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Índice

PORTADA
SINOPSIS
PORTADILLA
SECCIÓN 1. DEFINICIÓN CLÍNICA, CONCEPTUALIZACIÓN Y
EVOLUCIÓN HISTÓRICA DEL TRASTORNO CONVERSIVO
1. ¿POR QUÉ HABLAR DEL TRASTORNO CONVERSIVO?
2. ¿CÓMO HEMOS LLEGADO AL DIAGNÓSTICO DE CONVERSIÓN?
PERSPECTIVA HISTÓRICA Y EVOLUCIÓN
3. LOS CUADROS CONVERSIVOS EN LA PRÁCTICA CLÍNICA
SECCIÓN 2. TRAUMA, APEGO Y DISOCIACIÓN, Y SU
RELACIÓN CON EL TRASTORNO CONVERSIVO
4. DE HISTÉRICAS, HÉROES Y PREJUICIOS
5. EL CUERPO QUE EXPRESA EL TRAUMA
6. APEGO, TRAUMA Y TRASTORNO CONVERSIVO
7. LA DISOCIACIÓN Y LA CONVERSIÓN: EL CONCEPTO DE
DISOCIACIÓN PSICOMORFA Y SOMATOMORFA
SECCIÓN 3. NEUROBIOLOGÍA Y REGULACIÓN
EMOCIONAL*
8. EL CEREBRO TE JUEGA UNA MALA PASADA
9. VULNERABILIDAD Y CICATRICES: EL PAPEL DE LAS EMOCIONES
10. LA DESREGULACIÓN EMOCIONAL EN LOS TRASTORNOS
CONVERSIVOS
11. LAS ESTRATEGIAS DE REGULACIÓN EMOCIONAL Y LOS NIVELES
DE COMPLEJIDAD EN LA REGULACIÓN
SECCIÓN 4. LA EVALUACIÓN DEL PACIENTE CONVERSIVO
12. LA EXPLORACIÓN DEL PACIENTE CON TRASTORNO
CONVERSIVO
SECCIÓN 5. EL TRATAMIENTO DE LOS CUADROS
CONVERSIVOS
13. EL TRABAJO TERAPÉUTICO: PERFILES DE PACIENTES Y
ASPECTOS GENERALES QUE HAY QUE DESARROLLAR
14. CONSIDERACIONES SOBRE EL ENCUADRE TERAPÉUTICO
15. EL TRABAJO PSICOEDUCATIVO
16. EL TRABAJO SOBRE EL NIVEL DE ACTIVACIÓN BASAL
17. EL TRABAJO CON LOS EPISODIOS Y SUS DISPARADORES
18. EL TRABAJO CON EL CUERPO
19. EL TRABAJO CON LA REGULACIÓN EMOCIONAL
20. EL TRABAJO CON AUTOCUIDADO
21. EL TRABAJO EN LA CONEXIÓN
22. EL TRABAJO CON PARTES: LA COMPARTIMENTALIZACIÓN
23. EL TRABAJO CON LOS RECUERDOS TRAUMÁTICOS
24. EL TRABAJO CON LOS VÍNCULOS
25. CADA PACIENTE ES DIFERENTE:
26. COROLARIO
BIBLIOGRAFÍA
NOTAS
CRÉDITOS
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SINOPSIS

Cuando decidimos adentrarnos en la aventura de escribir sobre el trastorno


conversivo nos planteamos una idea fundamental: escribir aquello que nos
hubiera gustado encontrar cuando empezamos a investigar y tratar a pacientes
con este trastorno. Más que recoger información diversa de modo exhaustivo,
hemos querido hacer, en lo posible, una integración de esas informaciones con
dos objetivos centrales. El primero, entender cómo se originan y desarrollan estas
patologías. El segundo, inseparable del primero, plantear un abordaje terapéutico
específico. La comprensión del origen es en sí misma una intervención
terapéutica cuando se hace de modo colaborativo con el paciente. Para el
profesional, además, es la guía para la intervención en una patología más
caracterizada por la diversidad de presentaciones clínicas y contextos relacionales
que por su uniformidad.
Las sesiones clínicas en los servicios de psiquiatría raramente giran
alrededor de los cuadros conversivos, sino que se convierten en pacientes
incómodos, difíciles de entender y de encajar en el esquema general de los que
deben hacerse cargo de ellos. Algo bien distinto sucedía en épocas pasadas,
cuando el psicoanálisis pivotó sobre estos trastornos gran parte de sus
articulaciones teóricas y de sus propuestas terapéuticas.
Los síntomas conversivos son mucho más frecuentes de lo que creemos.
Como decíamos, muchas veces estos síntomas pasan desapercibidos en medio
de la variedad de problemas que nuestros pacientes presentan. Muchos ni
siquiera llegan a las consultas de salud mental y están repartidos entre diversas
especialidades médicas.
Esta guía viene a cubrir un gran vacío en relación a la información disponible
sobre este tema tan complejo y pretende ayudar a los profesionales a diagnosticar
y tratar adecuadamente este tipo de pacientes mediante un enfoque amplio e
integrador.
Lucía del Río Casanova
Anabel Gonzalez Vazquez

CUANDO EL
CUERPO HABLA
Un abordaje integrador
del trastorno conversivo

PAIDÓS
SECCIÓN 1

DEFINICIÓN CLÍNICA, CONCEPTUALIZACIÓN Y


EVOLUCIÓN HISTÓRICA DEL TRASTORNO
CONVERSIVO
CAPÍTULO 1

¿POR QUÉ HABLAR DEL TRASTORNO


CONVERSIVO?

Cuando decidimos adentrarnos en la aventura de escribir este libro


nos planteamos una idea fundamental: escribir aquello que nos
hubiera gustado encontrar cuando empezamos a investigar y tratar
a pacientes con este trastorno. Más que recoger información diversa
de modo exhaustivo, hemos querido hacer en lo posible una
integración de esas informaciones con dos objetivos centrales. El
primero, entender cómo se originan y desarrollan estas patologías.
El segundo, inseparable del anterior, plantear un abordaje
terapéutico específico. La comprensión del origen es en sí misma
una intervención terapéutica cuando se hace de modo colaborativo
con el paciente. Para el profesional, además, es la guía para la
intervención en una patología más caracterizada por la diversidad
de presentaciones clínicas y contextos relacionales que por su
uniformidad.
En la literatura existen muchas aportaciones que van desde las
primeras conceptualizaciones psicoanalíticas de cuando empezó a
definirse el trastorno hasta el énfasis de la neurología en el
diagnóstico diferencial, las modernas teorías del trauma, el concepto
de disociación somatomorfa y el área de la regulación emocional. En
los últimos años hemos de añadir las nuevas gafas que nos aportan
los estudios de neuroimagen, que han arrojado algo más de luz
sobre los correlatos neurobiológicos de este trastorno. Pero ¿cómo
aunar todas estas piezas en una conceptualización coherente? Este
es nuestro desafío y con ese propósito se irán desarrollando los
capítulos.
El trastorno conversivo es un diagnóstico rodeado de distintos
tipos de incomprensión, que empieza ya desde el concepto en sí
mismo y la definición del cuadro. Valga como ejemplo una sesión
clínica, muchos años atrás, en la que se presentaba un caso clínico
de pseudocrisis en la que colaboraban neurólogos y psiquiatras. Los
neurólogos expusieron con todo detalle qué aspectos de la
exploración neurológica habían de tenerse en cuenta para hacer el
diagnóstico diferencial, cómo habían llegado a la conclusión de que
el paciente no tenía epilepsia y era, por lo tanto, un cuadro
conversivo. Los psiquiatras colaboraron por su parte en esta
discriminación minuciosa de por qué no se trataba de epilepsia.
Entonces, uno de los neurólogos planteó una pregunta de lo más
lógica: «Bueno, ahora que sabemos que no es epilepsia, ¿qué se
hace con este caso?». Ninguno de los psiquiatras presentes en la
sala supo dar una respuesta. Pese al tiempo que ha transcurrido
desde entonces, las cosas no han cambiado demasiado.
En los últimos años hemos centrado nuestras investigaciones
en los cuadros conversivos. Eso nos hizo revisar muchas
contribuciones, hacernos muchas preguntas y plantearnos muchas
hipótesis. Este no va a ser un libro de certezas y convicciones, sino
de reflexiones y de propuestas. Pese a ello, queremos primar la
aplicabilidad clínica. Recorramos de entrada algunos aspectos
relevantes sobre esta patología para adentrarnos posteriormente
más a fondo en diversas áreas.

Los cuadros conversivos: olvido, negación y rechazo

Aunque el trastorno conversivo figura en las clasificaciones


internacionales, no está igualmente presente en la mente de los
profesionales psicólogos y psiquiatras. Estos cuadros y su
antepasado, la histeria, habían sido objeto de estudio y reflexión
detallado a finales de siglo XIX y principios del siglo XX, etapa en la
que se elaboraron diversas propuestas conceptuales y de
intervención terapéutica. Sin embargo, más adelante pareciera que
hubieran desaparecido, tanto de las publicaciones científicas como
de los diagnósticos clínicos. Los residentes de Psicología y
Psiquiatría sabían poco más que la definición del trastorno
conversivo y el diagnóstico era por exclusión. Cuando se presentaba
un caso con sintomatología que no encajaba bien en ningún
trastorno orgánico, iba al fondo del saco de lo disociativo/conversivo.
Si la sintomatología predominante era neurológica, la etiqueta era la
de conversión. Esta falta de definición en positivo suponía además
el riesgo de acabar dando este diagnóstico a trastornos con
síntomas atípicos o a enfermedades raras para las que no había
pruebas específicas.
Abandonadas por la psiquiatría, estas patologías pasaron a ser
atendidas en las consultas de neurología o de otras especialidades
médicas. Estos especialistas solo podían limitarse a descartar otros
cuadros en los pacientes, a descartar las patologías que estaban en
los libros de esas especialidades como la epilepsia, la parálisis, la
amnesia u otros cuadros orgánicos, que serían las enfermedades
«genuinas». El paciente conversivo tenía síntomas parecidos, pero
no eran «de verdad». El mensaje que se daba a los pacientes que
acudían a urgencias era muchas veces que «no tienen nada» y que
el tratamiento consistía en esperar «a que se pase solo», dejando
transcurrir el tiempo. Esto, como veremos, no refleja el curso natural
de la totalidad de los cuadros conversivos.
La psiquiatría como profesión ha atravesado también etapas
muy diversas. En una época de reivindicación de su inclusión como
especialidad médica y en la que tuvo lugar el paso de la atención en
los antiguos psiquiátricos a los hospitales, el estudio de los
trastornos mentales buscó seguir un curso similar al de otras
especialidades médicas. Se hizo hincapié en conocer cómo los
diferentes síntomas se agrupaban en síndromes que darían lugar a
los diferentes trastornos mentales, para los que se estudiaban
primordialmente los factores médicos implicados, dejando de lado
las concepciones biopsicosociales, más integradoras.
Al tiempo que esto ocurría, se fueron encontrando alteraciones
genéticas vinculadas a muchos trastornos mentales y se fueron
describiendo una serie de disfunciones en circuitos neuronales
asociados a diferentes trastornos. Esto despertó gran interés,
aunque los factores genéticos no acabaron de resultar específicos ni
aportaron una herramienta útil al diagnóstico. Sin embargo, sí
permitieron interesantes avances en el campo de la
psicofarmacología, contribuyendo a entender por qué algunos
fármacos funcionaban de modo diferente en unas personas y en
otras.
Esto también tuvo su repercusión en la visión sobre el trastorno
conversivo. Algunos trastornos mentales como la esquizofrenia o el
trastorno bipolar encajaban mejor en el modelo biomédico en el que
se movían muchos profesionales de la psiquiatría. Eran cuadros de
gravedad innegable, en los que parecía haber un componente
genético y que respondían mejor a psicofármacos. Por tanto, las
sesiones clínicas en los servicios de psiquiatría raramente giraban
alrededor de los cuadros conversivos, que se convirtieron en
pacientes incómodos, difíciles de entender y de encajar en el
esquema general de los que debían hacerse cargo de ellos. Algo
bien distinto de épocas pasadas, cuando el psicoanálisis pivotó
sobre estos trastornos gran parte de sus articulaciones teóricas y de
sus propuestas terapéuticas.
El concepto de conversión ha ido muy ligado al psicoanálisis
desde sus inicios, y ha corrido la misma suerte que esta disciplina,
que en los últimos años se ha hecho menos predominante entre los
terapeutas, para dejar paso a corrientes más biologicistas entre los
psiquiatras y más cognitivo-conductuales, centradas en el aquí y
ahora, entre los psicólogos. Algunos autores han señalado que el
rechazo hacia los sujetos «histéricos» o la falta de atención a estos
cuadros en los planteamientos terapéuticos globales ha sido una
manifestación más del rechazo hacia el propio psicoanálisis
(Álvarez, 2020). En este choque de modelos teóricos, los pacientes
conversivos han sido los grandes perdedores.
Para un psiquiatra de orientación biológica resulta a menudo
más interesante tratar a pacientes con esquizofrenia o trastorno
bipolar, que abordarán desde un punto de vista centrado en la
psicofarmacología o en nuevas técnicas como la estimulación
cerebral profunda. Para un psicólogo cognitivo-conductual las fobias
y el trastorno obsesivo compulsivo, cuyos tratamientos están
basados en técnicas como la exposición progresiva, los registros y
las tareas para casa, serán gratos objetos de estudio. Los cuadros
conversivos, sin una definición conceptual clara hasta la fecha fuera
de lo psicoanalítico, y que no suelen funcionar con ninguno de los
tratamientos que acabamos de describir, simplemente quedaron en
una especie de limbo. Si los pacientes se resistían a ser ignorados y
daban problemas importantes a sus familias o a los profesionales,
no pocas veces se culpabilizaba al paciente, equiparando la
conversión a la simulación caprichosa e intencionada. Los síntomas
se explicaban como «llamadas de atención» o «intentos de
manipulación» y desde ahí la actitud terapéutica era la de ignorar el
síntoma o incluso penalizar a quien lo sufría de modo directo o
indirecto. Esto ha seguido siendo así hasta que volvieron a emerger
las modernas teorías sobre el trauma y la disociación, de las que
hablaremos más adelante.
Otro factor que puede haber contribuido a la aparente
invisibilidad de los cuadros conversivos es el gran cambio en cómo
se presentan los síntomas a lo largo de las últimas décadas. Ya no
es tan frecuente ver soldados en sillas de ruedas, afectados de lo
que se denominó entonces neurosis de guerra, o al menos sus
manifestaciones parecen pasar más desapercibidas hoy en día.
También es menos frecuente observar las grandes crisis
conversivas que describían los clásicos en sus pacientes histéricos,
o quizá sus manifestaciones han ido variando de la misma manera
que lo ha hecho la sociedad en la que emergen. Puede que también
la atomización de la medicina moderna en múltiples
subespecialidades y el cambio en la función de la figura del médico
nos haya hecho perder una visión más global y personal del
paciente, algo de particular importancia en los cuadros conversivos.
Como muchas veces ocurre en el campo de las teorías
psiquiátricas y psicológicas, a finales de los años noventa el interés
por el trastorno conversivo empieza a renacer. Esto ocurre, sobre
todo, de la mano de las teorías modernas del trauma y la
disociación, áreas que ya en el siglo XIX se habían desarrollado en
estrecha relación con la conversión. Otra área que ha presentado
desarrollos interesantes sobre la conversión ha sido el campo de la
regulación emocional, tanto desde las diversas teorías emergentes
como desde los hallazgos de la neurobiología en las últimas
décadas. Aquí las aportaciones son más nuevas y ofrecen una
perspectiva diferente, pero muy interesante, sobre estos cuadros.
En esta nueva etapa hay que destacar algunos nombres, cuyas
propuestas iremos describiendo, tales como Onno van der Hart,
Ellert Nijenhuis, Annemiek Van Dijke o Kasia Kozlowska, entre otros,
que han trabajado en la comprensión de los cuadros conversivos.
Hablaremos con detalle de estas y otras aportaciones en los
siguientes capítulos.
Nos falta mucho por entender y desarrollar, sin embargo. Sin un
tratamiento específico, algunos de estos pacientes acaban por
recuperarse espontáneamente de sus síntomas, ya que es frecuente
el curso en brotes, pero persisten las tendencias disfuncionales
subyacentes. Un porcentaje significativo de casos se cronifican o
muestran síntomas de forma remitente-recurrente (es decir, va y
viene, aparece y desaparece a lo largo del tiempo), lo cual supone
una importante limitación funcional. Los problemas asociados a los
síntomas más evidentes muchas veces no se desmontan por sí
solos y generan problemas a muchos niveles.

Sin mapa no hay territorio


Si no sabemos un idioma, poco podremos deducir de un largo
discurso en esa lengua. Oímos sonidos, pero no tienen significado
para nosotros. Del mismo modo, nuestros paradigmas condicionan
lo que vemos en nuestros pacientes. Si los cuadros conversivos no
son objeto de nuestro interés, no exploraremos su presencia en las
personas con las que trabajamos excepto si esto se presenta como
un síntoma agudo frente a nosotros. Por otra parte, la creencia que
comentábamos anteriormente de que lo conversivo tiene que ver
con demandas de atención o manipulación puede ser la causa de
que no se explore en profundidad para no contribuir a que los
síntomas se magnifiquen o prolonguen en el tiempo. Podríamos
entender erróneamente que al prestarles más atención estaríamos
«entrando en el juego» patológico del paciente.
Otro aspecto que puede encauzar la exploración del profesional
de salud mental a áreas diferentes de los síntomas conversivos son
los objetivos terapéuticos. No habiendo fármacos «anticonversivos»,
el psiquiatra puede focalizarse en la sintomatología que puede
abordarse más específicamente con medicación, y el psicólogo más
en conductas o creencias que puedan modificarse, como las
tendencias evitativas, las distorsiones cognitivas o los problemas de
asertividad o búsqueda de soluciones. Si no tenemos una estrategia
específica para tratar los síntomas conversivos en sí mismos, nos
centramos en otras áreas más periféricas, pero también más
genéricas. Siendo pragmáticos, nos centramos en lo que para
nosotros es modificable y, aunque muchas de estas estrategias
pueden ayudar, no van al núcleo del problema. En ocasiones,
pueden incluso ser contraproducentes. Si ante el fracaso de un
fármaco, buscamos otro fármaco, el paciente puede acabar con
dosis importantes de medicaciones múltiples, sin que consigamos
encauzar el problema en modo alguno.
Adelantándonos un poco a lo que iremos explicando, lo cierto
es que estas creencias de los profesionales sobre los cuadros
conversivos tienen poco que ver con lo que dice la evidencia
empírica. Existen abordajes específicos y los pacientes se
benefician de ellos. Además, los síntomas conversivos son mucho
más frecuentes de lo que creemos. Como no preguntamos, muchas
veces estos síntomas pasan desapercibidos en medio de la
variedad de problemas que nuestros pacientes presentan. Muchos
ni siquiera llegan a las consultas de salud mental y están repartidos
entre diversas especialidades médicas. Además, generan niveles
importantes de discapacidad personal y sociofamiliar, y consumen
gran cantidad de recursos sanitarios (Matin et al., 2017), que serían
seguramente mucho mejor empleados si se diseñaran programas
específicos.
Vamos, por tanto, a los datos empíricos. Se estima que hasta
un tercio de la población general puede sufrir en algún momento de
su vida algún síntoma de tipo conversivo, aunque no sea
suficientemente grave como para hacer un diagnóstico de trastorno
conversivo. Las cifras correspondientes a la prevalencia del
trastorno son variables en diferentes muestras. El Manual
diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSMIV-TR) nos
hablaba de una horquilla de entre 11 y 500 casos por cada 100.000
habitantes (American Psychiatric Association, 2000). Los
porcentajes son lógicamente muy distintos entre los estudios que
valoran la prevalencia de estos cuadros en la población general (en
torno a un 0,3 %) y los que evalúan la presencia de síntomas
conversivos en poblaciones en riesgo o con alguna comorbilidad
relacionada (hasta un 50 % en algunas muestras) (Fricke-Neef y
Spitzer, 2013). En cuanto al número de casos, un estudio a lo largo
de doce meses realizado en el Reino Unido arroja una incidencia de
1,3 por cada 100.000 habitantes (Fricke-Neef y Spitzer, 2013).
Si hablamos de síntomas conversivos aislados, leves o que se
resolvieron espontáneamente (no serían por tanto de entidad
suficiente como para hacer un diagnóstico de trastorno), los
porcentajes son muy superiores. Vedat Sar y colaboradores (2009)
destacan que un 48,7 % de las mujeres turcas que evaluaron habían
padecido en algún momento concreto de su vida algún síntoma que
se podría caracterizar como conversivo. Este estudio pone de
manifiesto la alta frecuencia de sintomatología conversiva subclínica
en la población general y, además, plantea la cuestión de cómo esta
mayor prevalencia podría relacionarse con factores culturales.
Volviendo de nuevo a contrastar las creencias predominantes
en los profesionales con los datos empíricos que muestra la
investigación, la idea de que estos cuadros se resuelven por sí solos
no se corresponde con lo que muestran los estudios. La evolución
del trastorno tiende a la cronicidad aunque en porcentajes variables
en distintos trabajos. Por ejemplo, un estudio de seguimiento
durante catorce años sobre debilidad motora conversiva refirió que
solo un 20 % tendrían una curación completa (Gelauff et al., 2019).
De igual modo, se calcula que hasta un 70 % de los casos tendrán
recidivas a lo largo de los años (Régny y Cathébras, 2016). Sin
embargo, otro estudio en síntomas motores faciales encontró altas
tasas de recuperación para este subtipo clínico (Simhan et al.,
2020). Por tanto, parece que no todos los tipos clínicos tienen la
misma tendencia a la cronicidad, que, además de la manifestación
concreta, dependerá también de otros factores. En general, estos
datos poco alentadores nos dicen que el trastorno conversivo es una
patología más grave de lo que se suele considerar y pone de
manifiesto la necesidad de replantear la respuesta terapéutica a
dicho trastorno.
Algunos factores socioculturales pueden haber contribuido a la
actitud hacia los trastornos conversivos. Debido a la escasez de
literatura específica que defina y analice estos cuadros (más allá del
psicoanálisis), es más fácil que determinadas ideas sobre el
trastorno se hayan filtrado en las concepciones de los profesionales.
Los prejuicios, en muchos casos relacionados con una cuestión de
género, a los que se había visto sometida la histeria en los siglos
pasados, han sido arrastrados por sus sucesores: la disociación y la
conversión. Es cierto que estos cuadros son más frecuentes en
mujeres, oscilando la relación entre mujeres y hombres adultos con
este trastorno entre 2:1 y 10:1 en función del estudio. Además, esta
diferencia de género es más marcada en los adultos jóvenes y en
los niños (Sadock y Sadock, 2004). De hecho, las primeras teorías
sobre la histeria estaban directamente relacionadas con lo femenino,
asociándola al útero migrante en mujeres en la Grecia clásica y a la
insatisfacción sexual de estas. El carácter patológico y los graves
problemas subyacentes a esta patología se trivializaron y
minimizaron, hasta que la sociedad se vio sacudida por las grandes
guerras mundiales. Los cuadros conversivos comenzaron a
manifestarse en los valientes soldados que venían del frente, con
heridas que no eran físicas pero que se expresaban a través del
cuerpo y en los que la existencia de un trauma devastador era
innegable. Aunque las modernas teorías traumáticas sobre los
trastornos conversivos surgen en parte de esta etapa, las
sociedades tienen gran capacidad para el olvido. Los cuadros
conversivos siguieron así asociados, por el peso de la tradición
histórica, a lo femenino y una supuesta hiperemocionalidad propia
de este género, que llevaría a las mujeres a exagerar y teatralizar
sus reacciones.
Otros factores sociodemográficos que se han relacionado con la
aparición del trastorno conversivo (TC) son el estatus socio-
económico bajo, la pertenencia a comunidades rurales y un menor
nivel educativo (Ali et al., 2015), lo que también puede generar
sesgos a la hora de su reconocimiento. Parece que las culturas
occidentales expresan más el malestar a través de síntomas
psicológicos o de enfermedades con diagnóstico médico autorizado,
y por tanto, tiene sentido que las manifestaciones clínicas
relacionadas con el cuerpo hayan ido evolucionando para parecerse
a otras enfermedades actuales. Además, la tendencia de la
medicina moderna a definir múltiples etiquetas diagnósticas ha
llevado a que hayan aparecido diversos síndromes difíciles de
delimitar y rodeados de controversia, como la fibromialgia, la fatiga
crónica, el síndrome de sensibilidad múltiple o el colon irritable, que
se acompañan a veces de muchos otros síntomas somáticos que
quedan fuera del cuadro clínico. Posiblemente parte de estas
patologías esté asociada a algún factor inmunológico, reumático o
neurológico, pero otros casos recuerdan mucho a la agrupación de
síntomas múltiples que en el siglo XIX se definió como histeria o al
posterior diagnóstico de trastorno de somatización. Si bien asociar
todo lo inespecífico y todo aquello para lo que aún no tenemos
explicación a causas psicógenas es un error (puede haber factores
que aún no han sido descubiertos), no incluir en la ecuación los
factores emocionales y un posible origen conversivo tampoco tiene
sentido. Si empezamos a abordar los trastornos mentales de
expresión psicosomática como patologías merecedoras de nuestra
atención, probablemente para los pacientes sea también más
aceptable que sus problemas tengan ese origen.
Por último, muchas veces lo que ocurre con estos casos es
consecuencia de nuestro modo de abordarlos, pero no somos
conscientes de ello. Con frecuencia los síntomas conversivos tienen
una evolución benigna, pero cuando esto no es así y se repiten o se
cronifican, a veces nos sorprendemos con que el paciente deja de
acudir a un sistema de salud que no da respuesta a su problema.
Quizá reaparecen en un momento de crisis en urgencias, donde les
ve un profesional distinto cada vez, que da una respuesta puntual.
Otras veces los síntomas no están en el centro de la demanda del
paciente y, a menos que aparezcan de modo agudo frente al
terapeuta, pueden no ser explorados y permanecer ignorados. Con
frecuencia muchos de estos síntomas coexisten con otras
manifestaciones postraumáticas, disociativas, somatomorfas y
relacionadas con la desregulación emocional, y pueden destacar
más los estados depresivos o los problemas conductuales
asociados (Van der Kolk et al., 1996). En resumen, tiene sentido que
los síntomas conversivos formen parte de la exploración
psicopatológica habitual. Y, cuando los vemos, hemos de ahondar
en lo que los rodea; el síntoma conversivo puede ser la punta de un
iceberg mucho más grande y profundo al que conviene prestar
atención.
El trastorno conversivo: los peregrinos del sistema sanitario

Los pacientes con trastorno conversivo, dadas las características de


sus síntomas, van pasando por evaluaciones de múltiples
profesionales del ámbito médico y psicológico. Peregrinan de
consulta en consulta, de especialidad en especialidad, en busca de
una explicación para sus síntomas que se demora o que nunca
llega. Por el camino, no solo se produce un gasto médico
desproporcionado, sino que se genera un daño acumulado en la
persona que espera y desespera.
Un sujeto con estos síntomas es, además, un visitante
incómodo. Aunque los profesionales no se lo comuniquen al
paciente de modo explícito, o a veces incluso no se lo digan a sí
mismos internamente, en el fondo no se les considera «verdaderos»
enfermos o se cree que su motivación es la búsqueda caprichosa de
una atención que no merecen, o la manipulación y el engaño a
través de sus síntomas. El paciente es tratado con frecuencia como
un simulador consciente, como si fingiese sus síntomas para
obtener un beneficio secundario, o como si no tuviese otra
motivación que fastidiar a los profesionales. A pesar de que todos
los estudios indican que las características de los pacientes
conversivos son diferentes de las de los simuladores, tanto desde el
punto de vista de su perfil psicológico como a la hora de estudiar las
respuestas neurofuncionales de unos y otros (Galli et al., 2017)
siguen escuchándose valoraciones médicas plagadas de prejuicios
más o menos explícitos. En cualquier caso, estos pacientes
perciben claramente la hostilidad con la que el sistema sanitario
reacciona ante ellos y los rebota hacia otro dispositivo.
De todos modos, el hecho de que estos pacientes no acudan de
entrada a los servicios de salud mental no tiene que ver solo con las
actitudes de los profesionales o su disposición para tratarlos. La
frecuente desconexión y desregulación emocional hace que estos
pacientes prefieran pensar que su problema es orgánico y se
resisten a considerar los factores psicológicos que puedan estar
contribuyendo al mismo. Si la mayoría de las veces han recibido
explicaciones para lo que les pasa del tipo «no tiene usted nada»,
se refuerza su empeño por hacer visible su sufrimiento y porque
alguien lo legitime como auténtico. Necesitan una explicación para
su sufrimiento que no sea que es irreal y que se lo están inventando.
Necesitan una prueba de que algo les pasa y la buscan donde creen
que pueden encontrar una evidencia palpable, a poder ser con
pruebas físicas que lo demuestren, que les den un «certificado de
autenticidad».
En muchos casos, el paciente es valorado de entrada en
Atención Primaria o en un Servicio de Urgencias y si predominan los
síntomas neurológicos, será derivado al Servicio de Neurología, en
donde se centrarán principalmente en descartar una patología
propia de su especialidad. Se calcula que entre un 4 y un 30 % de
las consultas de neurología se dedican a atender a pacientes con
trastorno conversivo, que los neurólogos denominan síntomas
funcionales (Carson et al., 2000; Stone et al., 2009; Vuilleumier,
2005). Tras la realización de una exhaustiva exploración física y
neurológica se suelen pedir pruebas complementarias sin mucha
convicción («por si acaso hay algo físico»), que arrojan resultados
negativos o poco esclarecedores. La sintomatología que presenta el
paciente se etiqueta entonces como funcional o psicógena. Después
puede derivarse el caso al psiquiatra, que quizá lo envíe al psicólogo
o bien descarte hacerlo pensando que no serviría para mucho.
Entretanto, quizá recorra otras consultas, como por ejemplo de
fisioterapia, rehabilitación, etc.
Los profesionales de salud mental denominamos a esta entidad
clínica trastorno conversivo, haciendo énfasis en que no solo es la
ausencia de una enfermedad física que explique los síntomas lo que
sería definitorio de esta patología, sino que se dan unas
características psicológicas concretas para que el paciente convierta
su malestar psicológico interno en un síntoma físico. Sin embargo,
como veremos, este término es sintomático de otra confusión
conceptual: partimos de la idea de que lo físico y lo psicológico son
elementos diferenciados, algo que desde distintos campos está
siendo cuestionado. Además, se han establecido distintas etiquetas
como trastorno conversivo, disociación somatomorfa, trastornos
somáticos o somatomorfos, trastornos neurológicos funcionales,
síntomas psicógenos e histeria, o incluso la propia área de la
medicina psicosomática, tratando de categorizar las manifestaciones
sintomáticas de la relación mente-cuerpo (Robles et al., 2013). Esta
visión dicotómica cartesiana de la división entre mente y cuerpo no
solo genera problemas en lo relativo al trastorno conversivo, sino en
toda la profesión médica, aunque quizá es en estos cuadros
limítrofes (los conversivos, somatomorfos y psicosomáticos) donde
más se pone de manifiesto. La investigación moderna se está
encargando de cuestionar este concepto.
Otro de los lugares en los que encontramos los trastornos
conversivos perdidos por el sistema son las consultas de pediatría.
De hecho, el trastorno conversivo es más frecuente en niños que en
adultos. En un estudio australiano, la edad media de presentación
de los síntomas conversivos fue de 11,8 años, siendo un 23 % de
los sujetos menores de diez años. Igualmente, el estudio destacaba
que la presentación sintomática era compleja y que un 55 % de los
niños presentaban múltiples síntomas conversivos (Kozalowska et
al., 2007). Como veremos, además, algunos de los factores que se
barajan para explicar cómo se generan estos cuadros tienen que ver
con el desarrollo infantil, el apego y el trauma temprano, elementos
que contribuyen a modular los estilos de regulación emocional y la
configuración de la identidad.

Una patología fascinante

Tus preguntas son falsas si ya conoces las respuestas.

JOSÉ SARAMAGO
No es casual que el estudio de los pacientes con histeria —los
precursores de nuestros conversivos— estuviese estrechamente
ligado al surgimiento de la psicoterapia y la psicología como
disciplinas. Estos pacientes no encajaban en los diagnósticos
médicos ni respondían a los tratamientos disponibles, y ello dio lugar
a hipótesis no solo sobre estas patologías concretas, sino sobre el
funcionamiento del psiquismo. A partir de los estudios que Breuer,
Freud, Janet y otros psicoanalistas posteriores hicieron sobre sus
pacientes histéricos se fue generando una exploración de lo que
ocurría en la mente, un lenguaje para describir los fenómenos
intrapsíquicos y la psicoterapia como forma de tratamiento: la cura a
través de la palabra, el método catártico, la hipnosis, etc. Los
autores de finales del siglo XIX se centraron en las patologías para
las que la medicina en desarrollo no encontraba respuesta y se
dieron cuenta de que tras la apariencia física de los síntomas
conversivos había un conflicto de origen psicológico. Desde los
elementos contradictorios, los problemas sin respuesta y las
paradojas se genera nuevo conocimiento. En ese sentido los
trastornos conversivos son un enigma que se resiste a ser
descifrado con ecuaciones simples.
Los cuadros conversivos nos hablan de encrucijadas. Nos dicen
que el cuerpo y la mente no son entidades separadas, sino
estrechamente interconectadas. Cuestionan el propio concepto de
enfermedad mental que había intentado asemejarse a las patologías
médicas clásicas. Nos colocan frente a las limitaciones de nuestros
abordajes, sobre todo cuando estos se focalizan únicamente en un
área concreta como los neurotransmisores o la cognición. Nos
obligan a considerar la influencia de los entornos tempranos y de los
contextos familiares en la patología individual. Es en la periferia de
las certezas donde pueden surgir nuevos desarrollos. Esto se nos
fue haciendo evidente cuando tratábamos de dar sentido a las
contribuciones tan dispares que sobre ellos se recogen en la
literatura.
Desde un punto de vista más práctico, cuando empezamos a
reflexionar sobre los casos que habíamos visto en la clínica y sobre
aquellos en los que habíamos profundizado también desde un punto
de vista experimental, nos dimos cuenta de la gran heterogeneidad
del trastorno. Cada paciente era de su padre y de su madre, como
dice la sabiduría popular, pero como dice también la moderna
neurobiología del desarrollo, que muestra cómo el vínculo con los
progenitores y las estrategias de regulación aprendidas en la
infancia tendrán mucho que ver con esta patología. Distintos
profesionales han trabajado con estos casos desde muy diversos
abordajes, contando todos ellos con éxitos y fracasos. En nuestros
estudios sobre esta patología, la diversidad sintomática resultó ser
más la norma que la excepción. La comprensión y el tratamiento de
los cuadros conversivos nunca va a consistir en encontrar un
fármaco o una técnica terapéutica que dé respuesta a todos los
casos. Lejos de desalentarnos, esto resulta estimulante, de hecho
¿no fue este interés en resolver los misterios de la mente humana lo
que nos animó a embarcarnos en esta profesión?
Esta heterogeneidad no ha de desanimarnos a la hora de tratar
de entender y encontrar guías para orientarnos en la toma de
decisiones. Lo que sí es cierto es que no podemos explicar la
complejidad sin una mirada amplia, global e integradora. Si
entendemos las rutas que llevan al desarrollo de los síntomas, se
nos hará más fácil buscar cómo modificar los elementos
disfuncionales. Dentro de esa complejidad trataremos de definir
perfiles de pacientes que nos ayuden a planificar abordajes
terapéuticos específicos.
CAPÍTULO 2

¿CÓMO HEMOS LLEGADO AL DIAGNÓSTICO DE


CONVERSIÓN? PERSPECTIVA HISTÓRICA Y
EVOLUCIÓN

El concepto de conversión ha sido cambiante a lo largo de la


historia. En su concepción hay elementos psicoanalíticos que
quedan algo fuera de contexto desde un modelo ateórico como las
clasificaciones internacionales DSM (Manual diagnóstico y
estadístico de los trastornos mentales) y CIE (Clasificación
Internacional de las Enfermedades). En parte debido a ello se
propuso cambiar el término por el de «disociación somatomorfa»
(Nijenhuis, 2000), desde la idea de que la distinción entre formas
psicológicas y somáticas de disociación era artificial, ya que ambos
fenómenos estaban estrechamente relacionados. Lo conversivo
pasaba así a ser englobado dentro de las modernas teorías sobre la
disociación. La décima edición de la CIE (CIE-10) se queda a medio
camino entre ambas tendencias y define a estos cuadros como
trastornos disociativos (de conversión). Por otro lado, tenemos todos
los cuadros somato... algo: el trastorno de somatización, los
trastornos somatomorfos, el concepto de somatizar, lo
psicosomático... No podemos solucionar con un concepto esta
dicotomía cuerpo-mente artificiosa que se remonta a los tiempos del
dualismo del que fueron precursores Platón y Avicena, y que retomó
con fuerza Descartes (1637). No pretendemos aquí entrar en este
debate filosófico ni tampoco en la deliberación de si los cuadros
conversivos están más cerca de lo somatomorfo/psicosomático o de
lo disociativo psicomorfo. De momento, las clasificaciones continúan
hablando de trastornos conversivos, y mientras esto no se
modifique, así vamos a referirnos a ellos. Sin embargo, veremos
también la disociación en un sentido amplio, y los trastornos
emocionales que se expresan a través del cuerpo. Más que
centrarnos en delimitar estas áreas, nuestro objetivo es la
integración de elementos que nos ayuden a planificar el trabajo. Si
la clasificación categorial en salud mental ha mostrado en general
sus importantes limitaciones, en cuadros como el que abordamos en
este libro resulta aún menos productiva.
De hecho, muchas voces proponen eliminar de manera general
las clasificaciones o cambiar las etiquetas por dimensiones. Los
modelos de trauma desde los que trabajamos funcionan como
conceptualizaciones transdiagnósticas que no se centran en el
diagnóstico clínico. Aunque mantendremos la terminología vigente
para referirnos a estos cuadros, en nuestro modo de entenderlos se
integrarán muchas áreas: el nivel de traumatización, los estilos de
apego, el desarrollo del pensamiento reflexivo, la regulación
emocional, la disociación y los componentes relacionales son los
elementos que hemos de introducir en la ecuación que nos permite
entender estas patologías y valorar cómo abordar cada caso.
Necesitamos las etiquetas para las historias clínicas y los informes
de nuestros casos, así como para definir un poco de qué tipo de
pacientes estamos hablando. Desde un punto de vista
eminentemente pragmático, hablaremos de trastorno de conversión
sin por ello dejar de tener en cuenta los muchos factores que están
implicados en él y los trastornos limítrofes con los que está
relacionado. Veremos en este capítulo cuál ha sido el desarrollo
histórico que nos ha traído hasta la categorización actual y
pasaremos después a su descripción, comprensión y abordaje.
Resulta imposible desde una concepción histórica distinguir la
evolución de la conversión, la disociación y la histeria como
fenómenos separados, pues su estudio fue a menudo abordado de
forma conjunta. Por eso en este capítulo hablaremos en algunos
momentos de histeria, en otros de disociación y en otros de
conversión, a medida que estos conceptos van apareciendo dentro
de la historia de la psicopatología.
Para dar unas pinceladas sobre la historia del TC
distinguiremos tres épocas: desde la Antigüedad hasta el siglo XIX,
finales del siglo XIX y principios del XX (con las figuras de Sigmund
Freud y Pierre Janet), y desde mediados del siglo XX hasta la
actualidad. Posteriormente repasaremos la evolución de las
clasificaciones internacionales de las enfermedades mentales (DSM
y CIE) revisando cómo ha sido encuadrado el TC con el paso de los
años. Veremos de esta forma de dónde vienen las controversias que
continúan abiertas en la actualidad y que revisaremos con más
detenimiento en el siguiente capítulo.

