesitan, la espina eres tú.
Salvador simuló sorberse los mocos como si estuviese a punto de
llorar. Dijo:
-Sabía que no debía de haber hecho esto, me has perdido el respeto.
-Completamente- respondió Carmen y calló de repente.
-Acabo de acordarme de dónde dejé el bolso. Se me quedó en
comisaría, encima de la mesa.
¡Bendito bolso! Pensó Salvador ¡Bendita lluvia!
-¿Quieres que vayamos a buscarlo?- preguntó con la esperanza de
escuchar un no.
Ella no respondió, lo miró en silencio. ¿Qué hacía con aquel hombre
en la cama? Sería una estúpida si no salía de allí corriendo y la disculpa del
bolso era todo lo que necesitaba. Esbozó una sonrisa y se incorporó un
poco en la cama.
-Tengo la ropa demasiado mojada- dijo luego y se abalanzó sobre él
sabiendo que estaba cometiendo la estupidez más sensata de su vida.

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14

Carmen se despertó sobresaltada, con el corazón latiendo


aceleradamente y la respiración entrecortada. Dos o tres gotas de sudor
habrían brillado en su frente si la habitación hubiese estado iluminada.
Había dormido poco tiempo, pero lo había hecho profundamente, tan
profundamente que había perdido el sentido de la orientación y la memoria
de lo que la había llevado a aquel despertar tan brusco. Abrió los ojos
desorientada y, por un instante, ansiosa. No sabía qué día era, qué hora era
ni dónde estaba. Poco a apoco su corazón se sosegó y volvió a latir lenta y
silenciosamente acompasado con una respiración profunda y sosegada y el
sudor de su frente se evaporó sin dejar ni rastro. Se dio cuenta de que
estaba desnuda, porque sentía un calor confortable en todo el cuerpo junto
al roce agradable y suave de las sábanas de algodón, y lentamente, tras el
brusco despertar, se dejó invadir una dejadez desmadejada que parecía que
la iba a sumir de nuevo en el mismo sueño profundo del que acababa de
salir. Cerró los ojos que le pesaban ahora como losas, se giró en la cama
dispuesta a dormir sin importarle ya nada y topó con un aliento húmedo y
un cuerpo cálido, quieto y también desnudo. Como si hubiera saltado un
resorte dentro de ella, con un movimiento brusco, se sentó en la cama. De
pronto se encontraba completamente despierta y se dio cuenta de qué día
era y de donde estaba. El dueño del cuerpo que dormía a su lado era
Salvador.
¡Dios mío! ¡Qué he hecho! Pensó ¡Había pasado la noche con
Salvador! Eso era lo que había hecho. Eso sólo no, había hecho algo peor
que pasar la noche con él, una buena parte de la noche la había pasado
sobre él, o debajo o qué más daba ya. Como ya no tuvo más dudas sobre
dónde estaba ni qué día era, miró el reloj, que era lo único que llevaba
encima, para saber la hora. Las siete. Se giró luego a su izquierda, donde se
encontraba la ventaba, y vio entre las lamas ligeramente entreabiertas de la
persiana, colarse la mortecina luz del amanecer. Durante un buen rato
estuvo sentada en la cama hasta que toda la calidez que sentía se fue
disipando y comenzó a sentir frío, un frío que le heló los huesos y el alma.
Durante todo ese tiempo no pensó en nada, absolutamente en nada. Su
pensamiento estuvo parado, su mente, en blanco. Abstraída en la nada,
llegó a estar fuera de sí y se vio a sí misma sentada en la cama como una
estúpida al lado del cuerpo profundamente dormido de Salvador. Sin pensar
en nada, atónita, pasmada, completamente ajena alo que le rodeaba, dejó
que las imágenes del día anterior ocuparan pausadamente su pensamiento.
La tarde, la lluvia, las manos de Salvador, los besos, las caricias, las
palabras, los silencios.
Se llevó las manos a la cabeza.

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-¡Joder!- exclamó en voz alta.
Salvador se revolvió al oír la voz, se giró, lanzó un pequeño gemido,
resopló y continuó con su respiración profunda, pesada y sonora.
Carmen se levantó, se estiró para desentumecer los músculos ahora
helados y buscó su ropa. Lo que halló a su lado de la cama fue lo que su
dormido amante le había dejado al salir de la ducha. Sin dar la luz, se vistió
con urgencia el boxer y la camiseta y arrastrando las zapatillas salió del
cuarto con la intención de buscar por la casa su otra ropa, la que vestía
cuando había llegado completamente empapada y desesperada la tarde
anterior. La encontró a los pies de la ducha, exactamente donde la había
dejado, y como la había dejado estaba, húmeda y arrugada. ¿Cómo se iba a
vestir con aquello? No podía salir así a la calle.
Desesperada, levantó el vaquero y lo sacudió. El pantalón podría
servir, pero la blusa parecía un trapo arrugado y el blazier estaba
completamente inservible y no se molestó siquiera en levantarlo del suelo.
Se vistió el pantalón con esfuerzo, con la humedad se deslizaba mal por la
piel, rozándola con cada una de las costuras y cuando lo hubo abrochado,
se le quedó pegado al cuerpo el tacto húmedo y frío de la tela. Luego,
descalza y tratando de hacer el mínimo ruido posible, volvió al cuarto
donde Salvador dormía y con la escasa luz que se colaba por la persiana
mal cerrada, rebuscó en el armario entre su ropa. Halló un jersey de un
color que no distinguió, pero que podría servirle.
Cinco minutos después la incipiente mañana la recibió con el
concierto diario del despertar, ruido de motores, cláxones y rumor de pies
que caminaban sobre las aceras, la ciudad se desemperezaba y comenzaba
su diaria rutina sin importarle que ella la contemplara pasmada desde un
portal. La luz de las farolas que comenzaban a apagarse se mezclaba con la
del sol que cada vez brillaba con más intensidad entre las nubes que poco a
poco, al salir de la oscuridad, iban dibujándole un techo a la ciudad. Era
nubes blanquecinas que dejaban entrever pedazos de cielo azul. La mañana
era fresca, casi fría, soplaba una brisa suave y las calles estaban empapadas
aún, al igual que los coches que habían dormido al cielo raso. Donde los
sumideros se habían atascado se habían formado charcos de agua sucia que
amenazaban con salpicar a los viandantes. Esa era la única nota que afeaba
la ciudad aquella mañana. Después de dejar que la puerta se cerrara tras
ella con un golpe seco, y como si el golpe la sacara de su quietud, comenzó
a caminar sin pensar en nada hacia la comisaría. Sólo se detuvo un
momento al cruzar delante de la cafetería Luna. El ambiente del interior
parecía llamarla. Si no hubiera tenido tantas ganas de recuperar su bolso,
habría entrado. Aceleró el paso y aunque se sentía cómoda con la camiseta
que la noche anterior le había dado Salvador y con el jersey que aquella
mañana le había robado, el pantalón húmedo y los zapatos, húmedos
también, y acartonados por el agua la atormentaban.

113
El bolso la esperaba en una esquina de la mesa, con la correa caída a
un lado sobre un montón de folios. El cierre metálico brillaba a luz de los
fluorescentes y parecía mirarla como si se estuviera riendo de ella. Lo
agarró con rabia, de un tirón y varios folios cayeron sobre el suelo. No se
molestó en recogerlos. No se encontró con nadie, no habló con nadie y no
estuvo en comisaría más que el tiempo imprescindible; subió y bajó la
escalera a toda prisa y a toda prisa volvió a casa, tensa y malhumorada, y
no se relajó hasta que la puerta se cerró tras ella. El pantalón fue al cesto de
la ropa sucia lanzado con un gesto de cólera, la camiseta y el jersey de
Salvador lo hicieron también, aunque más tranquilamente.
Con ropa nueva, después de una larga ducha, se dejó caer en el sofá.
Miró la hora. Eran la ocho y media. Era la hora de ir a trabajar. ¡A trabajar!
¡Díos mío! Pensó. ¡Qué iba a hacer ahora! Seguro que se encontraría con
Salvador. ¡Claro que se encontraría con él! Y eso era algo que no tenía que
ocurrir, que no podía ocurrir, ni aquella mañana ni nunca. Se quedaría en
casa, allí sentada, no haría nada, así no lo vería. ¡No! ¡En casa, no! Si se
quedaba allí, él iría a buscarla, estaba segura. Prefería que el primer
encuentro después de aquella noche se desarrollara en el ambiente más frío
e impersonal del trabajo.
¿Qué le diría cuando lo viera? ¿Cómo lo saludaría? ¿Qué diría él?
¿Cómo se comportaría? Durante todo el camino a la comisaría no hizo más
que preguntarse lo mismo una y otra vez. ¿Y por qué temía tanto aquel
encuentro? Después de todo no había cometido ningún crimen, no había
sido más que una noche, no tenía porqué cambiar nada. Hola, qué tal, cómo
te va y amigos para siempre. No, estaba segura de que no sería así.
Salvador aún no había llegado a la comisaría. La imagen que tanto
temía de su compañero sentado frente a su mesa y ella caminando hacia él
cruzando la oficina mientras la observaba no se produjo. Respiró aliviada.
Los folios que había tirado al recoger el bolso seguían en el suelo, nadie se
había molestado en retirarlos. Los depositó sobre la mesa y los estuvo
contemplando un buen rato como si analizara su textura mientras su cabeza
no dejaba de dar vueltas a los mismos pensamientos hasta que tomó una
decisión.
Lola, la secretaría del comisario, ordenaba el montón de sobres y
papeles que tenía sobre la mesa.
-Buenos días, Lola- saludó Carmen al tiempo que se acercaba a su
mesa- ¿Ha venido el comisario?
La secretaria contestó sin levantar la vista.
-No, aún no- luego, con gesto distraído, miró primero el reloj y
después a ella-. Estará a punto de…- interrumpió la frase y señaló con la
cabeza- Ahí está.
Carmen se volvió y se encontró con el rostro recién rasurado del
comisario que la miraba sonriente estirando el bigote por toda la cara. Olía

114
intensamente a loción para el afeitado, vestía un traje gris oscuro y llevaba
una cartera de piel en la mano derecha.
-Buenos días, Martínez- la saludó aumentando la sonrisa. Luego
apartó la mirada de ella y la dirigió a la secretaria-. Buenos días, Lola
¿alguna novedad?
La secretaria devolvió el saludo y negó con la cabeza.
-Nada que yo haya visto.
-Buenos días, comisario- dijo Carmen-. Quisiera hablar con usted si
fuera posible.
Pombal pareció no prestarle ninguna atención cuando respondió:
-Claro, cómo no. Dentro de una hora puede pasarse por el despacho.
Una hora. Era demasiado tiempo. Apretó las mandíbulas e inspiró
profundamente.
-¿No podría ser ahora? Es urgente y no le robaré mucho tiempo- notó
que le temblaba al voz.
El comisario la observó y vio la ansiedad en sus ojos. Señaló con la
cartera la puerta cerrada del despacho y dijo:
-Pase, hablaremos ahora- se volvió a la secretaria y añadió-: avísame
cuando llegue Carreiro.
Carmen no sabía cómo empezar ni sabía qué explicaciones dar.
Sentada frente al comisario Pombal se sentía cohibida y pequeña.
-Dígame, Martínez.
¿Qué le podía decir? ¿Qué explicaciones podía dar? Decidió ser
directa.
-Necesito una semana libre, comisario.
Pombal negó con la cabeza al tiempo que cerraba los ojos. No los
abrió hasta que comenzó a hablar.
-Eso es imposible. Usted sabe la situación en la que nos
encontramos. Ahora mismo no puedo prescindir de nadie.
-Es muy importante, comisario, necesito una semana de vacaciones,
sólo una semana. Ya sé cómo está la plantilla, por eso no le pido más.
Necesitaría más tiempo, créame, no pido más porque sé cómo estamos.
Pero tengo que estar una semana fuera.
-Lo siento, pero no puede ser. Las circunstancias me obligan a ser
intransigente, Martínez. No se lo tome como nada personal- respondió el
comisario con una voz firme que pretendía dar por zanjado el asunto.
Carmen inspiró, miró a los ojos al comisario, negros y vivarachos, e
hizo acopio de todas las fuerzas y el valor que tenía.
-Comisario- dijo-, no voy a venir a trabajar en una semana, es mejor
que sea porque estoy de vacaciones- la voz sonó tan firme y segura que ni
ella misma la reconocía.
Pombal resopló y esbozó un gesto de impotencia y cierto desagrado
al mismo tiempo que sonreía.

115
-¿Cuánto tiempo hace que trabaja con Salvador?- dijo tras un breve
silencio y antes de que ella respondiera, levantó la mano derecha y
continuó-: No, no diga nada. Ya veo que hace demasiado tiempo que están
juntos y que aprende bien- calló un momento-. Una semana, de acuerdo,
pero luego no me venga con que necesita más.
No, no pediría más, lo prometió firmemente, dio las gracias al
comisario y se fue. Luego, dejó la comisaría todo lo rápidamente que pudo.
Sólo se entretuvo el tiempo justo para firmar la instancia de las vacaciones.
Cuando estuvo en la calle, en vez de volver a casa directamente, se fue
caminando hacia el centro de la ciudad, dando un rodeo para evitar a
Salvador. Ahora que había decidido huir y lo había conseguido por el
momento, no quería encontrarse con él cara a cara.
Paseó tranquilamente por la ciudad. Pasada la tormenta de la noche
anterior y el sol caminando ya hacia lo alto, la mañana era agradable y
ahora que se había liberado de su principal tensión, el encuentro con
Salvador, no tenía prisa. Si los bancos del parque no hubieran estado
mojados aún, se habría sentado allí a pensar sobre su futuro inmediato, al
lado de la fuente y los árboles. Dejó que los pies perezosos la llevaran
adonde quisieran mientras pensaba lo que iba a hacer. Había caminado ya
un buen trecho cuando decidió tomar el tren de las tres y pasar una semana
en Madrid con el tío Antonio y la tía Ramona. A ellos les gustaría, sí,
seguro que les gustaría, y eso era justo lo que ella necesitaba, una semana
lejos de Orense y de Salvador. Cuando regresara, bueno, cuando regresara,
ya vería lo que pasaba y lo que hacía. A lo mejor entonces Salvador se
había casado y era padre de familia numerosa.
Se dio cuenta de que se encontraba lejos de casa. Miró el reloj y
decidió volver. La mañana avanzaba y entre hacer el camino de vuelta,
hacer la maleta y comer algo, tenía el tiempo justo antes de salir para la
estación. Durante todo el camino, distraída entre la gente que llenaba la
ciudad, consiguió olvidarse de Salvador, sólo lo recordó una vez, cuando,
en mitad del Paseo cruzó delante de una floristería, pero una sola vez fue
suficiente. Sin que se diera cuenta, asoció las flores con la voz de Salvador
cuando le prometía un lecho de rosas sin espinas. Entonces, sin saber por
qué, sin comprender cuáles fueron las asociaciones que le llevaron a ello,
acudió a su mente una imagen nítida y clara y vio el dormitorio de la casa
de la calle Concejo donde habían encontrado al hombre y la mujer muertos.
La imagen era vívida, casi real, el dormitorio con el suelo lleno de rosas
caídas. Formando un lecho, como el que Salvador quería hacer para ella. Se
detuvo. Cada vez tenía más viva la imagen en su cabeza. Las rosas caídas
sobre la cómoda y en el suelo, sin jarrón roto ni agua derramada. No había
jarrón. ¡Dios mío! Pensó. Las rosas no se cayeron, alguien las deposito así,
alrededor de la cama. No fue un accidente, fue un ritual de amor o algo
parecido. Uno de los dos, él o ella, habían puesto un montón de rosas

116
adornando el suelo en un ritual de amor. Había sido él, estaba segura ¡Dios
mío! ¡No fue un suicidio!
-¡Los ha matado!- exclamó.
Afortunadamente, con el ruido de la ciudad, nadie oyó nada. Se
mordió el labio inferior, cerró los ojos y se llevó las manos a la cara.
-¿Está bien, señora? ¿Le ocurre algo?
Al abrir los ojos vio a su lado una pareja muy joven, casi unos
adolescentes, que la miraban con gesto de preocupación. Como pudo
compuso una sonrisa.
-Estoy bien, gracias.
Los jóvenes la miraron desconfiados, pero se fueron sin preguntar
más y ella comenzó a caminar lentamente sin dejar de pensar en las rosas
de la habitación. Al cabo de unos metros vio una cafetería. Decidió entrar
sentarse un rato y pensar. No había mucha gente y pudo acomodarse en una
mesa apartada y tranquila. Tomó café, extrajo una libreta del bolso y la
garabateó mientras no dejaba de darle vueltas a las rosas esparcidas por el
suelo. Cuanto más lo pensaba, más convencida estaba de que los habían
asesinado.
¿Qué hago ahora? Tendría que decírselo a Salvador. ¡Salvador! ¡No!
¡Dios mío! Y ahora ¿qué hago? A fuerza de pensar y dar vueltas a la
cabeza, llegó a la conclusión de que lo mejor sería buscar algo que
confirmase sus sospechas y recordó el mal sabor de boca que le había
dejado la narración de los disparos que le había hecho la única vecina que
los había oído. Miró el reloj. No tenía por qué decirle nada a Salvador. No
lo necesitaba. Decidió hablar con la mujer, luego, ya vería lo que hacía.
No estaba lejos de la calle Concejo y no tuvo que caminar mucho,
aún así, cuando llegó tenía el corazón acelerado.
Se detuvo frente al portal, dudó durante un momento hasta que
estuvo casi segura de que la mujer vivía en el tercero A, aunque no logró
recordar su nombre. Con la mano temblando, llamó al timbre y le
respondió la voz metálica del interfono.
-Policía, me gustaría hablar con usted.
La puerta se abrió inmediatamente. La mujer, con la cara huesuda,
enjuta y sin maquillaje, tenía el mismo aspecto de enferma que cuando la
había visto el primer día. La hizo pasar al mismo salón y la miró muy
atenta.
-¿Ha habido algún problema?- preguntó intrigada antes de sentarse.
Carmen prefirió acomodarse antes de decir nada. No quería forzar
ninguna respuesta dirigida. Meditó momento antes de hablar.
-En realidad, no- dijo al cabo-. Sólo hay una cosa que no aclaramos
aquella mañana y es para cerrar ya el expediente.
La mujer la miró expectante. Carmen extrajo la libreta del bolso y
continuó hablando como si consultase notas:

117
-Dijo usted que había oído dos disparos.
La mujer negó con la cabeza.
-No, fueron tres- dijo con mucha seguridad.
Carmen simuló sorpresa
-¿Tres? ¿Está segura?
-Completamente. Fueron tres disparos. Bueno, en realidad, no sé si
fueron disparos o no. Lo que yo oí fueron tres golpes, o tres explosiones,
como quiera llamarlo.
-Ya, comprendo, tres- anotó algo en la libreta como si corrigiera una
nota anterior-. Tres disparos que supongo que sonarían dos primero, muy
seguidos, pun, pun- hizo la onomatopeya- y otro un poco después.
La mujer volvió a negar. Levantó la mano derecha con el índice
extendido y lo movió de un lado a otro, luego lo dejó así mientras meditaba
durante un momento.
-No, primero sonó uno, luego- extendió el dedo corazón junto al
índice- otro al cabo de medio minuto o así y el tercero- ahora extendió el
dedo anular- después de un ratillo, no sé, a lo mejor un minuto.
Carmen no pudo disimular su sorpresa
-¿Está segura?- preguntó incrédula.
La mujer cruzó las piernas en una postura casi imposible pasando
dos veces una entre la otra.
-Completamente. Cuando oí el tercero fue cuando pensé que eran
tiros y me asusté. Y sí, había pasado un ratillo.
La calle recibió a Carmen con un sol radiante. Las nubes habían
desaparecido y ya no quedaban apenas restos de la lluvia del día anterior.
La tormenta estallaba ahora en su cabeza parada en mitad de la acera
mientras los viandantes la golpeaban de vez en cuando. Miró el reloj. Si no
se daba prisa, perdería el tren. ¿Qué podía hacer? Se apretó fuertemente la
frente con la mano derecha como si quisiera presionar un pensamiento
animándolo a salir, una idea que le diera la solución. Porque con lo que
ahora sabía la hipótesis del suicidio ya no se mantenía en pie. Ya no sólo
eran las flores, la cadencia de los tiros no era compatible con ella. Dos tiros
a la mujer, los dos con el mismo ángulo de entrada, eso les había dicho la
forense. Pero nadie se queda quieto medio minuto con un tiro en el
corazón, la gente suela caer al suelo en esas circunstancias. O no. Tenía que
hablar con la forense, tenía que aclararle eso.
Volvió a mirar el reloj. Definitivamente perdería el tren.
Margarita de Miguel, la forense que había realizado la autopsia,
había decidido que la primavera había entrado ya por la puerta grande y
aquella mañana llevaba una camiseta de tirantes que dejaba ver más escote
del necesario si quería mantener en secreto su edad y una falda que
mostraba unas piernas tan bien torneadas que contradecían lo que el escote
cantaba. Se mostró encantada de saludar a Carmen.

118
-Veo que ha venido sin compañía- le dijo tendiéndole la mano- ¿la ha
dejado su compañero sola?
Carmen dudó un momento. A ti te lo voy a explicar, bonita.
-No, circunstancialmente se ocupa de otras cosas- repuso muy seria.
-Bien, agente, usted dirá… ¿hay algún problema? ¿Alguna duda?
-En realidad, sí. Puede que no sea más que una tontería, pero hay
algo que no encaja- comenzó a decir Carmen que había notado que la
forense la trataba ahora de usted. Al parecer, el tuteo estaba reservado para
Salvador-. El caso es que creo recordar que la mujer tenía dos tiros en el
corazón.
Margarita asintió con la cabeza.
-Lo recuerdo perfectamente. El ventrículo izquierdo estaba
completamente destrozado. Los dos tiros impactaron en él.
Carmen se llevó la mano derecha a la cara y se rascó el mentón.
-¿Podría la mujer haber permanecido medio minuto en pie?-
preguntó.
La forense entornó un poco los ojos y la miró como si no
comprendiera bien la pregunta o como si se estuviera preguntando si la
policía había comprendido lo que ella le acababa de decir.
-¿Quiere decir si después de los tiros habría permanecido en pie
medio minuto?- preguntó incrédula.
-No exactamente. Quiero decir si podría haber pasado medio minuto
entre el primer tiro y el segundo.
Margarita de Miguel la miró, calló un momento, pensativa, y luego,
muy despacio, repitió palabra por palabra la frase de Carmen.
-Si podría haber pasado medio minuto entre el primer disparo y el
segundo…- volvió a callar. Resopló y negó con la cabeza-. No lo creo.
Pero si me lo permite, voy a consultar… un momento.
-Claro- dijo Carmen y miró el reloj impaciente.
La forense se giró al ordenador que tenía a su derecha y observó
atentamente la pantalla mientras manejaba el ratón con la mano derecha.
Un par de minutos después se volvió y dijo:
-Los tiros tenían el mismo ángulo de entrada. La relación entre el
cuerpo de la mujer y el arma apenas varió ¿de acuerdo? Eso quiere decir
que durante ese medio minuto el hombre y la mujer se habrían tenido que
mantener frente a frente sin moverse, el con la pistola en la mano y ella con
un tiro que le había reventado el ventrículo izquierdo. No, me parece
imposible. Los tiros fueron seguidos.
Carmen la miró en silencio y frunció el ceño, meditabunda y
preocupada.
-El caso es que un testigo dice que transcurrieron treinta segundos
entre disparo y disparo- dijo al fin.
La forense se encogió de hombros y sonrió.

119
-Bueno, eso es algo que tendrá que solucionar usted, pero si me
permite un consejo, le diré que la ciencia es más de fiar que los testigos.
Cuando dejó la clínica forense la mañana era calurosa. Miró el reloj
y se dio cuenta de que ya no tenía tiempo de hacer la maleta y tomar el tren
de las tres. En cierto modo se alegró, podría marchar en el nocturno y así
tendría la tarde para pensar.
Decidió pasear y comer algo fuera de casa. No le apetecía escuchar
el timbre y encontrarse con el rostro de Salvador al abrir la puerta. No
ahora, aunque cada vez estaba más convencida de que tenía que compartir
con él sus dudas.

120
15

Salvador se despertó tarde, muy tarde. Había dormido plácida y


profundamente, tan plácida y profundamente como ya no recordaba que se
pudiera hacer. Le invadía, echado en la cama, desnudo, envuelto en la
calidez de las sábanas y en la pesada somnolencia del despertar, una
sensación total de ingravidez. Aunque no la podía sentir, sabía que a su
lado dormía Carmen. Estiró la mano buscando su cuerpo, el tacto de su piel
que presuponía tan cálida como la suya, pero no encontró más que la
sábana arrugada. Entonces desapareció de golpe la somnolencia, la
sensación cálida, la de ingravidez y despertó completamente. Carmen no
estaba a su lado. ¡No! ¡No lo podía haber soñado! ¡Había sido real! Aun
tenía en la boca su sabor y en las manos, pegado el tacto de su piel. Dio la
luz de la mesilla de noche y la claridad le hirió los ojos. Volvió la vista a la
derecha y no la vio. Se levantó. Frente a él, la puerta del armario estaba
abierta y la ropa un poco revuelta. A los pies de la cama, descansaba
arrugado el pantalón gris que le había dejado la noche anterior. No, no lo
había soñado. Ansioso recorrió la casa sin hallar más rastro de ella que el
blazier azul tirado en el suelo del baño.
Se había ido. No era eso precisamente lo que él esperaba. Miró el
reloj. Casi eran las diez. No le extrañaba que se hubiera marchado.
Desayuno su café con churros en el Luna y fumó tranquilamente un
cigarrillo. Puestos a llegar tarde, que fuera tarde de verdad. Mientras
fumaba, ojeó distraídamente el periódico, pero sin apenas enterarse de lo
que leía. Las páginas pasaban ante él sin que les prestara la mínima
atención. Había pasado la noche con una diosa y allí estaba, en la cafetería
Luna, había sobrevivido, no le había ocurrido nada como dicen las leyendas
que ocurre cuando un mortal comete un pecado tal. Había dormido con una
diosa y allí estaba, mezclado entre los demás mortales, los que no habían
conocido esos misterios, como si fuese uno de ellos, vulgar entre los
vulgares. Si alguna vez le hubieran dicho que le pasaría algo así, que
conocería a una diosa y que una lluviosa noche de primavera, con el viento
batiendo y arrojando mil gotas de agua contra los cristales, la abrazaría en
su cama y subiría con ella al cielo, no le cabía ninguna duda de que luego
lo predicaría a los cuatro vientos, que lo gritaría al mundo para que el
mundo supiera que él, Salvador Montaña, el hijo del Pimplán, se había
acostado con una mujer tan bella que era imposible soñarla más hermosa.
Sin embargo, ahora que lo había hecho, ahora que había pasado la noche
bebiendo de sus labios, aplastándose contra su pecho, retorciéndose en sus
caderas y escurriéndose entre sus piernas, ahora lo único que deseaba era
hablar con ella. No tenía necesidad de hablar con nadie, de contar nada a

121
nadie. Ahora que de verdad se había acostado con una diosa, con la única
persona que quería hablar de ello era con la diosa misma, con nadie más. Y
la diosa se había ido. Ojala no fuera tan bella, pensó. Ojala fuera bizca y
coja. Apagó el cigarrillo y se fue.
La mañana, aunque aún era fresca, prometía un día caluroso y le
gustó el paseo hasta el trabajo. Durante todo el camino, no dejó de pensar
en el encuentro con Carmen que presumía y que tanto deseaba. Tenia que
hablar con ella un millón de cosas, pero sobre todo, tenía que darle los
buenos días con una sonrisa en la boca. En la comisaría, el ritmo cansino de
trabajo se había enseñoreado de la mañana y Fernando Andrés era la única
persona que ocupaba la oficina de la brigada judicial sin hacer nada. Le
sorprendió no ver a Carmen. Por una vez, agradeció que Fernando Andrés
estuviera allí. Él le informaría puntualmente de dónde estaba Carmen.
-No, no está en la comisaría. Hace un buen rato que se fue ya, pero él
que ha preguntado por ti ha sido Pombal.
Se había vuelto a ir. ¿Será posible? Pensó. Encima le buscaba el
comisario. Se sentó frente a la mesa de trabajo y descolgó el teléfono.
-He oído decir que el jefe quiere verme- dijo tras escuchar la voz
aguardentosa de Lola al otro lado del auricular.
-Hace un buen rato que preguntó por ti.
Colgó y antes de levantarse observó la mesa de su compañera,
completamente limpia y ordenada. Sólo tres folios en blanco estaban fuera
de lugar. ¿Qué querría ahora el comisario? Estaba muerto de ganas por
encontrar a Carmen y venía el jefe a complicarle la vida. Más valía que se
diese prisa y acabase con lo que fuera. Luego buscaría a Carmen.
El comisario había acabado de apagar un cigarrillo y aunque tenía la
ventana abierta, en el despacho aún quedaba el aroma penetrante y dulzón
del tabaco rubio.
-Antes de sentarte, cierra la ventana, por favor- dijo Pombal alzando
la cabeza cuando Salvador cruzó la puerta tras golpearla dos veces con el
nudillo.
Salvador lo miró con una sonrisa pícara.
-Si prefieres, la dejo abierta y echamos un cigarrito juntos.
-Cierra la ventana y no me toques los cojones.
Con la ventana cerrada, se dejó caer en una silla frente a Pombal.
-Tú dirás…
El comisario dejó el bolígrafo que sostenía sobre la mesa y
entrecruzó las manos delante de la cara, lo miró a los ojos y dijo:
-Supongo que habrás dedicado estos dos días al asunto de la calle
Concejo como te dije.
-Sabes que nunca desobedecería tus órdenes.
-Nunca, por supuesto. De eso no me cabe la menor duda-dijo Pombal
con sorna.

122
Salvador hizo ademán de incorporarse en su silla.
-Ahora que sabes que soy muy obediente ¿puedo irme?- dijo.
El comisario resopló.
-¿Qué has averiguado?- preguntó muy serio y un tanto malhumorado.
-Averiguar, he averiguado muchas cosas, pero que a ti te interese,
sólo una. El hombre le pegó dos tiros a la mujer y luego se suicidó.
Pombal cayó. Parecía decepcionado.
-Te lo dije el primer día- añadió Salvador-. Es lo que parece, nada
más.
-Bien, mejor así. Pásame el informe y ya veremos.
Salvador se incorporó.
-No hay nada que ver, te lo aseguro- afirmó en pie y mirando a los
ojos a Pombal.
-Por cierto- dijo el comisario levantando la vista hacia él- ¿Le ha
pasado algo a Martínez? ¿Sabes si tiene algún problema?
Salvador había comenzado ya a salir y se detuvo al instante.
-¿Qué quieres decir? No te comprendo- preguntó intentando contener
todas sus emociones.
-Deduzco que no sabes más que yo. Esta mañana me ha pedido una
semana de vacaciones, dijo que las necesitaba urgentemente, que tenía que
irse sin falta, no me dio más explicaciones y me ha dejado un poco
preocupado. Es una chica muy rara- inspiró profundamente-. Bueno, es
igual, haz ese informe y pásamelo esta mañana.
Salvador se fue directamente a la cafetería California, pidió un café y
encendió un cigarrillo. Huía de él. Eso era lo que había ocurrido, por eso
había pedido la semana de vacaciones ¿Por qué otra razón si no? Se
encontró tan mal que por primera vez en mucho tiempo sintió unas ganas
terribles de beber. Fumó un cigarrillo tras otro hasta que calmó su ansiedad.
La diosa se había esfumado, la diosa no era para él.
Al cabo de media hora le dolía la cabeza, tenía en la boca un sabor
amargo, metálico y ácido a la vez de tanto fumar y sentía una opresión en
el pecho que casi no le permitía respirar. Tomó otro café con una aspirina y
fumó un último cigarrillo, luego dejó la cafetería. Antes de regresar a la
comisaría decidió dar un pequeño paseo. Necesitaba que la aspirina le
calmase el dolor de cabeza para enfrentarse al ordenador y redactar el
informe.
El sol brillaba, apenas había nubes, pero todo resultaba oscuro,
sombrío, era como si la luz de la mañana se hubiese vuelto pálida,
mortecina, como si el atardecer hubiera caído sobre la ciudad antes del
mediodía. La gente tenía aspecto de triste, todos parecían caminar en
silencio, sin hablarse, sin tocarse. La ciudad, de pronto, se había vuelto
lúgubre.

123
Armado de paciencia y resignación se sentó frente a la pantalla del
ordenador. Así permaneció largo rato, ensimismado, sin saber qué escribir.
Sólo había una idea que le ocupaba la cabeza ¿Se había enamorado de
Carmen? ¿Era eso? ¿Por eso le dolía tanto su ausencia? O lo que le escocía
no era más que el amor propio porque ella se hubiera ido. Le sacó de su
ensimismamiento el sonido agudo y metálico del timbre del teléfono. Le
hablaban desde centralita.
-Tengo una mujer que quiere hablar con Carmen Martínez, dice que
es muy importante.
Respondió al momento, sin pensarlo:
-Pásamela.
Pasaron unos instantes de silencio roto por el bisbiseo sordo de la
línea antes de escuchar:
-¿Oiga?- era una voz femenina.
-Sí, dígame.
-Quisiera hablar con la agente Carmen Martínez, por favor- dijo la
voz femenina al otro lado de la línea.
-En este momento no se encuentra- respondió Salvador, calló un
momento e, intrigado, continuó-: soy un compañero ¿Qué deseaba?
-¿Tardará en volver?
-Es posible- Salvador se impacientaba-. Dígame a mí lo que desea- el
tono que empleó fue simplemente imperativo.
Hubo un silencio, como si la mujer dudase. Al fin, un poco
titubeante, dijo:
-Es que esta mañana, cuando vino a verme para hacerme unas
preguntas se dejó aquí la libreta.
Salvador tardó en asimilar lo que estaba oyendo. La línea telefónica
bisbiseaba durante su silencio. Esa mañana Carmen había ido a hacer
preguntas a alguien. ¿A quien?
-¿Esta mañana?- pregunto incrédulo
-Si- respondió la mujer-. Estuvimos hablando y hace diez o quince
minutos que se fue, cuando me di cuenta de que se había olvidado la libreta
me asomé a la ventana, pero ya no la vi.
Hubo otro largo silencio. Carmen había pedido una semana libre
porque tenía que irse urgentemente de Orense y, aunque no hubiese dicho
nada a Pombal, él sabía perfectamente por qué era, y ahora, una mujer
llamaba para decirle que había ido a hacerle unas preguntas y se había
dejado olvidada la libreta. No tenía sentido. Evidentemente hablaban de
personas distintas.
-Oiga- dijo la mujer a quien el silencio le parecía demasiado largo-
¿Está usted ahí?
Salvador no hizo caso a la pregunta de la mujer. Preguntó:

124
-¿Se refiere usted a la agente Carmen Martínez, de la policía
judicial?
La mujer mostró cierta sorpresa en la voz.
-Eso me dijo- calló un momento-. Una mujer bastante guapa, vino el
día… bueno, el día de los dos muertos y ha vuelto hoy a preguntarme unas
cosas.
¡Los muertos de la calle Concejo! De eso hablaba la mujer y por eso
había ido Carmen a verla.
-Mire, señora- dijo Salvador alterado-, dígame quien es y desde
donde llama y ahora mismo voy yo a verla.
Nunca había cruzado la ciudad tan rápido. Sus pies se movían tan
rápido como su cerebro. ¿A qué habría ido Carmen a casa de la vecina del
inspector de trabajo? No tenía ningún sentido. Ninguno.
El aspecto de la mujer sorprendió a Salvador, la vio tan delgada y
enfermiza que no la asoció en modo alguno con la voz que le había hablado
al teléfono. La mujer abrió la puerta con la libreta de Carmen en la mano y
él la reconoció enseguida. Era la libreta de Carmen. Efectivamente, ella
había estado allí.
Después de presentarse e identificarse para romper todos los recelos
que pudiera tener la mujer, preguntó por su compañera.
-No recuerdo la hora exacta a la que se marchó de aquí, pero fue un
poco antes de llamarle a la comisaría. Les he llamado porque, claro, en la
libreta puede haber cosas importantes- la mujer levantó la mano derecha
como en un juramento-. No le he abierto- acabó la frase con una sonrisa
que remarcaba aún más las facciones de su enjuto rostro.
Salvador sonrió para sus adentros.
-Por supuesto- dijo sabiendo que lo primero que él haría en cuanto
dejara a aquella mujer sería abrir la libreta-. Le agradecemos mucho la
molestia que se ha tomado, si no le importa, me gustaría hacerle unas
preguntas.
La mujer lo miró extrañado y con cierto fastidio, pero lo mandó
pasar. Lo recibió en el mismo salón en que poco antes había recibido a
Carmen. Se sentaron frente a frente. Salvador no tenía ni la menor idea de
cómo empezaría aquella conversación sin quedar como un imbécil.
-Así que mi compañera la agente Martínez estuvo aquí esta
mañana…
La mujer lo miró como si fuera tonto.
-Sí, ya le digo que se dejó la libreta.
-Pero ella ya había hablado con usted el otro día ¿no es cierto?
-Sí, sí y estuve en el piso para identificar el cadáver de Cati.
-Claro, claro.
Hubo otro silencio. Salvador sonrió. Luego continuó diciendo.

125
-Mi compañera es muy despistada, ya ve que se le olvidan las cosas
por todos los sitios- señaló la libreta que tenía en la mano-. Seguro que se
olvidó de preguntarle cualquier tontería.
La respuesta de la mujer fue inmediata:
-No, venía a asegurarse de cuantos tiros había escuchado y del
tiempo que había transcurrido entre uno y otro.
Salvador se rascó la cabeza y dijo como si fuera algo evidente:
-Dos muy seguidos y otro un poco después.
La mujer sonrió con un gesto pícaro.
-Eso mismo fue lo que me dijo su compañera, pero ya le expliqué
que no fue así.
-¿No?
-No. Ya le dije a ella que no.
Salvador se sobresaltó.
-Vamos a ver, dígame cómo fueron los tiros.
Cuando se vio en la calle se detuvo un momento entre la algarabía
del tráfico. No podía pensar bien. Cruzó la acera y buscó una cafetería
cercana. No quería tomar más café y tenía la boca y la garganta secas. Se
bebió un vaso de agua casi de un solo trago y encendió un cigarrillo. Ya no
le dolía la cabeza, pero ahora la tenía tan alborotada que se sentía casi peor
que con el dolor. Era evidente que la carencia de los tiros no coincidía para
nada con la hipótesis del suicidio. Un tiro, medio minuto, otro tiro, un
minuto más y el último disparo. Estaba seguro que la forense había dicho
que las dos heridas de la mujer tenían el mismo ángulo de entrada, eso
significaba que arma y cuerpo guardaban la misma relación en los dos tiros.
Apagó el cigarrillo y tomó la decisión de que necesitaba hablar con la
forense. Aunque no lo veía nadie, compuso en el rostro un gesto de
desagrado, no le gustaba aquella cuarentona, o cincuentona, o lo que quiera
fuese, con aires de adolescente.
Sin embargo a Margarita de Miguel era evidente que le gustaba
Salvador. La joven funcionaria que había en la recepción de la clínica
forense y que no dejaba de teclear en el ordenador le dijo que la forense
estaba ocupada, que había tenido una mañana muy liada y no sabía si lo
podría recibir. Probablemente era lo que la propia Margarita le había
pedido que dijera, pero tras la llamada telefónica de la funcionaria a su
despacho, apenas lo tuvo esperando un minuto.
Lo saludó con una sonrisa que dejaba ver los dientes iguales y
alineados, pero amarilleados por el tabaco, y le tendió la mano lánguida
casi como si quisiera que Salvador se la besara.
-Parece que hoy los policías venís a verme de uno en uno- dijo
después de que se hubieran sentado frene a frente en la mesa del despacho.
Salvador supuso que se refería a Carmen. Así que después de hablar
con la mujer había tenido la misma idea que él. Disimuló como pudo.

126
-Me imagino que te refieres a mi compañera- dijo-. No sabía que iba
a venir ella, si lo hubiera sabido, no te habría venido a molestar.
-No es ninguna molestia, ya lo sabes- sonrió con picardía-. Aquí me
tienes a tú entera disposición.
Salvador respondió a la sonrisa forzando un poco el gesto para
sonreís también.
-Bueno, el caso es que la declaración de una testigo contradice un
poco la primera impresión que nos habíamos hecho.
La forense se puso muy seria. Durante un minuto pareció uno mujer
completamente distinta.
-Te voy a repetir lo mismo que le dije a tu compañera, es casi
imposible que la mujer haya permanecido el medio minuto en pie. Yo
pondría en duda ese testimonio. Francamente, he de decirte que me fío más
de lo que yo puedo descubrir que de lo que me cuentan, y no sólo en este
negocio.
Salvador rió:
-En general, pero se han dado circunstancias, confieso que pocas, en
que he escuchado a gente decir la verdad.
Margarita rió con él. Cuando lo acompañó hasta la puerta y lo
despidió lo invitó a volver a la clínica forense aunque no hubiera más
muertos.
El sol estaba en todo lo alto, el mediodía hacía tiempo que había
pasado y el inicio de la tarde era casi caluroso. Decidió comer en el primer
lugar que encontrara y meditar un rato. Tenía mucho que pensar, sobre
Carmen, sobre los muertos, sobre los tiros, sobre Carmen, sobre su
ausencia.
Pero apenas probó bocado, tenía un nudo en el estómago que
impedía que nada pasara por él. Y por mucho que intentara concentrarse en
los dos muertos, todo le llevaba a Carmen. Era evidente que, de alguna
manera, se había dado cuenta de que los habían matado, pero ¿cómo había
sido? Había ido a casa de la vecina sólo a confirmar lo que sospechaba,
nada más, de eso estaba seguro; cuando fue a hablar con ella ya sabía que
los habían matado. Pero ¿Qué sabía Carmen? ¿Y por qué se había ido?
¿Por qué lo había dejado así? ¡Joder! Si no quería saber nada con él que se
lo dijera a la cara, pero que no lo dejara tirado de esa manera.
Pagó una comida que apenas probó y se fue. Caminó sin rumbo fijo
sin saber qué hacer hasta que decidió que ya estaba bien. La vida era ya
bastante jodida como para que se la amargara porque una mujer hubiera
salido corriendo de su cama. Vale, se había largado, pero ya se verían las
caras. Arrieros somos y en el camino nos veremos, pensó. Concentró todas
sus fuerzas en los muertos de la calle concejo y al cabo de quinientos
metros de paseo se rió de sí mismo al darse cuenta de la tremenda utilidad
que tenía el trabajo, valía para olvidar los problemas personales. Esa y no

127
otra era la razón por la que la gente trabajaba tanto. ¿Sería que hasta ese día
él no habría tenido problemas? ¡Joder que si los había tenido! Pero nunca le
había dado por deslomarse. Seguro que por eso los había sufrido tanto.
Harto de caminar, con la cabeza despejada, el ánimo un poco más
alegra y el nudo del estómago aflojado, volvió a la comisaría y se sentó
frente su mesa a pensar qué haría ahora. Tendría que volver a interrogar a
todas las personas que había visto. Pensar en ello le produjo una sensación
de hartazgo. Realmente no le apetecía nada. ¡Hostia!, pensó de pronto, lo
primero que tengo que hacer es hablar con el jefe. Le había prometido un
informe que aseguraba algo muy distinto de lo que ahora pensaba.
Pero ¿Qué le iba a decir? ¿Que había una discrepancia entre los datos
objetivos y el testimonio de una testigo que había oído tres disparos?
Realmente, no era una base muy sólida. ¡¿Qué cojones sabría Carmen?!
La única solución era mantener una larga conversación con Pombal e
intentar explicarle todo. Él era el jefe y que decidiera.
Pero Pombal no estaba. La tarde era tranquila y luminosa y el
comisario había decidido que su presencia no era necesaria para que el
buen orden y el imperio de la ley reinasen en la ciudad de Orense.
Sentado frente a la mesa de trabajo tomó en sus manos la libreta que
Carmen había olvidado en casa de la mujer de aspecto enfermizo y la miró
durante un buen rato. A lo mejor allí estaban todas las respuestas a sus
preguntas. ¿Qué habría anotado? No tenía más que abrirla y mirar. El único
problema era que hablara de él además de los muertos. Nunca se sabe las
notas que una mujer puede tomar. Como estaba seguro de que si se la
llevaba a casa acabaría leyéndola, abrió el cajón de la mesa de Carmen y la
dejó que pasara allí la noche.
Luego, antes de arrepentirse, se fue. En la calle el atardecer teñía de
rojo anaranjado las fachadas de los edificios antes de que se comenzaran a
encender las farolas que alumbrarían la noche. Entornó un poco los ojos
para mirar el anochecer y luego metió las manos en los bolsillos y comenzó
a caminar rumbo a casa intentando olvidar que la mujer más hermosa del
mundo, la de los ojos más bellos, la de las curvas más armoniosas, la de la
voz de seda y sonrisa de ángel, se había largado aquella mañana de su cama
sin decir adiós.

128
16

El tren salió con sólo cinco minutos de retraso. La noche era fresca y
cuando se vio dentro del vagón agradeció la cálida temperatura que reinaba
en él, aunque el ambiente le pareció algo rancio y cargado. Aquella tarde se
había retrasado lo suficiente en sacar el billete como para no encontrar más
que un asiento de primera para su viaje a Madrid; ni coche cama ni litera.
Primera y gracias.
-Quedan dos billetes, señora, así que más vale que no se lo piense
mucho- le había dicho el hombre que trabajaba al otro lado de la mesa de la
estación.
Como lo único que deseaba era huir, no tuvo nada que pensar.
Y ahora, el asiento tapizado en verde que había reservado a la tarde
la esperaba amenazante en el vagón casi atestado, parecía decirle: ven,
guapa, que no vas a dormir ni un minuto en toda la noche. Carmen caminó
pujando el escaso equipaje por el estrecho pasillo entre los otros viajeros,
aburridos los más, adormilados los afortunados, y se acomodó en su asiento
de primera clase, depositó la pequeña maleta en el compartimento de
equipajes y, armada de paciencia, se dispuso a pasar una noche en blanco.
A su lado una mujer muy gorda y muy maquillada dormía profundamente,
cubiertas las piernas con una pequeña manta de viaje a cuadros rojos y
negros. Cuando el tren dio un tirón seco y comenzó a moverse, miró el
reloj. Las doce y cinco.
Había pasado un día realmente ajetreado y se sintió cómoda y
relajada en el asiento. En realidad, era la primera vez en todo el día que se
sentaba a no hacer nada. Había dejado la clínica forense envuelta en un mar
de dudas. Margarita de Miguel le aseguraba que era imposible que la mujer
hubiera permanecido medio minuto en pie y la mujer que había escuchado
los disparos le aseguraba que había transcurrido por lo menos medio
minuto entre el primero y el segundo.
Había comido en Macdonalds, donde estaba segura que Salvador
nunca iría, y luego había intentado pasear con la intención de meditar, pero
desistió enseguida. Era completamente inútil. Tenía la mente bloqueada.
Decidió que tenía que hablar nuevamente con la vecina. Le diría que era
imposible que la cadencia de los disparos hubiese sido tal y como ella decía
para ver como reaccionaba.
La mujer la recibió con una sonrisa y nada más abrir la puerta, dijo:
-Ya sabía yo que vendría. En cuanto me di cuenta, me asomé a la
ventana, pero ya se había ido, no la vi.

