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Las letras no agitan conciencias, sino la rebeldía del colegial castigado por llevar
tirachinas en el bolsillo del pantalón corto, el hedonismo bravo, con cuernos
satánicos debajo de la gorra, que consiste en vigilar el vestuario femenino a través
de un agujero en la pared y en echarse a la carretera para apurar la camaradería de
los viejos lobos de bar: Highway To Hell, o de cómo los amigos siempre estarán ahí,
aun para acompañar hacia el infierno.
AC/DC no tiene baladas, esas cursiladas grimosas de los Scorpions que los heavies
ponían para agarrar teta. Cuando desciende a la pausa del blues, es para contar
una sobredosis o una falsa virgen con gonorrea, Overdose, The Jack. No le faltaba a
la leyenda bonzo del grupo sino la muerte de su cantante Bon Scott, ahogado en su
propio vómito mientras dormía en un coche después de una borrachera.
Volverán a España en abril, intactos, fieles a sí mismos: nadie quiere que AC/DC
cambie o evolucione, como a nadie le apetece que de repente cambia el sabor del
trago de toda la vida. Y quienes les siguen desde hace muchos años volverán a
tener la sensación de que uno de sus conciertos es un viaje al país de Nunca
Jamás. Pero no para ser Peter Pan, sino Garfio, epiléptico el cuerpo de quien ha sido
arrebatado por la vieja fiebre del rock.