Desde la Antigüedad hasta el siglo XIX

Antes del siglo XIX las manifestaciones conversivas eran entendidas,


bien como fruto de afecciones físicas (explicadas a través de teorías
etiológicas muy primitivas), bien como fruto de manifestaciones
relacionadas con la brujería y la posesión. En la antigua Grecia se
consideraba que las manifestaciones clínicas conversivas aparecían
en mujeres por causa de la migración del útero a través del cuerpo,
lo que daría nombre al término «histeria» (hustera significa ‘útero’ en
griego). Una figura destacada fue Hipócrates, que destinó una parte
de su tratado de medicina general a describir los síntomas de la
histeria y su tratamiento (Aybek et al., 2008).
Por su parte, la palabra «disociación» procede del verbo latino
dissociare, que tiene su origen en el sustantivo socius, significando
‘disociación’, algo similar al concepto de «desunión» (Van der Hart y
Rutger, 1989). En la segunda mitad del siglo XIX empieza a
encontrarse el término en los escritos de varios autores como
Charcot, Moreau de Tours, Janet, Myers o Gilles de La Tourette
(Charcot, 1887; De la Tourette, 1887; Myers, 1887; Moreau de
Tours, 1865). Pero el concepto de disociación tal y como lo
conocemos hoy en día se debe a Pierre Janet, quien utilizó esta
palabra cuando desarrolló su teoría de la desagregación o
desintegración de la que hablaremos más tarde. Para Janet, el
término «disociación» hacía alusión a una predisposición
constitucional a la escisión que aparecía en los individuos
traumatizados ( Janet, 1986).
A partir del siglo XVII, se profundiza en la búsqueda del sustrato
orgánico que explicase la sintomatología histérica, sin que pudiese
encontrarse una alteración cerebral concordante con dichas
manifestaciones (Álvarez et al., 2010). Entre finales del siglo XVIII y
principios del XIX, aparecen dos figuras que serán consideradas
precursoras del estudio de la disociación y de la conversión:
Mesmer y Charcot. Mesmer fue un personaje controvertido que
desarrolló la denominada teoría del magnetismo animal o
mesmerismo. Consideraba que provocando una crisis de agitación y
pérdida de conciencia en sus pacientes, utilizando métodos que
buscaban lograr un estado de conciencia similar al que sucede
durante el sonambulismo, estos se curarían de todas las
enfermedades. Para ello usaba diferentes elementos de la
naturaleza que, según el autor, eran capaces de hacer fluir una
corriente a través del cuerpo del paciente, permitiendo así su
curación. Pronto la evidencia científica descartó sus hipótesis, pero
su trabajo sirvió para popularizar y poner en valor la capacidad
curativa de las experiencias hipnóticas que comenzarían a ser de
interés para el mundo médico. Frente a las explicaciones que
Mesmer daba a las curaciones obtenidas, apareció otra corriente
diferente: el hipnotismo. Los hipnotistas sostenían que todos estos
fenómenos curativos dependían de las modificaciones psicológicas
del sujeto. Para estos últimos, la acción del magnetizador era una
acción moral que cambiaba los pensamientos y este cambio moral
determinaba todos los demás fenómenos. Mientras que el
magnetismo tuvo mayor desarrollo en Alemania, Inglaterra y,
posteriormente, en Estados Unidos, el hipnotismo se afincaría con
mayor fuerza en Francia, influyendo de forma significativa en los
desarrollos posteriores de Charcot, Richet y, por último, de Pierre
Janet (Rojo Pantoja, 2006).
Por su parte, Jean-Marie Charcot comenzó a utilizar la hipnosis
a finales de los años setenta del siglo XIX en sus estudios sobre la
histeria y las parálisis histéricas. Tituló su primer trabajo Catalepsie
et somnambulisme hystériques provoqués (1878) porque
consideraba los fenómenos hipnóticos como una especie de
neurosis provocada que podía servir de modelo para el estudio de
las neurosis espontáneas. Charcot describió muy bien algunas de
las manifestaciones clínicas de la histeria como los trastornos de la
sensibilidad o las contracturas, pero sería más conocido por su
estudio, descripción y categorización de las manifestaciones que
hoy llamamos pseudocrisis: Charcot describió la «histeroepilepsia» y
las fases del llamado «gran ataque histérico». El autor no encontró
lesiones anatómicas que pudieran ser responsables del cuadro
clínico y aludió a una posible lesión dinámica de carácter funcional.
Es decir, ya a finales del siglo XIX se consideraba que no existía una
lesión estructural en el cerebro que causase los síntomas histéricos
y a la vez, dado que ya se creía que el cerebro estaba implicado, se
pensaba que habría una alteración en el funcionamiento de las vías
nerviosas. Estas hipótesis vuelven a estar sobre la mesa ahora que
disponemos de pruebas que nos muestran no solo la estructura del
cerebro sino sus cambios funcionales, como veremos más adelante.
Otra de las aportaciones de Charcot tras estudiar las parálisis
traumáticas (a partir de 1884) sería la de establecer una analogía
entre el choque nervioso que seguía al trauma y los estados
hipnóticos. Por ambos motivos, el autor puede considerarse tanto un
precursor en la conceptualización de la conversión como una
alteración neuropsiquiátrica de carácter funcional como de su
relación con la existencia de un trauma.
Otro de los hallazgos que conviene destacar es que no solo
disociación y conversión estaban altamente relacionadas y parecían
indistinguibles en aquel entonces, sino que antes del siglo XVIII la
mayoría de las alusiones a casos de histeria ponían su acento en
las manifestaciones somáticas, describiendo crisis que remedaban
las epilépticas, trastornos del movimiento y la sensibilidad, etc. Sin
embargo, con el interés por la hipnosis comenzaría a llegar una
nueva mirada que buscaba también analizar los fenómenos
psicológicos que se daban en los pacientes que sufrían estas
manifestaciones físicas. Con las figuras de Janet y Freud, el interés
por los procesos mentales que subyacían a la histeria tomaría
especial relevancia, considerándose los síntomas somáticos una
manifestación más del cuadro clínico, pero no el cuadro completo tal
y como se había postulado previamente.

Finales del siglo XIX: Freud y Janet

Tanto Freud como Janet fueron alumnos de Charcot. De este autor


tomó Janet su concepción de la sugestión como un fenómeno
patológico perteneciente a la sintomatología postraumática, pero no
lo consideró su causa. De Charcot tomó también la idea de que el
hipnotismo era un fenómeno patológico idéntico al que se daba en
las manifestaciones histéricas y no un fenómeno similar al sueño, tal
y como habían postulado otros autores como Bernheim (Rojo
Pantoja, 2006). Por su parte, Freud partió de la categorización de
los fenómenos hipnoides y de las grandes crisis realizada por
Charcot para después crear sus propias categorías y formular sus
hipótesis al respecto. Podemos decir que mientras que Janet se
focalizó más bien en comprender los aspectos disociativos
psicomorfos de la histeria, Freud se adentró en los fenómenos
conversivos, si bien es cierto que ambos dieron especial importancia
a los mecanismos psicológicos que subyacían a este cuadro clínico.
Recordemos que hasta ese momento la histeria albergaba de forma
indistinguible síntomas psicomorfos y somatomorfos (disociativos y
conversivos) (North, 2015).
En los inicios de su estudio sobre la hipnosis, Pierre Janet se
adscribió casi por completo a las ideas propuestas por Charcot. En
su artículo «Les états intermédiaires de l’hypnotisme», Janet se
refiere al hipnotismo como un fenómeno patológico propio de los
enfermos histéricos que aparecería en las fases definidas por
Charcot: la letargia, la catalepsia y el sonambulismo (Janet, 1886).
Con el paso del tiempo, Janet avanzaría hacia una concepción
circular en torno al hipnotismo que consideraría que todos los
estados hipnóticos observados formarían un círculo continuo que
constaría de hasta nueve fases.
Posteriormente, y a través del estudio de casos con un probable
trastorno disociativo de la identidad, Janet elaboró gran parte de sus
conceptualizaciones en torno a la desagregación (Janet, 1889a;
1889b). El autor pensaba que las emociones, sobre todo aquellas
consideradas negativas (como la tristeza o el miedo), tenían la
capacidad de alterar el funcionamiento mental, debilitando los
procesos de síntesis y causando desagregación entre distintos
estados mentales. Según el autor, la memoria, la atención, la
percepción y la voluntad tendrían un potencial sintético (favorecedor
del procesamiento adaptativo de la información), mientras que las
emociones destacarían por su potencial antisintético (dificultando
dicho procesamiento). En este sentido, no sería tanto el hecho
traumático el que produciría la desagregación de las imágenes
asociadas a una idea, sino que serían las emociones asociadas a
ese momento las que tendrían el potencial de romper los procesos
de síntesis y, en definitiva, interrumpir la integración normal de la
experiencia. Simplificando, las emociones abrumadoras que
aparecen durante el trauma serían en gran medida las que
imposibilitarían que el evento fuera procesado por la persona de
forma adaptativa. Janet anticipa así los desarrollos modernos sobre
la relevancia de la regulación emocional en la conversión en la que
nos adentraremos en un capítulo específico.
Aunque con menos profundidad que Freud, Janet también se
interesaría por el estudio de las manifestaciones físicas de la
disociación (los síntomas conversivos). El autor consideraba que las
manifestaciones psíquicas y somáticas de la desgregación formaban
parte de un fenómeno variado pero único que surgía en individuos
de carácter histérico. Es decir, dentro de la histeria, se podían
encontrar síntomas psíquicos (disociación psicomorfa) y síntomas
somáticos (disociación somatomorfa o conversión).

Esquema de los componentes de la teoría de la desagregación de Janet.

Por su parte, Sigmund Freud mantuvo una posición ecléctica en


la que incluiría tanto una visión psicologicista de la histeria,
entendiendo que se debía únicamente a la sugestión, como una
visión fisiologicista en la que se consideraría a la hipnosis una
variante clínica más de la histeria. En torno a estas dos posturas
oscilaría a lo largo de su evolución y, posteriormente, se nutriría de
ambas para construir un cuerpo teórico propio en torno a la histeria
y otras neurosis.
Tanto Freud como Jung se adscribieron en un principio a la
teoría de Janet considerando que el trauma y/o el abuso sexual en
la infancia estaban en la base de las manifestaciones clínicas
disociativas y conversivas, y compartiendo gran parte de los
preceptos teóricos propuestos por Janet. Sin embargo, con el paso
del tiempo Freud (1984) abandonó la idea de que el trauma estaba
detrás de la sintomatología para desarrollar en su lugar una teoría
en torno a la neurosis en la cual los deseos infantiles y las pulsiones
reprimidas explicaban este tipo de fenómenos. En esta segunda
etapa entendería que es más bien una vivencia interna —la que
tiene el niño hacia sus propios deseos orientados a los progenitores
— la que genera la sintomatología.
A Freud debemos también el concepto de conflicto intrapsíquico
convertido, a través del mecanismo defensivo de la represión, en
síntoma somático. Se debe por tanto a este autor el término
«conversión».
En su Estudio comparativo de las parálisis motoras orgánicas e
histéricas (Freud, 1893), el autor estudió y clasificó bajo una
metodología comparativa los diferentes tipos de parálisis. A través
de sus estudios, Freud concluye que, al no existir un correlato
anatómico explicativo de los síntomas, debe existir una lesión
funcional o dinámica. Freud refería que «la histeria se comporta en
sus parálisis y demás manifestaciones como si la anatomía no
existiese o como si no tuviese ningún conocimiento de ella» (Freud,
1893). En este sentido, lo que quedaría paralizado no es la realidad
anatómica que constituye el brazo sino la representación mental que
el sujeto tiene del miembro. Tal y como decíamos previamente, lo
que se paraliza no es una región congruente con la distribución de
las vías nerviosas, sino la región que el sujeto entiende como
afectada, lo cual marca la diferencia con otras enfermedades
neurológicas donde la afectación sigue territorios nerviosos que
responden a la anatomía y fisiología.
Freud explicaría (en su primera etapa) que se aboliría una
función con la que el individuo hace una asociación subconsciente,
una asociación provista de un gran valor afectivo que a menudo
tiene que ver con el recuerdo del suceso traumático que produjo el
síntoma. Consideraba que para que se diese un ataque este vendría
precedido del emerger en la conciencia de un recuerdo reprimido,
que había quedado aislado en una «segunda conciencia» (Thoret et
al., 1999). De igual modo, entendía que al hacerse conscientes
dichas experiencias reprimidas (función primordial de la terapia
desde este paradigma) se produciría el cese de la sintomatología
histérica. Para que una experiencia se fijase en esta «segunda
conciencia» debían darse dos condiciones: que el histérico quisiera
intencionalmente olvidar una vivencia o rechazar su representación,
y que el histérico estuviese bajo un estado psíquico inhabitual
(estados de éxtasis, de autohipnosis o estados emocionalmente
significativos). Por lo tanto, Freud consideraba que podía haber una
parte de represión consciente y, a la vez, un mecanismo más
involuntario que procesaba la información en una conciencia
paralela cuando se daban situaciones emocionalmente intensas. De
igual modo, Freud refirió que la dificultad para procesar dichas
emociones podía ser tanto psicológica como fisiológica.
En definitiva, Freud destacó sobre todo por haber puesto de
relieve la necesidad de unificar mente y cerebro, y de considerar
tanto las variables psicológicas como fisiológicas a la hora de
comprender el funcionamiento de la psique (Ballmaier y Schmidt,
2005; Freud, 1895). Como podremos comprobar, muchas de estas
intuiciones parecen estar siendo avaladas por la reciente
investigación en neurobiología.

Avanzando en los siglos XX y XXI

Tras el auge del estudio de la histeria en la época de Janet y Freud,


siguieron años en los que continuó el interés por esta afección y
numerosos autores, especialmente psicoanalistas, siguieron
indagando en los mecanismos intrapsíquicos y relacionales que
subyacían a la histeria en general y al trastorno conversivo en
particular. La etapa de posguerra se centró en la descripción
exhaustiva de casos, el análisis de la función de la represión en este
trastorno y el desarrollo de nuevas teorías en torno al vínculo y las
relaciones objetales que modificarían la manera de entender la
conversión.
Hacia los años sesenta se retomó el interés por encontrar una
causa orgánica a este diagnóstico. En 1965 se publicó el primer
estudio riguroso de seguimiento a largo plazo de los pacientes con
diagnóstico de histeria, encontrando que dos tercios de los casos
correspondían a pacientes a los que tras diez años de seguimiento
se les había diagnosticado alguna enfermedad médica que
explicaba los síntomas (Slater y Glithero, 1965). Estos hallazgos
pusieron en duda el propio constructo de la conversión al considerar
que podría tratarse de la manifestación de un cuadro clínico
orgánico todavía desconocido. Sin embargo, con el refinamiento de
las pruebas diagnósticas y la mejoría de la metodología de los
estudios, esta tasa de error diagnóstico disminuyó de forma notoria.
A día de hoy se consideran unas tasas de error diagnóstico del 4 %
en este trastorno, datos que resultan análogos a los encontrados en
otras enfermedades psiquiátricas y neurológicas (Stone et al., 2005).
Se concluyó, por tanto, que el trastorno conversivo era algo más que
una expresión de un error diagnóstico, es decir, algo más que una
enfermedad neurológica no diagnosticada, y se retomó el interés por
estudiar los desencadenantes y conocer las características
intrapsíquicas del cuadro.
La histeria, que había sido uno de los trastornos más
estudiados en la primera mitad del siglo XX, pasaría prácticamente al
olvido durante la segunda mitad de este siglo, resurgiendo con
fuerza a partir de los años noventa. Desde entonces, varios grupos
de trabajo han elaborado teorías diferentes para explicar este
trastorno. Destacamos entre ellos la teoría de la disociación
estructural de la personalidad de Van der Hart, Nijenhuis y Steele
(2006), teorías corporales como la propuesta por Ogden y Minton
(2000), u otras de corte evolutivo como las aproximaciones
propuestas por Schore (1994), Van der Kolk (1996), Porges (2007) o
Putnam (1997). Veremos algunas de ellas con más detalle en el
siguiente capítulo. A día de hoy podemos decir que la mayor parte
de estas teorías destacan la importancia de las experiencias
traumáticas y de apego en la infancia en los trastornos de tipo
conversivo. Diversos autores han considerado que la conversión era
una forma más de respuesta al trauma, mientras que otros han
enfatizado que no es el trauma en sí mismo el que motivaría la
aparición de tales síntomas, sino las alteraciones en la regulación
emocional que acompañan a las experiencias traumáticas.

Las clasificaciones internacionales

El trastorno conversivo aparece como una categoría en los dos


principales manuales de clasificación de los trastornos mentales (el
DSM-5 y la CIE-10). Sin embargo, ambas clasificaciones difieren en
cuanto a la categoría que lo engloba. Mientras que la CIE-10 lo
incluye y equipara con los trastornos disociativos, el DSM-5 lo
coloca dentro de los trastornos de síntomas somáticos (antiguos
trastornos somatomorfos). Esta diferencia principal entre la
categorización más usada en Europa (CIE-10) y la americana (DSM-
5) resume las dos tradiciones que hemos visto a la hora de
considerar los síntomas conversivos, en función de si se entiende
que se relacionan con manifestaciones corporales de un malestar
psicológico, o si bien son la manifestación somática de un proceso
relacionado con el estrés y la disociación.
No pretendemos aburrir al lector con cada uno de los criterios
diagnósticos que se han ido considerando a lo largo del tiempo, o
con los cambios que estos han sufrido a lo largo de los años y de las
diferentes ediciones de las «biblias de la clasificación». Pero sí
quisiéramos hacer una pequeña pausa que revise la evolución a lo
largo de los años en las diferentes nomenclaturas que se han dado
a los mismos cuadros para entender cómo a partir de un momento
(que coincide con la publicación del DSM-III) hay un cambio en la
orientación de las clasificaciones, que se alejan de las
consideraciones psicodinámicas y de la riqueza que estas
aportaban. A partir de entonces, ha habido un baile en la
nomenclatura de las categorías que ha afectado también al trastorno
conversivo.
La primera edición del DSM realizada por la Asociación
Americana de Psiquiatría incluía dentro de la misma sección,
denominada «Trastornos psiconeuróticos», tanto las reacciones
disociativas como las reacciones conversivas y otras reacciones
ansiosas y depresivas (American Psychiatric Association, 1952). La
segunda edición del manual (DSM-II) incluía la disociación y la
conversión considerándolas dos tipos de «Neurosis histéricas» y
mantenía una clasificación que todavía era congruente con las
explicaciones teóricas sobre los mecanismos psicológicos que
subyacen al trastorno. La disociación recibió menos interés en las
décadas que siguieron al DSM-II coincidiendo con una época (North,
2015) en la que el modelo biomédico empieza a ganar terreno frente
al psicoanálisis.
A partir de 1978 se empezó a utilizar el término «somatomorfo»,
que iría progresivamente sustituyendo al inicial de «histeria» y al
posterior de «síndrome de Briquet». Durante unos años, la forma de
definir el término «somatomorfo» tuvo más que ver con un
diagnóstico en negativo, es decir, con la ausencia de una
explicación física para un síntoma somático, que con un diagnóstico
en positivo conformado por características clínicas definidas, una
etiología conocida y una evolución determinada. Frente a esta
visión, destacan los esfuerzos de varias escuelas de corte
psicodinámico que tratarían de profundizar en los mecanismos
psicológicos subyacentes a la conversión, a la disociación y a la
somatización. Sin embargo, estos intentos se verían truncados con
la aparición del DSM-III (American Psychiatric Association, 1980).
Esta edición primaba una aproximación ateórica, en busca de
diagnósticos psiquiátricos basados en características medibles que
incluían no solo los síntomas típicos sino también el curso
longitudinal, la historia familiar y la evolución de los síndromes. En
este momento se actualizó la definición del antiguo síndrome de
Briquet, que pasaría a denominarse trastorno de somatización. La
categoría de «Trastornos somatomorfos» del DSM-III incluía el
trastorno conversivo, el trastorno por dolor
psicogénico/hipocondriasis y los trastornos somatomorfos atípicos.
Algunos autores destacaron en aquel entonces que la clasificación
obviaba la presencia de síntomas psicológicos asociados al
síndrome de Briquet para los cuales acuñaron el término
«psicomorfo» (para ampliar esta información recomendamos
consultar la revisión al respecto realizada por Carol North); (2015).
El DSM-III separó los trastornos disociativos de los trastornos
somatomorfos, dentro de los cuales se incluía el trastorno
conversivo. La revisión del DSM-III (DSM-III-R) realizó cambios
mínimos en los trastornos que nos competen (American Psychiatric
Association, 1987) y la cuarta edición (DSM-IV) y su revisión (DSM-
IV-TR) simplificaron los criterios diagnósticos del trastorno
somatomorfo (American Psychiatric Association, 1994; 2000). El
manual incluía ejemplos de síntomas «pseudoneurológicos», entre
los que aparecían tanto síntomas que podríamos denominar
psicomorfos, como la amnesia (incluida en los síntomas
disociativos) o las alucinaciones, como síntomas sensoriomotores
tales como las dificultades de coordinación y/o equilibrio, parálisis o
paresias, disfagias, afonías, retención urinaria, ceguera, sordera,
pseudocrisis, etc. En la quinta edición del manual (American
Psychiatric Association, 2013) los trastornos somatomorfos
establecidos en ediciones previas fueron reconceptualizados y se
creó una nueva categoría denominada «Síntomas Somáticos y
Trastornos Relacionados», que se mantiene hasta la actualidad.
Desapareció el trastorno por somatización, y el diagnóstico principal
de esta categoría pasaría a ser el trastorno por síntomas somáticos
(Somatic Symptom Disorder), que requiere de la presencia de uno o
más síntomas físicos que generen malestar significativo y
disfuncionalidad en la vida diaria, no siendo explicitado el criterio
relacionado con la ausencia de una explicación somática para el
síntoma (Vallejo Pareja, 2014). Por su parte, el trastorno conversivo
mantuvo unos criterios parecidos, describiendo la presencia de uno
o más síntomas de alteraciones en la función motora y/o sensorial
voluntaria y enfatizándose la importancia esencial de un examen
neurológico que descarte otras causas para la sintomatología
presentada. De hecho, se considera que el trastorno conversivo
debe ser valorado por un especialista en el ámbito de la
neurología/neurobiología para distinguirlo de otras afecciones de
origen neurológico, mientras que compete a la psiquiatría diferenciar
el TC de los trastornos facticios y la simulación, así como estudiar
los factores psicológicos desencadenantes y mantenedores de la
sintomatología conversiva. Destacar también que el trastorno de
conversión del DSM-5 no considera que los factores psicológicos
desencadenantes deban estar asociados al síntoma, pudiendo
estarlo o no (el desencadenante puede no resultar claro o evidente).
De igual modo, se exige para el diagnóstico que la presentación
sintomática sea significativa.
El DSM-5 mantiene, por lo tanto, la distinción entre los términos
disociación y conversión y los clasifica en áreas diferentes. Como
punto fuerte, cabe decir que la clasificación americana especifica
más el tipo de manifestación clínica, separando síntomas
conversivos: con debilidad o parálisis, con movimiento anómalo, con
síntomas de la deglución, con síntoma del habla, con ataques o
convulsiones, con anestesia o pérdida sensitiva, con síntoma
sensitivo especial o con síntomas mixtos. Se especifica también si el
episodio es agudo o crónico y si existe o no un factor de estrés
psicológico asociado (American Psychiatric Association, 2013b).
Por otra parte, en 1978 la Organización Mundial de la Salud
(OMS) publica su novena Clasificación Internacional de las
Enfermedades (CIE-9) (World Health Organization, 1978), que
incluía los trastornos disociativos (amnesias, fugas y trastorno
disociativo de la identidad), los trastornos conversivos (ceguera,
sordera, parálisis, astasia-abasia y «reacción conversiva») y los
trastornos facticios dentro de una categoría común. La clasificación
consideraba en categorías separadas otros trastornos como el
trastorno somatomorfo, el trastorno de despersonalización y la
hipocondrisis. El trastorno conversivo se incluía conjuntamente con
los trastornos disociativos y separado de las manifestaciones de
somatización.
La décima edición del manual de la CIE (World Health
Organization, 1992) mantuvo la unión entre conversión y
disociación, que eran consideradas en la misma categoría. Esta
elección ha sido apoyada por múltiples autores que estimaban que
la relación íntima entre ambos constructos venía dada desde la
época de Janet y que era más respetuosa tanto con las teorías
centradas en buscar la etiopatogenia del trastorno como con las de
corte dinámico que se centraban en caracterizar los mecanismos
psicológicos subyacentes (Bowman, 2006; Brown et al., 2007;
Nijenhuis et al., 2003).
Profundizando en esta clasificación, vemos que la CIE-10
incluye el trastorno conversivo dentro del capítulo F40-F48
denominado «Trastornos neuróticos, trastornos relacionados con el
estrés y trastornos somatomorfos». Dentro de este epígrafe, el F44
se corresponderá a los trastornos disociativos (de conversión).
Observamos, tal y como veníamos diciendo, que la clasificación más
utilizada en Europa no hace distinción alguna entre la disociación y
la conversión, que utiliza como términos sinónimos (Organización
Mundial de la Salud, 1992). Muchos autores han considerado un
acierto tomar de manera unitaria las manifestaciones clásicamente
llamadas disociativas y las conversivas, pues la diferenciación de
ambas hace referencia a un modelo de dualidad entre cuerpo y
mente que ha sido muy criticado (Bowman, 2006; Gonzalez, 2010).
Algunos autores incluso han cuestionado la categoría de
«Trastornos somatomorfos» (los actuales trastornos somáticos)
debido a varios aspectos, por ejemplo: los trastornos somatomorfos
difieren ampliamente entre culturas, los subgrupos considerados
dentro de la categoría no son fiables, los criterios de exclusión son
ambiguos, se trata de una categoría intrínsecamente dualista que
divide los síntomas somáticos entre síntomas que reflejan una
enfermedad y síntomas psicológicos (lo cual ha sido ampliamente
discutido), y por último, esta nomenclatura puede ser dudosa a la
hora de su interpretación médico-legal por parte de compañías
aseguradoras, pues pudiera malinterpretarse que el malestar
somatomorfo, por no tener una base orgánica, no fuese reconocido
como trastorno susceptible de ser atendido desde la asistencia
médica privada (Mayou et al., 2005).
Vemos, por tanto, que existe una discrepancia que pervive en la
actualidad en torno a si los trastornos conversivos son un tipo de
cuadro de características somatomorfas o si bien son una
manifestación disociativa y relacionada con el estrés y el trauma.
Estas son dos de las principales miradas que existen a día de hoy
sobre este trastorno pero no son las únicas, tal y como veremos en
el capítulo siguiente.
CAPÍTULO 3

LOS CUADROS CONVERSIVOS EN LA


PRÁCTICA CLÍNICA

Cuando nos preguntamos a qué nos referimos cuando hablamos del


paciente conversivo aparece ya de entrada una idea que a lo largo
del libro se irá repitiendo con mucha frecuencia: el paciente
conversivo no es homogéneo. Sus síntomas son difíciles de
simplificar, el parecido entre pacientes con el mismo trastorno a
menudo es escaso y, sobre todo, su variabilidad es muy amplia. Por
variabilidad nos referimos a la diversidad de síntomas, los dispares
cursos evolutivos que se pueden dar, las distintas biografías sobre
las que se asienta, la función que el síntoma puede tener para unos
y otros, etc. Por esta razón, las primeras reflexiones que nos
gustaría introducir son aquellas relacionadas con la propia definición
del trastorno conversivo y de otras condiciones en las que, sin llegar
a cumplirse los criterios del trastorno, aparece sintomatología
conversiva.
La primera reflexión se refiere a cuál es la frontera para definir
si existe un trastorno conversivo o no. Las definiciones más
extendidas del trastorno son categoriales, es decir, tratan de definir
unos criterios determinados basándose en características clínicas
que o se tienen o no se tienen. Según la Asociación Americana de
Psiquiatría (APA), el trastorno conversivo se define por la presencia
de uno o más síntomas de alteración de la función motora o
sensitiva voluntaria en ausencia de una enfermedad médica que lo
explique. Además, la clasificación que proponen añade algo que
debe tenerse en cuenta: para alcanzar la categoría de trastorno, el
malestar clínico que sufre el paciente y el deterioro funcional deben
ser relevantes (American Psychiatric Association, 2013b). Es decir,
no es suficiente con que una persona presente un síntoma concreto
de alteración sensorio-motora, sino que este debe causar malestar y
deteriorar el día a día del paciente, alterando varios ámbitos de su
vida, por ejemplo, modificando sus pautas de relación con la familia,
impidiéndole estudiar o trabajar, dificultando su independencia, etc.
Sin embargo, si entendemos el trastorno desde un punto de
vista dimensional, es decir, si consideramos que al igual que en
otros trastornos psiquiátricos existe un contínuum entre la
normalidad y la patología, entenderíamos que pueden existir
síntomas conversivos en la población general que no alcanzarían a
tener un carácter patológico por no causar malestar, no alterar el
funcionamiento de la persona, ser transitorios y de evolución
benigna, etc. Y de hecho, así lo demuestran algunos estudios que
evalúan este tipo de sintomatología en población general. En
definitiva, queremos destacar que muchos síntomas conversivos
son aislados, leves y autolimitados, no llegando a niveles de
severidad y afectación funcional como para etiquetarlos como un
trastorno. Por ejemplo, entre mujeres turcas se vio que un 48,7 %
habían padecido en algún momento concreto de su vida algún
síntoma de este tipo (Sar et al., 2009) de carácter subclínico. Se
estima que hasta un tercio de la población general puede sufrir en
algún momento de su vida algún síntoma de tipo conversivo, aunque
no sea suficientemente grave como para hacer un diagnóstico de
trastorno conversivo. Se consideraría, por tanto, que la conversión
puede ser un mecanismo no patológico que aparece de forma
normalizada y relativamente frecuente en la población general
(Bernstein y Putnam, 1986; Carlson y Putnam, 1993), pero que se
transforma en un trastorno sobre la base de su intensidad y
gravedad. Este modelo dimensional plantearía la existencia de un
contínuum entre normalidad y patología y ha sido propuesto para
múltiples trastornos psiquiátricos. Por ejemplo, en la disociación el
llamado modelo unitario propone algo parecido para los síntomas
disociativos. Tanto los modelos categoriales como dimensionales
aplicados a la disociación y la conversión tienen sus defensores y
sus detractores (Brown, 2006; Holmes et al., 2005; Waller et al.,
1996).
Veamos un ejemplo de lo que podríamos denominar
«conversión normativa». Laura tiene veintitrés años, está
terminando la carrera de Ingeniería Industrial y vive con sus padres
y su hermana menor. Nunca ha estado en tratamiento psiquiátrico ni
ha consultado con ningún psicólogo. Tampoco tiene antecedentes
psiquiátricos en su familia cercana. Ha cursado este último año de la
carrera con buenos resultados, tiene una red de amigos del colegio
con los que tiene relación desde hace años y otro grupo de
compañeros de la universidad con los que sale de vez en cuando.
Su funcionamiento hasta el momento ha sido normal para cualquier
chica de su edad.
El pasado jueves Laura se entera por un grupo de WhatsApp de
que una compañera de la universidad ha fallecido en un accidente
de tráfico. Al enterarse se sintió sorprendida y triste, y así se lo
comunicó a sus padres. Esa noche apenas durmió pensando en su
compañera. A lo largo de la mañana del viernes, Laura se fue
quedando poco a poco cada vez más afónica. No perdió por
completo la voz, sino que esta parecía un susurro y sentía que tenía
que forzarla para ser escuchada. Laura pensó que su disfonía se
debía a un virus, que quizá había cogido frío la tarde anterior o
había hablado demasiado rato por teléfono fatigando sus cuerdas
vocales. Esa tarde quedó con sus amigos de la universidad,
hablaron largo y tendido de lo acontecido y aunque Laura no tenía
mucha voz, sí pudo expresar su malestar y rompió a llorar delante
de ellos. Varios compañeros estaban también muy conmovidos y
pudieron apoyarse unos en los otros. Esa noche Laura durmió mejor
y al día siguiente la disfonía había desaparecido, le había vuelto la
voz. Laura siguió con su vida sin dar más importancia al episodio.
Durante unos meses el recuerdo de su compañera aparecía de
tanto en tanto y, cuando sucedía, Laura se desahogaba con sus
amigos o su familia, y se quedaba más tranquila. Al año siguiente, el
episodio quedó en un recuerdo pasado, del que Laura podía hablar
perfectamente sin desmoronarse y sin desconectarse, pues había
sido capaz de procesarlo.
Este es un ejemplo de una situación de las que raramente
llegan a consulta. Se trata de un síntoma conversivo transitorio, que
aparece tras un momento de estrés agudo y que se resuelve de
manera espontánea en la medida que Laura pone en marcha sus
estrategias de regulación emocional, hace uso de sus redes
naturales de apoyo y procesa el acontecimiento. En este caso, la
intervención no ha sido necesaria. De haber llegado a consulta en el
momento agudo, hubiéramos podido acompañarla en este proceso,
explicándoselo y viendo con ella la evolución del mismo. La
intervención hubiese sido breve y Laura habría seguido con su vida.
De tal modo, la primera pregunta que debemos hacernos ante
la presencia de una persona con un síntoma conversivo es si este
tiene carácter patológico o no. En caso de que el síntoma sea
perturbador y genere disfuncionalidad, diagnosticaremos el trastorno
y podremos utilizar nuestro conocimiento clínico (incluida la
propuesta que hacemos en este manual) para abordarlo. En caso de
que se trate de un síntoma subclínico, deberemos distinguir primero
cuándo es mejor dejarlo pasar y cuando no. Con «dejarlo pasar»
nos referimos a normalizar el síntoma, hacer un breve trabajo
psicoeducativo con la persona para explicarle qué es lo que le ha
pasado y tranquilizarla al respecto. Sin embargo, aun en los casos
de síntomas que por gravedad y disfuncionalidad no parecen
patológicos y que siguiendo estos criterios «dejaríamos pasar», vale
la pena investigar un poquito más. Recomendamos interrogar por la
existencia de otros síntomas disociativos o postraumáticos para que
no nos pasen desapercibidos casos potencialmente graves. En
muchos cuadros de trastorno disociativo (TD), trastorno por estrés
postraumático (TEPT) o trastorno de la personalidad (TP), o en
personas con otros diagnósticos y una desregulación emocional
importante, un síntoma conversivo subclínico puede ser el único
indicio de un problema que requiere un abordaje en profundidad.
También conviene evaluar la presencia de sintomatología ansiosa y
depresiva, por tratarse de comorbilidades frecuentes del trastorno
(Yılmaz et al., 2016) y porque en el contexto de ambas pueda darse
algún síntoma conversivo más o menos transitorio, de igual modo
que el síntoma conversivo puede estar tapando manifestaciones
clínicas ansioso-depresivas (Kores, 2012).
Además de estas consideraciones, tenemos que saber que en
muchos casos los pacientes con síntomas transitorios y subclínicos
ni siquiera llegarán a un consultorio o dispositivo de salud mental,
pero en caso de hacerlo, ya tenemos claras varias
recomendaciones:

1. Debemos evaluar el síntoma que presenta y asegurarnos de


que no muestre otros síntomas conversivos que no ha
consultado.
2. Valorar el malestar clínico y la funcionalidad. Sobre la base de
esta valoración estableceremos un diagnóstico de trastorno
conversivo o no.
3. En el caso de los síntomas subclínicos debemos asegurarnos
de que dichos síntomas no están englobados dentro de un
trastorno disociativo, un trastorno por estrés postraumático o un
trastorno de la personalidad. Si los síntomas conversivos son
esporádicos y de baja intensidad, probablemente en presencia
de estos trastornos no se justificaría hacer un diagnóstico
adicional de trastorno conversivo. Sin embargo, dado que en
algunas clasificaciones pertenecen a áreas separadas, y que es
de interés explorar la relación entre ambos trastornos, de
presentarse los síntomas conversivos de modo significativo,
aconsejaríamos realizar ambos diagnósticos.
4. Se debe evaluar la presencia de ansiedad y/o depresión. De
existir clínica ansiosa o depresiva, su tratamiento puede facilitar
la evolución del TC, del mismo modo que no percibir la
ansiedad o depresión asociadas puede llevar a un mal abordaje
que prolongue los síntomas conversivos.
5. En caso de presentarse síntomas subclínicos, sin otros datos
que nos hagan pensar en que pueda tratarse de un trastorno
conversivo, normalizaremos la aparición del síntoma y
realizaremos un trabajo más puramente psicoeducativo.

A lo largo del libro, iremos definiendo diferentes perfiles de


pacientes con síntomas conversivos y propondremos
consideraciones e intervenciones diferenciadas según se trate de un
perfil u otro. Veremos cómo el «conversivo puro» (aquel que
presenta como principal manifestación psicopatológica los síntomas
conversivos y que satisface los criterios para un TC) es diferente del
paciente con disociación psicomorfa que presenta de forma
concomitante síntomas somatomorfos, o del paciente con un
trastorno de personalidad que presenta síntomas conversivos, etc.