129
Carmen no comprendía de qué le estaba hablando, tuvo la sensación
de que la mujer se equivocaba o que la confundía con otra persona. Intentó
disimular su desconcierto con una sonrisa social.
-Pero no se preocupe, llamé a la comisaría y vino un compañero suyo
a buscarla, se la di a él- continuó la mujer
No, no la confundía con nadie. Carmen abrió los ojos sorprendida.
Pero ¿qué le estaba diciendo? ¿de qué le hablaba? ¿un compañero? Una
idea le asaltó de pronto la cabeza. ¡Un compañero! ¡¿Salvador?!
-¿Un compañero?- preguntó preocupada sin poder disimular la
angustia en la voz.
La mujer percibió su desconcierto y se tensó ella misma como si
hubiera realizado algo incorrecto entregando la libreta al policía que había
ido a su casa aquella mañana. Respondió dando un tono de justificación a
la voz.
-Sí, ya le digo que llamé a la comisaría y dijo que vendría él a
buscarla. Se presentó aquí enseguida y se la llevó. ¿No se la ha dado?
¿Qué se había llevado Salvador? Porque estaba segura de que había
sido él quien se había presentado en la casa a buscar lo que fuera que
aquella mujer le hubiera dado. Se movió inquieta en la entrada de la casa y
dijo:
-He tenido un día muy ocupado y no he podido pasar aún por la
comisaría.
La mujer pareció un poco aliviada.
-Entonces se la dará cuando lo vea. A mí me pareció importante
dársela porque, claro, podía tener cosas importantes anotadas.
¡La libreta! ¡La mujer le hablaba de su libreta de notas! Se llevó
instintivamente la mano al bolso, pero la detuvo en el camino. La había
olvidado aquella mañana ¡Y ahora estaba en manos de Salvador! ¿Qué
habría anotado en sus páginas? No lo recordaba, no recordaba si había
hecho alguna anotación personal.
-Gracias- dijo Carmen intentando relajarse y concentrarse en lo que
la había llevado allí-. Seguro que me la ha dejado en la comisaría, pero no
quería hablarle de eso ahora. Me gustaría que volviéramos a hablar sobre
los disparos que oyó.
La mujer la mandó pasar y la acompañó al salón que a aquella hora
del día recibía una auténtica orgía de luz a través del ventanal, y cuando
estuvieron frente a frente, antes de que Carmen dijera nada, la miró muy
seria y como si compartiera con ella un secreto, dijo:
-Usted no piensa que lo hiciera Don Alejandro, ¿Verdad? Usted
sospecha de alguien- luego arrugó su rostro enjuto en una sonrisa que le
afeó el rostro al remarcar aún más sus facciones y sus ojos hundidos y
continuó-: yo pienso como usted. Don Alejandro nunca haría una cosa así.

130
Carmen eludió responder al comentario y calló un buen rato
meditando el modo en que podría forzar a aquella mujer a recordar
exactamente lo que había oído aquella mañana. Ella volvió a repetir,
palabra por palabra, lo que le había contado durante la mañana.
-Sin embargo, hay un par de cosas que no entiendo bien- dijo
Carmen después de que la mujer le narrara por segunda vez lo que había
oído aquel día-. Una es que de acuerdo con los datos forenses, la mujer
recibió dos disparos seguidos, apenas separados por un segundo, dos a lo
sumo.
La mujer, muy segura, cerró los ojos un instante, los abrió y negó
con la cabeza.
-Pues nunca hubo dos disparos seguidos.
Carmen meditó un rato. Antes de hablar, se mordió el labio inferior y
entornó un poco los ojos y miró a la mujer al entrecejo como había visto
hacer a Salvador cuando quería mostrarse firme y seguro. Luego dijo.
-La otra cosa que no entiendo es cómo puede recordar con tanta
exactitud unos ruidos que escuchó hace ya varios días.
La mujer sostuvo la mirada. Después cerró los ojos y tensó todo el
cuerpo. Todos los músculos de su rostro parecieron contraerse al mismo
tiempo.
-Tengo esos sonidos metidos en la cabeza- se llevó ambas manos a
las sienes y cerró los ojos-. Aún puedo escucharlos. Enseguida me di
cuenta de que había ocurrido algo grave. Aunque pasean cien años, lo
recordaré como aquel día.
La seguridad de la mujer parecía inquebrantable. Carmen dejó la
casa desesperada, tenía la esperanza de que hubiera una duda que le
permitiera autoconvencerse de que sus sospechas eran infundadas, de que
Alejandro Cuenca en mitad de una crisis personal, en un ataque de
desesperación o sólo porque se había vuelto loco, había matado a Catalina
Fraile y luego se había pegado un tiro en la boca. Pero un montó de rosas
esparcidas por el suelo de la habitación y una mujer empecinada en contar
siempre la misma historia, si el menor atisbo de duda, la obligaban a pensar
que tenía razón, que alguien había asesinado a Alejandro Cuenca y a
Catalina Fraile aquella mañana de abril y que, de alguna manera, había
logrado que todo pareciera un crimen pasional con suicidio incluido.
La tarde avanzó inexorablemente y el tiempo se le echaba encima.
Tenía que coger un tren aquella noche fuera como fuera. Esa era una
decisión irrevocable. Pero se iba a ir de la ciudad dejando dos cadáveres
que la miraban con ojos vidriosos como si la culparan de algo.
Miró el reloj. Aún tenía tiempo de hacer algo antes de irse. Corrió
hacia la delegación de trabajo, pero era demasiado tarde, ya todo estaba
cerrado. Maldijo su estupidez por no haber ido a la delegación antes de
hablar con la mujer de los disparos. Se acercó al banco donde trabajaba

131
Javier García, el amigo de Alejandro Cuenca, pero tampoco había nadie.
Era lógico, la tarde comenzaba a caer y a aquella hora ya no encontraría a
nadie en ningún lugar. En ningún lugar, no. Había uno que a aquella hora
estaría lleno de actividad. Decidió pasar por la escuela de idiomas y hablar
con la jefa del departamento de inglés. Seguro que ella estaba allí.
Cuando llegó a la escuela, instintivamente, buscó en el bolso su
libreta para buscar el nombre de la jefa del departamento. ¡Mierda! Se dijo.
La libreta la tenía Salvador. Intentó no pensar en ello. La idea de que
hubiera escrito algo personal la aterrorizaba. ¡Berta! Recordó, la jefa del
departamento se llamaba Berta.
-Acabará la clase en cinco minutos- le indicó la secretaria-. Si quiere
puede esperarla en el departamento.
Carmen se cruzó con Berta Álvarez en el pasillo. Llevaba un montón
de libros bajo el brazo y una bolsa con algo que parecían exámenes en la
otra mano.
-He dado mi última clase- dijo la profesora cuando Carmen le indicó
que quería hablar con ella-. Podemos bajar a la cafetería y charlar allí si te
parece.
La cafetería estaba en el sótano del edificio, era oscura y pequeña. Los
únicos clientes eran una pareja de adolescentes que se hacían carantoñas en
una mesa apartada.
-¿Te molesta que fume?- Preguntó Berta.
Carmen negó con la cabeza. Había aguantado tanto humo de Salvador
que ya no le molestaba nada.
La profesora encendió un cigarrillo y añadió:
-Está prohibido ¿sabes?, pero la dirección hace la vista gorda- exhaló
el humo placenteramente-. Bien, tú me dirás.
Carmen la miró en silencio con una sonrisa un tanto bobalicona en al
cara ¿Qué podía decirle? No quería dar la sensación de que sospechaba que
la muerte de Catalina Fraile no había sido lo que todos pensaban. Pero ¿por
qué no? Aquella mujer le gustaba y le transmitía una sensación de sensatez
que la animaba contarle la verdad.
Borró la sonrisa de la cara, inspiró profundamente y preguntó con aire
circunspecto:
-¿Qué pensarías si te dijera que es posible que Alejandro Cuenca no
haya sido quien mató a Catalina Fraile?
La profesora se llevó el cigarrillo a la boca y dio una gran calada.
Carmen tuvo la sensación de que el rostro de la mujer se había
empalidecido. Tardó mucho tiempo en hablar, como si estuviera digiriendo
lo que le habían acabado de decir. Se miraron en silencio. Al cabo, Berta
dio una nueva calada al cigarrillo y lo aplastó contra el cenicero con un
movimiento nervioso.
-¿De verdad piensas eso?

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Carmen asintió.
-Es una posibilidad muy seria.
El rostro de la profesora, alegre de por sí, armonioso y atractivo, de
ojos brillantes y vivarachos se fue contrayendo en un gesto de profunda
tristeza y la mirada pareció oscurecerse como si se hubiera hecho de noche
en su interior.
-Pensar que Alejandro se volvió loco y en un arrebato de furia o de lo
que fuera la mató y luego se suicidó era algo terrible, pero pensar que dos
personas que habían sido tan profundamente desgraciadas y que al fin
habían encontrado cada uno en el otro un poco de felicidad hayan muerto
asesinadas sería…- Berta Álvarez dejó la frase en el aire como si fuera
incapaz de acabarla.
Carmen sintió un escalofrío al escuchar aquello. Tuvo que
reconcentrarse en sí misma y hacer un esfuerzo para continuar con aquella
conversación.
-Me gustaría preguntarte algunas cosas, si no te importa.
La profesora parecía como ausente. No prestó atención a lo que oía.
-¿De veras crees que los han matado? Pero… ¿Ladrones?- preguntó.
-En principio, no- Carmen inspiró profundamente-. ¿Podría existir
alguna posibilidad, aunque fuese muy remota, de que alguien hubiera
querido matar a Catalina Fraile?
Berta encendió un cigarrillo. Aunque apenas era se notaba, le temblaba
la mano con la que sostenía el encendedor.
-No- respondió sin dudar-. Me parece imposible.
-¿En la familia de su marido?
-No sé qué decirte, la verdad, pero creo que no, no sé…- la profesora
se encogió de hombros y dejó la mirada perdida.
Carmen tuvo la sensación de estar corriendo un camino equivocado.
Aquel no era el método para solucionar nada. Miró el reloj y se despidió
precipitadamente de Berta Álvarez.
La calle la recibió con el inicio del atardecer. El sol comenzaba a
posarse sobre los tejados de los edificios que la rodeaban. Sopló una brisa
leve que la dejó helada.
De pronto, recordó que no tenía billete para el tren nocturno ni había
hecho siquiera la maleta. Intentó olvidarse de Alejandro Cuenca, de
Catalina Fraile, de Salvador, de la profesora de inglés y pensó sólo en todo
lo que tenía que hacer para marcharse de una vez de Orense.
El lento movimiento del tren, el traqueteo amable y monótono y la luz
pálida y amortiguada del vagón la envolvieron en una somnolencia que no
había soñado y que poco a poco se convirtió en sueño profundo.
Despertó al filo del amanecer, a la hora más fría. Tenía el cuello tenso
por la postura, pero agradeció que la noche se le hubiera hecho tan breve.
El tren corría a toda velocidad por los campos de Castilla que a la luz fría y

133
mortecina de la madrugada parecían campos helados. La mujer que viajaba
a su lado continuaba dormida, cubiertas las piernas por la manta de viaje.
Desde aquel momento hasta que el tren se detuvo en la estación de
Chamartín no hizo más que pensar en su huída. Ahora que se veía lejos de
Orense y de Salvador, tenía el convencimiento de que había cometido una
estupidez. ¿Por qué se tenía que ir? Ese era el comportamiento de una niña.
Exactamente el de una niña. Entonces ¿qué le extrañaba? Siempre se había
comportado del mismo modo. La huída era la respuesta lógica, la de la niña
que era. Pero ¿Por qué tenía que escapar de Salvador? ¿Qué era lo que
temía? Eso era lo que más le preocupaba. A fin de cuentas, no había pasado
nada que no tuviera remedio. Una conversación de diez minutos entre
personas adultas y todo arreglado. El problema era que ella no era una
persona adulta. O, por lo menos, no se comportaba como tal.
Y ¿Qué había conseguido huyendo? Que Salvador la odiara. ¡Oh, no!
Eso era lo que conseguiría. Y la odiaría con toda la razón. ¿Se habría dado
cuenta de que estaba huyendo de él? ¡Cómo no se iba a dar cuenta!
Salvador no era ningún estúpido.
Cuando bajó del tren consiguió olvidar por un instante sus
pensamientos. La estación de Chamartín parecía un hervidero y la devoró.
La gente se movía tan apresuradamente que a cada instante la golpeaba
algún viajero o alguna maleta y sin darse cuenta quedó imbuida en el
ajetreo generalizado de la estación y comenzó a moverse tan rápidamente
como todos los que la rodeaban. Y lo hizo así hasta que se dio cuenta de
que no tenía ninguna necesidad ni razón para hacerlo. Entonces se detuvo.
Encontró un asiento vacío en el vestíbulo y se dejó caer en él. Apoyó la
pequeña maleta a los pies y no pudo evitar preguntarse qué hacía allí,
parada como una estúpida, si había dos muertos pudriéndose bajo tierra a
quinientos quilómetros de allí que esperaban a que ella fuera a encontrar al
mal nacido que los había matado.
Se sintió mal. Muy mal. Sitió que los estaba traicionando. Se
incorporó, tomó la maleta y se dirigió con decisión a buscar un horario de
trenes. Tenía que volver, tenía que decir lo que había descubierto, que no
había sido el inspector de trabajo, que alguien había entrado en el piso a
asesinarlos, era importante que lo hiciera. Y tenía que mantener una
conversación con Salvador. También eso era importante.
El primer tren a Orense no salía hasta las tres de la tarde. Miró el reloj
la invadió la angustia al darse cuenta de que le quedaban siete horas por
delante para no hacer nada más que esperara y pensar.

134
17

-Parece que tienes mala cara.


Salvador miró a Manuel Lama que le hablaba tras la barra de la
cafetería Luna con su cuerpo enteco, el rostro enjuto, el cutis azulado por la
barba espesa, aunque exquisitamente rasurada, el pelo negro
impecablemente peinado hacia atrás y la mirada despierta, limpia y
transparente. Aunque ya debía de llevar un par de horas trabajando en el
ajetreo de la mañana, parecía recién salido de la ducha.
-¿Sí?- Preguntó Salvador y se pasó la mano por la cara notando el
tacto áspero de su propia barba. Luego llevó la mano a la cabeza y la
deslizó por el pelo revuelto al tiempo que dudaba si aquella mañana se
había peinado o no.
-Si- respondió Manuel Lama con gesto preocupado. No era la primera
vez que veía a Salvador Montaña con aquel aspecto. Y siempre que lo
había visto así era porque las cosas le iban camino del desastre o ya estaba
en el desastre mismo.
-Es que esta noche he dormido mal.
-Será eso. ¿Café?- preguntó Manuel Lama temiendo que la respuesta
de Salvador incluyera algo más fuerte que el café.
-Sí, pero no me pongas churros. Hoy no tengo ganas de tomar nada. Y
el café que sea muy cargado ¿vale?
El dueño de la Cafetería se volvió aliviado dispuesto a preparar un
café con una dosis por triplicado si era necesario.
Salvador encendió un cigarrillo, el primero de la mañana con el primer
sorbo de café, luego ojeó la prensa local sin prestar ninguna atención a lo
que leía. La noche casi en vela le pasaba factura, tenía la cabeza embotada
y no podía pensar con claridad ni concentrarse en nada. Lo único que tenía
claro en su pensamiento era una paradoja de la que no podía escapar: la
misma cama en la que la noche anterior había subido al cielo se había
convertido esa noche en una especie de infierno personal.
Intentando olvidarse de todo arrojó lo que le quedaba de cigarrillo al
suelo, como si con él se fueran todos sus malos humores y gritó:
-Manolo, otro café, por favor.
Manuel Lama se le acercó lentamente. El primer apuro del día ya
había pasado y en aquel momento no tenía ningún otro cliente pendiente de
atender.
-Te va a subir la tensión- dijo.
-Eso es precisamente lo que me hace falta.
El camarero lo miró con lástima.
-¿Problemas?

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-Laborales- respondió Salvador sin pensar-. Ponme otro café- añadió
zanjando cualquier intento de conversación.
Manuel Lama lo atendió al momento y en silencio y él se lo despachó
casi de un trago, abrasándose la lengua. Encendió un nuevo cigarrillo.
Vamos a ver, Salvador, tienes que concentrarte en lo tuyo, pensó. Que ella
se haya ido ya no tiene solución, las cosas son como son, no como podían
haber sido. ¡Joder, podía haberse despedido! Bueno, da igual. Lo que
importa es que tenemos un par de muertos y un asesino que anda por ahí
suelto. O no. A lo mejor no tenemos nada ¿Por qué se daría cuenta ella de
que los habían asesinado? Si estuviera aquí, podría preguntárselo. ¡Pero no
está! Tienes que apañarte sin ella.
Dejó el dinero de los cafés sobre la barra, se despidió haciendo un
gesto con la cabeza y con las manos en los bolsillos se dirigió a la
comisaría y mientras caminaba, con el ceño fruncido, intentó concentrarse
en los muertos de la calle Concejo para olvidarse del muerto que pujaba
dentro. Si admitimos que los mató un tercero, pensó, tenemos que hacer
una hipótesis creible de cómo ocurrieron las cosas. La puerta cerrada por
dentro, la mujer en el suelo con dos tiros realizados desde el mismo ángulo,
el hombre con un tiro en la boca y restos de pólvora en la mano. ¡Joder! Si
no es lo que parece, no ha sido obra de un aficionado, ha sido un
profesional de primera. Sacó las manos de los bolsillos y encendió un
cigarrillo. Y si ha sido un profesional, no lo cazamos ni locos.
Si aceptaba que la hipótesis más razonable era que el asesino lo había
preparado todo para engañarlos, tenía que pensar en cómo lo habría hecho
él si fuese el asesino, ponerse en su lugar. Antes de tener ninguna idea útil,
llegó a la comisaría. La mesa vacía de Carmen lo apartó durante un instante
de sus pensamientos, pero luego, para olvidarla, se concentró más en ellos.
A lo mejor ella sabía algo que él ignoraba y era importante, la clave de todo
aquello. Si no se hubiera ido… Era necesario que hablase con ella, pero no
estaba. Se sentó dejándose caer con desgana sobre la silla tapizada en gris.
Tenía la opción del teléfono. Era muy sencillo, una secuencia de nueve
números, unos segundos de espera y hola, qué tal, cómo estás. Se incorporó
apoyando los codos en la mesa. No, eso no. No mendigaría unas palabras
con ella. Ni con ella ni con nadie. Ya hablarían cuando Carmen volviera, si
es que volvía.
El sonido metálico del teléfono lo distrajo. Lo dejó sonar cuatro veces
mirándolo como un estúpido antes de contestar.
-Salvador- reconoció la voz de Lola.
-Dime, cariño.
-Pombal quiere verte. Ahora mismo.
¡Pombal! Lo que le faltaba.
-Ahora voy- dijo y colgó.

136
Se había olvidado completamente del comisario. Se había olvidado de
que la mañana anterior le había pedido un informe completo de todo el
caso. Y ahora tenía que sentarse frente a él y contarle que de lo que le había
dicho el día anterior, nada de nada. Se levantó y comenzó a caminar por la
sala. Y todo sin darle más motivo que la declaración de una testigo que
había oído tres ruidos que identificó como disparos.
Volvió a su asiento. Bueno, siempre la quedaba la opción de la libreta
que Carmen había olvidado en la casa de aquella mujer y que descansaba
en el cajón de la mesa. Seguro que había anotado algo en ella, seguro que
allí estaba la clave. Pero entonces ¿por qué no la miraba antes de hablar con
Pombal?
Sabía muy bien por qué no lo hacía, el pánico de verse retratado en
aquellas páginas le agarrotaba las manos cada vez que pensaba en abrir la
tapa.
Sonó el teléfono de nuevo.
-Salvador, dice Pombal que si vas a venir a verlo o es que ahora
recibes en tu oficina- la voz de Lola sonaba con sorna.
Se dio cuenta de que el tiempo se le había ido volando dándole vueltas
a la cabeza.
-Dile que no se moleste, que ya voy yo. Es que la oficina la tengo un
poco revuelta, si no lo recibiría aquí de mil amores- respondió sabiendo que
la secretaria lo transmitiría puntual y exactamente al jefe.
Inspiró profundamente y se dispuso a enfrentarse al comisario Pombal
que seguro que estaría de un humor de perros. Bueno, pues él le iba a
alegrar la mañana.
Pombal lo miró con tanta fiereza que los ojos negros y vivarachos
parecían echar chispas.
-Salvador- gritó al verlo entrar-, ya me estás tocando los huevos
demasiado.
Salvador no dijo nada, caminó hacia él y se sentó con parsimonia al
otro lado de la mesa y cómo si hablara del tiempo dijo:
-Y eso que no soy urólogo.
El rostro del comisario se contrajo en un rictus de ira contenida y
sorpresa al mismo tiempo.
-¿Se puede saber que cojones te pasa?
-A mi nada, pero ¿qué te parece si hablamos de otra parte del cuerpo
que no sean las gónadas masculina? Yo para según qué conversaciones soy
muy tradicional.
Se miraron en silencio, al cabo, Pombal relajó el rostro y sonrió.
Luego dijo:
-Ayer te pedí un informe sobre el asunto de la calle Concejo y aún
estoy esperando. Más te vale que tengas una buena disculpa porque si no es
así, te has metido en un buen lío.

137
Salvador no contestó, se limitó a mirar al comisario.
-Estoy esperando- dijo éste.
Salvador continuó mirándolo y tardó un buen rato en hablar.
-¿Hoy no fumas?- dijo al fin.
Esta vez quien calló fue Pombal. Frunció los labios y arrugó el
entrecejo.
-Pues más valía que fumáramos un cigarrillo, porque tenemos un
problema… cómo diría yo, ah, sí, un problema de cojones, esa es la palabra
adecuada, creo; además a ti te gusta mucho.
El comisario sabía que Salvador Montaña era poco trabajador,
indisciplinado, grosero a veces y hasta violento si llegaba el caso, pero lo
que no era de ningún modo era un imbécil. Más bien, todo lo contrario.
Abrió el cajón de la mesa y extrajo una cajetilla de tabaco.
-Si no te parece mal, yo fumaré de los míos- dijo Salvador tomando el
paquete de ducados.
Encendieron los cigarrillos en silencio.
-Bien, ahora que ya estamos los dos tranquilos y ahumados, espero esa
explicación.
Salvador dio una calada y miró a los ojos al comisario.
-Pues el caso es que tenemos un asesino suelto. De todo lo que te
conté ayer, nada de nada.
Pombal resopló. Desde que Salvador había entrado en el despacho con
aquel aire de suficiencia y provocándolo a cada frase, lo estaba temiendo.
Al inspector de trabajo y a la profesora de inglés se los habían cargado. Se
dejó escurrir en el asiento, llevó la cabeza hacia atrás y puso las manos en
la nuca, luego, como si estuviera solo y hablara para sí mismo dijo:
-Cuando todo es evidente, es cuando más riesgo corremos de
equivocarnos y cuando más hay que asegurarse de las cosas…- dejó la
frase en el aire, como si aún quedase algo por decir, pero que prefería
callarse.
Salvador lo miró en silencio recordando que el comisario había dicho
exactamente lo mismo la mañana que les había ordenado a él y a Carmen
dedicar un par de días a aquel asunto que a todos parecía tan evidente. Para
sí mismo, aunque para nadie más, reconoció que Pombal tenía razón.
Al fin el comisario se incorporó en su asiento, dio una profunda calada
al cigarrillo y dijo:
-Bien, pues ponme al corriente y dime qué has adivinado, qué sabes
hoy que no sabías ayer a estas horas.
Salvador resopló. ¿Cómo le explicaba ahora que había sido Carmen la
que se había dado cuenta y que él no sabía por qué? Que lo único que tenía
era intuición, una pura y simple intuición.
-Llámalo intuición- dijo- olfato de policía- sonrió-, sagacidad.
-Salvador, no me toques los cojones.

138
-Y dale con las gónadas masculinas ¿Tienes algún problema? ¿Quieres
contarme algo?
La mirada del comisario fue fulminante. Los ojos le echaban chispas
de tal modo que parecía que era de ellos y no de los cigarrillos de donde
salía el humo que anieblaba el despacho. Hizo que salvador se moderara un
poco.
-No te engaño- continuó muy serio-. Es pura intuición.
Callaron. A ver cómo se lo explico.
-Datos- dijo Pombal-. La intuición nace de datos. La sagacidad se basa
en la observación así que dame datos.
Dándole toda la importancia y solemnidad que pudo, Salvador narró la
cadencia de disparos que había relatado la testigo. Pombal lo escuchó con
atención, calló un buen rato, lo observó con detenimiento y dijo al cabo:
-Vamos a ver, ¿me dices que eso es lo único que tienes?
En realidad, eso era lo único. Eso y la certeza de que Carmen había
descubierto algo. Pero eso no lo podía contar. Eso no.
-Eso y la intuición, ya te lo he dicho.
-No me toques…- el comisario dejó la frase en el aire.
-¿Me he equivocado yo alguna vez?
-El día que elegiste Orense como destino.
-No, ese día te equivocaste tú.
El comisario no escuchó la respuesta de Salvador o prefirió no
escucharla. Gritó:
-Salvador, joder. Tienes una mujer con dos tiros necesariamente
mortales, que la habrían fulminado en un segundo y quieres que se quede
quieta medio minuto para que alguien le pegue otro tiro.
Salvador apagó el cigarrillo aplastándolo concienzudamente en el
cenicero, levantó la cabeza y miró a Pombal.
-Ese es un pequeño problema, lo reconozco, pero estoy seguro de que
tiene una respuesta razonable.
Pombal iba a decir algo, pero el timbre metálico del teléfono lo
interrumpió. Descolgó el auricular sin dejar de mirar a Salvador
-Dime. Lola- dijo y escuchó durante un buen rato.
Cuando colgó el teléfono, continuaba mirando a los ojos de Salvador.
-La lluvia de estos días, con la crecida del Barbaña, ha arrastrado un
cadáver y ha aparecido casi en mitad de la ciudad- dijo con cierto aire de
desesperación-. Debe de llevar muerto cinco o seis días. Suponen que es
algún yonqui que había caído muerto a la orilla del río y la crecida lo ha
arrastrado
De pronto en el cerebro de Salvador estalló una bomba y todo se
iluminó con un resplandor casi deslumbrante. Un yonqui muerto, un yonqui
que habla con el inspector de trabajo al que acaban de matar en el portal de
su casa, un hombre desconocido que pregunta en ambientes de drogas por

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el Jeringuillas. Miró fijamente a Pombal y decidió jugárselo todo a una
carta.
-No tienes que indagar quien es el muerto, ya te lo cuento yo si
quieres- dijo sin dejar de mirar el entrecejo del comisario.
Pombal le sostuvo la mirada y levantó las cejas en un gesto que eran
toda una pregunta.
-Ese muerto es el Jeringuillas- continuó diciendo Salvador- y la muerte
no ha sido un accidente ni una sobredosis. Lo han matado.
El comisario pareció no inmutarse por lo que el otro le contaba.
Entornó levemente os ojos, levantó la mano derecha, estiró el índice y
apuntó con él a Salvador con aire amenazante.
-Voy a mandar que den prioridad a la identificación del muerto. Como
sea el Jeringuillas me vas a tener que explicar unas cuantas cosas. Salvador,
sabes mucho más de lo que cuentas y eso no te lo consiento, no te lo
consiento, Salvador. Paso por que seas un chulo, paso porque vayas por
libre, incluso paso porque no me hagas ni puto caso, pero no te voy a
consentir que te quedes ni con una migaja de información que yo no
conozca. ¿Entendido?
Salvador no se inmutó por la amenaza. Esbozó una sonrisa y
respondió:
-Vale, pero si el muerto es el Jeringuillas y lo han asesinado, no te va a
quedar más remedio que creer en mi intuición.
Pombal no dijo nada. Salvador se incorporó, apoyó las manos en la
mesa y lo miró desde arriba.
-Cuando sepas quien es el muerto me llamas- dijo a modo de
despedida, luego se fue sin esperar respuesta del comisario.
Cuando salió del despacho notó que tenía la camisa un poco pegada al
cuerpo. Durante aquella charla había sudado más de lo que le hubiera
gustado. Te estés haciendo mayor, chaval, ya te pone nervioso hasta el jefe.
Miró el reloj. Sin que comprendiera cómo, ya había pasado el mediodía,
apenas le quedaba tiempo para hacer nada aquella mañana. Volvió a mirar
el reloj y decidió tomar un café antes de empezar a preocuparse. A fin de
cuentas como el muerto no fuera el Jeringuillas, a lo mejor se acaban todos
su problemas. Se veía pasando informes a máquina para los eternos.
En la cafetería California revolvió tanto el azúcar en el café que
cuando lo fue a tomar, aquello parecía café batido. Mientras la cucharilla
giraba y daba vueltas una y otra vez en el interior de la taza, en el interior
de su cabeza no dejaban de girar y dar vueltas un millón de ideas que se
mezclaban como el azúcar y el café.
Antes de irse, miró nuevamente el reloj. Si se apresuraba, podía hablar
con el jefe de Alejandro Cuenca en la inspección de trabajo. Frente a la
entrada del edificio se detuvo un momento para consultar en sus notas
cómo se llamaba aquel cuarentón alto y presumido con el que se había

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presentado como el jefe de inspección. Al extraer la libreta del bolsillo le
dedicó medio minuto a pensar en la de Carmen. Decidió que la consultaría.
Era una cuestión profesional.
El ambiente en el edificio de la inspección de trabajo estaba menos
cargado de lo que recordaba de su última visita. Aquel otro era un día de
lluvia y todo parecía húmedo, oscuro y excesivamente caluroso en el
interior del edificio. Sin embargo, aquella mañana era agradable y soleada
y era como si las viejas paredes de piedra se hubieran secado
completamente.
Esta vez conocía el camino y no tuvo necesidad de preguntar a nadie,
se dirigió directamente al despacho de Carlos Ferrer, jefe de inspección.
-Don Carlos no ha venido esta mañana- le dijo la secretaria que
eficientemente custodiaba la entrada del despacho.
Salvador chasqueó la lengua y miró el reloj. Era ya demasiado tarde
para ir a ninguna otra parte.
-¿Sabe si vendrá por la tarde?
La secretaria negó con la cabeza.
-Hoy no vendrá en todo el día.
Salvador inspiró profundamente con resignación y se dispuso a
despedirse.
-Pero ha dejado esto para usted- continuó la secretaria mostrándole
una carpeta de plástico transparente que dejaba ver en su interior un
montón de folios-. Ya me dijo que seguramente vendría hoy por ella.
¡El informe sobre los casos que había llevado Alejandro Cuenca!
¡Maldito sexo y malditas mujeres! Se había olvidado del informe por culpa
de estar pensando en lo que no debía.
Extendió la mano para recoger aquella documentación que ahora
cobraba una importancia que nunca habría imaginado y con la carpeta bajo
el brazo se despidió de la secretaria, dispuesto a pasar una tarde de lo más
agradable leyendo y estudiando aquel montón de folios. No era la mejor
perspectiva del mundo para una soleada tarde primaveral, pero algo tenía
que hacer si quería olvidarse de Carmen.
Apenas comió. Tenía agarrado en el estómago el mismo nudo que se
lo retorcía desde aquella mañana. Durante un instante, al ver la comida
frente a él, le asaltó el recuerdo de un tiempo en que comer no era más que
la disculpa para trasegar una botella de vino. En aquel momento, como si
quien hubiese atado el nudo del estómago se lo tensara aún más, le atravesó
un pinchado de lado a lado que lo obligó a levantarse y dejar la comida casi
sin tocar. Tomó café en el Luna y estiró un buen rato una tertulia aburrida y
mortecina. Luego, armado de valor y paciencia pasó la mayor parte de la
tarde sumido en la lectura de expedientes sobre accidentes de trabajo, bajas
injustificadas e irregularidades varias del mundo laboral.

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Su mesa de trabajo en la oficina de la brigada judicial se encontraba
frente a la que ocupaba Carmen y con ella compartía el teléfono, una torre
de bandejas de plástico para dejar papeles y un fichero metálico que casi
nunca utilizaba. Hasta que cinco meses atrás había llegado Carmen, aquella
mesa había permanecido vacía otros cinco meses, desde que se jubilara su
antiguo dueño. Aquella tarde, con la oficina vacía, al sentarse para abrir la
carpeta que le habían entregado en la inspección de trabajo, no pudo dejar
de mirar al frente y el hueco de Carmen le acabó de destrozar el estómago.
Tragó saliva y para que la sangre no se le envenenara, abrió la carpeta y
comenzó con la primera página como si lo que tuviera frente a él fuera la
novela más divertida del mundo. Consiguió concentrarse y perdió la noción
del tiempo y del espacio hasta oyó un ruido extraño y levantó la cabeza.
Vio como Pombal, enfundado en un traje gris, con el cutis moreno, el pelo
un tanto largo y rizado y el bigote contraído en un esbozo de sonrisa se
sentaba frente a él en el lugar que habitualmente ocupaba Carmen.
-Parece que te asusta verme aquí- dijo el comisario remarcando más la
sonrisa.
Salvador cerró la carpeta y se incorporó un poco en el asiento.
-Hombre, no te parezca mal, pero me gusta más la imagen de la
persona que veo habitualmente donde tú estás.
Pombal se inclinó hacia delante y cruzó los brazos apoyando los codos
sobre la mesa.
-No me ofendes en absoluto- dijo-, es más, puedo asegurarte que yo
comparto contigo esa preferencia, pero no me he sentado aquí para hablar
de mujeres contigo.
-No sé por qué, pero me lo imaginaba. Y hasta, si lo intento, podría
decirte por qué has venido a sentarte ahí.
-No lo pongo en duda- dijo el comisario.
Salvador comenzó a mover la cabeza levemente de adelante a atrás y
frunció un poco los labios, luego se llevó la mano derecha al mentón y la
pasó por él notando el tacto áspero de la barba. Cuando bajó la mano para
apoyarle en la mesa, dijo:
-Así que el muerto era José Manuel Rubio Folgueira, alias el
Jeringuillas.
Pombal descruzó los brazos, levantó los codos de la mesa y se
arrellanó un poco en el asiento.
-Exactamente.
-Y la muerte no ha sido accidental.
-Eso aún está por aclarar, pero ahora, como te prometí esta mañana, ha
llegado el momento de comiences a explicarme unas cuantas cosas- dijo, y
luego compuso el gesto más serio que pudo y hablando muy despacio,
como si masticase las palabras, continuó-: quiero que me lo cuentes todo,
¿entiendes? Todo, absolutamente todo lo que sabes.

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Salvador abrió el cajón que tenía a su derecha en la mesa y extrajo un
cenicero de cristal que depositó sobre la mesa y lo deslizó por ella hasta
situarlo entre los dos. Luego tomó el paquete de cigarrillos y ofreció uno al
comisario.
-Ya sé que no fumas negro, pero…
Pombal miró a su alrededor. No había nadie más en la oficina ni era
probable que a aquella hora entrase nadie. Encendió uno de sus cigarrillos y
ofreció el encendedor a Salvador que lo usó parsimoniosamente.
-Estoy esperando- dijo el comisario.
Salvador dejó que pasara el tiempo de una calada antes de responder
-¿Sabes que nunca fui un buen estudiante?
-Estoy seguro de ello.
-¿Y sabes por qué?
Pombal dio chupó el cigarrillo casi mordiéndolo y exhaló el humo
vaciando completamente los pulmones para no perder la paciencia.
-Me parece que me lo vas a contar- dijo.
-Pues mis profesores decían que no era que yo no supiera las cosas, mi
problema era que no plasmaba todos mis conocimientos en los exámenes.
El comisario sonrió.
-¿No me digas? Pero seguro que tus profesores intentaban motivarte
para que dieras lo mejor de ti mismo.
-No te creas. Nunca tuve buenos pedagogos.
-Pues yo lo soy muy bueno, Salvador, y en este examen me lo vas a
contar todo. Te lo aseguro. Por las buenas…
-O por las malas. Ya sabes que por las malas vas a sacar muy poco de
mí- Salvador entornó los ojos y miró fijamente al entrecejo del comisario-.
Así que te lo voy a contar todo por las buenas, pero no me vas a creer. No
te estoy ocultando nada. Lo único que me lleva a pensar que alguien se
cargó al inspector y a la mujer es pura intuición, lo mismo que me hizo
imaginar que el muerto era el Jeringuillas, intuición, nada más. Vamos a ser
serios ¿Cómo iba a saber yo que el Jeringuillas estaba muerto?
-Eso es lo que quiero que me digas.
Salvador apagó el cigarrillo y sin dejar que transcurriera un solo
instante, encendió otro, luego dirigió la mirada al comisario y calló un buen
rato antes de hablar:
-Tengo una pareja muerta, una mujer que me cuenta algo que no
coincide con la primera hipótesis de los hechos, tengo un testigo que me
sitúa al muerto hablando con el Jeringuillas un tiempo antes de que lo
mataran, tengo un desconocido que se corre el barrio viejo preguntando por
el Jeringuillas y tengo un muerto con pinta de drogadicto y deduzco que es
el Jeringuillas.
Salvador calló. Había dicho toda la verdad, sólo se había callado que
era seguro que Carmen supiese algo más, pero eso era algo que no le

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interesaba a Pombal, o, si le interesaba, iba a tener que enterarse por otro
camino.
El comisario lo observó un buen rato que dedicó a meditar para llegar
a la conclusión de que le estaba diciendo la verdad, o, al menos, una parte
importante.
-Bien, de acuerdo- dijo-. Ahora dame un motivo.
Salvador señaló la carpeta transparente que tenía delante de él sobre la
mesa.
-Esto es un resumen de todos los casos en los que intervino el muerto
en el último año.
El comisario lo miró con cierta impaciencia.
-¿Y?
-Nada de nada- Salvador negó con la cabeza-. Tenía la esperanza de
que el Jeringuillas apareciera en estas páginas, pero…
-Sí- Pombal chasqueó la lengua-. Habría sido demasiado fácil- miró el
reloj-. Bien, es tarde- continuó mientras se levantaba del asiento-. Mañana
por la mañana hablaremos y veremos quien se encarga contigo de esto.
Salvador cerró los ojos y no pudo evitar pensar en Carmen.
Carmen, con los ojos cerrados, sentada en el vagón del TALGO que
cruzaba el paisaje a toda velocidad, pensaba en qué le diría a Salvador al
día siguiente cuando lo viera.

144
18

-Hola.
Salvador se volvió al escuchar la voz que lo saludaba. Lo hizo tan
bruscamente que sintió un latigazo en el cuello, pero no pudo evitar hacerlo
así. Aunque era imposible, la voz que sonaba a su espalda era la de
Carmen. Estaba sentado, con los codos apoyados en la mesa y acabando de
leer el informe que le habían dado el día anterior en la inspección de
trabajo y que Pombal no le había permitido acabar la tarde anterior. Apenas
le quedaban tres páginas y había perdido toda esperanza de encontrar algo
interesante en ellas; primero las había ojeado rápidamente por si encontraba
en ellas el nombre del Jeringuillas y, como no lo viera, se concentró en su
lectura. Luego tendría que ver al comisario y discutir con él sobre lo que
quería que hiciera con aquel asunto del inspector de trabajo y la profesora
de inglés, entonces oyó la voz que lo saludaba.
Salvador abrió los ojos como platos. Carmen estaba frente a él y lo
miraba, sonriendo primero y mordiéndose el labio inferior después.
-Hola- respondió y se llevó la mano al cuello intentando aliviar el
dolor agudo que sentía por el violento giro que había realizado.
Ella había estado un buen rato observándolo antes de decidirse a decir
nada, había contemplado el perfil del rostro sin afeitar de Salvador y el pelo
revuelto y despeinado. Le pareció que tenía mal aspecto, como si hubiera
dormido mal, exactamente igual que ella misma. La tarde anterior el tren
había llegado a Orense con retraso y tuvo que esperar un buen rato hasta
conseguir un taxi y cuando al fin había llagado a casa y se había ido a la
cama era ya tarde. Pensaba que la noche que había pasado de viaje, camino
de Madrid, durmiendo poco y en un asiento incómodo y luego todo el día
siguiente con una pesadísima espera y un viaje de vuelta a Orense que
había resultado agotador la ayudarían a dormir. Sin deshacer siquiera la
maleta se dejó caer extenuada sobre la cama con la esperanza de quedarse
dormida inmediatamente. Pero fue imposible, porque aquel momento, el
momento que estaba viviendo en aquel preciso instante, con Salvador
mirándola a los ojos, no había dejado de pasar por su mente durante toda la
noche. ¿Qué le diría cuando lo tuviera frente a frente? Y ¿qué le diría él?
¡Qué mal había hecho marcándose de aquel modo! Si se hubieran visto y
hablado a la mañana siguiente… Pero eso no tenía ya remedio. Ahora
estaban cara a cara y tenía que contarle dos cosas importantes. Una no era
muy difícil, no le costaría demasiado esfuerzo decirle que en el caso de la
calle Concejo se habían equivocado desde el principio, que había sido un
doble asesinato y que el suicidio era simulado. La otra era tremendamente
complicada ¿Cómo podría explicarle que había huido de él? Bueno, eso no
tendría que explicárselo, seguro que Salvador ya se había dado cuenta, no

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era ningún imbécil, pero contarle por qué lo había hecho… Si fuera capaz
de sentarse frente a él, mirarlo a los ojos y conseguir que le devolviese la
mirada y ser capaz de explicarle lo que había ocurrido era que ella se sentía
como si no supiera quien era ni dónde estaba y que necesitaba saberlo, que
le dejara tiempo y espacio para pensar, que comprendiera que tampoco
sabía si quería estar con él o no, que, por favor, le dejara tiempo, tiempo y
espacio, pero sobre todo, ¿cómo podía decirle que no la odiara? Porque se
sentía culpable, tremendamente culpable de haber salido de su cama de
aquel modo. Pero tampoco lograba comprende qué hacía que se sintiera tan
culpable ¡No había hecho nada malo! ¡Pasar una noche con él no la
comprometía a nada! Bueno, a nada más que a no marcharse sin decir ni
adiós, pero eso no era tan grave.
Salvador se volvió hacia ella y ella vio sus ojos enrojecidos y un poco
vidriosos, el rostro ojeroso y la barba de dos días. Pero todo ello quedó
oscurecido por el gesto de sorpresa que compuso al verla. Después de
devolverle el saludo, con la mano derecha sobre la nuca, Salvador observó
como Carmen lo rodeaba y se sentaba frente a él como había hecho cada
día desde que se conocían. Se miraron durante un momento sin decirse
nada. Él retiró la mano de la nuca pasándola por el mentón y lamentando
no haberse afeitado aquella mañana, luego, sin haber retirado aún la mano
de la cara dijo:
-Tenía entendido que te habías ido.
Carmen compuso una sonrisa falsa y levantó las cejas.
-Me fui, pero, ya ves, he vuelto.
El cerebro de Salvador se convirtió en un hervidero de preguntas y
frases que pujaban por salir, auque sin comprender bien por qué no era
capaz de formularlas. ¿Por qué te fuiste? ¿Qué hice mal? ¿Tan mal te fue
conmigo que tuviste que irte corriendo? ¿Por qué no dijiste siquiera adiós?
¿Qué pensaste, que haría algo por retenerte? Claro que lo haría, haría lo que
fuera, pero bastaría un simple no para que no volviera a dirigirte la palabra
si era eso lo que querías. ¿A qué tienes miedo? ¿a mí? Con haber dicho
adiós habría sido suficiente, no necesitabas huir a ninguna parte. ¡Joder!
Al cabo, cuando su cabeza se calmó, evitó la mirada de sus ojos verdes
y dijo:
-¿Cómo supiste que los habían matado?
Carmen cerró los ojos y exhaló el aire un poco aliviada. Salvador no
quería reprocharle nada, pensó, o, por lo menos, no quería ponerle las cosas
difíciles. Pero se las estaba poniendo sin querer. ¿Qué le podía decir? ¿Qué
todo había comenzado porque él había dicho que le haría un lecho de rosas
sin espinas?
-No sé, intuición- respondió al fin.
¡No me toques los cojones! La frase asaltó la lengua de Salvador y
tuvo que hacer un esfuerzo para que no saliera de su boca.

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-La intuición nace de los datos- dijo repitiendo la frase que Pombal le
había dicho a él.
Ella lo miró sonriendo. Esta vez era una sonrisa franca. Sentada frente
a él se estaba relajando.
-¿Cómo supiste que pensaba que los habían matado?- preguntó sin
dejar de sonreír.
Salvador apartó la mirada de ella, señaló con los ojos el cajón de la
mesa que ocupaba y dijo:
-Te olvidaste la libreta en casa de la vecina del muerto.
¡La libreta! Disimulando su ansiedad, abrió el cajón lo más lentamente
que pudo y la tomó en sus manos.
-La mujer llamó a comisaría para informar de tu olvido y cuando fui a
buscarle tuve una pequeña conversación con ella en la que me contó lo que
habías hablado las dos- continuó Salvador mientras ella hojeaba
ansiosamente las páginas-. Así que ya ves, no hace falta ser muy listo para
deducir que hubo algo que te llevó a interrogar de nuevo a la mujer-
después de haberte largado de mi cama, pensó en decir, pero lo calló.
Luego dirigió la vista a la libreta y continuó-: No me digas que has anotado
ahí el secreto de tu intuición.
Carmen levantó la cabeza aliviada al comprobar que no había ninguna
anotación personal, sólo datos de trabajo, y pocos.
-No me digas tú que no la has leído.
Salvador negó con la cabeza.
-No te creo.
Él se encogió de hombros. Guardaron los dos silencio durante un rato.
-Tengo que ir a ver al comisario- dijo Carmen rompiendo el silencio
cuando ya se estaba volviendo demasiado tenso-. Cuenta con que estaré
una semana fuera.
Salvador la siguió con la mirada mientras cruzaba la oficina, luego se
arrellanó en el asiento, cruzó las manos tras la nuca y cerró los ojos
apretando los párpados con todas sus fuerzas dispuesto a lamentarse de su
cobardía. ¿Por qué no le había dicho todo lo que pensaba? Ella había
llegado, se había sentado frente a él y había sonreído como si se hubieran
despedido la tarde anterior y él no había sido capaz de decir una palabra. Y
lo peor de todo era que no importaba lo que ella hiciera, él se sentía
completamente desarmado. Inspiró profundamente y, como ya no podía
permanecer más tiempo así sentado, se levantó y se dirigió sin pensar más
al despacho de Pombal.
El comisario había recibido a Carmen sin hacerla esperar. Había
acabado de sentarse y esperaba la llegada del inspector jefe Carreiro.
Mientras lo hacía ojeaba toda la documentación que Lola acababa de
entregarle.
-Buenos días, Martínez- saludó un poco sorprendido al ver a Carmen.

147
Pombal tenía aún en la mano, sin colgar, el teléfono por el que la
secretaria le acababa de comunicar que Carmen estaba allí cuando se abrió
la puerta del despacho.
-Buenos días, comisario, sólo quería decirle que ya he solucionado mis
problemas y no necesito más días libres. Bueno, y darle las gracias por
haber permitido que me ausentara estos días- dijo Carmen con una mano
aún en la puerta sin atreverse a entrar he hizo ademán de irse al acabar la
frase. Mientras lo hacía pensaba en lo que le había dicho al comisario, que
ya había solucionado sus problemas.
La voz de Pombal la retuvo
-Espere Martínez. Ha habido novedades en su ausencia. Acérquese.
Carmen cerró la puerta tras ella y se acercó lentamente a la mesa.
Mientras ella caminaba hacia él, el comisario reorganizaba en su
cabeza todo lo que había pensado para enfrentarse a aquel endemoniado
asunto de los muertos de la calle Concejo.
-Siéntese, por favor.
Carmen se sentó ocupando sólo un tercio de la silla y colocó las manos
en el regazo expectante. Notó que el corazón se le había acelerado.
-No sé si sabe que ha habido algunas novedades.
Se sintió sorprendida. Así que Salvador se había fiado de su intuición
y se lo había contado al comisario.
-¿Se refiere al asunto de la calle Concejo?- preguntó.
Antes de que Pombal respondiese sonaron tres golpes en la puerta del
despacho que se abrió un poco bruscamente y apareció Salvador.
-¡Hombre, Salvador! Pasa, eres justamente el hombre con que quería
hablar.
Salvador se acomodó en silencio al lado de Carmen. El comisario miró
el reloj, hizo un gesto de sorpresa y continuó:
-Como Martínez ya ha solucionado sus asuntos personales y está de
vuelta, os vais a encargar los dos de todo el asunto de los muertos de la
calle Concejo. La pones al día en todo- miró fijamente a Salvador-, me
informas diariamente- afirmó con retintín- de las novedades y en una
semana me presentáis un informe completo de lo que hayáis averiguado, ya
veremos entonces si hay que dedicarle más esfuerzos al caso o no.
Salvador miró de soslayo a Carmen. Una semana. ¿Quería pasarse una
semana trabajando con ella? Viéndola cada día, cada hora. No sabía qué
responderse.
-A lo mejor hacía falta una perspectiva nueva- dijo sin mucha
convicción-, a lo mejor la intuición esta vez es equivocada y era preferible
que alguien con un punto de vista nuevo analizase el caso…
Carmen le devolvió la mirada con franqueza.
-Me parece que no, Salvador- dijo Pombal muy serio.

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Carmen apartó la mirada de Salvador. Le resultaba evidente que no
quería trabajar con ella. Y ella, sinceramente, también prefería evitarlo.
-Yo podría…- comenzó a decir tímidamente.
-Usted podría empezar a trabajar ya y llevarse de aquí a su compañero-
la interrumpió bruscamente el comisario-. Será la única manera de que me
libre de él.
Carmen calló y notó que el corazón se le aceleraba. Salvador calló
también, se incorporó lentamente y dejó el despacho con las manos en los
bolsillos del pantalón y sin siquiera despedirse. Ella farfulló una despedida
y lo siguió. Lugo no se dijeron una palabra hasta que no se encontraron de
nuevo sentados, cara a cara, en la oficina de la brigada judicial. Fue ella
quien rompió el silencio:
-¿Qué hacemos?- dijo y lo miró expectante.
Salvador tardó en responder. Tomó la carpeta de plástico que contenía
el informe de la delegación de trabajo y se la lanzó hacia la mesa.
-Yo me voy a tomar un café. Tú te lees eso para ponerte al día- dijo, se
levantó y se fue sin mirar siquiera a Carmen.
Ella lo miró salir muerta de ganas de comenzar a gritarle para que se
quedara allí, pero lo dejó irse sin atreverse a decir ni una palabra.
A Salvador el café le supo amargo. Se había comportado groseramente
con ella y le invadía un sentimiento de culpa. No tenía por qué haberle
lanzado la carpeta de aquel modo. No tenía por qué tratarla así. Si hubiera
tenido valor, habría vuelto a la comisaría a pedirle disculpas, pero los pies
se le habían vuelto de plomo. Encendió un cigarrillo y en el rumor de la
cafetería California, se dispuso a leer el periódico en la esperanza de calmar
su malhumor.
La voz de Carmen le apartó de la lectura.
-Antes me invitabas a café.
Se volvió y la observó parada a su izquierda al lado de la barra.
-Vaya, si que lees deprisa. A mi me llevó mucho más tiempo.
Carmen cerró los ojos y tragó saliva.
-Tenemos que hablar- dijo-. Creo que te debo una explicación.
Salvador dio una calada al cigarrillo que sostenía en su mano
izquierda, la miró cínicamente y dijo:
-Sí, ya te lo he preguntado esta mañana, pero no me quisiste
responder ¿qué fue lo que te hizo sospechar que había sido un asesinato y
no un crimen pasional con suicidio?
Carmen inspiró profundamente y resopló. Era evidente que él no
quería hablar con ella.
-No me refiero a eso- dijo
-¿Ah, no? Yo sí- replicó él.
-Me refiero a nosotros.
Nosotros ¡Qué gracia!

149
-Sobre eso no hay nada que hablar. A mí me ha quedado todo muy
claro.
Carmen lo miró en silencio con la boca entreabierta y las pupilas tan
dilatadas que los ojos verdes parecían haberse vuelto negros.
-¿Vas a tomar café o no?- dijo Salvador y se volvió lentamente hacia
el periódico que descansaba abierto sobre el mostrador de la cafetería
California.

150
19

¡Serás idiota! ¿Por qué te has negado en redondo a hablar con ella? No
sabías lo que te iba a decir y diste por supuesto que era una disculpa que no
querías para nada. Vale, podía ser una disculpa, pero podía no serlo. Eres
un imbécil redomado. A lo mejor nada ha sido como tú piensas, a lo
mejor… La cabeza de Salvador no dejaba de dar vueltas y en su interior
había más humo aún que el que le rodeaba en el ambiente cargado de la
cafetería. A lo mejor aquella marcha tan precipitada tenía una explicación
lógica que no fuese una huida, a lo mejor no escapaba de ti, a lo mejor… si,
hombre, a lo mejor los Reyes no son los padres, son tres viejos barbudos de
cara bondadosa. Déjalo ya, Salvador, hay lo que hay y nada más, se fue por
lo que se fue, ella no es para ti, y punto. Intentó olvidarlo, pero no podía
pensar en otra cosa, no podía concentrarse en nada. Las noticias que
intentaba leer en el periódico que tenía delante de él se difuminaban en la
marea de ideas que lo envolvía. Pasaba las hojas sin leer una sola palabra y
aunque intentaba no mirar hacia ella, era plenamente consciente de que
Carmen estaba a su lado y daba vueltas incesantemente a una cucharilla
dentro de una taza de café. Harto de no poder leer nada, Salvador cerró el
periódico y se volvió ligeramente hacia ella. Notó que tenía la mirada
perdida y no se fijaba en lo que estaba haciendo.
-¿En qué piensas?- preguntó consciente de que había sido grosero con
ella.
Carmen dejó de girar la cucharilla y la deposito con cuidado en el
plato. ¿En qué pensaba? Se encogió de hombros.
-En nada.
Salvador, incómodo, miró el reloj.
-Bueno, tenemos que ponernos en marcha, tenemos un trabajo por
delante- dijo.
Ella dio un sorbo al café con aire ausente aún, luego pareció que el
café la hubiese traído de nuevo a este mundo y preguntó:
-¿Qué hacemos?
Él miró durante un instante el abismo de sus ojos verdes y como si
aquel abismo amenazara con tragarlo apartó los ojos de ella y paseó la
mirada por la cafetería.
-Lo primero que necesitamos, o que necesito ya al menos, es saber si
me ocultas algo.
Carmen lo miró sorprendida, sin comprender lo que le estaba diciendo.
-Te he preguntado dos veces por qué te diste cuenta de que los habían
matado y no has querido contestarme- continuó Salvador, calló un
momento y sonrió con cierto cinismo-. Vale, intuición, pero tienes que
decirme si sabes algo importante…

151
¿Cómo se lo podía explicar? pensó ella. Lo miró en silencio como si
quisiera encontrar en su rostro la respuesta. Él siguió evitando su mirada y
bajó un poco la suya propia.
-Tengo el convencimiento de que los han matado, no sé nada que no te
haya dicho, te lo prometo, sólo una cosa…- dijo Carmen al fin, suspiró y
dejó la frase colgada en el murmullo de la cafetería.
Salvador la miró esperando que continuase. Ella calló un momento.
Bueno, ahí va, pensó, si se quiere reír que se ría, y continuó hablando:
-El dormitorio de la casa…- titubeó-. Quiero decir que en el
dormitorio había unas rosas caídas…
Él la escuchaba con atención y ahora sí la miraba, aunque rehuía aún
sus ojos. Carmen resopló y añadió en voz muy baja:
-Las rosas estaban esparcidas en el suelo y sobre la cómoda, no sé si lo
viste, bueno, da igual, aquel día yo pensé que se habían caído o las habían
tirado, no sé, por alguna discusión o algo así y no le di importancia, pero
hace dos días me di cuenta de que las rosas las habían colocado allí a
propósito, para…- dejó la frase en el aire. Hablar de amor y sexo con él le
producía pánico.
Salvador frunció los labios y paseó la mano por el mentón. El recuerdo
de la noche que pasaron juntos hizo que sintiera una punzada en el
estómago. Durante un instante contuvo la respiración y se mordió el labio,
luego, para que ella no continuara con explicaciones, dijo:
-Me hago una idea. Tiene sentido.
-A lo mejor piensas que es una estupidez, pero no me pareció lógico
que el hombre se liara a tiros después de haber colocado las rosas de aquel
modo- añadió Carmen aliviada porque su compañero no le hubiera
preguntado por qué se había acordado de una cosa tan tonta como unas
rosas caídas.
Ahora, al hablar de las rosas, él la miró a los ojos. Le parecieron más
verdes que nunca. La punzada del estómago le había cedido, pero notaba
dolorido el labio. A mí me pegaron los tiros después de hacer algo más que
colocar unas rosas, pensó. Encendió un cigarrillo y dijo:
-Y luego la mujer, la vecina que jura y perjura que los tiros no fueron
seguidos…
Ella asintió. Salvador se echó un poco hacia atrás para exhalar el humo
y continuó:
-¿Recuerdas que el Gemelo, el tipo aquel con el que nos mandó hablar
Jalid en el casco viejo, nos dijo algo de otro al que llaman Jeringuillas?
Carmen lo recordaba perfectamente, recordaba el aspecto cadavérico
del Gemelo y la mirada de desprecio que tenía en los ojos grises y
hundidos.
-Me acuerdo.

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-Pues ha aparecido muerto, ayer, y, al parecer, cuando lo encontraron
llevaba ya muerto varios días- dijo Salvador y calló como si quisiera
observar su respuesta.
Ella no hizo ningún gesto, sólo se apresuró a preguntar un poco
ansiosa:
-¿Crees que tiene alguna relación con las otras dos muertes?
Salvador respondió también inmediatamente. Al tratar el tema del
trabajo tenía la sensación de controlar la situación, de no estar a merced de
su propio malhumor, de Carmen, de su voz o de sus ojos. En el trabajo
mandaba él.
-¿Recuerdas que Javier García nos habló de un extraño encuentro que
tuvo con el muerto y un tipo muy raro con pinta de drogadicto en el portal
de su casa?
Carmen no recordaba. Abrió los ojos, alzó las cejas y negó moviendo
levemente la cabeza de un lado a otro.
-Yo sí lo recuerdo. Nos contó que una tarde los vio juntos en el portal
de su casa y tuvo la impresión de que a su amigo no le había hecho ninguna
gracia que los hubiera encontrado juntos- continuó Salvador con mucha
seguridad-. ¿Recuerdas que el Gemelo nos dijo que un hombre elegante
anduvo buscando al Jeringuillas unos días antes de todo ocurriera?
Pensamos que era nuestro muerto que quería agenciarse una pistola, pero
ahora pienso que nos equivocábamos…- dejó la frase sin acabar esperando
que ella lo hiciera y dio una calada al cigarrillo.
-El hombre elegante no era Alejandro Cuenca- continuó Carmen.
-No- dijo él exhaló el humo de la boca, dio una última calada al
cigarrillo y lo arrojó al suelo.
-Era nuestro asesino- murmuró ella pensativa.
-¡Premio! El de los tres. Por que estoy seguro de que cuando tengamos
la autopsia del Jeringuillas no habrá causas naturales en al muerte,
estaremos ante otra muerte violenta. Además me jugaría el cuello a que
murió el mismo día o el anterior que nuestra pareja.
Carmen meditó un buen rato. Tomó un sorbo de café y compuso un
gesto de desagrado. Se le había quedado frío. Lo apartó a un lado y dijo:
-Vale, pero ¿por qué alguien iba a matar a una profesora de inglés, a
un inspector de trabajo y a un drogadicto trapichero de cuarta categoría.
-Y un poco maricón. El Jeringuillas también era un poco maricón-
afirmó Salvador con retintín.
Ella sonrió. Hablar del trabajo la relajaba y notaba que él también
estaba menos tenso.
-Por maricón no sería- dijo.
Él le devolvió la sonrisa con suficiencia.
-Hagámonos una composición de lugar.

153
Carmen lo miró convencida de que ya tenía una idea aproximada de lo
que había ocurrido.
-No me digas que ya sabes quien es el asesino.
La sonrisa de Salvador se hizo aún mayor antes de comenzar a hablar:
-Eso no, pero creo que tengo una idea de dónde ir a buscarlo. No me
parece que nadie mate a la profesora de inglés por un suspenso. La pobre
mujer estaba marcada por la mala suerte y su mala suerte la puso en el peor
lugar en el peor momento, en casa de Alejandro Cuenca cuando llegó el
asesino. Estoy seguro de que iba a por él. Esto tiene que tener relación con
algún asunto laboral y el Jeringuillas fue quien lo puso en conocimiento del
inspector. El Jeringuillas se enteró de algo, por alguna razón que no
conocemos se lo contó al inspector y el infractor, quien quiera que fuese,
los mató a los dos. Y de paso a la profesora.
Carmen lo miró un momento en silencio reflexionando sobre lo que
había escuchado, al cabo de un instante dijo:
-Un accidente laboral con algún muerto por falta de medidas de
seguridad, una estafa a gran escala… ¡Porque tiene que ser algo muy gordo
para matar a tres personas!
Salvador se encogió de hombros
-Ya lo sé- dijo-, pero a veces las respuestas son desproporcionadas a
los problemas. Además es probable que nadie quisiese matar a tres
personas, si descartamos a la mujer quedan dos y puede que la primera
intención fuese matar sólo al Jeringuillas que a lo mejor solo calificaban
como media persona y que luego las cosas se complicaran. Puede que
empezaran por medio y acabara por tres.
Durante un momento callaron los dos, el murmullo de la cafetería se
coló entre ellos lentamente evitando un silencio que sería demasiado tenso
para soportarlo. Fue Carmen la que interrumpió el murmullo. Compuso una
sonrisa pícara y dijo:
-Pero en el informe que te han pasado en la inspección de trabajo
sobre los casos que llevaba el muerto no has encontrado nada.
Salvador frunció los labios y cerró los ojos.
-Nada de nada. Prácticamente no tenía nada importante entre manos.
-Eso es un problema.
Él chasqueó la lengua.
-Un pequeño problema- arqueó visiblemente las cejas.
-Esos nos devuelve a mi primera pregunta: y ahora ¿qué hacemos?
Salvador inspiró profundamente y entornó un poco los ojos.
-Buena pregunta- dijo-, pero de momento necesitamos saber si José
Manuel Rubio Folgueira, alias el Jeringuillas, tuvo alguna relación laboral
en los últimos tiempos, cosa que dudo mucho, pero…
-A lo mejor aparece su nombre en alguna de las empresas en las que
hubiera investigado algo Alejandro Cuenca.

154
Salvador dejó el dinero de los cafés sobre la barra de la cafetería y
comenzando a caminar dijo:
-A lo mejor.
Ella se volvió, lo observó durante un instante y lo siguió y cuando ya
alcanzaban la puerta afirmó con sorna:
-Porque no será necesario que lea yo el informe para caer en la cuenta
de que se te has pasado por alto la información clave ¿no?
Él se detuvo, extendió la mano y le abrió la puerta cediéndole el paso
al tiempo que la miraba en silencio con una expresión muy seria que
parecía de ira contenida. Carmen se dio cuenta de que no le había gustado
el comentario. En otro tiempo habría respondido con una salida de tono que
le habría hecho reír o la habría ofendido, daba igual, pero aquella respuesta
silenciosa era el signo inequívoco de que algo se había roto entre los dos.
La mañana era clara, el sol brillaba con fuerza, pero soplaba un viento
frío que no permitía que el día se volviese caluroso. Caminaron un buen
trecho en silencio hasta la oficina de la Seguridad Social. Durante el
Camino Carmen se limitó a seguir a su compañero sin saber adonde iban,
pero no se sintió en ningún momento con ganas ni ánimo para preguntarlo,
sólo caminó a su lado dejando que la mente vagara entre las calles y los
coches para no pensar en nada relacionado con ella misma.
En la oficina de la Seguridad Social, tras un largo mostrador se
afanaban ocho o diez funcionarios con la cabeza metida en las pantallas de
los ordenadores y otros tres atendían a las tres únicas personas que
ocupaban aquel lado de la oficina. Salvador oteó sobre las cabezas de todos
y al cabo de un rato pareció encontrar lo que buscaba al lado de la pared
más lejana a la puerta, un hombre de pelo canoso que hablaba por teléfono
sin dejar de gesticular. Levantó la mano derecha e hizo un gesto para que se
fijara en él. El hombre lo vio enseguida y sin colgar el teléfono, le hizo un
gesto con la mano libre para que se acercara.
Rodearon el mostrador y cruzaron la maraña de mesas, teléfonos y
ordenadores. El hombre canoso se incorporó y otra vez con la mano libre,
les indicó las dos sillas que había frente a la mesa que ocupaba. Carmen y
Salvador se sentaron, el funcionario, concentrado en la conversación
telefónica, permaneció en pie un rato aún. Era un hombre de unos cuarenta
años, pequeño y delgado, de rostro alegre y sonriente que vestía una camisa
rosada con una corbata en la que se mezclaban dos tonos de grises y azules.
La chaqueta descansaba colgada en una percha a su espalda. Se sentó justo
un segundo antes de colgar el auricular. Lo depositó con rabia al tiempo
que hizo un gesto de desprecio y exclamó:
-¡Incompetentes!- levantó la vista hacia los dos policías y añadió-: no
se puede tratar con funcionarios.
Salvador frunció el ceño con teatralidad.
-Ni con policías.

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El hombrecito del pelo gris sonrió.
-No dejáis de ser funcionarios y eso es una marca de la casa. Pero,
dime, a qué se debe tu visita. Se me hace raro verte aquí, pensé que los
policías os movíais en otros ambientes más, digamos peligrosos.
Salvador le devolvió la sonrisa:
-Ni te imaginas en que ambientes nos movemos, pero ninguno tan
perverso como éste. De todos modos, no te creas que estamos aquí por
vicio, necesito que me hagas un pequeño favor.
-Dalo por hecho, aunque sea ilegal, bueno, si es ilegal con más motivo.
Carmen seguía la conversación entre los dos hombres con la sensación
de que la ignoraban por completo, comenzaba a irritarse cuando oyó decir a
Salvador:
-Mira, esta es mi compañera Carmen Martínez- su compañero se giró
un poco y la señaló con la mano izquierda, luego se volvió de nuevo al
frente-. Carmen, este es Luís Iglesias, compañero esporádico de partida
cuando se lo permiten las obligaciones familiares.
El funcionario se incorporó un poco y se inclinó hacia Carmen al
tiempo que le tendía una mano hecha a saludar muchas manos y que apretó
con firmeza. Ella hizo lo mismo, pero con una mano lánguida y desmayada.
-Bien- dijo Luís Iglesias cuando se hubo situado de nuevo en su
asiento-, ya me dirás cual es ese favor.
-Es cosa de poco, necesito que me digas si un fulano ha estado dado de
alta en la Seguridad Social en…- Salvador dudó un momento- digamos los
últimos 12 meses.
El funcionario resopló.
-¿Cosa de poco? Para hacer una consulta necesito el permiso del
interesado.
-En esta ocasión va a ser un poco difícil. Está más o menos muerto.
-Más o menos muerto- repitió el otro-. Y no tienes ninguna
autorización judicial.
-Es un complicado, lleva papeleo…
El funcionario sonrió satisfecho.
-Ningún problema. Las normas se hacen para incumplirlas. Espera que
abra el programa- tecleó en el ordenador moviendo las manos con agilidad
sobre el teclado y esperó un instante. Mientras esperaba comenzó a hablar
como si lo hiciera para sí mismo-: bueno, diré que fue una equivocación.
Ya está, esto ya va. Dime qué sabes de él, porque me imagino que el
número de la Seguridad Social no lo sabes.
-Lo sabía, pero lo he olvidado. ¿Vale el nombre?
-Vale si no se llama Juan García Fernández o algo así.
-José Manuel Rubio Folgueira- soltó Salvador de carrerilla.
-Con un nombre así no hay problema.

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De nuevo los dedos volaron sobre el teclado y luego, tras un golpe
final un poco más intenso que los demás, con el dedo medio de la mano
derecha, permanecieron inmóviles apostados como si fueran soldados listos
para una batalla.
-Ese fulano no ha estado en su vida dado de alta- dijo Luís Iglesias al
cabo de una pequeña espera.
Salvador lo miró con sorpresa.
-¿Quieres decir que nunca ha trabajado?
-No, que nunca ha cotizado a la Seguridad Social, trabajar, puede
haber trabajado mucho, pero eso…
Eso era muy lógico. Que el Jeringuillas hubiese llevado en alguna
parte de su existencia una vida normalizada era algo poco probable. El
primer gesto de sorpresa se convirtió en decepción.
-Bueno- dijo Salvador encogiéndose de hombros-, gracias de todos
modos.
Como si se hubieran puesto de acuerdo, se levantaron los tres al
mismo tiempo.
-Os acompaño- dijo Luís Iglesias.
Carmen salió la primera y el funcionario y Salvador la seguían a un
par de pasos. Al cruzar por la entrada del mostrador, Luís tomó a Salvador
por los hombros y acercándole la boca a la oreja, en voz baja y tono
cómplice susurró:
-¡Cabronazo, vaya bombón que te has traído! ¿Qué le has dado al
comisario para que te ponga con ella? No sabía que había policías que
estuvieran tan buenas.
Salvador se libró del brazo del otro y lo miró intentando dibujar una
sonrisa. Buscó una respuesta rápida, pero no se le ocurrió ninguna. Se
limitó a despedirse lo más amablemente que pudo, luego miró al frente y
vio que Carmen lo esperaba al lado de la puerta. Sin saber exactamente la
razón caminó hacia ella profundamente malhumorado.

157
20

Pasaban ya bastantes minutos de las cinco de la tarde y Carmen llegó


con retraso a la cita. Cuando salieron de la oficina de la Seguridad Social
aquella mañana el rostro de Salvador mostraba una expresión sombría y la
piel de su cara, aún con el tiznado de la barba sin afeitar, había tomado un
color cetrino, exactamente igual al estado de ánimo que en aquel momento
parecía tener. En mitad de la calle habían mantenido una conversación
breve y neutra y ella se sintió aliviada cuando se vio lejos de él. Su
presencia le producía una cascada de sentimientos que no podía controlar,
sentimientos ambivalentes todos que comenzaban a asfixiarla. Se sentía
culpable sin tener motivos reales para sentirse así, se sentía molesta por el
comportamiento rudo de Salvador y enfadada con él porque no la estaba
tratando justamente, pero sobre todo, se sentía engañada porque aquel no
era en modo alguno el hombre con el que había pasado una noche que, lo
reconociera o no, había sido una noche sorprendentemente hermosa. Pero si
aquella tensión era el precio que tenía que pagar por una noche, más le
hubiera valido haberla pasado al raso, aguantando la tormenta. Prefería una
neumonía a tener que convivir día a día con Salvador de aquel modo, con
aquel silencio obstinado y aquel rostro de ira contenida y expresión adusta.
Para ese contacto cotidiano no conocía antibiótico alguno, para la
neumonía, sí.
-No hemos tenido suerte- había dicho ella al salir de la oficina de la
Seguridad Social y observar el aspecto malhumorado de Salvador, con la
esperanza de que el trabajo actuase como bálsamo para sus relaciones.
Él la había mirado como si pensase: ¿Qué esperabas? Frunció
levemente el entrecejo y eso fue exactamente lo que dijo:
-¿Qué esperabas? Ese hijo de puta no dio un palo al agua en su vida-
luego metió las manos en los bolsillos y comenzó a caminar muy
lentamente.
Carmen se le unió y tras un breve silencio y unos pasos a su lado
preguntó:
-Bueno, y ahora, ¿qué hacemos?
Salvador respondió al instante
-No tengo ni puta idea- no lo dijo con rabia ni enfadado; con la
entonación de su voz lo único que viajaba era una profunda tristeza y un
desánimo pesado como el plomo.
Ella lo miró sorprendida, aunque no tardó en apartar la mirada. Era la
primera vez que oía decir a su compañero algo así, reconocer que no sabía
que hacer y transmitir la sensación de que no quería hacer nada, de que lo

158
único que le apetecía en aquel momento era vegetar. ¿Era así o sólo se lo
parecía a ella?
Salvador miró el reloj y preguntó:
-¿Qué te parece si lo dejamos para la tarde?
Excelente idea. Ella asintió sin pensarlo, pero sin expresar excesivo
entusiasmo.
-Vale.
-¿A las cinco en el Luna?
Alarma. ¡En una cafetería no, chica! ¡Es demasiado personal! Carmen
lo había mirado con una sonrisa persuasiva.
-Mejor en la comisaría.
Él se había encogido de hombros y había dicho:
-De acuerdo, a las cinco en la comisaría. Allí ya veremos qué
hacemos.
Y allí estaba, sentado reclinado en el asiento, con los ojos cerrados y
las manos en la nuca esperando a que ella llegara. Había pasado lo que
quedaba de mañana paseando lentamente y con aspecto de despreocupado,
aunque en su cabeza hubiera una tormenta, con las manos en los bolsillos y
fumando como si no supiera caminar sin un cigarrillo en la boca y lo había
hecho recordando de vez en vez aquel tiempo en que era capaz de pasar las
horas de bar en bar y de cerveza en cerveza como si hubiera nacido sólo
para hacer sólo eso en la vida. Pero, ya pasado el mediodía, se sorprendió a
sí mismo dándose cuenta de que no había sentido ninguna tentación de
buscar uno de aquellos bares y aplacar su ira, su malhumor y su
desesperanza con un vaso de vino o una jarra de cerveza. Salvador, eres un
tío con un par, se dijo y por primera vez desde aquella maldita mañana en
la que había se despertado junto al hueco de Carmen en su cama se sintió
bien. Cómprate unas buenas lonchas de jamón ibérico, vete a casa y
prepárate un bocadillo, que hoy te lo has ganado a pulso.
Carmen lo miró desde la puerta de la oficina. Tenía el mismo aspecto
desaliñado y duro que aquella mañana y supuso que también tendría el
mismo humor de perro enjaulado. Sin decir nada, lo rodeó y se sentó frente
a él. La sensación de descanso y alivio que había sentido cuando se
despidieron y que se había mantenido durante el tiempo que se había
dedicado a no hacer nada desapareció en aquel instante. Pero ¿Por qué no
la escuchaba? Si aclarasen las cosas todo sería más fácil.
-Has llegado tarde- dijo Salvador que permanecía en la misma postura,
con los ojos cerrados que no abrió para dirigirse a ella y las manos en la
nuca.
Vaya, parece que seguimos en pie de guerra, pensó Carmen, se
revolvió incómoda en su asiento y se irritó aún más.
-¿Qué te crees, que tienes la exclusiva?- respondió rauda, rotunda y
malhumorada.

159
Salvador abrió los ojos, se incorporó en la silla y la miró. En su rostro
había un gesto de asombro. La voz de Carmen había sonado áspera, había
perdido completamente la dulzura que tanto lo seducía y el tono era seco y
agrio. Sorprendido, esbozó una sonrisa, pero tenía los músculos de la cara
tan tensos y contraídos que lo que le salió fue una mueca ridícula.
-Bueno, tampoco es tan tarde- dijo y miró el reloj.
Durante un instante se mantuvieron en silencio, cara a cara. Salvador
se fijó en el ceño un poco fruncido de Carmen y el rostro serio que
remarcaba todas sus facciones, con los músculos del rostro tensos. Parecía
una mujer distinta, sin embargo, pese a la transformación, no había perdido
absolutamente nada de su belleza. ¡Joder, Salvador! Pensó ¿cómo ha
podido ocurrir que el destino te deje tocar el cielo y luego te lo robe?
Habría permanecido toda la tarde en aquella postura, observándola, si no
hubiese oído decir:
-Bueno, ¿qué hacemos?- la voz había recuperado su dulzura.
Él inspiró, lanzó un suspiró y contuvo las ganas de fumar un cigarrillo.
-Bueno- comenzó a decir y casi titubeo antes de continuar-, una buena
idea sería averiguar lo que podamos sobre el hombre elegante que anduvo
preguntando por el Jeringuillas.
Carmen asintió, entornó un poco los ojos, frunció los labios y calló
como si esperara que su compañero continuase hablando.
-Si ese hombre es el muerto como pensamos de primera intención-
continuó diciendo Salvador-, no lo habrá vuelto a ver nadie, pero si resulta
que es nuestro asesino, a lo mejor tenemos suerte y se ha vuelto a dejar ver
por ahí. Si alguien lo ha visto, podría ser una pista interesante.
Carmen volvió a mirarlo en silencio asintiendo nuevamente con el
gesto. Esta vez él no continuó hablando, esperó a que lo hiciera ella que, al
cabo, dijo:
-Vale, y ¿cómo lo buscamos?
Salvador resopló, se puso en pie, apoyó las manos en la mesa, se
inclinó un poco hacia ella y, como si de pronto hubiera decido sacudirse de
encima todos los problemas personales y tomar el control, la miró con
cierta suficiencia, luego hizo un gesto con la cabeza señalando la puerta y
dijo:
-Lo primero, caminando, que aquí parados no hacemos nada.
Al separarse llevaba tan clavado el aroma a vainilla que tuvo que
encender un cigarrillo para poder caminar.
La tarde de abril era luminosa como no lo había sido ninguna otra
tarde desde que el otoño se fundiera en el invierno. El viento frío de la
mañana había cesado y el sol daba vida a toda la ciudad, pero sobre todo, a
las paredes de piedra y a las calles estrechas y sombrías de la ciudad vieja
que parecía salir de su letargo invernal y revivir con aquella dosis de luz.
La humedad desaparecía y sólo en alguna que otra esquina o en lo más

160
umbrío quedaban los últimos restos. Hicieron el camino en silencio y sin
prisas. Calentados por el sol e imbuidos en el lento caminar, sin acercarse
demasiado el uno al otro, ninguno de los dos se encontraba incómodo.
Cuando salieron de la Plaza Mayor y encararon la calle arriba hacia la
Plaza del Trigo, Carmen se giró un poco y preguntó:
-¿Buscamos a alguien en especial?
Salvador se detuvo al lado del último pilar de los soportales de la
plaza, se apoyó en él, la miró y tras pasar la mano por la mejilla dijo:
-La otra tarde el Gemelo se mostraba reacio a hablar. Bueno, reacio a
hablar se muestra siempre, no es un hombre de buen carácter, pero es un
hombre enterado en ciertos ambientes, fue en tiempos un buen comerciante
y el que tuvo retuvo- hizo una pequeña pausa-. Supongo que lo
encontraremos ahí arriba- señaló con la mano hacia el frente- que es donde
se pasa la vida y veremos si le podemos sacar algo más de ese hombre
misterioso y elegante. Pero si tú tienes alguna otra sugerencia, estoy abierto
a todas las posibilidades.
Carmen lo miró con desagrado. Sólo unos días atrás la última frase de
Salvador le habría hecho gracia y ella misma habría intentado responder
con algo adecuado, pero ahora aquellas palabras sonaban como una
provocación o como un reproche, no lo sabía bien, pero a ella le dolían
como un martillo en su cabeza.
-No- respondió-, no tengo ninguna otra sugerencia. Eso me parece
bien.
El Gemelo estaba recostado en un pequeño peldaño de piedra, con la
espalda pegada a la pared bajo los soportales de la Plaza del Trigo, en el
mismo lugar en que lo habían visto unos días antes y en la misma postura.
El sol que comenzaba ya a caer estaba a punto de alcanzarle la cara que aún
se escondía a la sombra de los soportales, las piernas esqueléticas se
dibujaban al sol bajo los pantalones negros y mugrientos. A su lado había
un par de jóvenes que tenían exactamente su mismo aspecto sucio y
desaliñado, aunque un poco más saludable. Salvador se detuvo de espaldas
a la catedral a unos veinte metros de distancia y lo miró fijamente durante
un buen rato hasta que estuvo bien seguro de que el otro lo había visto,
entonces, muy lentamente y sin sacar las manos de los bolsillos, comenzó a
caminar hacia él.
-Vosotros dos, largo de aquí- dijo dirigiéndose a los dos que
acompañaban al Gemelo al tiempo que señalaba con la mirada hacia la
calle que bajaba a su derecha.
-¿Qué pasa, tío?- exclamó uno de ellos que era tan joven que aún
parecía un niño.
Antes de que Salvador pudiera contestar, el Gemelo, ahíto de
experiencia, hizo un gesto con la cabeza y los dos jóvenes se levantaron y
se fueron calle abajo rezongando. Un perro negro, lanudo y sucio que

161
deambulaba por la plaza salió corriendo tras ellos. El Gemelo miró a los
dos policías desde abajo durante un instante y luego, como si no le
interesasen para nada, dejó caer la cabeza.
-¡Levántate!- dijo Salvador.
El otro alzó la vista e hizo un gesto de desprecio que mantuvo un buen
rato, luego apoyó las manos en el suelo y se incorporó lentamente y con
gran esfuerzo. Cuando estuvo en pie se sacudió las manos sucias, negras y
agrietadas como si le importara que se hubieran manchado y como si fuera
posible limpiarlas de ese modo y miró al policía manteniendo aún la mueca
de desprecio. Los ojos grises, chiquitos, hundidos y un poco entornados
parecieron perderse en su rostro.
-Date la vuelta y apoya las manos en la pared.
El Gemelo sonrió.
-¡Vaya! Si el señor inspector me va a cachear.
-Subinspector, José Antonio, Subinspector.
Carmen se mantenía un paso por detrás de Salvador y lo observaba
todo un poco confundida. Sabía del malhumor con el que Salvador había
llegado hasta allí y en lo más íntimo de si misma esperaba que aquel
individuo se estuviera quieto y lo obedeciera en todo. El Gemelo pasó la
mirada de uno a otro policía valorando la posibilidad de hacerse el duro, se
mantuvo un momento firme y luego dejó caer muertos los hombros que
había mantenido tensos y arrogantes, se volvió, levantó los brazos y apoyó
las manos sobre la pared dejando ver las uñas negras.
-Vamos, abre las piernas- ordenó Salvador mientras le golpeaba la
pierna derecha con la suya.
El Gemelo obedeció y permaneció en esa postura, inmóvil mientras el
policía pasaba las manos por su cuerpo y le hurgaba en los bolsillos. Fue
muy rápido, en apenas unos segundos, Salvador extrajo algo del bolsillo
derecho del Gemelo y se separó de él. Extendió las manos y examinó un
puñado de papeles sucios y grasientos plegados formando una especie de
sobrecitos.
-Mira lo que tenemos aquí, ocho, no, nueve papelinas- dijo Salvador
satisfecho.
-¿Ha acabado ya?- preguntó el otro con resignación.
-No, no he acabado. No he hecho más que empezar. Date la vuelta.
El Gemelo dejó caer los brazos y se giró lentamente. El desprecio que
había en su mirada había aumentado y se mezclaba con la ira contenida.
Salvador juntó las papelinas y se las entregó a Carmen.
-Toma, sujeta esto- dijo.
-¡Ah! Pero era para ella. Si eran para la señora no había hecho falta
tanto jaleo, con haberlas pedido era bastante.
La mano derecha de Salvador se movió tan rápidamente que ninguno
de los dos se dio cuenta de lo que había ocurrido, solo fueron conscientes

162
de que sujetaba con ella al Gemelo por el cuello y lo apretaba fuertemente
contra la pared. El rostro de los dos hombres se congestionó de pronto. El
de uno de rabia, el del otro por la mano que impedía que la sangre
circulase.
-Habla sólo cuando yo lo diga- exclamó Salvador acercándose aún
más y con tanta cólera contenida en la voz que las pupilas del Gemelo se
hicieron tan grandes como sus ojos.
La mano del policía abarcaba sin dificultad el cuello y se mantuvo
firme durante un buen rato. Cuando decidió soltarlo, los labios finos y
pálidos del otro comenzaban a tomar un desvaído color azulado. Al verse
libre de la opresión, el Gemelo carraspeó y se llevó su propia mano al
cuello.
-¡Joder!- Exclamó
-Me parece que no sabes con quien te la estás jugando, José Antonio-
dijo Salvador pasando la mano izquierda sobre la derecha como si quisiera
borrar cualquier rastro del otro en ella.
El Gemelo intentó recular y habría dado un paso hacia atrás si no
hubiera estado pegado a la pared.
-¿Qué me va a hacer? Me va a meter preso o me va a matar.
-De momento, sólo voy a hacerte unas preguntas. Y tú las vas a
responder.
-¿Y si no respondo?
-No eres tan imbécil.
-Haga la prueba, inspector- dijo el Gemelo desafiante.
Salvador entornó un poco los ojos y movió la cabeza de un lado a otro.
-Subinspector, José Antonio, subinspector, te lo he dicho muchas
veces. Pero vamos a dejarnos de presentaciones y empezar con lo
importante- hizo un pequeño silencio-. Hace un par de días tuvimos una
breve conversación sobre un hombre muy elegante que preguntaba por el
Jeringuillas, no sé si recuerdas.
-No recuerdo nada.
Salvador señaló hacia donde se encontraba Carmen y con la mirada
apuntó las papelinas que ella sujetaba.
-Va a perder el tiempo subinspector y lo sabe. No le valdrá de nada
detenerme por eso, saldré del juzgado antes de que acabe de rellenar los
papeles de mi detención.
Salvador sonrió cínicamente.
-Y ¿quién te dijo que pensaba detenerte?- preguntó-. Ahí tienes las
dosis de un par de días y si las cosas no van bien, de tres. Lo que vamos a
hacer, como no quieres saber nada con nosotros, es largarnos. Hasta luego,
José Antonio- se volvió a Carmen y añadió-: vamos, que aquí no nos
quieren.
Comenzaron a caminar y Gemelo gritó tras ellos:

163
-¡No puede hacer eso!
Salvador se volvió.
-Claro que puedo ¿Me vas a denunciar?- tomó las papelinas en la
mano derecha y se las mostró-. Mi amigo Jalid me va a contar muchas
cosas por la mitad de esto.
Se miraron en silencio.
-¿Qué quiere saber?
-Veo que de repente te has vuelto razonable. Quiero que me cuentes
quien es ese hombre que andaba preguntando por el Jeringuillas.
-Ya le he dicho que no lo sé.
-Esa respuesta no vale nueve papelinas. ¿Lo has vuelto a ver?
El Gemelo inspiró profundamente, las aletas de la nariz se le abrieron
y apretó los dientes antes responder.
-Continúa preguntando por él.
-¿Cuándo?
-Ayer mismo.
Salvador meneó la cabeza, sonrió con suficiencia y encendió un
cigarrillo.
-No me digas. Me da en la nariz que me estás engañando. ¿y sabes por
qué? Porque creo que ya nadie busca al Jeringuillas- dio una calada- ¿Y
sabes por qué no? Seguro que no lo sabes, así que te lo voy a decir yo. Por
que ahora mismo el Jeringuillas está refrigerándose en el depósito de
cadáveres. Así que me da en la nariz que me quieres engañar.
El otro no se inmutó, lo miró a los ojos con seguridad y dijo:
-Pues ese hombre no sabe que está muerto porque ayer andaba
preguntando por él.
Salvador sostuvo la mirada y leyó en el fondo de sus ojos que le decía
la verdad.
-Dónde y a qué hora.
El Gemelo se mostró ahora desafiante.
-Detrás de la cárcel vieja, en el chutadero. Es un tipo muy duro
inspector, a lo mejor no le gusta encontrarse con él.
-No me digas- Salvador dio una calada al cigarrillo- ¿Qué más sabes?
-Nada más. Ese tipo quiere encontrar al Jeringuillas a toda costa,
pregunta por él a todo el mundo. Es todo lo que sé.
-Pues ya no lo va a encontrar. Si lo ves, se lo dices.
-¿Me da lo mío?
-Toma, y ten cuidado con lo que haces o te veo acompañando al
Jeringuillas en el depósito.
-¿Se cree que me importa?- dijo el Gemelo con desprecio, guardó la
heroína en el bolsillo y se sentó donde estaba exactamente en la misma
postura que tenía cuando lo encontraron.

164
Se levantó una brisa suave que refrescó la tarde. Carmen y Salvador
dejaron la ciudad vieja y se encaminaron a la comisaría por Santo
Domingo. La calle estaba abarrotada de gente que iba de tienda en tienda y
de escaparate en escaparate.
-Así que podemos descartar que el hombre que preguntaba por el
Jeringuillas fuese nuestro muerto, el inspector de trabajo- dijo Salvador tras
una larga caminata en silencio.
-Y que tenga alguna relación con la muerte del Jeringuillas puesto que
no sabe que ha muerto- replicó Carmen.
-Y eso no me lo esperaba. Estaba seguro de que ese hombre se había
cargado a los tres. Necesitamos saber qué le pasó al Jeringuillas, el muy
hijo de puta fue capaz de ahogarse en el río sin que le ayudara nadie sólo
para jodernos- Salvador miró el reloj y cambió el tono de la frase-. Pero
creo que esa es una labor para mañana, me parece que por hoy ya hemos
tenido bastante.
A ella le pareció una buena idea y cuando estaban ya llegando a la
comisaría cada uno siguió un camino distinto. Ninguno de los dos volvió la
vista para mirar al otro, sólo se dijeron una adiós apenas acompañado por
un movimiento de la cabeza y se separaron. Carmen llegó a casa con la
sensación de que había pasado uno de los días más tensos desde su llegada
a Orense y le atormentaba la idea que los próximos días fuesen como aquel.
No dejaba de pensar en cómo hablar con Salvador, cómo mantener una
conversación serena con él que les permitiera estar él uno al lado del otro
sin que el silencio y la tensión los devorasen.

165
21

Cuando Salvador salió a la calle aquella mañana, una ráfaga de viento


que se coló bajo su ropa lo dejó helado. Ni el ambiente cálido de la
cafetería Luna ni el café ardiendo que se tomó fueron capaces de hacer que
su cuerpo se entonara. El frío se le había metido muy adentro, a lugares
donde no llegaba ni el café ni la atmósfera cargada de humo que lo rodeaba
y lo arrastró con él durante todo el día hasta que al final de la jornada,
rendido, se metió en la cama y se enroscó bajo las mantas. Cuando dejó la
cafetería hizo algo que no recordaba haber hecho nunca, volvió a casa y se
puso bajo la chaqueta un chaleco de lana. Nadie diría que aquel era un día
de abril, más parecía uno de febrero, el cielo estaba encapotado, de nuevo
amenazaba lluvia y durante todo el camino a la comisaría el viento helado
no dejó de soplar, a veces portando alguna que otra gota de agua. Parecía
imposible que la tarde anterior hubiera sido tan cálida y luminosa.
Se dio cuenta de que Carmen era más lista que él cuando la vio en la
oficina de la brigada judicial, sentada frente a su mesa con un jersey negro
de cuello alto. Ella había sabido abrigarse bien y seguro que no sentía el
frío carcomerle los huesos. Cuando se sentó frente a su mesa, le hubiera
gustado fumar un cigarrillo, pero a aquella hora había demasiada gente en
la oficina y estaba seguro de que alguien se quejaría y aquella mañana no
se sentía con ganas de discutir con nadie.
-¡Vaya mañanita que tenemos!- dijo mirando a Carmen a modo de
saludo.
Ella le devolvió la mirada y una sonrisa. Observó que Salvador estaba
perfectamente afeitado, el pelo bien peinado incluso parecía más arreglado
de lo habitual y habían desaparecido las ojeras de ayer. Tuvo la sensación
de que el malhumor que le había amargado el día anterior había
desaparecido. Un instante después se preguntaba si era una sensación, un
deseo o una ilusión.
-Parece que está frío- contestó al tiempo que sonreía a su compañero.
-Me he quedado helado- dijo él.
Luego, durante un buen rato, permanecieron sentados cara a cara en
silencio. Carmen se entretuvo ojeando el dossier de la inspección de
trabajo.
-¿Sabemos algo de la autopsia del Jeringuillas?- Preguntó al fin
Salvador.
Ella levantó la cabeza y la movió en un gesto negativo al tiempo que
esbozaba una sonrisa. Él chasqueó la lengua con una mueca de desagrado.