Tipos de síntomas

Hasta el momento hemos visto la definición y las características


generales del trastorno, pero no hemos profundizado en cuáles son
los síntomas concretos que aparecen en las presentaciones clínicas
más frecuentes. Los síntomas conversivos pueden ser diversos y,
como veremos más adelante, esto puede obedecer a sustratos
neurobiológicos diferentes.
Podemos distinguir primeramente entre síntomas motores
versus síntomas sensitivos según la función que se vea alterada, tal
y como ha propuesto la clasificación americana (DSM). Asimismo,
dentro de cada tipo de síntomas (motores y sensitivos) podríamos
distinguir entre síntomas positivos y síntomas negativos. Fue Janet
el primero que habló de síntomas positivos y negativos, y en la
actualidad esta distinción ha sido utilizada por destacados autores
como Van der Hart y Nijenhuis (Van der Hart et al., 2011; Nijenhuis
et al., 1996). Los síntomas negativos son aquellos en los que la
función sensitiva o motora se ve disminuida o abolida, mientras que
los síntomas positivos son aquellos en los que la función sensitiva o
motora aparece aumentada y/o funcionando de forma aberrante. Es
decir, se trataría de síntomas por defecto o por exceso (Del Río
Casanova et al., 2016). En el caso de los síntomas sensitivos serían
por un lado pacientes que dejan de sentir y tienen una anestesia en
un brazo (síntoma negativo) versus pacientes que sienten en exceso
mostrando una hiperestesia que resulta incómoda o incluso dolorosa
(síntoma positivo). En el caso de los síntomas motores podría
tratarse de pacientes en los que el movimiento se ve disminuido o
completamente abolido, como por ejemplo una persona que se
muestra incapaz de mover las piernas (síntoma negativo), o bien de
pacientes que presentan un exceso de movimientos que se tornan
descoordinados, repetitivos o aberrantes, como los temblores o
alteraciones en la marcha (síntomas positivos).

SÍNTOMAS SENSORIALES

El individuo puede presentar síntomas sensoriales negativos o


positivos. En los síntomas sensoriales negativos hay una pérdida o
disminución de alguna percepción concreta. El paciente con
anestesia conversiva dice no sentir absolutamente ninguna
sensación en la parte del cuerpo afecta (a menudo un miembro),
mientras que en la hipoestesia se describe una disminución en las
sensaciones táctiles, térmicas o algésicas. Por su parte, las
parestesias consisten en un conjunto de sensaciones anómalas
espontáneas, menos desagradables que las hiperestesias y que a
menudo se describen como pinchazos u hormigueos y pueden
considerarse un síntoma sensorial positivo.
Al contrario que en los síntomas neurológicos, las zonas
alteradas no corresponden a la zona inervada por un nervio
específico, sino a la representación mental del área o miembro. Es
decir, no se trata de un fenómeno perceptivo (primario), sino de algo
más relacionado con el procesamiento superior de esa zona o
miembro, o con su significado simbólico. Ya decía Freud que en los
síntomas sensoriomotores, el sujeto describe una alteración como si
no conociera la anatomía y la fisiología del cuerpo, describiendo que
el territorio afectado tiene más que ver con la representación mental
de una parte del cuerpo (Freud, 1893).
Otras pérdidas sensoriales tienen que ver con los órganos de
los sentidos. Las sorderas y cegueras conversivas son las
modalidades más habituales en la práctica clínica y suelen tener una
presentación variable. En las descripciones clásicas se habla de
pacientes que súbitamente dejan de ver o de oír y es uno de los
síntomas a los que más significado simbólico se les ha conferido, en
el sentido de que la sordera permite no oír lo que es demasiado
duro para ser oído y la ceguera no ver aquello que no estamos
preparados para ver. Estos pacientes tienen la percepción de no ver
o no oír, pero sus ojos sí ven y sus oídos sí oyen, es su cerebro el
que no es oír de decodificar aquello que percibe. Se ha planteado
que esto pueda deberse a alteraciones en el procesamiento de la
información moduladas por vivencias emocionales.
Las alteraciones en otras modalidades sensoriales como el
olfato y el gusto son más raras en los cuadros conversivos, pero
también existen. Se puede tratar de una pérdida de olfato o gusto
parcial o completa o de una alteración en las cualidades olfativas y
gustativas. Sin embargo, hay que tener en cuenta que las causas
más frecuentes de estas dos alteraciones sensoriales son
orgánicas, tanto neurológicas como derivadas de lesiones en los
propios órganos sensoriales que residen en la nariz (zona de la
pituitaria) y la lengua (papilas gustativas).
Dentro de los síntomas sensoriales positivos, pueden aparecer
experiencias dolorosas o de sensibilidad al tacto, calor o
sensaciones de picor, superior a la habitual. Los nervios
correspondientes a esta zona no se muestran afectados en los
estudios neurofuncionales (electromiografía, potenciales evocados,
etc.), sino que se corresponderán más con representaciones
mentales que con territorios nerviosos. En ocasiones, las zonas van
cambiando con el paso de los días o semanas y un paciente puede
manifestar en un momento de la evolución sensaciones anómalas
en un brazo y en otro momento en una pierna. A menudo, este tipo
de síntomas son menos «espectaculares», pasan más
desapercibidos y resultan difíciles de identificar y diagnosticar.
Cuando aparecen dentro de un cuadro con varios síntomas
conversivos diferentes, si no preguntamos específicamente por
estas alteraciones sensoriales, es frecuente que ni siquiera se
mencionen. Por otro lado, si aparecen como síntoma único, lo
habitual es que sean atendidos en consultas de neurología,
dermatología o atención primaria.

SÍNTOMAS MOTORES

Los síntomas motores se caracterizan, como su nombre indica,


porque aluden a diferentes alteraciones en la motricidad. Se
manifiestan a través de cambios en la forma del propio movimiento,
en su coordinación o en la fuerza. Pueden aparecer síntomas
positivos (por exceso de movimiento, descoordinación o falta de
control sobre el movimiento) o negativos (por disminución o
abolición de la función motora). Además, puede haber una
distribución muy variable de los síntomas. El síntoma conversivo
motor puede afectar a los movimientos generales de todo el cuerpo,
de un único miembro, de la mitad del cuerpo, de la mitad de la cara,
solo de un ojo o de una mano, y así un largo etcétera de posibles
manifestaciones. Todas ellas tienen en común que no se
corresponden con la distribución fisiológica que la neurología nos
indica, sino con la representación mental que el sujeto tiene de esa
parte del cuerpo. Es decir, si afectan a una mano, no afectan a la
mano tal y como se define su inervación anatómica, sino a la parte
del cuerpo que denominamos como mano cuando no tenemos
conocimientos anatómicos y fisiológicos.
Entre los síntomas motores positivos podemos encontrar los
movimientos aberrantes y otros relacionados, que pueden adoptar
muy distintas características, que remedan síntomas neurológicos
típicos, aunque sin correlación con patologías o pruebas
específicas:

a. Temblores: movimientos de oscilación repetitiva en torno a un


punto central, caracterizados por tener una frecuencia y
amplitud determinada que se produce por contracción y
relajación alternativa de músculos antagonistas.
b. Mioclonías: movimientos involuntarios, bruscos y repentinos a
modo de sacudida que suelen afectar a uno o varios miembros.
c. Balismos: movimientos bruscos y de gran amplitud y velocidad,
que parecen una sacudida brusca de una zona del cuerpo.
d. Movimientos coreicos: contracciones clónicas, a veces lentas
y a veces bruscas, que producen movimientos descoordinados
que simulan «un baile» de una zona del cuerpo.
e. Distonías: contracciones musculares mantenidas en el tiempo
o intermitentes que pueden generar movimientos repetitivos o
posturas anormales.
f. Discinesias: movimientos repetitivos e involuntarios de los
músculos de una zona concreta: a menudo se dan en la región
oral, en la cabeza, alrededor de los ojos o en brazos y piernas,
tics motores y movimientos estereotipados (se refiere a
movimientos en los que destaca su carácter repetitivo), etc.

A veces, los movimientos son totalmente descoordinados y


difíciles de definir, pero en ocasiones pueden ser difíciles de
diferenciar de los de origen neurológico.
También se consideran síntomas motores las alteraciones de la
marcha: la afectación puede estar limitada a una función concreta
como es la marcha —por ejemplo, la persona puede andar de modo
descoordinado, sin poder mantener el equilibrio ni el ritmo— o
puede tratarse de una alteración en el equilibrio. Este tipo de
presentaciones son muy variables entre unos pacientes y otros,
pudiendo encontrarnos por ejemplo un paciente que camina como si
estuviera borracho, otro que presenta sacudidas y movimientos
descoordinados del cuerpo mientras camina, u otro que realiza una
marcha como si fuese a cámara lenta, etc.
Los síntomas conversivos motores también pueden afectar al
habla, como por ejemplo el habla verbigerante en la que el paciente
emite una serie inconexa de sonidos, mezclando palabras o frases
inconexas hasta emitir un lenguaje generalmente ininteligible.
También puede ser que la prosodia (entonación) o el ritmo del
lenguaje sean los que se vean alterados, dando como resultado
hablas que «canturrean» en el primer caso y hablas lentificadas o
aceleradas en el segundo. Se trata también de un síntoma muy
variable entre sujetos.
Por último, entraremos en el campo de una de las alteraciones
motoras más comunes en el TC, las pseudocrisis: se denominan
también pseudoconvulsiones, crisis funcionales o crisis convulsivas
psicógenas. Se han dedicado muchos esfuerzos a discriminar entre
estos cuadros y las crisis epilépticas. En estas últimas son
frecuentes fenómenos como las caídas súbitas en las que el
paciente se lesiona, la mordedura de lengua, la incontinencia de
esfínteres o la confusión y somnolencia después de la crisis que no
suelen aparecer en las pseudocrisis (Adams y Victor, 2014).
Asimismo, se dice que en las crisis epilépticas los ojos suelen
permanecer abiertos y en posición fija o realizan movimientos
repetitivos (clónicos o de versión, mirando generalmente hacia
arriba y a un lado), mientras que en las pseudocrisis de origen
conversivo el paciente suele cerrar los ojos de forma forzada,
incluso apretándolos con más fuerza cuando se los intentan abrir.
En las pseudocrisis es relativamente frecuente que el paciente
mueva la cabeza de un lado a otro de forma que parece que está
diciendo que no de manera brusca, que golpee a la persona que se
acerque o realice algún gesto en el que se golpea a sí misma. Sin
embargo, los pacientes con epilepsia suelen tener movimientos de
cabeza en hiperextensión del cuello mientras sucede la crisis. En el
caso de la conversión, a veces la persona se muerde los labios o las
manos, realiza movimientos de pataleo con las piernas, etc. Se
entiende que en el caso de las crisis epilépticas generalizadas el
paciente pierde la conciencia por completo y por lo tanto no es raro
que pueda golpearse o hacerse daño, mientras en una crisis
conversiva hay un mayor grado de conciencia y a menudo los
pacientes son capaces de caer al suelo de una forma menos
violenta y más controlada. No olvidemos, sin embargo, que esto no
es así en el 100 % de los casos.
Estas características clínicas pueden ayudarnos a distinguir
entre una crisis epiléptica y una pseudocrisis, pero tenemos que
tener en cuenta que no es tarea fácil incluso para el ojo
experimentado. Existen algunos tipos de crisis epilépticas, las crisis
parciales y especialmente las de origen temporal, en las que
aparecen alteraciones de conducta que pueden hacernos pensar de
manera equívoca que se trata de un cuadro psicógeno. Se trata de
pacientes que ríen sin motivo, manifiestan inquietud motora, actitud
expansiva o hipersexualidad, entre otros síntomas. Por tanto,
conocer las características de las diferentes crisis epilépticas es
necesario para poder descartarlas, pero muchas veces la
exploración clínica no será suficiente. Los estudios
electroencefalográficos con EEG (electroencefalograma), Holter-
EEG (un registro de la actividad electroencefalográfica que se
realiza durante 12-24 horas) o vídeo-EEG (una prueba en la que se
ingresa al paciente durante varios días y se monitoriza su actividad
electroencefalográfica tanto en los períodos de reposo como durante
las crisis, en busca de datos de epilepsia) son las únicas formas
objetivas de poder diferenciar una crisis epiléptica de una
conversiva.
Pero no nos desalentemos por ello. El contar con estas pruebas
nos pone en una posición de privilegio en comparación con nuestros
antecesores, aquellos médicos del siglo XIX y principios del siglo XX
que contaban solo con la observación clínica. De aquella limitación
nació una gran habilidad para la observación fenomenológica y la
categorización de los fenómenos que es digna de rescatar. Si nos
remontamos a los clásicos, Briquet distinguió, tras estudiar 430
casos, tres tipos de manifestaciones histéricas. El autor refería que
menos de la mitad de las pacientes histéricas manifestaban crisis y
que estas eran más frecuentes en estratos culturales bajos,
mientras que las pacientes burguesas tendían a presentar otro tipo
de síntomas conversivos. En lo que compete a las primeras, Briquet
las clasifica en tres tipos:

1. El ataque completo o ataque de La Salpêtrière (descrito por


Charcot y también denominado histeria mayor), caracterizado
por un estado similar al gran mal epiléptico pero con unas
características y fases determinadas (pródromos, aura histérica,
zonas histerógenas, inicio de la crisis con período epileptoide y
pérdida posterior de conocimiento, un segundo período con
contorsiones y movimientos exagerados, un tercer período con
posturas pasionales y un cuarto período denominado de delirio,
en el que pueden salir a la luz motivaciones relacionadas con
las crisis). Se puede profundizar en las características de cada
fase a través del texto La histeria antes de Freud (Álvarez et al.,
2010).
2. Los ataques convulsivos incompletos (también denominados
histeria minor o histeria común) en los que no habría pérdida de
conocimiento y que serían la contrapartida conversiva de las
crisis parciales (simples y complejas) actuales.
3. Otras: ataque sincopal, de espasmos, epileptoides,
demoníacos, de clownismo, de postura pasional, de delirio, de
contracturas, de sueño y de catalepsia.

Existen múltiples modelos de descripciones clásicas similares y


también diferentes propuestas contemporáneas para clasificar las
pseudocrisis, si bien una revisión sistemática de las quince
clasificaciones de mayor relevancia propuestas en este campo
concluía en diferenciar las pseudocrisis en motoras, no motoras y
mixtas (Asadi-Pooya, 2019). En general, estas clasificaciones están
muy estrechamente relacionadas con la nomenclatura neurológica
relativa a la epilepsia, sin que se hayan propuesto subtipos que
combinen perfiles de síntomas y psicopatología. En este sentido, sí
existen aportaciones interesantes que proponen diferenciar las
pseudocrisis de otros trastornos conversivos por existir entre ambos
diferencias en variables como la edad de inicio, el tipo de
personalidad y la percepción del cuidado paterno (Jon Stone et al.,
2004). Sin embargo, nuestro grupo de investigación encontró una
altísima comorbilidad entre las pseudocrisis y otros síntomas
conversivos en nuestra muestra clínica, pues hasta un 80 % de los
pacientes conversivos analizados presentaban pseudocrisis junto
con otros síntomas conversivos mientras que solo el 20 %
presentaban pseudocrisis como único síntoma (Del Río Casanova,
2018), no justificándose así su diferenciación con otros TC. La
controversia al respecto continúa por tanto abierta.
Otros síntomas motores tienen que ver con la pérdida o
disminución de la capacidad motora en distintas áreas (síntomas
motores negativos). Por lo común nos encontramos con disminución
de fuerza (paresias) o imposibilidad completa para el movimiento
(parálisis). En este caso, los pacientes relatan normalmente un inicio
súbito de los síntomas, un momento concreto a partir del cual se
dan cuenta de que no pueden mover ninguna de las dos piernas,
por ejemplo. En tales circunstancias, el diagnóstico diferencial será
con enfermedades neurológicas como los accidentes cerebro-
vasculares (ictus), las lesiones medulares, algunos cuadros
autoinmunes o infecciosos. En esta situación veremos también
cómo, cuando el síntoma es conversivo, la distribución de los
síntomas no resulta congruente con nuestros conocimientos de
anatomía y fisiología. Además, se pueden observar fluctuaciones
importantes en la intensidad de los síntomas a lo largo del día o
incluso en función del estado emocional del paciente (lo cual no es
apreciable, por ejemplo, en el caso de un ictus).
Las dificultades motoras pueden ser también más específicas,
afectando al aparato vocal (afonía si es completa, disfonía si es
parcial) o al aparato digestivo (disfagia o dificultad para tragar).
Aunque estos síntomas son predominantemente negativos (hay una
función que no puede realizarse), pueden también verse como una
mezcla de fenómenos de hiperexcitabilidad y de «freno excesivo»,
siendo probable que —al igual que la inmovilidad tónica— se
combinen experiencias excitatorias e inhibitorias (Del Río Casanova
et al., 2016).
También vamos a encontrarnos con respuestas de
inmovilización. En ellas, la persona se queda quieta, inhibiendo por
completo su capacidad de moverse. Podemos distinguir dos tipos de
respuestas de inmovilización: la inmovilización tónica y la átona
(Bovin et al., 2014). En la inmovilización tónica, el paciente se queda
quieto y bloqueado; sus músculos en tensión, contraídos. A veces,
la respuesta es más bien rígida (el cuerpo se queda tieso como si
fuera un palo) y a veces se caracteriza por la contracción de la
musculatura (ojos que se cierran de forma forzada, puños
apretados, extremidades en flexión, etc.). Según refieren los
estudios, cuando se da una respuesta de inmovilidad tónica se
estarían activando a la vez respuestas vegetativas simpáticas
(activadoras) y parasimpáticas (de hipoactivación) (Del Río
Casanova et al., 2016; Marx et al., 2008). En este sentido, es como
si la persona estuviera pisando el freno y el acelerador a la vez. En
este caso, para realizar el diagnóstico diferencial se deberían tener
en cuenta diferentes síndromes neurológicos con daño neural grave
en los que se pueden observar rigidez, como es la rigidez por
descerebración, o decorticación. En la descerebración, el sujeto
adopta una postura corporal anormal, manteniendo extendidos los
brazos y las piernas, los dedos de los pies apuntando hacia abajo y
la cabeza y el cuello arqueados hacia atrás. Los músculos se
tensionan, están rígidos de forma persistente. En la decorticación, la
persona está rígida con los brazos flexionados, los puños cerrados y
las piernas derechas. Los brazos están doblados hacia el cuerpo y
las muñecas y los dedos están doblados y sostenidos sobre el
pecho. Estos dos cuadros no revierten espontáneamente, no
fluctúan como una inmovilidad tónica conversiva y son fruto de
lesiones cerebrales graves. Otro cuadro que hay que tener en
cuenta para el diagnóstico diferencial es la catatonía, un cuadro que
puede aparecer asociado a enfermedades tanto neurológicas como
psiquiátricas (especialmente depresión severa y esquizofrenia). La
catatonía se caracteriza por la ausencia de actividad motora
espontánea (a veces alternando con episodios de excitación
motora), la capacidad de inducir posturas pasivas contra gravedad
(se levanta un brazo del paciente y este se queda fijo arriba), la
oposición activa o pasiva ante los intentos de movilizar al sujeto, el
mutismo, y la aparición de otros síntomas como la obediencia
automática, las estereotipias, manierismos o la ecolalia.
Por otro lado, las respuestas de inmovilidad también pueden ser
átonas; en ellas el cuerpo queda como si estuviera muerto, sin tono,
sin fuerza y sin movilidad. En este caso, la musculatura está aflojada
y si moviéramos el cuerpo del paciente, este se dejaría movilizar sin
oponer oposición más que la que se deriva del peso de esa zona del
cuerpo. Este tipo de reacciones se han comparado con las
respuestas de colapso o muerte aparente que se dan en animales
ante la presencia de un peligro (por ejemplo, un depredador)
(Klemm, 2001; Marx et al., 2008; Van der Hart et al., 2011).
Profundizaremos en este tema más adelante cuando hagamos
alusión a la relación de los síntomas conversivos con la filogenética
y, en concreto, con la cascada defensiva. Cabe también destacar
que las respuestas en las que el individuo se muestra inmóvil y sin
tono muscular pueden suceder de forma gradual (el individuo va
perdiendo tono hasta quedar «como muerto») o bien de forma
brusca (cursando clínicamente con características de síncope, en el
que el paciente colapsa perdiendo el tono de forma súbita). En
ambos casos, la pérdida de tono muscular va asociada a una
«pérdida de conciencia», al menos parcial. Aunque clásicamente se
diagnostican como conversivas aquellas caídas en las que el
paciente no se hace daño, pues en la pérdida de tono hay un cierto
grado de control (aunque sea inconsciente), en nuestra experiencia
clínica existen pacientes con todas las características que se
asocian a un trastorno disociativo que presentan cuadros
plenamente sincopales en los que el colapso súbito puede llegar a
ocasionarles incluso lesiones.

OTROS SÍNTOMAS CONVERSIVOS

Nijenhuis (1996; 1999; 2003) propondría el término de «disociación


somatomorfa», e incluiría en este epígrafe no solo los síntomas
conversivos más clásicos que acabamos de describir, sino también
otros síntomas tradicionalmente considerados somatomorfos como,
por ejemplo, el dolor al mantener relaciones sexuales o la presencia
de dolor a la micción entre otros. El autor estudió setenta y cinco
síntomas conversivos clásicos y somatomorfos, seleccionando
veinte de los cuales que parecían tener una mayor relación entre
ellos y con la disociación psicomorfa, para construir el Cuestionario
de Disociación Somatomorfa (SDQ-20) (Nijenhuis et al., 1996),
hasta la fecha el único instrumento específico para la sintomatología
conversiva. La finalidad de este instrumento es la de screening,
aunque no da cuenta de la amplia variedad de síntomas que pueden
presentarse en estos pacientes.
Más adelante, al hablar de la evaluación diagnóstica, veremos
de nuevo estos síntomas, que es importante rastrear en todos los
casos. Como comentábamos, es raro que junto a un síntoma más
evidente, no se hayan presentado muchos otros de este mismo
grupo.

¿Cómo vemos a estos pacientes en nuestras consultas?


El paciente conversivo tiende a ser valorado por primera vez en un
dispositivo médico. En primer lugar, es necesario identificar el
problema y comprobar que no haya una patología orgánica que lo
justifique. Por otro lado, el propio paciente no suele tener conciencia
de que detrás de tales síntomas físicos exista un problema de índole
psíquica. Puede haber incluso un cierto rechazo a esa posibilidad,
ya que de poder afrontarse de forma directa la problemática
emocional, no se produciría probablemente este tipo de expresión
somática del malestar (Robles et al., 2013). Además, la frecuente
respuesta por parte de los profesionales que abordan estos
problemas como enfermedades imaginarias o simulaciones puede
reforzar la insistencia del paciente en buscar una prueba que
certifique su sufrimiento como genuino. A veces es la familia, en
casos de pseudocrisis o respuestas de inmovilidad en las que el
paciente pierde la consciencia, la que inicia una demanda de
atención médica. En función de la presentación clínica, este será
visto en atención primaria, se derivará en los casos más notorios a
una atención por vía urgente, o empezará el mencionado
peregrinaje de pruebas y especialistas en los casos más crónicos o
recidivantes.
El paciente acude presentando un síntoma que a veces puede
relatar él mismo y que en otras ocasiones relatarán los
acompañantes (cuando hay pérdida de conocimiento, desconexión
importante o alteraciones en el habla). Es importante incluir tanto el
relato del paciente como el de los acompañantes, pues no es raro
que existan percepciones diferentes de lo acontecido cuando lo
explican unos y otros. Esto es más claro en los casos de
pseudocrisis y respuestas de inmovilidad, donde a menudo el
paciente tiene menor conciencia de lo acontecido durante la crisis,
mientras que los acompañantes podrán hacer un relato más
objetivo. La visión de los acompañantes es importante en la medida
que podrán darnos datos sobre cómo empezó el síntoma, qué
desencadenantes pudieron observar, cómo se fue desarrollando,
cuánto tiempo duró, cómo terminó si es que ya no lo presenta, qué
relación estableció el paciente con el entorno durante la duración del
síntoma, etc. Por su parte, el paciente podrá informarnos sobre si
hubo desencadenante en los días previos o incluso en los minutos
anteriores y, sobre todo, podrá aportarnos su visión particular sobre
el síntoma.
A menudo, el paciente se muestra tranquilo tras las crisis y
durante la presentación de síntomas diferentes a las pseudocrisis y
respuestas de inmovilidad. En esta tranquilidad hay algo de
incongruente pues el paciente puede estar contando con total calma
que desde hace dos horas no ve nada o que un miembro se le
mueve solo como si tuviera vida propia. Esta actitud se ha
denominado belle indifférence en la literatura clásica sobre la
histeria y tiene cierto parecido con la anosognosia (falta de
conciencia del déficit) propia de algunos trastornos neurológicos de
los que habrá que diferenciarla. En general, los textos clásicos
aludían a que cuando un síntoma era de origen físico el paciente se
mostraba más perturbado por la presencia del mismo, mientras que
en los síntomas conversivos reinaba la indiferencia. En nuestra
experiencia clínica hemos encontrado pacientes que efectivamente
muestran esta indiferencia más inocente que describían los clásicos,
mientras que en otros casos había más bien una desconexión global
de los sentimientos, y hemos encontrado también pacientes que se
mostraban francamente angustiados por los síntomas conversivos.
En una revisión al respecto realizada por Stone, hallaron a lo largo
de once estudios que solo un 21 % de los pacientes diagnosticados
de TC mostraban belle indifférence, mientras que un 29 % de los
pacientes con otras enfermedades orgánicas mostraban dicha
indiferencia (Stone et al., 2006). Por tanto, no parece haber un aval
para utilizar esta característica como predictor de si un trastorno es
conversivo o tiene origen orgánico.
Volviendo a los síntomas en sí mismos, durante la exploración
neurológica, como decíamos, a menudo aparecen incongruencias.
Se ven afectadas zonas que responden a nuestras representaciones
subjetivas del cuerpo y no a la distribución fisiológica de las vías
nerviosas. Esto explica que cuando se realiza una exploración se
observen datos contradictorios. Recuerdo un paciente con una
ceguera conversiva al que cuando le tirabas un objeto (inofensivo,
claro está) a la cara reaccionaba interceptándolo antes del impacto.
Es decir, la función está preservada (el ojo ve) pero la integración de
la información está dañada (el cerebro no integra). Si confundimos
conversión con simulación, nuestra preocupación diagnóstica será
observar si hay una generación voluntaria de los síntomas. Sin
embargo, como hemos visto, en lo conversivo entran en juego
niveles de conciencia enormemente variables. También es
importante tener en cuenta que una cosa es ser capaz de contener
por un tiempo la presentación de un síntoma y otra poder suprimirlo
por completo a voluntad.
Otro de los elementos a los que suelen recurrir los
profesionales para discriminar lo conversivo de lo «orgánico»
(aunque lo conversivo, como iremos viendo, también se inscribe en
el organismo físico) es ver cómo el síntoma se modula en función de
las experiencias con el entorno. Partiendo de la idea (o prejuicio) de
que los síntomas conversivos son motivados principalmente por la
demanda de atención o la manipulación del entorno, parece tener
sentido ver cómo estos se modifican cuando no hay nadie o cuando
no se responde a la aparente demanda, o bien cuando sí es
atendida. Sin embargo, en esta premisa y este tipo de observación
hay componentes que pueden ser engañosos. Es posible que algo
que sucede en el entorno funcione como disparador inmediato del
síntoma: una emoción que no es capaz de gestionar, un sonido o
imagen que le recuerda a un momento traumático, una disputa
interpersonal, la propia proximidad física, etc. Que el síntoma
aparezca solo con gente o frente a determinadas personas no lo
convierte en una «llamada de atención». Hay también pacientes que
presentan crisis conversivas más frecuentemente estando solos (la
propia soledad puede ser un disparador, o cualquier otra vivencia
que se haya dado en ese momento), mientras que muchos otros las
van a presentar a menudo ante la presencia de otras personas
(generalmente relaciones significativas para la persona, que pueden
funcionar como disparadores interpersonales).
La equiparación de conversión y manipulación o demanda de
atención no ha podido ser corroborada por ningún estudio. No
decimos con esto que la tendencia a manipular emocionalmente no
exista, sino que en nuestra opinión esto puede presentarse en todo
tipo de trastornos y no es en absoluto exclusiva de los diagnósticos
que nos ocupa. Veremos más adelante que en algunos casos
clínicos, el componente relacional tiene un papel fundamental en su
desarrollo y mantenimiento, y por tanto será clave en la intervención.
Dado que las historias de trauma temprano y de problemas en el
apego con los cuidadores primarios y los vínculos principales van a
estar muy presentes en estos casos, es fácil que veamos patrones
relacionales con los allegados del paciente que son disfuncionales, y
en ocasiones francamente patológicos. La persona puede tener
mucha tendencia a buscar la regulación emocional en otros,
funcionando de modo dependiente. O, debido a altos niveles de
desconexión emocional, el síntoma puede expresar cosas que el
individuo puede desconocer por completo o ser incapaz de
manifestar de modo directo.
Es importante explorar y trabajar en la dinámica relacional que
aparece en la gestión del trastorno (con las familias y parejas
fundamentalmente). Sin embargo, etiquetas como «llamada de
atención» y «manipulación» nos colocan más en el juicio que en la
comprensión, y nos limitan a la hora de poder desempeñar un papel
terapéutico. Si alguien exhibe el síntoma ante otra persona, hemos
de preguntarnos por qué. Noelia, una niña de dieciséis años acudió
a urgencias con episodios repetidos de desmayo, que solo se
presentaban delante de la madre. Tanto el terapeuta que la atendió
como la madre de la paciente coincidieron en que Noelia, como
todas las adolescentes, quería llamar la atención, y lo atribuyeron a
«cosas de la edad». Desde esa hipótesis, la intervención lógica era
la «retirada de atención» cuando la chica presentaba el síntoma.
Esto dio lugar a un incremento exponencial de los episodios.
Podríamos llevar la intervención al extremo, diciendo que este
incremento era lógico, ya que la paciente intensificaba su conducta
intentando obtener lo que buscaba y que, si se persistía en no
reforzarla, esta finalmente desaparecería. Sin embargo, nos faltan
datos en esta historia. Noelia había sufrido con ocho años abuso
sexual por la entonces pareja de su madre, con quien convivían
desde que la paciente tenía seis años. Ella se lo había contado a su
madre, quien restó importancia a lo ocurrido y tachó a Noelia de
exagerada. Su madre y esta pareja siguieron conviviendo y hacía un
año y medio habían acabado separándose por conflictos entre ellos.
Hacía pocos meses, este hombre había vuelto a acercarse a la
familia e intentó retomar la relación con la madre. En ese momento,
los desmayos de Noelia empezaron. Es cierto que los síntomas, sin
ser estos en modo alguno interpretaciones teatrales voluntarias, sí
trataban de mandar a su madre un mensaje, y trataban de hacerle
ver el dolor emocional que esta madre había ignorado y que parecía
seguir ignorando. Pero estas «llamadas de atención» no pedían una
atención caprichosa y pueril, sino la mirada, el cuidado y la
protección que todo niño necesita. No quiere esto decir que detrás
de todo caso de conversión tenga que haber una historia de abuso o
un trauma equivalente. Pero procuremos describir lo que ocurre sin
recurrir a las etiquetas de manipulación o de demandas de atención,
porque muchas veces funcionan como vendas en nuestros ojos que
ya no nos dejan ver más allá.
La respuesta del entorno puede también favorecer la resolución
de la crisis o mantenerla, por lo que implicar a las personas
cercanas al paciente en el proceso terapéutico es siempre
interesante. Además, como decíamos, nos puede dar pistas sobre
los disparadores de los síntomas. En personas muy desconectadas
emocionalmente, los desencadenantes pueden pasar inadvertidos, y
una observación dirigida de las personas con las que conviven
puede darnos claves importantes. Veamos un ejemplo sobre esto.
Mariana es una paciente de treinta y un años que atendimos
hace años en un Servicio de Urgencias hospitalario. Llegó
acompañada de su padre y de su madre, con los que mantenía una
relación muy cercana. Tenía además una pareja con la que no
convivía, ya que residía en casa de sus padres. Fue una niña que
había requerido de muchos cuidados físicos pues ya en la infancia
había sido diagnosticada de fibrosis quística, una enfermedad grave
que afecta entre otros órganos a los pulmones. Precisaba de ayuda
de una máquina de oxígeno durante dieciséis horas al día para
mantener sus pulmones ventilados, lo cual restringía mucho su vida
social. No trabajaba y recibía una pensión por discapacidad.
Al llegar al Servicio de Urgencias, Mariana presentaba un
aspecto «desconectado», con un aire despreocupado que
contrastaba con las caras de angustia de sus familiares. Su madre
nos interceptó en el pasillo preguntando si éramos los psiquiatras
que íbamos a atender a su hija, y angustiada decía respecto a su
hija «ha perdido la cabeza, está desorientada, ni siquiera sabe que
está embarazada, dice que no siente la tripa ni los pulmones. Por
favor, ayúdenla».
Cuando acudimos a valorarla, Mariana estaba tranquila, con
cara de estar un poco «ida», como si mostrase una felicidad con
cierto aire despreocupado. Sabía su nombre, pero no su edad, sabía
que estábamos en el hospital y en qué ciudad; conocía a sus
acompañantes, pero decía que no sabía por qué la habían llevado
allí si ella estaba perfectamente. Le preguntamos por su embarazo y
aseguró que no sabía de qué le estábamos hablando. Cuando le
dijimos que mirase su tripa, dijo no entender nada, pero tampoco
parecía asustada. Le pedimos permiso para tocarla y al hacerlo nos
dijo que no sentía nada en la piel como tampoco percibía los
movimientos del bebé ni era consciente de su respiración a pesar de
que la alentamos a hacerlo.
Tras interrogar a la familia, la madre comentó que tuvo una
discusión con su hija porque estaba haciendo muchos esfuerzos
físicos. La madre se asustó y le dijo: «En mal momento se te ocurrió
esta barbaridad de quedarte embarazada», «te vas a matar y nos
vas a matar a nosotros». A los pocos minutos, Mariana estaba
desconectada y entró en el estado en el que la vimos en urgencias.
Le pedimos a la familia que la dejasen un rato sola. Hablamos con
Mariana largo y tendido sobre otras cosas de su vida, menos
conflictivas y, al hacerlo, poco a poco la fuimos percibiendo más
conectada consigo misma y más presente. Más tarde, su madre se
disculpó con Mariana, que decía no recordar nada de la
conversación. Alentamos a la madre a que le dijera frases
tranquilizadoras con respecto a su situación de salud y le mostrase
todo su apoyo. Mariana escuchó en silencio cómo su madre le decía
que la quería, que iba a estar ahí siempre, que saldrían adelante
como lo habían hecho otras veces y que todo iba a ir bien. Aunque
parecía que la chica no conectaba con lo que su madre le decía,
poco a poco, con el paso de los minutos, empezó a reconocer
algunos datos que previamente negaba.
Se hizo tarde, la dejamos descansar durante la noche y fuimos
a visitarla por la mañana antes de abandonar nuestro turno de
trabajo. Mariana era ya consciente de su embarazo, notaba las
sensaciones corporales y los movimientos del niño, también sentía
que le faltaba el aliento cuando hablaba mucho. Decía no saber lo
que había pasado el día anterior y que quería irse a su casa.
Mantuvo seguimiento posteriormente con un psiquiatra con el que
tenía buen vínculo y al que había visitado años atrás.
Desconocemos su evolución.
Quisiéramos destacar en este caso, que tal y como podemos
ver, los síntomas de desconexión y abolición de las sensaciones
corporales provenientes de la tripa y los pulmones estaban en clara
relación con la sintomatología disociativa que presentaba. Conocer
el contexto vital de la paciente, así como el desencadenante
inmediato de la crisis, permitió que esta se resolviera en pocas
horas. A pesar de ello, presentaba varios factores de mal pronóstico
(como la existencia de una enfermedad somática grave, la
asociación a clínica disociativa y el propio estado de vulnerabilidad
que suponía el embarazo), por lo que no cabe duda de que en este
caso se necesitaría un seguimiento estrecho y mucho apoyo.
Pero muchas veces estos desencadenantes no son tan claros y
evidentes. Un paciente muy desconectado emocionalmente o con
poca capacidad de pensamiento reflexivo no será consciente de las
cosas que le afectan o de hasta qué punto. También puede ocurrir
que el disparador sea tan minúsculo que no parezca relevante sin
entender las conexiones con situaciones previas de mayor gravedad
y mayor significación emocional. Estas conexiones pueden no ser
tampoco evidentes para el paciente o la familia, debido a procesos
de negación, secretos familiares, minimización o amnesia. En
cualquiera de los casos lo que nos interesa, más que la descripción
pormenorizada de los detalles del síntoma, es ahondar en lo que
ocurrió antes de que este apareciera. No se trata de preguntar solo
si ocurrió algo significativo antes del síntoma, ya que la respuesta
será muchas veces que no. La forma de explorarlo es pedir tanto al
paciente como a observadores externos una descripción
pormenorizada de las horas o días que precedieron a cada síntoma,
y de cómo eran las cosas en la etapa en la que los síntomas
empezaron. Con mucha frecuencia, los disparadores se revelan de
forma indirecta como patrones que se repiten. Son estos
disparadores los que nos van a dar más claves sobre los factores
que han llevado al desarrollo del cuadro. En cierto número de casos,
estos disparadores solo pueden identificarse más tarde en el
proceso terapéutico, conforme el paciente va adquiriendo una mayor
conciencia de sí mismo, sus estados emocionales y procesos
mentales, así como de su historia.
En general, la existencia de un factor desencadenante
inmediato no es un factor de mayor gravedad del cuadro sino más
bien al contrario, se considera un factor de buena evolución de los
pacientes. Probablemente esto se deba a una mayor autoconciencia
y capacidad reflexiva, ya que son capaces de darse cuenta de la
relación de sus síntomas con lo que sucede. Si el desencadenante
fue grave o intenso, también nos dice que ese sistema solo es
llevado al límite y produce síntomas cuando es forzado de modo
importante; en cambio, si el desencadenante es algo aparentemente
menor, significaría que hay mucho más a nivel subyacente, o que el
síntoma está más automatizado y es más fácilmente activable (el
umbral para su aparición es más bajo). También son factores de
buen pronóstico el hecho de ser joven (esto siempre ayuda con
cualquier trastorno, ya que el sistema nervioso conserva mayor
plasticidad y más capacidad de cambio y aprendizaje), tener
síntomas sensoriales (los motores a menudo son más refractarios),
la aparición aguda de los síntomas, la buena salud física y el mejor
estatus socio-económico (Binzer y Kullgren, 1998; Crimlisk y Ron,
1999; Ford y Folks, 1985; Stone et al., 2003). Estos son datos que
nos pueden servir de ayuda a la hora de considerar la gravedad del
caso y orientar a los recursos más adecuados.

¿Tienen un significado simbólico los síntomas conversivos?

En la tradición psicoanalítica, algunos síntomas conversivos eran


interpretados desde un punto de vista simbólico. En especial, los
síntomas negativos, por abolición de algunos sentidos, eran
interpretados desde esta mirada. No es de extrañar, ya que el
mecanismo que se postulaba era la represión, y esto encajaba
mejor con lo que se contenía que con lo que se expresaba en
exceso. El que presentaba una ceguera conversiva no quería ver
algo de su vida, el que presentaba un mutismo era aquel que se
guardaba algo que no se podía nombrar y aquel con sordera
conversiva se defendería del sufrimiento externo no escuchando
aquello que no podía oír. Este tipo de posicionamientos no han
podido ser confirmados con el rigor que la ciencia exige para
defenderlos, pero sí nos sirven para reflexionar en torno a que ya a
principios del siglo XX se hablaba de que había vivencias o
contenidos que los pacientes no eran capaces de tolerar y que se
manifestarían sintomáticamente.
Manuel tenía cincuenta y ocho años cuando el neurólogo que
llevaba su caso durante su primera hospitalización en este servicio
solicitó que fuese valorado por un psiquiatra. Se trataba de un
hombre sin antecedentes psiquiátricos que había ingresado hacía
tres días en la planta de Neurología por presentar un cuadro de
ceguera bilateral de instauración brusca. El paciente refería no ver
nada, decía que era como si viera una niebla blanca. Mostraba una
apertura de ambos párpados muy marcada y la mirada era fija, su
cara como de cera (hipomímica) y con un cierto aire asustado que
contrastaba con la tranquilidad con la que hablaba de sus síntomas.
Los neurólogos llevaban tres días haciendo diversas pruebas para
descartar varias enfermedades: neuritis óptica, esclerosis múltiple,
un ictus, una encefalitis, etc. Todas las pruebas realizadas habían
sido negativas y no encontraron ninguna causa objetiva para unos
síntomas tan prominentes. Entonces acudimos a evaluarlo.
En la exploración destacaba la poca expresividad facial y la
indiferencia afectiva. Decía no ver nada. Cuando le pedíamos que
siguiera nuestros dedos no modificaba la mirada. Sus ojos estaban
enrojecidos por no parpadear.
De repente, mi compañera le tiró hacia el pecho el bolígrafo que
llevaba en su bata; Manuel en un acto reflejo interpuso su mano
para evitar el impacto. Probamos a hablarle desde lejos y desde
cerca, frente a él y por detrás de él (debería captar la diferencia
pues el oído estaba conservado) y, sin embargo, decía que no tenía
ni idea de dónde estábamos en la habitación. Era evidente la
incongruencia entre los síntomas que relataba y lo que
observábamos. Su cerebro sí estaba recibiendo la señal, pero él no
podía integrarla.
Su familia nos lo describió como un hombre francamente
alexitímico, introvertido, que nunca contaba sus preocupaciones.
Nos costó varios días saber si había alguna situación vital
estresante, pues tanto él como su esposa lo negaban. El último día,
antes de darle el alta, su mujer nos comentó en el pasillo: «Yo no les
conté todo, yo pienso que todo esto es por estrés. Manuel está muy
inquieto desde que supimos que nuestro hijo mayor tiene un
problema con las drogas. Siempre fue su hijo favorito y nunca se
hubiese imaginado algo así. Manuel no puede verlo, cuando viene a
casa lo evita. Es como si no quisiese ver lo que hay».
Así de clara fue la descripción de su mujer. Todo parecía
apuntar a que el síntoma tenía un significado simbólico: no poder
ver aquello que no se tolera ver.
Sin embargo, en muchos otros casos, pretender encontrar un
significado simbólico a los síntomas resulta forzado. El hecho de
que los síntomas conversivos en general tengan un carácter
simbólico no ha podido ser comprobado y no debiéramos extraer
conclusiones excesivamente simplistas al respecto, forzando una
interpretación que quizá no tenga verdadero sentido. Lo que sí ha
sido comprobado, es que en el TC lo que se ve alterada es la
representación que el paciente tiene instalada en su cerebro de una
parte del cuerpo y su función. Por motivos relacionados con la
regulación emocional, algunas funciones mentales de orden superior
como la atribución del sentido de agencia (sentir que no es uno el
que gestiona los propios procesos mentales o conductas), la volición
y la motivación pueden verse alteradas. La información proveniente
de los sentidos sí llega al cerebro, pero los procesos que permiten
su integración sufren una alteración funcional. Quizá algunas
representaciones efectivamente tengan un carácter simbólico,
mientras que otras representaciones estén más relacionadas con el
significado que los pacientes dan a ciertas vivencias complejas y, en
otros casos, tendrán un carácter mucho más automático y menos
elaborado. A veces tendrá que ver con lo que no puede ser
asimilado, y otras con lo que no puede ser expresado. En
ocasiones, es el impacto de la experiencia y su significación
emocional lo que bloquea el sistema. En otros casos, un bajo
desarrollo de capacidad reflexiva, de conexión con la emoción de
sus correlatos corporales, llevará a un problema más crónico en el
procesamiento emocional, que puede verse fácilmente desbordado
sin que se requiera que lo que acontece revista una significación
simbólica extraordinaria. Aquí el síntoma conversivo, y el tipo de
manifestación, sería algo inespecífico, no ligado a un tipo concreto
de experiencia y carecería de este carácter simbólico.
Por ejemplo, Rebeca tiene episodios muy diversos. En
ocasiones se ha quedado sin vista, pero forzar la interpretación del
síntoma hasta encontrar algo que la paciente no «quisiera ver» sería
imponer nuestra hipótesis a toda costa. Otras veces se bloqueaba y
frecuentemente tenía movimientos involuntarios. Los síntomas se
caracterizaban más por su carácter cambiante que por su
uniformidad. La explicación que fue surgiendo para esos síntomas
venía más de sus profundos problemas de regulación emocional,
con una gran tendencia a la evitación de cualquier tipo de malestar.
Ante situaciones estresantes muy diversas con su familia, sus
amigos, sus estudios... su cuerpo se expresaba y se bloqueaba
mientras ella trataba de no sentir. Cuando fue mejorando en su
evolución, aprendiendo a reconciliarse con las distintas emociones,
a dejarse sentirlas y darles tiempo para procesarlas, así como a
afrontar las situaciones estresantes, los síntomas se fueron
haciendo menos marcados y más manejables. A veces, cuando se
acumulaba la presión interna por diversas circunstancias, notaba
con más consciencia cómo su cuerpo se iba bloqueando, y cómo
casi sentía la necesidad de «sacudirlo» para que esa tensión se
liberase. La solución aquí no vino de encontrar un significado oculto,
de hallar «la clave» de cada síntoma, sino de ir modificando el
patrón subyacente que llevaba a que se produjeran, aumentar la
conciencia de la paciente sobre el problema, trabajar (con terapia
EMDR)* las situaciones estresantes pasadas y presentes, y de
aprender estilos más saludables de regulación emocional.
En cualquier caso, es esencial entender por qué el síntoma
aparece en esa persona y qué factores han contribuido a su inicio y
su desarrollo. Para ello, es interesante trazar una línea de vida en la
que marquemos el inicio de los síntomas, sus períodos de
empeoramiento y de remisión, y vayamos colocando sobre este
primer trazado lo que ocurría en su día a día en esas etapas. No
buscamos acontecimientos extraordinarios, sino situaciones a veces
cotidianas, experiencias, relaciones significativas, cambios...
Podemos hacer ambas líneas de vida (la de los síntomas y la de las
circunstancias ambientales) por separado, y luego superponerlas, lo
que en ocasiones ayuda a puentear los mecanismos defensivos que
hacen que el paciente no mire de frente lo que le ocurre. O podemos
construir con el paciente esos enlaces, buscando paralelismos entre
el pasado y el presente, enlazando a partir de la historia las
situaciones y relaciones y el curso de la patología. Del mismo modo,
y sobre todo cuando los síntomas son varios o cuando aparecen en
varios períodos, este tipo de planteamiento puede clarificar muchas
cosas.
¿Qué factores pueden precipitar un trastorno como este o
disparar los síntomas posteriormente? Los síntomas pueden estar
hablando de situaciones intolerables, pero no solo entendidas como
eventos, sino también como momentos biográficos en los que
fracasan los mecanismos de regulación emocional del paciente.
Cuando los síntomas son crónicos, es muy frecuente que las
estrategias de regulación emocional de la persona sean
disfuncionales y que precisen un trabajo orientado a esta área.
Poner en palabras las emociones es una de las intervenciones que
pueden ayudar, y en ello han insistido algunos abordajes, como el
del antropólogo francés David Le Breton, que habla de aprender a
«semantizar» en lugar de somatizar (Le Breton, 1995). Sin embargo,
restaurar un sistema de regulación emocional deficitario o
contraproducente va mucho más allá de poner palabras a lo que
sentimos.
Es cierto que en el trastorno conversivo esta dificultad puede
ser marcada. Muchos de estos pacientes no son introspectivos, no
entienden sus procesos mentales, no los observan ni saben
gestionarlos. En gran medida por ello, el malestar no regulado
acaba desbordándose y sale por la rendija más elemental entre los
niveles de procesamiento emocional: el cuerpo. Son pacientes que
no saben identificar bien sus estados emocionales (Ihme et al.,
2014; Kooiman, 1998; Uliaszek et al., 2012a) y que tienden a
malinterpretar sus sensaciones físicas. No les dan el significado
adecuado a sus emociones, que les informan de necesidades
internas, de elementos importantes en la relación con los demás y
de las acciones que es aconsejable que realicen ante ello. Sin
embargo, pensar que dándoles nosotros el significado el problema
se resuelve equivale a pensar que con un buen tejado basta para
restaurar una casa con unos cimientos mal asentados o con
problemas importantes de habitabilidad. Aunque en algunos casos
pueda ser así, el proceso terapéutico tiene más que ver con un
paciente trabajo de reconstrucción o el aprendizaje de un idioma
casi desconocido que con el descubrimiento de la clave que hará
desaparecer mágicamente el síntoma. Por supuesto, cuando esto se
produce (algunos pacientes se bloquean a raíz de una experiencia
muy concreta, y estableciendo la conexión relevante puede
revertirse), los terapeutas publicamos el caso por su
espectacularidad. Enseñar a tener conciencia de los estados
emocionales y corporales propios, ser capaz de relacionarlos con
los sucesos del día a día y de enmarcarlos dentro de una narrativa
que no desestabilice (no más de lo tolerable) la identidad de la
persona lleva más tiempo y es un proceso mucho más progresivo.
Con este trabajo, será el propio paciente el que, con ayuda del
terapeuta, tendrá que ir aprendiendo a conocerse, a saber qué
sentido tienen sus síntomas en cada momento y qué alternativa de
las aprendidas durante la terapia podría poner en marcha en esta
situación para poder regularse, expresarse y no enfermar. El trabajo
terapéutico en los casos más crónicos —no solo en el trastorno
conversivo— tendrá más de siembra que de magia, pero es
importante que sepamos escoger una buena simiente y que
hagamos la siembra en la época más propicia.
En resumen

Como hemos visto hasta ahora, los trastornos conversivos son


cuadros cuya definición ha ido variando a lo largo de la historia, y
aunque parte de la descripción clínica ha cambiado, algunos de los
síntomas centrales se mantienen y se resisten a ser fácilmente
clasificados. Aunque las definiciones del trastorno que proponen la
APA y la OMS son las más estandarizadas y aceptadas, numerosos
autores consideran que se quedan cortas a la hora de explicar la
complejidad de los fenómenos conversivos (Derouesné, 1996). En
las nosologías y las teorías sobre el origen de los trastornos
mentales, pocos cuadros han conseguido moverse en la misma
medida por las fronteras de nuestros vanos intentos de clasificar la
mente humana. Desde varias de estas lindes entre categorías toca
preguntarse: ¿están los trastornos conversivos de uno u otro lado?
Estos serían los principales dilemas:

¿ES EL TRASTORNO CONVERSIVO UN PROBLEMA DE LA MENTE O DEL


CEREBRO?

Los síntomas del TC son somáticos, pero no de cualquier órgano o


sistema del organismo. Precisamente lo que los define es que se
trata de síntomas emparentados con los síntomas neurológicos, por
ello ha habido contribuciones tanto desde la neurología como de la
psiquiatría, que hasta hace bien poco eran una misma especialidad.
Mientras que la neurología se ha ocupado de la conversión como
parte del árbol de diagnóstico diferencial de las patologías
neurológicas (Adams y Victor, 2014), la tradición psiquiátrica ha
buscado profundizar en los mecanismos psicológicos que
desencadenan y mantienen el síntoma. Sin embargo, la dicotomía
mente-cerebro ha sido muy cuestionada desde el punto de vista
teórico (Damasio, 2018): la mente no existiría sin el sustrato físico
sobre el que se asienta, y los mecanismos mentales están
intrínsecamente enlazados con los fenómenos del sistema nervioso.
Los recientes avances en neuroimagen funcional están además
aportando numerosas pruebas sobre la confluencia de las
perspectivas neurológica y psicológica. Para profundizar sobre los
aportes de la neurobiología en la comprensión del TC, dedicaremos
un capítulo específico que resumirá los hallazgos principales
poniéndolos en relación con las perspectivas que poco a poco
iremos desarrollando a lo largo del texto.

¿TIENE MÁS QUE VER EL TRASTORNO CONVERSIVO CON LO SOMATOMORFO O


CON LO DISOCIATIVO?

Ya hemos anticipado algo en relación con la controversia sobre si la


conversión es únicamente un tipo de somatización (como propone la
clasificación americana) o es más bien la manifestación
somatomorfa de la disociación (como propone la tradición europea).
Lo cierto es que los síntomas conversivos coexisten con frecuencia
con otras manifestaciones sintomáticas de tipo somático, sin
correlato orgánico evidenciable con los instrumentos de los que
disponemos, y que afectan a otros órganos y sistemas: digestivo,
urinario, respiratorio, metabólico... También es cierto que la
frecuencia con la que en los TC se presentan síntomas de
disociación psicomorfa —como amnesias, despersonalización,
desrealización, síntomas egodistónicos, alucinaciones auditivas, etc.
— es más alta que en otras patologías.

¿EL MECANISMO SUBYACENTE TIENE QUE VER CON LA DISOCIACIÓN O CON LA


DESREGULACIÓN EMOCIONAL?

Enlazando con lo anterior, se ha planteado lo conversivo como un


tipo de disociación. Incluso aquellos cuadros que no tienen síntomas
de disociación psicomorfa asociados se explicarían a través de los
mecanismos disociativos. Otra propuesta sería relacionar el
desarrollo de estos síntomas más con sistemas disfuncionales de
regulación emocional, que también estarían presentes en los
trastornos disociativos sin clínica conversiva, así como en los
cuadros somatomorfos puros. Lo que llevaría al paciente al
predominio de unos u otros síntomas sería el tipo de disociación, en
la primera hipótesis, o el tipo de desregulación, en la segunda.

¿EL ORIGEN ES CONSTITUCIONAL O AMBIENTAL?

La tradición psicodinámica, que como hemos visto fue la primera en


ocuparse de modo particular de lo conversivo y teorizar sobre ello,
ha tendido a comprender la conversión como una defensa
psicológica manifestada a través del cuerpo. La expresión corporal
de conflictos intrapsíquicos estaría en el centro de la patogenia de
este trastorno, y sacar a la luz dichos conflictos y comprender su
origen biográfico ayudaría a paliar los síntomas. El papel que se da
a la ocurrencia de eventos traumáticos en la génesis del trastorno es
variable entre los distintos autores. Más adelante, de la mano de las
teorías modernas del trauma y la disociación, se ha planteado que
los trastornos disociativos en general y el trastorno conversivo en
particular podrían entenderse como diferentes manifestaciones de
una respuesta al trauma, modulada por factores atencionales,
anímicos, volitivos y, sobre todo, emocionales.
Más que tratar de responder a estas preguntas, nuestra opción
es poner la propia pregunta en cuestión. Se trata realmente de
dilemas: falsas elecciones entre opuestos, que por otro lado son
dicotomías que hemos creado de manera artificial tratando de
entender la complejidad: mente-cerebro, cuerpo-mente,
temperamento-ambiente. Incluso la disquisición entre el peso de la
disociación y de la regulación emocional no deja de ser también
artificiosa. El concepto de disociación es difícil de definir, pero tiene
que ver con los procesos de conciencia, con la identidad y la imagen
de uno mismo y de los procesos internos. La regulación emocional
es un conjunto de fenómenos en los que también tiene mucho que
ver la conciencia emocional y lo que podríamos llamar
metaemoción. En todos estos casos, la solución del dilema es
comprender lo erróneo del planteamiento.
Los trastornos conversivos nos ponen de manifiesto de un
modo innegable que estos planteamientos dicotómicos, cuando se
convierten en un debate polarizado, generan en sí mismos
disfunciones. Una de ellas es la dificultad del sistema asistencial
para dar una respuesta adecuada a estas patologías. Frente a
cuadros que no encajan en ninguno de nuestros esquemas,
podemos atrincherarnos en ellos o abrirnos a perspectivas más
integradoras. Esto último es la propuesta central de este libro.
De modo que analizaremos cada una de estas polaridades
como áreas que contribuyen a la comprensión de los trastornos
conversivos. El cerebro y los procesos que dan lugar a la mente y al
sentido de uno mismo; la mente y el cuerpo; los factores
ambientales adversos y traumáticos y la gestión del individuo y su
núcleo de relación, así como también la regulación emocional y los
procesos de conciencia e identidad, son todos ellos factores que
contribuyen a la génesis y el mantenimiento de este tipo de
sintomatología. Recorreremos estas áreas en los siguientes
capítulos, y de cada una de ellas rescataremos los elementos que
más nos interesan para entender y abordar estos cuadros. En cada
caso, cada una de estas áreas puede tener mayor o menor
protagonismo.
SECCIÓN 2

TRAUMA, APEGO Y DISOCIACIÓN, Y SU


RELACIÓN CON EL TRASTORNO CONVERSIVO
TRAUMA, APEGO Y DISOCIACIÓN [...]
CAPÍTULO 4

DE HISTÉRICAS, HÉROES Y PREJUICIOS

Hubo un punto de inflexión en los estudios del trauma en el siglo XX


que tuvo mucho que ver con las grandes guerras, pero también con
los cambios sociales que ocurrieron en esta época. El concepto de
histeria se había ligado desde la antigua Grecia a lo femenino. De
hecho, como explicábamos en capítulos anteriores, el término
«histeria» venía precisamente de la idea de un útero migrante que
se iba posando sobre otros órganos corporales y producía así
síntomas en diversos niveles, hipótesis que a día de hoy veríamos
claramente absurda. Sobre la base de esta concepción se
recomendaba en la Antigüedad el uso de ungüentos y mezclas
especialmente desagradables, que se aplicarían en las zonas
afectadas, de tal modo que el útero retomara su lugar en vista de lo
molesto y repugnante de la sustancia aplicada. Del mismo modo se
recomendaba la inhalación de olores muy desagradables que
llevaran a que el útero se fuera del lugar afectado. Estos
tratamientos no están tan alejados de nuestros tiempos, pues aún
los encontramos en la farmacología de comienzos del siglo XX
(Marchant, 2000; Veith, 1973). Hoy en día, esta asociación entre la
histeria y lo femenino sigue en cierto modo vigente, como si estas
ideas antiguas pervivieran de forma subliminal. Podríamos pensar
que subyace además en estos planteamientos terapéuticos un cierto
tono aversivo, casi diríamos que punitivo que, como hemos
comentado anteriormente, todavía sigue presentando cierta
resonancia en la posición de los profesionales ante los pacientes
conversivos, sin que sea explícito en la mente de los terapeutas ni
en los textos sobre estos cuadros.
Theodore Millon (2006), reputado estudioso de la personalidad,
respondía en su libro Trastornos de la personalidad en la vida
moderna a la pregunta de «¿por qué no un pene viajero?». El autor
reflexionaba diciendo: «Los hombres no pueden comprender por
qué no entienden a las mujeres. En vez de seguir intentándolo, han
creado síndromes diagnósticos que contienen aspectos de la
conducta femenina que para ellos son especialmente sorprendentes
(...) la histeria recogía la creencia masculina de que todas las
mujeres están locas o, por lo menos, que constituyen casos
subclínicos que con facilidad se exacerban con algún comentario o
mirada no intencionada (...)». Alude también el autor al peso de la
religión en Occidente a la hora de menoscabar la valía de la mujer y
culparla de todos los males: «¿Cómo podían producirse estas
catástrofes (referido a la peste) si Dios era justo y amoroso? Una
vez más, las mujeres tenían la culpa. Todas las que vivían al margen
de las normas sociales se convertían de inmediato en cabezas de
turco, y se las catalogó en algunas épocas como brujas
confabuladas con el diablo (...) Resulta curioso que la historia no
recoja en ningún momento la existencia de un pene viajero y
aberrante que pudiera desprenderse, alojarse en el cerebro y
distorsionar la percepción para explicar de este modo la conducta
antisocial entre los hombres».
Siguiendo con la argumentación de Millon sobre la influencia,
no solo de la mentalidad masculina respecto a la mujer, sino de la
religión predominante en la cultura occidental, la asociación de la
histeria con la sexualidad, y en particular con la sexualidad
femenina, podría tener relación con esta hostilidad de fondo hacia la
histeria y las pacientes que la sufren. La sexualidad ha sido
censurada en muchas culturas y religiones, y esto ha sido más
marcado hacia el género femenino. En esta concepción sexualizada
de la psicopatología, Freud se adscribió inicialmente a una hipótesis
traumatogénica en la que consideraba que las pacientes histéricas
habrían sido víctimas de diversas experiencias traumáticas
relacionadas con la sexualidad en la infancia (especialmente
violencia sexual intrafamiliar), situación en la que la mujer adquiría
una posición de víctima. En una segunda etapa, Freud retira la culpa
del padre supuestamente abusador y apunta a la mujer y a su
fantasía edípica, a sus deseos sexuales hacia el padre como
germen de la patología histérica. Esta idea llevó a muchos clínicos a
tergiversar tal propuesta de Freud, generando una visión en la que
se muestra a la niña solo desde un punto de vista sexual y se la
sitúa en posición de culpable a través de su deseo, siendo acusada
de provocarlo y a la vez frustrarlo (sin profundizar en cuál es la
dinámica previa que lleva a este tipo de conductas). Si quitamos el
énfasis sexual en la cuestión y entendemos el deseo de forma más
amplia, sí resulta interesante ver cuál es la relación de las personas
con personalidad histérica con su propio deseo y con la
insatisfacción del mismo. En este campo, el psicoanálisis aporta
interesantes reflexiones sobre cómo las personalidades de
estructura histérica tienden a tener una relación con su deseo
basada en la insatisfacción.
Otro mito que hay que desmontar tiene que ver con la
erotización del trastorno. Lo histérico se ha asociado con frecuencia
a una alta erotización y una pulsión sexual excesiva. Sin embargo, si
revisamos la literatura al respecto vemos por ejemplo que las
mujeres diagnosticadas de trastorno histriónico de la personalidad
tienden a presentar actitudes erotofóbicas, una autoestima más
baja, mayor insatisfacción conyugal, más preocupación por los
pensamientos de contenido sexual, menor deseo y mayor
aburrimiento sexual. Además, el comportamiento sexual decidido y
la seducción en las mujeres histriónicas era significativamente
menor que el de una muestra de mujeres no diagnosticadas con
este trastorno de la personalidad en un estudio llevado a cabo por
Apr y Hurlbert (1994). El uso constante de esta nomenclatura
sexualizada puede llevar a confusión y ser germen de prejuicios. Un
ejemplo es esta frase de Nasio sobre los mecanismos conversivos:
«El sufrimiento del síntoma de conversión es el equivalente de una
satisfacción masturbatoria. El tercer desenlace de la lucha con la
represión, el que aquí nos interesa, consiste en la transformación de
la carga sexual excesiva en influjo nervioso igualmente excesivo
que, actuando como excitante o como inhibidor, provoca un
sufrimiento somático» (Nasio, 1990). Asimilar la función del síntoma
(todos los síntomas en psiquiatría, conversivos o no, traen consigo
una función, una compensación) con la vivencia de una satisfacción
masturbatoria parece cuanto menos exagerado y, a nuestro
entender, poco aporta a la hora de empatizar y entender a las
personas. Por otra parte, a nadie se le ocurriría decir que un
síntoma conversivo presente en un soldado es comparable a un
orgasmo. Algunos de los prejuicios que se han generado al
interpretar este tipo de conceptos psicoanalíticos tienen que ver con
la equivocación de confundir la energía vital, el impulso, o cualquier
otra manifestación excitatoria con la energía sexual, lo cual puede
hacer creer que todo influjo energético excitatorio parte de la
sexualidad y la patología conversiva pasa a ser entendida como
algo sexualizado. El uso de términos como libido o pulsión sexual no
ayuda mucho a toda esta confusión.
Esta sexualización no es el único perjuicio que surge en torno a
la histeria y a la conversión. Si nos remontamos más en el tiempo
podemos leer algunas descripciones clásicas de estos pacientes,
cargadas de juicios morales y teñidas de una visión muy negativa de
lo femenino. Por ejemplo, Bernheim escribía respecto a las
pacientes conversivas afirmando que tenían una «anomalía de los
instintos, sobre todo sexuales, inclinación a la mentira o mitomanía,
inestabilidad mental, tendencia a soñar, extrema variación de los
sentimientos, actos incoherentes». También Dubois describiría estos
casos como afectados de una especie de infantilismo mental,
mientras que Falret hablaría directamente de una mera
intensificación de la «mentalidad femenina» (Álvarez et al., 2010).
Es posible que se hayan confundido rasgos propios de lo que
se denominaron personalidades histéricas en el pasado (como la
extraversión, la tendencia a la expresión de los afectos, la
creatividad, la emocionalidad aumentada, la amabilidad, el interés
por agradar y tener la mirada del otro, la comunicación interpersonal
indirecta, la relación con el deseo a través de la insatisfacción, etc.)
con la seducción sexual. También es posible que todo esto
obedezca a la perspectiva de los terapeutas (hasta no hace mucho,
predominantemente varones) sobre lo femenino, influido en gran
medida por la visión social de la mujer. De tal forma, se asoció lo
histérico tanto con algo malo que porta la mujer como con algo que
no alcanza a ser comprendido por el hombre. Por fortuna, estamos
asistiendo a un proceso de cambio en esta área, no exento de una
intensa controversia.
Por otro lado, con la visión sobre la sexualidad de las pacientes
histéricas que ponía el foco en la seducción del padre se dejaron de
lado las hipótesis traumatogénicas y, por tanto, se olvidó que
efectivamente, sí se ha demostrado que el abuso tanto físico como
sexual es frecuente en las pacientes conversivas. Vayamos a los
datos. Se ha encontrado abuso sexual o físico en un 44 % de los
pacientes con TC (Roelofs et al., 2005b) y se asocia con mayor nivel
y gravedad de los síntomas en las pseudocrisis (Selkirk et al., 2008).
Además, se sabe que los niños que sufren abusos sexuales
presentan con frecuencia conductas sexualizadas y cuando estas
situaciones no son detectadas (lo que ocurre en la mayoría de los
casos) la sexualización en las relaciones puede persistir hasta la
edad adulta. En realidad, la relación con la sexualidad está
profundamente alterada en los casos de abuso sexual, no solo a
través del sexo, sino a través de un daño más profundo en el
sistema de apego. De tal forma se alteran la regulación emocional,
la forma de vincularse y todo el desarrollo de la personalidad. Si
nuestro mapa es histeria = seducción sexual = manipulación quizá
reaccionemos desde el rechazo, en lugar de entender la
complejidad del problema que tenemos delante.
Los datos tampoco avalan que este trastorno no se presente en
varones, aunque en la cultura occidental la educación emocional del
varón le lleva a no mostrar emociones y esto puede promover que
unas estructuras de personalidad sean más frecuentes en hombres
y otras en mujeres, así como que las manifestaciones clínicas
muestren cierto dimorfismo entre géneros. De hecho, algunos
estudios sugieren un sesgo de género para el diagnóstico de
personalidad histriónica, mostrando que rasgos similares serían
etiquetados en el varón como personalidad antisocial, y en la mujer
como personalidad histriónica (Warner, 1978; Ford y Widiger, 1989).
Por ejemplo, si un hombre tiene la capacidad de movilizar la
atención de una mujer y de ponerla a su favor haciendo que esta
olvide sus propias necesidades, seguramente se le considere un
narcisista patológico o incluso un antisocial. Sin embargo, una
conducta similar en una mujer será catalogada de histriónica.
Algunas perspectivas aparentemente clínicas están plagadas de
sesgos que no nos paramos a analizar, como en este ejemplo real:
una paciente mujer fue atendida en el Servicio de Urgencias y el
psiquiatra a cargo de la intervención sacó su conclusión en el primer
minuto, antes de entrevistar a la paciente, explicándole al residente
que se trataba da una paciente histriónica. Su argumentación fue:
«¿No ves que tiene el pelo verde?», como único dato de la
exploración psicopatológica. En un trastorno como el conversivo,
carente de una conceptualización en positivo (se define sobre la
base de la ausencia de causa orgánica) y de un abordaje definido, la
influencia de estereotipos y prejuicios parece ser más potente.
Y llegados a este punto nos preguntamos: ¿responden nuestras
concepciones actuales sobre el trastorno histriónico de personalidad
y el trastorno conversivo a estas tradiciones psiquiátricas antiguas o
a los datos objetivos que aporta la investigación? Clásicamente se
ha considerado que las personalidades histéricas tendrían unas
formas concretas de enfermar, derivando predominantemente a
trastornos somatomorfos, disociativos, de ansiedad y del estado de
ánimo, así como ciertos trastornos alimentarios y por abuso de
sustancias (Millon, 2006). Sin embargo, ya en el siglo XIX en el
sanatorio francés de la Salpêtrière se cuestionaba la idea de que los
sujetos histéricos (psicopatía histérica, como se denominaba
entonces) enfermasen solo a través de un tipo de síntomas
concretos, considerándose que de aparecer trastornos mentales
sobre una estructura de base histérica, estos podrían ser de diversa
índole (Álvarez et al., 2010).
Como comentábamos antes, los datos empíricos no confirman
esta relación que curiosamente damos por supuesta. Aunque
existen pocos estudios y con cohortes bien pequeñas, en general se
han descrito rasgos disfuncionales de personalidad en los pacientes
con TC con una alta frecuencia. Sin embargo, estos no coinciden
con los perfiles descritos para la histeria o en lo posteriormente
definido como personalidad histriónica, ni tampoco con el trastorno
límite de personalidad. Encontraremos en cuanto a rasgos de
personalidad, alta frecuencia de rasgos límites, elevada demanda
interpersonal, mayores grados de neuroticismo y perfeccionismo
(Ekanayake et al., 2017; Pastore et al., 2018). Si vamos a la clínica
veremos efectivamente pacientes conversivos con rasgos de
personalidad límite o histriónico, pero también muchos otros de perfil
anancástico, más tendentes a la alexitimia y a la supresión y el
control como estilos de regulación emocional predominantes. De
hecho, un estudio ha relacionado los mayores grados de
neuroticismo con peor evolución de los síntomas motores
conversivos mientras que rasgos de carácter como la extraversión
serían precisamente factores relacionados con la resiliencia
(Jalilianhasanpour et al., 2018).
Sin embargo, en las historias clínicas no está ausente un sesgo
que tiende a poner en énfasis un posible componente manipulativo y
de exageración en la presentación sintomática. Es posible, dada la
contradicción entre los datos y las valoraciones, que el mapa que
existe de manera subliminal en la mente de los profesionales esté
definiendo un territorio pese a que este no se ajusta más que en
pequeños puntos. Este mapa se derivaría de una herencia
conceptual no explícita en la que «histeria», «histrionismo»,
«fantasía», «hipersexualidad femenina» y «sugestionabilidad» son
los términos que marcan lo que vemos, en ausencia de una
definición positiva de lo conversivo basada en datos empíricos y en
una observación sistemática de la psicodinámica que subyace. No
creemos que en esto haya ningún intento de los terapeutas de dañar
a sus pacientes, pero sí nos parece que hay una urgente necesidad
de describir estos cuadros desde los hallazgos de las últimas
décadas. Es importante desvincular nuestras concepciones de ideas
ancestrales del trastorno que en poco se corresponden con lo que la
investigación reciente ha ido mostrando sobre esta patología. Es
cierto que los estudios no son tan numerosos como en otros
cuadros, y también que los planteamientos teóricos más útiles han
llegado desde el campo del psicoanálisis. Si el terapeuta desconoce
o no comparte este encuadre, es fácil que las concepciones que
tenga se construyan de retazos leídos aquí y allá, difíciles de
integrar, y es probable que vengan más de los textos antiguos que
de desarrollos recientes. Esta es una de las principales
motivaciones que nos ha llevado a escribir este libro.
En el siglo XX, los acontecimientos históricos dieron un vuelco
radical a las concepciones sobre la conversión. La idea anterior que
asociaba la histeria y las personalidades histriónicas a la mujer, la
emocionalidad excesiva, la teatralidad y la seducción sexual
(entendida más como manipulación que como posible consecuencia
de una traumatización en la esfera sexual) se vino abajo cuando
estos trastornos empezaron a presentarse de modo casi epidémico
en los soldados que venían del frente durante las grandes guerras
mundiales. Dado que hablar de úteros migrantes ya no procedía, se
acuñó el término de «neurosis de guerra». Existen descripciones
históricas muy antiguas en torno a las crisis nerviosas sufridas por
los soldados tras volver del frente (Crocq y Crocq, 2000). Ya en el
Deuteronomio (20:1-9) se alertaba a los líderes militares de tener
cuidado respecto de los soldados en este sentido. En el relato épico
de Gilgamesh, el propio Gilgamesh manifestaba síntomas de duelo
y otros de carácter postraumático tras su paso por la batalla y haber
perdido a su amigo Enkidu. En las antiguas Grecia y Roma clásicas
también se han recogido varias descripciones de quiebra psicológica
tras vivir una guerra. Y así, podríamos continuar con descripciones
de síntomas postraumáticos a lo largo de los siglos. El concepto fue
retomado con fuerza tras las guerras napoleónicas y la Revolución
Francesa, definiéndose un síndrome conocido como «vent du
boulet» (viento de la bala): un estado de terror que sufrían los
soldados en relación con el paso del «aire de una bala de cañón».
Posteriormente, figuras como Pinel, Hermann Oppenheim, Jean
Crocq, Charcot, Sigmund Freud y Pierre Janet irían recogiendo
series de casos más numerosas y definiendo de forma más fina sus
características clínicas. Para una revisión histórica más exhaustiva
recomendamos la lectura del artículo de Crocq sobre la neurosis de
guerra y su evolución (Crocq y Crocq, 2000).
Sería el médico alemán Honigman el primero en acuñar el
término de «neurosis de guerra» (Kriegsneurose) en 1907 para
aquel síndrome que previamente se había denominado «histeria de
combate» o «neurastenia de combate». Aunque este concepto
discurrió «disociado» del de la histeria, dado que las hipótesis
etiológicas de la segunda no encajaban aquí, el prejuicio hacia el
trastorno también afectó a los soldados, poniéndose muchas veces
en duda la realidad de su sintomatología. El propio Kraepelin (en el
contexto de la primera guerra mundial) abordaba la cuestión
refiriendo que habría tres posibles explicaciones a los síntomas: (1)
que se tratase de síntomas fingidos para evitar el frente y volver a
casa, (2) que fuesen síntomas motivados por traumas previos,
propios de la infancia, en algunos soldados y (3) que se tratase
realmente de una patología relacionada con la propia exposición al
trauma durante la guerra. No fue hasta los años que siguieron a la
segunda guerra mundial cuando se daría entidad clínica a los
problemas sufridos por los veteranos víctimas de neurosis de
guerra, avalado por los estudios de Menninger en Psychiatry in a
Troubled World (1948) y otros posteriores. Es cierto, como decía ya
Kraepelin, que la historia de la infancia, así como la presencia de
traumas previos, es un factor que puede influir en el desarrollo
posterior del trastorno a raíz de un desencadenante. Tampoco
podemos negar que la simulación existe, pero no se ha evidenciado
que sea más frecuente en el trastorno conversivo, o en los
trastornos disociativos en general, que en cualquier otra patología.
Sin embargo, los cuadros conversivos y disociativos siempre han
sido diagnosticados bajo sospecha, más allá de lo que los datos
empíricos justifican.
Las guerras del último siglo contribuyeron a la reemergencia de
las teorías de trauma y a la definición del trastorno por estrés
postraumático, que acabó englobando la mayor parte de las
patologías derivadas de conflictos bélicos. Aquí el trauma era tan
innegable y los síntomas tenían una relación cronológica tan directa
con este que no había mucho lugar para teorías que ignoraran este
factor. Sin embargo, es importante tener en cuenta que muchos de
los síntomas presentados por los soldados tenían características
conversivas. De modo que tendría sentido pensar que cuando estos
síntomas se presentan en mujeres, el origen traumático habría de
ser también una de las primeras hipótesis que tomar en
consideración, ¿no? Como decíamos antes, en el caso de las
mujeres un evento traumático frecuente es la violencia sexual. Una
de cada cinco mujeres ha sufrido algún tipo de abuso sexual a lo
largo de su vida; los varones no están libres de estos eventos, pero
la frecuencia es menor. Según los datos, una niña tiene de dos a
tres veces más probabilidades de sufrir un abuso en la infancia o
adolescencia que un niño (Barth et al., 2013; Finkelhor et al., 2014).
Teniendo en cuenta estos datos, parte de las diferencias de género
en la aparición del TC puede tener que ver con la presencia de una
mayor exposición a abuso sexual en mujeres que en hombres. Se
han confirmado altas tasas de abuso sexual en la infancia en
pacientes conversivas, disociativas, con trastornos somatomorfos,
etc., es decir, en todo el espectro previamente denominado
«histérico». Y múltiples autores han considerado que el trauma sería
un factor clave en la etipatogenia de estos trastornos, que formarían
un espectro en el que se engloban diferentes formas de responder
al trauma (Van der Kolk et al., 1996). Es cierto que la exposición
traumática no tiene una relación unicausal con la conversión, sino
que es un factor transdiagnóstico, contribuyendo en mayor o menor
medida al desarrollo de todas las patologías mentales. Sin embargo,
un grupo de trastornos como por ejemplo el TEPT, el trastorno de
personalidad límite o los cuadros disociativos psicomorfos o
somatomorfos, tienen una asociación más fuerte con los
antecedentes traumáticos. Los dos últimos se asociarían al
concepto de trauma complejo, más relacionado con trauma
temprano, grave, crónico e interpersonal. También es cierto que el
trauma no explica como factor causal único la aparición de los
síntomas conversivos. Experiencias traumáticas similares pueden
asimilarse de modo más adaptativo y resiliente, dar lugar a otras
patologías o generar en particular sintomatología conversiva. Aquí
es donde entraría en juego otra de las áreas sobre las que nos
centraremos en este libro: la regulación emocional. Sería la
desregulación emocional que precede, acompaña y sucede a las
experiencias adversas la que obraría como un mediador entre el
trauma y el síntoma conversivo (Briere, 2006a; Briere y Hodges,
2010). Sin embargo, estas conexiones hacen innegable que el
trauma es uno de los factores principales que hemos de considerar
en la comprensión del trastorno conversivo.
En definitiva, esta no es una historia de histéricas, héroes o
mentirosos. Es la historia de personas cuyos síntomas, por motivos
muy diversos, se expresan a través del cuerpo, presentándonos un
enigma que hay que descifrar. De tal forma, conviene recoger en
positivo todo el conocimiento sobre la psicodinámica de estos
cuadros que se generó a través de los estudios de la histeria
principalmente entre finales del siglo XIX y la primera mitad del siglo
XX. Pero quizá nos toque resignificar esta palabra, despojarla de
prejuicios relacionados con el género y volver a construirla o, ¿por
qué no?, encontrar otra mejor, que describa la realidad que poco a
poco intentamos dibujar a lo largo de este libro.
CAPÍTULO 5