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-Me da la sensación de que tendremos que volver a la clínica forense
si queremos saber algo de ese cabrón- dijo y resopló cambiando el gesto de
enfado por resignación.
Carmen cerró el informe que tenía sobre la mesa y lo miró fijamente
con el rostro muy serio. Dijo:
-A lo mejor te estás obsesionando con el Jeringuillas ese y no tiene
nada que ver en todo esto…
Salvador notó sus ojos verdes apuntándole directamente y entornó un
poco los suyos como si temiese que ella se pudiera colar por ellos. Luego
se concentró en sus palabras y tuvo que hacer un esfuerzo para comprender
lo que le había dicho.
-Explícate- respondió cuando hubo comprendido el significado de la
frase.
Ella titubeó. Apartó la mirada de él y la bajó un poco antes de
comenzar a hablar.
-Quiero decir…
-¡Joder! ¡Dilo ya!- exclamó él impaciente.
Lo último que Carmen quería era enfadarlo y enfadarse ella misma
con él aquella mañana que parecía empezar con calma y tranquilidad y
ahora estaba a punto de llevarle la contraria en la investigación. Dudó
durante un instante si continuar o callarse. Inspiró profundamente, se animó
y con toda la seguridad que pudo dijo:
-En realidad no tenemos nada que nos vincule al Jeringuillas con los
otros dos muertos. No sabemos si era el hombre que se entrevistaba con
Alejandro Cuenca aquella tarde en la que los sorprendió el amigo. A lo
mejor no era él, a lo mejo no era más que alguien que le estaba pidiendo
dinero o preguntando una dirección, yo qué sé, pero no hay nada que nos
vincule al Jeringuillas con el inspector de trabajo. Y con relación a ese otro
hombre que anda por ahí preguntando por el Jeringuillas todo el mudo, no
sé, puede ser alguien que…- levantó la vista hacia su compañero y lo
observó mirándola fijamente; dejó la frase en el aire y esperó su reacción.
Salvador calló.
-Puede ser un hombre que no tenga nada que ver en todo este asunto-
continuó ella-. Para empezar, no sabe que el Jeringuillas ha muerto, puesto
que pregunta por él, eso nos lo descarta como su asesino ¿no?
Salvador se mantuvo con la mirada fija en ella y en silencio. Carmen
comenzó a sentirse molesta y tensa.
-A lo mejor te estás empeñando en relacionar al Jeringuillas con la
muerte de Alejandro Cuenca- prosiguió- y no tienen ninguna nada que ver
la una con la otra, han coincido por puro azar.
Ahora Salvador abrió la boca, inspiró profundamente y sacó la lengua
como si fuera a comenzar a hablar. Volvió a cerrar la boca y calló.
Verdaderamente le apetecía fumar. Razonaba mucho mejor con el humo

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del tabaco en el ambiente, un cigarrillo en la mano y la nicotina en el
cerebro. Alzó la vista y recorrió con la mirada la oficina. Dudó durante un
instante y decidió dejar de lado el tabaco. Dijo:
-O a lo mejor Alejandro Cuenca, harto de la vida, de que la puta vida
fuera tan jodida como es, le pegó un tiro a su amante y luego se levantó la
tapa de los sesos- calló un momento- y estamos haciendo el imbécil yendo
de aquí para allá persiguiendo un fantasma que no existe.
Carmen no respondió nada, lo miró y arrugó un poco los labios en una
sonrisa falsa y forzada.
-Pero tú no lo crees- continuó Salvador.
Carmen dibujó un poco más la sonrisa y negó con la cabeza.
-Aunque no tienes ninguna prueba- prosiguió Salvador-, aunque lo
único que tienes es el convencimiento de que alguien los mató, y ese
convencimiento lo tienes sólo porque un montón de rosas no estaban como
tú creías que deberían haber estado si Alejandro Cuenca hubiera decidido
suicidarse aquella mañana.
Carmen sonrió ahora con total sinceridad y asintió con la cabeza. Él la
miró con los ojos completamente abiertos aún a riesgo que de los verdes de
ella se le colaran en su interior y añadió:
-Eso es exactamente lo que me pasa a mí. No tengo nada, sólo un
hombre que pregunta por el Jeringuillas y que no es nuestro muerto y el
propio Jeringuillas que aparece hecho todo un cadáver y te apuesto lo que
quieras que murió el mismo días que mataron a Alejandro Cuenca. Vale,
puede ser una casualidad, pero me voy a tener que convencer
personalmente de que de verdad lo es, mientras tanto, para mí no existen
casualidades como esa.
Carmen entornó un poco los ojos y negó con la cabeza, apartó la vista
de él y miró el dossier que tenía a su lado en la mesa.
-Mira que si los dos estamos equivocados- dijo y alzó la mirada hasta
encontrarse nuevamente con la de Salvador.
-No se lo diremos a nadie por si acaso. Pero de momento, lo que
necesitamos es saber cómo y cuando murió el Jeringuillas y si nos
quedamos aquí, no vamos a conseguir nada, así que vamos allá.
Camino de la clínica forense calló la primera tromba de agua del día y
tuvieron que refugiarse durante un buen rato en una esquina de la Calle
Concejo, muy cerca de donde habían aparecido los cadáveres de Alejandro
Cuenca y Catalina Fraile. Durante el tiempo que duró el chaparrón no se
dijeron ni una palabra, se mantuvieron completamente en silencio, casi
hombro contra hombre, pero cada uno completamente ajeno a la presencia
del otro. Sólo cuando ya comenzaba a amainar, Salvador dijo:
-Como no deje de llover pronto voy a quedarme helado aquí.
Carmen lo miró y casi pudo percibir el frío en su piel.

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La joven funcionaria que habitualmente ocupaba la silla que había tras
el mostrador de la recepción les indicó que el caso de José Antonio Rubio
Folgueira lo llevaba la Doctora de Miguel.
-En este momento está en su despacho- dijo y adelantó y adelantó un
poco el cuerpo y comenzó un movimiento para señalar con la mano la
dirección al despacho.
-Gracias- la interrumpió Salvador-, no se preocupe, ya sabemos el
camino.
Margarita de Miguel se incorporó en cuanto abrieron la puerta del
despacho, sonrió y los saludó afablemente. Vestía, al igual que Carmen un
jersey negro de cuello alto y un vaquero de color desleído, sólo que en ella
levantaba admiración el que hubiera sido capaz de enfundarse en una ropa
tan ajustada.
-¡Ah! El inspector Montaña y su compañera ¡Vaya sorpresa! ¿Seguís
teniendo dudas sobre los disparos a la mujer?- preguntó la forense mirando
descaradamente a Salvador y sin dejar de sonreír.
Él respondió con rostro serio y profesional:
-En realidad, no. Ahora venimos a preguntar por otro muerto.
Margarita de Miguel relajó el rostro, señaló las sillas que se
encontraban frente a la mesa del despacho y los invitó con la mano a que se
acomodaran.
-Menuda guardia que he tenido- dijo cuando estuvieron sentados
frente a ella al otro lado de la mesa-. Es la primera vez que tengo cuatro
muertos en una guardia y ninguno por causas naturales.
Al oír aquello Salvador sonrió con suficiencia y miró a Carmen.
Parecía decir: ¿ves? Muerte por causas no naturales, lo han matado, como a
los otros dos.
-Bueno- continuó hablando la forense-, si exceptuamos los tráficos,
claro, eso es otra cosa, en una guardia puedes encontrarte varios, pero una
semana como esta nunca.
-¿Eso quiere decir que la muerte del Jeringuillas fue violenta?-
preguntó Salvador.
Margarita lo miró con cara de no comprender.
-José Antonio Rubio Folgueira, alias el Jeringuillas- explicó el policía.
-¡Ah!- exclamó la forense- así que le llamaban el Jeringuillas. Pues ha
resultado ser un apodo profético porque, a falta de los resultados de
toxicología, la primera impresión es que ha sido una muerte por sobredosis.
-¿Sobredosis?- interrumpió Salvador con gesto de sorpresa.
-Sí, sobredosis- respondió la forense-. Heroína. Eso es lo que pienso,
ya te digo que en espera de lo que digan los análisis de tóxicos- se dirigía
directamente a él ignorando la presencia de Carmen-. Murió con un edema
agudo de pulmón, tenía múltiples lesiones de pinchazos en los brazos,
varias de ellas recientes, vamos, me parece un caso claro de sobredosis.

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Salvador se mordió el labio y chasqueó la lengua. Margarita de Miguel
vio en su gesto la decepción que había causado su diagnóstico.
-Me parece que eso no es lo que esperabas.
Él resopló.
-No, no. Sólo que… da igual.
La forense sonrió.
-Siento no poder complacerte, pero murió de sobredosis, Salvador.
Carmen la observó con detenimiento y no tuvo la menor duda de que
habría hecho cualquier cosa por complacer a su compañero. Luego miró el
gesto adusto y reconcentrado de Salvador y tampoco tuvo duda alguna de
que él no habría aceptado nada de ella.
-¿En cuanto a la fecha de la muerte?- preguntó Salvador tras un breve
silencio.
La forense se volvió un momento al ordenador y dio un par de
golpecitos con dos dedos sobre el teclado.
-Espera un momento- dijo-, que te imprimo una copia del informe.
Callaron los tres hasta que la impresora rompió el silencio con el
zumbido del rodillo al arrastrar el papel.
-Si mal no recuero- continuó Margarita-, fijé la fecha de la muerte el
día cuatro- tomó la copia del informe que acababa de escupir la impresora y
la ojeó rápidamente-, eso es- continuó- el día cuatro.
-El cuatro- repitió Salvador-. El mismo día que Alejandro Cuenca y
Catalina Fraile.
-Sí- la forense sonrió como una niña- ¡Qué casualidad!
Cuando dejaron la clínica forense había vuelto a llover. Ahora era una
lluvia fina y serena. Se pararon un momento resguardados por el alero del
edificio y Salvador encendió un cigarrillo.
-Una sobredosis no es lo esperabas- dijo Carmen tras un largo silencio
en el que su compañero se había llevado el cigarrillo una y otra vez a la
boca.
-¿Por qué no?
-Hombre, una sobredosis en un yonqui más parece un accidente que
otra cosa.
Salvador dio una última calada al cigarrillo y lo arrojó sobre el suelo
mojado.
-Al principio eso fue lo mismo que pensé yo, pero en realidad, que
haya muerto de sobredosis confirma más mis sospechas.
Carmen tuvo la sensación de que su compañero se estaba justificando,
que no quería dar su brazo a torcer y reconocer que se había obcecado
relacionando la muerte del Jeringuillas con las otras dos. Lo miró con cierto
aire de reproche. Él escrutó su mirada y le respondió con una sonrisa cínica
antes de hablar.

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-No me mires así- se encogió de hombros-. ¡Es lógico!- hizo un breve
silencio- Mira, el asesino simuló un crimen pasional y un suicidio en la
casa de la calle Concejo. Era evidente que estaba preocupado por encubrir
el asesinato, por que pareciera lo que no era ¿de acuerdo?
Carmen asintió.
-Bien- continuó Salvador-. No dejó ninguna huella, lo hizo todo
perfectamente y parece que todo estaba perfectamente calculado, luego
suponemos que era un profesional ¿de acuerdo?
Ella asintió nuevamente y lo miró con una sonrisa. ¿A dónde querría ir
a parar? Él se llevó la mano a la cara y la paseo el mentón antes de
proseguir:
-Pero el profesional no sólo se ocupó de no dejar huellas, sino que
también intentó ocultar el crimen. No sólo no quería que le cazásemos,
también quería que no dedicásemos un minuto a ese asunto y así habría
ocurrido si no hubiera sido por tu intuición con las rosas ¿de acuerdo?
Carmen asintió ahora con impaciencia.
-De acuerdo- exclamó-, pero no veo adonde quieres llegar.
Salvador encendió un cigarrillo y aspiró el humo tranquilamente antes
de responder:
-Pues quiero llegar a dos sitios. Uno es que si quieres matar a un
yonqui y lo quieres disimular, la mejor manera de que no parezca un
asesinato es matarlo con una sobredosis, así todo el mundo pensará que ha
sido un accidente, uno de tantos de los que ocurren con las drogas.
Carmen lo miró en silencio durante un momento y luego dijo:
-Sugieres que la misma persona mató a los tres haciendo creer que no
había intervenido nadie más que los propios muertos.
-Tiene sentido ¿no?
Ella tardó en responder:
-Tiene sentido si no estamos haciendo un castillo de naipes
-Ese es un riesgo que tenemos que correr, pero es eso o nada- él
arqueó las cejas y la miró con suficiencia.
-Dijiste que querías llegar a dos sitios, ya sé uno de ellos ¿Cuál es el
otro?
Salvador dio una calada al cigarrillo y observó durante un buen rato
los dibujos del humo en aire. A través del humo se dio cuenta de que había
dejado de llover.
-Mira, ya no llueve- dijo.
Carmen lo miró con ira. Odiaba que hiciera aquello y él lo sabía. ¿Por
qué no le contestaba cuando le hacía una pregunta?
-Vamos- dijo él arrojando el cigarrillo al suelo- o empezará a llover y
nos quedaremos aquí todo el día.
Comenzó a caminar. Carmen lo observó desde donde estaba, pegada a
la pared sin moverse resuelta a no hacerlo.

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-¿Cuál es el segundo sitio al que quieres llegar con tu razonamiento?-
gritó antes de que Salvador se alejase demasiado.
Él se detuvo.
-¿Vamos a hablar a voces?
-Si no vienes aquí, sí.
Salvador estaba parado en mitad de la acera, con las manos en los
bolsillos. La miró e hizo un gesto con la cabeza indicándole que caminara
hacia él. Ella no se movió, esbozó una sonrisa que no ocultaba su ira. Él se
encogió de hombros, se giró y sin sacar las manos de los bolsillos comenzó
a caminar y fue perdiéndose poco a poco entre la gente que llenaba las
calles ahora que ya no llovía.

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22

Salvador se sentó en uno de los taburetes que se alineaban con el mostrador


de la cafetería y estuvo a punto de dar un puñetazo de ira sobre el mármol
negro. En vez de ello resopló y se mordió el labio hasta casi hacerse sangre.
Sentía un malestar que le carcomía por dentro además de un frío intenso
que hacía que le doliesen todos los huesos. Pidió un café y encendió un
cigarrillo. ¿Cómo podía ser tan imbécil? Desde que se había dado la vuelta
y había dejado a Carmen pegada a la pared de la clínica forense había
caminado lentamente, muy lentamente, con la esperanza de oír su voz
recriminándole por haberla dejado de aquel modo y sin responder a la
pregunta que le había hecho, pero no oyó nada. Aunque hubiera sido un
insulto, daba igual, se habría dado la vuelta, le habría sonreído y la habría
esperado, pero no hubo ninguna voz ni ninguna llamada y no tardó
demasiado en perder la esperanza. Pronto supo que ella no daría un paso
tras él. ¿Por qué se había comportado de aquel modo? ¡Vaya pregunta!
Porque era un puto estúpido. Entró en la primera cafetería que vio y se
acomodó malhumorado en la barra.
Tomó el café que le habían servido casi de un trago, abrasándose la
lengua. Arrojó al suelo el cigarrillo completamente consumido que tenía en
la mano, pidió otro café y encendió otro cigarrillo. Había sido tan majadero
que ya no tenía solución. ¿Qué haría cuando se encontrara nuevamente con
Carmen? ¿Con que cara la iba a mirar? A lo mejor ya no se volvían a ver, a
lo mejor ella se volvía a marchar y esta vez ya no regresaba. Se dio la
vuelta en el taburete intentando que, al girase, sus pensamientos quedaran
del otro lado y pudiera olvidarlos, pero fue inútil. Miró el cigarrillo que
sostenía en la mano izquierda, se rascó la cabeza con la otra y pensó que lo
mejor que podía hacer era concentrarse en el trabajo. Tomó el teléfono del
bolsillo y rebuscó en la agenda hasta encontrar lo que buscaba. Sin soltar el
cigarrillo, marcó el número y espero.
No muy lejos de allí en uno de los despachos de un edificio de
muros blancos situado en una ladera cubierta por una fraga espesa sonó el
metálico timbre de un teléfono. Carlos Arias el subdirector de seguridad de
la prisión provincial, con la nariz casi pegada en un papel mugriento y
cuadriculado se afanaba en descifrar la intrincada caligrafía de una carta
que acababa de interceptar. Al escuchar el sonido agudo y molesto, miró el
teléfono con un gesto de desprecio, el mismo gesto que habría dedicado a
cualquier persona que le hubiese interrumpido en aquel momento, dejó la
carta sobre la mesa y tras esperar a que el timbre sonara unas cuantas veces,
descolgó el auricular.
-Diga- exclamó con voz seca y cortante.

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Salvador esperó pacientemente hasta que el pitido del teléfono se
calló y escuchó la voz distorsionada de Carlos Arias.
-¿Carlos?- dijo. Como no hubo respuesta continuó-: soy Salvador- se
movió girándose en el taburete y mirando al cielo como si pudiera ver las
ondas que buscaba- ¿Me oyes?
-Hombre, Salvador- la voz de Carlos Arias se volvió y suave y
menos chillona, casi dulce-. ¿Cómo te va?
Buena pregunta. Salvador sonrió.
-Mejor no te cuento ¿y tú?
-He tenido días peores. Pero, bueno, ¿en qué puedo ayudarte?
Salvador agradeció la frase de su interlocutor, directa y al grano.
-Necesito que me hagas un pequeño favor- respondió-. ¿Te has
enterado de lo del Jeringuillas?
-Algo he oído. Supongo que una sobredosis ¿no?
Salvador notó que el cigarrillo ya consumido le quemaba y lo arrojó
al suelo inclinándose un poco hacia adelante. Luego recuperó la postura y
continuó hablando.
-Puede que sí o puede que no- dijo en tono enigmático.
-¡No me jodas!- exclamó Carlos Arias al otro lado de la línea.
Ambos hicieron un pequeño silencio salpicado por los chisporroteos
del teléfono.
-El caso es que necesitaba hablar con algún familiar o algo parecido
y tú eres mi mejor recurso, estoy seguro de que en una de sus múltiples
estancias en tu hotel dejó alguna dirección que me valga.
-Lo consulto en el ordenador y te llamó en cinco minutos- dijo el
subdirector seco y cortante.
Salvador iba a responder, pero el pitido continúo del teléfono lo dejó
con la boca abierta como un estúpido. Colgó, dejó el aparato sobre la barra
de la cafetería y se dispuso a esperar la llamada con un nuevo cigarro
encendido en la mano. Cuando el móvil vibró sobre el mármol negro había
conseguido no pensar en Carmen más de un par de segundos.
-Dime.
Carlos Arias había hecho una consulta en el ordenador y en una
esquina de la pantalla aún tenía el rostro macilento y mal afeitado del
Jeringuillas, tal y como había quedado en la fotografía tomada en su último
ingreso en la prisión. Leía los datos de la pantalla y se los iba contando a
Salvador:
-Aquí tengo un hermano, es el único familiar, bueno, el único que
nos dio, pero si tiene alguno más te lo puedo conseguir.
-Con uno será suficiente, si tiene más, casi seguro que se conocerán
entre ellos.
-Es fácil, aunque nunca se sabe. Se trata de un tal Carlos Rubio
Folgueira.

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Salvador dio una calada al cigarrillo y preguntó:
-¿Antecedentes?
-Tú sabrás- contestó el otro con tono burlesco.
-Carlos, estoy en una cafetería.
El subdirector soltó una sonora carcajada.
-Y luego dirás que estás trabajando- dijo e hizo un pequeño silencio-.
Antecedentes- continuó con voz seria-, veamos- miró la pantalla-. Con
nosotros, no, pero puede tenerlos en otra parte.
-¿Tienes la dirección?
Carlos Arias leyó en la pantalla.
-Carretera de la Granja Km cuatro. Es todo lo que tengo. No sé si
será suficiente.
-Me apañaré. Te debo una.
-Te la cobraré, ya lo sabes. Hasta la próxima.
Antes de colgar una idea asaltó el cerebro de Salvador.
-Espera- exclamó-, no cuelgues. Necesito que me hagas un favor,
pero un poco más complicado que este.
-A ver- dijo Carlos Arias con resignación.
Salvador dudó un momento.
-No es algo muy legal, pero me puede ser útil. Uno de esos médicos
que tienes ahí ¿no podría decirte las drogas que consumía el Jeringuillas?
El subdirector tardó un buen rato en responder.
-¿No habíamos quedado en que no había sido una sobredosis?
-Ya te dicho que puede que sí y puede que…- Salvador calló y
recompuso el pensamiento-. Al parecer sí ha sido una sobredosis, pero me
gustaría saber si ha sido accidental o inducida. No es que me importe
mucho, pero es el trabajo, ya sabes.
El subdirector apartó el auricular de la oreja y lo miró como si
pudiera ver en él a su interlocutor, luego lo devolvió a la oreja y dijo:
-Me parece que te tomas demasiadas molestias por un yonqui.
-Nosotros trabajamos igual por todos los ciudadanos, Carlos, parece
mentira que digas eso. O te crees que yo hago distingos entre las putas y los
yonquis.
-Ya- dijo el subdirector con sorna-. Bueno, dame media hora, veré lo
que puedo hacer.
-Te tomo la palabra.
El kilómetro cuatro de la Carretera de la Granja estaba lo
suficientemente lejos como para que Salvador tuviera que usar el coche y la
ciudad lo suficientemente atascada como para que el viaje fuera todo un
suplicio. Había comenzado a llover y las calles se llenaron de coches y
paraguas. Al malhumor que sentía antes de comenzar a conducir se le sumó
el del atasco y cuando al fin dejó la ciudad y salió a campo se le habían
encrespado todos los pelos del cuerpo. Un buen trecho después de cruzar el

175
kilómetro tres detuvo el coche en un descampado y encendió un cigarrillo.
Dejó de llover y algunos rayos de sol se atrevieron a asomarse entre las
nubes. Cuando acabó el cigarrillo reemprendió la marcha, ya más tranquilo.
No le costó demasiado encontrar lo que buscaba en el kilómetro cuatro, la
carretera subía por una ladera no muy inclinada y al volver un recodo se
encontró con una casa de dos plantas de la que colgaba un cartel bien
visible en letras azules que pregonaba un horno de pastelero. Dulces Rubio,
especialidad en bica y empanada.
Al dejar el coche, pese al sol que cada vez se colaba con más fuerza
entre las nubes, una brisa helada le erizó la piel y un escalofrío le recorrió
la espalda. El bajo de la casa tenía una puerta acristalada situada justo bajo
el cartel que anunciaba el horno y a su lado un pequeño escaparate lleno de
cajas con el mismo rótulo que el anuncio colgado. Al abrir la puerta
tintineó una campanilla al mismo tiempo que le asaltó una bocanada de aire
agradablemente cálido vestido de un delicioso aroma a dulce. El local no
era excesivamente grande y estaba a ambos lados rodeado por expositores
repletos de cajas de dulces. Frente a él había un mostrador de cristal que
dejaba ver un montón de pasteles en su interior y tras el una puerta cubierta
por una cortina azulada. La iluminación era fuerte y daba a toda la sala un
tono blanquecino, como lechoso. No había nadie, pero no tardó en aparecer
tras la cortina una mujer con un vestido azul claro y un delantal blanco
manchado con harina. Era una mujer de unos cuarenta años, grande,
corpulenta. Parecía pregonar la bondad de los dulces que vendía. Las
manos eran también grandes y robustas, dispuestas a amasar toda la harina
del mundo.
-Buenos días- dijo la mujer sonriendo francamente al tiempo que
apoyaba las manos en el mostrador. Salvador devolvió el saludo y
preguntó:
-¿Don Carlos Rubio?
La mujer retiró la sonrisa de la cara. Comprendió al instante que el
hombre que tenía frente a ella no era un cliente. Salvador mostró su
documentación y dijo:
-Subinspector Montaña.
-Carlos Rubio es mi marido.
-Me gustaría hablar con él, será sólo un minuto.
La mujer hizo un gesto que parecía indicar que sabía perfectamente
de qué quería hablar con su marido y dijo:
-Espere, por favor, ahora mismo lo aviso.
Carlos Rubio no se parecía mucho su hermano, el Jeringuillas, era
más alto y más fuerte, y también algunos años mayor, pero tenía en la
mirada algo que lo recordaba. Estaba vestido completamente de blanco y
también completamente enharinado. Lo acompañaba un aroma a limón,

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manteca y leche aún mayor que el que había en la sala. Se sacudió las
manos, grandes y rechonchas y saludó al policía.
-Me gustaría hacerle unas preguntas sobre su hermano- dijo éste.
-Yo no tengo ningún hermano- se apresuró a responder el confitero.
Salvador hizo un gesto de sorpresa.
-Usted es Carlos Rubio Folgueira- dijo.
-Si, señor- afirmó el otro muy serio.
-Y no es hermano de José Antonio Rubio Folgueira.
El hombre no respondió, miró a Salvador a los ojos sin decir nada. Él
observó que en aquel momento el fondo de aquellos ojos estaba
completamente vacío, no veía en ellos ni odio siquiera. Se sostuvieron la
mirada durante un rato.
-José Antonio es mi cuñado- intervino la mujer.
-Pero no nos interesa nada de él- añadió el hombre con sequedad
apartando los ojos, ahora sí, llenos de odio, del policía-. Ni nos interesa ni
sabemos nada de su vida.
Salvador inspiró profundamente. No era la primera vez que veía esa
reacción y estaba seguro de que tampoco sería la última. Bueno, eso haría
más fácil decirles que el Jeringuillas estaba muerto. Porque tuvo la
sensación de que no sabían nada.
-¿Saben que José Antonio ha muerto?
-En ese caso, lo entierran y ya está. Si lo que venía a hacer era
comunicarnos su muerte, podía haberse ahorrado el viaje. Si no quiere
ninguna otra cosa, me va a disculpar, pero tengo trabajo que hacer.
El confitero comenzó al volverse, pero Salvador lo detuvo:
-Un momento. No, no he venido a comunicarle la muerte, en realidad
he venido a hacerle unas preguntas sobre su… sobre José Antonio, quiero
decir, ya que usted dice que no era su hermano, no voy yo a empeñarme en
que lo sea.
El hombre apoyó sobre el mostrador la mano derecha y se inclinó un
poco hacia Salvador.
-Me imagino que estará pensando que soy un monstruo- dijo-. A fin
de cuentas, acaba de decirme que mi hermano ha muerto y…
-No, no- interrumpió Salvador-. No se me ocurriría nunca hacer
ninguna valoración moral, sólo quiero saber algunas cosas, nada más.
El hombre pareció no escuchar lo que le decían, dejó la mirada
perdida y continuó hablando como si se encontrara solo:
-Tuvimos un hijo ¿sabe? Se llamaba Carlos, como yo…
Salvador intuyó que iba a contarle algo muy íntimo y no se sentía
con ganas de escuchar confesiones de nadie.
-No necesita darme ninguna explicación, se lo aseguro.
Pero el confitero seguía sin atender a nada que no fuera su propio
discurso.

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-El pobre. ¿Sabe lo que es una leucemia? No, no lo sabe, ha oído
hablar de ella, pero seguro que no sabe lo que es, como mata día a día,
como lo mató. Tenía ocho años, el pobre. Y a su tío José Antonio lo quería,
no lo veía mucho, pero lo quería. Murió hace ahora tres años…- el
confitero entornó un poco los ojos que se le comenzaban a llenar de agua y
calló.
-Carlos- susurró la mujer-. Déjalo…
Salvador se sentía incómodo.
-No es preciso que me explique nada- dijo.
Pero el dueño de la confitería continuó hablando:
-Lo enterramos un sábado. No puede imaginarse lo triste que puede
ser un sábado ni puede imaginarse la desesperación que sentía.
La mujer tomó la mano que descansaba en el mostrador.
-Que José Antonio no fuera al entierro no me sorprendió- continuó
diciendo Carlos Rubio-, sabía perfectamente como era y yo no le habría
dado ninguna importancia, bastante tenía ya para mí como para
preocuparme por mi hermano. Pero lo que no le puedo perdonar es lo que
hizo aquella tarde. Después del cementerio, cuando volvimos a casa, me
encontré con una orgía. No, no le exagero nada, había al menos veinte
personas, todos borrachos y desnudos. El día del entierro de su sobrino,
tomó la casa y… - el hombre calló con el rostro congestionado-. Si no
hubiera nadie más que yo, podría haberle perdonado- continuó-, pero- miró
al la mujer que le sujetaba la mano- ella no se merece alguien así en su
familia.
Salvador esperó un momento antes de hablar. Apenas si podía
comprender lo que estaba escuchando.
-Lamento haber traído unos recuerdos tan dolorosos, pero es posible
que alguien haya matado a su hermano y necesitaría saber algunas cosas.
-Le estoy diciendo que hace tres años que no sé nada de él.
-¿No sabe donde vivía?
El hombre negó con la cabeza.
-¿Tiene algún hermano más?
Volvió a negar en silencio.
-Y ¿no saben de nadie que pueda contarme algo sobre su vida?
El hombre permaneció callado, pero la mujer dijo con la voz un poco
quebrada:
-En aquella época andaba con uno al que llamaba Julián. No hace
mucho, lo vi una tarde en el centro y estaban juntos, así que supongo que
seguirá con él.
-Julián- repitió Salvador- ¿Sabe algo más de él?
La mujer negó con un movimiento de cabeza.
-Lamento haberles molestado, pero si recuerdan algo le agradecería
que me lo comunicasen.

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El confitero apretó los dientes y calló. La mujer dijo:
-Lo haremos.
Cuando llegó al coche, Salvador además de todo el cuerpo, sentía el
corazón helado. Lo había dejado al sol y el interior estaba cálido, aunque
no lo suficiente para él. Encendió un cigarrillo y colocó las manos sobre el
volante. El humo ascendía a los ojos y le obligaba a entornarlos para no
llorar. Luego pensó si merecía la pena dedicar un solo segundo a averiguar
quien había matado al Jeringuillas. Dio al contacto y cuando arrancó el
motor y comenzó a moverse no le cabía ninguna duda de que si no fuera
por los otros dos muertos, si sólo estuviera investigando la muerte del
Jeringuillas, habría dado el caso por cerrado en aquel momento. Quien lo
hubiera matado sus razones tendría, y seguro que no eran malas. Bajó un
poco la ventanilla para ventilar el humo y apagó el cigarrillo en el cenicero.
Vaya, vara, Salvador, se dijo, tantos años de policía y aún acabas
encontrando cosas que te sorprenden y te escandalizan.

179
23

Carmen estaba realmente enfadada. Enfadada y resuelta. Cuando


Salvador le indicó que la siguiera y ante su negativa se encogió de
hombros, se volvió con gesto de suficiencia y la dejó pegada a la pared de
la clínica forense, el primer impulso de sus pies fue seguirlo, pero en su
mente algo la mantuvo quieta. No te vas a mover de aquí no vas a ir tras él,
le has hecho una pregunta y no te ha contestado y si quiere algo contigo va
a tener que responder a la pregunta. Pese a la primera determinación, lo
miró esperando a que se volviera o, al menos, que hiciera un gesto que le
permitiera seguirlo, pero él no sacó las manos de los bolsillo, no se detuvo,
no miró siquiera hacia atrás, sólo desapareció entre el montón de gente que
comenzaba a llenar las aceras de la ciudad. Si la hubiera mirado, si hubiera
movido una mano o si se hubiera detenido, ella habría caminado a su lado,
pero no hizo nada de eso. Ella perdió pronto la esperanza de que lo hiciera
y estuvo allí, pegada a la pared, un buen rato, mascando su malhumor y
mascullando maldiciones e imprecaciones. Se sentía como una estúpida,
por una parte se sentía mal por haberse quedado allí, por no haber
continuado con él, le parecía que era su culpa, que era ella la caprichosa
que se había empeñado en quedarse allí, pero al mismo tiempo, sentía que
Salvador no se merecía otra cosa que un desplante. Desde aquella maldita
noche no había hecho más que tratarla como si fuera una apestada, como si
hubiera cometido el peor de los crímenes al marcharse sin decir nada, y ella
no se merecía eso. ¿Por qué sería tan estúpido? ¿Por qué no podía dedicar
sólo quince minutos a escucharla? Pues lo haría, por las buenas o por las
malas. Las cosas no podían seguir así. No estaba dispuesta a otro desplante
como aquel, a mantener aquella tensión constante. O volvía a ser el mismo
de antes o ya se podía ir olvidando de ella. O hablaban entre ellos o
hablaría ella con Pombal y que los separara. Se acabó. Cuando tomó la
decisión se sintió mejor, gran parte del malhumor desapareció y la invadió
una sensación de alivio. Miró el reloj y comenzó a caminar. Decidió que el
mejor momento para enfrentarse a él sería aquella misma tarde, ahora que
estaba decidida, lo mejor era actuar rápidamente. Sabía perfectamente
cuando y donde encontrarlo y no iba a desaprovechar la ocasión.
Y allí estaba, acodado sobre la barra de la cafetería Luna y con un
cigarrillo en la mano. Después de dejar al confitero y a su mujer, la
sensación de frío que le había acompañado durante todo la mañana se
volvió más intensa y casi se sintió enfermo. Aunque deseaba echarse en la
cama y cubrirse con un millón de mantas, decidió no ir a casa, si lo hacía se
quedaría allí toda la tarde y no estaba dispuesto a pasar tanto tiempo solo.
Comió en la Taberna de Federico, un local al que iba de vez en cuando y

180
después se fue a la cafetería Luna a tomar tranquilamente su café y charlar
un rato si encontraba a alguien con quien hacerlo. Como no le acompañó
nadie durante la comida, tuvo tiempo de pensar. Sin saber de qué manera y
por qué caminos mentales, su pensamiento viajó desde el confitero, su
mujer y el Jeringuillas hasta su relación con Carmen. Le producía
repugnancia sólo pensar que aquella noche, cuando llegase a casa, la
pudiera encontrar ocupada por una pandilla de yonquis, y no podía siquiera
imaginarse lo que habría pasado por la mente del confitero el día del
entierro de su hijo. ¡Pobre hombre! Quien iba a obligarlo a reconocer que
tenía un hermano. Ni hermano ni nada.
La joven de piel cobriza y pelo negro como el alma del Jeringuillas
que servía la comida en la Taberna le retiró el plato y le distrajo de sus
pensamientos.
-¿Postre va a tomar?
-¿Qué fruta hay?
-Manzanas.
-¿Sólo?
-Solo manzanas, señor.
-Entonces, nada.
-Son muy buenas- la joven sonrió con unos dientes grandes y
blancos.
Salvador devolvió la sonrisa y cerró los ojos para decir:
-Ya, pero no me apetecen manzanas.
La camarera remarcó más la sonrisa
-Por si cambia de opinión le dejo una- dijo y depositó un plato con
una manzana verde y hermosa sobre la mesa.
Sin dejar de sonreír, arqueó las cejas y se encogió de hombros.
A él no le apetecían las manzanas y al hermano del Jeringuillas no le
apetecía tener un hermano. Y a Carmen no le apetecía estar con él. De
pronto se sintió mal, se sintió muy mal. Le pareció por un momento que él
era el Jeringuillas en su relación personal con Carmen, que ella lo
rechazaba porque era igual de despreciable que él. Aquel pensamiento sólo
duró un instante, lo apartó rápidamente de su pensamiento. Sabía
perfectamente que él no era así, pero entonces ¿por qué ella lo había
rechazado? ¿qué le había hecho? Bajó la cabeza y fijó la vista en al
manzana verde y solitaria que descansaba sobre el plato blanco de arcopal.
Y ¿que te ha hecho a ti la manzana? Entonces aquel pensamiento, aquella
idea tan simple y tonta hizo que se sintiera tan mal como ya no recordaba
que se pudiera sentir. Él no era el Jeringuillas, él era la manzana. La
manzana que se había vuelto idiota porque la señorita no la quería comer.
Se había portado como un imbécil, como un autentico imbécil y estúpido.
¡Pobre carmen! ¿por qué iba a tener que comer manzanas si no le gustaban

181
las manzanas? Aquel pensamiento le supuso cierto alivio, parecía que le
había liberado de una carga, de una culpa que no comprendía muy bien.
Cuando dejó la Taberna camino de la cafetería Luna, tenía una idea
muy clara: le tendería la mano y aquí paz y después gloria. A fin de
cuentas, haber pasado aquella noche con ella era lo mejor que le había
pasado en años, no veía ninguna razón para amargarse la vida por ello.
Carmen lo vio acodado en la barra y le pareció taciturno. Acaso
aquel no era el mejor momento para plantear las cosas claramente. Dudó un
momento con la puerta de la cafetería abierta, pero la decisión era firme y
estaba determinada a enfrentarse a él y obligarlo a que se enfrentara a ella.
Desde que lo había decidido aquella mañana, le había dado vueltas y
vueltas a la cabeza buscando la mejor manera de que Salvador se aviniese a
hablar con ella y después de una hora no se le había ocurrido nada. Si él no
quería hablar, no hablaría, estaba segura de ella. Se lo había demostrado
sobradamente. Así que al fin decidió que lo mejor sería decirle claramente
que, o arreglaban la situación, o hablaba con Pombal para que los separase.
Con la decisión tomada, abrió la puerta y caminó lentamente hacia él.
Cuando Salvador la vio, era el único momento de la tarde en el que
no estaba pensando en ella. Al llegar a la cafetería no encontró a nadie con
quien charlar, así que se sentó en uno de los taburetes y dejó que pasara el
tiempo con la mente distraída, pero, aunque no quisiera, Carmen le asaltaba
una y otra vez al pensamiento. Se sentía un poco avergonzado, aunque, en
realidad, no había hecho nada que pudiera avergonzarle. Tenía todo el
derecho del mundo a estar enfadado. Nadie podía recriminarle nada por
ello. Además era algo a lo que no estaba dispuesto a renunciar, nadie podía
privarle de su derecho al malhumor. Si le quitaban eso ¿qué le quedaba?
Sin embargo, tenía la sensación de no haber sido justo con ella y eso era lo
que le producía cierta desazón ante la idea de encontrarse nuevamente cara
a cara.
Sólo cinco minutos antes de que Carmen apareciera en la cafetería
sonó el teléfono. Al descolgar, se encontró al otro lado de la línea con
Carlos Arias, el subdirector de seguridad de la prisión provincial.
-Perdona que no te haya llamado antes, pero es que me olvidé
completamente de tu encargo.
-Ya estaba a punto de ir yo personalmente a buscar la información-
respondió que después de la entrevista con el confitero se había olvidado
también del favor que le había pedido.
-Ya ves que no es necesario. De todos modos, como dice el refrán,
más vale tarde que nunca. Bueno, da igual ¿sabes lo que es el speed ball?
-Speed ¿qué?
-Speed ball.
-Ni puta idea.

182
-Pensé que los policías sabíais más de eso. Bueno, da igual. Es más o
menos, mezclar en una dosis cocaína y heroína. Eso era lo que hacía el
Jeringuillas, eso y esnifar la cocaína.
Salvador no contestó enseguida.
-¿Eso es lo que dicen tus médicos?- dijo después de meditar un
momento.
-Eso. Y ya sabes que mis médicos no se equivocan.
-De que consumiera heroína sola no te han dicho nada.
-De heroína sola, nada.
-Gracias, Carlos. Te debo una.
-Te equivocas, amigo- dijo el otro-. Me debes dos.
Después de colgar, encendió un cigarrillo, se acodó en la barra e
intentó recordar lo que la forense había dicho sobre la muerte del
Jeringuillas. Al cabo de un momento estaba seguro de lo que había dicho la
forense. Había hablado de sobredosis de opiáceos, y eso era heroína. No
había dicho una sola palabra de cocaína. Cada vez estaba más convencido
de que lo habían matado y de las tres muertes estaban relacionadas. Dio
una última calada al cigarrillo y lo arrojó al suelo. Al volverse, la vio al
otro extremo de la barra, caminando lentamente hacia él. Le pareció más
hermosa que nunca. A lo mejor fue porque ahora sabía ya que era
completamente inaccesible. Cuando se acercó, notó que tenía el rostro
tenso.
Carmen se acercó cada vez más lentamente hacia él, pero al mismo
tiempo cada vez más resuelta a mantenerse tranquila, a no alterarse y
obligarlo a hablar.
-Hola- dijo forzando una sonrisa.
Él sonrió cínicamente y respondió.
-¡Hombre! Te has movido. Pensé que te habías quedado pegada a la
pared. Ahora mismo iba a pedirle a Manolo un poco de agua caliente para
despegarte.
Carmen tragó saliva.
-Eres un estúpido- dijo.
Salvador remarcó más la sonrisa cínica, entornó los ojos y movió la
cabeza de un lado a otro.
-No- dijo-. No puedes decir a nadie en ese tono que es un estúpido.
La palabra estúpido no se dice, se escupe. Así: ¡estúpido! Con desprecio.
Carmen cerró los ojos e inspiró.
-¡Estúpido!- escupió.
-Eso está mejor. ¿Quieres un café?
Ella se sentó a su lado y asintió. Se mantuvieron en silencio hasta
que les sirvieron los cafés, entonces Carmen dijo:
-Salvador, tenemos que hablar.
Él resopló.

183
-Mira que estás pesada con lo de hablar ¿eh?
-No, el pesado eres tú. Tienes que dejarme que te explique.
-No quiero ninguna explicación. Las cosas están muy claras.
-Te equivocas.
-No, no me equivoco. Mira, hacemos una cosa, quedamos en mi casa
hoy para cenar y te escucho todo lo que me quieras contar.
Carmen se revolvió incómoda en el asiento.
-No es eso, Salvador.
-Sí es eso, claro que es eso ¿ves como está todo claro?
Carmen se dio por vencida, era imposible, seguirían así hasta el fin
de los tiempos y ella no estaba dispuesta a aguantarlo. Decidió que no
quedaba más remedio que trabajar separados, pero prefería decírselo a él
antes que a Pombal. Lo miró a los ojos y se encontró con su mirada clavada
en ella, abrió la boca dispuesta a hablar, pero él se le adelantó.
-Mira, Carmen- Salvador la miraba sin pestañear. Había perdido todo
rastro de cinismo en la expresión que era ahora muy seria-. Estos días
quizás haya estado un poco borde contigo y lo siento, de veras. No te lo
merecías. Pero me he sentido muy mal, muy frustrado y hasta hoy no me he
dado cuenta de que mi conducta no era la más…- hizo un pequeño silencio-
adecuada, digamos. No tengo ningún derecho sobre ti ni pretendo tenerlo,
te lo aseguro, y tampoco puedo exigirte nada, así que no lo voy a hacer. Te
prometo que a partir de ahora volveré a mi estado normal de estupidez y
malhumor. Eso sí, por debajo de mi estado normal tampoco pienso en
situarme- Salvador calló sin dejar de mirar el fondo de sus ojos verdes y
esbozó una sonrisa sorprendido de la facilidad con la que había expuesto
sus sentimientos. En su interior maldijo al mundo y a la vida por apartarle
de la mujer que volvía sus sentimientos comprensibles
Carmen lo escuchó con la boca abierta, observó su rostro duro, sus
ojos negros y escuchó su voz grave intentando comprender el significado
de las palabras que escuchaba y cuando al fin Salvador calló y quedaron
mirándose en silencio, había olvidado ya todos los malos ratos. Cerró la
boca y le devolvió la sonrisa.
-Entonces ¿me vas a dejar hablar?
Él respondió fríamente:
-Si lo que pretendes es darme explicaciones, no.
Carmen no podía comprender su actitud. Insistió:
-Por favor, estás equivocado, déjame que te explique.
Salvador negó con la cabeza sin dejar de sonreír.
-¡Pero yo quiero que me entiendas!- exclamó ella.
Salvador forzó la sonrisa que adornaba su cara y dejó que se volviese
un punto cínica.
-Mira, mejor no vamos a hablar de lo que queremos cada uno- dijo-,
porque si digo lo que yo quiero a lo mejor no te gusta nada.

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-¡Salvador!
Él borró la sonrisa de la boca, dejó que el cinismo se evaporase y
cambió el tono de voz para decir muy serio.
-Carmen, yo respeto lo que tú has decidido y no te reprocho nada, de
verdad, es tu decisión y para mí es bastante. Sólo te pido que hagas tú lo
mismo, respeta mi decisión. No es que no necesite ninguna explicación, es
que simplemente no la quiero y creo que tengo todo el derecho del mundo a
que sea así.
-Pero ¿Por qué?
-Porque sí.
Carmen resopló y luego esbozó una sonrisa resignada.
-Vale- dijo-, pero a lo mejor no sabes lo que te iba a decir, a lo mejor
no es lo que te piensas.
-Vale, lo acepto, pero a lo mejor tú no sabes lo que te estás perdiendo
con tu decisión. Es lo que tiene la vida.
Se miraron en silencio.
-¿Amigos?- dijo el fin Salvador y tendió la mano.
Ella levantó la suya lentamente y la estrechó. Sintió la mano firme y
algo fría de salvador.
-Amigos- dijo.
Cuando ambos retiraron las manos, en la de Salvador quedó pegado
el tacto suave de la de Carmen y el aroma a vainilla quedaría con él hasta
que la noche se hizo muy oscura.

185
24

Cuando Salvador calló, Carmen lo miró con una sonrisa burlona en


la cara y dijo:
-Me estás tomando el pelo, eso te lo acabas de inventar.
-Te juro que no- respondió Salvador con gesto burlón.
Ella calló un momento y chasqueó la lengua.
-¿En serio?
Él movió gravemente la cabeza en un gesto afirmativo.
-En serio.
Ella volvió a callar, luego retiró la sonrisa de la boca y exclamó.
-Es mentira, me estás engañando, soy una tonta por creerte y tú un
estúpido.
-Vamos a dejarlo ya que no me crees- respondió Salvador-, pero
antes voy a decirte dos cosas. Una, que todo lo que te he contado es cierto,
no me ha inventado ni una palabra. La otra ya te la dije ayer y te la repito
hoy, la palabra estúpido no se dice, se escupe.
Carmen lo miró, negó con la cabeza, inspiró profundamente y
chasqueó nuevamente la lengua.
-Estúpido- dijo lánguidamente y esbozando una sonrisa irónica.
Él arqueó las cejas, se encogió de hombros y resopló.
-Así no, escupiendo.
Se encontraban en la oficina de la brigada judicial, sentados cara a
cara y él le acaba de contar la entrevista que había mantenido el día anterior
con el hermano confitero del Jeringuillas y a ella le resultaba imposible
creer lo que estaba oyendo.
-Si eso fuera cierto- dijo Carmen tras un breve silencio-, y no digo
que lo sea, teníamos que buscar al que lo mató, si es que lo mató alguien-
sonrió pícaramente-, y darle un premio.
La mención a la muerte del Jeringuillas trajo a la mente de Salvador
la llamada al subdirector de la prisión. Levantó la mano derecha con el
índice extendido y exclamó:
-¡Por cierto! Además de ver al confitero hice una llamada telefónica
que casi ha confirmado mis sospechas sobre que la muerte del Jeringuillas
no fue accidental- luego calló esperando a que Carmen hiciese alguna
pregunta.
Ella lo miró expectante y silenciosa esperando que le dijese qué
llamada había hecho y a quien, auque no hizo ninguna pregunta.
-¿No quieres saber a quien he llamado y qué me ha dicho?
-Sí, pero si te lo pregunto no me vas a contestar, así que cuando
quieras me lo cuentas.
-¿Por qué dices eso?

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-Porque es cierto, nada más que por eso. Por ejemplo aún me debes
una respuesta desde ayer.
Salvador no recordaba de qué estaba hablando.
-¿Desde ayer?- preguntó
-Desde ayer.
-Se me habrá olvidado- dijo descaradamente Salvador.
-Será eso- repuso Carmen con cinismo.
Él la miró a los ojos y la señaló con el índice.
-Eso lo has aprendido mejor que lo de decir estúpido. Te aconsejo
que cultives más el lado de la insolencia que él del enfado, va más contigo.
Pero bueno, da igual, vamos a hacer una cosa, yo te cuento a quien he
llamado y lo que me ha dicho y luego tú me das una pista sobre esa
respuesta que te debo desde ayer y que a lo que se ve, he olvidado.
-No sé si creerte.
-Pues haces mal. Te aseguro que ayer estuve con el hermano del
Jeringuillas y que te he dicho toda la verdad de la entrevista, pero además
de eso, hablé con el subdirector de la prisión, no sé si lo recuerdas-
Salvador calló y ella asintió-. Sabes que el Jeringuillas había estado unas
cuantas veces preso y que allí lo conocían bien así que le pedí información
sobre el tipo de drogas que consumía. Y tuvimos suerte, por lo que me dijo,
era más aficionado a la cocaína que a la heroína, al menos eso dice el
médico de la cárcel. ¿Recuerdas que la forense nos dijo que la muerte le
parecía por sobredosis de heroína? Me imagino que quien lo mató no
conocía sus hábitos y usó la heroína, pero se equivocó. ¿Qué te parece?
Carmen reflexionó un poco antes de responder.
-Puede ser, tiene sentido, aunque no es la prueba definitiva.
-Poco a poco- dijo él- ahora dime cual es esa respuesta que te debo
desde ayer.
Carmen lo miró dubitativa. Estaba segura de que no le iba a
contestar. Se resignó, esbozó una sonrisa y dijo:
-Ayer, antes de dejarme abandonada…
-Cuando se te pegó la ropa a la pared, dices- interrumpió Salvador.
-Eso es, cuando me dejaste abandonada, me acababas de decir que
habías hecho dos deducciones, una era que el asesino quería encubrir tanto
el asesinato como a sí mismo.
-Eso pienso. Estoy seguro de que los quería matar, pero de modo que
todo el mundo, incluidos nosotros, pensase que no había habido asesinatos,
que pareciera que todo había sido un crimen pasional y una sobredosis.
Carmen cruzó las manos y dijo:
-Bien y ¿Cuál es la otra conclusión?
Salvador dudó si contestar o no. La miró y vio en sus ojos que no
esperaba su respuesta.