EL CUERPO QUE EXPRESA EL TRAUMA

Muchos autores han llamado la atención sobre la alta comorbilidad


entre un grupo de trastornos que tendrían en común el hecho de
estar relacionados con experiencias estresantes y traumáticas. Se
trata de un grupo de trastornos que muchas veces se presentan de
forma simultánea en la misma persona o bien que aparecen en
distintos momentos de su evolución. Por ejemplo, no es raro ver un
paciente que empieza presentando síntomas conversivos y años
más tarde sufre síntomas disociativos o somatomorfos. Algunos
autores han propuesto, por tanto, la existencia de una etiología
común para los trastornos disociativos, los trastornos conversivos y
los trastornos somatomorfos que tendría que ver con la presencia de
experiencias traumáticas en general y especialmente en relación
con los abusos sexuales y el trauma interpersonal en la infancia
(Spence et al., 1985; Van der Kolk et al., 1996). Esta perspectiva ha
sido apoyada por múltiples estudios epidemiológicos que han
descrito altas tasas de comorbilidad dentro de este grupo de
trastornos (Bowman, 2006; Espirito-Santo y Pio-Abreu, 2009;
Kundakç y Emre, 2004; Sar et al., 2004; Sar, Islam, et al., 2009;
Spitzer et al., 1994; Spitzer et al., 1999; Yayla et al., 2015) y algunos
autores han considerado que estas comorbilidades se debían
precisamente a la existencia de una etiopatogenia común, es decir,
los trastornos aparecen en las mismas personas porque sus causas
son comunes. Ante la presencia de estrés y trauma, la persona
podría responder de maneras diferentes, apareciendo en algunos
casos síntomas conversivos, en otros disociativos, en otros
somatomorfos (o bien una mezcla de varios) o condicionando la
aparición de trastornos de la personalidad. En este sentido, algunos
autores han propuesto que el trastorno por estrés postraumático, el
trastorno límite de la personalidad, los trastornos conversivos, los
trastornos disociativos y los trastornos somatomorfos sean incluidos
dentro de un espectro común relacionado con las dificultades de
adaptación al trauma (Van del Hart, Nijenjuis, Steele, 2006); (Van
Dijke et al., 2010). Si bien es cierto que esta propuesta ha sido
criticada a su vez por otro grupo de autores, que consideran que las
altas tasas de comorbilidad no justifican la consideración de un
grupo de trastornos en común y entendiendo que la presencia de
disociación en todos ellos podría estar generando confusión a la
hora de establecer las correlaciones entre ellos (Sar et al., 2004); o
que incluso la disociación presente en todos estos trastornos podría
considerarse como sintomatología acompañante (Reuber et al.,
2003). De tal forma, el debate sigue inconcluso y abierto a nuevos
modelos que puedan explicar de forma más clara las relaciones
entre todo este grupo de trastornos, entre los cuales sí resulta
innegable que existe una relación.
Eugenia tiene veintiún años y está diagnosticada de trastorno
límite de la personalidad (en la actualidad los síntomas más notorios
son la alta frecuencia de autolesiones, las crisis de ira en las que
rompe objetos y que se desencadenan ante vivencias de rechazo o
abandono, y la inestabilidad emocional). Desde los diecisiete años
ha sido atendida en varios dispositivos de salud mental y se le ha
puesto tratamiento con un antidepresivo y un ansiolítico a dosis
bajas. Nunca se había evaluado con ella la presencia de
sintomatología ni disociativa ni conversiva.
A las pocas sesiones de atenderla en consulta ambulatoria, la
paciente se queja de que tiene molestias al orinar desde hace unos
dos años que han sido estudiadas por su médico sin encontrar
causa que lo explique. Este dato hace que decidamos profundizar
en dos cuestiones: la sintomatología conversiva y la exploración de
su vida afectivo-sexual (los síntomas del aparato urinario y genital
pueden surgir en relación con la presencia de trauma a este nivel).
Utilizamos la escala SDQ-20 para el despistaje de sintomatología
conversiva y la escala DES para estudiar disociación psicomorfa. No
nos interesaba solo la puntuación obtenida, sino que los ítems de
ambas escalas nos permitían hablar con la paciente sobre los
síntomas conversivos y disociativos, ir preguntándole desde cuándo
los presentaba, dialogar con ella sobre qué explicación le daba ella
a su aparición, etc. Así, en varias sesiones fuimos completando su
historia y observamos que tenía claros síntomas disociativos que
hasta aquel entonces habían pasado desapercibidos (especialmente
desconexión y confusión de identidad). También presentaba
síntomas de tipo somático, como dolor con las relaciones sexuales,
disminución de las sensaciones olfativas y sensación de
entumecimiento corporal. Ante la sospecha de la existencia de
trauma por abuso sexual, lo preguntamos directamente, de manera
cuidadosa y tras varias sesiones en las que ya habíamos
establecido un buen vínculo. De esta manera pudimos descubrir que
había sido abusada por su tío dos años atrás (más o menos cuando
había aparecido el síntoma de dolor con la micción). En este caso,
el síntoma nos puso en la sospecha de la posible existencia de
vivencias traumáticas que atañían a ese segmento corporal y nos
permitió orientar durante un tiempo la terapia con el fin de trabajar
sobre dicho evento. Los síntomas de autolesiones y la ira
disminuyeron claramente. Persistía, sin embargo, inestabilidad
emocional y una forma de vinculación ambivalente que nos hizo
pensar que tendríamos que continuar el trabajo centrándonos en las
experiencias infantiles (especialmente en torno al apego).
En cuanto a la relación de estos trastornos con el trauma, hay
abundante literatura que explora este tema y encuentra mayores
tasas de acontecimientos vitales traumáticos en estos pacientes en
comparación con la población general (Diseth y Christie, 2005;
Ozcetin et al., 2009). Tras estudiar un grupo de más de quinientas
personas expuestas a acontecimientos vitales traumáticos, Van der
Kolk encontró que el trauma, la desregulación emocional, la
somatización y el trastorno por estrés postraumático estaban
altamente relacionados (Van der Kolk et al., 1996). El autor
postulaba que dichas manifestaciones clínicas formaban un
espectro de reacciones de adaptación al trauma. Por su parte, Bière
et al. (2006b) describieron tasas bajas de experiencias disociativas
en la población normal expuesta a acontecimientos traumáticos (un
8 % frente a un 2 % en población sin exposición a trauma). Sin
embargo, el 90 % de las personas que presentaban clínica
disociativa sí tenían una historia previa de exposición traumática, es
decir, el trauma no lleva inequívocamente a la persona a presentar
una respuesta disociativa, pero cuando esta se da, casi siempre hay
una historia traumática detrás. Según el autor, la sintomatología
postraumática y la desregulación emocional eran los dos factores
que mejor predecían la aparición de clínica disociativa, por lo que
concluyó que el trauma es una condición importante pero no
suficiente para condicionar la aparición de clínica disociativa. Aquí
es donde entrarían en juego los mecanismos de (des)regulación
emocional que abordaremos a posteriori.
En lo que concierne a los trastornos conversivos, una
investigación centrada en síntomas motores encontró que hasta un
71 % de los pacientes presentaban más síntomas que aquel por el
cual estaban siendo estudiados (tenían otros síntomas tanto
conversivos como disociativos, que no eran el motivo inicial de
presentación clínica), en un 60 % existía un evento estresor
precipitante de la sintomatología y hasta en un 50 % de los casos se
cumplían criterios diagnósticos para otros trastornos psiquiátricos
(Factor et al., 1995). Destacar que en un estudio de casos y
controles realizado por nuestro grupo, en nuestra cohorte de
pacientes conversivos solo el 21 % habían presentado un único
síntoma conversivo mientras que un 53 % habían presentado dos o
tres síntomas conversivos diferentes a lo largo de su biografía y un
26 % habían presentado más de tres (Del Río Casanova et al.,
2018). Esto nos hace pensar que en muchos de los casos en los
que no se encuentra otra sintomatología conversiva o disociativa
que aquella que motiva la consulta en un paciente con TC, quizá es
que no se haya explorado en profundidad. Debido a lo evidente del
síntoma, no miramos más allá. Del mismo modo, a menudo no se
explora exhaustivamente la existencia de antecedentes traumáticos
en los pacientes, pues cuando se busca es muy frecuente que se
encuentren. Por ejemplo, en la revisión que realizó el grupo de
Fiszman sobre la relación entre el trauma y las pseudocrisis, los
autores encontraron tasas de trauma entre el 44-100 % y de abuso
entre el 23-77 % en los pacientes con pseudocrisis (Fiszman et al.,
2004). Por su parte, Roelofs (2005b) halló que la exposición al
trauma tenía efectos sobre la severidad de los síntomas
conversivos, y, a pesar de esta correlación, el autor hacía hincapié
en algo en lo que concordamos: la relación entre el trauma y la
conversión no es directa y no existen respuestas simplistas para
explicarla. Roelofs proponía abandonar el antiguo paradigma de la
relación unifactorial entre trauma y conversión para abrazar una
nueva teoría multifactorial, alineada con los modelos de
vulnerabilidad al estrés.
En definitiva, podemos decir que en la actualidad han aparecido
nuevos modelos que comprenden la relación entre las experiencias
traumáticas y la aparición de este tipo de trastornos de una forma
más compleja. La mayoría de estos modelos van a explicar cómo la
exposición a acontecimientos traumáticos va a modificar el mundo
emocional de la persona y cómo va a alterar la vivencia de nuevas
experiencias emocionales. Algunos autores han relacionado estas
alteraciones con la simple presencia de estrés sostenido en el
tiempo, mientras que otros han postulado teorías evolutivas y del
desarrollo más complejas al respecto. Por ejemplo, Rockstroh et al.
(2010) postularon que la exposición repetida a acontecimientos
traumáticos condicionaría que ante nuevos estímulos altamente
emocionales (especialmente negativos) la persona mostrase un
patrón de hiperactivación temprana en los circuitos frontocorticales.
Es decir, los cerebros crónicamente estresados tienden a responder
de forma más rápida ante nuevos estímulos que identifiquen como
peligrosos o asociados a emociones negativas. Esta respuesta tan
rápida no los hace más efectivos, sino que funciona como una
especie de alarma descontrolada que suena ante cualquier estímulo
(aunque este no sea verdaderamente peligroso). El sujeto
crónicamente estresado se iría convirtiendo por este mecanismo en
un perfecto detector de amenazas, pero con una sensibilidad tan
alta que reacciona ante cosas inofensivas y, lo que es peor, ante
cosas beneficiosas para él. El sistema se activa «por si acaso» sin
calibrar el nivel de peligro potencial real. Esto tiene un correlato
neurobiológico asociado que discutiremos de forma más
pormenorizada en el capítulo que estudia la neurobiología del TC.
En definitiva, la exposición al trauma y al estrés puede ser
entendida como una condición necesaria y como un factor de riesgo
para la aparición de un grupo de trastornos variados entre los que
se encuentra el TC. La disociación, la conversión, los síntomas
somatomorfos, el TEPT e incluso el TLP podrían entenderse desde
este paradigma como diferentes tipos de respuestas a una
traumatización en algunos casos aguda y en otros crónica. Serían,
por tanto, formas que el sujeto tiene de adaptarse al trauma. Sin
embargo, la relación entre el trauma y estos trastornos no es
unidireccional y hay muchos más factores implicados tal y como
iremos introduciendo.
CAPÍTULO 6

APEGO, TRAUMA Y TRASTORNO CONVERSIVO

El concepto de trauma es, como decíamos, muy amplio y está mal


definido, y algunos autores han hablado además de los
denominados traumas ocultos (Bureau et al., 2010) para definir
pequeñas experiencias cotidianas, aparentemente de poca
importancia en comparación con una agresión o una catástrofe,
«cosas que pasan» en todas las familias. Estas situaciones tienen
que ver con la falta de reconocimiento, con una respuesta
inadecuada a las emociones del otro, la manipulación o la ausencia
de apoyo en la sensible etapa de la infancia. Muchas de estas
situaciones se asocian al concepto de apego, que es la búsqueda
de protección en los cuidadores de los que dependemos cuando
somos niños y que trasladamos en la edad adulta a las personas
con las que establecemos lazos afectivos.
Las vivencias que más influyen en la estructura posterior del
carácter no tienen por qué ser eventos extremadamente atroces,
sino que en muchos casos son pequeñas disrupciones del vínculo
entre padres e hijos que se repiten a diario y van configurando el
futuro modo de relacionarse. Desde esta concepción, se entiende el
trauma como todo aquello que rompe la continuidad existencial
(Winnicott, 1975), que interrumpe el desarrollo del niño. Este, en
lugar de encontrarse con un ambiente facilitador, ve su desarrollo
entorpecido por unos patrones relacionales disfuncionales con sus
padres, que luego interioriza y hace suyos. Por lo tanto, no se trata
de identificar «la clave» como un trauma único y misterioso, sino
más bien de entender los estilos de vinculación con los cuidadores,
qué lugar ocupaba el niño en la casa y cuál era la estrategia
fundamental que adoptaba para lograr lo que todo niño necesita: ser
visto, ser querido (a través de ser fuerte, independiente, pasivo,
dulce y bueno, necesitado, problemático, etc.).
El estilo de apego saludable se ha denominado seguro o
autónomo, y se caracteriza por un vínculo sintónico, equilibrado y
coherente entre el niño y el cuidador. Si hay demasiada distancia o
excesiva preocupación, hablaremos de apego inseguro. En el
extremo de la inseguridad aparece el miedo asociado al vínculo que
se supone protector, y el apego se desorganiza. El apego seguro
será un factor de resiliencia mientras que los apegos disfuncionales
serán factores predisponentes a diversas patologías.
Dicen Bureau et al. (2010) que cuando pensamos en el trauma
infantil, es frecuente relacionarlo con el abuso físico o sexual y el
sentir que nuestra integridad física se ve amenazada pero que, sin
embargo, la experiencia de amenaza es muy diferente en la
infancia. Los niños tenderán siempre a confiar en que sus
cuidadores les protegerán y regularán sus emociones. Cuando estos
cuidadores no están disponibles para estas funciones, se generará
lo que denominan traumas ocultos, que se derivan no tanto de lo
que ocurre, sino de lo que falta.
Estas situaciones, y las interacciones entre el niño y el cuidador,
y más adelante entre la persona y aquellos con los que establece
relaciones de intimidad, han de ser entendidas desde el concepto
del apego.
La tarea fundamental durante el desarrollo temprano es la de
establecer una base segura para explorar el mundo, lo que solo
podemos hacer si tenemos figuras de apego a las que recurrir en
momentos de malestar o peligro. En esta relación con el cuidador se
establece también el sentimiento básico de confianza hacia el
mundo (Bowlby, 1988), la regulación de las emociones y los niveles
de activación (Schore, 1994) y también la capacidad de modular
impulsos (Sroufe, 1996). Además, desde la relación de apego se
desarrollarán, según Bowlby, modelos operativos internos, es decir,
se internalizarán los modos de relación con las figuras de apego.
Los niños desarrollarán ideas sobre sí mismos y sobre los demás
basándose en estos primeros modelos, configurando mapas
internos que permiten predecir cuánta disponibilidad y accesibilidad
puede esperarse del otro. Si las figuras de apego son confiables y
están accesibles emocionalmente, el niño (y futuro adulto)
desarrollará una imagen positiva de sí mismo y de las relaciones. Si
por el contrario las figuras de apego se sienten desamparadas o son
dañinas, no atienden las necesidades y no protegen, la imagen de sí
mismo se verá profundamente alterada, así como la capacidad de
confiar en los demás.
La teoría del apego es muy extensa y su descripción excede las
posibilidades de este libro. Se categoriza de modo paralelo, pero
diferente, en adultos y en niños, y por parte de distintos autores. En
este texto vamos a trabajar sobre la categorización de George,
Kaplan y Main (1984), en la que se basa el instrumento más
reconocido para evaluar el apego, la Entrevista de Apego Adulto
(Adult Attachment Inventory, AAI) (Hesse, 2008). En esta entrevista
se analiza en adultos cómo es su relación con las figuras de apego
desde la infancia. Sobre la base de estas descripciones se
clasificará el apego como:

• Autónomo (también denominado seguro): La persona valora las


relaciones y las refiere de un modo equilibrado y con matices,
comprendiendo su influencia. El relato de esta historia
relacional es coherente, tiene consistencia y no es defensivo.
• Distanciante (equivalente al apego evitativo): Tienen dificultades
para recordar, dan un relato plano de su infancia, minimizan los
aspectos negativos (mi infancia fue «normal» o «buena»), sin
ser capaces de dar detalles. Niegan el impacto de las
relaciones. El discurso es defensivo.
• Preocupado (en otras clasificaciones se denomina ansioso o
ambivalente): Preocupación continua con sus propios padres, la
preocupación de hecho se respira frecuentemente en la familia
de origen. El discurso carece de coherencia, con
representaciones ambivalentes del pasado o llenas de
resentimiento.
• Desorganizado o no resuelto: Se deriva de traumas como
pérdidas no resueltas o abuso. La figura de apego es
atemorizada o atemorizante y no puede ser sentida como
fuente de protección por el niño. El sistema de apego (orientado
precisamente a buscar seguridad, cuidado y protección) se ve
ante una paradoja biológica: la fuente de protección es a la vez
la fuente de la inseguridad o el daño.

Los estilos de apego se van a vincular estrechamente a la


regulación emocional de la que ya hemos hablado en este libro, y en
la que centraremos muchas de nuestras propuestas. También
podremos ver una relación con lo que definiremos como patrones de
autocuidado. Todo esto tiene su implicación a nivel interno pero
también configura formas de relación con los demás. Como seres
sociales que somos, buena parte de la regulación emocional se
produce en el ámbito interpersonal. De hecho, la regulación de las
emociones, aunque pueda tener componentes genéticos, se
aprende y se modula a raíz de la interacción diádica con los
cuidadores primarios (Schore, 2009). Cuando esta es disfuncional,
se presentarán problemas tanto en la autorregulación como en la
heterorregulación. Las personas que vienen de un apego
distanciante, que crecieron sin que nadie sintonizase con sus
estados emocionales, tendrán más tendencia a regularse solas, se
sentirán incómodas mostrando sus emociones y tenderán a aislarse
cuando se sientan mal. Por el contrario, los sujetos con apego
preocupado seguirán buscando de adultos al otro como regulador
principal de sus emociones, tendrán más dificultades para
autorregularse y funcionarán con gran dependencia emocional de
las personas con las que se vinculan. En el apego desorganizado,
más conectado con la disociación-compartimentalización, no
veremos una tendencia general, sino cambios marcados en la
búsqueda del otro como regulador, pudiendo oscilar entre aferrarse
al otro y reaccionar defensivamente ante la posibilidad de intimidad
con este.
Si exploramos en concreto qué dice la literatura sobre estilos de
apego y trastorno conversivo, Ayaz et al. (2012) analizan los estilos
de apego en las madres de adolescentes con trastornos
somatomorfos, y encontraron que estas madres tenían más
tendencia a ser distanciantes (en el AAI) y a ser más ansiosas. En
otro estudio (Uzun et al., 2019) se vio que los adolescentes con
pseudocrisis tenían menor confianza en el vínculo de apego con sus
padres en comparación con otro grupo de adolescentes sanos.
Williams (2019) encuentra una relación de asociación entre apego
distanciante, la presencia de alexitimia y la aparición de síntomas
conversivos de tipo motor.
Kozlowska (2007) enlaza lo que estamos diciendo sobre el
apego con los mecanismos de defensa ante el trauma. Un tipo de
respuesta defensiva ante el trauma sería una respuesta de
congelación, que puede aparecer por ejemplo en un contexto de
castigo por parte de los cuidadores. Otro tipo de respuesta de
autoprotección tendría que ver con un mecanismo de sumisión, que
se pondría en marcha ante conductas parentales impredecibles que
amenazan la salud física o emocional del niño. Estas respuestas se
asociarían a sistemas psicobiológicos distintos, y darían lugar a
distintos tipos de síntomas conversivos. Neumann (2011) describe
analizando con el AAI a quince sujetos con dolor crónico que, en
comparación con los controles sanos, describían a los padres como
menos cariñosos y más rechazadores, expresaban más rabia hacia
la madre, mostraban más signos de pérdidas y traumas no resueltos
y las entrevistas eran menos coherentes. La mayoría encajaban en
la categoría de apego no resuelto (desorganizado) y ninguno era
clasificado como de apego seguro. Waller (2004), analizando
personas con trastorno somatomorfo versus controles sanos,
encuentra que los primeros tienen mayor incidencia de apego
inseguro, y es el apego distanciante dos veces más frecuente que el
preocupado. Landa (2012), analizando los trastornos somatomorfos
desde el neurodesarrollo, propone que existe un sistema neural
compartido que subyace al dolor físico y social. Las experiencias
tempranas no óptimas interactuarían con la predisposición genética
para influir en el desarrollo de este sistema compartido y en la
capacidad para regularlo de forma eficaz. La regulación emocional
interpersonal entre el niño y el cuidador es crucial para el desarrollo
óptimo de estos circuitos cerebrales. Si no se desarrollan
adecuadamente, se producirá una hipersensibilidad al dolor tanto
físico como social, y problemas de regulación en la edad adulta.
En un interesante estudio se encontró que la historia de trauma,
un estilo de apego temeroso y la disociación somatomorfa predecían
la frecuencia de pseudocrisis, mientras que no se veía esta
influencia en un grupo de pacientes epilépticos (Lally et al., 2010).
En otro, se observó que los pacientes con síntomas conversivos
tenían más historia de trauma, más emociones negativas e
inseguridad en las relaciones (Levita et al., 2020). El trauma
interpersonal y la inseguridad relacional predecían la posibilidad de
tener síntomas conversivos con un 80 % de precisión. Otro estudio
en población adolescente con trastorno conversivo enlaza con esta
cuestión de la desconfianza en el vínculo. El grupo de pacientes
analizado por Uzun et al. (2019) no relataba dificultades en el nivel
de comunicación con sus padres, sino precisamente en la capacidad
para confiar en ellos.
En general, como vemos, no hay muchos estudios que
profundicen en los estilos de apego en los pacientes con cuadros
conversivos y somatomorfos, pero en todos los realizados este
factor relacional parece evidente, apuntando a un predominio de los
estilos distanciante o temeroso (recordemos que pertenecen a
distintas clasificaciones). Estos problemas en la relación con los
cuidadores primarios y las relaciones interpersonales van a influir en
la regulación emocional, de la que hablaremos más adelante, sobre
todo la regulación interpersonal (la tendencia a la corregulación o
dependencia del otro para regularse, o bien hacia la autosuficiencia
extrema), temas de los que hemos hablado y hablaremos a lo largo
de este libro. Por tanto, comprender los estilos de apego es
importante para entender el origen de los patrones de regulación de
cada paciente, así como su posición en las relaciones y, en
particular, en la relación terapéutica.
Otra área importante para nosotros son los patrones de
autocuidado, que enlazan de modo estrecho con los estilos de
apego y la regulación emocional. Germer (2009) definió un concepto
relacionado que denominó autocompasión, proponiendo que esto
era más relevante que la aceptación radical que se buscaba en las
prácticas de atención plena. Neff et al. (2007) definieron la
autocompasión como la aceptación y compasión hacia nosotros
mismos cuando estamos sufriendo o incluso cuando cometemos
errores. Desde la perspectiva de la regulación emocional, algunos
autores incluirán esta tendencia en lo que denominan complejidad
sana en la regulación emocional (Antonio Pascual-Leone, 2009).
Los patrones de autocuidado no saludables se derivan de
experiencias de cuidado y regulación temprana disfuncionales
(Gonzalez y Mosquera, 2012; Ryle y Kerr, 2002a). La persona
interioriza muchas veces las mismas críticas, castigos o descuido de
sus necesidades básicas que experimentaron por parte de sus
cuidadores. Sin embargo, no todo se deriva del maltrato activo. La
ausencia de cuidado emocional puede tener una influencia igual de
negativa. Sin embargo, tanto el descuido como el abuso influyen en
la propia imagen y la actitud de una persona hacia el autocuidado.
Bowlby (1969) informó que los cuidadores de niños pequeños
validan y consolidan la experiencia del niño a medida que observan
y responden a sus experiencias con aceptación y amor
incondicionales. Estas conexiones nutritivas son un elemento
esencial en el aprendizaje de las habilidades de autocuidado, del
sentimiento de confianza básica en los demás y de la valoración de
sí mismos. La ausencia de «nutrición emocional» por parte de los
cuidadores interrumpe el desarrollo saludable de varias maneras
(Panksepp, 1998). Sin estas primeras experiencias de crianza, o
cuando los niños tienen cuidadores que son descuidados o abusivos
durante las etapas clave del desarrollo, el modelo interno de
autocuidado se ve perturbado, lo que conduce a la internalización de
actitudes dañinas hacia las propias experiencias internas. Este
concepto ampliado de autocuidado también puede estar relacionado
con el modelo de trabajo interno que han propuesto los teóricos del
apego (Liotti, 2006). En resumen, nos cuidamos en buena medida
como fuimos cuidados.
La buena noticia es que como adultos tenemos la posibilidad de
aprender a cuidarnos de otro modo. Ya no se trata de culpar a la
madre o al padre por lo que faltó, sino de enseñar al adulto que él
mismo puede darse eso que necesita o buscarlo en figuras y lugares
donde pueda obtener esa nutrición emocional que necesita. Se trata
de tomar conciencia de los viejos patrones rígidos y de la parálisis
para volver al presente, donde hoy somos adultos capaces de
aprender otras formas de tratarnos. Esta cuestión es especialmente
fundamental cuando existen disfunciones en el apego. En estos
casos, trabajar en el autocuidado nos abre una vía para influir en los
modelos internos que se derivaron de las experiencias tempranas.
También estaremos modificando patrones que se pusieron en
marcha en la relación con las figuras de apego cuando
intervengamos directa o indirectamente sobre la regulación
emocional, y también sobre las relaciones interpersonales. Nos
detendremos un poco más en cada uno de estos temas a lo largo
del libro.
El modo en que conceptualizamos el autocuidado incluye tres
dimensiones. La dimensión material implica la capacidad de buscar
cosas buenas, buscar experiencias positivas y tratar de satisfacer
las propias necesidades. La dimensión interna implica la capacidad
intrapsíquica de mirarse a sí mismo de manera positiva y, al mismo
tiempo, de una manera realista. Por último, la dimensión
interpersonal está relacionada con la búsqueda de interacciones
positivas con los demás para satisfacer las necesidades
interpersonales de apoyo y cuidado. Este concepto de autocuidado
se ha operativizado en la Escala de Autocuidado (Gonzalez et al.,
2018a), que formará parte de nuestro modo de explorar y trabajar
con los pacientes. Hablaremos más de ello en capítulos posteriores.

Somos animales intentando sobrevivir: una mirada al trauma


desde la etología

Múltiples autores han observado respuestas al miedo en mamíferos


que recordaban a algunos síntomas conversivos (Moskowitz, 2004;
Nijenhuis, 2015; Van der Hart et al., 2006). Para algunos mamíferos
la capacidad de quedarse inmóviles (como congelados o en un
estado de muerte aparente) puede suponer una ventaja evolutiva
ante la presencia de un depredador. Quien haya presenciado una
parálisis conversiva, un síntoma de inmovilización o algunos tipos de
pseudocrisis verá que la manifestación externa no parece tan
diferente a algunas de esas respuestas que vemos en los
documentales de animales cuando un conejo se queda congelado,
como tieso, mientras es perseguido por un lobo. Otro ejemplo es
una grabación disponible en YouTube en la que un oso polar es
perseguido por un helicóptero (<https://www.youtube.com/watch?
v=lHVNUDPMeSY>). Tras intentar huir sin éxito (pelear era inviable,
si no fuera así, sería la primera respuesta) se sintió tan amenazado
que cayó al suelo inmóvil, en contracción generalizada de todos sus
músculos (inmovilidad tónica). Probablemente respondía basándose
en una respuesta grabada en su memoria ancestral de que el
depredador (el susodicho helicóptero) dejaría así de perseguirlo.
Solo sus patas se movían como continuando el movimiento de
correr en el que se quedó congelado. Al salir de este estado,
empezó a tener contracturas en diferentes partes de su cuerpo.
Presentaba movimientos tónico-clónicos y algunas distonías no tan
diferentes de las que describían los autores clásicos en sus
pacientes con histeria. Según Robert Scaer (2012), estas sacudidas
representaban la «descarga» de la memoria procedimental, al salir
del estado de congelación y ayudarían mediante esa descarga a la
prevención del trauma. En las crisis histéricas, por el contrario,
afirma Scaer, no se deja que el cuerpo descargue hasta el final esta
memoria, porque a los pacientes se los contiene o se contienen. Es
esta memoria que queda de algún modo almacenada
disfuncionalmente, latente, la que periódicamente emergería en
forma de crisis cuando un estímulo interno o externo volviera a
activarla.
Ya a principios del siglo XX, Kretschmer postulaba que algunos
síntomas histéricos como las parálisis de uno o varios miembros se
relacionaban con las respuestas animales de congelación
(Kretschmer, 1926). Esta concepción fue retomada a partir de los
años noventa por múltiples autores (Moskowitz, 2007; Porges, 2007;
Van der Hart et al., 2011). Introduciremos algunas perspectivas que
modelizan aquellas respuestas animales ante situaciones de peligro
y que aproximan la relación de las mismas con los síntomas
conversivos en humanos.
Lang, Davis y Ohman (2000) estudiaron los reflejos defensivos
en animales y humanos conformando un modelo que denominaron
de cascada defensiva, según el cual existirían cuatro estadíos que
se activarían ante la sensación de amenaza. El modelo fue
extendido por Shauer y Elbert (2010), quienes postularon la
existencia de seis tipos de respuesta dentro de la cascada
defensiva: congelación, lucha, huida, inmovilidad tónica,
desvanecimiento y desmayo. Los autores argumentaban que la
primera mitad de las respuestas estarían principalmente mediadas
por la acción del sistema nervioso simpático (aquel que permite al
cuerpo activarse y prepararse para dar una respuesta activa ante el
peligro), mientras que la segunda mitad estarían mediadas por la
acción del sistema nervioso parasimpático (aquel que relaja la
musculatura, baja la presión sanguínea, disminuye la frecuencia
cardíaca y respiratoria y que, por lo tanto, produce generalmente
relajación). De tal forma, podríamos entender que síntomas como
estos, que remedan a la cascada defensiva de los mamíferos (tales
como las respuestas de inmovilidad y las pseudocrisis), no se
corresponden con una parte de la personalidad que funcione con
autonomía, compartimentalizada y que escape a la conciencia del
individuo, y son más bien el fruto de un mecanismo defensivo con
carácter filogenético. Según este tipo de modelos, se trataría más
bien de síntomas que expresan una respuesta automática del
cuerpo, codificada en nuestro código genético tras miles y miles de
años, orientada a la supervivencia frente a la amenaza. Si lo
entendemos así, cuando aparecen este tipo de síntomas la
intervención tendría más que ver con identificar los disparadores de
dichas reacciones y trabajar para que el paciente sea capaz de
gestionarlos de forma más adaptativa. Se trataría también de hacer
un trabajo observando en qué situaciones aparecen las crisis, para
conocer por qué dichas situaciones concretas y no otras activan tal
grado de vivencia de amenaza en la persona. A menudo, esta
cuestión tiene una respuesta biográfica y el abordaje requerirá
volver a eventos primarios (recuerdos fuente) en los que se fijaron
estos patrones.

Reacciones de la cascada defensiva según Elbert y Schauer (2010).


En esta línea, Stephen Porges (2011) ha propuesto una
hipótesis sobre el sistema nervioso autónomo que enlaza con este
modelo y da una explicación filogenética para entender los
trastornos de base traumática, que además aporta un marco teórico
a la hora de intervenir. En su libro La teoría polivagal, Porges
propone tres subsistemas autonómicos en vez de los dos clásicos
(simpático y parasimpático). El sistema parasimpático, mediado por
el nervio vago, tendría dos subsistemas relacionados con las dos
ramas principales de este nervio vago: la ventral y la dorsal.
Veámoslo con un poco más de detalle:
Tendríamos, por un lado, un sistema de implicación o conexión
social (formado por las fibras mielinizadas del vago ventral), que es
el que consigue mantener la calma al ser capaz de inhibir el sistema
nervioso simpático. Este es el sistema que funciona en condiciones
normales, cuando no hay una vivencia de amenaza, o cuando la
situación que el entorno nos propone puede ser resuelta a través de
la comunicación y el apoyo social. Ponemos un ejemplo: si me
siento seguro, en mi casa, por la noche mientras descanso en el
sofá, puedo charlar con la familia tranquilamente y relacionarme con
el entorno a través de mi sistema de comunicación social porque
interpreto que no hay riesgo. Si me siento inquieto, busco a alguien
que me dé seguridad.
Cuando hay alerta, porque el sistema nervioso detecta (a través
de un proceso automático y no consciente que el autor denomina
neurocepción) que hay cierto peligro, el sistema nervioso simpático
se activa. Si la implicación social no es suficiente para la regulación,
bien porque la persona no tiene muchas estrategias para hacerlo o
porque el calibre de la amenaza es grande y se requiere una
respuesta inmediata, se funciona desde la activación simpática pura,
que nos permite movilizarnos: luchar o huir (o llorar
desconsoladamente si somos bebés, para llamar al cuidador). Por
ejemplo: en una situación en la que un extraño entra en el portal tras
hacerlo una chica que está sola, el sistema nervioso simpático de la
chica puede activarse y posibilitar que eche a correr ante la vivencia
de miedo, lo cual puede preservar su integridad.
En situaciones aún más extremas, de amenaza vital, cuando ni
la comunicación social ni la movilización (luchar o huir) son viables
porque el peligro es grande, inminente y no hay escapatoria ni nadie
a quien acudir, se activa un sistema más primitivo mediado por las
fibras no mielinizadas del vago dorsal. Aquí se inscribirían las
respuestas de colapso o muerte aparente de las que hemos hablado
antes que se dan en mamíferos ante el depredador. Muchas veces
esta respuesta permite sobrevivir al animal que es atacado, ya que
los depredadores pierden interés en presas inmóviles que no
presentan resistencia (un modo de protegerse evitando ingerir carne
de animales muertos, que pueda estar en mal estado). Estas
respuestas también se ven en humanos en situaciones en las que la
persona siente que no hay salida ni opciones, por lo que la única
posibilidad del sistema es desconectarse y colapsar.