187
-La otra conclusión- dijo- es la siguiente: si yo cometo un crimen, lo
primero que intento es que no me cojan, claro está, pero no me tomo tantas
molestias en que parezca que no hay crimen. Quiero decir que lo que
nuestro asesino quiere ocultar en realidad son las causas, el porqué, no sé si
me entiendes…
Carmen calló, se mordió los labios con un gesto pensativo y dijo al
cabo de un buen rato:
-Sugieres que quien los haya matado pretende ocultar lo que hay tras
la muerte.
-Eso es y lo que nos oculta es el nexo entre el inspector de trabajo y
el Jeringuillas- dijo Salvador y se rascó pensativo la barbilla.
Ella frunció los labios.
-Un nexo imposible- susurró.
Se mantuvieron un buen rato en silencio hasta que, de pronto,
Salvador exclamó:
-Acabo de tener una idea brillante- se arrellanó en la silla y cruzó las
manos tras la nuca con suficiencia.
-¿Me lo vas a contar o empezamos como ayer?- preguntó Carmen.
Él se incorporó y apoyó los codos en la mesa.
-¿Qué pruebas tenemos de que al inspector y a la profesora los hayan
matado?
Carmen lo miró sin comprender. Se encogió de hombros.
-No tenemos ninguna prueba, no tenemos nada, sólo una intuición,
unas rosas esparcidas por el suelo, y eso no es nada.
-Ya.
-¿Y qué pruebas tenemos de que hayan matado al Jeringuillas?-
preguntó Salvador nuevamente y sin que ella dijera nada se respondió a sí
mismo-: ninguna. Sólo una intuición. Como tampoco tenemos nada que
relacione al Jeringuillas con los otros dos muertos. Entonces, el asesino está
muy tranquilo y desconfiado, por eso anda por ahí preguntando por el
Jeringuillas aunque esté muerto. No es que no lo haya matado él, es que
aún tiene que encontrar a alguien más, estoy seguro, y alguien relacionado
con el Jeringuillas, por eso pregunta por él. Le falta un muerto todavía. O
más.
Salvador miró a Carmen satisfecho.
-Puede ser- dijo-, pero tengo la sensación de que estamos
construyendo un castillo sin base ninguna.
-Yo creo que no. Creo que alguien mató a Alejandro Cuenca y a
Catalina…
-Álvarez.
-Eso, a Catalina Álvarez y ese mismo día se deshizo de José Antonio
Rubio Folgueira, alias el Jeringuillas y que todavía tiene un muerto
pendiente. Y creo que lo hizo simulando que no eran asesinatos porque

188
quiere que no se investiguen las muertes, porque si se investigan, pueden
aparecer cosas que no quieren que sepamos. Y creo que el asesino anda
buscando a su cuarta víctima y lo hace tranquilamente porque piensa que
nos ha engañado- Salvador calló y miró al Carmen. Luego sonrió, se
incorporó bruscamente y continuó- Vamos a ver a Pombal, acabo de tener
la segunda idea brillante del día- miró el reloj de la muñeca- y aún no son
las diez de la mañana.
Lola, la secretaria les informo que el comisario Pombal estaba
reunido con el inspector jefe Carreiro.
-Mejor- dijo Salvador-, así matamos dos pájaros de un tiro.
-Pero no quiere que lo interrumpan-exclamó la secretaria.
-No te preocupes, seremos breves y no te lo alteraremos- respondió
Salvador, llamó a la puerta del despacho y la abrió sin esperar respuesta.
Carmen, un poco asustada, se escondió tras él.
-Salvador, por favor, ahora estoy ocupado, cuando acabe, le diré a
Lola que te llame- dijo el comisario al verlo abrir la puerta.
Frente al comisario se encontraba sentado, con una carpeta negra
frente a él, el inspector jefe Carreiro que había vuelto su cara de luna llena
y lo miraba con cierta sorpresa. Salvador se encogió de hombros y se
detuvo.
-Como quieras, pero pensé que querías cazar al asesino de la pareja
de la calle Concejo- respondió al tiempo que comenzaba a cerrar la puerta.
-Espera- exclamó el comisario- ¿Qué te traes entre manos?
La puerta se abrió ahora de par en par y los dos policías se
acomodaron al lado del inspector jefe.
-Medio caso resuelto- dijo Salvador.
-No sé por qué, pero no se si creerte- respondió el comisario-. Pero te
voy a dar el beneficio de la duda y cinco minutos.
-Me sobran tres- afirmo Salvador y luego, en dos minutos hizo un
breve resumen de sus deducciones, aunque se lo presentó todo como si
fuera una construcción firme y no una suma de deducciones y corazonadas.
Pombal lo escuchó con atención y cuando acabó el relato, meditó
durante un buen rato. Carmen lo observó sin comprender por qué su
compañero había ido a contarle todo aquello al jefe y porqué estaban allí.
Al cabo, el comisario se volvió hacia ella.
-¿Comparte la opinión de su compañero?- le preguntó mirándola
fijamente.
La pregunta le sorprendió. Tardó un par de segundos en responder:
-Sí- el tono de su voz fue un poco dubitativo-. Sí- repitió ahora con
más firmeza-, creo que es la hipótesis más probable.
Los cuatro permanecieron un buen rato callados, todos pendientes
del comisario que se rascaba la cabeza haciendo que los dedos se perdieran
entre los rizos del pelo.

189
-¿Y?- preguntó al fin Pombal rompiendo el silencio.
Salvador no respondió enseguida, meditó un momento antes de
hablar.
-Bueno- dijo al fin-. Si tú tuvieras que comprar la heroína para matar
a alguien como el Jeringuillas ¿adónde irías?
-Salvador, no me vengas con acertijos y dímelo tú.
-Si quieres te lo digo, pero, como eres el comisario, pensé que ya te
habías dado cuenta.
-Salvador, no me toques…
-Por favor, que hay una dama presente- interrumpió Salvador
mirando a Carmen.
El comisario resopló.
-¿Quieres decirme de una puta vez lo que quieres?
Salvador se incorporó un poco en la silla, miró a Pombal a los ojos y
se puso serio. Dijo:
-Cualquiera que quiera comprar heroína en cantidad suficiente y de
buena calidad acabará, tarde o temprano, encontrándose con el Chino y
estoy seguro de que nuestro asesino se las ha visto con él. Lo único que
necesitamos es que el Chino colabore con nosotros.
Pombal sonrió y negó con la cabeza.
-Va a ser más fácil que lo encuentres tú personalmente- dijo con
sarcasmo.
Salvador devolvió la sonrisa y el sarcasmo:
-Eso depende- respondió-. A lo mejor colabora sin querer.
-Explícate.
-Hace unos días detuve al Marinero y ahora está en prisión
preventiva. Si tú consigues que el juez lo suelte, yo consigo que colabore
con nosotros.
El comisario se reclinó en el asiento y se llevó ambas manos a la
cabeza, luego resopló, se inclinó hacia delante y dijo:
-Es arriesgado.
-El Marinero no se escapa, eso te lo aseguro. ¿Dónde va a ir?- dijo
Salvador.
Pombal negó con la cabeza y dijo:
-No es por eso, que el Marinero se escape no tiene importancia. El
problema es que nadie nos asegura que dé resultado y sería…
-Estoy seguro de que ese hombre está por ahí y le llevamos ventaja,
él no sabe que lo buscamos, se cree seguro. El Marinero es un hombre del
Chino y de esta está pillado, seguro que colaborará con nosotros, aunque
sólo sea por la libertad provisional y si nuestro asesino ha tenido algo que
ver con el Chino, el Marinero puede averiguar más en una noche que toda
la comisaría en un mes. Además no olvides lo que te he dicho antes, estoy
seguro de que hay una cuarta víctima esperando.

190
El comisario volvió resoplar a arrellanarse en el asiento y a dejar que
los dedos se perdieran entre los rizos del pelo.
-¿Qué juzgado lo tiene?- preguntó cuando se incorporó.
-El cuatro, creo- respondió Salvador.
Pombal frunció los labios, medito un instante y miró al inspector
jefe.
-El cuatro… bueno, no será un hueso muy difícil ¿Te encargas tú?
Carreiro cerró los ojos y asintió.
-De acuerdo- dijo el comisario y se volvió a Salvador-. Si el juez
acepta, quiero estar enterado de todo, ¿de acuerdo?
-De acuerdo.

191
25

Después de que el comisario Pombal hubiera decidido que era buena


idea soltar al Marinero para que buscara por ellos al hipotético asesino y le
hubiera encargado el asunto de negociar con el juez al inspector jefe
Carreiro, Carmen había sugerido a Salvador que no podían centrar todo su
esfuerzo en el Jeringuillas.
-Existe la posibilidad de que estemos equivocados y no haya relación
entre los muertos. Creo que no sería mala idea que continuásemos
buscando en el entorno del Alejandro Cuenca- había dicho tras dejar el
despacho del comisario Pombal.
Salvador había mirado el reloj y fruncido el ceño con gesto pensativo
y reconcentrado. Luego, al cabo de un buen rato de meditar dijo:
-No creo que el juez sea rápido en la respuesta, esas cosas llevan su
tiempo, más el que se toman de propina.
Ella sonrió.
-El tiempo justo para que nos pasemos por la inspección de trabajo y
por el banco a visitar al amigo de la infancia de Alejandro Cuenca- dijo-.
Las cosas han cambiado desde nuestra primera visita y ahora tenemos otro
punto de vista…
-Otro punto de vista…- el gesto de Salvador era serio y
reconcentrado.
Se miraron en silencio. Al cabo, él borró la seriedad del rostro,
sonrió y dijo:
-¿Dónde vamos primero, al banco o a la inspección de trabajo?
Carmen se había encogido de hombros. Sabía que si sugería la
inspección su compañero caminaría hacia el banco.
-Tú decides- insistió Salvador ante su silencio.
Ella sonrió con picardía.
-Eso seguro- dijo-. Si te digo que vayamos a un sitio tú me llevarás al
otro, así que sí, lo decido yo, pero al revés.
Salvador chasqueó la lengua y la miró con fingida suficiencia.
-Haz la prueba.
-Ahora ya no vale.
-Bueno ¿Vamos a ver al banquero?
-Era mejor ver al jefe, pero no haré como tú.
Caminaron a prisa hasta llegar al banco, con el cuerpo encogido por
el frío y los ojos entornados por el viento que soplaba molesto entre las
calles, a veces revolviendo el polvo y los papeles que se acumulaban en las
esquinas y a veces golpeándolos con alguna que otra gota de agua.

192
La joven gordita y embarazada observó a los dos policías que acaban
de cruzar la puerta y compuso un gesto de sorpresa que no pudo disimular.
Luego sonrió con calculada profesionalidad y se dirigió a ellos. Primero
había traspasado el umbral Carmen y, tras ella, sin sacar las manos de los
bolsillos y mirándola descaradamente, lo había hecho Salvador. Una ráfaga
de aire helado cruzó el ambiente cálido del banco antes de que se cerrara la
puerta. La joven sintió el frío, levantó la vista y observó como en la calle
comenzaba a llover, luego se fijo en las dos personas que acaban de entrar
y que tomó por clientes, pero no tardó en reconocerlos y darse cuenta de
que eran los mismos policías que habían preguntado unos días atrás por el
director del banco. Los miró sorprendida y curiosa ¿Qué le pasaría al jefe
que era la tercera vez que acudía al banco la policía? Se preguntó y sin
esperar a que ninguno de ellos hiciera siquiera ademán de hablar, dejó el
teclado del ordenador, se incorporó pesadamente apoyando las manos en la
mesa y se dirigió a ellos con una sonrisa de bienvenida en la boca.
No había más que otros dos clientes en el banco, una mujer
extremadamente delgada y vestida de negro que pujaba un enorme carro de
compra y discutía con el cajero sin dejar de mover los brazos y ningún
momento y un joven que esperaba pacientemente tras ella. Ninguno prestó
atención al hombre y la mujer que acaban de entrar y que comenzaban a
hablar con la joven, gordita y embarazada.
-Buenos días- saludó la empleada del banco al tiempo que apoyaba
las manos en el mostrador y dibujaba aún más la sonrisa en su redondeado
rostro.
Fue Salvador quien respondió a las palabras de la joven.
-Buenos días- dijo.
Carmen respondió a la sonrisa y ambas mujeres se miraron con cierta
complicidad que el hombre fue incapaz de comprender. Carmen bajó la
mirada y observó la barriga prominente.
-El Subinspector Montaña y la…- comenzó a decir Salvador al
tiempo que extraía la documentación del bolsillo de la chaqueta.
-Ya, ya. Les recuerdo- interrumpió la empleada-. Me imagino que
buscarán a Don Javier.
Salvador no recordaba el nombre del director del banco y rebuscó
entre las páginas de la libreta que extrajo apresuradamente del bolsillo tras
guardar la cartera con la documentación. Mientras lo hacía, Carmen asintió
en silencio sin dejar de sonreír.
-Ahora mismo lo aviso- la joven retiró las manos del mostrador, se
volvió lentamente, caminó hacia su mesa y sin sentarse, durante unos
instantes habló por el teléfono.
Salvador comprobó el nombre del director del banco: Javier García.
Guardó la libreta y observó como la empleada colgaba el auricular y les
hacía un gesto con la cabeza indicándoles que la siguieran.

193
-Pasen- dijo- don Javier les atenderá ahora mismo.
Apenas habían dado un par de pasos hacia el despacho del director
cuando la puerta se abrió y apareció tras ella, embutido en un impecable
traje gris, Javier García. Sonreía con su aire perpetuo de triunfador, el pelo
gris perfectamente peinado, los cristales de las gafas tan limpios que apenas
si se veían y el rostro bronceado y brillante con la barba perfectamente
apurada si que apareciera ni un atisbo de sombra en sus mejillas. Tendió la
mano, primero a Carmen y luego a Salvador y después de estrecharlas con
firmeza dijo con voz suave:
-Esta si que es una visita inesperada, les aseguro que no contaba con
verles tan pronto por aquí- y se apartó un poco a modo de invitación para
permitir el paso a los dos policías.
Salvador lo miró fijamente y percibió el discreto aroma a agua de
colonia que exhalaba. No comprendía la razón y el fondo de sí mismo
estaba seguro de que no había ninguna que fuese lógica, pero no le gustaba
nada aquel hombre, no le gustaban ni su ropa ni sus maneras, no le gustaba
el pelo entrecano y escaso tan bien peinado que cubría toda la cabeza ni le
gustaba el tono del bronceado de su piel, sin embargo, se daba cuenta de
que era un hombre agradable y tenía la impresión de que colaboraría con
ellos en lo que fuese necesario.
-Así que no nos esperaba- dijo con calculada suficiencia y comenzó a
caminar aceptando la invitación y sin ceder el paso a Carmen.
El director esperó a que ambos entrasen, cerró la puerta y rodeó la
mesa de castaño oscuro, luego dejó que los policías se sentasen y tras
acomodarse en su asiento dijo con cierta preocupación:
-Francamente, no, no los esperaba.
-Eso es síntoma de que conoce perfectamente cual es el sueldo de un
policía- dijo Salvador con sorna.
Javier García esbozó una sonrisa e ignoró el comentario. Miró con
impaciencia al otro y afirmó:
-Tenía el convencimiento de que en nuestra última entrevista había
quedado todo claro.
Salvador percibió un indicio de ansiedad en la voz y en el fondo de
los ojos negros del baquero, y se arrellanó un poco para retrasar su
respuesta dispuesto a que los nervios se pegaran a la garganta de aquel
hombre.
-Las cosas nunca están claras del todo- dijo cuando la nuca tocó el
respaldo del asiento.
El director tardó sólo un instante en darse cuenta de que el policía no
iba a decirle directamente cual era el motivo de la visita, así que se relajó y
se dispuso a seguir el juego. Se repantigó también un poco, esbozó una
sonrisa y dijo con mucha calma:

194
-Eso será en su mundo, en el mío lo más importante es la claridad y
la transparencia.
Salvador sonrió al comprender la razón por la que no le gustaba
aquel hombre: por mucho que se empeñara nunca lo tendría bajo su
dominio. Era del tipo de personas que mantienen un control férreo sobre
todo lo que pasa a su alrededor y en aquel caso, Salvador era parte del
alrededor de aquel hombre. Se incorporó un poco, se sentía incómodo y un
poco estúipido en aquella postura que, además, ahora le parecía inútil.
-Claridad y transparencia, sí, señor- dijo-. Pero me parece que no son
las virtudes que más adornan a los banqueros.
Javier García sonrió irónicamente.
-No se confunda, subinspector- dijo remarcando la palabra
subinspector-, yo soy empleado de banca, no soy banquero. Y en mi mundo
la claridad y la transparencia son la base del trabajo. Con respecto a ese
otro mundo, al de los banqueros, creo que no es necesario que le cuente
nada porque tengo la sensación de que usted sabe tanto como yo.
Salvador devolvió la sonrisa que ahora era casi de complicidad.
-¿Nada?
-Nada- dijo el director.
Carmen miró a los dos hombres sorprendida. Había visto montones
de veces como Salvador enfadaba e irritaba a la gente a la que quería
interrogar, la mala leche desata la lengua, le había oído decir, pero le
pareció aquel diálogo con el director del banco no conseguiría enfadarlo
precisamente. Optó por callar, mirar y escuchar en silencio.
-Bien- dijo Salvador-, una vez establecido nuestro mutuo
desconocimiento sobre el mundo de las grandes finanzas podemos hablar
sobre cosas más interesantes.
Javier García apoyó los codos en la mesa y cruzó las manos. Lo hizo
con una serenidad y una parsimonia que ocultaban cualquier rastro de
ansiedad que pudiera haber en su interior.
-Y más cercanas. Estoy a su entera disposición- respondió y miró
alternativamente a uno a otro policía.
Salvador resopló y calló un momento. Prefería no decir nada de sus
sospechas sobre la muerte de Alejandro Cuenca, no quería que las
respuestas de aquel hombre estuvieran contaminadas por lo que él le
contara.
-Bien- dijo al fin- hay un par de cosas que no han quedado muy
claras- sonrió- y que me gustaría precisar antes de cerrar definitivamente el
caso.
Carmen lo miró sorprendida y Javier García expectante.
-Una de ellas- continuó Salvador- es relativa a la pistola y al
encuentro que tuvo con una especie de chorizo en el portal de su casa, no sé
si recuerda…

195
-Recuerdo- asintió el otro.
-Pero no recuerda nada que pueda ayudarnos a identificar al chorizo.
Javier García negó con la cabeza.
-Francamente, no. Veo que usted lo considera importante y lamento
no poder ayudarle.
Salvador entornó levemente los ojos antes de continuar hablando:
-¿Y si fuese yo quien le ayudase con una fotografía? Dicen que una
imagen vale más que mil palabras- luego extrajo un sobre del bolsillo
interior de la chaqueta-. Nuestro estudio no es el mejor de la ciudad, pero
hacemos unas fotos muy artísticas- abrió el sobre y mostró el rostro
demacrado, ojeroso y empalidecido por el flash del Jeringuillas.
El director se acercó y observó la imagen con detenimiento. Su
rostro no dejó traslucir ninguna emoción.
-Es de hace un par de años, pero no creo que cambiase mucho desde
la última detención hasta el día del encuentro en el portal- dijo Salvador
mientras el otro miraba la fotografía.
Permanecieron un buen rato en silencio hasta que Javier García
levantó la cabeza y dirigió una mirada sorprendida a Salvador.
-Creo que era ese hombre, aunque me sería muy difícil asegurarlo, ya
les dije que sólo lo vi durante un instante, pero sí, me parece que es él- dijo
sin comprender cómo aquellos policías lo habían localizado sin tener
ningún dato de él.
Salvador miró a Carmen con suficiencia y esbozó una sonrisa que
decía: ¿ves como el Jeringuillas tiene que ver en el asunto? Ya te lo dije y
yo no me equivoco en esas cosas. Luego volvió la vista al otro lado de la
mesa y dijo:
-Si ese hombre tuvo algún contacto con su amigo Alejandro, es
posible que lo viera en alguna otra ocasión…
-No, nunca, de eso estoy seguro- respondió al instante y sin dudar
Javier García. Luego calló un momento y continuó-: ¿Puedo preguntarle yo
algo?
-Por supuesto, pero no lo prometo que le vaya a contestar.
Se sonrieron. Salvador notó que había perdido una parte de la
aversión que sentía por el director del banco. Durante un instante se
reconcentró sobre sí mismo e hizo un esfuerzo por mantener su antipatía.
-¿Cómo es posible que hayan encontrado a ese hombre sin siquiera
una descripción?
Carmen miró a ambos y apostó consigo misma una nueva vida a que
la respuesta que daría su compañero sería somos la policía.
-Somos la policía- oyó decir y sonrió pensando en la nueva vida que
acababa de ganarse.

196
-Ya sé que son la policía, pero eso no me parece suficiente. Yo
trabajo en un banco y no tengo una máquina para fabricar dinero- repuso
Javier García con gesto incrédulo.
-Ya le dije que no le prometía que le fuera a contestar.
El director entornó lentamente los ojos y formó una sonrisa de
decepción en la boca antes de decir:
-Comprendo.
No se preocupe- intervino Carmen-, le contaremos todo- le gustaba
aquel hombre y sentía la necesidad de portarse amablemente con él.
Salvador sonrió y dijo:
-Todo lo que sepamos, que no es mucho, la verdad. Pero ahora, si no
le importa, me gustaría preguntarle algo más.
-Por supuesto.
-Es posible que además del hombre de la foto hayan aparecido en la
vida de Alejandro otras personas en el último año, más o menos…
Javier García frunció los labios y guardó silencio con gesto pensativo
durante un buen rato.
-No recuero a nadie- respondió al cabo y negó con la cabeza.
-Nadie…Ninguna nueva amistad, por ejemplo- insistió Salvador.
El otro volvió a negar con la cabeza.
-No- dijo muy serio y seguro de sí mismo-. Bueno, con la excepción
de Cati.
-Ya.
Guardaron silencio los tres hasta que la voz del director del banco
dijo en un susurro triste y solemne y cómo si sólo hablase para sí.
-Alejandro no se suicidó, alguien acabó con su vida- levantó la
cabeza y miró directamente a los ojos de Salvador esperando una respuesta.
Él entornó un poco los suyos y le devolvió la mirada al entrecejo sin decir
nada. Luego, ansioso por hallar una respuesta se volvió a Carmen- Lo han
matado ¿no?- dijo ahora en voz alta y alarmado.
Carmen miró a Salvador buscando apoyo y Javier García giró
también la cabeza hacia él. Salvador se sintió observado por los cuatro ojos
y chasqueó la lengua e inspiró profundamente antes de hablar:
-Sinceramente no puedo contestarle a esa pregunta- exhaló el aire-.
Lo cierto es que no tenemos ningún elemento objetivo que indique que lo
han matado. Ni la autopsia ni ninguna prueba indican que haya habido un
asesinato, todo parece indicar que mató a su amante y luego se suicidó,
todos los datos objetivos apuntan a esa hipótesis…- calló un momento y
clavó la mirada en los ojos negros del otro que lo miraban a él también
fijamente-. Pero si me pregunta mi opinión, le diré que pienso que lo han
matado- volvió la mirada a Carmen y continuó- y ella piensa lo mismo.
Javier García alzó la cabeza, inspiró profundamente y dejó la mirada
perdida en el techo. Estuvo en esa postura un buen rato y cuando bajó la

197
vista y la posó sobre los otros dos, en sus ojos brillaban las lágrimas que los
inundaban y estaban a punto de desbordar los párpados.
-Pero ¿por qué? ¿Quién iba a hacerlo?- negó con la cabeza y se
mordió el labio inferior-. No, no tiene sentido, tienen que estar
equivocados…
-Es posible- dijo Salvador secamente.
A carmen lo hubiera gustado que aquella conversación se hubiera
mantenido en otro lugar, en un lugar menos frío que el despacho del
director de una sucursal bancaria, el dolor que intuía en la mirada del
hombre que se sentaba frente a ella la invitaba a estrecharle las manos y
consolarlo con una sonrisa amiga.
-Pero comprenda que aún a riesgo de equivocarnos, tenemos que
investigar esa posibilidad- dijo y lo miró con ternura.
Javier García le devolvió la mirada con ira y con rabia porque en los
ojos verdes de Carmen vio el convencimiento de que su amigo no se había
suicidado, en los ojos verdes de Carmen brillaba la certeza del asesinato.
Entornó un poco los suyos y se miró a sí mismo para relajarse; la muerte de
Alejandro le había dolido mucho más de lo que nunca hubiera imaginado y
había tenido que cargar con muchas horas de recuerdos para comenzar a
perdonarlo, a retirarle la culpa del dolor que había dejado su partida, a
disculparlo por su ausencia, pero si ahora resultaba que no se había
suicidado, si alguien lo había matado ¿a quien tendría que culpar entonces?
¿al asesino canalla? ¿al propio Alejandro por haberse dejado matar? ¿a la
puta vida? No encontró ninguna respuesta satisfactoria. Abrió nuevamente
los ojos y miró a los dos policías.
-La muerte siempre es una canallada- dijo-, pero si es una muerte
voluntaria parece menos cruel, el suicidio puede ser incluso una especie de
liberación ¿verdad?, lo puedo entender, sé que nunca lo haría, pero lo
puedo entender, porque se puede entender que la vida duela tanto que…-
calló un momento-, pero que te corten la vida así…
Silencio, los tres permanecieron en silencio observándose
mutuamente. Luego, de pronto, Javier García pareció sacudirse de encima
el dolor, la rabia y la pesadumbre y continuó hablando:
-En fin, supongo que si piensan que lo han matado, tendrán razones
poderosas, aunque no haya…- miró a los ojos de Salvador- ¿elementos
objetivos?
Él le devolvió la mirada y respondió con cierta impertinencia:
-Esos elementos son los que queremos buscar y lo que debemos de
encontrar si queremos coger al responsable- tomó la libreta de notas y la
abrió por una página en blanco-. Y esa es precisamente la razón por la que
estemos aquí. Es necesario que nos diga algunas cosas sobre la vida de
Alejandro Cuenca.

198
Javier García miró a Salvador con el gesto dispuesto a responder a
cualquier cosa que le preguntaran.
-Por supuesto- masculló como si se estuviera comiendo la ira que
sentía.
-Bueno, lo primero- continuó Salvador- es descartar cualquier
motivo laboral. Me imagino que en un trabajo como el que Alejandro tenía
los conflictos no serían pocos…
-Supongo.
-Sin embargo hemos revisado los casos en los que su amigo
intervino el último año y no hemos encontrado nada llamativo, todo parecía
rutinario y… digamos que simple- Salvador calló un momento y observó
detenidamente al otro-. ¿Alguna vez le habló de algo que le preocupara
especialmente?
El director del banco meditó un momento antes de responder:
-Francamente, le diré que no, aunque eso no es muy significativo,
Alejandro y yo apenas hablábamos nunca de nuestros respectivos trabajos.
-Ya- intervino Carmen-, pero pudo haber manifestado, no sé, alguna
preocupación o algo parecido.
Javier García movió la cabeza negativamente.
-No- dijo-. Nunca.
-¿Miedo?- preguntó Salvador.
El otro lo miró un poco sorprendido. Salvador sonrió con cinismo.
-Los asesinos no suelen matar sin antes haber intentado solucionar el
problema por otras vías y la vía de asustar a la víctima es muy socorrida.
El director abrió ampliamente los ojos y frunció los labios con la
mirada perdida en ninguna parte, luego movió la cabeza de un lado a otro y
chasqueó la lengua.
-No- dijo al fin-. Alejandro nunca mostró ningún síntoma de estar
asustado.
Salvador permanecía frente a él con la página de la libreta que
sujetaba completamente en blanco. La miró como si esperase que alguien
hubiera escrito algo en ella, se concentró y levantó la vista hacia el rostro
de Javier García.
-¿Diría que era un hombre honrado?- preguntó dando a su voz un
tono irónico.
El otro levantó la cabeza y lo miró a los ojos con un gesto desafiante
que no encajaba en la suavidad de sus facciones.
-Creo que no le comprendo bien- afirmó.
Salvador respondió al instante.
-Está muy claro, se puede ser honrado o no. Le pregunto si Alejandro
Cuenca lo era.

199
Carmen fulminó a su compañero con la mirada. ¿A qué venía
aquello? Iba a decir algo, pero la voz ahora enérgica e irritada de Javier
García la interrumpió.
-Alejandro era un hombre honrado, no lo dude.
-No es que lo dude- repuso Salvador-, pero convendrá conmigo que
en determinadas circunstancias es difícil ser honrado…
-¿Cuándo se dirige una sucursal bancaria, por ejemplo?- Javier
García clavó una mirada acre en Salvador que casi pudo sentir cómo le
quemaba el fuego de aquellos ojos en los suyos.
-Mi compañero no ha querido decir eso- intervino Carmen que se
revolvió incómoda en su asiento. Comenzaba a sentirse violenta entre los
dos hombres.
Salvador sonrió con cinismo.
-Por supuesto- dijo-. Lo que quería decir es que a veces es necesario
ser valiente para ser honrado.
-¿Sugiere que Alejandro no era valiente?
-No sugiero nada, se lo estoy preguntando a usted.
Javier García tardó un instante en responder, al hacerlo cambió
totalmente el tono de voz que perdió el tono agudo y elevado de irritación y
se volvió grave y armoniosa:
-Es posible que la gente que no lo conocía lo tomase por un ser
pusilánime, pero no lo era en absoluto; aunque he de reconocer que lo
parecía- dejó la mirada perdida en el tablero oscuro y brillante de la mesa-.
Puede dar esa impresión porque abandonó la política del modo que lo hizo
y porque después de eso se encerró en sí mismo, pero le aseguro que si dejó
la política no fue por miedo o cobardía sino porque con todo aquello que
sucedió comprendió que no podría cambiar nada y que si seguía en ese
mundo el que cambiaría sería él. Por eso lo dejó, no por cobardía. No sé si
se dan cuenta, pero lo que hizo Alejandro al tomar la decisión que tomó
entonces fue dar muestra de su integridad- hizo un breve silencio- y
también de su valentía.
Salvador borró de su rostro todo rastro de sarcasmo o ironía y miró
muy serio al otro antes de decir:
-Eso significa que no se avendría a componendas con nadie en
cuestiones laborales.
-¡Por supuesto que no!- exclamó el Javier García.
-Ni cedería ante presiones o amenazas.
-En lo que yo lo conocía, no. Les aseguro que no era ningún cobarde.
No se dejen engañar por su aspecto.
Salvador pensó que el único aspecto que conocían de él era el de un
hombre muerto con un tiro en la boca. Dijo:
-Lamentablemente no…

200
-Claro, ustedes no lo conocieron- le interrumpió el director-, pero me
refiero a la imagen que puedan hacerse de él a través de lo que otros le
cuenten. No se dejen engañar.
-Lo intentaremos. Entonces, según usted, Alejandro Cuenca era lo
suficientemente honrado como para no avenirse a nada ilegal y lo
suficientemente valiente como para no dejarse intimidar en caso de que
alguien pretendiese amedrentarlo.
-Lo ha descrito usted estupendamente.
Salvador frunció los labios, pensativo y luego chasqueó la lengua.
Después afirmó:
-Eso nos lo convierte en una posible víctima si se vio envuelto en un
caso… digamos que complicado y con intereses turbios.
Callaron los tres.
-Pero no hemos encontrado nada significativo en sus asuntos en el
último año- Carmen rompió el silencio.
-Ese es un pequeño problema- dijo Salvador con una sonrisa irónica
que borró de su rostro cualquier atisbo de seriedad-. Y usted nos ha dicho
que nunca le transmitió ningún temor.
-Nunca.
-Ni se comportó de modo que pudiera hacerle pensar que se
encontraba atemorizado o presionado.
-Exactamente.
-Ya…
-Y olvidando lo excepcional, dentro de su cotidianidad ¿hubo algún
cambio en los últimos meses?- intervino Carmen aunque ya estaba segura
de cual sería la respuesta.
Javier García no respondió inmediatamente, se volvió a ella y la miró
pensativo.
-Quiero decir- continuó Carmen- si hubo algo diferente, algo que
pudiera no parecer importante pero que hubiera supuesto un cambio en su
vida, aunque no fuera una preocupación o una amenaza.
-Ya, ya la entiendo- el director continuó mirándola pensativo-. Pues,
la verdad…- calló un momento-, la verdad, lo único que se me ocurre que
cambiara en su vida fueron los viajes a Madrid.
Salvador dio un respingo en su asiento y preguntó esperanzado:
-¿Qué fue eso de los viajes?
-No le sabría decir exactamente, fue algo relativo al trabajo. Creo
que se formó una comisión para elaborar unos protocolos de actuación o
algo parecido y Alejandro fue elegido para formar parte de la comisión, ya
les he explicado que era una persona brillante, pero no creo que eso tuviera
nada que ver con su muerte.
Salvador hizo unas anotaciones en su libreta y dijo:
-Es difícil, no obstante ¿con qué frecuencia realizaba esos viajes?

201
Javier García dudó un momento.
-No sé, una o dos veces al mes en el último medio año.
Salvador volvió a escribir algo en la libreta. Cuando acabó levantó la
vista y preguntó:
-¿Nada más?
-No, que yo sepa. Alejandro era un hombre metódico y no recuerdo
nada que se saliera de lo común.
Carmen y Salvador se miraron y convinieron con los ojos que la
entrevista había acabado. Él comenzó la incorporarse y tendió la mano a
Javier García para despedirse. Antes de estrechar la mano, éste dijo:
-Espero que encuentren al responsable de la muerte de Alejandro.
-Haremos lo posible, si es que hay un responsable.
-Puede que ustedes estén acostumbrados a la muerte y esto no les
afecte, pero les aseguro que lo que me han dicho hoy me ha trastornado
profundamente. Me resulta imposible pensar que alguien lo haya matado.
Salvador relajó la mano tendida y la dejó caer, luego la volvió para
acompañar sus palabras con los movimientos de la mano.
-Ocurre todos los días- dijo.
-Ya, pero no en mi mundo. Entienda que me resulte difícil
comprender un acto que encierra tal maldad.
Salvador volvió a tender la mano y mientras estrechaba la del otro
dijo:
-Conceptos como el de maldad nos vienen un poco grandes, esos se
quedan para los policías de película o los detectives de novelas que leen a
Sartre, son existencialistas y saben de filosofía, nosotros, los policías por
oposición que no pasamos de leer a Pérez Reverte nos conformamos con
pillar al hijo de puta.

202
26

Al bajar del coche sopló una ráfaga de viento frío que los dejó
helados e hizo que los dos temblaran a un tiempo y se encogieran casi en el
mismo escalofrío. El viento bajaba de las laderas que tenían frente a ellos y
parecía traer con él todo el frío que expresaban las cumbres peladas, junto a
alguna que otra gota de agua que parecía volverlo aún más frío.
-¡Joder!- exclamó Salvador al cerrar la puerta del lado del conductor-
. Menos mal que estamos en abril.
Habían llegado a la explanada que hacía las veces de aparcamiento
de la prisión provincial. Era una explanada amplia, pelada, sin un solo
árbol, expuesta a todos los vientos que la quisieran azotar. A su espalda el
enorme edificio de dos plantas, blanco y alargado los observaba con la
misma curiosidad que uno de los perros famélicos y sin dueño que
deambulaban en la helada y triste explanada.
Llegaban a la prisión aquella fría mañana de abril porque hacía poco
más de una hora que habían recibido una llamada del inspector jefe
Carreiro.
-Salvador- había dicho-, tienes que pasar por el juzgado, la juez
Ramírez quiere hablar personalmente contigo antes de tomar ninguna
decisión sobre la libertad del Marinero- la voz del inspector jefe sonaba con
un aire de desprecio y enfado-. Date prisa, yo estaré allí cuando llegues- el
enfado quedó más evidente cuando el inspector jefe colgó sin decir una
palabra más.
Salvador colgó y miró durante un instante al suelo, pensativo.
-¿Qué ocurre?- preguntó Carmen.
-Que su señoría ha conseguido enfadar a Carreiro, y mira que es
difícil. Vamos, nos esperan en el juzgado.
No se encontraban lejos del palacio de justicia. Acababan de dejar la
sucursal del banco y no habían dado más de diez pasos cuando el teléfono
sonó. Desde allí hasta los juzgados les separaba un corto paseo de cinco
minutos.
-¿Cómo es eso de que han enfadado a Carreiro?-preguntó de nuevo
Carmen, preocupada por el enfado del inspector jefe.
El inspector jefe Carreiro era un hombre afable y trabajador que
nunca perdía los nervios ni se enfadaba pasase lo que pasase, su aspecto de
gordo feliz y bonachón armonizaba perfectamente con su carácter, por eso
su enfado era preocupante. Salvador lo sabía, como sabía que su voz
aquella mañana había perdido el tono aflautado y sonaba áspera y arisca.
Antes de responder encendió un cigarrillo.

203
-No lo sé- dijo exhalando el humo de la primera calada-, pero estaba
enfadado, te lo aseguro.
Carreiro los esperaba en la puerta del edificio. Tenía el gesto hosco
que hacía que su rostro de luna llena perdiera redondez y se volviese
alargado, como de cuarto menguante.
-Vamos, la juez nos espera- fue todo el saludo que les dirigió al
verlos aparecer.
Eugenia Ramírez, la juez titular del juzgado número cuatro era una
mujer de unos cuarenta años, morena, alta y atractiva, de ojos negros
grandes y mirada a profunda. Aquella mañana vestía un traje de chaqueta
negro que estilizaba su figura. No los hizo esperar, los recibió enseguida y
en pie al lado de la mesa de haya que ocupaba el centro del despacho.
-Señoría- dijo el inspector jefe Carreiro a modo de presentación con
voz seca y cortante-, el subinspector Montaña y la agente Martínez.
La juez les tendió la mano y preguntó sin más preámbulos apenas un
segundo después de que los cuatro se hubieran sentado
-¿Saben lo que me están pidiendo?
Los tres policías se miraron entre ellos como si estuvieran
decidiendo quien iba a contestar a la pregunta.
-Yo ya le he dado mis razones, señoría- respondió al fin Carreiro con
evidente ira contenida.
La juez lo miró durante un instante sin mover la cabeza y con el
gesto tenso que remarcaba sus angulosas líneas, luego aflojó los músculos,
suavizó un poco las facciones y se dirigió a Carmen y Salvador aunque sus
primeras palabras las dirigió a Carreiro.
-Ya he oído sus razones, inspector jefe, por eso quiero hablar con
ellos. Así que espero que me respondan ¿saben que me están pidiendo que
ponga en libertad a un narcotraficante?
¡Claro que sabían perfectamente lo que le estaban pidiendo! Quien
parecía no saberlo era ella. Salvador evitó su mirada y durante un momento
dudó entre responder o esperar a que la juez volviera a preguntar.
-Llamar narcotraficante al Marinero es subirlo de categoría- dijo ante
el silencio testarudo de la juez.
Ella ojeó uno de los papeles que tenía sobre la mesa y afirmó:
-A mí me parece que un kilo de cocaína convierte a cualquiera en un
narcotraficante, subinspector.
Eugenia Ramírez miraba fijamente al policía esperando una
respuesta. Salvador, que al principio había evitado la mirada de la mujer, se
la devolvió, ahora sin recato. Notó los ojos negros, profundos y expectantes
clavados en los suyos y no tardó en descubrir en ellos que la juez ya había
decidido soltar al Marinero, pero que se lo iba a hacer pagar allí mismo,
que aquella libertad provisional les iba a hacer sudar. Puede que esa fuera
la razón del enfado del inspector jefe o puede que no, pero lo que sí era

204
seguro era que esa era la razón por la que estaban ellos allí, para rendir
pleitesía a la juez Eugenia Ramírez, para pedirle por todos los medios
posibles que dejase en libertad al Marinero y, luego, cuando ella
magnánimamente hubiera cedido, se lo agradecieran eternamente.
El silencio comenzaba a hacerse tenso. Salvador sostuvo la mirada
dispuesto a no decir ni una palabra más. Estaba seguro de que el inspector
jefe ya había dado todas las explicaciones necesarias, si quería soltar al
Marinero que lo soltara y si no, adiós muy buenas, pero si su libertad
dependía de que él pronunciase una sola palabra más, ya podía pudrirse en
la cárcel. Ya pensaría otra manera de encontrar al hipotético asesino.
-Veo que no compartimos la idea sobre un narcotraficante,
subinspector- dijo al cabo la juez sin desviar la mirada de los ojos de
Salvador.
-Yo fui quien lo detuvo, señoría- respondió él.
Carmen miró a ambos preocupada. La tensión que sin ninguna razón
visible se había extendido entre ellos era evidente. Tuvo la sensación de
que las cosas iban mal y que la juez no colaboraría con ellos. Miró a su
izquierda buscando ayuda en el inspector jefe, pero él tenía también el
gesto crispado, las mandíbulas apretadas y miraba fijamente al rostro de la
juez Eugenia Ramírez. Cerró los ojos un instante, inspiró profundamente y
dijo:
-Señoría- la juez apartó los ojos de Salvador y se volvió hacia ella-,
aunque no lo sepamos con total seguridad, hay un hombre deambulando
por la ciudad que probablemente haya asesinado a tres personas y
pensamos que está buscando a una cuarta para asesinarla también. No
sabemos sus motivos ni sus razones, lo único que sabemos es que el modo
más rápido del que disponemos para encontrar a ese hombre y evitar otra
muerte es a través de la ayuda del Marinero.
La voz de Carmen se extendió en el despacho y rebajó la tensión que
lo inundaba como si fuera un bálsamo. Al oírla, Salvador volvió el rostro
hacia ella y la observó ensimismado. Tenía en las pupilas clavados los
rasgos duros y marcados de la juez y se encontró de pronto con el rostro
armonioso y dulce de Carmen, el pelo sedoso que brillaba al trasluz, los
ojos verdes y brillantes; vio moverse los labios húmedos y sensuales en los
que brillaban reflejos mágicos y escuchó hipnotizado la música de su voz,
se dejó acariciar hasta lo más íntimo de sí mismo por el sonido y la luz de
aquella mujer, pero no prestó atención a ninguna de sus palabras, no fue
consciente en ningún momento de lo que dijo ni hizo ningún esfuerzo por
serlo. Tampoco fue consciente del tiempo que permaneció inmóvil,
mirándola, aunque tuvo la sensación de que sólo había sido un instante.
Luego Carmen calló. El silencio hizo que volviera a la realidad. Se
giró para apartar la mirada de ella y se encontró de nuevo con la juez que
también miraba atentamente a Carmen. Notó que los ojos negros tenían la

205
mirada menos profunda, más brillante, los rasgos de su rostro anguloso
eran más suaves y parecía se hubiesen dulcificado. Tuvo la sensación de
que Eugenia Ramírez había caído seducida al mismo tiempo que él.
-De acuerdo- dijo la juez rompiendo el silencio que siguió a la voz de
Carmen-, esta misma mañana firmaré la orden- luego se incorporó para dar
por terminada la entrevista.
Antes de dejar el edificio del palacio de justicia, Salvador se giró a
Carmen y preguntó:
-¿Qué le has dicho?
Ella lo miró sorprendida.
-¿No estabas allí?
El le devolvió la mirada y una sonrisa y estuvo a punto de contestar
que no.
Carreiro que se había retrasado hablando con la juez bajó las
escaleras atropelladamente y llegó hasta ellos con el rostro congestionado.
-Bueno, ya oísteis. Antes de nada, habláis con el Marinero y le
explicáis lo que queremos de él, no vaya a ser que lo pongamos en libertad
y luego nos deje con el culo al aire- dijo en tono imperativo e irritado.
Salieron de la ciudad rumbo a la prisión provincial, Salvador
conducía con aire distraído y cuando el coche se detuvo frente al un
semáforo en rojo miró a Carmen y dijo:
-Vaya día que tiene hoy Carreiro. Se comporta como si fuera yo.
Carmen lo miró también y sonrió con picardía.
-El inspector jefe y la juez han tenido un rollo- dijo sin dejar de
sonreír.
-¿Cómo?
-Que han estado liados- insistió Carmen.
La luz del semáforo se volvió verde y comenzaron a moverse
lentamente.
-¿Cómo sabes eso?- preguntó Salvador al tiempo que se cambiaba de
carril para iniciar un adelantamiento.
-Esas cosas se notan. ¿No te has dado cuenta?
Claro que no se había dado cuenta.
-Esas cosas se notan- repitió mientras regresaba a su carril tras el
adelantamiento.
Carmen asintió.
-Eso quiere decir que toda la comisaría se ha enterado de que tú y yo
follamos- dijo Salvador sin dejar de mirar al frente.
-¡Estúpido!- exclamó ella y resopló al tiempo que movía la cabeza de
un lado a otro.
-Ahora lo has dicho bien, así se dice estúpido, escupiendo.
Luego no se dijeron una palabra más hasta que aparcaron frente a la
prisión provincial. Siguieron en silencio, sin mirarse siquiera, durante

206
quince kilómetros la carretera que serpenteaba trepando entre laderas
cubiertas de robles que comenzaban a llenar de hojas sus ramas desnudas.
El viento soplaba con fuerza y de vez en cuando una gota se estrellaba
contra el limpiaparabrisas. Salvador condujo concentrado en la carretera y
pensando si no se habría pasado de gracioso. Carmen no podía dejar de
pensar que aunque Salvador lo hubiera dicho por fastidiarle, a lo peor era
cierto que alguien se había dado cuenta de lo que había ocurrido entre ellos.
Cruzaron la explanada del aparcamiento a toda prisa huyendo del
viento y del agua que empezaba a caer, y cuando llegaron a la puerta llovía
ya con fuerza. Durante el tiempo que esperaron frente a la puerta cerrada
varias gotas de agua se estrecharon contra el cristal tintado y, aquella
mañana, sucio. Los recibió un funcionario gordo y desaliñado que los
condujo hasta el despacho del subdirector de seguridad, Carlos Arias.
El subdirector era un hombre fuerte y un poco gordo, no muy alto, de
cara redonda, pero enérgica y pelo escaso peinado para disimular la
incipiente calvicie. Aquella mañana estaba enfundado en un impecable
traje azul. El despacho no era muy grande y estaba completamente ocupado
por ficheros que no dejaban más espacio libre que el ventanal que abarcaba
completamente uno de los lados. Prácticamente no quedaba sitio para las
dos sillas que había delante de una mesa también atestada de papeles.
-Así que andas detrás de la muerte del Jeringuillas- dijo Carlos Arias
después de que se hubieran saludado.
-Más o menos- respondió Salvador.
-No me extraña nada- el subdirector sonrió con picardía.
-¿No te extraña?
Carlos Arias era un hombre tan pulcro en el trabajo como en el vestir
y no dejaba nunca ningún cabo suelto con el que pudiera enredarse.
-Tu llamada despertó mi curiosidad e hice algunas averiguaciones.
Salvador se incorporó un poco en la silla y lo miró expectante.
-Y…
-Poca cosa, pero te diré que hay dos tipos de drogadictos, los que se
mueren de sobre dosis y los que no.
-Y el Jeringuillas era de los que no.
-Exacto. Lo que me sorprende es tu intuición, que hayas llegado a la
conclusión de que no fue un accidente, porque eso es lo que piensas ¿no?
Salvador sonrió.
-Arréglame una entrevista con el Marinero y en un par de días te lo
cuento.
Carlos Arias sonrió también. Así que no me vas a contar nada, pensó.
-En cinco minutos lo tendrás a tu entera disposición- dijo al tiempo
que levantaba el teléfono.
Tuvieron que esperar más de cinco minutos. Se encontraron con el
Marinero casi media hora después de haber hablado con el subdirector del

207
centro en una sala cuadrada de paredes pintadas de un naranja chillón. En
el centro de la sala había una mesa, también cuadrada y en torno a ella
cuatro sillas. No había más muebles.
-¿Quieren que espere dentro?- preguntó el funcionario que lo había
acompañado.
-No será necesario, gracias.
El Marinero, que de ordinario se esmeraba en cuidar su imagen, tenía
aquella mañana un aspecto desliñado. Vestía un chándal gris, sucio y ajado
y estaba sin afeitar.
-Veo que la cárcel no te sienta nada bien, Pascual- dijo Salvador al
modo de saludo.
El otro lo miró con desprecio y se dejó caer en una de las sillas y se
arrellanó con impertinencia. No importaba lo que sintiera por el policía, si
estaba allí, era porque quería algo de él, y él estaba dispuesto a dárselo si
obtenía lo suficiente a cambio.
-¿Qué quiere, subinspector?- preguntó con chulería.
Salvador no respondió, se sentó también. Miró al Marinero a los ojos
y supo enseguida que no tardaría ni un minuto en aceptar colaborar con él.
La cárcel le estaba pesando demasiado.
-He venido sólo a saber cómo estás.
-Ya ve que bien, aquí se está muy bien, el único problema son las
visitas.
Salvador inspiró profundamente y dio un suspiro.
-Bueno, en ese caso, no te molestamos más ni alteramos tu cómoda
existencia- se puso en pie-. Vamos- añadió mirando a Carmen.
El otro lo miró sorprendido y se incorporó en el asiento.
-Algo querrá de mí, si ha venido hasta aquí.
-Mira a ver qué puedes ofrecerme- dijo Salvador y se acercó al
Marinero. Luego tomó una silla y se sentó a su lado-. Si es algo interesante,
a lo mejor me quedo.
Se miraron en silencio.
-No voy a hablar del Chino.
Salvador sonrió.
-Le tienes más miedo a él que a mí, ¿verdad Pascual?
Volvieron a permanecer en silencio.
-Lo veo en tus ojos, Pascual. Él te asusta más que yo.
El Marinero se incorporó.
-Ha hecho el viaje en balde, inspector. No voy a hablar del Chino, ya
se lo he dicho.
-Subinspector, Pascual, Subinspector. Vale, no vas a hablar del
Chino, pero a lo mejor hablas con él y le pides un pequeño favor para mí.
El Marinero volvió a sentarse.

208
-Te consigo la libertad provisional si me buscas a un tipo que quiero
encontrar. Hay heroína por el medio, así que estoy seguro de que el Chino
sabe algo…
-¿Nada más?
-Nada más. Tú hablas con el Chino, me encuentras a ese hombre y
luego me lo cuentas a mí. Yo para que hagas todo eso consigo que te
pongan en bola1 y si me pasas la información que quiero, el día que veas a
su señoría cara a cara, seré bueno con mi declaración.
-¿Cuándo me voy?
-Mañana. Te voy a hacer una advertencia, no olvides que te detuve
porque te comportaste como un estúpido, así que no lo repitas y, por una
vez en la vida, actúa con inteligencia y no intentes jugármela, porque si me
la juegas te pillo y, si te pillo, te jodo ¿de acuerdo?
El Marinero lo miró con la cara iluminada ya por la libertad y
asintió.
-De acuerdo, inspector- dijo.
-Subinspector, Pascual, sólo subinspector- Salvador se incorporó y
continuó-: creo que esto va a ser el principio de una gran amistad- luego se
volvió hacia Carmen que lo miraba con gesto divertido y sonrió.

1
Libertad.

209
27

Después de acabar la entrevista con el Marinero volvieron a la zona


de oficinas de la prisión para hablar de nuevo con el subdirector de
seguridad. Ambos estaban seguros de que Carlos Arias tenía cosas
interesantes que contarles sobre el Jeringuillas, pero se encontraron con la
puerta de su despacho cerrada. Frente a ella, Salvador compuso un gesto de
desagrado y chasqueó la lengua. Esperar era de las cosas que menos le
gustaban, sobre todo si no podía fumar. Volvió a chasquear la lengua, miró
el reloj y resopló. Carmen, a su lado, esbozó una sonrisa complaciente,
encogió los hombros y lo miró callada, pero sin abandonar la sonrisa.
-Claro, como tú no fumas, no te importa esperar aquí- dijo él, airado
e impaciente-, pero esto es un edificio oficial y lo tienen prohibido.
-Pensé que eso no te importaba, la comisaría también es un edificio
oficial y allí fumas como un carretero.
-No tiene nada que ver, aquello es más familiar, es como estar en
casa.
-Ya- repuso ella sin dejar de sonreír-, eso significa que prefieres
molesta a los compañeros antes que ha desconocidos- remarcó más la
sonrisa tiñéndola de picardía-. Bueno, tómalo por el lado bueno, si no
fumas eso que te ahorras en dinero y en salud.
Salvador no atendió a sus palabras ni a su sonrisa, se movió inquieto
e impaciente por el vestíbulo como si fuese en preso y volvió a mirar el
reloj. Dos funcionarios, ambos con papeles en la mano, pasaron a su lado,
los observó mientras cruzaban ante él charlando animadamente, notó que
uno de ellos al menos olía fuertemente a tabaco rubio, miró la puerta
cerrada del despacho y se lanzó, escaleras abajo, hacia la calle. El cielo
estaba completamente encapotado, las nubes habían descendido y parecían
querer pegarse directamente al suelo en vez de bajar sólo en forma de
chaparrón, el viento había amainado un poco y la lluvia arreciaba
golpeando con furia el cristal de la puerta. Estar a cubierto en aquel
momento era gloria bendita. Meditó durante un par de segundos y decidió
que no estaba tan desesperado como para empaparse por un cigarrillo.
Regresó al vestíbulo con las ganas de fumar intactas. Carmen se había
sentado en una silla negra de plástico que había en una esquina y esperaba
pacientemente observando la animación que producían los funcionarios que
se movían de allá para acá como si estuvieran muy atareados. Salvador se
detuvo frente a la puerta del despachó, la miró, miró el reloj, dio tres golpes
en la hoja de la puerta y sin esperar respuesta la abrió. Carlos Arias hablaba
con una mujer corpulenta que no dejaba de gesticular y al verse
interrumpido, levantó la cabeza y lo miró con una sonrisa.
-Perdón- dijo Salvador- no sabía que tenías visita.

210
-En cinco minutos estoy contigo.
Tras cerrar la puerta caminó hacia Carmen.
-Si ya sabías que estaba ocupado, ¿para qué llamaste?
-Porque seguro que él no sabía que nosotros estábamos aquí
esperando para hablar con él.
Ella lo miró con resignación.
-Ahora que ya lo sabe, seguro que esperas más tranquilo- dijo.
La mujer tardó un buen rato en dejar el despacho. Era una gitana
grande y gorda vestida completamente de negro que salió con los ojos
llorosos y la cabeza gacha. Carlos Arias los recibió en pie. En el despacho
había una mezcla de olor intenso y desagradable a humo y a sudor.
-¡Cómo me ha dejado esto!- dijo el subdirector y abrió la ventana
que tenía a su espalda- ¡Pobre mujer! Si conocierais a su hijo…
Un soplo de aire fresco recorrió el despacho, pero no había dejado de
llover y el viento que soplaba era suficiente para que el agua se colara
como si alguien la lanzara directamente sobre la ventana. Con un gesto de
desagrado, el subdirector la cerró y al tiempo que volvía a la mesa y se
sentaba frente a ella dijo:
-Bueno, sentaos. Dejaremos la puerta abierta y así correrá un poco de
aire.
-Lo mejor para que se vaya esta peste es que yo encienda un cigarro,
el humo lo tapa todo- dijo Salvador.
-Mejor que no.
-¡Lástima!
Carlos Arias se incorporó un poco en su asiento y dirigió la
conversación a lo que él le interesaba. No era hombre dado a rodeos
innecesarios.
-¿Llegasteis a un acuerdo con el Marinero?- preguntó como si lo
hiciera sólo por cortesía.
-Por supuesto- respondió Salvador-. Teníamos una oferta que no
podía rechazar- rió unos instantes y continuó-. Ahora que el Marinero se ha
avenido a colaborar con nosotros, nos gustaría que nos contaras un par de
cosas sobre el Jeringuillas.
El subdirector lo miró pensativo y en lugar de disponerse a satisfacer
la curiosidad del policía preguntó:
-¿Quién querría matar a alguien tan insignificante como el
Jeringuillas?. Excluyendo una pelea o algo así, quiero decir. Además
tomarse la molestia de simular que había sido una sobredosis … En el
fondo no era más que un caco de mala muerte, la verdad es que no
comprendo quien podría tener interés en acabar con él.
Salvador Sonrió, hacía ya suficiente tiempo que conocía a Carlos
Arias como para saber que tendría que compartir con él parte de la
información de la que disponía si quería sacarle una palabra más.

211
-Eso es lo que tratamos de averiguar- respondió sabiendo que la
respuesta no sería en absoluto satisfactoria.
-Ya.
Tras la lacónica respuesta un silencio molesto se extendió por el
despacho.
-Supongo que tú tendrás información sobre contactos o amistades-
dijo Salvador al cabo-, con quien se relacionaba aquí en la cárcel, bueno, ya
sabes a qué me refiero.
El subdirector sonrió. Lo sabía perfectamente.
-La verdad es que hace ya bastante tiempo que no nos visitaba. A lo
que se ve, últimamente se portaba bien o hacía que lo creyerais así y no lo
deteníais- dijo y miró sonriendo a Carmen para evitar la mirada de
Salvador.
-Así que no recuerdas…
-Lo que sí recuerdo es que nunca se relacionó con el Marinero.
¡Qué cabrón! Pensó Salvador, bueno, parece que tendré que
intercambiar información.
-Es un asunto importante, Carlos- dijo.
-Un asunto importante, no te las des de nada, Salvador. Con el
Jeringuillas y el Marinero por el medio… lo dudo mucho. Esos dos nunca
han tenido nada que ver con la importancia.
-¿Recuerdas los dos muertos de la calle Concejo?
El subdirector se reconcentró un momento, se rascó la barbilla y dijo:
-La calle concejo, sí, ya recuerdo, el hombre que mató a la mujer y
luego se pegó un tiro.
-Ese mismo. Pues mi compañera- Salvador miró a Carmen- cree no
fue como lo cuentas, cree que alguien los mató a ambos y me ha
convencido a mí. Y yo creo que el Jeringuillas está implicado de alguna
manera y la he convencido a ella. Y no te puedo contar más porque la
verdad es que no sabemos más. Todo lo que tenemos son hipótesis.
-Hipótesis.
-Eso es, hipótesis. Así que necesitamos toda la información posible
sobre el Jeringuillas.
-¿A qué se dedicaba el muerto de la calle concejo?- preguntó el
subdirector.
-Era inspector de trabajo.
-¿Cocaína?
-¿El inspector? No.
Carlos Arias se repantigó en su asiento y repartió la mirada entre los
dos policías con una expresión de suficiencia, luego dijo:
-No es por nada, Salvador, pero ya me dirás qué relación puede tener
el Jeringuillas con un inspector de trabajo si no es por un asunto de drogas.
Te aseguro que ese no trabajó en su vida.

212
-No hace falta que tú me asegures nada, lo he comprobado yo, nunca
cotizó a la seguridad social.
-Te has tomado la molestia de comprobarlo, eso quiere decir que vas
en serio.
-Completamente en serio, ya te lo he dicho. No tenemos ni idea de la
relación que pudieran tener, pero estamos convencidos de que la tenían, por
eso necesitamos toda la información posible sobre el Jeringuillas y tú sabes
mucho.
El subdirector lo miró en silencio, se incorporó, se mantuvo
pensativo durante un momento y se volvió al ordenador que tenía a su
derecha, tecleó y esperó. Luego se llevó la mano a la barbilla y leyó
atentamente.
-Vamos a ver- dijo-. No comunicó nunca con nadie.
-¿Nunca?- preguntó Carmen sorprendida.
-No es muy extraño, no es un caso frecuente, pero se da. Es como el
chochín, que es un pájaro que no suele verse mucho porque es escaso,
aunque no está en vías de extinción- respondió el subdirector.
-Déjate de pájaros y háblanos del Jeringuillas. Vale, no comunicaba
con nadie- dijo Salvador que comprendía perfectamente la causa de que la
familia no lo hubiera visitado nunca- ¿y dentro de la prisión?
Carlos Arias se volvió al ordenador, tecleó de nuevo y volvió a leer
en la pantalla.
-Módulo dos- dijo al cabo-. Estuvo preso en cinco ocasiones,
siempre condenas relativamente pequeñas, nunca más de dos años, y
siempre lo tuvimos en el módulo dos- apartó la vista de la pantalla y se
volvió hacia ellos-. Tenía fama de homosexual y no muchos amigos,
aunque tampoco enemigos. Andaba con el Galocho, el Fugi y el Perico
fundamentalmente, vamos, los de Orense de su quinta.
Salvador extrajo la libreta de notas del bolsillo y consultó durante un
momento. Recordaba que la mujer del hermano pastelero del Jeringuillas le
había hablado de alguien a quien había visto en compañía del Jeringuillas,
pero no recordaba el nombre.
-El Galocho, el Fugi, el Perico…- dijo cuando encontró lo que
buscaba- ninguno se llama Julián.
Carlos Arias cerró los ojos y movió negativamente la cabeza sin
dudar.
-¿Y alguien que se llame Julián?- continuó preguntando Salvador-
¿Ha habido alguien con ese nombre que se relacionase con él?
Ahora el subdirector meditó durante un buen rato antes de contestar.
-No recuerdo a ningún Julián.
Salvador guardó la libreta decepcionado.
-Y esos tres ¿están ahora presos?
-Los tres. Estás de suerte.

213
-¿Cuánto tiempo llevan presos? ¿Mucho?
-¿Seis meses es suficiente?
-Creo que sí.
-Eso el que menos.
Se despidieron del subdirector que prometió hacer averiguaciones
sobre la vida del Jeringuillas, dejaron la prisión y cruzaron a toda prisa,
bajo el intenso chaparrón, la explanada del aparcamiento. La visita no había
sido demasiado productiva, habían conseguido que el Marinero colaborase
con ellos, pero, dado lo que le ofrecían, la libertad, ni más ni menos, su
colaboración ya la daban por conseguida antes de verlo. Salvador había
llegado con la esperanza de encontrar en el entorno del Jeringuillas a la
cuarta persona, a la que él suponía que el asesino buscaba. Puso en marcha
el motor y accionó el limpiaparabrisas.
-¿A quién estará buscando el asesino? ¿Quién será la cuarta
víctima?- dijo antes de comenzar a moverse.
-Si es que la hay.
-Estoy seguro de que la hay- afirmó Salvador con cierta rabia.
-En ese caso el asesino también puede buscar a alguien próximo a
Alejandro Cuenca o a Cati Fraile y no al Jeringuillas.
-No lo creo- el coche comenzó a moverse hacia atrás-. Cuando ya
estaba muerto el Jeringuillas, seguía preguntando por él. La clave está en
eso.
Las ventanillas del coche estaban completamente empañadas y junto
al agua que caía sin cesar se habían vuelto más translúcidos que
transparentes, casi opacos.
-¿Comemos juntos?- preguntó Carmen.
El coche se detuvo.
-No.
Ella sonrió.
-Te prometo que no vamos a Macdonalds- dijo con la voz y la
mirada más seductora que Salvador había visto nunca.
La lluvia pareció arreciar y cerrar todos los caminos, los cristales se
empañaron aún más y parecieron aislarlos del mundo, el ruido del motor
desapareció como si se hubiera detenido por su cuenta para no molestar y el
único sonido que quedó en el aire fue el repiqueteo del agua en la chapa del
coche. Se quedaron en silencio, cara a cara. Se miraron en el silencio roto
por el ruido del aguacero. Aquel mismo soniquete monótono del agua,
aquella misma lluvia, aquella voz y aquella mirada encantadora de Carmen
eran las mismas que Salvador llevaba pegada a la piel desde la noche en la
que había subido al paraíso junto a ella. Durante un instante, hasta le
pareció sentir el tacto de su piel y el sabor de su saliva. De pronto, la boca
que le hablaba era la boca que había recorrido poro a poro su piel, el
cabello era el mismo cabello sedoso que le había hecho cosquillas hasta en

214
alma, los labios, los que él había devorado, los ojos, los que se cerraban a
cada una de sus sacudidas, las manos las que habían relajado todos sus
músculos. Sintió que el recuerdo de todo aquello dejaba de ser placentero y
se volvía doloroso.
-Me gustan demasiado, Carmen- la voz se le quebró, pero no tuvo
dificultad en continuar hablando, la presencia de Carmen producía una
claridad en sus sentimientos y una facilidad para expresarlos que nunca
había sentido antes-. Me gustas demasiado- continuó- como para tener una
relación contigo que vaya más allá de lo laboral si no llega hasta donde yo
quiero que llegue.
-Salvador…
-No me malinterpretes, no estoy enfadado contigo, hicimos las paces
¿lo recuerdas?- calló un instante para recuperar el aliento que había perdido
como si hubiera corrido un millón de kilómetros-. No es que no quiera ser
tu amigo, es que no puedo.
Una ráfaga de viento hizo que el agua golpease aún con más fuerza
contra ellos.
-Déjame que te explique.
-No hay nada que explicar ni nada que debamos hablar, todo está
claro, Carmen. Las cosas son como son y no como a mí me gustaría que
fueran ni como te gustaría a ti. A mí me gustaría que fuéramos amantes y a
ti que fuéramos amigos, pero vamos a ser compañeros, nada más. Es lo que
hay.
El coche comenzó a moverse lentamente abriéndose paso en el
terrible aguacero. Carmen observó la mirada de Salvador fija en la
carretera, el rostro serio, el mentón con la barba completamente afeitada
que brillaba ligeramente con el sudor y la mandíbula contraída. ¿Por qué
serán tan brutos algunos hombres? ¿Por qué ese silencio empecinado? ¿Por
qué no la dejaba hablar? ¿Por qué no le dejaba decirle que lo que ella
necesitaba era tiempo, nada más, sólo tiempo? ¿Por qué no le dejaba
decirle que no lo estaba rechazando? Decirle que a ella también le había
gustado y era posible que quisiera repetirlo, pero con aquel otro Salvador,
con el que aquella noche en la que se sentía completamente sola y perdida
la había envuelto en risas, ternura y besos, no con el Salvador que apretaba
de aquella manera los dientes y miraba la carretera como si la quisiera
devorar. ¿Por qué no le dejaba decirle que antes de volver a repetirlo
necesitaba hablar con él de lo que había pasado? ¿Por era tan estúpido?
Lo miró atentamente durante un buen rato. Él sabía que ella lo
observaba, pero no movió ni un músculo.
-¿A qué le tienes miedo?- preguntó ella tras un largo silencio.
-No le tengo miedo a nada- respondió él diciendo la mentira más
grande de los últimos meses.
-Entonces, habla conmigo.

215
-Ya está todo dicho.
Hubo un nuevo silencio amortiguado sólo por el ronroneo del motor
y el ruido del limpiaparabrisas en su eterno viaje de ida y vuelta.
-Eres un estúpido- dijo Carmen rompiendo el silencio con voz suave
y dulce, casi en un susurro, como si hiciera una declaración de amor; no lo
escupió con rabia como él siempre le decía que hiciera, como siempre decía
que se debía de pronuncia aquella palabra, pero esta vez, Salvador calló,
continuó conduciendo en silencio, con la mandíbula contraída y la mirada
perdida en la carretera, sin hacer ninguna indicación sobre la manera
adecuada pronunciar la palabra estúpido.

216
28

Salvador prefirió no andarse con rodeos y plantear la cuestión


directamente. Estaba seguro de que Carlos Ferrer, el jefe del servicio de
inspección de trabajo, reaccionaría con miedo a la noticia, y el miedo le
ayudaría a rebuscar en el fondo de su mente, a recordar todo lo importante.
Se habría hecho a la idea de que la muerte de Alejandro Cuenca había sido
un suicidio y la sola sospecha de que estuviera relacionada con alguna
cuestión laboral sería sin duda causa de desasosiego. No necesitaba
presionarlo de ningún modo, Carlos Ferrer no ocultaría nada por espinoso
que pudiera resultar. Sí, Salvador estaba seguro, no había mejor acicate que
el miedo.
Acababan de llegar a la delegación de trabajo que a aquella hora de
la tarde estaba prácticamente vacía. Sólo se veía movimiento en la zona del
edificio que ocupaban las centrales sindicales. En la oficina de la
inspección no tuvieron que esperar, Carlos Ferrer les esperaba
personalmente embutido en un impecable traje azul acero y paseando un
poco tenso, con las manos entrelazadas a la espalda, en la zona común de la
oficina.
Salvador había concertado la visita con el inspector aquella misma
mañana con una breve conversación telefónica.
-Por supuesto, esta misma tarde si lo desea- había respondido Carlos
Ferrer cuando le había preguntado si podrían verse. Salvador notó que en la
voz del inspector reverberaba cierta ansiedad.
Luego, como había comido solo, había tenido mucho tiempo para
pensar y como no quería pensar en su vida personal, que en aquel momento
le parecía triste y mísera, se había dedicado a hacerlo sobre la causa de la
muerte de Alejandro Cuenca. Cuando terminó con el postre, flan casero-
harina de maíz y vainillina- con nata -margarina- había llegado a dos
conclusiones. Una era que la muerte, si había sido realmente un asesinato y
no un suicidio, tenía que estar relacionada con un asunto laboral, por lo que
la información que consiguiera de la entrevista de aquella tarde con el jefe
de la inspección tenía que resultar crucial. Estaba seguro de que había algo
que habían tenido todo el tiempo delante de sus narices y que no habían
sabido ver y tenía que averiguar qué era. La otra conclusión a la que había
llegado era que tenía que haber comido con Carmen, tenía que haber
aceptado su invitación. Se había acercado, silencioso y solitario, a un
pequeño restaurante muy cerca de su casa, mesón Carlos, y se había
sentado al lado de la ventana para observar como el agua golpeaba, de vez
en cuando hasta con furia, contra el cristal que anunciaba el menú del día.
Frente al plato de sopa pensó que si aquel día hubiera habido sol, habría
aceptado la invitación de Carmen, habrían comido juntos, pero la lluvia, el

217
frío y el viento habían mantenido tan vivo el recuerdo de aquella noche en
su memoria, la noche en la que había descubierto que las diosas eran de
carne y hueso y que él las podía tocar, que fue incapaz de sentarse a comer
frente a ella. Luego en su solitaria mesa, cada vez que tenía alguna idea
relacionada con el caso que se traían entre manos, sentía la necesidad de
compartirla con Carmen, de decírselo para saber lo que pensaba, de
discutirlo con ella, pero frente a él la silla vacía lo miraba por encima del
mantel de papel blanco casi con burla. Cuando acabó la comida no sabía
qué habría sido peor, si su turbadora presencia o la nostalgia que le causaba
su ausencia. Comió poco, meditó mucho y tras una breve tertulia en la
cafetería Luna, un café y tres cigarrillos, se pasó por la comisaría a recoger
el informe sobre los casos de Alejandro Cuenca y esperó a Carmen en la
puerta de la delegación de trabajo, protegido del agua por una pequeña
cornisa y fumando un cigarrillo más.
Ella llegó a la hora convenida. Llovía y caminaba en la acera vacía y
solitaria, cubierta por un paraguas que llevaba un poco echado hacia atrás
como si fuese una sombrilla. Se vieron desde lejos, él la vio llegar, ella,
esperarla conun cigarrillo en una mano y una carpeta en la otra. Se
observaron mutuamente, él la vio caminar solitaria y elegante bajo la lluvia
y ella lo observó parado, al abrigo de la cornisa, llevarse el cigarrillo a la
boca y hacerse dueño del espacio que lo envolvía. Unos pasos más tarde,
después de mirarse durante un instante a los ojos, ambos tuvieron la
sensación de que el otro tenía el gesto serio. Como si fuese un acto reflejo o
como si quisiesen conjurar la tensión que intuían, se sonrieron mutuamente.
Ella cerró el paraguas y lo sacudió antes de saludarse, luego, sin una
palabra más, subieron lentamente la escalera.
Carmen había acabado comiendo una hamburguesa. Ya que Salvador
no había querido acompañarla, Macdonalds era su opción preferida. Luego
intentó pasear, pero la lluvia no quiso conceder tregua alguna a la tarde y
acabó adormecida en el sofá de su casa frente al televisor que le contaba los
cuernos y amoríos de gentes que ni conocía ni tenía interés en conocer. La
voz del locutor se volvió poco a poco tan monótona como el repiqueteo del
agua en los cristales, hasta que sin darse cuenta acabó completamente
dormida. Cuando despertó tenía la boca seca y pastosa y la sensación de
que había soñado algo relativo a Salvador, aunque no conseguía recordarlo
claramente. Pensó que podría haber soñado una larga conversación con él o
la forma de convencerlo para hablar. Miró la hora y se lavó la cara antes de
acudir a la delegación de trabajo. Mientras se peinaba frente al espejó tomó
una decisión. Le gustaba trabajar con Salvador, le gustaban su seguridad y
su cinismo y, a veces, hasta su mal carácter; se sentía bien a su lado, pero la
situación a la que habían llegado por culpa de su cabezonería, del
empecinamiento en no hablar con ella estaba comenzando a hacerle daño.
Y no estaba dispuesta a sufrir. No, ya no, así que tomó una decisión. Le

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gustaría seguir a su lado, pero no en el modo en que él quería, al menos en
aquel momento. Levantó la vista y observó a la mujer que la miraba seria y
pensativa en el espejo; era una mujer joven y hermosa. Le sonrió, pero la
mujer del cristal no le devolvió la sonrisa, la miró con gesto grave y el
rostro tenso.
-¿Qué vas a hacer? ¿decirle que no quieres saber nada más con él,
que no quieres volver a verlo? ¿Eso es lo que quieres?- le dijo la mujer del
espejo.
-¿Qué si no? ¿echarme otra vez como una tonta en los brazos de un
hombre?- respondió a su propia imagen reflejada.
La mujer del cristal tomó un mechón de pelo en su mano y lo peinó
delicadamente con un cepillo de púas negras.
-¿Por qué no? En el fondo, te gusta- dijo.
-Me gusta… no lo sé. No sé si me gusta.
-Averígualo.
-El problema es que él se empeña en que no lo pueda averiguar.
Las dos mujeres se miraron en silencio durante un buen rato hasta
que al unísono depositaron el cepillo en la repisa de cristal. Carmen echó
una última ojeada a su propia imagen y se fue decidida a hacer lo que había
decidido que tenía que hacer. Hablaría con Pombal y le diría que cuando
acabasen con aquel caso, preferiría no trabajar más con Salvador. La idea
de enfrentarse cara a cara con el comisario y pedírselo no le gustaba, le
aterraba casi, pero no tenía más remedio que hacerlo. Lo único que la
animaba era que Pombal no le pediría demasiadas explicaciones.
Haber tomado aquella decisión la dejó tranquila, más de lo que había
imaginado. Si a Salvador no le parecía bien era su problema y si quería
algo con ella, lo que fuera, ya sabía lo que tenía que hacer. Ella estaría
dispuesta a hablar con él y a escucharle cuando quisiera. ¡Qué ilusa era!
Salvador no daría su brazo a torcer nunca, si ella se alejaba de él, él no
daría un paso para seguirla, aunque se muriera de ganas de hacerlo. Ya se
lo había demostrado en una ocasión.
Llovía, abrió el paraguas y caminó tranquilamente en las calles casi
desiertas hasta su cita en la delegación de trabajo. Sacudió el paraguas y
tras un parco saludo subió la escalera de la delegación con Salvador
humeando a un lado y el paraguas goteando sobre el suelo al otro.
Carlos Ferrer abrió personalmente la puerta de la oficina. Se le
notaba inquieto.
-Lo siento- dijo a Salvador antes de saludar-, pero aquí no se puede
fumar.
Salvador miró el cigarrillo como si se sorprendiera de tenerlo en la
mano, con un gesto de desprecio lo arrojó al suelo húmedo y sucio y lo pisó
sin decir una sola palabra de disculpa. El inspector les cedió el paso y los
acompañó a su despacho.

219
-Tenemos la sospecha de que una o más personas asesinaron aquella
mañana a Alejandro Cuenca y a su compañera- afirmó Salvador sin más
preámbulos apenas se hubo sentado y dirigió su mirada más inquisidora a
los ojos de Carlos Ferrer.
El rostro del inspector se contrajo en una expresión tensa al tiempo
que sus ojos se volvieron casi saltones.
-No lo comprendo- dijo.
-Es muy sencillo. Las circunstancias nos hacen pensar que la muerte
de Alejandro Cuenca no fue un suicidio.
-No fue un suicidio- repitió ensimismado Carlos Ferrer-. Pero yo
creía… bueno, todos creíamos.
Era evidente que el jefe de la inspección tenía en mente lo mismo
que iban a mostrarle en aquel instante. Salvador extendió la mano y
depositó sobre la mesa el informe que el propio Carlos Ferrer había
mandado confeccionar para él sobre los asuntos en los que estaba
trabajando Alejandro Cuenca.
-La respuesta a su muerte está aquí, estoy seguro- dijo señalándolo y
sin dejar de mirar a los ojos del otro.
El jefe de la inspección de trabajo fijó los ojos en la carpeta y la miró
durante un buen rato sin decir nada. Salvador esperó a que el silencio se
volviese tenso antes de hablar.
-¿Sospechan de alguien?- preguntó al fin Carlos Ferrer.
Salvador calló.
-No tenemos ninguna sospecha- respondió Carmen-. Por esa razón
estamos aquí. Necesitamos su ayuda.
-Pos supuesto- repuso rápidamente Carlos Ferrer.
Un nuevo silencio. Salvador tomó la carpeta que acaba de depositar
sobre la mesa y jugueteó unos instantes con las páginas que contenía, luego
suspiró
-El problema- comenzó a decir, hizo un breve silencio y chasqueó la
lengua- es que aquí no hay nada que justifique un asesinato- tomó una de
las hojas al azar y la ojeó durante un momento-. Nadie mata por una baja
laboral que dure unos cuantos meses más de la cuenta - continuó al tiempo
que mostraba la página.
El jefe de la inspección lo miró dubitativo.
-En estas cuestiones laborales a veces nos encontramos con
conductas completamente irracionales- dijo.
Salvador movió negativamente la cabeza y entornó los ojos. Sabía
que el otro deseaba que, ya que lo habían matado, hubiera sido obra de un
demente.
-No he sido un crimen irracional, precisamente- afirmó. Tomó otra
de las hojas, la ojeó, la mostró y añadió-: ni ha sido un encargo hecho por
un empresario enfadado por una multa de trescientos euros.

220
Carlos Ferrer guardó silencio, pensativo. Intuía que en el tono de voz
del policía había una acusación, aunque fuese velada. Al cabo, dijo a modo
de defensa:
-Habría que analizar cada uno de los casos.
Salvador miró a Carmen.
-Eso ya lo hemos hecho mi compañera y yo- afirmó. Luego tomó
otra de las hojas y continuó-: una baja por enfermedad de alguien que la
utilizaba para la cosecha de castañas. Eso está muy feo, pero un asesinato
por un saco de castañas…- tomó otro folio-. Una denuncia por exceso de
horas…- mostró la hoja y sonrió cínicamente.
El jefe de inspección se revolvió incómodo en su asiento. Ahora no
necesitaba intuir nada, el tono y las afirmaciones de Salvador lo dejaban
todo claro. Se incorporó y mostró las palmas de las manos antes de
comenzar a decir:
-Bueno, esos eran los casos en los que trabajaba o había trabajado
últimamente, no le he ocultado nada, si es eso lo que piensa- el tono que
empleó fue firme y convincente.
Salvador borró la sonrisa de su cara. No tuvo ninguna duda de que le
estaba diciendo la verdad. Dejó a un lado la carpeta.
-Si eso es así, y no digo que no lo sea, hay algo en todo esto que se
me escapa.
Carlos Ferrer lo miró sorprendido.
-No comprendo.
-Tengo entendido que Alejandro Cuenca era un trabajador
competente- Salvador calló y esperó la respuesta del otro.
-Sí, lo era- el jefe de la inspección continuaba sin comprender.
-Me han dicho incluso que era una persona brillante…
El silencio obligó a que Carlos Ferrer dijera:
-No lo conocí a nivel personal fuera del ámbito laboral y no sabría
decirle, pero como profesional se le podría aplicar ese calificativo.
Salvador se arrellanó un poco en el asiento y alzó la vista hasta los
ojos del otro y lo miró fijamente.
-¿Era el mejor?- preguntó.
El inspector arrugó el entrecejo un poco incómodo.
-Bueno, eso es difícil, ya sabe- dijo titubeante-, pero para ser sincero-
la voz se volvió firme-, le diré que sí. Era el mejor.
-El mejor- repitió Salvador-. Si yo fuera el jefe de un servicio
cualquiera encargaría los casos más difíciles al mejor profesional, no haría
que ocupara su tiempo en asuntos sin importancia como investigar quien
recoge las castañas o las deja de recoger. ¿O es que esos son los casos más
importantes que se traen ustedes entre manos?
Carlos Ferrer sonrió como si se sintiera aliviado al comprender
adonde quería llegar el policía que tenía frente a él.

221
-Alejandro formaba parte de una comisión de estudio que le ocupaba
prácticamente el cien por cien de su tiempo, por eso no se ocupaba de cosas
importantes aquí, en la inspección. No se lo mencioné antes porque no me
pareció relevante.
Carmen y Salvador se miraron. Una comisión de estudio, pensaron a
un tiempo.
-Pues puede serlo. Díganos lo suficiente como para que nos hagamos
una idea- dijo él.
-Es sencillo, es una comisión técnica. Alejandro formaba parte de
ella por merito propio, pero no se dedicaban más que a cuestiones
puramente técnicas, ya les digo.
-Viajaba con frecuencia a Madrid- Salvador recordó lo que le había
dicho el amigo banquero del muerto.
-Sí, prácticamente todos los meses.
Silencio. Carmen se incorporó un poco en su asiento.
-¿Podría haber alguna razón para que alguien desease su muerte por
algo relacionado con esa comisión?- preguntó.
-Creo que no, no. No se me ocurre cómo. Estamos hablando de una
comisión técnica. No, no me imagino a nadie matando por una
discrepancia…no, no- repitió-. Me parece imposible.
Volvieron a mirarse en silencio.
-Estamos como al principio- dijo al cabo Salvador. La decepción
vibraba en su voz.
-Entonces- recapituló Carmen- Alejandro Cuenca se dedicaba
fundamentalmente a cuestiones técnicas y a los asuntos menores de la
inspección.
Carlos Ferrer sonrió.
-Podríamos decir que así era.
-¿Y no podría ser que trabajase en algo por su cuenta sin que se lo
hubiera dicho a alguien? Algún asunto complicado, no sé…
El jefe de inspección tardó un momento en responder.
-Es muy difícil responder a esa pregunta. Ya les he dicho que
Alejandro era un hombre muy reservado, apenas se relacionaba con nadie,
así que sí, podría, pero…- calló.
-¿Pero?- preguntó Carmen.
-Pero aunque era reservado y poco comunicativo no era el tipo de
persona que actuaría fuera de las normas. Era muy cumplidor, quiero decir,
conocía perfectamente los protocolos y las normas y las seguía. Si hubiera
descubierto alguna irregularidad, creo que habría seguido los cauces
reglamentarios- el inspector calló y movió la cabeza de un lado a otro como
si tratara de convencerse a sí mismo de que Alejandro Cuenca no había
tomada ninguna iniciativa sin comunicárselo a él.

222
-¿Alguien ha registrado sus cosas? Me refiero a su despacho-
preguntó Carmen.
Carlos Ferrer la miró extrañado. Eso era algo que no se le había
pasado por la cabeza.
-No- respondió sin pensarlo-. El despacho ha estado cerrado desde el
día…
-Ya. Necesitaríamos que revisara todos sus asuntos.
-Lo haré yo personalmente. Mañana será lo primero que haga.
Salvador se incorporó. La decepción que le había producido aquella
conversación hacía que se sintiera inquieto y malhumorado. Había llegado
allí con el convencimiento de que encontraría algo y salía con nada,
absolutamente nada.
-Alejandro Cuenca no se suicidó, alguien lo mató y ese alguien
puede tener razones para continuar matando- dijo ya en pie-. Sea
meticuloso. No deje pasar nada por insignificante que pueda parecer.
Carlos Ferrer se incorporó también y lo miró completamente
desorientado.
-Me está asustando.
-Yo, en su lugar, lo estaría- Salvador extendió la mano a modo de
despedida.
Había dejado de llover y entre las nubes, de vez en cuando, se colaba
algún rayo de sol y retazos de cielo azul intentaban alegrar la tarde. Las
aceras se habían llenado de caminantes y la ciudad había tomado una
agitación inusitada.
-Te has pasado con ese pobre hombre, lo has dejado muerto de
miedo- dijo Carmen a la puerta del edificio de la delegación de trabajo.
Salvador encendió un cigarrillo y la miró sonriendo.
-El miedo le aguzará el ingenio- repuso- así dedicará más tiempo a
pensar en la muerte de su compañero y le ayudará a poner más empeño en
el registro de sus cosas. Cuando no tienes paraguas, parece que el
chaparrón es mayor y el agua moja más.
Carmen le devolvió la sonrisa.
-¿Qué te parece lo de la comisión técnica? ¿Podría tener algo que ver
con su muerte?
Salvador dio una calada al cigarrillo.
-Me da en la nariz que el Jeringuillas no estaba en esa comisión.
Comenzaron a caminar.
-A lo mejor tampoco estaba en este crimen- dijo Carmen.
Él aminoró un poco el paso y dijo con cierta ira en la voz:
-A lo mejor todo el caso no es más que un crimen pasional y un
suicidio, pero no lo creo. Alguien los mató a los tres, a Alejandro Cuenca, a
Catalina Fraile y a nuestro amigo el Jeringuillas- se detuvo completamente
y miró a Carmen a los ojos.

223
Ella eludió la mirada y reanudó la marcha.
-Probablemente- dijo.
Salvador observó como se alejaba lentamente. Podía haberme
invitado a tomar una cerveza ahora en lugar de a comer esta mañana,
pensó. En aquel momento habría ido con ella a beber aunque fuera el agua
de los charcos. Lo hubiera sugerido él, pero no se atrevió, la negativa a
comer con ella estaba demasiado cercana. Carmen se detuvo de nuevo y lo
miró esbozando una sonrisa.
-¿Qué haces ahí parado?- preguntó.
Él señaló a su izquierda.
-Me voy por aquí, tengo que hacer unas compras. Nos vemos
mañana- dijo y se perdió entre la muchedumbre que, aprovechado que
había dejado de llover, comenzaba a abarrotar las calles.

224
29

Carmen sintió una extraña sensación al abrir la puerta. El recuerdo


que tenía de la vivienda, pese a los dos cadáveres que descansaban en el
salón, estaba inundado por el sol de aquella mañana de abril que ahora le
parecía lejana. Además no podía de dejar de recordar el olor penetrante,
acre y dulzón a un tiempo, de la sangre. Pero lo que se encontró aquella
mañana, triste, lluviosa y sombría, fue algo completamente distinto; la luz
del sol había desaparecido y el pequeño recibidor estaba casi a oscuras, la
poca claridad que se colaba a través de los cristales de la puerta del salón
producían en la estancia poco más que sombras; tampoco quedaban restos
del hedor a sangre, había sido sustituido por el de la humedad y olía a
cerrado y a moho. El tiempo, los días de lluvia, las habitaciones vacías,
deshabitadas, y las puertas cerradas habían concentrado un tufo que le
resultaba molesto y le producía una sensación de falta de aire como si
miasmas envenenados ocuparan ahora la casa. Salvador cruzó la puerta tras
ella y golpeó a tientas la pared hasta hallar el interruptor. La fría luz del
halógeno cambió de pronto el ambiente tétrico y hasta pareció que hizo
desaparecer el tufo a humedad. Lentamente y en silencio cruzaron el
recibidor y abrieron las puertas acristaladas que daban al salón.
Instintivamente, ambos dirigieron la mirada a la gran mancha de sangre que
había sobre la pared de la izquierda. Se había vuelto oscura, casi negruzca.
Sin pronunciar una sola palabra se separaron. Salvador se dirigió hacia la
mancha y la observó de cerca, Carmen caminó al frente y fijó la vista en el
espacio del suelo en el que había descansado el cadáver de la mujer. Cerró
los ojos y le pareció verla con la mirada perdida en el techo, como si aún
estuviera buscando en él la causa de su muerte.
El salón estaba en penumbra, iluminado sólo por la poca luz que se
colaba desde la calle oscura entre las lamas de la persiana a medio bajar,
Salvador dejó la mancha de la pared y se volvió a buscar un interruptor. Un
nuevo halógeno cambió el ambiente que pareció volverse menos fúnebre
con la luz fría y potente de la lámpara. Lo único que permaneció
exactamente igual fue la mancha de sangre oscura en la pared.
-¿Qué buscamos?- preguntó Carmen levantando la vista del suelo.
Salvador caminó hacia ella y se detuvo a su lado.
-Cuando lo encuentres, te los digo.
-Bueno, con esa pista lo encontraré enseguida, no te preocupes.
-Pues, andando, a la cocina- exclamó Salvador.
Ella, que ya había comenzado a caminar, se volvió hacia él y lo
fulminó con la mirada. A Salvador le pareció imposible que aquellso ojos
verdes pudiesen mirar con tanta ira. Antes de que Carmen dijese nada, alzó
las manos y añadió:

225
-No tenía ninguna segunda intención, te lo prometo. Si quieres voy
yo a la cocina y te quedas tú en el salón- al acabar la frase, sonreía
cínicamente.
Ella no sonrió, se volvió de nuevo y cruzó la puerta acristalada.
La cocina era amplia, de forma rectangular y al fondo se abría a una
ventana que daba a un patio de luces. Allí el olor a cerrado y humedad era
más intenso y se había enranciado al mezclarse con el de la grasa de los
platos que descansaban en el fregadero. Encendió la luz y un fluorescente
circular pestañeó dos veces y lo inundó todo con su luz blanquecina.
Caminó hasta el fondo de la cocina y abrió la ventana. El rumor de la lluvia
y el frescor de la mañana se colaron entre los platos sucios amontonados al
lado del fregadero. Carmen se volvió y abrió, uno por uno, todos los
armarios. Primero los que colgaban de la pared, luego los que se
encontraban en la base y por último, la nevera. A parte del montón de
platos sucios todo lo que encontró estaba ordenado y limpio y no hubo
nada que le llamara la atención. Dejó la cocina y volvió al salón. Salvador
escudriñaba entre los libros de la estantería de madera de castaño que
ocupaba completamente una de las paredes.
-Me imagino que no habrás encontrado nada- dijo él.
Se miraron. Ella negó con la cabeza y se unió a su búsqueda. Al cabo
de un buen rato, cansada ya de mirar entre libros y papeles sin saber qué
buscaba, dijo:
-Esto es estúpido. Nunca encontraremos nada.
-En algún lugar tiene que estar- repuso Salvador.
Carmen se irritó.
-Pero ¿El qué?- exclamó irritada.
El dejó el libro que tenía en al mano y la miró muy serio, rascándose
la barbilla.
-Lo que sea que los haya matado. Tiene que estar aquí o en la
oficina- respondió formando en el rostro una mueca que recordaba a una
sonrisa.
-Pues estará en al oficia- dijo Carmen que se sentía incómoda
hurgando en la vida de un muerto y se volvió sobre un montón de folios
que había a su izquierda.
Durante una hora más recorrieron cada lugar del salón que pudiera
ser un escondite, miraron libro por libro buscando la nota definitiva, el
documento esencial, la pista clave, pero no hallaron nada que no estuviera
en su lugar, nada que no fuera lógico encontrar allí.
-Sea lo que sea, aquí no está- dijo Carmen.
-O no lo hemos visto.
Con gesto cansado dejaron el salón y se encaminaron al despacho.
La persiana estaba baja, apenas tres o cuatro huecos se abrían entre las
lamas mal cerradas. Salvador la levantó con un gesto brusco. Había dejado

226
de llover y retazos de cielo azul se dejaban ver entre las nubes. Abrió la
ventana y encendió un cigarrillo. El ajetreo de la calle y un soplo de aire
fresco inundaron la sala que pareció tomar vida de pronto. El centro del
despacho estaba ocupado por una mesa de castaño sobre la que reposaba un
ordenador y un montón de libros. A ambos lados, las paredes estaban
cubiertas por librerías que llegaban casi hasta el techo, todas ellas de
castaño del mismo tono oscuro que la mesa. Carmen se encaminó hacia la
de su derecha y comenzó a mirar entre los libros. Salvador la observó
detenidamente y cuando ya el cigarro estaba casi consumido, lo arrojó,
cerró la ventana y se dirigió a la otra estantería. No se dijeron una sola
palabra durante mucho tiempo. Tras las librerías examinaron el ordenador.
Encendió sin contraseña, zumbó el ventilador en el silencio espectral que
los envilvía y examinaron todas las carpetas sin que ninguna estuviera
bloqueada por clave alguna.
Libro a libro, casi página a página, archivo a archivo del ordenador
consumieron la mañana. Al filo del mediodía dejaron el despacho con el
ánimo abatido y, a un tiempo, se dirigieron al dormitorio. Estaba
completamente a oscuras. La luz de la lámpara halógena casi los cegó. Se
detuvieron los dos en silencio en el umbral durante un buen rato, ambos
con la mirada fija en la cómoda. Las rosas que descansaban sobre ella se
habían marchitado, los pétalos estaban arrugados y tenían un color oscuro,
casi negruzco, sólo los tallos y las espinas estaban como si los acabaran de
cortar. Al cabo, Salvador dio el primer paso, se inclinó y recogió una de las
rosas esparcidas en el suelo. Un par de pétalos quedaron depositados sobre
la madera rojiza del parquet. Miró la rosa durante un buen rato y luego
observó las demás que rodeaban los pies de la cama.
-¿No estaremos haciendo una montaña de un grano de arena?-
preguntó sosteniendo la rosa en la mano.
Carmen miró las flores de la cómoda y las del suelo, las señaló con la
mirada y respondió:
-¿Tú harías eso antes de suicidarte?
Él la miró a los ojos. Si fuera contigo, haría lo que fuera, pensó.
-Hay gente muy rara en el mundo- dijo-. Pero, bueno, vamos a lo
nuestro.
Hurgaron en las ropas, en los zapatos, en el vestidor, en todos los
cajones y todo lo que hallaron fue lo mismo que habrían hallado en su
propia casa si la hubieran registrado de igual modo. Cuando dejaron el piso
estaban cansados y hastiados.
-¡Puto registro!- exclamó Salvador en el portal al tiempo que
encendía un cigarrillo-. Llevo toda la puta mañana sin fumar.
-Eso que has ganado- repuso ella.
Él la miró airado
-¿Vamos a la inspección de trabajo?