Estos subsistemas se relacionarían según Porges de manera


jerárquica, de forma que cuando el sistema más reciente y
evolucionado (el de implicación social) no puede funcionar (bien
porque no hay opción, bien porque la persona no lo tiene
desarrollado), se ven incrementadas las respuestas típicas de los
subsistemas restantes por el orden que hemos indicado (Porges et
al., 2001; 2007; 2009; Porges y Buzcynski, 2012). Algunas personas
no pueden recurrir al sistema de implicación social porque han
crecido en entornos no seguros, y su modo de vincularse es
distanciante (aprendieron a no buscar al otro para regularse) o
desorganizado (ven al otro como fuente de peligro en sí misma).
Otras veces este recurso no es viable porque no está disponible en
el momento en el que se produce la situación peligrosa. A veces, si
la amenaza es grande e inminente, sencillamente no hay tiempo; si
queremos sobrevivir, la respuesta ha de ser instantánea.
La neurocepción, esta percepción inmediata del nivel de peligro,
permite ajustar rápidamente el estado neurofisiológico del individuo
con el nivel de riesgo del entorno en ese momento. Cuando la
persona entiende que el entorno es seguro, las estructuras límbicas
son inhibidas y se pone en marcha el sistema de implicación social
(si es viable), calmándose las respuestas viscerales. Pero la
neurocepción de los sujetos crónicamente traumatizados está
alterada en sí misma. Como decíamos, su sistema nervioso se ha
hecho especialista en detección de peligros. En muchos casos,
estímulos neutros o incluso positivos activarán un nivel de alerta
desproporcionado. Los sujetos que han sufrido trauma temprano,
grave, crónico o interpersonal suelen interpretar las caras neutras
como negativas (Felmingham et al., 2003) y muchas veces perciben
el contacto interpersonal en sí mismo más como inseguro o incluso
amenazante que como potencial fuente de seguridad. Por ello
aparecerán respuestas de tipo lucha-huida o congelación
aparentemente inmotivadas o desproporcionadas, inhibiéndose lo
que serían las respuestas más adaptativas basadas en la
comunicación social (Hopper et al., 2007). Muchos síntomas
conversivos podrían entenderse desde esta teoría como
manifestaciones de hiperactivación simpática (ej.: pseudocrisis,
movimientos anómalos) o como hipoactivación dorsovagal
parasimpática (ej.: parálisis átonas, reacciones de colapso).
Esta información también tiene un valor psicoeducativo en el
trabajo clínico con los pacientes. Muchas veces las personas se
sienten culpables cuando no responden activamente a la amenaza,
sobre todo cuando no pelean. Les ayuda entender que tanto
escapar (respuesta de huida) como quedarse quietos son
respuestas instintivas, y que es nuestro organismo —basándose en
la sabiduría acumulada en la especie— el que decide, antes de que
podamos pensar. Ver estas respuestas de modo visual en animales
neutraliza en parte el sentimiento de culpa: no peleé porque mi
cuerpo decidió por mí, fue mi instinto de supervivencia el que actuó.
Una forma útil de explicarlo es la que sigue: si un conejo escapa
ante la presencia de un lobo no se va a su madriguera sintiéndose
culpable por no haber sido lo suficientemente fuerte y no haber
peleado, se va triunfal porque su mecanismo de huida le ha salvado
la vida. Pues bien, la idea introyectada de que «tengo que ser
fuerte», «tengo que ser valiente y pelear», puede hacer mucho daño
a pacientes que han tenido respuestas a situaciones traumáticas a
través de la huida o la parálisis. Entender que estas respuestas son
tan buenas como las otras, incluso agradecerles que hayan
aparecido para así ayudar a salvarnos, es una buena estrategia que
aporta una comprensión más ajustada de lo acontecido, y también
desculpabiliza.
Esto no quiere decir que no estudiemos cómo fue el tipo de
respuesta y que no se pueda ver con el paciente qué es lo que
bloqueó que se activasen otras respuestas posibles. Por ejemplo, si
la respuesta fue desajustada respecto a la amenaza, si no se
recurrió a un apoyo social que sí estaba disponible, si saltó ante un
estímulo no amenazante o de poca entidad, o si se reaccionó en
modo de parálisis o colapso cuando había opciones de luchar o
escapar, es interesante explorar hacia atrás el origen de esos
patrones. Estas respuestas pueden haberse automatizado y
haberse vuelto respuestas rígidas independientes del tipo y el
calibre del estresor, a raíz de experiencias que dejaron el sistema
bloqueado, o de situaciones repetidas que condicionaron estas
respuestas. La persona está a la defensiva y «mata moscas a
cañonazos». Es importante para desmontar esto desautomatizar la
respuesta: hacernos conscientes de qué la activa, de todas las
etapas en esa secuencia de reacción, y de cuáles son los modos
funcionales que podrían sustituirla. Identificar su origen ayuda
también a entenderlas como aprendizajes, que pueden ser
desaprendidos y modificados.
Estos momentos de toma de conciencia y de autoobservación
nos dan una ventana de oportunidad para esos aprendizajes. La
persona aprende no solo a observar, sino también a reflexionar, a
poner «un poco de cabeza» a tanta emoción y reacción
sensoriomotora. Utilizamos así recursos de regulación corticales,
que calman la hiperfunción límbica subyacente, tal y como
explicaremos en el capítulo dedicado a la neurobiología. Ajustar el
termostato neurofisiológico interno al entorno en estos pacientes es
todo un trabajo que requiere de muchas sesiones dedicadas a
psicoeducación y otras tantas a aprender formas de regular sus
emociones. Es importante que tengamos conciencia de que no es
suficiente con enseñar mecanismos de regulación funcional, sino
que antes hemos de ayudar a identificar y modificar los mecanismos
disfuncionales automáticos.
Sin embargo, la comprensión en sí misma es un recurso muy
potente. Ver sus reacciones como fenómenos naturales, protectores,
cambia su perspectiva hacia sí mismos. De culparse y juzgarse por
reaccionar (o no reaccionar) como lo hicieron pasan a mirarse con
comprensión, con aceptación, con compasión. Fijémonos en que lo
que proponemos no es dejar de atender el síntoma, sino prestarle
una atención consciente y reflexiva. Además, si pensamos que
muchos de estos cuadros tienen raíces que se remontan a una
historia temprana de dificultades vinculares, muchos no han sido
vistos con la mirada de amor incondicional que todo niño necesita.
Más bien son hijos de la exigencia, la crítica, la hostilidad, el rechazo
o el abandono. Conforme sus áreas reguladoras se desarrollan,
internamente van reproduciendo esos modelos. Se autoexigen, se
critican, rechazan lo que son o lo que sienten, se machacan o se
autoabandonan. Una mirada de comprensión, que va creciendo en
compañía del terapeuta, es una experiencia emocional correctiva
que da un nuevo modelo de mirada interior.
Este trabajo terapéutico ha de basarse en la colaboración. Ante
las graves carencias afectivas que muchos de estos pacientes
arrastran desde su infancia, el terapeuta puede verse movido a
aportarles eso que les ha faltado, extremando la atención, el
cuidado y el afecto a estas personas. Esto implica varios problemas
potenciales. Por un lado, si tratamos de dar a un paciente con
carencias tempranas potentes todo lo que en su momento le faltó, y
parece necesitar ahora, podemos encontrarnos con que nada de lo
que hagamos será suficiente. Los huecos de aceptación y afecto
son tan potentes que funcionan como vacíos que lo absorben todo,
verdaderos agujeros negros, en los que el terapeuta se agota sin
que se compense lo que no ocurrió en aquellas etapas. Por otra
parte, cuanto más cercanos emocionalmente nos mostramos, más
podemos activar las alertas de algunos pacientes, que han crecido
con personas que no eran fuentes de seguridad, sino muchas veces
los que generaron el daño. Para finalizar, como comenta Liotti
(2004), esta actitud del terapeuta puede activar el sistema
motivacional de apego, que suele estar seriamente dañado. De tal
forma que estos daños se transferirán a lo largo de la terapia hacia
el terapeuta, que representará en distintos momentos a diferentes
figuras de apego (por ejemplo, en una fase de la terapia el paciente
puede relacionarse con el terapeuta como lo hacía con su madre,
mientras que en otra puede hacerlo como lo hacía con su padre o
con su abuela). No se puede ni se debe escapar del trabajo con la
transferencia, pues es en la relación terapéutica donde el sujeto
puede empezar a reparar aquello que quedó dañado en la relación
con el otro. Sin embargo, cabe el riesgo de confundir este proceso
de reparación con la idea de «darle todo lo que no tuvo». La idea
principal tendrá más que ver con que el paciente aprenda que a día
de hoy, él es capaz de darse a sí mismo el afecto, las buenas
palabras, la comprensión, el orden… que le faltaron en su infancia.
Durante un tiempo, el terapeuta puede aportar un ejemplo de
modelaje, o puede trabajar directamente a través de la relación
terapéutica en presente, los patrones más disfuncionales del sujeto.
Sin embargo, con el tiempo, la idea es retornar a la relación del
sujeto consigo mismo y, solo después de esta reparación, se puede
dar una relación saludable con figuras externas significativas.
Mientras el sistema de apego sea todavía muy precario, en las
primeras fases de la terapia, un trabajo más bien basado en el
sistema de colaboración social resulta útil y nos permite adentrarnos
en el mundo de los vínculos de forma progresiva y sin activar tanto
las defensas surgidas del apego inseguro.
Veamos esto en un ejemplo. Lidia es una chica que fue víctima
de una violación por parte de un grupo de compañeros. Ella se
quedó inicialmente paralizada y después dejó que todo ocurriera sin
oponer resistencia. Durante la situación inicial y algunas que se
repitieron posteriormente, Lidia se iba mentalmente y dejaba solo a
su cuerpo experimentando la situación mientras ella estaba lejos.
Estas reacciones de parálisis se remontaban ya a su infancia, donde
no había habido abusos, pero sí un padre muy autoritario, crítico y
muchas veces violento. Castigaba con frecuencia físicamente a sus
hermanos mientras ella lo observaba en un estado de pánico e
inmovilidad. Aprendió a no hacer nada que pudiera provocar a su
padre, de modo que ser sumisa la protegió. Ante el mismo pánico
(aunque no la misma situación), sus automatismos volvieron a
activarse de nuevo.
Sin embargo, Lidia se criticó duramente por no haber hecho
nada y por no habérselo contado a nadie. Su parálisis y falta de
respuesta la expuso además a que la situación se repitiera y no
viera cómo ponerle freno. También se culpó duramente por ello. Se
criticaba como su padre lo hacía, reproduciendo el modelo que
tantas veces había presenciado y sufrido. Esta presión que se
autoinfligía desreguló aún más todo el malestar acumulado que a
veces emergía ante múltiples disparadores: personas parecidas a
las que la habían agredido, noticias en la televisión, etc. Tras dos
años de acumular a presión residuos emocionales tóxicos, empezó
a presentar pseudocrisis. En ellas, caracterizadas por movimientos
involuntarios generalmente inconexos y sin significado aparente,
aparecían a veces gestos como de defenderse (los que se
bloquearon durante la agresión) y otros que parecían de tono
sexual. En ocasiones decía cosas incomprensibles.
Ver las imágenes de las respuestas instintivas de parálisis y
colapso en animales fue extremadamente liberador para Lidia. Pudo
ver lo que le había pasado con un poco más de comprensión, sin
juicio. Hablar de ello no hubiese sido tan gráfico, ya que hubiese
podido cuestionar que se lo decían simplemente por ayudarla.
Aunque esto no fue lo único que produjo el cambio, puesto que la
terapeuta la ayudó muchas veces a externalizar la situación y
hacerse la pregunta de qué pensaría si fuera otra persona quien la
sufriera. A partir de esta nueva perspectiva, Lidia y su terapeuta
empezaron a explorar las crisis. Realmente lo importante dejó de ser
la crisis en sí, aunque eso era lo que más angustia generaba a su
familia, que se preguntaba constantemente si Lidia lo hacía a
propósito y si trataba de manipularlos. Sesión a sesión, lo
importante para Lidia y la terapeuta era entender qué ocurrió antes y
cuál era la secuencia que se puso en marcha, encontrando las
raíces de todo esto en la historia temprana de Lidia. Cada vez que
ambas hablaban de esto, se desarrollaba más autoconciencia y más
capacidad de autoobservación: recursos reguladores de gran
importancia. Lidia aprendió a hacer cambios ante los disparadores,
a introducir recursos regulatorios, a mejorar sus patrones de
autocuidado. Conforme todo esto iba ocurriendo, pese a la presión
de la familia (que a veces contagiaba a Lidia) porque las cosas no
iban «suficientemente rápido», Lidia fue mejorando y sus crisis
aparecían de modo cada vez más esporádico. El trabajo fue más
complejo, implicó más aspectos sin que hubiera ninguna sesión
mágica que supusiese una revelación curadora, un «antes y un
después». Fue un trabajo paciente de reconstrucción de un sistema
dañado desde la base. En esto consiste la psicoterapia en los casos
de traumatización compleja.
CAPÍTULO 7

LA DISOCIACIÓN Y LA CONVERSIÓN: EL
CONCEPTO DE DISOCIACIÓN PSICOMORFA Y
SOMATOMORFA

El concepto moderno de disociación está estrechamente vinculado a


las teorías y las terapias de trauma. Como habíamos visto al hablar
de la historia del concepto de conversión, este y el de disociación
formaban parte inicialmente de un constructo único asociado al
diagnóstico clásico de histeria. Esta visión influyó mucho sobre la
tradición europea, que con el paso de los años siguió manteniendo
la idea de que había algo común entre la disociación y la
conversión, como si fueran dos caras de la misma moneda. Se ha
hablado así de disociación psicomorfa (psicológica) y disociación
somatomorfa (expresada somáticamente).
Los datos empíricos han mostrado posteriormente datos
congruentes con esta asociación. Por ejemplo, se han visto altas
tasas de sintomatología conversiva en pacientes con trastornos
disociativos graves como el trastorno de identidad disociativo
(Coons et al., 1988). También se han encontrado niveles elevados
de disociación psicomorfa en varias cohortes de pacientes
conversivos (Evren y Can, 2007; S¸ar et al., 2004; Spitzer et al.,
1999; Yayla et al., 2015), oscilando entre el 30 y el 60 % de
comorbilidad. Es decir, los pacientes conversivos suelen presentar
síntomas disociativos al igual que los pacientes diagnosticados de
un trastorno disociativo a menudo presentan síntomas conversivos,
así que hemos de prestar especial atención a estos aspectos a la
hora de completar las exploraciones.
Otro argumento que apoya la conexión disociación-conversión
es la vinculación de ambos fenómenos con una etiología traumática.
Desde aquí, algunos autores han defendido la consideración de la
conversión como un tipo más de fenómeno disociativo (Bowman,
2006; Espirito-Santo y Pio-Abreu, 2009). En concreto, Ellert
Nijenhuis ha sido uno de los mayores defensores de esta hipótesis
(Nijenhuis et al., 1998; 2000; 2003). Nijenhuis retomó y popularizó el
término «disociación somatomorfa» —idea que ya estaba presente
en las descripciones iniciales de Braun (1988) y Janet (1986)— para
describir tanto los síntomas conversivos clásicos como otros
síntomas de tipo somatomorfo que parecían correlacionarse con la
exposición al trauma y con la disociación. Estos síntomas
somatomorfos tenían que ver con molestias urinarias, dolores en
zonas genitales u otras experiencias relacionadas con la alteración
de los sentidos, como modificaciones en experiencias olfativas o
táctiles. Para el autor, la disociación somatomorfa (conversión) y la
disociación psicomorfa (disociación) suponían efectivamente la cara
y la cruz de una misma moneda, formando por tanto una entidad
única. De hecho, con la evolución de sus investigaciones Nijenhuis
fue progresando en torno a la idea de que resulta difícil distinguir el
carácter somático o psicológico de ambos procesos,
superponiéndose en muchos casos (Nijenhuis, 2015).
Otro grupo de autores han aportado argumentos sobre la
estrecha relación entre disociación y conversión, afirmando que
podrían existir mecanismos comunes en ambos trastornos. La
conversión y la disociación compartirían, por tanto, algunos
mecanismos como: (1) La falta de reconocimiento de los propios
síntomas. Esto puede deberse a una falta de conciencia
(unawareness) sobre ellos o a una falta de sentido de agencia (self-
agency), es decir, los procesos mentales o físicos no se sienten
como propios (Demartini et al., 2016; Kranick et al., 2013); (2) El
aumento en la capacidad sugestiva y la tendencia a presentar
sesgos cognitivos (Giesbrecht et al., 2008; Horvath et al., 1980); (3)
La dificultad para regularse ante la presencia de emociones
desbordantes (Roberts y Reuber, 2014).
Aunque sobre este tema, como hemos comentado, no existe un
acuerdo generalizado, lo cierto es que no podemos entender los
cuadros conversivos sin entrar más en profundidad en el concepto
de disociación.

Profundizando en el concepto de disociación

Aunque hemos estado hablando de disociación psicomorfa y de


disociación en general, la definición del concepto no es sencilla y
precisa que nos detengamos un poco en ella. En los manuales
diagnósticos se define como una disrupción en la integración normal
de la conciencia, memoria, identidad, emoción, percepción,
representación corporal y control motor (American Psychiatric
Association, 2000). Es decir, podríamos decir que la disociación es
un trastorno de la integración de distintas funciones mentales y
corporales.
¿Qué significa que un fenómeno somático no esté integrado?
Quiere decir que se produce, pero que no ocurre asociado a otras
funciones y fenómenos con los que habitualmente se asocia. Por
ejemplo, se produce un movimiento del cuerpo, pero este no se
conecta con la voluntad del sujeto y parece ir por libre. O hay una
limitación grave como una parálisis o una ceguera, pero no se
asocia a una emoción congruente con lo que está sucediendo. La
persona no enlaza una pérdida de conocimiento con las
circunstancias previas que desencadenaron esa reacción, o los
síntomas tienen que ver con recuerdos que no están accesibles.
Puede haber incluso una discordancia entre la capacidad de percibir
algo y la conciencia de estarlo percibiendo.
Lo mismo ocurre con los fenómenos mentales. El paciente
experimenta emociones que no le parecen propias, realiza
conductas sin sentirse que controla dichas conductas. Puede oír
voces intra o extrapsíquicas que, o bien atribuye a alguien/algo
ajeno, o bien reconoce como propias pero no siente que esté
realmente guiando ese proceso mental. La percepción del sí mismo,
de los propios pensamientos y acciones, así como del cuerpo y del
entorno, puede ser distante, como si el sujeto fuera un mero
observador de todo ello.
Tanto en lo que respecta a lo mental como a lo somático, la
integración de distintas funciones es el modo de funcionamiento de
nuestro organismo. Múltiples elementos: percepción, cognición,
emoción y sensación/movimiento corporal han de procesarse,
primero en sus áreas cerebrales respectivas, y enseguida en
coordinación con todas las demás a través de procesos asociativos
complejos. Estos procesos asociativos y de integración pueden
alterarse a muchos niveles, dando lugar a distintos tipos de
síntomas.
Que estos fenómenos tuviesen que ver tanto con la
sintomatología disociativa psicomorfa como somatomorfa daría
sentido a la alta presencia de ambos tipos de síntomas en la clínica.
Este hecho nos obliga como mínimo a explorar con detalle la
disociación psicomorfa ante cualquier paciente con sintomatología
conversiva. Sin embargo, es fácil que, dado que una pseudocrisis o
una parálisis son muy evidentes, nos centremos en ello sin explorar
otros síntomas. Además, los síntomas de disociación psicomorfa
como lagunas de memoria, despersonalización y desrealización o
fenómenos egodistónicos no suelen formar parte de la exploración
psicopatológica habitual. Sí es rutinario preguntar por alucinaciones,
pero generalmente no de modo sistemático, sino preferencialmente
en los cuadros de perfil psicótico.
Volviendo de nuevo al concepto de disociación, Farina, Liotti e
Imperatori (2019) señalan que esta falta de claridad en el campo
deriva de los distintos usos que se han dado del término
«disociación». La disociación se ha considerado: (1) una categoría
diagnóstica, (2) un grupo de síntomas, (3) el mecanismo que lleva
del trauma a la no integración de algunas funciones mentales,
dependiendo del modelo teórico desde el que nos manejemos.
Aunque en general todos los modelos entienden la disociación como
una consecuencia postraumática, estamos lejos de una definición
unificada. Estas son las principales propuestas:

a. Putnam (1997b) propone un modelo evolutivo, señalando que


el niño tendría una serie de estados conductuales discretos
(caracterizados por un estado psicofisiológico y determinadas
conductas) que se van integrando en un sentido del self, del yo,
del sí mismo coherente. Estos estados se van volviendo más
complejos y se pueden producir transiciones fluidas y
adaptadas al contexto entre unos y otros. A partir de ahí se
desarrolla una unidad de la conciencia, independientemente de
cómo esté la persona. Esta adquisición evolutivamente
temprana se vería alterada por el trauma, y el control e
integración de estos estados no se produciría.
b. Según la teoría de la disociación estructural (Van der Hart,
Nijenjuis, Steele, 2006), la disociación se entendería como el
mecanismo básico por el que el trauma ejerce su efecto en el
sujeto. Este mecanismo no estaría presente solamente en los
trastornos disociativos, sino que abarcaría todos los cuadros
postraumáticos. Según estos autores habría un espectro de
gravedad, que iría desde el trauma simple por episodios
limitados, de inicio adulto (en el trastorno por estrés
postraumático o TEPT) hasta el trauma grave, crónico,
temprano e interpersonal que daría lugar a los cuadros
disociativos graves (el trastorno de identidad disociativo o TID,
en su versión más extrema). Según esta teoría, el sistema de
defensa frente a la amenaza (la parte emocional de la
personalidad) y el sistema que lleva adelante las tareas de la
vida cotidiana (la parte aparentemente normal) se disociarían
como respuesta al acontecimiento traumático y permanecerían
rígidamente fijados en ese estado, perdiéndose la flexibilidad
sana y la capacidad de adaptación. Para funcionar, para seguir
adelante con la vida, la persona necesita apartar el trauma, y
con él los pensamientos, emociones y sensaciones
relacionados. Estas partes de la personalidad pueden seguir sin
integrarse durante largos períodos, manifestándose en modo de
síntomas.
c. El modelo autohipnótico propone que la disociación se
produciría en sujetos altamente hipnotizables, que se
distanciarían a través de ese mecanismo de la vivencia
traumática, como modo de autoprotección (Dell y O’Neil, 2011).
d. Frewen y Lanius proponen un modelo 4-D, en el que los
síntomas de alteración de la memoria temporal, lo cognitivo, lo
somático y la perturbación emocional se codificarían en estados
alterados de conciencia, sobre todo en personas con trauma
temprano (Frewen y Lanius, 2014).
e. Sar (2017) plantea un modelo de estructuras paralelas
diferentes, en el que se da un papel predominante a la relación
conflictiva entre el mundo interno y la realidad. f. Por último, el
modelo del factor traumático (Schimmenti, 2018) postula que
el trauma de apego produce un deterioro en la posibilidad de
procesar, modular e integrar estados mentales y somáticos
perturbadores sin desorganizar la estructura del self.

A la hora de entender los síntomas disociativos psicomorfos, sin


embargo, creemos útil la distinción realizada por distintos autores
entre desintegración (Farina et al., 2019), distanciamiento y
compartimentalización (Holmes et al., 2005). Traducido a síntomas,
en la desintegración veríamos de modo relevante una conducta
errática; en el distanciamiento predominarían la despersonalización-
desrealización y la desconexión emocional; y en la
compartimentalización veríamos fenómenos egodistónicos que
representan la presencia de partes disociativas, como pensamientos
intrusivos, actos no recordados o alucinaciones auditivas, o
fenómenos más rudimentarios correspondiendo a síntomas físicos
desacoplados del resto de la experiencia.
Kennedy (2013) propuso un esquema explicativo para la
disociación que puede sernos útil para entender esta diferencia.
Propone que, ante un evento externo, habría dos tipos de
afrontamiento. Por un lado, tendríamos la disociación como
distanciamiento, que se generaría de forma muy precoz en el
procesamiento de información. La información que hay que asimilar
es de tal intensidad y tan abrumadora que la persona no puede
procesarla y lo que hace es distanciarse de ella. En situaciones de
trauma agudo, muchas veces pueden verse estas respuestas
disociativas inmediatas que se denominan disociación
peritraumática: durante un accidente la persona se desconecta y
empieza a verse como un espectador, o durante una intervención
quirúrgica empieza a sentirse físicamente fuera del cuerpo y ve la
escena desde arriba.
En cambio, la compartimentalización se produciría después,
cuando la información que ha podido avanzar en el sistema de
procesamiento resulta incompatible, como señalaba Bromberg
(1998), con otras informaciones del sistema. Para resolver esta
disonancia, el sistema se compartimentaliza. Imaginemos a un niño
sufriendo un abuso sexual intrafamiliar. La situación no es solo un
estrés agudo, es algo tremendamente difícil de asimilar, de integrar.
¿Cómo conciliar la idea de estar siendo utilizado y dañado por
personas que pertenecen al círculo de seguridad, aquellos que se
supone que tienen que proteger y cuidar a ese niño? Cuando el niño
se pregunta «¿cómo puede esta persona estar haciendo esto?», su
mente se ve superada. Formará entonces dos compartimentos: uno
para el daño, otro para mantener el vínculo con esos mismos
cuidadores. Mientras ambas informaciones se mantengan apartadas
no se generará una disonancia intolerable. Cada uno de esos
compartimentos puede volverse más complejo con el tiempo,
adquirir cierta autonomía mental, y el compartimento del daño puede
ser por ejemplo el lugar del que surgen voces o impulsos agresivos.
Por su parte, el compartimento que preserva el vínculo puede
generar conductas de dependencia emocional y enganche a figuras
abusivas posteriores. El sistema funciona de modo no integrado,
oscilando externa o internamente entre unos estados y otros.
Habría otra posible compartimentalización que se produciría a
nivel intermedio. Sería cuando los elementos de una experiencia —
el estado fisiológico, determinadas tendencias conductuales, los
elementos sensoriomotores— son los que no son integrados con la
información relativa a esa situación. En ocasiones, junto a estos
componentes sensoriomotores, también la emoción es disociada. Se
trata de pacientes en los que hay algunos niveles de procesamiento
que no se procesan conjuntamente con el resto de los niveles. Es
como si las piezas básicas de una experiencia no estuviesen
almacenadas juntas. No necesariamente veríamos los síntomas
propios de la despersonalización, la amnesia o las partes
disociativas (compartimentos más elaborados) que describíamos
anteriormente, aunque pueden coexistir con ellos. En algunos
pacientes (aproximadamente la mitad de los cuadros conversivos)
veremos únicamente síntomas físicos que expresan patrones de
activación somática no asimilados al resto de los elementos (Sar et
al., 2004, 2009).
Por último, la desintegración no tiene que ver con ningún paso
específico, sino con una desorganización general de los procesos
mentales, que adquieren un carácter caótico. Hay en general una
baja funcionalidad, ya que estas alteraciones no afectan solo a lo
directamente relacionado con el síntoma, sino a áreas muy diversas.
Veamos a continuación estas tres presentaciones clínicas,
ilustradas con ejemplos de casos.

DESINTEGRACIÓN

Las emociones desbordantes generadas por los eventos


traumáticos, que ocurren en etapas tempranas del desarrollo
evolutivo, son imposibles de elaborar por el sistema nervioso del
niño. En el campo del trauma complejo y las disfunciones en el
apego temprano, se producen profundas alteraciones en el
neurodesarrollo (Teicher y Samson, 2016) y la regulación emocional,
que a su vez hacen más difícil la integración de experiencias
abrumadoras. Según Farina, Liotti e Imperatori todo esto afectaría
de forma importante a la conectividad cerebral (Farina et al., 2019),
y asociado con ello a funciones integradoras de alto orden que
subyacen a la conciencia, la continuidad de la identidad del self, la
percepción y el control de las emociones, el control conductual, la
representación corporal y del movimiento, y la mentalización (Sar,
2017; Schimmenti, 2018). La alteración de estos procesos se
mantendría en el tiempo debido a los efectos a largo plazo de las
hormonas del estrés en las estructuras cerebrales
neurointegradoras. Algunos autores incluyen aquí los síntomas de
despersonalización y desrealización, aunque en nuestra opinión en
su mayor parte tiene más sentido entenderlos como indicadores de
distanciamiento del sí mismo. Englobaríamos como desintegración
la despersonalización cuando toma la forma de embotamiento
mental, la desregulación emocional repentina y la disminución
brusca de monitorización metacognitiva.
Mercedes tiene un comportamiento caótico desde hace tiempo.
Su historia familiar ha sido compleja, con maltrato importante de su
padre hacia su madre, quienes se separaron hace algunos años. La
madre de Mercedes viene además de una historia familiar muy
compleja en su propia infancia, y es una mujer emocionalmente muy
desconectada, que trató de cuidar de su hija como mejor pudo en
sus complejas circunstancias, pero que no pudo ayudarla con sus
vivencias emocionales. A duras penas podía sobrevivir a las suyas.
Durante los primeros años, Mercedes fue tirando. No le iba bien en
el colegio, suspendía la mayor parte de las asignaturas (en pruebas
psicométricas su CI estaba dentro de la normalidad, pero se lo
repitieron varias veces porque daba la impresión de lo contrario) y
tuvo que repetir, pero en palabras de su madre «no daba
problemas». Le costaba hacer amigos en clase y tampoco tenía
relaciones fuera. Era una niña con sobrepeso, que recibía
frecuentes burlas por este motivo, sumado a su retraimiento y sus
escasas habilidades sociales. Con quince años empieza a prestarse
a tener sexo con un grupo de chicos, en unas relaciones bastante
abusivas. Con dieciséis se queda embarazada. Su hija tiene ahora
casi dos años, y Mercedes se siente desbordada con ella, así que
es su madre la que ha de ocuparse de la niña y también de los
graves problemas de Mercedes. Su conducta es muy
desorganizada, no sigue un horario fijo para acostarse y levantarse,
por temporadas sale y consume cannabis. Tiene algunos episodios
de autolesiones y otros en que se desconecta y pierde la noción del
tiempo. En algunos de estos episodios ha caído al suelo
presentando movimientos de brazos y piernas. También escucha
voces, de contenido poco claro y definido.
Al hablar con Mercedes la información es confusa. Su conducta
cambia notablemente en presencia de su madre, desorganizándose
aún más. Su funcionamiento parece muy infantil, con escasísima
capacidad reflexiva, y así parece funcionar de modo habitual. En un
momento de la sesión puede decir una cosa y en otro momento otra,
sin que esto parezca responder a que haya distintas partes de la
personalidad con un mínimo de estructura, sino más bien a una
escasez de consistencia y coherencia en el discurso. Este discurso
es variable también en función de lo que el interlocutor le plantea,
adaptándose en cierto modo a la persona con la que está hablando.
La misma voz no parece responder a un patrón, la refiere de modo
distinto en unos momentos y en otros. Muchos profesionales se han
planteado la posibilidad de una esquizofrenia, aunque la
sintomatología tampoco resulta consistente. No hay difusión de
pensamiento ni autorreferencialidad, ni ninguna otra sintomatología
positiva que pueda dibujar más claramente un cuadro de este tipo.
Mercedes, como otros pacientes de este perfil, son difíciles de
describir y de definir. Sus síntomas son difusos, cambiantes,
aparentemente sin estructura. Pero quizá esta forma de
presentación sea en sí un tipo de disociación psicomorfa, que podría
generarse en entornos desestructurados, que darían lugar a
alteraciones profundas en el neurodesarrollo (Teicher y Samson,
2016). Este sistema nervioso que no ha podido seguir un desarrollo
sano de sus áreas reguladoras tiene además que gestionar
emociones abrumadoras, sin una regulación externa adecuada de
las figuras de apego primarias. Decían Farina, Liotti e Imperatori
(2019) que todo esto afectaría de forma importante a la conectividad
cerebral, y asociado con ello a funciones integradoras de alto orden.
Viendo el funcionamiento de Mercedes, podemos imaginar su
cerebro en movimiento, sin ser capaz de enlazar percepciones,
ideas y emociones para dar lugar a una imagen consistente de sí
misma y a una autorregulación eficaz de sus emociones. En este
aspecto, Mercedes funciona de un modo absolutamente
dependiente de la regulación externa, sin que esto consiga
estabilizarla en muchas ocasiones. Su pensamiento no es reflexivo
ni productivo, realmente parece bastante desconectado de la
realidad objetiva, reflejando problemas importantes de mentalización
del tipo «como si» en la categorización que Allen, Fonagy y
Bateman (2008) realizan al respecto.
Esta desintegración general de las funciones mentales se
refleja en alteraciones de conciencia (lagunas y pérdidas de
conciencia), en alteraciones en la identidad (en el caso de Mercedes
sobre todo la falta de una identidad definida y el «acoplamiento» a lo
que el otro transmite), en lo poco consciente que es de sus
emociones y en su funcionamiento sobre todo desde la
infrarregulación (tiene dificultades para hacer algo útil con lo que
siente, recurre a actings como la autolesión o el consumo) y la
corregulación (fundamentalmente buscando a su madre para ello).
En ocasiones, los síntomas se expresan corporalmente. Mercedes
no presentaba de forma clara despersonalización y desrealización,
pero sí la desregulación emocional repentina y la disminución
brusca de monitorización metacognitiva (incapaz de adquirir
perspectiva sobre sus procesos internos) que señalaban Sar (2017)
y Schimmenti (2017). Su capacidad de mentalizar, de ver la mente
del otro como distinta de la propia y de reflexionar sobre sus
procesos mentales es muy baja, y en ella ha habido que centrar el
proceso terapéutico. El trabajo con partes (conectar con las voces)
en este caso no aportó grandes beneficios, y consideramos que
focalizarse en ello resultaba contraproducente. Realmente no había
tanta estructura en sus procesos mentales como para dar lugar a
estructuras paralelas estables. El funcionamiento de Mercedes tenía
mucho más de caos que de ningún tipo de estructura. Fue necesario
introducir primero esa estructura externamente. Una actuación de
los servicios sociales, que mediaron en la situación familiar a través
de equipos de intervención de protección del menor, ayudó a
organizar rutinas, a modelar interacciones entre la madre, la hija y el
bebé. Estas intervenciones fueron ayudando a la paciente a
funcionar y adquirir cierta autonomía. Conforme esto ocurría, las
crisis fueron disminuyendo.

DISTANCIAMIENTO

Sería el alejamiento de los procesos mentales, el cuerpo o la


realidad externa. Un ejemplo es la despersonalización, en la que la
persona se observa como un espectador mientras funciona en modo
automático, se siente desconectado del cuerpo, del dolor o de las
emociones. Muchas veces el sujeto se ve funcionar como un
autómata, como si no estuviese en su propia vida o en su propio
cuerpo, y lo siente como algo cualitativamente anómalo. Otras veces
no hay esta percepción de extrañeza, y nos encontramos con
sujetos que parecen ajenos a su propio sufrimiento, desconectados
o con una afectividad incongruente. Aquí es donde encaja lo que los
clásicos describieron como belle indifférence, que recordemos se
presentaba solo en un pequeño porcentaje (29 %) de los pacientes
conversivos (Stone et al., 2006).
Veamos un ejemplo clínico en el que predominan estos
fenómenos. Samuel no siente que esté «en sí mismo» desde hace
mucho tiempo, realmente no recuerda haber estado nunca
realmente conectado. El lugar donde creció se caracterizaba por
una fría hostilidad, y él nunca sintió que perteneciese a él. Aprendió
a evadirse mentalmente, como muchas veces hacen los niños, pero
tuvo que hacerlo de forma tan continuada que se olvidó del camino
de vuelta. De niño pasaba mucho tiempo en sus ensoñaciones,
habitando un planeta paralelo donde había una madre afectuosa y
un padre que se sentía orgulloso de su hijo. De las cosas que
realmente pasaban tiene pocos recuerdos.
En los últimos años inicia una relación sentimental, y tras un
tiempo su pareja empieza a reprocharle que no se implica. Esta
relación activa en Samuel su sistema de apego, que viene con todo
lo que se asoció a sus vínculos de apego primarios. Además, su
pareja iba adoptando cada vez una actitud más distante, sintiendo la
actitud de Samuel como un rechazo hacia ella, pero a su vez, los
reproches de su pareja a Samuel le recordaban la hostilidad de sus
padres. Su malestar fue en aumento, y su respuesta, como siempre,
fue incrementar la desconexión y empezó a experimentar síntomas
de despersonalización claros. Se veía funcionar en modo
automático, de modo mecánico, haciendo lo que se suponía que
tenía que hacer. Su alejamiento de su realidad fue adquiriendo un
mayor calibre, y lo vivía ya con malestar. En ocasiones esto cobraba
un carácter muy físico, y notaba el cuerpo extraño. En palabras del
propio Samuel: «Muchas veces tengo la sensación de que las
manos no las tengo en el cuerpo, la cabeza, otras veces son los
pies... Hay veces que me da la impresión de que las piernas no las
tengo, me duelen mucho. A veces es como si me diseccionaran la
cabeza o los miembros, a veces noto mucho una parte, a veces
porque me duele, otras no... el resto es como si se difuminara. A
veces no puedo tocar la guitarra porque no puedo poner las manos,
la mano no me da la orden, yo estoy viendo “do” pero la mano no
me deja, porque no la noto... Cuando estoy con gente estoy sentado
y no estoy sentado, estoy escuchando y no estoy escuchando».
En medio de todos estos síntomas, experimenta episodios de
parálisis recurrente, siempre enmarcados en esta vivencia de
despersonalización crónica y grave.

COMPARTIMENTALIZACIÓN

Se caracteriza por un fallo parcial o completo en la capacidad para


controlar deliberadamente procesos o acciones que habitualmente
están bajo el control voluntario. Un ejemplo de esto sería la amnesia
de períodos biográficos o las lagunas de memoria en situaciones
cotidianas. Se produce aquí una dificultad para acceder a
contenidos mentales de grado variable, que va desde una amnesia
que el paciente ni siquiera es consciente de tener hasta una
sensación de que resulta espeso o arduo recordar pero que puede
lograrse, o fenómenos de este tipo que son fluctuantes o
reversibles. Dada su inaccesibilidad, se dice que esta información
está compartimentalizada.
Otra modalidad de compartimentalización es la presencia de
estados mentales con autonomía mental o partes disociativas de la
personalidad. El individuo puede pensar, sentir o actuar en un
momento de modo muy diferente a otros. Puede tener recuerdos en
un estado a los que no puede acceder en otros momentos, o realizar
acciones (mentales o conductuales) que siente que están fuera de
su control voluntario y se perciben como egodistónicos («no soy
yo»).
Trasladado esto a la sintomatología conversiva, podemos ver
fenómenos de compartimentalización más rudimentarios y primarios.
Por ejemplo, Raúl presentaba episodios de movimientos
involuntarios en los que a veces se mezclaban palabras y gestos. El
lenguaje era con frecuencia ininteligible, pero a veces se podían
reconocer expresiones como «no, por favor» o «dejadme». Estas
reacciones se fueron conectando con una historia de repetidas
agresiones que había sufrido por unos parientes algo mayores que
él, cuando era pequeño. Estas respuestas no llegaban a configurar
una parte autónoma de la personalidad, al menos no una de la
suficiente complejidad como para que fuese preciso establecer
algún tipo de comunicación con ella.
Otras veces sí encontramos partes más elaboradas, redes de
conexiones cerebrales que llegan a generar procesos mentales
propios, disociados de lo que podríamos llamar la «mente central».
Los síntomas conversivos en este contexto pueden: (1) Representar
la emergencia de una parte, por ejemplo, un estado mental en el
que el paciente carece de sensibilidad en una zona del cuerpo. Esta
parte se ha desconectado de sensaciones físicas asociadas a una
vivencia traumática, y a la vez de las percepciones asociadas al
tacto. (2) Otras veces pueden tener que ver con una parte que
intenta emerger mientras el paciente u otra parte trata de bloquearlo:
una parte hostil trata de iniciar una autolesión, pero se contiene esta
reacción, y la mano se queda tensa e inmovilizada. (3) Por último,
algunos síntomas como cefaleas o desmayos pueden aparecer en la
transición entre una parte y otra.
Emilia había sido diagnosticada por el neurólogo como migraña
«con aura». Explorando en qué consistía esta última, la familia
describía que la paciente —al contrario de lo que era habitual en ella
— les hablaba de malos modos, les insultaba y no parecía
realmente reconocerlos. Evaluando más el caso, la paciente
presentaba también alucinaciones auditivas que representaban
partes disociativas, una de las cuales era la que se activaba tras la
cefalea.
Liotti (1992) propondrá que esta disociación como
compartimentalización/multiplicidad se deriva de la desorganización
del apego. Al existir un conflicto entre sistemas motivacionales
(apego y defensa), y estar expuesto el niño a experiencias de apego
incompatibles de modo simultáneo o rápidamente alternante (un
cuidador que a veces es afectuoso y otras abusivo), se construirán
modelos operativos internos mutuamente incompatibles e
incoherentes. Estos modelos contradictorios generarán una
autopercepción fragmentada y compartimentalizada que
comprometerá la organización de la autoconciencia. El individuo se
distanciará de todo esto como modo de tolerar esa contradicción. Lo
mismo afirma Bromberg (2014), que considera que la disociación es
una solución contra la incoherencia afectivo-cognitiva. Al existir, dice
Bromberg, estados del self que se sienten completamente ajenos
entre sí, que son tan discrepantes que no pueden coexistir en un
simple estado de conciencia, estos no pueden estar activos
simultáneamente sin generar una desestabilización de la estructura
del self.
Es decir, si entendemos la disociación como una disrupción de
los procesos de integración y de autoconciencia, lo conversivo
puede inscribirse dentro de lo disociativo. A veces, el síntoma
conversivo es la única manifestación sintomática de esta alteración.
Otras veces —como hemos visto, aproximadamente la mitad de los
casos— los síntomas conversivos coexisten con otros síntomas
derivados de estos problemas de integración y autoconciencia, pero
que no se manifiestan a nivel corporal sino psicológico: los síntomas
disociativos psicomorfos.