227
-Vamos.
Fue un corto paseo. Los claros del cielo eran cada vez más grande y
las nubes que lo enjalbegaban, cada vez más blancas. Parecía que no iba a
llover más y que el fin saldría el sol. Cruzaron San Lázaro, que entre el
agua que comenzaba a evaporarse, la luz de la mañana y el rumor de la
fuente estaba especialmente bello. Un camarero se afanaba en colocar una
terraza para la tarde que se prometía soleada y agradable.
Carlos Ferrer los recibió personalmente.
-¿Prefieren que hablemos en mi despacho o en el de Alejandro?-
preguntó tras un breve saludo.
Salvador eligió el del muerto, le pareció que si lo veía, podría
comprender mejor lo que había pasado.
El despacho de Alejandro Cuenca era aún más pequeño que el de su
jefe, pero todo estaba perfectamente ordenado y las pocas cosas que se
encontraban fuera de lugar habían sido movidas aquella misma mañana en
el registro que Carlos Ferrer había realizado. Aunque había muchas cosas
no parecía abarrotado y daba la sensación de que era más grande de lo que
en realidad era. Ninguno de los tres se sentó, Carmen y Salvador lo ojearon
con interés y luego permanecieron en pie en torno a la mesa que ocupaba el
centro del despacho.
-No ha sido difícil buscar entre las cosa de Alejandro- dijo Carlos
Ferrer-. Era un hombre metódico y ordenado. Todo está en su sitio y
lamento decirles que no hemos encontrado nada.
-¿Hemos?- preguntó Salvador.
El inspector asintió.
-He mandado al técnico informático que registre el ordenador por si
hubiera algún archivo oculto.
-Y no lo había.
-No.
La respuesta de Carlos Ferrer fue como un mazazo para los dos
policías que cerraba todas las puertas. Permanecieron un buen rato en
silencio antes de despedirse.
A las puertas de la delegación de trabajo, Salvador encendió un
cigarrillo y miró el reloj. Luego alzó la vista o observó a Carmen a su lado.
Mirándola se olvido de todos los muertos. Era ya la hora de comer y tenía
hambre, no llovía, el día era claro y el sol además de iluminar la ciudad la
comenzaba a calentarla como si quisiera pintar para él una maravillosa
tarde de primavera. Le gustaba su compañía y le apetecía comer con ella.
Se sentía un estúpido pensando que el día anterior la había rechazado, era
como un ciego que, enfadado por no poder ver las rosas se negara a olerlas.
Dio una calada al cigarrillo y dijo:
-He pensado que si te invitara a comer y rechazaras mi invitación,
me sentiría mal. Independientemente de los motivos que tuvieras. Así que

228
siento no haber aceptado ayer tu invitación y si me lo permites, te
compensaré comiendo en Macdonalds contigo.
Carmen lo miró un poco sorprendida ¿Aquello era una disculpa?
-Me compensarás…- dijo.
Él sonrió.
-Hombres como yo son poco frecuentes…
-Poco frecuentes, sí.
Carmen había tomado la decisión de no trabajar más con él, de
separarse, de evitar las malas caras y las malas contestaciones y eso hacía
que se sintiese mejor, que ya no le importara tanto lo que pudiera pasar
entre ellos, y haberlo decidido le suponía una especie de liberación.
-De acuerdo- dijo-, pero en Macdonalds.
No tardaron en encontrase cara a cara, con un montón de patatas
fritas y un par de hamburguesas entre los dos.
-Tenía la esperanza de haber encontrado algo esta mañana- dijo
Salvador tras un largo silencio.
Carmen tomó una de las patatas, la mordisqueó y jugueteó con ella
antes de responder:
-Pero ¿Qué esperabas encontrar?
¿Pero cómo es posible que esté hablando de dos muertos con una
mujer así? Pensó Salvador.
-No tengo ni idea- dijo-, pero los han matado por algo. Y tiene que
ser por algo muy gordo.
Carmen se cansó de mordisquear la patata y la dejó sobre la mesa.
-Puede que nos hayamos equivocado al plantearlo todo. Nos hemos
olvidado de la mujer.
-Puede ser, pero no lo creo- Salvador dio un mordisco a la
hamburguesa y la depositó sobre la bandeja, luego se limpió
cuidadosamente las manos-. No sé cómo consigues comer esto sin
pringarte- tomó de nuevo la hamburguesa y dio el último mordisco-.
Nuestra última esperanza es el Marinero- continuó-, si no nos encuentra al
hombre misterioso, creo que nos quedaremos sin saber nada- dejó la frase
en el aire y miró a los ojos verdes de Carmen que le devolvió la mirada con
una sonrisa.
Acabaron de comer en silencio, pensativos los dos y mirándose sólo
de vez en cuando.
-¿Qué hacemos esta tarde?- preguntó ella al cabo.
-Creo que nada. No nos queda más que esperar un par de días al
Marinero y si no da señales de vida, buscarlo y partirle la cara.
Se separaron, Carmen se encaminó a casa y Salvador a tomar un
café, charlar un rato con los amigos y fumar durante una hora sin que nadie
le mirara como un bicho raro.

229
Al cruzar la puerta de la cafetería Luna lo vio. Estaba acodado sobre
la barra, fumaba un cigarrillo y tenía una copa de coñac a su lado. El
Marinero, con su cara redonda y su cabeza afeitada dirigió los ojos saltones
a Salvador y le sonrió con suficiencia. Él se le acercó muy despacio, se
sentó en un taburete a su lado y lo miró sin decir nada durante un buen rato.
-Veo que no has olvidado mis costumbres.
El marinero levantó la copa abrazándola casi por completo con la
mano derecha y tomó un sorbo.
-Es un hombre muy previsible, subinspector.
Salvador sabía, por el tono que el otro empleaba que tenía
información para él. Procuró no impacientarse. Alzó la mano y llamó la
atención del dueño de la cafetería que se afanaba en lavar la vajilla tras la
barra, luego, parsimoniosamente, encendió un cigarrillo. Dejó la cajetilla
sobre el mostrador y no dijo nada hasta que le sirvieron el café.
-Deberías de dejar el alcohol, Pascual
Pascual López, Arias el Marinero sonrió y tomó un nuevo sorbo.
-El café es más sano- continuó Salvador-, mantiene la mente
despierta. El alcohol atontona y lo que tú necesitas es tener la mente muy
despierta Pascual. Te la estás jugando.
El Marinero se tensó un poco, la cara redondeada pareció alargarse y
entornó un poco los ojos saltones.
-Hicimos un trato- dijo.
-Yo siempre cumplo mis tratos, Pascual, espero que tú hagas lo
mismo.
Se miraron en silencio.
-No te hagas de rogar- dijo al fin Salvador-. Se nota a la legua que
has encontrado al hombre que busco- sonrió-. Y hay que reconocer que has
sido rápido, no esperaba tanta diligencia.
El Marinero no devolvió la sonrisa, se tensó aún más y entornó los
ojos hasta casi cerrarlos. Arrojó el cigarrillo que sostenía entre los dedos de
la mano izquierda como si comenzara a pesarle demasiado.
-¿Qué gano yo en todo esto?- Preguntó.
-De momento que no te parta la cara de un par de hostias.
Pascual López dio un respingo y sin darse cuenta se separó un poco
de Salvador. Sus ojos se abrieron de par en par y volvieron a ser saltones.
Inspiró y se armó de valor.
-No lo habría encontrado sin mí.
-Ni tú estarías en la calle sin mí. Empieza a largar que ya está bien de
jueguecitos, un poco si, pero ya me estoy impacientando.
El Marinero permaneció en silencio con el gesto serio y tenso.
-No olvides que estás en libertad provisional, pronto tendrás el juicio
y mi declaración será clave- agregó Salvador, dio una calda el cigarrillo y
exhaló el humo hacia el otro.

230
Se miraron a los ojos. Silencio.
-No seas estúpido, Pascual, te estás jugando mucho y no vas a sacar
más de lo que ya tienes.
-¿Por qué quiere encontrar a ese hombre?- preguntó el Marinero al
fin.
-Eso no te incumbe.
-A lo mejor, sí. No sé si me estoy metiendo en un lío.
-En un lío te vas a meter si no empiezas a largar ahora mismo-
Salvador levantó la voz irritado y en la cafetería disminuyó el murmullo
durante un instante.
El Marinero Calló.
-Es un policía- dijo tras un largo silencio.
Ahora calló Salvador.
-¿Qué dices?- preguntó al cabo, dio una última calada al cigarrillo y
lo arrojó al suelo.
-Yo le doy la información y desaparezco, no quiero saber nada más,
no quiero líos, subinspector.
Salvador volvió a callar pensativo. Tomo la cajetilla de tabaco que
había dejado sobre el mostrador y encendió un cigarrillo. Exhaló el humo
miró al Marinero se ofreció uno. El otro lo tomó y al encenderlo, Salvador
notó que le temblaban manos.
-Querrás decir que dice que es policía.
-Lo es.
Salvador se puso muy serio. Sabía que el otro estaba asustado y trató
de calmarlo.
-Larga lo que sabes, Pascual. Cuando salgas de la cafetería no me
acordaré de ti hasta el día en que tenga que ir a declarar en tu juicio ni tú te
acordarás de mí.
El Marinero dio una larga calada al cigarrillo, lo sacudió para que
cayese la ceniza y comenzó a hablar:
-Todo lo que sé es que apareció por aquí hace un par de semanas
preguntando por el Jeringuillas por todas partes. Luego compró un montón
de heroína y el Chino quiso saber quien era, le mandó una fulana, le
levantó la cartera y resultó ser Agustín Díaz López, policía de alguna
comisaría de Madrid. Hasta que apareció muerto el Jeringuillas no hizo
más que preguntar por él a todo el mundo. Desde que apareció su cadáver
no hace nada.
Salvador guardó silencio con gesto pensativo durante un buen rato.
-¿Dónde lo puedo encontrar?
-Todas las tardes, a eso de las siete, aparece en el Central. Luego, ya
no sé lo que hace.
-¿Cómo es? ¿Lo has visto?

231
-Tiene unos cincuenta años, es grande y gordo, tiene el pelo muy
negro y siempre va trajeado.
Se miraron sin decir nada. El rostro del Marinero pareció relajarse y
volverse más redondo. En la cabeza completamente afeitada brillaban
algunas gotas de sudor y las mejillas se le habían vuelto rojas.
-¡Lárgate!- exclamó Salvador. Luego se llevó el índice a la boca y
añadió-: y calladito.

232
30

¿Qué podía hacer? Un policía que preguntaba por el Jeringuillas sin


seguir ningún cauce oficial no le olía nada bien. No, no era que no le oliera
bien, era que le apestaba ¿En qué lío se habían metido? ¿En qué lío podían
meterse un inspector de trabajo y un chorizo con el Jeringuillas? ¿Y él? ¿En
qué lío se estaba metiendo? Se mordió el labio hasta casi hacerse daño. A
lo mejor no era ningún policía. No, no podía serlo. La documentación podía
muy bien resultar falsa. Si ese hombre era el asesino, no sería nada extraño
que tuviera documentación falsa. Necesitaba pensar y deprisa.
-Te veo preocupado ¿Ocurre algo?- la voz de Manuel Lama, el dueño
de la cafetería Luna lo sacó de sus pensamientos.
Salvador alzó la vista y lo observó mirándolo atentamente.
-No es nada, cosas del trabajo- respondió-. Hazme otro café, por
favor.
Manuel Lama frunció un poco el ceño.
-Te va a subir la tensión.
-Ahora te aseguro que no, más imposible- dijo Salvador que sentía
que la cabeza le bullía como si le fuera a estallar de un momento a otro.
Tomó el café y encendió un cigarrillo. Había fumado demasiado y
tenía la boca pastosa y seca. Arrojó el cigarrillo al suelo con sólo dos
caladas. Si ese hombre era realmente un policía, tendría que avisar al
comisario. Era posible que un policía hubiese matado a tres personas y eso
era un asunto grave. Si no lo era…
Tomó una decisión rápida. Extrajo el teléfono, marcó y esperó a que
le respondieran al otro lado de la línea.
-¿Qué hacías?
-Nada- la voz de Carmen sonaba suave y dulce hasta cuando se
disfrazaba con el tinte metálico de las ondas.
-Dentro de media hora en comisaría. Es importante- dijo y colgó sin
añadir nada más.
Carmen llegó antes que él y lo esperaba impaciente. Lo miró con los
ojos muy abiertos y lo interrogó con ellos. Él se acercó lentamente y se
sentó frente a ella.
-¿Sabes si ha venido Pombal?
-No tengo ni idea.
-Seguro que sí. Ven, vamos a verlo.
-Pero ¿qué ocurre?
-Os lo cuento a los dos a la vez.
La puerta del despacho del comisario estaba cerrada. Salvador la
golpeó un par de veces y la abrió sin esperar respuesta. Pombal leía un

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montó de folios que sostenía en la mano. Al sentir la puerta, depositó los
folios en la mesa, levantó la vista y se quitó las gafas de lectura.
-¿Qué has hecho, Salvador?
-De momento, nada.
-Verte en mi despacho a estas horas me hace temblar.
Salvador sonrió, se dejó caer en una de las sillas frente al comisario y
lo miró a los ojos. Carmen se sentó a su lado, expectante.
-El Marinero ha encontrado algo- dijo al cabo Salvador.
Pombal inspiró profundamente.
-Vaya, vaya- dijo. Luego abrió el cajón derecho de la mesa y miró a
Carmen- ¿Le molesta que fume, Martínez?
Ella negó con la cabeza. El comisario encendió un cigarrillo y
ofreció a Salvador. Él no lo aceptó.
-¿Cuál es el problema, entonces?- dijo Pombal exhalando el humo de
la primera calda-. Porque estoy seguro de que hay un problema ¿me
equivoco?
-El problema es que hay un hombre que estuvo haciendo preguntas
por hay para encontrar al Jeringuillas y que no dejó de hacerlas hasta que
apareció su cadáver, que ese hombre compró una cantidad importante de
heroína y que…- Salvador hizo un breve silencio- ese hombre podría ser un
policía.
-Un policía…- repitió Pombal.
-Que podría ser el asesino que estamos buscando.
El comisario no hizo caso a la última frase de Salvador.
-¿Seguro que es policía?- preguntó.
-En esta vida nada es seguro excepto la muerte.
La mirada de Pombal atravesó a Salvador de parte a parte.
-Vale, vale, no me mires así. Le han visto la documentación, pero
bien podría ser falsa. Yo me inclino porque lo sea.
-¿Qué más sabes?
-Poca cosa. Que se llama Agustín Díaz y que es posible que a las
siete de la tarde esté en el Central, nada más.
El comisario meditó durante un buen rato. Dio una profunda calada,
dejó el cigarrillo en el cenicero y se llevó las manos a la nuca.
-Agustín Díaz- dijo al tiempo que bajaba las manos y se incorporaba
en su asiento-. Puede ser un nombre falso y, de momento, no nos vale de
mucho- calló un momento, dio una calada al cigarrillo y lo aplastó contra el
cenicero-. Vas a ir al Central, echas una ojeada, ves quien es ese hombre,
ves lo que hay y a las ocho quiero verte aquí y que me lo cuentes todo.
El café Central se encontraba en la ciudad vieja. Era un local grande,
rectangular, de mesas de mármol blanco y sillas de madera oscura. El techo
era alto y amarillento y tenía dos amplios ventanales cubiertos por cortinas
blancas amarilleadas por el humo del tabaco. No había ningún televisor a al

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vista y sonaba en el ambiente un cuartetote cuerda sobre el murmullo de la
clientela. Carmen y Salvador se sentaron en una esquina, en una de las
mesas desde la que podían observar perfectamente la puerta. Llegaron al
café mucho antes de las siete. Querían estar allí cuando llegara el
individuo, observarlo desde la llegada, ver qué hacía y con quien hablaba,
si es que hablaba con alguien. A aquella hora no había demasiadas mesas
ocupadas y era fácil observar todos los movimientos del café.
Permanecieron largo rato en silencio mirando atentamente la puerta y sin
intercambiarse más que un par de frases de vez en cuando.
-Un hombre grande y gordo de pelo negro…
-Y trajeado. Eso es lo que me han dicho.
-No es demasiado.
-Tiene que ser suficiente, no hay más.
Cinco minutos antes de las siete Salvador golpeó con el codo a
Carmen. Ella ya lo miraba a él señalando a la puerta con los ojos.
-Ahí está nuestro hombre.
Un hombre de poco más de un metro ochenta, de espaldas anchas y
barriga prominente cruzó la puerta, tomó uno de los periódicos que había
en una pequeña mesita de la entrada y con paso firme y enérgico se
encaminó a la barra. Vestía un traje gris oscuro perfectamente cortado que
disimulaba la barriga, una camisa inmaculadamente blanca y una corbata
gris con reflejos plateados. Se acomodó en uno de los taburetes y abrió el
periódico. El camarero se le acercó y lo saludó con una sonrisa. Vieron
como intercambiaban un par de frases y el hombre asentía con la cabeza. El
camarero se alejó, el hombre se concentró en el periódico hasta que el
camarero volvió con una taza de café y una gran copa en la mano. Entonces
dejó el periódico y se concentró en el café, luego encendió un cigarrillo y
tomó con las dos manos la copa.
-Café, tabaco y un coñac. Tiene buen gusto- dijo Salvador-. Toma
nota para contárselo a Pombal.
El hombre tomó un par de sorbos de la copa y volvió a concentrarse
en el periódico. Carmen y Salvador lo observaron durante un buen rato sin
que ocurriese nada.
-Esta película es bastante aburrida- dijo Salvador.
-Mira, va a tomar otra copa.
El camarero se acercó al hombre, le sonrió y le sirvió nuevamente.
Lo trataba como si fuera un cliente habitual que repetía todos los días la
misma rutina.
-Bueno, vamos a charlar un poco con él- dijo Salvador.
-Pombal no dijo nada de eso.
-Tampoco dijo que no lo hiciéramos. ¿Qué quieres? ¿Irle a contar
que hemos visto a un cincuentón grande y gordo tomar un café, un par de
copas y leer el periódico.

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Se incorporó.
-Espérame aquí. Voy a inventarme un cuento.
Caminó lentamente hacia la barra. El hombre no lo vio acercarse ni
sentarse a su lado.
-Buenas tardes, Agustín- dijo Salvador después de observarlo
durante un instante.
El hombre se volvió y lo miró sorprendido. Tenía la cara cuadrada,
con una papada grande y la barba perfectamente afeitada. Los ojos grises
eran y fríos y estaban muy hundidos, rodeados por unas ojeras
tremendamente marcadas, como si tuviera la mirada de luto. El pelo era
muy negro y brillante, peinado hacia atrás y tenía un bigotito muy fino
perfectamente dibujado sobre el labio superior, grueso y carnoso.
-Creo que no nos conocemos- dijo con tono despectivo. La voz
sonaba grave y fuerte.
-Claro que nos conocemos. Tú eres Agustín Díaz- repuso Salvador.
El hombre dio un respingo al oír su nombre y lo miró a los ojos. En
aquel momento Salvador tuvo el convencimiento de que la documentación
no era falsa. El hombre tardó en responder y lo contempló de abajo a arriba
como si estuviera evaluándolo.
-Creo que se confunde. Yo no me llamo Agustín. Me confunde con
otra persona- dijo con seguridad y arrogancia.
Además del convencimiento de que quien tenía frente a él se llamaba
Agustín Díaz, a Salvador le asaltó la certeza de que aquel era el hombre a
quien buscaba y probablemente el asesino de Alejandro Cuenca y Catalina
Fraile. Le estaba mintiendo, estaba seguro.
-No me trates de usted, entre colegas no es necesario. Yo también
soy policía- dijo.
El hombre tomó la copa en la mano y dio un trago que casi la vació.
-¿Qué quiere de mí?- preguntó con gesto airado.
-Hablar contigo, nada más.
-No tengo nada de qué hablar, déjeme en paz- dijo el hombre, extrajo
la cartera del bolsillo interior de la chaqueta y dejó un billete sobre la barra.
-Yo creo que sí tenemos de que hablar. Incluso tenemos conocidos
comunes, como el Jeringuillas, por ejemplo.
Agustín Díaz se había incorporado y se disponía a irse, pero al oír el
nombre del Jeringuillas volvió a dejarse caer sobre el taburete. De pronto,
había perdido toda la seguridad y parecía derrotado. En la barbilla
comenzaban a brillar las primeras gotas de sudor.
-¿Qué sabes?
Aquella pregunta era toda una confesión. Salvador arriesgó en la
respuesta.
-Todo. Incluido lo de los otros dos muertos- dijo y esperó
expectante- me refiero a Alejandro Cuenca y a la mujer, Catalina Fraile.

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El hombre pareció no inmutarse, como si hubiera estado esperando
esa respuesta. Encendió un cigarrillo y apuró la copa.
-Estaba seguro de que esto acabaría mal. Se lo advertí, pero no me
quiso escuchar, es un cabezón y siempre hay que hacerlo todo como él
diga. Estas no son maneras de hacer las cosas- dijo y se aflojó el nudo de la
corbata.
-Por supuesto que no, está muy feo ir llenando de cadáveres una
pequeña ciudad como Orense- repuso Salvador plenamente satisfecho.
El hombre sonrió.
-Me vas a detener, claro.
-Ya sabes como son estas cosas.
-¿Puedo pedirte un favor?
-Depende.
-Me gustaría tomar la última copa.
Salvador entornó levemente los ojos, frunció los labios y asintió con
la cabeza. El hombre levantó la mano y el camarero se le acercó y escuchó
con una sonrisa la petición de otra copa y un café. No tardó en volver,
mientras lo hacía los dos hombres se contemplaron en silencio. Sin dejar de
sonreír, el camarero depositó la taza en la barra y sirvió el coñac.
-Esta copa que sea un poco más grande, voy a hacer un largo viaje y
no me verás más por aquí.
El camarero sonrió pícaramente y dejó caer un buen chorro.
-¿Sabes lo que es esto?- Preguntó el hombre levantando la copa.
-Parece coñac, pero nunca se sabe.
-Es Larios, no es coñac, es brandy. Es el mejor brandy, no hay otro
como éste. Si los ángeles mearan, mearía esto- el hombre levantó la copa e
hizo un pequeño silencio- ¿Sabes por qué vengo aquí cada tarde?
-Me está haciendo demasiadas preguntas.
-No te importa ¿verdad? Claro que no. Es igual, te lo voy a decir,
aunque no te importe. Vengo aquí porque es el único lugar que he
encontrado en que me sirven Larios- señaló la copa-. Este es 1866. A mí,
personalmente me gusta más el Príncipe, pero aquí no lo tienen.
-Muy bien, ya sé por qué vienes aquí, ahora acaba la copa y
vámonos.
-Espera, no tengas tanta prisa ¿Sabes lo que cuesta?
-No, no lo sé- dijo Salvador impaciente-. No bebo.
-Pues cuesta tanto que con tu sueldo no podrías permitirte el lujo de
tomarte dos o tres copas cada día en un sitio como este.
Salvador comenzaba a sentirse irritado.
-¿Para eso has matado a tres personas? ¿Para tomarte un par de copas
caras?
El hombre sonrió y dio un sorbo.

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-Hay más cosas, está la comida, la ropa, la mujeres…- dijo-. ¿Sabes
cuantos años tengo?
-No, no lo sé, pero estoy seguro de que me los vas a decir, así que
suéltalo de una vez.
-Eres demasiado impaciente, te va a subir la tensión.
-Eres el segundo que me lo dice hoy.
-¿Ves? Pero debes de ser listo. No era fácil cogerme, soy muy bueno
¿Tienes pruebas?
-Todas- mintió Salvador.
-¿Cómo supiste que los había matado? Cualquiera habría pensado en
un crimen pasional rematado con un suicidio. Hasta yo mismo. Has de
reconocer que me quedó bastante bien. Y del Jeringuillas ¿Qué me dices?
Una sobredosis perfecta, ni una marca, y eso que se resistió un poco. Los
otros dos, no. En cuanto vieron la pistola se acojonaron y obedecían todas
mis órdenes como ovejitas- el hombre chasqueó la lengua-. ¡Tanto trabajo
para nada! ¿Sabes que tuve que pujar a cuestas con el hombre ya muerto y
hacerle disparar sobre la mujer para que apareciesen restos de pólvora en la
mano? No comprendo cómo te has dado cuenta…
-Siempre se cometen errores. Acaba eso que nos tenemos que ir.
-Espera un momento, hombre. Aún no te he dicho los años que
tengo- dio un pequeño sorbo a la copa-. Son cincuenta y dos. ¿Sabes lo que
eso significa? No, no lo sabes. Significa que por cada uno de los muertos
me caerán veinte años y que cuando salga de la cárcel seré un viejo de más
de setenta.
-Es lo que tiene el delito.
El hombre dejó la copa sobre el mostrador, se volvió un poco, abrió
la chaqueta y extrajo una pistola que sujetó como si fuera un bulto, sin
apuntar a nadie. Salvador sintió como le subía la sangre a la cabeza y se le
aceleraba el corazón. Tragó saliva y se serenó todo lo que pudo para hablar.
-No seas estúpido. No conseguirás nada.
-No te preocupes, no voy a matarte.
La primera impresión que tuvo Carmen fue que el hombre tenía una
pistola en la mano, pero al ver el modo en que la sostenía y que no
apuntaba a nadie con ella pensó que era otra cosa. Nerviosa, se levantó de
su asiento y sintió que se le paraba el corazón cuando vio que
efectivamente era una pistola. Tomó el bolso, lo abrió e introdujo la mano
él hasta que encontró su arma, luego, con el bolso colgado al hombro y sin
sacar la mano de su interior, caminó muy despacio hacia la barra y se
detuvo al lado de los dos hombres.
-Deja esa pistola- oyó decir a Salvador.
El hombre la sujetaba con la mano derecha apoyada en la barra del
bar.

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-No te asustes, ya te he dicho que no te voy a disparar. Señorita- se
dirigió a Carmen-, saque la mano del bolso, no nos vamos a liar aquí a
tiros- se giró y miró a Salvador-. Es tú compañera ¿verdad?
-Como tú comprenderás no iba a venir solo.
-Con una hembra así a tu lado seguro que trabajas encantado. Le
estaba contando a su compañero que si me detienen cuando salga de la
cárcel seré un viejo. Pero ese no es el autentico problema- miró a Salvador-
¿sabes cuál es?
Salvador estaba tenso como la cuerda de un violín y Carmen
temblaba como el arco que pasara sobre ella. Ninguno de los dos dijo nada.
-El autentico problema es que durante todos los años que esté preso
no volveré a tomas este licor de dioses- dijo el hombre señalando la copa
que estaba a su lado- ni volveré a tocar la carne de una mujer como tú. He
conocido a muchas, muchas mujeres ¿sabes? Pero seguramente ninguna
llegaba a tu talla.
-Deja de hacer el idiota- dijo Salvador-. Voy a quitarte la pistola.
El hombre se tensó y se separó un poco de él.
-No, no será necesario. Te la daré yo mismo, pero déjame que te diga
antes algo. Tiene gracia que haya matado para conseguir lo que voy a
perder justamente por haber matado. Es una injusticia tremenda ¿no? O una
paradoja, no lo sé. Bueno, es igual, nada puedo hacer ya. Me queda el
consuelo de pensar que fue bonito mientras duro.
El hombre cambió la pistola de mano, la sujetó con la izquierda y
apuntó a Salvador.
-No hagas ninguna tontería- dijo- o te haré daño.
Salvador sentía que el corazón le latía en la garganta y la ropa se le
pegaba al cuerpo. Observaba atentamente al hombre esperando el momento
de lanzarse sobre él. Carmen, con la mano aún en el bolso, apretaba la
mano sobre las cachas de la pistola y buscaba tanteando el gatillo.
El hombre tomó la copa con la mano que tenía libre y la apuró de un
solo trago con un movimiento brusco.
-¡Fantástico!- exclamó y dejó escapar un suspiro.
Sin dejar de apuntar a Salvador cambió la pistola de mano; luego en
un movimiento rápido, abrió la boca, puso en ella el cañón y apretó el
gatillo.

239
31

Salvador imaginaba perfectamente todo lo que iba a ocurrir aquella


mañana. Había dormido poco y mal y lo que le esperaba no iba a ser un
paseo en góndola precisamente, sabía que la mañana sería dura y larga, así
que optó por no apresurarse. Ignoró el ambiente ajetreado que invadía la
cafetería Luna a aquella hora, se tomó con calma su café, tranquilamente y
sin apresurarse leyó el periódico y se fumó un par de cigarrillos. Los
pormenores sobre la muerte en el café Central ocupaban y las tres primeras
páginas y una gran parte de la portada de la Opinión, con una foto a todo
color y los titulares en letras mayúsculas. Pero los periodistas no sabían
prácticamente nada y como tenían la necesidad de decir algo y de ocupar
espacio con lo que era la noticia del día, se dedicaban a elucubrar además
de mostrar las fotos más morbosas que pudieron conseguir.
Carmen tuvo también una noche ajetreada, de sueño corto y agitado,
cargado de pesadillas. La imagen de la cabeza de aquel hombre que había
reventado delante de sus narices se le había quedado clavada en los ojos y
no valía que los cerrase para que dejara de verla. Y los sesos mezclados con
sangre que luego habían acabado deslizándose suavemente por el espejo
que adornaba la pared del café Central se cruzaban una y otra vez delante
de ella, mirase a donde mirase. Al salir a la calle y sentir el aire fresco de la
mañana se detuvo un instante y pensó que aquel sería un día largo y duro
sin duda y la invadió una inmensa sensación de hastío y pereza ante todo lo
que tenía que pasar. Miró el reloj. Estaba segura de que a aquella hora
Salvador estaría aún desayunando su café y sus churros y calentando el
planeta con el primer cigarrillo la mañana. Decidió romper la rutina diaria y
en lugar de girar a la izquierda lo hizo a la derecha, calle abajo.
La cafetería Luna estaba llena de clientes que se arremolinaban en
torno a la barra, apenas cuatro o cinco se hallaban sentados en las mesas.
Los demás se pegaban por un hueco en el mostrador y un par de camareros
además del dueño, se afanaban tras él para atenderlos a todos. Salvador
ocupaba una esquina al fondo del local. Fumaba un cigarrillo y miraba
indolentemente el televisor. A su lado descansaba plegado un ejemplar de
la Opinión.
-Buenos días.
La voz ya se lo había anunciado así que Salvador no se sorprendió al
girarse y ver a Carmen a su lado. No le pareció extraño verla allí a aquella
hora, su presencia le pareció lo más natural del mundo. Arrojó el cigarrillo
y sonrió. Se sonrieron y se miraron frente a frente a los ojos, con una luz y
una claridad como no lo habían hecho desde la noche en que habían
compartido la saliva de sus bocas y la savia de sus cuerpos. La tarde pasada

240
habían sido sacudidos por una experiencia tan feroz, que todo lo anterior
pareció diluirse y desaparecer. En aquel momento todo lo que fuera ajeno a
ellos mismos y a lo que habían vivido en el café Central no existía. Durante
un instante vieron el uno en el otro la satisfacción de haber hallado al
asesino, el miedo que habían sentido mientras el hombre jugueteaba con la
pistola y al final el golpe brutal que, como en una sinfonía romántica, lo
culminaba todo.
-Vaya lío- dijo Carmen y sonrió.
Salvador no pensó en preguntarle qué hacía allí a aquella hora. Sabía
la razón que la había llevado allí, sabía que ella tenía la necesidad de
compartir con él lo todo lo que recordaba de aquel momento, lo sabía
porque a él también le urgía necesidad de compartir con ella sus vivencias,
aunque fuese sin decir una sola palabra, aunque fuese sólo mirándose a los
ojos como acababan de hacer.
-Un poco ¿Quieres un café?- preguntó.
Ella negó con la cabeza, dibujó una sonrisa con la boca y cerró los
ojos.
-Pues, vamos, la realidad nos espera.
El cielo era azul, terso, sin nubes y una brisa, suave y fresca cruzaba
la ciudad. La mañana, agradable. Aunque las calles estaban aún húmedas,
los aguaceros de los días pasados parecían tan lejanos como si hubieran
transcurrido mil años desde la última gota de lluvia.
Salvador caminaba sintiendo la presencia de Carmen a su lado, su
perfume, el aroma de la vainilla mezclado con su piel, el roce de su brazo
de vez en cuando, su respiración a veces entrecortada y, durante un
instante, tuvo la sensación de que el tiempo no había transcurrido, que en
cualquier momento podría volverse y sonreír a una diosa lejana e
inalcanzable y no la mujer de carme y hueso que no quería saber ya nada
de él.
-¿Qué pasará ahora?- la voz de Carmen lo sacó de sus pensamientos.
-Eso depende. Si todo va bien, Pombal nos dará una palmadita en la
espalda y se hará cargo de todo. Si todo va como yo espero, es decir, mal,
nos va a caer una encima de mucho cuidado.
Ella aminoró un poco el paso.
-¿Por qué va a ir mal? Hemos pillado al malo y además está muerto.
Él se detuvo completamente.
-Al malo, claro- dijo-. Pero da la casualidad de que es posible que
fuera policía. Y eso no le va gustar a casi nadie. Además ¿Por qué los
mato? ¿Lo sabes tú? ¿No? Pues yo tampoco. Y eso es importante y Pombal
puede que quiera saberlo o puede que no, sobre todo si el asesino es un
policía. Y, la verdad, no sé cual de las dos opciones es la peor.
Reanudaron la marcha.
-Nos van a hacer muchas preguntas- dijo Salvador al cabo.

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-¿Y qué diremos?
-La verdad- calló un momento-. Mira la verdad es algo muy serio,
muy importante y muy útil, por eso no hay que abusar de ella, más vale ser
comedidos en su uso, se puede gastar y pasa a ser inútil, pero en estos
casos, cuando la verdad es increíble, lo mejor es decirla siempre. No nos
van a creer, por eso la podemos decir tranquilamente.
Ella sonrió.
-Yo tengo fama de buena chica, a mí sí me creerán.
Salvador la miró a los ojos.
-¿Estás segura? Tú, si lo vieras desde fuera ¿te creerías que lo hemos
pillado sin tener ni una sola prueba? ¿Tú me creerías si te contara algo así
como que ese tipo se ha suicidado porque había una docena de rosas en el
dormitorio del hombre que yacía muerto en el salón?
Carmen devolvió la sonrisa y arqueó las cejas.
-La verdad es que no.
En la comisaría había un movimiento inusitado aquella mañana.
Apenas si cabía un coche más en el aparcamiento, un par de periodistas
hacían guardia a la puerta y en las escaleras y pasillos había más gente
moviéndose de que era habitual. Parecía que la muerte de la tarde anterior
hubiera movilizado a toda la plantilla. Al llegar a la segunda planta, antes
de Carmen y Salvador pudieran encaminarse a la oficina de la brigada
judicial, la voz aguardentosa de Lola, la secretaria del comisario, sonó a su
espalada:
-Salvador…
Ambos se giraron.
-No digas nada- él levantó la mano haciendo el gesto de un guardia
de tráfico-. Pombal quiere vernos.
-Ya- respondió la secretaria-. Ahora mismo. Y te advierto que está de
muy mal humor.
Salvador no hizo caso del comentario, muy lentamente se volvió
hacia Carmen y la miró con el gesto circunspecto y serio.
-Esta mañana no tenemos compromisos ¿verdad?- dijo impostando la
voz.
Ella sonrió y negó con un movimiento de cabeza.
-En ese caso, pasaremos por su despacho.
Lola lo miró con resignación, chasqueó la lengua y miró al techo del
pasillo como si le quisiera pedir paciencia a los tubos fluorescentes que lo
iluminaban.
Pombal hablaba con el inspector jefe Carreiro en tono marcadamente
alto. Estaba malhumorado y no hacía nada para ocultarlo. Gritaba y
gesticulaba. Al abrirse la puerta calló. Carmen y Salvador cruzaron el
despacho en un silencio casi espectral.

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-¿Hago yo las preguntas o empezáis a contármelo todo?- dijo el
comisario sin más preámbulos, antes de que hubieran tenido tiempo
siquiera de acomodarse y apoyar los codos en el reposabrazos de la silla.
Carmen se encogió en el asiento y bajo la mirada. Salvador movió
las manos con las palmas hacia arriba y dijo:
-Se me ocurre una tercera alternativa, te hacemos nosotros un par de
preguntas a ti.
El comisario torció el gesto.
-Las preguntas las hago yo.
-Es deformación profesional, ¿sabes? Estoy tan acostumbrado a
preguntar que me cuesta responder.
Pombal entornó los ojos y afiló la mirada. Parecía que quisiera
perforarlo con ella.
-Salvador, no me toques los cojones y empieza a contarme todo lo
que sabes, porque en todo este asunto me has estado engañando desde el
principio y ahora quiero toda la verdad.
-Sé que no me vas a creer, pero no te hemos ocultado nada.
-¿Sí? ¿Pretendes que me crea que un individuo se suicida delante de
tus narices por que eres feo?
Salvador sonrió.
-A lo mejor fue por eso. No se me había ocurrido- dijo, se pasó la
mano por la barbilla y se volvió hacia Carmen-. Tú ¿qué opinas?
Silencio.
-¿Quién era ese tipo?- preguntó el comisario y lo rompió.
-Esa era precisamente la pregunta que yo quería hacerte a ti. Al
parecer era un policía, pero creo que ya lo habíamos hablado, ahora me
gustaría saber si era de verdad poli o sólo un farsante- respondió Salvador.
-Lo que quiero saber y tú me vas a contar es quién era además de ser
un policía.
-Así que lo era de verdad. Y seguro que también era verdad que se
llamaba Agustín Díaz.
Pombal calló y lo miró a los ojos. Carmen y el inspector jefe
observaron a los dos hombres mantenerse la mirada durante un buen rato
sin que ninguno pestañeara siquiera. Al cabo fue el comisario quien desvió
la mirada y la clavo en Carmen.
-Está bien- dijo-. Ya que no quieres hablar tú, lo hará tu compañera.
Ella bajó los ojos esquivando los del comisario y dijo con voz
apagada:
-No le hemos ocultado nada, comisario.
Pombal inspiró profundamente.
-Me da igual lo que me hayáis ocultado o no. Ahora lo que quiero es
que me cuente todo lo que sabe de este asunto, porque me están haciendo
quedar como un imbécil.

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Así que era eso. El problema era que el comisario estaba quedando
como un imbécil. Salvador sonrió.
-Vamos a ver Manuel- dijo en el tono más sosegado que pudo-. Una
pareja apareció muerta en su casa un buen día por la mañana, todo parecía
indicar que había sido un crimen pasional, con suicidio incluido y así lo
creímos y me parece recordar que fuiste tú, precisamente tú, quien decidió
que el asunto no estaba muy claro y que dedicáramos un par de días a hacer
preguntas por ahí. Además, si no me equivoco, a mí me pareció una
pérdida de tiempo y así te lo hice saber, pero obedecimos tus órdenes y
dimos unas vueltas por ahí. Haciendo preguntas- calló un momento y pensó
en la cómoda, el suelo del dormitorio y las rosas- llegamos a una vecina
que nos contó que la secuencia de los disparos que había oído no era como
debería de haber sido en el caso de un crimen pasional con suicidio y eso
nos llevó a desconfiar, luego apareció el cadáver del Jeringuillas y a mí me
mosqueó que hubiera tantos muertos en Orense con una posible relación
entre ellos, porque un amigo de Alejandro Cuenca nos contó que lo había
visto hablando con un individuo que encajaba perfectamente con el
Jeringuillas. Y resulta que el Jeringuillas era un consumidor de cocaína y
apareció muerto por una sobredosis de heroína, o eso es lo que la forense
dijo, y eso me mosqueó más. Sobre todo cuando nos enteramos de que
había un individuo haciendo preguntas sobre él por ahí. Entonces se nos
ocurrió la idea de soltar al Marinero y fue también con tú consentimiento,
por supuesto. No te hemos ocultado nada.
Callaron todos. Salvador sintió los tres pares de ojos clavados en él y
añadió:
-Y si me quieres creer me crees y si no, no. Ese es tú problema.
Pombal se inclinó hacia él apoyando los codos en la mesa y dijo con
el tono más contenido que pudo:
-No, Salvador, no es mi problema. Me has contado un cuento bien
hilado, pero no lo creo porque hace ya mucho tiempo que he dejado de
creer en cuentos. No sé lo que me estás ocultando, pero te advierto que lo
voy a averiguar.
-Me parece estupendo. Cuando lo sepas me lo cuentas, que yo
también quiero saberlo.
Pombal perdió la paciencia.
-¡Me estás hartando ya, Salvador! ¿Qué le dijiste a ese hombre para
que se volara la cabeza?
-No hice más que saludarlo. Le dije, hola Agustín y al verse
reconocido se pegó un tiro. Debe de ser que hay gente que no se soporta.
El comisario se arrellanó en el asiento y mostró las palmas de las
manos.
-Muy bien, tú lo has querido.

244
-Joder ¡Manuel!- exclamó Salvador-. Pareces tonto. El tipo se vio
pillado y se pegó un tiro. No tiene más misterio.
Pombal volvió a inclinarse sobre él.
-Sí lo tiene. Te envié a que echaras una ojeada, no a que lo
provocaras, pero tú no me hiciste caso.
Salvador sonrió cínicamente.
-Muy gracioso- dijo-. Según tú, debíamos haber ido al Central, tomar
un café, mirar la cara del tipo y volvernos a la comisaría para decirte que
habíamos visto a un tipo gordo con un bigote finito a la moda de los años
cuarenta.
-Exactamente eso es lo que os dije que hicierais. Y si lo hubierais
hecho, ahora estaría vivo y podría hablar, pero me da la sensación de que
tenías demasiadas ganas de que se callara.
Salvador abrió los brazos en cruz.
-Estás paranoico.
-No, no lo estoy, pero a ti te da igual. Este asunto ya no te incumbe.
Estás fuera.
-¿Cómo?
-Como lo oyes- dijo el comisario y miró a Carmen-. Y usted también,
Martínez. Además hay otra cosa. Hay una plaza disponible en Madrid, en
comisión de servicio. Si la quiere es suya, la semana que viene puede estar
de nuevo trabajando en Madrid si eso es lo que desea.
Carmen miró al comisario sorprendida. No conseguía asimilar lo que
le estaba diciendo. No dijo nada durante un buen rato.
-¿Quiere la plaza o no?
-Sí- respondió mientras en la cabeza se le desataba una tormenta.
-En ese caso, hemos acabado. Pueden irse los dos.
Salieron en silencio y en silencio marcharon, ambos con el corazón
encogido, hasta la oficina de la brigada judicial. Se sentaron frente a frente
sin decirse palabra, cada uno perdido en sus propios pensamientos. Carmen
se sentía extraña, muy extraña y le costaba entender su propio estado de
ánimo. Siempre había imaginado que cuando llegara aquel momento se
sentiría feliz. Había soñado muchas veces con el regreso, aunque ya hacía
tiempo que no pensaba en ello. Pero ahora que le acababan de comunicar
que podía volver a casa, que podía recuperar su vieja vida no sabía qué vida
y qué casa tenía para recuperar y tenía la sensación de que se encontraba
frente a un abismo. Dejó la mirada perdida y se mordió el labio. No sentirse
feliz le causaba angustia y no podía remediarlo.
Salvador sentía que las entrañas le ardían y el fuego le abrasaba el
pecho. No sabía realmente por qué estaba tan enfadado, no sabía si era por
que Pombal no le hubiese creído, porque le retirara del caso o porque
Carmen se volviera a Madrid. Sí, lo sabía, aunque no quisiera reconocerlo,
sabía de donde venía aquel fuego que le quemaba las entrañas. Del mismo

245
modo que sabía que nada podía hacer para que Pombal le creyese ni para
que Carmen se quedara, ambas cosas estaban fuera de su control. Por eso
decidió que el enfado y la ira que le invadían era porque el caso era suyo,
que nadie lo iba a apartar de él y que no iba a dejar que la muerte de
Alejandro Cuenca y Catalina Martínez se acabase con el suicidio del puto
policía que los había matado. Poco le importaba la realidad, se sentía tan
frustrado por la pérdida de su compañera, le invadía una sensación tal de
soledad y abandono después de haber conocido el paraíso, que necesitaba
encontrar algo que llenara aquel hueco y lo único que tenía era el maldito
asesinato.
Miró a Carmen. Estaba más hermosa que nunca. Tenía la mirada
perdida y los ojos le brillaban como si una lágrima fuera a rebosar los
párpados en cualquier momento. Ella se dio cuenta de que la miraba y
esbozó una sonrisa. El rostro de Salvador estaba tenso, tan tenso que si
hubiera intentado sonreír se habría quebrado allí mismo. No apartó la
mirada de ella y ella se mantuvo con los ojos brillantes fijos en él y una
sonrisa en la boca. Transcurrió un eón. Una eternidad de silencio.
-¿Y ahora?- dijo Carmen.
-Ahora ¿qué?- repuso Salvador sin apenas abrir la boca.
-¿Qué hará Pombal? No nos ha creído…
-No hará nada. Tiene un policía muerto y culpable. Eso es bueno y
malo a un tiempo. Tiene a un asesino, pero si indaga se llevará un disgusto.
Quien tiene el poder para mandar a un policía desde Madrid hasta Orense
para matar a un inspector de trabajo tiene que ser un pez gordo, y si lo han
mandado matar es por un asunto importante y meterse en eso a lo mejor da
problemas, así que Pombal, que es una persona que detesta los problemas,
ha decidido que no hará nada, por eso nos ha dicho que estamos fuera del
caso.
-Y nosotros ¿qué hacemos?
Salvador se puso en pie. Tenía todos los músculos del cuerpo tan
tensos como los del rostro. Miró fijamente a su compañera y tomó una
decisión. No le importaba lo agradable que fuera la presencia de Carmen,
ni lo que la pudiera desear. Le daban igual sus ojos verdes, su perfume o su
sonrisa. A partir de aquel momento, se olvidaría de ella y no quería ya ni
recordar su nombre. Si la iba a perder, mejor sería que la perdiera
completamente. Era una cuestión de supervivencia.
-Tú, supongo que harás la maleta. Yo voy a averiguar quien cojones
mandó que los mataran- respondió y se fue sin esperar ninguna respuesta.

246
32

Carlos Ferrer frunció el ceño y compuso un gesto de desagrado. La


secretaria lo miró arqueando las cejas y esbozó una sonrisita a modo de
disculpa que parecía decir: yo sólo traigo la noticia, no es culpa mía que
venga a visitarlo. Luego la mujer esperó pacientemente a que el jefe le
dijera qué hacer. Carlos Ferrer tomó el capuchón de la estilográfica que
sujetaba en la mano y con la que corregía el montón de folios que tenía ante
él y lo enroscó lenta y cuidadosamente, después, observándolo como si
fuese una joya, la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. Se sentía
contrariado. La presencia de aquel hombre le causaba desasosiego. Sus
maneras bruscas, su rostro duro, la mirada fría y agresiva y, sobre todo, el
motivo de su visita. Pensaba que se había deshecho ya de él, de su aspecto
de policía enfadado, pensaba que podría olvidarse ya de todo lo relativo a
Alejandro Cuenca, de Alejandro Cuenca mismo, de su muerte y del miedo
y la incertidumbre que a veces le invadía el cuerpo cuando pensaba en la
causa de su muerte, pero aquel hombre estaba empeñado en recordárselo.
-Dile que pase.
La secretaria se volvió sin decir nada y desapareció. Al cabo de un
momento regresó con Salvador caminando a su espalda.
-Buenos días, subinspector- Carlos Ferrer tendió la mano y forzó una
sonrisa. Luego, con la misma mano que lo acababa de saludar, señaló la
silla que tenía frente a él-. Siéntese, por favor- añadió.
Salvador se dejó caer en el asiento. Se sentía un poco congestionado,
con la respiración acelerada, tenía la ropa pegada al cuerpo por el sudor y
las piernas le temblaban un poco. Había dejado la comisaría con un portazo
en la oficia de la brigada judicial y había bajado las escaleras tan aprisa que
no había visto los escaños siquiera. Luego, había caminado hasta la
delegación de trabajo a ritmo de marcha y se había encerrado sobre sí
mismo y no fue consciente de nada que no fuesen sus propios pensamientos
hasta que se encontró frente a la puerta del despacho de Carlos Ferrer.
Durante todo el trayecto no había hecho otra cosa que pensar en la muerte
de Alejandro Cuenca y en el suicidio del policía. En aquel momento veía
las cosas claras. No tenía ninguna duda. Había estado convencido de que la
muerte de Alejandro Cuenca estaba relacionada con algún asunto local,
pero ahora se había dado cuenta de que el muerto había realizado un
montón de viajes a Madrid y que el policía que se había suicidado en el
café Central venía de Madrid también, eso no podía ser casualidad. Además
había una frase que le había vuelto de pronto a la cabeza y que no dejaba de
darle vueltas por ella: antes de pegarse el tiro en la boca el hombre hablaba
de que se lo había advertido a alguien, pero no había querido escucharle.

247
¿A quién se refería? A alguien peligroso, sin duda. Ahora lo veía todo
claro, la muerte tenía que ver con el asunto en el que trabajaba en Madrid.
Eso lo asustó. Habría preferido que el asesino fuera un constructor local al
que hubieran pillado contratando a emigrantes ilegales o encubriendo la
muerte de un obrero; todo resultaría más fácil, pero ahora...
Alejandro Cuenca trabajaba en una comisión de estudio, había dicho
su jefe, pura rutina. Alguien había engañado a alguien como a un tonto,
Alejandro Cuenca a su jefe o el jefe de Alejandro Cuenca a Salvador. Le
parecía evidente que el asunto de Madrid era serio, pero ¿qué podía ser tan
serio como para acabar así? Si alguien molestaba en una comisión, se le
sustituía y punto. ¿Qué era lo que había averiguado? ¿Qué sabía Alejandro
Cuenca que fuera tan grave?
Antes de decir una palabra miró fijamente a los ojos de Carlos
Ferrer. Sabía que lo asustaría. Y quería que estuviese asustado. Se mantuvo
largo rato con la vista fija en los ojos del otro sin pestañear siquiera.
-Usted dirá, subinspector- dijo Carlos Ferrer al cabo.
Salvador apartó de él los ojos, los fijó en la madera oscura de la mesa
y se pasó la mano por la barbilla antes de responder.
-Creo que no me ha contado toda la verdad- dijo y volvió la mirar a
los ojos del jefe de la inspección de trabajo.
Carlos Ferrer sonrió.
-Le aseguro que no le he ocultado nada.
-Tengo el convencimiento, y no sólo el convencimiento, sino algo
más, de que la muerte de Alejandro Cuenca está relacionada con el trabajo
que estaba realizando en Madrid.
-¿Con la comisión de estudio? Imposible- la respuesta de Carlos
Ferrer fue seca y contundente y no dejaba lugar a dudas.
Salvador no tuvo ninguna duda de que aquel hombre le decía la
verdad. Pero tampoco le cabían dudas de que la causa de su muerte estaba
en aquellos viajes, no podía estar en otro lugar.
-¿Imposible?- preguntó-¿Está seguro?
-Absolutamente. Mire, subinspector, es como si me dijera que un
académico de la lengua ha matado a otro porque no se ponían de acuerdo
con la definición de una palabra.
Salvador sonrió y torció el gesto. Comprendía perfectamente el
ejemplo y comprendía también que quien los había engañado a todos era el
propio Alejandro Cuenca.
-En ese caso- dijo-, necesito averiguar qué otras cosas se hacían en
esas reuniones tan académicas, porque lo cierto es que a nuestro académico
lo han matado y los disparos venían de allí.
-¿Quiere decir que su muerte no tuvo nada que ver con su trabajo
aquí como había imaginado en un principio?
-Eso es lo que parece- respondió Salvador.

248
El inspector de trabajo lo observó con el gesto relajado. Era evidente
que se sentía más tranquilo al saber que la muerte de su subordinado no le
salpicaría en absoluto.
-¿Hay algo más que pueda hacer por usted?- preguntó Carlos Ferrer
dispuesto a deshacerse de aquel policía lo antes posible.
-Lo hay. Necesitaría conocer todas las fechas de los viajes que
Alejandro Cuenca realizó a Madrid.
-Mañana por la mañana lo tendrá preparado, por supuesto. Todos los
viajes detallados.
Salvador entornó un poco los ojos y los fijó en los del hombre que
tenía frente a él.
-Imagínese que estuve aquí ayer y que le pedí entonces esa relación
de viajes. En ese caso, hoy ya es mañana por la mañana- dijo y mantuvo la
mirada fija en el entrecejo de Carlos Ferrer.
El otro aguantó la mirada un instante intentando formar un gesto
desafiante, pero aquellos ojos fríos y despiadados clavados en él y el rostro
tenso de Salvador hicieron que bajara levemente los párpados.
-Me hago cargo. Venga conmigo- dijo al fin, se incorporó y rodeó la
mesa.
Salvador lo siguió a través de una sala amplia sembrada de mesas en
las que trabajaban un montón de funcionarios hasta otra sala más pequeña
en la que había sólo tres personas trabajando. Carlos Ferrer saludó los
saludó y se dirigió a un hombrecillo de rostro sonriente y cuerpo menudo
que se afanaba en colocar un montón de facturas en un archivador.
-Buenos días, Mario- dijo-. Este señor es el subinspector Montaña,
de la policía judicial, y necesita todas las comisiones de servicio de
Alejandro Cuenca a Madrid.
El hombrecillo se incorporó. Apenas levantaba un palmo sobre el
respaldo de la silla y tenía los hombros tan estrechos que su cabeza, aunque
no era grande, parecía desproporcionada. Sin decir una sola palabra, se
volvió hacia la estantería que había a su espalda y estirándose mucho,
recorrió con el índice el montón de archivadores que ocupaban uno de los
estantes. Después de un momento se detuvo y poniéndose de puntillas, con
dificultad evidente tomo uno de los archivadores y lo dejó caer sobre la
mesa con un golpe seco.
-Creo que están todas en éste, aunque debería confirmarlo mirando el
anterior.
-¿Cuánto tiempo tardarías en hacer una relación completa?
El hombrecillo alzó la cabeza y miró a su jefe.
-Si se conforma con una fotocopia, lo que tarde en hacerlas.
Carlos Ferrer se giró hacia Salvador con gesto interrogante.
-Sí- dijo él-, las fotocopias serán suficientes.

249
-En ese caso- dijo el jefe de la inspección-, le dejo con Mario- tendió
la mano con una sonrisa de alivio-. Si me disculpa, tengo cosas que hacer.
Media hora más tarde, Salvador tomaba un café en una cafetería
cercana y buceaba entre el montón de papeles que le acababan de entregar
guardados en una carpeta verde oliva. Grapados en grupos de tres o cuatro
folios, la misma secuencia se repetía una y otra vez. Una convocatoria para
que Alejandro Cuenca acudiera a una reunión en el Ministerio de Trabajo,
siempre a las diez de la mañana, un impreso autorizando el viaje firmado
por Carlos Ferrer y un par de facturas, las del hotel y las de los billetes de
avión. Lo único que variaban eran las fechas. Salvador las examinó todas.
Como le habían dicho, prácticamente todos los meses del último medio año
habían realizado uno de aquellos viajes. Acabó el café, encendió un
cigarrillo y contempló la carpeta, pensativo. ¿Qué tenía allí? Nada, no tenía
nada. Cuando se cansó de observar las solapas verde oliva de la carpeta
volvió a abrirla y a repasar, uno por uno, todos los folios. Primero se fijó en
el hotel que era casi siempre el mismo, Hotel Regidor, sólo en una ocasión
había cambiado de hotel. Luego, se fijo en los billetes, ida en el vuelo de
las tres de la tarde y regreso siempre en el de las cinco. En eso no había
ninguna variación. Además todos los billetes y las habitaciones del hotel
los había comprado en la misma agencia, “Viajes Canadá”. El anagrama,
una hoja de arce, estaba impreso en todas las facturas. Encendió otro
cigarrillo y cerró la carpeta. ¿Qué esperaba haber encontrado allí?
Enfadado consigo mismo y con el mundo, hastiado, harto y frustrado arrojó
el cigarrillo al suelo y volvió a abrir la carpeta y a repasar nuevamente los
folios, pero cuando comenzaba a hacerlo, decidió que allí no encontraría
nada nuevo. Llamó al camarero, le pidió la guía telefónica y la abrió por la
letra uve.
Viajes Canadá estaba muy cerca de la delegación de trabajo.
Alejandro Cuenca no había ido muy lejos a contratar sus billetes y su hotel,
pensó Salvador. La agencia no ocupaba un local muy grande, pero tenía un
escaparate amplio en el que se exhibía un avión colgado de hilos de tanza,
la maqueta de una pirámide y un sombrero rojo como los de la policía
montada del Canadá, además de un tablero sobre el que habían colocado un
montón de carteles con ofertas. El interior de la agencia era alargado, a un
lado había una larga estantería que ocupaba toda una pared, con un montón
de catálogos y al otro un par de mesas para atender a los clientes. En la
agencia, a aquella hora de la mañana, no había ninguno qué atender, sólo
las dos empleadas que charlaban despreocupadamente. Al entrar Salvador
callaron las dos. La más joven le dirigió una sonrisa, lo saludó
amablemente y le indicó que se sentara. La otra se volvió y comenzó a
observar la pantalla de su ordenador. Salvador devolvió el saludo, se sentó
y mostró su documentación.

250
-Subinspector Montaña- dijo y depositó la carpeta verde oliva sobre
la mesa-, de la policía judicial.
La joven borró la sonrisa de la cara y lo miró con gesto de sorpresa.
Él abrió la carpeta y mostró una de las facturas con el anagrama de la
empresa.
-Me gustaría saber algunas cosas sobre este cliente.
La agente se acercó y leyó la factura.
-¡Oh!- dijo y se llevó la mano a la boca-. ¡Don Alejandro!
-Efectivamente, Alejandro Cuenca.
-¿Está investigando su muerte?- la joven abrió los ojos tanto que
borró todos los pliegues de la piel
Salvador ignoró la pregunta.
-Al parecer contrataba muchos viajes a Madrid con ustedes.
La joven recobró la compostura de agente profesional.
-Sí, todos los meses iba alguna vez.
Salvador buscó entre los folios de la carpeta hasta que encontró lo
que quería.
-Siempre ocupaba el mismo hotel, menos en una ocasión- dijo y
mostró la factura.
Al oír hablar de Alejandro Cuenca, la otra empleada de la agencia
había dejado de prestar atención al ordenador y se había acercado a ellos.
-Recuerdo que en esa ocasión lo atendí yo- dijo-. El hotel Regidor,
que era el que a él le gustaba, estaba completo y tuvimos que buscar
habitación en otro. Le disgustó mucho. Siempre quería ir al Regidor.
-Menos cuando no quería- dijo la otra.
Salvador dejó la carpeta sobre la mesa y miró a la joven. Ella se llevó
la mano a la boca como si hubiera dicho algo inconveniente.
-¿Qué quiere decir?
Las dos mujeres se miraron. La mayor de ellas dijo:
-Hubo un par de ocasiones en las que don Alejandro no viajó en
avión y fue a un hotel distinto.
Salvador volvió a tomar la carpeta.
-No viajó en avión- repitió para sí mismo y abrió la carpeta y la ojeó
rápidamente-. Pero todos los billetes que tengo son de avión.
Las mujeres lo miraron sin comprender.
-Hace un par de meses viajo dos semanas seguidas en tren- continuó
la mayor- y no lo hizo solo, sacó dos billetes de ida y vuelta en el TALGO
y reservó una habitación doble en un hotel que especificó que no quería que
fuera el Regidor. Nosotras supusimos que era porque lo acompañaba
alguna mujer y no quería... bueno, ya me entiende.
Salvador calló un momento y meditó. Luego cerró la carpeta verde
oliva y dijo:
-Necesito saber las fechas de esos viajes ¿es posible?

251
-Creo que sí. Eso debió de ser el mes pasado- dijo la mujer de más
edad, que había tomado el control de la situación. Se volvió a la otra y
continuó-: Clara dame la agenda de marzo.
La otra se levantó y hurgó en un montón de papeles y catálogos que
había a su espalda hasta que se volvió con un cuaderno de pastas negras en
la mano y se lo entregó a la mujer.
-Aquí está- dijo tras hojear el cuaderno-. Los días doce y diecinueve
de marzo. Ida, vuelta y un par de noches en el hotel Valenciano. Lo mismo
en las dos ocasiones.
Salvador abrió la carpeta verde oliva y pasó apresuradamente los
folios hasta que llegó al mes de marzo. Había un billete de avión Vigo
Madrid del día seis con vuelta el día ocho y la estancia en el hotel Regidor.
Tenía que volver urgentemente a la delegación de trabajo. Necesitaba
averiguar una cosa.
Carlos Ferrer dejó la estilográfica sobre la mesa y miró a la secretaria
con gesto de fastidio. Ella arqueó las cejas y se encogió de hombros.
-Está bien, dile que pase- el jefe de inspección, resopló, recogió la
estilográfica le enroscó el capuchón y la guardó en el bolsillo de la
chaqueta.
Ya le estaba empezando a cansar la presencia de aquel policía. ¿Qué
querría ahora?
Salvador lo saludó con un leve moviendo de cabeza y se sentó frente
a él sin esperar a que lo invitaran a hacerlo.
-Vamos a tener que ponerlo en la nómina de este mes, subinspector.
-No se preocupe, no será necesario. Si me da un par de datos, le
dejare en paz por mucho tiempo. Necesito saber los días que faltó al trabajo
Alejandro Cuenca durante el mes de marzo.
Carlos Ferrer lo miró con resignación y descolgó el teléfono.
-Supongo que lo querrá ahora mismo.
Salvador asintió.
-Marta, imprímeme un extracto de la ficha de Alejandro, por favor-
dijo Carlos Ferrer a la voz que le respondió al otro lado de la línea.
Un minuto después entró la secretaria en el despacho con un folio en
la mano. Salvador se puso en pie, tomó el folio y lo hojeó.
-Gracias- dobló el folio y lo guardó en el bolsillo-. Es todo lo que
necesitaba- tendió la mano-. Espero no molestarle más.
La mañana era clara, casi soleada. Salvador se detuvo frente a la
puerta de la delegación de trabajo, encendió un cigarrillo y desplegó el
folio que le acababan de dar. Allí lo ponía bien claro, Alejandro Cuenca no
había faltado al trabajo ningún día más que los que ya sabía, el seis, siete y
ocho de marzo.

252
33

Carmen se había sentido mal y extraña durante toda la mañana. La


noticia de su traslado le había causado una sensación de vacío y
desasosiego y no había dejado de pensar en qué sería de su vida a partir de
aquel día. La idea de volver le resultaba atractiva, pero al mismo tiempo le
causaba pavor. A aquella hora de la mañana le dolía la cabeza y lo último
que deseaba era enfrentarse a Salvador, a su mal carácter, a sus malos
modos y al malhumor que otras veces casi era capaz de comprender, pero
no en aquel momento. Por eso cuando lo vio cruzar el despacho y caminar
hacia ella, cerró los ojos, vació los pulmones y tomó una decisión. Se
levantaría y se iría. Ya tenía bastante con lo suyo como para aguantar lo de
nadie más.
Salvador lo había meditado mucho antes de dar aquel paso. No le
agradaba hacerlo, había decidido olvidarse de Carmen, no verla más,
olvidarla como si nunca hubiese existido, borrarla de su memoria, no
decirle adiós siquiera y ahora tenía que enfrentarse nuevamente frente a
ella, hablarle otra vez cara a cara, sentir de nuevo su aroma y su presencia.
Pero no tenía más remedio, no le quedaba nadie más a quien recurrir.
Carmen se puso en pie.
-Espera- dijo Salvador-. No te vayas.
Ella bajó la mirada.
-Tengo prisa- repuso con un hilo de voz.
Salvador se plantó ante ella y dijo:
-Necesito que me hagas un favor.
Carmen alzó la vista y los cuatro ojos se encontraron. El rostro de
Salvador ya no estaba tenso y lo único que asomaba a su mirada era un
tono de tristeza que parecía endulzarla y borrarle la frialdad y la dureza de
otros días. Dio un paso atrás y se dejó caer sobre la silla. Salvador rodeó la
mesa y se sentó frente a ella.
-He descubierto algo que parece importante.
-Importante- repitió ella casi susurrando.
-Creo que sí- hizo un pequeño silencio-. Alejandro Cuenca tuvo un
comportamiento extraño el mes pasado.
-Salvador, estamos fuera. El comisario lo dejó bien claro. Deja el
asunto, no tiene sentido que nos busquemos problemas, no es necesario.
Por una vez en la vida, no seas cabezota y haz caso de lo que te dicen.
Silencio.
-¿Me vas a ayudar?
Carmen no respondió.
-No te preocupes, los problemas serán sólo para mí. A fin de cuentas
tú te vas. Yo lo asumo todo- dijo él.

253
Nuevo silencio.
-Estamos hablando de Alejandro Cuenca y Catalina Fraile- continuó
Salvador-. No sé si los recuerdas, los conocimos una mañana, hace ya unos
días. Eran dos tipos desgraciados que se ahogaban, cada uno en su mierda
de vida, y que al fin consiguieron sacar la cabeza del agua y respirar un
poco y cuando lo hicieron, un hijo de puta los dejó helados en el salón de
su casa- hizo un silencio-. No sé si lo recuerdas- añadió al cabo.
Carmen suspiró.
-¿Qué quieres?
Salvador extendió el folio con el registro de la ficha laboral que le
habían entregado en la delegación de trabajo sobre la mesa y dijo.
-El mes pasado Alejandro Cuenca hizo un viaje a Madrid ¿Recuerdas
que nos habían dicho que trabajaba en una comisión de estudio para no sé
qué?- ella asintió-. Pues bien, tuvo una reunión el día siete de marzo, pero
en la agencia de viajes compro dos billetes de ida y vuelta a Madrid para
los días doce y diecinueve y un par de noches de hotel para dos personas.
Pero se da la circunstancia de que en esos días Alejandro Cuenca no faltó al
trabajo ninguno de esos días.
Carmen abrió la boca y miró a su compañero, pensativa.
-¿Qué quieres de mí?
-Tú eres de Madrid ¿no?
Ella no respondió.
-Las personas que usaron esos billetes se alojaron en el Hotel
Valenciano. Necesitamos- calló un momento-, bueno, necesito saber las
personas que se registraron en ese hotel los días doce y diecinueve.
Ella calló.
-Seguro que conoces algún compañero que pueda ir a echarle un ojo
al registro de esos días. Es un favor muy pequeño y no le costará ningún
trabajo.
Carmen se mordió el labio. Él notó las arrugas que se le formaron en
la comisura de los párpados y en la frente, y que hacían aflorar a su rostro
la tensión.
-No me digas que no conoces a nadie- dijo.
-La única persona a la podría pedir el favor se quedó con mi novio y
con mi…- iba a decir con mi vida, pero se contuvo- cama casi el mismo
día que me vine a Orense y no quiero pedirle ningún favor.
Salvador sonrió.
-Si lo haces pensará que ya la has perdonado y parecerás muy buena
persona.
-Es que no la he perdonado.
-Bueno, ella lo pensará aunque tú no lo hagas.
-Es que no quiero que lo piense, quiero que piense que la odio.

254
Salvador se inclinó un poco sobre la mesa y se acercó muy
lentamente hacia ella.
-Eso no tiene importancia- dijo en voz muy baja-. No importa lo que
ella piense sino lo que tú sientas. El perdón se da, no se recibe. Si perdonas,
lo haces para ti, no para los demás, cuando otorgas el tu perdón te lo
otorgas a ti misma, así que no importa nada lo que ella piense, tu rencor y
tu desprecio no variará.
Carmen esbozó una sonrisa triste.
-Y tú ¿me perdonarás a mí?
El recibió la frase como si fuera un chispazo. Se incorporó para
apartarse un poco de ella. Sonrió y le tendió el teléfono.
-Si haces esa llamada, te perdono.
Carmen sabía que no la perdonaría nunca. Sabía que aunque no había
hecho nada para merecerlo Salvador la despreciaba. Estaba segura de ello.
Tomó el teléfono, apretó los dientes, contuvo las lágrimas de ira que
intentaban aflorar a sus ojos y marcó. Él la observó mientras hablaba sin
prestar atención a sus palabras. El movimiento de sus labios rojos y los ojos
verdes e inmensamente brillantes que pestañeaban de vez en cuando lo
habían vuelto a subyugar.
Cuando colgó el auricular Carmen tenía la boca seca, el corazón le
latía como si quisiera escapar del pecho y sentía que la cabeza le iba a
estallar. La voz de Laura al otro lado de la línea le había traído recuerdos
muy amargos, tan amargos que tenía impresión de que la boca se le había
secado para impedirle tragar nada, porque si tragaba algo, aunque fuese
sólo saliva, se envenenaría de amargura.
-Dentro de una hora me han prometido un fax con los registros- dijo
con agria y áspera y se puso en pie.
-¿Dónde vas?
-Voy a tomar el fresco, creo que me hace falta.
Salvador la observó irse. Sabía lo que le había costado hacer aquella
llamada y sabía también que la había hecho sólo por él. Intentó levantarse y
caminar tras ella, pero las piernas se le clavaron al suelo. Se conformó con
encender un cigarrillo.
El fax llegó a la hora prometida. Salvador estuvo atento y vigilante
para que no cayera en otras manos que no fueran las suyas y para ocupar el
tiempo en algo que no fuera pensar. Eran cuatro páginas que se leían con
dificultad. Los miró ansioso y se dispuso a estudiarlos, pero se detuvo,
cerró fuertemente los ojos y dobló los folios por la mitad. Tenía que buscar
a Carmen. Se lo debía. De alguna manera tenía que decirle que no la
perdonaba porque no tenía nada que perdonarle. Estaban en paz. O acaso
era que quería quedaren paz consigo mismo.
Carmen paseaba por la explanada que había delante de la comisaría
con la cabeza gacha. Parecía que vigilara cuidadosamente donde iba a

255
colocar sus pies en cada uno de los pasos que daba. Salvador se le acercó
lentamente sin que ella se percatara.
-Tu amiga ha cumplido.
Carmen levantó la cabeza.
-No es mi amiga, ya te lo he dicho.
-Vale, lo siento- Salvador levantó la mano y mostró los folios
doblados por la mitad-. Voy a comparar los registros de las dos fechas
¿vienes?
Ella no respondió, se le acercó y comenzó a caminar hacia la puerta
de la comisaría.
No les llevó demasiado tiempo encontrar lo que buscaban. Salvador
rebuscó entre los nombres con ansiedad, Carmen lo hizo casi con desgana.
Después de comparar los cuatro folios, la única persona que aparecía en
dos ocasione y que era que se había registrado en el hotel los días doce y
diecinueve era una mujer llamada Cristina Suarez Alves.
Se miraron en silencio.
-Ya tienes lo que querías ¿estás tranquilo?- dijo ella.
-No tengo una mierda. Alguien tiene que ir a documentación a buscar
a Cristina- repuso él y señaló con el índice el círculo que había marcado en
torno a aquel nombre.
-Y ese alguien tengo que ser yo.
-No quiero que Pombal me vea haciendo nada, si me ve husmeando
por ahí se mosquearía y lo jodería todo. Y tengo la sensación de esto es
importante.
Carmen lo miró sin decir nada.
-Ir a documentación es más fácil que pedir el favor a tu amiga-
añadió Salvador
-Eres un hijo de puta.
Salvador cerró los ojos y apretó los puños. ¡Mierda! No lo quería
decir, te lo juro, no sé porqué lo he hecho, pensó. Abrió los ojos, aunque no
relajó las manos y balbució:
-No, no quería…- hizo un silencio-¡Joder!- exclamó al fin.
Carmen se levantó y dejó el despacho de la brigada judicial. Volvió
al cabo de diez minutos. Salvador estaba completamente arrellanado en la
silla con los ojos cerrados y las manos en la nuca. Intentaba encontrar las
palabras adecuadas para una disculpa. Abrió los ojos cuando notó que el
vello se le erizaba al sentir el aroman a vainilla a su lado. Ella tenía el
rostro tan serio que parecía haber perdido parte de su hermosura. Tenía un
folio en la mano que depositó sobre la mesa.
-Cristina Suarez Alves, hija de Aurora y Nicanor- dijo Carmen y dejó
el folio sobre la mesa-. Ahí tienes la filiación.

256
Salvador se incorporó y tomó el folio como si estuviera muerto de
hambre y lo fuera a devorar. Lo leyó en un instante y lo volvió a dejar
sobre la mesa.
-Natural de Castrelo de Miño- dijo para sí.
Carmen se sentó frente a él.
-¿No se te ha ocurrido pensar que esa podría ser la persona que
estaba buscando nuestro asesino?- dijo-. A lo mejor esa es la cuarta
víctima, la que ha conseguido escapar.
Salvador levantó la vista y se encontró con los ojos de Carmen que lo
miraban.
-Natural de Castrelo de Miño- repitió, luego esbozó una sonrisa y
añadió-: y no la encontró porque había huido y se había escondido en
Castrelo de Miño- miró el reloj-. Estamos a tiempo ¿vienes?

257
34

La carretera serpenteaba por la margen izquierda del río bordeando


las laderas del valle. Los primeros kilómetros transcurrían entre fragas
espesas que aquellos días comenzaban a poblarse de verde y llenaban el
camino de sombras, después el valle se abría y se poblaba de viñas. El
agua que primero centelleaba cantarina entre piedras, se acomodaba
después, embalsada por la presa que habían construido donde el valle
volvía a cerrarse. El viaje a Castrelo duró apenas media hora, pero a ambos
se le hizo largo, demasiado largo. Ninguno de los dos había abierto la boca,
el silencio había dilatado el tiempo y lo había alargado como si algún físico
loco hubiera creado una nueva ecuación de silencio-tiempo.
Carmen había dudado en acompañarlo. La pregunta se le había
quedado revoloteando en la cabeza ¿vienes? Lo había mirado durante un
buen rato y no había respondido siquiera, sólo asintió entornando
levemente los ojos y se puso en marcha. Y desde entonces, ya sólo los
acompañó el silencio.
Salvador había esperado un tanto ansioso su respuesta y había
sonreído a su espalda cuando ella comenzó a caminar.
Castrelo de Miño apareció tras una curva que al fin fue la última, la
que parecía que no iba a llegar nunca. Detuvieron el coche al lado de un
edificio largo de piedra que se miraba en las aguas verdosas del embalse y
se anunciaba como club náutico. El pueblo era alargado, como el edificio,
se notaba que había ido creciendo a lo largo de la carretera. La única
persona que vieron fue una mujer ya anciana, vestida de negro que
caminaba con una hoz en la mano. Salvador movió la cabeza señalándola.
-Vamos- dijo. Llevaba tanto tiempo callado que le costó articular la
palabra.
La mujer se detuvo al notar que caminaban hacia ella y los miró con
curiosidad.
-Buenas tardes- dijo Salvador-. Buscamos a Nicanor el de Aurora
¿podría decirnos cuál es su casa?
La mujer no respondió al saludo siquiera. Levantó la hoz y señaló
una de las casas de piedra que se alineaban junto a la carretera a unos
cincuenta metros de ellos.
-Aquela, das ventás verdes- respondió.
-Gracias- dijo Carmen y comenzaron a caminar.
La mujer bajó la hoz y cuando ya no la oían masculló:
-Mais pareceme que non vai estar na casa, morreu hai dous anos.
La casa era de piedra vieja que se había ido oscureciendo con la
humedad y el paso de los años. En la pared que daba al norte crecían
musgos de color verde oscuro, casi negros, y espesos. Visto de cerca, el

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verde de las ventanas amarilleaba por las muchas horas que habían estado
bajo el sol sin renovar la pintura y la madera comenzaba a agrietarse y
descascarillar por todo el agua que le había llovido encima. La puerta era
recia, de hoja doble y también vestida de color verde ajado. A la derecha,
en el marco habían colocado el botón del timbre con un cable que se
enroscaba sobre si mismo y se colaba por un agujero abierto en la esquina.
Salvador tocó el timbre, esperaron un momento, oyeron unos pasos,
un crujir de madera, se abrió la puerta y ante ellos apareció una mujer de
unos treinta años. Era menuda, no muy alta, de pelo negro, cortado en
media melena y mal peinado. Aunque era de tez morena, al ver al hombre
que tenía frente a ella al abrir la puerta, su rostro empalideció como si
hubiera huido de él toda la sangre en aquel instante. Pareció transfigurarse,
los ojos que eran grandes y de color miel se volvieron del negro profundo
de las pupilas que se dilataron como si de pronto se hubiera hecho la noche
más oscura. Un par de gotas de sudor brillaron en su frente.
La mujer cerró los ojos y dijo:
-Por favor, que no me duela.
Carmen y Salvador no tuvieron ninguna duda de que estaban frente a
la mujer que buscaban. La observaron en silencio durante un buen rato sin
decir nada. Cristina Suarez esperó también y al ver que no ocurría nada,
abrió los ojos y miró de nuevo al hombre que tenía frente a ella. Entonces
fue consciente de que había una mujer a su lado, antes no la había visto. No
dijo nada. La mandíbula le temblaba en un castañeo constante e
incontrolable que parecía transmitirse al resto de su menudo cuerpo. Con
una mano temblorosa, tomó una cajetilla de tabaco del bolsillo del pantalón
y extrajo un cigarrillo. Le costó trabajo sujetarlo en la boca. La mujer
estaba muerta de miedo. Salvador le acercó su encendedor, hizo un gesto
con la cabeza señalando al interior de la vivienda y dijo:
-Vamos adentro, Cristina.
La cocina era una sala grande y cuadrada con un gran ventanal de
marco de madera y cristales sucios que se abría a una huerta mal cuidada.
En un lateral, junto a la ventana, había una mesa redonda cubierta con un
hule agrietado donde estaba dibujado el mapa de España. Hacía calor, en
una cocina de leña hervía una olla que inundaba la sala de vapor y
empañaba los azulejos de la pared. Olía a verdura y unto. Se sentaron en
torno a la mesa, en sillas viejas que crujían al moverse.
La mujer fumaba compulsivamente, sin dejar de templar. La cara
había recobrado parte de su color original y el pelo, sucio y despeinado, se
le pegaba a la piel por el sudor y la atmósfera húmeda que los envolvía. Se
mantuvieron en silencio durante un buen rato. Salvador encendió también
un cigarrillo. No tenía prisa, la reacción de la mujer le decía que sabía algo
muy gordo y estaba esperando a que el miedo madurase en su interior,
aunque no tenía dudas de que ya estaba bastante asustada.

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-¿Qué tal tus viajes a Madrid?- dijo al fin apagando el cigarrillo en
un cenicero de cristal sucio y lleno de colillas.
La mujer lo miró sin saber qué contestar.
-Si me preguntas de qué viajes hablo, te doy una hostia que te
estampo contra la pared- añadió Salvador ante su silencio.
-No será necesario- dijo Carmen-. Va a colaborar con nosotros en
todo.
La mujer la miró con un destello de esperanza en los ojos. Encendió
otro cigarrillo. Las manos no le dejaban de temblar. Exhaló el humo, cerró
los ojos y se armó de valor para decir:
-Si me matan no van a encontrar lo que están buscando.
Salvador sonrió.
-¿Y si te parto los dos brazos? ¿No te parece que me lo darás antes
de que empiece por las piernas?- dijo.
La mujer volvió a cerrar los ojos y comenzó a llorar.
-Mírame- exclamó Salvador.
La mujer no se movió.
-He dicho que me mires.
-Más vale que le hagas caso- dijo Carmen con voz suave.
La mujer abrió los ojos llorosos y miró a Salvador durante un
instante, luego bajó la mirada.
-Estás muy asustada, Cristina, y tienes razones para estarlo. Han
muerto tres personas y tú eres la cuarta candidata, pero si te portas bien no
vas a morir- Salvador extrajo su documentación, la dejó sobre la mesa y
calló durante un momento- somos tu última esperanza- añadió.
-No vamos a matarte- continuó diciendo Carmen-. Así que danos eso
que no íbamos a encontrar si te matábamos.
La mujer, más tranquila, dio una calada al cigarrillo y al exhalar el
humo pareció suspirar aliviada.
-Pero lo de partirte los brazos y las piernas sigue en pie- dijo
Salvador con una sonrisa cínica en la boca.
Cristina Suárez dio una nueva calada y se incorporó.
-Sabes que sería una auténtica tontería que echaras a correr.
La mujer asintió y salió de la cocina. Carmen se incorporó y la siguió
con la vista, luego la siguió observando desde la puerta. Al cabo de un
minuto estaba de vuelta, se sentó y dejó sobre la mesa una tarjeta de
memoria SD.
-Muy bien, así me gusta- dijo Salvador-. Ahora dinos qué hay ahí.
Cristina Suárez lo miró sorprendido. Estaba convencida de que
aquellos policías sabían lo que buscaban.
-El vídeo de un hombre y una mujer- respondió.
-¿Eres tú la mujer?- preguntó Carmen.
-No.

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-Bien- dijo Salvador-, ahora nos vas a contar toda la historia.
-¿Qué quieres que te cuente?
-Para empezar, dinos cómo conociste a Alejandro Cuenca.
La mujer encendió un cigarrillo. Las manos le habían dejado de
temblar. Exhaló el humo y dijo:
-Si te parece lo conocí en un club social.
Salvador tomó un cigarrillo y lo colocó entre los labios, se acercó el
encendedor a la boca y antes de prender fuego dijo:
-Me gustabas mucho más cuando estabas muerta de miedo, así que
voy a recordarte un par de cosas cosas, la primera, que aún anda por ahí
alguien que quiere mandarte bajo tierra y que sólo nosotros podemos
librarte de él así que es mejor que no nos enfades, bonita. Pero por si eso no
te asusta bastante, te advierto que no bromeaba con lo de romperte un
brazo- estiró la mano que no sujetaba el encendedor y sujetó con fuerza la
muñeca de la mujer- ¿de acuerdo?-, soltó la muñeca y encendió el
cigarrillo-. Voy a preguntártelo otra vez ¿cómo conociste a Alejandro
Cuenca?
Cristina se masajeó la muñeca dolorida.
-Lo conocí en la cama- dijo.
-Así me gusta, pero tienes que ser más explícita, más locuaz, no se si
me entiendes, no quiero sacártelo todo a base de preguntas.
-Trabajaba en un piso en la calle Progreso y Alejandro era un cliente
habitual.
-¿Alejandro Cuenca?- interrumpió Salvador.
La mujer asintió
-¿Te acuerdas de la historia que nos contó su amigo sobre lo que
pasó hace unos años con una prostituta?
Salvador miró a su compañera y asintió.
-Se ve que la afición le venía de lejos- dijo, se volvió hacia Cristina
Suarez y añadió-: continúa.
La mujer tardó un momento en responder, antes de hacerlo dio la
última calada al cigarrillo, lo aplastó en el cenicero de cristal y bajó los ojos
y los fijo en el mapa de España de colores desleídos.
-Un día me dijo que quería que le ayudara a hacer algo y que si lo
hacía me daría mucho dinero- dijo y calló un momento-. Me contó que iba
mucho a Madrid y que allí también era cliente fijo de otra mujer, que la
visitaba cada vez que iba y que aquella mujer tenía un cliente muy
importante. Primero la convenció a ella y luego a mí para que hiciéramos
una grabación y se la entregáramos.
Salvador resopló.
-Así que era eso. ¿Qué fue lo que salió mal?
Cristina respondió al instante.

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-Todo- respondió y encendió un cigarrillo-. Todo salió mal- se agitó
un poco- ¿Es que no lo ves?- calló un momento y se tranquilizó-. Tuvimos
que ir dos veces a Madrid. Le dije a Alejandro que José Antonio vendría
conmigo, que sería mi socio en el asunto. No quería ir sola.
-Espera un momento, José Antonio es el Jeringuillas, supongo-
interrumpió Salvador.
-Sí, él me acompañó.
-Espera- volvió a interrumpir- ¿de qué conocías al Jeringuillas?
La mujer levantó la manga de la camisa y mostró la cara anterior del
brazo. Los recorridos de las venas estaban completamente tatuados por los
muchos pinchazos que habían recibido. Salvador comprendió
perfectamente que el Jeringuillas había sido el camello de aquella mujer.
-De acuerdo, continúa.
-Él vino conmigo. Tuvimos que ir un par de veces. La primera no
tuvimos suerte, fallamos, el hombre había quedado con la fulana, pero no
fue. La segunda vez todo fue sobre ruedas. Hicimos la grabación, la
entregamos a Alejandro y nos pagó, pero…- la mujer dio una calada al
cigarrillo y se lo congestionaron los ojos- ¡Joder!
-¿Qué pasó?
-¿Qué pasó?- repitió para sí misma-. Pasó que José Antonio decidió
que con lo que nos había pagado Alejandro no teníamos bastante. Dijo que
si nos había pagado era porque le pensaba sacar más dinero, que el vídeo
era una bomba que valía mucho y que éramos nosotros los que nos lo
habíamos currado. Y yo le creí como una tonta- dio una calada al cigarrillo-
así que hicimos una copia y nos la quedamos. Luego fue José Antonio el
que se encargó de todo, llamó al hombre de la grabación, le mandó una
copia y le pidió dinero a cambió de entregársela- la mujer rompió la voz en
un llanto.
Salvador no estaba dispuesto a que callara ni un instante.
-Continúa- exclamó.
La mujer se limpió los mocos con la manga.
-Entonces apareció Alejandro muerto- continuó-, busqué a José
Antonio por todas partes, pero no lo encontré y enseguida supe que los
habían matado, que todo había sido por el vídeo y que si no escapaba, yo
acabaría igual. Vine a casa de mi madre y me escondí aquí, eso es todo.
Salvador tomó la tarjeta de memoria en la mano y la observó durante
un momento.
-Tan pequeñita y tres muertos. Espero que lo que tenga dentro
merezca realmente la pena- miró a Carmen y le hizo un gesto señalando a
la puerta-. Me da la sensación de que aquí ya está todo hecho.
Ambos se pusieron en pie al mismo tiempo. Cristina Suárez
permaneció en la silla sin levantar la vista siquiera. Antes de salir, Salvador
añadió:

262
-Con relación a tu futuro, no tengas miedo, el hombre que te buscaba
para matarte debe de estar ahora en la mesa del forense con las tripas fuera
de la barriga, no creo que le queden fuerzas para venir a por ti.
La grabación no era muy buena, no había mucha luz y la cámara no
dejaba de moverse, pero tenía la suficiente calidad para permitir reconocer
lo que ocurría y los personajes que participaban en la acción. Había una
mujer de una edad indefinida, entre treinta y cuarenta años, más bien
entrada en carnes y no excesivamente hermosa. Toda la ropa que la cubría
era unas bragas negras. Con ella jugaba lo que en principio parecía otra
mujer con un corsé rojo, pero enseguida se notaba que era un hombre
travestido. Durante los primeros tres minutos sólo se veía al hombre de
espaldas, pero luego se volvió y la cámara lo tomó de frente. A pesar de la
luz y del movimiento, no cabía ninguna duda, el hombre vestido con un
corsé rojo era Pablo Z, el director del diario El Globo.

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35

El mes de abril comenzaba a olvidarse de marzo y soñaba ya con ser


mayo. No había nubes en el cielo que era de un azul intenso, el día había
sido largo y caluroso y el atardecer era dulce, de brisa suave cargada de
primavera. Salvador, atiborrado de amargura y soledad, no comprendía por
qué el cielo no estaba cubierto de nubes plomizas y por qué no caía una
lluvia demoledora que lo lavase todo. La puerta de la cafería Luna estaba
abierta de par en par, como si el dueño quisiese que se colasen por ella la
brisa y los aromas del atardecer. Con las manos en los bolsillos, Salvador
cruzó el umbral y se sentó en uno de los taburetes junto a la barra. Sólo
había dos clientes más y el televisor cantaba las noticias sin que nadie le
prestase atención. Manuel Lama, el dueño de la cafetería hurgaba en el
fregadero, al verlo entrar, se secó las manos y se acercó a él.
-¿Te pongo café?
Salvador lo miró abstraído. Le hubiera gustado pedir alcohol, lo que
fuera, algo fuerte, cuanto más fuerte, mejor. Si no hubiera estado allí, si
aquel hombre frente a él esperando no hubiera sido Manuel, sino un
desconocido cualquiera lo habría hecho, habría comenzado a beber y se
abría emborrachado aquel dulce atardecer de primavera.
-Sí, ponme un café- dijo.
Encendió un cigarrillo y esperó a que le sirvieran el café mirando el
televisor sin prestar ninguna atención a lo que decía.
-¿Dónde está tu hijo?- preguntó a Manuel Lama cuando dejó el café
humeante ante él.
El otro se volvió y miró el reloj colgado en la pared.
-Dijo que vendría ahora ¿qué te traen entre manos con él?
-Cosas mías.
Carmen cerró la maleta y echó una ojeada al apartamento. Recorrió
con la mirada los muebles, el televisor, la cocina que dejaba blanca
inmaculada y tomó la maleta en la mano. Antes de cerrar la puerta, se
detuvo y volvió a mirar al interior. No sabía si se iba de allí con pena o con
alegría. Recordaba perfectamente cómo había llegado, cómo había lavado
con lágrimas todos los rincones, pero con el tiempo se había acostumbrado
y había conseguido que de alguna manera se convirtiera en su casa. Dio un
portazo y dejó las llaves en el buzón. El taxi no tardó en llegar, el hombre
que lo conducía le cogió la maleta y la levantó de un golpe seco para
dejarla en el maletero. Antes de que cerrara el portón, Carmen la observó y
pensó que se iba con muy poco equipaje. Durante un instante tuvo la
sensación de que se había dejado algo olvidado. El taxista la miró
esperando una dirección.

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-A la estación- dijo ella.
Salvador tomó su café y encendió otro cigarrillo. Lo observó durante
un instante y pensó que algún día debería pensar en dejar de fumar. Miró el
reloj. El hijo de Manuel se estaba retrasando. Chasqueó la lengua con
desagrado y volvió a mirar el reloj. Esperaba que no hubiera tenido
problemas y que todo hubiera salido bien. Le había asegurado que era la
cosa más fácil del mundo y que no habría ningún problema. Pensó en
Alejandro Cuenca, en su venganza y en las paradojas de la vida. Lo habían
jodido dos veces y, la segunda vez, bien jodido. Primero lo habían pillado
en un asunto de faldas y habían acabado con su carrera política y luego,
cuando quiso vengarse, le habían pegado un tiro en la boca. La vida podía
ser muy jodida, pero que muy jodida, sobre todo si no eres un hijo de puta
dispuesto a matar para que no te arañen siquiera.
El tren arrancó de un tirón y después siguió lentamente hasta que
abandonó la ciudad. Por el ventanal se colaba la luz del atardecer. Carmen
entornó los ojos y contempló el paisaje. Había llegado a la estación
demasiado pronto y había esperado un buen rato en el andén. Mientras
esperaba, una y otra vez se volvió con la esperanza de ver a Salvador. Sabía
que no iba a ocurrir, pero le hubiera gustado que hubiese ido a despedirla, a
darle por lo menos un beso y una sonrisa. Incluso cuando subía al tren se
volvió para mirar y se sintió estúpida por hacerlo. El sol le molestaba en los
ojos y apartó la vista de la ventana. Le hubiera gustado que lloviera, aquel
atardecer no le gustaba para despedirse de Orense. Cuando ya el sol había
caído, mientras el tren se internaba en la noche se repetía una y otra vez
que había tomado la decisión más sensata, pero no podía dejar de
preguntarse si no sería la sensatez más estúpida de su vida.
Salvador miró el reloj. A aquella hora el tren ya se habría ido. Pensó
que a lo mejor debería haber ido a despedirla, a decirle adiós, pero sabía
que por mucho que lo intentara no habría sido capaz de hacerlo. Mientras
había estado con ella, aunque sólo fuera trabajando, había sentido que
formaban algo juntos, por poco que fuera. Ahora que la mitad de lo que
formaban se iba, tenía la sensación de que él era la mitad de nada. Y eso
era menos que nada, aún.
El hijo de Manuel Lama apareció con media hora de retraso y lo
liberó de sus pensamientos. Era un joven de unos veinte años delgado,
desgarbado y alto. Vestía una camiseta color burdeos y un vaquero ajado.
Se apartaron a un lado para conversar.
-¿Todo bien?- preguntó Salvador impaciente.
-Todo perfecto.
-¿Sin ningún rastro?
-Si ningún rastro, no te preocupes, no he corrido ningún riesgo, nadie
sabrá nunca de donde ha salido.
Salvador le pasó la mano por el hombro.

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-Te debo una dijo.
-No, tío, yo, con haberlo hecho estoy pagado. Ha sido todo un placer.
La pena es que no lo haya podido firmar, porque en una semana el vídeo
del tipo ese circulará por Internet más que las tetas de Pamela Anderson.
Se sonrieron, se hicieron un giño y se despidieron.
Salvador miró al televisor. La locutora, una mujer rubia muy bien
peinada, daba la noticia de que se entregaban los premios de la asociación
independiente de periodistas. Entre los galardonados se encontraba Pablo
Zamora López, más conocido como Pablo Z, director del diario El globo,
por su trayectoria en la defensa de los valores de la ética.
Salvador sonrió, arrojó el cigarrillo al suelo y se fue a casa. Estaba
seguro de que Alejandro Cuenca descansaría en paz.

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