Síntomas disociativos psicomorfos

Dado que la sintomatología disociativa psicomorfa es altamente


frecuente en los pacientes con TC, se impone explorarla
pormenorizadamente para tener una visión de conjunto del
problema del paciente. Con respecto a los síntomas, Steinberg y
Schnall (2000) describen cinco dominios en la disociación
psicomorfa: amnesia, despersonalización, desrealización, confusión
de identidad y alteración de identidad. Estos dominios pueden
agruparse en tres áreas psicopatológicas: problemas de memoria,
alteraciones perceptivas y alteraciones en la autoconciencia y la
identidad.

a. Alteraciones de la memoria: memorias intrusivas, conductas no


recordadas, amnesia biográfica y lagunas de memoria.
b. Alteraciones perceptivas: distanciamiento perceptivo y
emocional, de la conducta y del cuerpo (despersonalización),
distanciamiento de la realidad (desrealización). Aparte del
distanciamiento se produce una alteración cualitativa de la
percepción, con sensación de extrañeza o de no pertenencia de
los procesos mentales y las conductas.
c. Alteraciones de la autoconciencia y la identidad: intrusiones
egodistónicas en forma de pensamientos, emociones o voces
que no se sienten como propios, alteración del sentido de
agencia (sentir que no es uno el que gestiona los procesos
mentales o conductas), sentirse controlado por una fuerza ajena
o tener percepción de distintas identidades, sin un sentido
integrado de conciencia.

Hablaremos más adelante del trabajo en pacientes con


compartimentalización importante, que a nivel sintomático tiene
mayores alteraciones en la autoconciencia y la identidad (con mayor
o menor grado de amnesia y despersonalización/desrealización).
Veremos en ellos partes más complejas que corresponden a
estructuras mentales (una especie de sistema mental paralelo) con
su propio sentido de la identidad, o en palabras de la teoría de la
disociación estructural, «perspectiva de primera persona». Estas
partes con autonomía mental podrían desarrollar procesos de
pensamiento autónomos, que operarían sin ser gestionados por un
sistema gestor central. En estos pacientes hemos de incluir dentro
del abordaje terapéutico el trabajo con partes, porque la mente del
sujeto no es un todo integrado. Una parte del paciente se queda
fijada en el trauma, mientras la persona trata de seguir adelante. A
veces, la fragmentación es mayor, y la persona presenta distintos
estados mentales que se manifiestan como conductas no
recordadas o que no siente que esté gestionando, síntomas
intrusivos, voces, etc.
Para trabajar con un paciente con estas características, esta
compartimentalización ha de ser abordada. La persona ha de
entender de un modo global todo lo que hay en su interior, y muy en
particular lo que le es más ajeno o rechaza más intensamente. Sin
trabajar primero con esta estructura, no podremos abordar los
contenidos traumáticos ni la historia biográfica que dio lugar a todos
estos problemas. La intervención será distinta cuando esta
compartimentalización no adquiere tanta complejidad y tenemos
únicamente elementos sensoriomotores disociados del resto de la
información. En los pacientes en los que predomine la
desorganización, la intervención ha de ser más básica, ayudando al
paciente a organizarse tanto de manera conductual como
internamente, trabajando en el pensamiento reflexivo, la
comprensión de su funcionamiento emocional y relacional, y en el
funcionamiento cotidiano. En los sujetos en los que lo más presente
es el distanciamiento primará el trabajo sobre la conexión tanto en el
ámbito somático como en el emocional y relacional. Ubicar al
paciente en uno u otro tipo tiene por tanto implicaciones
terapéuticas, y de ahí su interés.

Presentación clínica Foco de trabajo


Desintegración Organizar la conducta
Pensamiento reflexivo
Psicoeducación
Asentar funcionamiento básico en la vida cotidiana
Habilidades relacionales
Distanciamiento Conexión
Psicoeducación centrada en lo emocional
Integración sensorial, autoconciencia
Compartimentalización Integración con otros elementos
rudimentaria Trabajo con disparadores internos y externos
Valorar trabajo directo con el trauma
Compartimentalización Trabajo con partes
compleja (partes) Comprensión de la estructura fragmentada: apego desorganizado,
distintos estados emocionales
El trabajo con trauma ha de ser posterior y progresivo
SECCIÓN 3

NEUROBIOLOGÍA Y REGULACIÓN EMOCIONAL*


CAPÍTULO 8

EL CEREBRO TE JUEGA UNA MALA PASADA

Cuando los pacientes ya han comprendido que no se trata de una


enfermedad física y que lo que les pasa tiene que ver con algo
psicológico, enseguida aparecen dos preguntas: «¿Qué me ha
pasado para ser así?» y «Pero, entonces, ¿qué le pasa a mi
cerebro?».
En el capítulo 4 introducíamos el papel del trauma en la génesis
del trastorno conversivo, lo cual abría una oportunidad para trabajar
con el paciente sobre cómo dicho trastorno se inscribe en su línea
biográfica. A través de la observación de los momentos en los que
aparecían los síntomas, de los factores desencadenantes
(incluyendo tanto eventos traumáticos como situaciones
aparentemente menores) que se daban en dichas etapas de la vida
del paciente, construiríamos con él una nueva narrativa en torno a la
función de los síntomas que permitiría ir dando una respuesta a la
primera de las preguntas.
En este capítulo intentaremos resolver la segunda de las
cuestiones. Primeramente, lo haremos desde un punto de vista
científico, orientado a que los terapeutas puedan entender cuál es el
estado del conocimiento en cuanto a la neurobiología del trastorno
conversivo en la actualidad. Posteriormente, desde esta idea que
comentábamos de que comprender es curativo, esbozaremos
algunas pinceladas de cómo trasladar parte de esta información
(aquella que resulta útil para responder a la segunda pregunta) a los
propios pacientes conversivos. Vamos allá entonces.
Tal y como hemos introducido en el capítulo destinado a revisar
la historia del trastorno, a partir del siglo XVIII y de forma más clara a
lo largo del siglo XIX se empezó a considerar que en el trastorno
conversivo estaba implicado algún tipo de alteración del cerebro,
pero que no existía un daño anatómico ni una lesión objetiva
constatable. Ya en aquel entonces autores como Charcot o Freud se
referían a la existencia de una afectación funcional del sistema
nervioso. Y es precisamente con el desarrollo y disponibilidad de las
pruebas de imagen funcional en la segunda mitad del siglo XX
cuando se ha retomado el interés por la neurobiología que subyace
al trastorno. La neuroimagen funcional ha permitido empezar a
evaluar patologías en las que el cerebro presentaba anomalías que
no podían evidenciarse como cambios en la estructura del mismo,
sino como alteraciones en el funcionamiento de algunas áreas o en
las redes de conexión entre distintas zonas.
A día de hoy, el estudio de las bases neurobiológicas y
neurofisiológicas del trastorno conversivo es aún limitado tanto por
los escasos trabajos de investigación como por el hecho de que se
utilizan paradigmas muy diferentes. Se miden variables muy
distintas: hay estudios que incluyen pacientes en condiciones
agudas y otros pacientes crónicos; mientras que algunos estudios
se centran en un único síntoma conversivo, otros toman el TC como
una entidad más homogénea e incluyen una diversidad sintomática;
se utilizan protocolos diferentes o técnicas neurofuncionales
distintas; no se han estandarizado los instrumentos psicométricos,
etc. En definitiva, se carece de una metodología común y de un
paradigma de investigación compartido. Todo esto hace que
emerjan resultados muy diversos, difíciles de integrar, y en muchos
casos incluso contradictorios.
Las técnicas de neuroimagen funcional, pese a su aspecto
fascinante, son además difíciles de interpretar. Por ejemplo, si
vemos que un área tiene menos activación que lo que la rodea,
podría representar una función disminuida, o quizá una
funcionalidad normal o incluso aumentada, si el resto de las áreas
están activadas en exceso. Tampoco se ha estudiado de forma
rigurosa si dichas alteraciones funcionales se relacionan con
condiciones preexistentes o factores de riesgo, o si por el contrario
pueden entenderse como parte del trastorno o incluso como una
consecuencia a largo plazo del mismo. Apenas hay estudios
prospectivos que son los que permitirían valorar más relaciones
causa-efecto, y tampoco se han estandarizado paradigmas que nos
permitan afinar en la función real que tienen los cambios observados
en las pruebas realizadas. De tal modo, este tipo de estudios nos
han permitido ver que el cerebro de los pacientes con TC funciona
de manera diferente a la población general, lo cual ya es un hallazgo
importante, y nos ha ayudado afinar a la hora de saber cuáles son
las principales diferencias de funcionamiento encontradas. Sin
embargo, no nos permite (al igual que sucede en el resto de los
trastornos psiquiátricos) realizar inferencias causales ni delimitar los
pasos exactos por los que va pasando el cerebro del sujeto con TC
hasta consolidarse el trastorno.
Veremos cómo algunos estudios se centran en analizar el
cerebro del sujeto durante la presencia de síntomas (ver lo que está
pasando en el cerebro mientras el brazo realiza movimientos
aberrantes, por ejemplo), otros análisis se centran en el
funcionamiento cerebral en períodos intercrisis, y un tercer grupo de
estudios expone al sujeto a un estímulo determinado (emocional, de
recuerdo biográfico, etc.) y observa cómo funciona el cerebro ante
esas condiciones experimentales específicas. En este primer
apartado nos centraremos principalmente en aquellos estudios que
analizan el cerebro de los pacientes durante la crisis y también en la
intercrisis (donde se acumulan la mayor parte de estudios). El
análisis del funcionamiento del cerebro ante estímulos emocionales
será explicado en el capítulo siguiente, dedicado a la regulación de
las emociones.
Pues bien, a pesar de estas dificultades de partida trataremos
de resumir algunos de los principales hallazgos en cuanto a la
neurofunción en los TC. Abordaremos primeramente aquellos
aprendizajes que han surgido del estudio de neuroimagen funcional
y posteriormente haremos una mención a algunos estudios
neurofisiológicos de interés.

Neuroimagen funcional

Como hemos anticipado, se han realizado diferentes estudios con


metodologías y paradigmas diversos para estudiar el funcionamiento
de las redes neurales en el TC. Un metaanálisis de 769 estudios con
pruebas de neuroimagen funcional (RMNf, PET y SPECT) realizado
en 2016 recogía las principales alteraciones en áreas cerebrales
concretas en estudios que comparaban a sujetos con TC de tipo
motor y población general. Se comprobaron diferencias en la función
de la amígdala, el lóbulo temporal superior, el área retrosplenial, la
corteza motora primaria, la ínsula, el núcleo rojo, el tálamo anterior,
el córtex frontal y la corteza prefrontal dorsolateral (Boeckle et al.,
2016). Se trata de áreas relacionadas primordialmente con la
planificación motora, la selección motora y la respuesta autonómica,
así como con la regulación de las emociones.
Algunos autores han dado especial importancia a estas y otras
áreas y han intentado esbozar modelos para explicar la función de
las diferencias observadas entre personas con TC y sujetos sanos.
En todos los casos se trata únicamente de modelos que intentan dar
un sentido biológico y patológico a los hallazgos encontrados. Por
ejemplo, algunos estudios de neuroimagen funcional han
encontrado que los pacientes conversivos mostraban un aumento
bilateral generalizado en el flujo frontal y parietal, así como en la
amígdala (derecha), el córtex cingulado anterior (CCA) y la ínsula
(Lanius et al., 2014; Vuilleumier et al., 2001b). Y autores como
Spiegel y Cardeña (1991) postularon que lo que estaría sucediendo
en el cerebro sería una inhibición no voluntaria de la función
sensoriomotora que vendría derivada de alteraciones en la atención
mediadas por el CCA, una estructura que tiene gran importancia a la
hora de procesar y regular las emociones. Es decir, no es que la
función sensoriomotora no sea adecuada porque haya un daño
estructural o una lesión en áreas sensoriomotoras, sino que existen
una serie de alteraciones en otras funciones que generan una
inhibición en el procesamiento de la información sensoriomotora.
Veremos que para Spiegel y Cardeña (1991) se trataría de un
proceso atencional modulado por las emociones. Para Kihlstrom
(1994), la alteración primordial tendría que ver con una disfunción en
la monitorización y el control de funciones relacionadas con la
conciencia (lo cual traería consigo la aparición de un estado similar
al disociativo que alteraría la percepción y la conciencia de
voluntariedad en la acción). Otros autores entienden la volición y la
emoción como las responsables de alterar el procesamiento
sensoriomotor (Cojan et al., 2009; Ochsner et al., 2012). Pero en lo
que todos coinciden es en que no existe un daño primario en áreas
sensoriomotoras, ni siquiera un daño funcional, sino que las áreas
sensoriomotoras se ven moduladas de forma anómala por otras
áreas con funciones atencionales, asociativas, integrativas e
implicadas en la regulación emocional.
Otro aspecto que nos interesa entender es si las alteraciones
neurofuncionales en dicho trastorno suceden en un nivel más
temprano o más tardío dentro de la temporalidad del procesamiento
de la información. Se ha encontrado que ante la parestesia de
origen conversivo (que se generaba en un paradigma experimental
en el que se estimulaba el miembro afectado), se producía una
inhibición de las áreas sensoriomotoras por parte de la corteza
prefrontal (Tiihonen et al., 1995). Estos hallazgos resultan
congruentes con la hipótesis de varios autores que postulan que el
procesamiento temprano no estaría alterado en este trastorno, sino
que se alteraría el procesamiento posterior en áreas asociativas y
en otras relacionadas con la atención, la volición y la conciencia. Y a
partir de este procesamiento tardío, bajo un estado emocional
determinado, se inhibirían las áreas sensoriomotoras (Sierra y
Berrios, 1998). Para una revisión exhaustiva al respecto
recomendamos consultar el artículo de Vuilleumier (2005). Tal y
como hemos ido introduciendo, sean cuales sean los procesos
alterados, estos atañen de manera secundaria a las áreas motoras,
siempre siendo mediadas por procesos relacionados con la
atención, la memoria, la volición y la regulación de las emociones.
Podríamos hipotetizar que la diferencia entre lo disociativo
psicomorfo y lo somatomorfo/conversivo estaría en esta afectación
específica para los últimos de los sistemas motores y sensoriales.
Pero también nos lleva a pensar que cuando aparece un síntoma
conversivo, ha de estar teniendo lugar un tipo de procesamiento de
la información muy particular (diferente de lo saludable y diferente
de la simulación) que generaría de forma secundaria una alteración
en el funcionamiento de las áreas sensoriomotoras. Es decir, no es
que el sujeto no pueda mover un brazo porque no funcione su
corteza motora, sino que existe un estado
atencional/volitivo/emocional concreto que impide que la información
entre y salga de las áreas sensoriomotoras de forma ordenada y
funcional (las señales de ida o de vuelta desde las áreas
integradoras no funcionan adecuadamente y se altera la
integración).
Esto cambia un poco la forma de ver las cosas cuando tratamos
con pacientes conversivos. Por ejemplo, muchos terapeutas se han
quedado con la idea clásica de la belle indifférence que aparece en
los cuadros histéricos y tienden a ver a los pacientes como sujetos a
los que nada les afecta. A menudo nos encontramos con colegas
que se han quedado con una idea antigua de que hay un problema
de «filtrado» excesivo de la información en el tálamo, que
interpretan que a un conversivo no le llega la información, como si
su filtro para la entrada de inputs estuviera demasiado tupido y
entonces la información que debe procesarse no entrase y, por
tanto, piensan que los pacientes ni sufren ni padecen. Veremos
posteriormente que el tálamo está implicado, pero más bien en el
sentido de una desregulación y no de una «barrera» que hace que
nada entre. Tal y como venimos postulando, a día de hoy se sabe
que no es que la información no entre, sino que entra
desordenadamente y que el problema llega más tarde, cuando al
cerebro le toca asociarla con experiencias previas, o con respuestas
motrices y emocionales. No podríamos entender por tanto que el
paciente no sufre porque no es consciente de nada; sí es
consciente, sí maneja la información, pero no sabe cómo integrarla.
Parece entonces claro que el tema estaría más a un nivel posterior
de temporalidad dentro del procesamiento de la información, y en
este hay implicados numerosos circuitos cerebrales.
En relación con diversos resultados de investigación, podríamos
distinguir dos grupos de autores: aquellos que consideran que las
alteraciones sensoriomotoras existentes están mediadas por una
disfunción fronto-límbica (un circuito relacionado con la regulación
de las emociones) y aquellos que han dado especial importancia a
otras áreas subcorticales como el tálamo y los ganglios basales en
la modulación de los síntomas. Empecemos por los primeros.

REGULACIÓN DE ARRIBA ABAJO

Una de las líneas principales de investigación se ha centrado en


analizar los resultados del funcionamiento de los circuitos fronto-
límbicos en los pacientes conversivos. La delimitación de qué áreas
se consideran incluidas en el sistema límbico varía entre los autores.
Añadimos aquí un esquema en el que pueden verse algunas de las
áreas implicadas, que tienen que ver con el procesamiento del
miedo y las emociones negativas (las esenciales para la
supervivencia): la amígdala y otras asociadas a la conciencia de las
sensaciones corporales y las funciones fisiológicas: la ínsula, el
tálamo y el hipotálamo. Muchos autores incluyen las áreas frontales
más dedicadas a la regulación de lo emocional: el córtex
orbitofrontal y el cingulado anterior dentro del propio sistema
límbico, mientras que otros lo entienden como dos sistemas
diferenciados.
Muy generalmente, el córtex prefrontal (además de otras
muchas funciones ejecutivas) se ocupa en parte de regular áreas
relacionadas con las emociones como el sistema límbico. Cabe
destacar que tradicionalmente se ha descrito una relación de
oposición entre el córtex prefrontal y las áreas límbicas a la hora de
regular las emociones (en la que profundizaremos más adelante).
Mientras que las áreas límbicas (y en concreto la amígdala derecha)
se activarían ante situaciones de miedo y estrés, las regiones
frontales se activarían a su vez para «controlar» cognitivamente
dichas emociones y modularlas. El córtex prefrontal tiene en
realidad muchas más funciones, pero en concreto en este momento
nos estamos refiriendo a una capacidad que tiene que se denomina
regulación cognitiva de la emoción. Más en general, el córtex
prefrontal funcionaría como un freno de la activación límbica
excesiva que se genera en contextos de estrés y sobrecarga
emocional. Es decir, nuestras áreas cerebrales más desarrolladas
(las prefrontales) calman a las más primarias (áreas subcorticales,
límbicas, etc.). Del equilibrio que se dé en el funcionamiento de este
circuito dependerá el resultado de la forma de regularse
emocionalmente el sujeto. Si enlazamos esto con el desarrollo
evolutivo de la regulación emocional y el apego temprano, el bebé
recién nacido es emocionalmente «amígdala en estado puro» y la
función de las áreas prefrontales la desempeñarán los cuidadores
primarios.
Por ejemplo, el niño puede tener una reacción de miedo ante un
grito de un adulto en un centro comercial, y esta reacción estará
mediada por una hiperactivación de su amígdala. Un adulto cuenta
con su memoria de experiencias similares y también con su
capacidad de razonamiento (frontal), que le permite darse cuenta de
que ese grito era simplemente un aviso a otra persona que había
perdido la cartera y que, por tanto, no había nada que temer. El niño
se queda con el grito, se queda con el miedo, le gobierna la
amígdala. En esta situación, la reacción del adulto calmando al niño
(no solo con explicaciones, sino también con contacto físico, tono de
voz bajo y una actitud de acogimiento) haría la función de una
corteza prefrontal suplementaria que el niño todavía no ha
desarrollado en plenitud. Sin esta regulación por parte de los
adultos, el niño puede vivir el entorno como más amenazante de lo
que es en realidad y perpetúa su miedo, que cada vez va a más.
Según el modelo de regulación con el que el niño crezca, las
áreas prefrontales se irán modelando en uno u otro sentido:
seremos más capaces de ver nuestras emociones si nos las han
visto, tenderemos a evitarlas si así lo hicieron nuestros cuidadores o
si ellos mismos no afrontaban las suyas, manejaremos las
emociones desde el control si eso fue lo que nuestras relaciones
nos enseñaron. La correspondencia no es directa y unívoca, pero en
las historias de los pacientes muchas veces podemos apreciar el
curso evolutivo de los distintos estilos de regulación emocional,
como veremos más adelante.
Sin profundizar más en la regulación de las emociones (para lo
que habrá tiempo más adelante), nos dirigimos a analizar con
neuroimagen funcional los patrones de activación de las áreas
frontales y límbicas de los sujetos con TC. En relación con las áreas
frontales, la mayoría de los estudios han descrito una hiperfunción
de esas áreas durante los episodios conversivos (episodio agudo),
hallazgo que hay que interpretar con cautela pues diferentes
estudios mostraron resultados contradictorios en función de si
estudiaban unas estructuras u otras (el córtex prefrontal no es un
área simple, sino un conjunto complejo de áreas con funciones y
relaciones muy diversas). Cabe destacar que la corteza frontal no es
una estructura unitaria y que diferentes partes de ella se comportan
de manera diferente durante los episodios conversivos. Por ejemplo,
desde el punto de vista de las respuestas neurofisiológicas se ha
demostrado que los pacientes conversivos no son iguales que los
sujetos sanos ni tampoco son como los sujetos que inhiben el
movimiento voluntariamente, sino que están en un lugar que
comparte características con ambas situaciones. Según un estudio,
los pacientes conversivos utilizan la misma área para inhibir el
movimiento que los sujetos sanos (el giro frontal inferior) y, sin
embargo, la actividad en el córtex prefrontal medial difería de la de
los sujetos sanos (era más parecida a la de los sujetos que
producían una inhibición voluntaria) (Hassa et al., 2016). En virtud
de estos hallazgos, algunos autores consideran que la conversión
se encuentra a caballo entre la voluntariedad y la involuntariedad,
entre lo consciente y lo no consciente. Es como si una parte del
sujeto sí recibiese la información, pero otra parte no fuera capaz de
integrarla. El sujeto no es capaz de regularlo de forma consciente,
pero de algún modo puede influir en ello, hasta un punto, o durante
un tiempo. La conversión se encontraría en un intermedio entre el
movimiento libre y el control voluntario de este, pero es diferente de
ambas situaciones. En cualquier caso y a pesar de los matices, lo
que sí ha sido replicado por varios estudios es el hecho de que la
neurobiología avala la diferencia entre conversivos y simuladores
(Galli et al., 2017; Spence et al., 2000; Vuilleumier, 2005) y por lo
tanto debemos romper definitivamente esta asociación.
Continuando con el análisis del funcionamiento fronto-límbico, si
nos paramos a revisar el papel de las regiones límbicas, en general
podemos decir que se ha detectado una tendencia al
hiperfuncionamiento de dichas áreas (Kozlowska, Griffiths, et al.,
2017) y se ha postulado también que la actividad aumentada tanto
en zonas frontales y límbicas estaría motivada por el estrés
emocional (Aybek et al., 2014). El estrés aumentaría los niveles de
cortisol, lo cual redundaría en una disminución de la conciencia
corporal según algunos autores (Ali et al., 2015). En este caso
parecería que el equilibrio entre la activación frontal y límbica que
mantendría una regulación de las emociones más funcional se ve
roto. El funcionamiento de la corteza límbica no solo está
relacionado con el procesamiento de las emociones (en especial el
miedo), sino también con las reacciones del sistema nervioso
autónomo.
Nuestro grupo de investigación ha realizado una propuesta
teórica al respecto tras revisar la bibliografía existente. Encontramos
que el funcionamiento fronto-límbico no era homogéneo en todas las
manifestaciones del trastorno, es decir, no tenían el mismo patrón
de funcionamiento fronto-límbico los pacientes con unos síntomas
que con otros. Pudimos observar que aquellos pacientes con
síntomas conversivos positivos tendían a presentar hiperfunción
límbica, mientras que la función del córtex prefrontal estaba
disminuida o bien no era suficiente para frenar la avalancha de
activación límbica. Se trataría por lo tanto de un subgrupo de
pacientes en los que las emociones estarían demasiado activas,
descontroladas y resultarían abrumadoras para el sujeto. Por otra
parte, postulábamos que los pacientes con síntomas conversivos
de tipo negativo tendían a presentar un patrón de funcionamiento
fronto-límbico opuesto, con hiperactivación prefrontal que
funcionaría como un freno cognitivo a la hiperactivación límbica.
Describíamos también algunas manifestaciones en las que ambos
patrones aparecían de forma simultánea (Del Río Casanova et al.,
2016b). Sin profundizar más en la cuestión de la regulación
emocional, lo que tratamos de enfatizar en este apartado es que
deben existir alteraciones en el funcionamiento de los circuitos
fronto-límbicos que resulten fundamentales a la hora de generar la
clínica. Según proponíamos, basándonos en los estudios revisados,
la influencia de los circuitos fronto-límbicos sobre áreas
subcorticales (en concreto sobre los circuitos cortico-estrio-tálamo-
corticales) debe ser el mecanismo fundamental relacionado con el
trastorno.
Desde el punto de vista de la neurología, algunos autores han
revisado la presencia de síntomas equivalentes a lo conversivo
(hysteria-like behaviors) en pacientes con lesiones cerebrales,
encontrando estos datos en un 30 % de los pacientes y que estos
síntomas eran más frecuentes en individuos con lesiones cerebrales
difusas como las debidas a encefalitis, anoxia o traumatismo craneal
cerrado, y más en lesiones subcorticales que corticales (Eames,
1992). Laureys, Gosseries y Tononi (2016) sugieren que esto puede
deberse a que estas afecciones podrían afectar a redes neurales
distribuidas. Podemos entender estos hallazgos como un apoyo a la
idea que anteriormente comentábamos de que el problema en la
conversión se produce en el procesamiento tardío y en los
fenómenos asociativos. El problema puede, por tanto, no estar
circunscrito a las áreas prefrontales, sino a procesos asociativos
globales en los que estarían implicadas tanto áreas corticales como
subcorticales.

REGULACIÓN DE ABAJO ARRIBA


Aquí es donde enlazamos con el segundo grupo de autores,
aquellos que defendían que eran las regiones subcorticales las que
estaban alterando el procesamiento sensoriomotor consciente. En
esta línea, Atmaca detectó en un estudio con RMN morfométrica
una disminución en el volumen tanto de los ganglios basales como
del tálamo derecho (y algo menor del izquierdo) en una cohorte de
pacientes conversivos (Atmaca et al., 2006). Esta disminución de
volumen podía interpretarse como fruto de un agotamiento previo de
estas áreas, que con anterioridad hubiesen estado activadas de
forma excesiva, así como debido a un aumento del estrés oxidativo,
según postulaba el autor.
En estos trastornos parece existir una alteración compleja en
las representaciones y procesamiento de alto orden, que se produce
en las zonas donde la función sensoriomotora debe integrarse con
informaciones complejas en cuanto al significado, la relevancia, la
motivación o la acción (Yaz´ic´i y Kostakoglu, 1998; Vuilleumier,
2005). Por lo tanto, además de los circuitos fronto-límbicos, se verán
involucradas otras áreas subcorticales y las vías cortico-estrio-
tálamo-corticales. El tálamo es un núcleo interesante para el tema
que nos atañe, ya que es como una estación de paso para la
información sensorial que procede del cuerpo a través de la médula
espinal y tiene además funciones motoras. Excepto el olfato, todo lo
sensorial ha de pasar por aquí para llegar a la corteza. Tiene
además conexiones con el cerebelo y funciones motoras. El cuerpo
estriado es un componente de los ganglios basales y tiene relación
con los movimientos intencionales u automáticos, el aprendizaje
procedimental, el refuerzo, la planificación y las emociones. Los
ganglios basales están implicados en trastornos del movimiento
como los tics o los temblores. Tanto el tálamo como el estriado son
áreas subcorticales muy interconectadas, por un lado, con la
información del interior del cuerpo y la externa a través de los
órganos de los sentidos y, por el otro, con la corteza cerebral.
Aunque estamos hablando de abajo-arriba versus arriba-abajo,
la propia existencia de estos circuitos nos pone de manifiesto que se
trata de bucles de retroalimentación continua. Se postula que se
produciría un hiperfuncionamiento de las vías fronto-límbicas que
estaría relacionado con la respuesta a condiciones de estrés
marcado. En dichas condiciones acontecería una supresión de las
vías córtico-estrio-tálamo-corticales (de arriba abajo) que
desembocaría en la inhibición del procesamiento sensoriomotor
consciente (Vuilleumier et al., 2001b). Esta supresión de los circuitos
córtico-estrio-tálamo-corticales aparece bajo la influencia de unos
estados afectivos o motivacionales determinados: ante emociones o
sensaciones abrumadoras, o que se conectan con otras que lo
fueron en el pasado, las áreas reguladoras corticales responden
tratando de controlar y ahogar esa respuesta emocional y sensorial.
Por otro lado, aunque algunos autores enfatizan el papel del
tálamo en este trastorno, otros postulan que los ganglios basales
tendrían un papel más importante. Llinás refiere que el tálamo como
encargado de conseguir integrar la información proveniente de
diferentes áreas corticales y subcorticales resulta primordial en el
proceso que venimos describiendo, postulando que se produciría en
el TC un síndrome de disritmia o disincronía tálamo-cortical (Llinás
et al., 1999). Por su parte, Vuilleumier postula que los ganglios
basales en general, y el núcleo caudado en particular, estarían
especialmente bien situados para modular los procesos motores
basados en estados emocionales procesados en el sistema límbico
(Black et al., 2004; Vuilleumier et al., 2001b). El autor destaca que
se han encontrado hallazgos similares en personas con alta
disociación entendida como rasgo (Veltman et al., 2005), así como
en personas que padecen o han padecido un trastorno disociativo
(Elzinga et al., 2007). Repetimos de nuevo que las áreas cerebrales
involucradas en los TD son similares a aquellas involucradas en los
TC con la excepción de que en estos últimos se verán más
implicadas las vías relacionadas con la función motora y sensitiva.
Ahora tomemos estos hallazgos y tratemos de darles forma.
¿Cómo explicarle a un paciente «científicamente» qué es lo que les
sucede? Esta primera explicación es fundamental en las fases
iniciales de la terapia. Además veíamos que es frecuente que los
pacientes no lleguen en primera instancia al psiquiatra o al
psicólogo, sino que acostumbran a ser valorados por otros
especialistas en busca de una explicación médica a lo que les
sucede. Si todos los agentes implicados transmitiésemos a los
pacientes y a sus familias una explicación coherente, tendría un
potencial muchísimo mayor, y además prevendríamos el daño que
visiones discrepantes o negativas pueden causar en los afectados
por estos problemas.
Carmen creció en la exigencia. Hiciera lo que hiciese, nunca era
suficiente para sus padres. Hizo danza clásica de pequeña, en gran
parte por deseo de su madre, y el entrenamiento estricto en esta
disciplina acentuó sus rasgos de carácter. Tras muchos años de
ignorar sus necesidades, de no permitirse «ser débil», de pedirse
por encima de lo que podía, empieza a sufrir episodios de asma que
la limitaban con la danza, ante lo que reaccionó presionándose aún
más. Llegado un momento, su sistema quebró y su cuerpo dejó de
responderle. Sufría episodios de parálisis periódicos, que toleraba
muy mal. Su familia (en la línea habitual) le transmitía que no «ponía
de su parte» y que no «luchaba contra el problema». Lo que percibió
en muchos de los médicos cuando las pruebas complementarias
salían negativas fue rechazo, desconfianza, que la ponían a prueba
tratando de «pillarla» en lo que no dejaban de ver como cierta
simulación. En más de una de sus visitas a urgencias escuchó de
los profesionales consejos que trataban de ayudarla a relativizar el
problema, pero que ella solo leía desde las resonancias que ello le
generaba: «Lo que yo siento, mi sufrimiento, no importa». Es cierto
que Carmen era extremadamente sensible a estas expresiones que
tantas veces había visto en la cara de sus padres. Pero
precisamente por eso, hemos de procurar no acabar repitiendo justo
lo que estuvo en el origen del problema. Una enfermera la atendió
un día con amabilidad e interés y le dijo «Tienes que estarlo
pasando fatal con esto». Carmen quedó impactada y le respondió
emocionada: «En todo este tiempo, nunca nadie me había dicho
eso». Contrariamente a la hipótesis predominante sobre la
conversión, esta intervención no planificada de la enfermera no
generó un incremento de los síntomas de Carmen. Por supuesto,
tampoco hizo magia, pero hubiese sido un buen comienzo para un
proceso psicoterapéutico.
A menudo, cuando se le dice al paciente (directa o
indirectamente) que está fingiendo o manipulando no se consigue
más que levantar las alertas y mecanismos defensivos de la
persona y nos aleja de poder establecer un vínculo colaborativo. El
paciente puede —ahora sí— dar rienda suelta a sus síntomas,
aflojar la contención sobre los mismos, y dejar que se manifiesten
en su máxima expresión ante los profesionales. A veces, si la
persona viene de una historia de no haberse sentido visto o de no
haber recibido validación de sus necesidades y emociones, puede
incluso anticipar esta respuesta en los demás antes de que se
produzca, o ser extremadamente sensible a ella. Si en estos casos
(que no representan el 100 % de los pacientes conversivos) lo
interpretamos como una manipulación consciente y voluntaria con el
único objeto de ejercer control y poder sobre los demás a través del
síntoma, nuestro diagnóstico será erróneo (recordemos que no es lo
que muestran las pruebas de neuroimagen).
Como es frecuente que la persona haya tenido consultas
previas y haya percibido esta actitud por parte de los profesionales o
de su entorno, hemos de neutralizar esta interpretación de modo
explícito. Explicarle al paciente que le creemos, que sabemos que
no se lo está inventando, decirle que hay cosas que no se pueden
fingir y que esta es una, que sabemos que algo serio le está
pasando y que estamos ahí para entenderlo juntos es un buen punto
de partida. Se puede hacer mención de que otras personas han
pasado por los mismos síntomas e incluso se pueden explicar los
estudios que hemos mencionado y que dicen que las personas que
fingen tienen otro patrón de activación neural diferente. Si se le
comunica de forma directa que lo que le pasa es algo «psicológico»,
enseguida aparece en el paciente la sombra de «piensan que me lo
estoy inventando» y en la familia la de «nos está manipulando». De
manera que tendremos que buscar una forma cuidadosa para que la
persona pueda asumir que efectivamente lo que le está sucediendo
tiene un componente psicológico importante, que es una forma que
tiene de reaccionar ante vivencias angustiantes (sea consciente o
no, y esto hay que explicitarlo). Una posibilidad es comenzar
dibujando un cerebro y explicándole lo que sucede dentro: «Es
como si tu cerebro estuviese desprogramado. En realidad sí que
eres capaz de ver/oír/mover/sentir (en función de la modalidad
afectada), pero tu cerebro no es capaz de integrar la información ni
de darse cuenta del origen de los síntomas, estos surgen
automáticamente». Esto suele abrir una ventana de oportunidad
porque el paciente puede empezar a asumir que la cuestión tiene
que ver con su funcionamiento psíquico, pero a la vez le permite
ponerlo fuera («Es mi cerebro el que funciona así») y esto de
entrada es más asimilable. Con el paso de las sesiones, la finalidad
es que la persona pase de asumir que eso es algo que le sucede a
su cerebro a asumir que es su forma de reacción ante diversas
situaciones y que, por tanto, tiene una responsabilidad en ello: «Es
algo que me pasa, pero algo que yo puedo aprender a modificar». Al
registrar las situaciones en las que el paciente presenta los
síntomas y los desencadenantes podríamos iniciar un relato en
torno a la función que los síntomas tienen y, por lo tanto, avanzar en
adquirir responsabilidad sobre el cambio.
Retomando la cuestión neurobiológica que nos compete,
podemos resumir que los síntomas sensoriomotores que aparecen
en los trastornos conversivos surgen en parte asociados a cambios
funcionales en los circuitos neurobiológicos que reciben, emiten,
asocian y procesan los estímulos somatosensoriales. La alteración
es en su funcionamiento, que se produce de forma desordenada y
poco adaptada al entorno. Esto puede ocurrir de muchas maneras:
• Algunas personas están constantemente chequeando el entorno
en búsqueda de un daño potencial en forma de hostilidad,
rechazo, crítica o falta de afecto. Son, como comentábamos,
expertos detectores de amenazas. Esto puede hacer que sus
respuestas iniciales sean extremas y pongan a prueba sus
capacidades reguladoras. Tras años de una regulación
emocional ineficiente, puede producirse además una
acumulación de residuos emocionales que sometan a más
presión el sistema. El trabajo aquí es vigilar esos disparadores
desde lo relacional y trabajarlo desde la relación terapéutica y el
análisis colaborativo entre paciente y terapeuta de estas
situaciones, tanto del presente como de la historia temprana.
También ayudarán estrategias terapéuticas encaminadas a
cambiar las respuestas automáticas, a bajar el nivel de
activación y la reactividad, y a desmontar los sistemas de
regulación emocional no eficientes.
• Las áreas integradoras, tanto a nivel subcortical (las estaciones
de paso del tálamo y el estriado) como a nivel cortical (las áreas
prefrontales) pueden no conseguir realizar su función. A veces,
esto puede depender del contenido específico de aquello que
ha de ser integrado, de su significado. Por ejemplo,
sensaciones sexuales cuando ha habido un abuso pueden ser
imposibles de integrar con otra información, si los recuerdos
iniciales habían sido disociados. Otras veces no hablaríamos
tanto de una disrupción, sino de un infradesarrollo de
determinadas funciones. Las áreas integradoras no pudieron
desarrollarse porque no existieron figuras cuidadoras que
modelaran y entrenaran esas capacidades, hubo cuidadores
poco mentalizadores que no promovieron capacidades
reflexivas, o que aceptaron determinados aspectos del niño
mientras rechazaban o ignoraban otros. En el primero de los
casos (la experiencia no puede ser integrada porque genera
emociones abrumadoras e inintegrables por las estructuras
cerebrales) podremos encontrar un significado simbólico a los
síntomas en conexión con una experiencia o experiencias
concretas. En el segundo caso, la dificultad en las funciones
integradoras habría que entenderla más como un infradesarrollo
de algunas funciones mentales superiores, debido a cuestiones
que tienen que ver con el desarrollo evolutivo. El trabajo en el
primer caso es dar sentido. En el segundo, es reconstruir desde
la base un sistema que ha evolucionado poco o con
disfunciones.

Una hiperreactividad basal, un sistema de procesamiento


emocional ineficiente que se desborda ante determinadas
experiencias y dificultades en la integración de la información a
niveles superiores pueden confluir por lo tanto en la génesis del
trastorno conversivo. También determinados factores de
vulnerabilidad genética, que se sumarían a una exposición repetida
a acontecimientos traumáticos y estresantes, contribuirían a su
aparición y mantenimiento (Harvey et al., 2006).
Hemos de recuperar pues el control voluntario sobre lo
automático, adquirir consciencia sobre lo que no es consciente,
asumir responsabilidad sin culpa, integrar elementos como los
disparadores, los recuerdos con los que se conectan, la respuesta y
sus consecuencias. ¿Cómo trasladar esto al día a día con el
paciente? Diríamos algo así como: «¿Te fijas que siempre que has
hecho un movimiento para independizarte de tu familia han
empeorado las crisis?» o bien «Hemos podido ver juntos que
cuando sientes rabia y no la expresas empiezas a tener un
movimiento involuntario en la mano, ¿te das cuenta? Tus emociones
y tus motivaciones están relacionadas con los síntomas que
presentas». «Esto es estupendo, porque significa que podemos
encontrar un camino para cambiarlo.»
Y así, poco a poco, el paciente podrá ir completando una
narrativa en torno a los síntomas en la que gane cierto sentido de
agencia sobre ellos. Sabrá que no decide qué movimientos
presenta, pero entenderá también que si se mete en ciertas
situaciones que emocionalmente le cueste gestionar, los
movimientos aparecerán. También podrá ir aprendiendo cómo los
síntomas influyen en las relaciones con los demás y se trabajará por
romper patrones de dependencia cuando estos se produzcan, o por
aprender a dejarse ayudar cuando esto le cueste.
Sin embargo, hay que saber que este es un proceso lento, que
en un primer tramo de la terapia los síntomas se pueden asumir
mejor aludiendo a su carácter de automatismo y sin forzar que el
paciente los considere como propios. Con el tiempo, el trabajo
terapéutico irá en la línea de poder entender que los síntomas son
suyos y, por lo tanto, que son una parte más de sí mismo. Una parte
que le da información sobre lo que le ha lastimado en el pasado y
sobre lo que le lastima en la actualidad, sobre qué tipo de
situaciones es capaz de procesar y cuáles se le atascan, sobre qué
emociones expresa verbalmente y cuáles expresa el cuerpo. Toda
esta narrativa en torno a la función del síntoma no se puede
construir si partimos de acusar al paciente de manipulador o
simulador. Aun en aquellos casos en los que exista una ganancia
secundaria clara en los síntomas (relacionada con ser querido, con
tener atención, con eludir responsabilidades...), esta es
precisamente una cuestión sobre la que intervenir paulatinamente
en terapia, y no un lugar para la pelea con el paciente que, de no
sentirse entendido, seguirá manifestándose a través de los
síntomas.
Finalizando con este trocito de neurobiología que venimos de
explorar, no quisiéramos dejar de lado una cuestión en la que no
profundizaremos, pero que sí queremos mencionar dada la
controversia que ha tenido a lo largo del siglo pasado.
Tradicionalmente, se consideraba en virtud de los primeros estudios
existentes que los síntomas conversivos eran más frecuentes en la
mitad izquierda del cuerpo. Se postuló que aparecían en el
hemicuerpo izquierdo por estar este bajo influencia del hemisferio
derecho y se llegó a establecer un paralelismo entre la clásica belle
indifférence y la anosognosia parietal derecha (la incapacidad para
percibir los propios déficits que aparecía en pacientes neurológicos)
(Devinsky et al., 2001; Galin, 1977; Merskey y Watson, 1979;
Putnam, 1998; Trimble, 1991). Se postulaba, por tanto, que había un
parecido en los mecanismos que producían la anosognosia parietal
derecha y la conversión. También se postuló que una desconexión
entre el hemisferio derecho y el izquierdo pudiera estar en la base
del trastorno (Ali et al., 2015). Con el paso del tiempo, se
continuaron realizando estudios en torno a la lateralización de los
síntomas. En relación con esta cuestión, la revisión sistemática más
profunda que conocemos la realizó Stone (2002), quien halló, en
contra de lo que se creía, una mayor frecuencia de sintomatología
conversiva sensitiva y motora en el lado derecho del cuerpo frente al
izquierdo. Se incluyeron todos los estudios publicados que contaran
con este dato, independientemente de que su objetivo fuese evaluar
la lateralización de los síntomas, por lo que se interpretó que los
estudios centrados en la lateralización podrían estar sesgados o ser
insuficientes para sostener la propuesta clásica al respecto. La
controversia no está cerrada.

Neurofisiología

Continuemos pues dándole una vuelta a lo que sucede desde el


punto de vista neurofuncional en los pacientes con TC. En este
caso, profundizaremos en las aportaciones que nos traen los
estudios neurofisiológicos tanto sobre el funcionamiento del Sistema
Nervioso Central como del Sistema Nervioso Autónomo
(electroencefalograma cuantitativo, potenciales evocados
principalmente, magnetoencefalografía y electromiografía).
Podemos decir que los estudios con EEG y potenciales
evocados han permitido descartar la existencia de un daño orgánico
en las fibras sensoriomotoras, comprobándose la integridad de las
mismas (Vuilleumier, 2005). Se confirma, por tanto, la idea de que
no hay un daño estructural a este nivel que explique los síntomas.
Los estudios con técnicas neurofisiológicas suelen ser menos
finos a la hora de delimitar áreas concretas afectadas (no identifican
tan bien qué zonas del cerebro están afectadas como lo hacen los
estudios de neuroimagen funcional) y, sin embargo, resultan muy
útiles a la hora de delimitar cuándo suceden los fenómenos (por
ejemplo, son capaces de estudiar las respuestas eléctricas del
cerebro en los milisegundos posteriores a un estímulo). De esta
forma, las diferentes técnicas neurofisiológicas que presentaremos
nos aportarán datos, no tanto sobre circuitos, sino sobre procesos:
cómo sucede y cuándo sucede.
De los resultados de este tipo de estudios se han extraído dos
posibles líneas de razonamiento, que explican las alteraciones
neurofisiológicas que aparecen en la conversión de dos maneras
diferentes: 1) existen alteraciones en la «puerta de entrada» de la
información o bien 2) las alteraciones suceden en estadios
posteriores del procesamiento. En la década de los noventa, la
primera hipótesis tomaba fuerza y se consideraba que había un filtro
atencional que no dejaba pasar la información (en el que se vería
implicado el tálamo). Con el avance de la investigación y la llegada
de técnicas neurofisiológicas más sofisticadas, diversos estudios
han ido apoyando más bien la segunda idea. Ya en los años
sesenta, alguno de los primeros estudios con
magnetoencefalografía (MEG) y EEG habían encontrado una
amplificación paradójica (y no una atenuación) de las respuestas a
estímulos táctiles durante la anestesia histérica (Lader y Sartorius,
1968), lo cual resulta congruente con los hallazgos que hemos
presentado en el apartado destinado a aportes de la neuroimagen
funcional.
Con el incremento de la investigación en la materia se ha
pasado de considerar que existía una alteración en el
procesamiento temprano de la información a considerarse que la
disfunción tendría lugar en momentos más tardíos, que se situarían
en los límites entre el procesamiento consciente e inconsciente.
Para esto se ha estudiado la onda p300, un potencial evocado que
aparece en estadíos tardíos del procesamiento (a partir de 300
milisegundos) y que se ha relacionado con el procesamiento
cognitivo de la información. Se sabe que esta onda se ve modificada
por factores emocionales, volitivos y atencionales. Cuando se ha
estudiado la p300 en pacientes conversivos, se ha visto que durante
el episodio agudo había una disminución en la amplitud de este
potencial evocado tardío (Rief et al., 1998) y que, además, dicha
disminución era inversamente proporcional al nivel de
traumatización del sujeto. En este caso, los resultados son similares
a los encontrados en cohortes de pacientes disociativos. Kimble
describió en militares que sobrevivieron a experiencias traumáticas
que existía una disminución de la p300 y que esta se relacionaba
también con el trauma. La onda disminuía su amplitud tanto cuando
realizaban experimentos en los que se pedía al paciente detectar un
estímulo «raro» (por infrecuente) frente a un fondo de estímulos
habituales, como cuando se les pedía detectar estímulos
novedosos. Esta disminución de la amplitud se correlacionaba tanto
con el trauma como con la disociación. Kimble encontró resultados
similares en pacientes conversivos durante el episodio agudo,
observando que esta disminución de la amplitud de la p300 se
normalizaba tras la recuperación sintomática (Kimble et al., 2010).
Además, es curioso que en un estudio se haya observado que los
pacientes con alto apercibimiento interoceptivo (aquellos que tienen
aumentada la conciencia de las sensaciones del interior del cuerpo)
tenían una amplitud de la p300 mayor que aquellos con bajo
apercibimiento interoceptivo (Pollatos et al., 2005). En estos últimos
pacientes, que tienen dificultades para percibir sus sensaciones, se
encontró por tanto un patrón similar al que venimos de describir para
nuestros pacientes conversivos y disociativos. Un estudio posterior
del mismo grupo relacionó estos hallazgos con la presencia de
alexitimia como rasgo de personalidad. Estudiaron en un grupo de
pacientes, la reducción de la p300 tras un ejercicio de revaloración
(reappraisal ). Lo normal es que esta onda disminuya cuando se
utiliza esta estrategia de regulación emocional y, sin embargo, en los
pacientes con altas tasas de alexitimia esto no sucedía (Pollatos y
Gramann, 2012). Todos estos hallazgos nos hacen pensar que hay
algo en común entre los sujetos expuestos a trauma, los sujetos con
dificultades para percibir las sensaciones corporales y los
alexitímicos. En todos estos grupos de pacientes, los procesos
tardíos vinculados con la motivación, la volición y la regulación de
las emociones se ven disminuidos en su eficiencia. Se trata, por
tanto, de pacientes que tienen dificultades a la hora de calmar una
emoción que les resulta desbordante porque las estrategias
cognitivas que ponen en marcha no les son útiles y porque las
percepciones que les llegan de su propio cuerpo les son confusas.
De tal modo, los factores motivacionales, emocionales y
volitivos relacionados con esta onda deben desempeñar un papel
importante a la hora de inhibir el procesamiento sensoriomotor
consciente en nuestros pacientes conversivos y disociativos. De
hecho, Kirino et al. estudiaron la atenuación de la onda p300 en
pacientes disociativos y explicaban que esta era fruto de una
retroalimentación negativa desde el lóbulo temporal medial hasta la
corteza para disminuir el flujo de información entrante (reducir la
llegada de estímulos), los recursos atencionales disponibles
(prestarles menos atención) y la actualización de la memoria de
trabajo para evitar una hiperfunción de la memoria a largo plazo
(intentar que los recuerdos no se queden) (Kirino, 2006). Es decir, lo
que se plantea es que se estaría poniendo en marcha un
mecanismo (de tipo retroalimentación negativa) que permitiría limitar
el procesamiento de la información entrante, en un contexto en el
que precisamente el sujeto no quiere y no puede saber más, y no
quiere pensar en ello ni recordarlo, porque le resulta estresante o
doloroso. Esta atenuación de los procesos integrativos tardíos sería
la responsable de frenar el procesamiento proveniente de áreas
sensoriomotoras. Para confirmar estos hallazgos, el autor también
observó que durante los episodios disociativos de los pacientes,
estos mostraban disminución de la p300, pero no presentaban
modificaciones en el EEG cuantitativo o QEEG. En el QEEG pueden
verse patrones EEG distintos en estados de alerta-somnolencia-
letargia, es decir, en distintos niveles de conciencia. El autor
postulaba a partir de estos resultados que no existía un
estrechamiento en el campo de conciencia que frenara la entrada de
información, sino que la disociación tenía que ver con procesos más
tardíos que sucedían en el ámbito del procesamiento cognitivo de la
información.
Es resumen, podemos decir que, según este grupo de estudios,
no es que exista un filtro rápido de la información que impida que
esta pase de áreas sensoriomotoras a zonas asociativas, sino que
lo que aparecen son alteraciones en el procesamiento más tardío.
En esta temporalidad más tardía de la ventana de procesamiento,
las funciones del cerebro están relacionadas con la asociación de
información, con la motivación y la regulación cognitiva de las
emociones.
Estos hallazgos son congruentes con los que presentábamos
en el apartado destinado a la neuroimagen funcional, donde
veíamos que había una hiperreactividad basal unida a dificultades
en la integración de la información a niveles superiores. Si
conectamos esto con la teoría de Porges, ante esta situación
existirían tres opciones: 1) el sistema ventrovagal relacionado con la
conexión social se pone en marcha y la persona se regula
sanamente (por ejemplo, si consigue calmarse contando su
situación a alguien que le sea de ayuda), 2) el sistema nervioso
simpático se pone en marcha y esta hiperactivación generalizada
lleva a respuestas «por exceso» o 3) el sistema dorsovagal se pone
en marcha produciendo el colapso, frenando así la hiperactivación
por «apagón generalizado».
Por último, y en otro orden de cosas, queremos destacar una
particularidad que cierto grupo de estudios nos pone delante. Por un
lado, Kirino argumentaba que el tipo de procesamiento que se da
durante los episodios tiene como finalidad disminuir la entrada y
fijación en la memoria de nuevas vivencias que pueden resultar
perturbadoras. Sin embargo, otros autores han encontrado que los
pacientes con TC tienden a interpretar los estímulos repetidos como
si se tratase de estímulos nuevos (se ha descrito una disminución
en la habituación entre estímulos repetidos) (Horvath et al., 1980;
Hetzel-Riggin y Wilber, 2010; Lader y Sartorius, 1968; Moldofsky y
England, 1975). Es decir, por un lado, es como si los pacientes se
defendieran de que entrase nueva información y, a la vez, es como
si no supiesen acostumbrarse a la información que entra, como si
cada vez que vivieran algo fuera como la primera vez. Lo habitual es
que cuando un estímulo se va repitiendo, nos vayamos
acostumbrando y reaccionemos con menos intensidad ante él, es
decir, que nos habituemos. Si el sujeto no se acostumbra, está
activado todo el tiempo y el grado de activación que se genera será
proporcional al intento de inhibición de la información. Cuando
profundicemos un poco más en cómo estos pacientes regulan sus
emociones (en especial las que les resultan desagradables), podrá
entenderse más claramente este concepto. Lo que todavía no ha
podido clarificarse son los fenómenos exactos que subyacen a todo
esto. Se plantea que dichos pacientes pueden tener una falta de
habituación a los estímulos (no distinguen estímulos nuevos de los
que no los son, permaneciendo alerta de forma constante) o incluso
que los pacientes se van sensibilizando con la exposición reiterada
a estímulos negativos (cada vez la capacidad de detectar amenazas
es mayor, aumentando la alerta y llegando a interpretar como
amenazantes estímulos que no lo son). También se postula que
pueda existir una mayor activación fisiológica basal en estos
pacientes (están en alerta permanente) o que los pacientes puedan
presentar una dificultad para realizar cambios en los ámbitos
cognitivo e integrativo (el paciente percibe con normalidad los
estímulos, pero la experiencia no modula la percepción de
posteriores episodios). En cualquiera de los casos, queda patente
que la conversión no cursa con una especie de estrechamiento de la
conciencia o de anulación de la percepción, sino que es un
fenómeno relacionado con una sensibilidad excesiva y desregulada,
y con la manera como el cerebro gestiona esto más tardíamente. Tal
y como comentábamos, ambos factores pueden ser multiplicativos
más que excluyentes. La activación basal incrementada y la mayor
reactividad a diversos estímulos pondrán a prueba la capacidad
integradora de las áreas asociativas del cerebro (infradesarrollada o
disfuncional) o hará más difícil el procesamiento tardío de esa
información.
Si tenemos esto en cuenta, nuestro trabajo no ha de ser
únicamente ayudar a integrar, sino también ayudar a reducir la
activación basal. En este sentido, hemos tenido buenos resultados
con intervenciones que inciden directamente en la activación, como
la medicación (por ejemplo, algunos antidepresivos), el
neurofeedback y el biofeedback (en sus modalidades estudiadas
empíricamente) o con intervenciones terapéuticas que presentan un
efecto directo sobre el sistema nervioso autónomo como EMDR* (la
estimulación bilateral ha demostrado asociarse de modo consistente
a un efecto parasimpático) (Elofsson et al., 2008, Sack et al., 2008).
CAPÍTULO 9

VULNERABILIDAD Y CICATRICES: EL PAPEL DE


LAS EMOCIONES

El capítulo anterior nos ha servido como preludio de lo que vamos a


desarrollar ahora. El estudio de la neurobiología y neurofisiología del
trastorno conversivo nos ha puesto en la senda del mundo de las
emociones, al observarse que los procesos tardíos de regulación
emocional se encontraban alterados en estos pacientes.
Dedicaremos este capítulo a profundizar en el papel de las
emociones y su regulación en nuestros pacientes conversivos.
Intentaremos dar unas pinceladas generales sobre qué es la
regulación emocional y por qué es tan importante tenerla en cuenta
en este tipo de pacientes, para abordar en el siguiente capítulo y de
forma más concreta cuáles son los principales patrones de
(des)regulación emocional que podemos encontrarnos en el TC.
Existen múltiples definiciones de la regulación emocional desde
perspectivas muy diferentes, algunas de las cuales introduciremos a
continuación. Una de las más utilizadas es aquella que entiende la
regulación emocional como un proceso a través del cual se
procesan y se modifican las vivencias con carga emocional. Según
Gross (2007), la regulación emocional hace referencia a la
capacidad de modificar componentes de la experiencia emocional
que incluyen la respuesta fisiológica, la vivencia subjetiva, la
expresión verbal y no verbal, así como las conductas secundarias a
la emoción. Sin embargo, no todos estos componentes son
modificados de forma voluntaria a través de un cambio cognitivo o
una modificación dirigida del componente corporal. Otros autores
definen la regulación emocional como la primera respuesta
emocional que tiene un carácter inmediato, automático e implícito
(Lazarus y Folkman, 1984). Las estrategias de regulación emocional
también se han diferenciado en función de si actúan sobre la
respuesta ante la emoción o la significación que se atribuye a la
misma. En este sentido, mecanismos como la evitación, la
aceptación y la rumiación (dar vueltas y vueltas al estado emocional)
modifican la atención sobre el impacto emocional, mientras que el
de revaluación (cambiar la perspectiva) supone una forma de
cambio cognitivo-lingüístico. Por su parte, la amplificación emocional
y la supresión son formas de modulación centradas en la respuesta
(Marino et al., 2014).
Por otro lado, las emociones no son solo fenómenos
intrapsíquicos, sino también relacionales. Algunas personas son
autosuficientes para regularse, y en ocasiones esto sucede de modo
extremo, no recurriendo nunca al otro como ayuda para modular el
estado emocional. En el otro lado de este contínuum estarían
aquellos que son altamente dependientes de los demás para
regularse. Hablaríamos en este caso de heterorregulación de la
emoción o de corregulación.
Por último, se ha distinguido también entre aquellas estrategias
que son adaptativas y aquellas que no lo son. En este sentido, se ha
utilizado el término «desregulación emocional» para englobar una
amplia gama de procesos y respuestas emocionales que resultan
poco adaptativas. Se simplifica el término entendiendo que la
desregulación emocional es fruto de la falla en la normal regulación
de las emociones.

a. No es objeto de este texto profundizar en lo que es la


(des)regulación emocional ni en cómo se aborda. Existen
múltiples textos que desarrollan el constructo desde el punto de
vista teórico en profundidad como Handbook of emotion
regulation, de James J. Gross (2007) o Emotion regulation. A
matter of time, de Pamela Cole y Tom Hollenstein (2018),
mientras que otros revisan los efectos del trauma relacional
sobre el desarrollo de los niños y sus estrategias de regulación
emocional cuando se hacen adultos como Affect dysregulation
and disorders of the self, de Allan Schore (2003) con sus
actualizaciones posteriores. También existen múltiples textos
que estudian este constructo en trastornos diferentes y también
otros más centrados en la intervención psicoterapéutica desde
la perspectiva emocional, entre los que destacamos a dos
autoras españolas: María José Pubill (2016), desde un enfoque
integrador, y Anabel Gonzalez (2019), desde la perspectiva de
EMDR.

De tal forma, para profundizar en la cuestión pueden


consultarse estos y otros muchos títulos. Simplemente quisiéramos
dedicar un capítulo a reflexionar sobre la cuestión de la regulación
emocional en los pacientes con trastorno conversivo, sobre la cual
hay cada vez más estudios disponibles, pero alrededor de la cual
falta un cuerpo teórico que dé sentido a hallazgos dispares.
Como la regulación de las emociones es una cuestión
transdiagnóstica, presente en múltiples trastornos psiquiátricos
(aunque con características a veces compartidas y a veces
diferentes entre unos y otros), veremos que algunas de las
reflexiones que aportamos no son específicas del TC, pero sí se dan
en nuestros pacientes conversivos. De tal modo, consideramos que,
a la hora de reflexionar sobre el papel de la desregulación
emocional en el TC, deberíamos empezar por englobarlo dentro de
un contexto más amplio, en este caso, el de los trastornos del
espectro postraumático.

Trauma y desregulación emocional: una visión transdiagnóstica

Antes de profundizar en cuestiones más concretas sobre cómo los


pacientes con TC tienden a regular sus emociones, necesitamos
reflexionar sobre las relaciones entre el trauma y la desregulación
emocional. En el capítulo 5 aportábamos una mirada al trastorno
conversivo como parte de un grupo más amplio de trastornos
relacionados con el trauma. Sin embargo, la idea de que una o
varias experiencias traumáticas causan el TC de modo directo es
excesivamente simplista. Sí que se conocen las altas tasas de
acontecimientos traumáticos (especialmente abuso sexual y
maltrato en la infancia) en cohortes de pacientes con TC, pero su
papel en la patogénesis del trastorno no está claro. Como todo en el
funcionamiento de la mente humana, reviste una mayor
complejidad. Veamos lo que podemos entender a partir de la
evidencia que la investigación ha ido aportando al respecto.
Un estudio reciente en población infantil ha encontrado que el
trauma acumulativo afecta al comportamiento a través de tres vías:
la de la regulación emocional por sí sola, la de la disociación por sí
sola, y una tercera vía en la que se combinan tanto la disociación
como la desregulación emocional (Hébert et al., 2018). Por su parte,
Briere propuso que la relación entre la exposición al trauma y la
disociación estaba mediada por dos factores independientes que
serían el desarrollo de un trastorno por estrés postraumático (TEPT)
y la disminución en las capacidades de regulación emocional
(Briere, 2006; Briere et al., 2010). Compartimos la opinión de Briere,
quien propone que el trauma no llevaría inequívocamente a la
persona a presentar una respuesta disociativa (o en este caso,
conversiva), pero que, sin embargo, cuando aparece clínica de este
tipo casi siempre hay una historia traumática que debe ser atendida.
Proponía que el trauma sería una condición necesaria pero no
suficiente para generar la aparición de clínica disociativa (que
extrapolamos a disociación somatomorfa en donde el fenómeno no
está tan estudiado). A raíz de los trabajos de este y otros autores
(Van Dijke et al., 2013; Van der Hart et al., 2011; Van der Kolk et al.,
1996; Mosquera et al., 2014), que poco a poco han ido acumulando
cuerpo teórico y experiencia clínica trabajando sobre la base de que
la desregulación emocional es un factor de capital importancia en la
génesis y el mantenimiento de los trastornos del espectro
postraumático, esta cobró importancia como una de las dianas
fundamentales para la psicoterapia.
Esta relación entre trauma y desregulación emocional es un
hecho común que no se puede achacar a un único trastorno y se ha
venido observando en diferentes categorías clínicas relacionadas
con el espectro postraumático (tal y como lo definíamos en el
capítulo 5). Es, por lo tanto, una condición transdiagnóstica que
afecta al TC, pero no solo al TC.
Esta forma compleja de relación entre el trauma y la
desregulación emocional ha comenzado a ser estudiada con más
profundidad en los últimos años. Hemos visto que cuando hay
exposición a acontecimientos traumáticos, se altera la forma de
percibir el mundo emocional de tal modo que hay una propensión a
que la persona reaccione ante nuevos estímulos emocionales de
forma patológica. De igual modo, las personas con una
predisposición constitucional a tener dificultades en la forma de
regular sus emociones serán más propensas a la traumatización
posterior (ante un mismo evento, una persona puede ser más
sensible a traumatizarse que otra). En este sentido, han sido
planteadas dos hipótesis para entender la dualidad trauma-
desregulación emocional.

1. La desregulación emocional se entendería como consecuencia


del condicionamiento del miedo y la sensibilización al estrés en
la infancia.

Según esta hipótesis, la desregulación emocional que sufren


estos pacientes se entendería como una consecuencia de las
vivencias traumáticas y estresantes. Dichas vivencias causarían
mayor desregulación si aconteciesen en la infancia cuando el
cerebro del niño está todavía inmaduro y sus capacidades de auto y
heterorregulación todavía están poco desarrolladas y, por lo tanto,
se encuentra más indefenso ante situaciones vivenciales difíciles.
Y, precisamente, sobre la influencia de los eventos traumáticos
y la función del apego durante la infancia en la maduración de las
estructuras cerebrales han hablado múltiples autores. Siegel o
Schore entre otros han enfatizado que las interacciones afectivas
del niño en la infancia con su entorno social influencian de manera
directa la maduración posnatal de algunas estructuras cerebrales
relacionadas con la regulación emocional (Siegel, 1999; Schore,
2002). El tipo de apego que el niño establece con las figuras
cuidadoras principales (a menudo los progenitores) influye en su
maduración tanto cognitiva como emocional (Landers y Sullivan,
2012; Moriceau et al., 2009; Sullivan, 2017). Tras una revisión
exhaustiva de la literatura al respecto, Schore (2002) consideró que
cuando se daban situaciones de negligencia, maltrato y/o abuso por
parte de los progenitores, el potencial psicopatogénico y de daño de
estructuras cerebrales era mayor que el que acontecía ante otro tipo
de experiencias traumáticas. En estas situaciones de traumatización
compleja, se verían dañadas estructuras relacionadas con los
sistemas de apego y de regulación del miedo que se localizan
fundamentalmente en el área subcortical. La desregulación
vinculada al trauma complejo y al trauma de apego vendría también
mediada por cambios neurohormonales, como los que el estrés
produce en el eje hipotálamo-hipofiso-suprarrenal, por alteraciones
en la maduración de algunas áreas cerebrales relacionadas con la
regulación emocional, como la corteza prefrontal y el CCA, así como
por las modificaciones en el funcionamiento límbico que suceden
ante el estrés (la amígdala se hiperactiva de forma aguda mientras
el córtex prefrontal trata de frenar, a menudo de forma ineficaz, la
avalancha emocional). Para más información al respecto
recomendamos consultar el texto anteriormente referenciado de
Allan Schore.

2. La desregulación emocional funcionaría como factor de


vulnerabilidad previa capaz de exacerbar el miedo y la
desregulación posteriores.
Existen también un número importante de estudios que apuntan
a esta segunda hipótesis. En esta línea de pensamiento, se
argumenta que la persona tendría una vulnerabilidad genética que
marcaría un patrón de funcionamiento cerebral determinado a la
hora de regular las emociones y lidiar con situaciones estresantes y
traumáticas. En virtud de esta vulnerabilidad biológica, ante la
exposición a vivencias traumáticas el niño predispuesto tendría más
facilidad de desregularse que otros, exacerbándose sus respuestas
de miedo y apareciendo estrategias menos funcionales para
conseguir calmarse. Esta visión da mayor importancia a los factores
biológicos, si bien no niega su interacción con factores biográficos y
de tipo psicosocial. Por ejemplo, De Prince (2008) estudió el
rendimiento en una tarea de Stroop emocional en niños expuestos a
trauma postulando que las alteraciones cognitivas que suceden
durante la disociación, que en adultos se achacaban a los propios
fenómenos disociativos en sí mismos, puedan ser un factor de
riesgo para la disociación y no una consecuencia de la misma en los
niños. El autor planteaba que podrían estar coexistiendo factores
constitucionales con los ambientales posteriores.
De igual modo, hace años se consideraba que el apego era un
constructo sobre todo relacionado con las respuestas que los padres
daban a las necesidades del niño, como si este fuese una hoja en
blanco que se iba escribiendo en función de cómo los padres
respondiesen a la cobertura de sus necesidades. Poco a poco, se
fue entendiendo que el apego se construye de forma diádica y, por
tanto, no es algo unidireccional (algo que el adulto provoque en el
niño ni algo que el niño provoque en el adulto), sino que se forma a
través de un feedback mutuo constante y circular (las reacciones de
uno provocan reacciones en el otro y viceversa, en cuestión de
segundos y de forma dinámica a través del tiempo). Yendo un paso
más allá, algunos investigadores empezaron a estudiar si existía
una predisposición genética en el niño a presentar un tipo de apego
u otro. Efectivamente existen algunos estudios que relacionan
diversos polimorfismos genéticos con una mayor predisposición a
presentar un determinado tipo de apego, al igual que existen
polimorfismos relacionados con la desregulación emocional
(Barzman et al., 2015). Por ejemplo, Lakatos (2000) describió una
asociación entre un polimorfismo en el gen DRD4 y la presencia de
apego desorganizado (con un riesgo relativo de 4,5). Spangler
(2009) encontró asociaciones significativas entre la desorganización
en el apego y el polimorfismo 5-HTTLPR del trasportador de
serotonina. Sin embargo, un análisis posterior que contemplaba la
interacción entre genes y ambiente consideró que esta asociación
solo era válida en niños de madres que demostraban poca
reactividad, es decir, la predisposición genética solo generaba
desorganización en el apego si había una conducta determinada en
las madres (o padres que cumplen la función de cuidador principal).
Es importante conocer estos datos para comprender que los niños
no son estructuras en blanco, sino más bien estructuras con sus
predisposiciones constitucionales. Igualmente, es importante no
caer en un reduccionismo «ultrabiologicista» que explique todas las
cuestiones relacionadas con el apego y la desregulación emocional
sobre la base de alteraciones biológicas (pues, además, la literatura
actual no lo avala). Pensemos en un niño con tendencia a una
mayor sensibilidad, que se altera más fácilmente y es más irritable.
Y ahora pensemos en un cuidador que comparte esa misma
predisposición genética ocupándose de regular y calmar a ese niño.
Es fácil imaginar que para el cuidador el llanto y la activación del
niño serán disparadores de su propia desregulación. Este cuidador
desregulado funcionará como una caja de resonancia para la
activación del niño, y además como un espejo y modelo desde el
que este aprenderá a desregular aún más sus emociones
desbordadas. Tener en cuenta la predisposición genética no es la
antítesis de dar valor a los factores ambientales. No si dejamos de
funcionar yéndonos a los extremos de las dicotomías y cayendo en
falsos dilemas. Uno era la división mente-cuerpo, de cuya falacia va
en buena parte este libro. El otro es el debate genética-ambiente,
que todos los desarrollos modernos sobre epigenética se están
encargando de desmontar. Sigamos, por tanto, con una visión
integradora y profundizando en la forma en que interaccionan
factores constitucionales y ambientales a la hora de generar
alteraciones en la vinculación y en la regulación de las emociones
(Crowell et al., 2009; Digangi et al., 2013).
Es probable que aquellas personas con una dificultad
constitucional para regular sus emociones sean más vulnerables
ante la exposición a acontecimientos traumáticos que pudieran
suceder a lo largo de la vida. De la misma manera que la
predisposición constitucional no se expresará si las experiencias
biográficas no lo precipitan y de ahí la gran importancia de los
factores psicosociales. Estos conceptos son de gran utilidad durante
el trabajo psicoeducativo que tiene una presencia importante en las
primeras fases de la terapia. Tras trabajar con el paciente en torno a
qué es el TC y cuáles son sus manifestaciones, a menudo los
pacientes y la familia comienzan a preguntar por qué les pasa eso a
ellos. Además del trabajo psicoeducativo sobre la función de los
síntomas y el análisis biográfico, será conveniente empezar a
introducir los conceptos de regulación y desregulación emocional.
Cuando el paciente se da cuenta de que la forma en la que maneja
situaciones que le suponen una carga emocional importante es poco
funcional, a menudo pregunta si lo que le pasa le sucede también a
otros, si ha nacido así o si lo ha aprendido, etc. En este momento
podemos aprovechar para introducir este tipo de conceptos.

Terapeuta (T): ¿Te das cuenta del gesto de tu cara?


Paciente (P): ¿A qué te refieres?
T: Se te ve el ceño fruncido y eso es algo que se viene repitiendo muy
frecuentemente desde que nos conocemos; es como si estuvieras en un
enfado permanente.
P: No es la primera vez que me lo dicen. A veces ni siquiera soy consciente
y cuando me doy cuenta, estoy totalmente fuera de mí.
T: Y así es difícil valorar con calma cómo actuar.
P: Claro, es que a veces me pongo como un loco por cosas que tampoco
son para tanto. Doctora, ¿por qué soy así?
T: No es una pregunta fácil de responder.
P: Ya, pero necesito saber si es que he nacido así, si no tengo nada que
hacerle, estoy cansado.
T: Lo que te puedo decir es que es una mezcla. Quizá biológicamente
tengas cierta predisposición a mostrarte así, desregulado, pero esto no
es más que una predisposición. Es decir, es posible que tengas cierta
sensibilidad ya de base, pero las experiencias que has tenido, tu
educación, cómo te han enseñado a gestionar tus emociones, las
situaciones traumáticas que hayas vivido... todo esto hace que tus
emociones se vayan desregulando.
P: Pero es que desde pequeño me decían que ya tenía unas rabietas de
aúpa, mis hermanos eran muy tranquilos. Todo esto es por mi culpa.
T: Claro que no todos los niños son iguales, pero eso solo es una parte de
la historia. Es decir, aunque unos niños sean más sensibles que otros, si
de pequeñitos les enseñan a calmarse y atienden correctamente sus
necesidades, no solo la comida, la ropa, etc., también sus necesidades
emocionales... entonces los niños aprenden a regularse.
P: Entiendo. Pero ya sea porque nací así o porque me hicieron, no tiene
mucha solución.
T: Es trabajosa, pero tiene solución. Con la biología no podemos hacer
mucho más que darle una vuelta a la medicación que tomas y eso ya lo
hemos hecho. Pero, hombre, llevamos poquito tiempo de terapia y
todavía empiezas a darte cuenta de algunas cosas sobre tu
funcionamiento. ¿Cómo ibas a poder solucionarlo si hasta ahora ni
sabías qué te pasaba?
P: Eso también es cierto.
T: Las experiencias traumáticas o el mal manejo de las emociones durante
años van haciendo que dejes de saber regularte, pero puedes aprender.
Para eso estamos aquí.

A muchos pacientes les ayuda entender que su temperamento


es así, y también a las familias. Si esto es genético, entonces «no es
culpa mía». Muchos pacientes muy sensitivos han sentido un gran
alivio leyendo las descripciones de lo que han dado en denominarse
«personas altamente sensibles», otros se ven reflejados en el
trastorno por déficit de atención con hiperactividad o TDAH o en las
«altas capacidades». Lo que tienen en común estos cuadros es que
vienen con «certificado genético», exculpan al paciente, exculpan a
la familia. Mal utilizado, esto se convierte en un peligro en el que la
persona cae en un no hacerse responsable de su problema y en una
visión poco útil con vistas al cambio personal. Debemos evitar el
«soy así y no hay nada que hacer». Sin embargo, en un trastorno
como el conversivo en el que se ha puesto una culpa (que no
responsabilidad) inmerecida en el paciente, esto resulta igual de
tranquilizador que si hubiese aparecido la tan anhelada confirmación
de una prueba diagnóstica de que realmente los síntomas
correspondían a un trastorno orgánico demostrado, que no eran «un
invento» o fruto de la imaginación del paciente. Realmente, tenemos
datos para explicar al paciente que sí, que en parte es su cerebro el
que funciona de un modo anómalo, pero siempre ayudándole
también a ver que tiene responsabilidad y capacidad para establecer
cambios, y que su situación no es solo fruto de la mala fortuna, sino
también de sus experiencias y de cómo se ha enfrentado a ellas. A
veces, estas estrategias de afrontamiento nos sirvieron para
sobrevivir cuando éramos niños, pero ya no resultan útiles, como
adultos ya no nos hacen bien. Toca «actualizar el software»,
empezar a distinguir entre allí y entonces, y aquí y ahora.
Reaprender lo aprendido para funcionar de otra manera en el
presente.
Aunque las autoras defendemos el papel de las experiencias
ambientales en el desarrollo de los trastornos mentales, también
pensamos que no debemos caer en un reduccionismo
«traumatogénico». Si ponemos todo el peso en el ambiente, la
responsabilidad que colocamos en las familias y en las personas
puede ir más allá de lo que corresponde a sus situaciones reales.
Tanto el paciente como sus allegados han de hacerse cargo del
trabajo para cambiar los problemas actuales, pero plantear el
problema desde el simplismo de «si quieres, puedes» sería,
posiblemente, un mensaje altamente traumático. Cuando hace
décadas se consideró que el autismo era «causado» por la frialdad
emocional de los padres, se generó un dolor innecesario a muchas
familias. Aunque los factores constitucionales en el trastorno
conversivo probablemente no lleguen ni de lejos a lo que pueda
entrar en juego en el autismo, es interesante que no nos
dediquemos a repetir errores ya cometidos en el pasado. No hemos
de elegir la hipótesis que más nos gusta, sino tener en cuenta los
datos que vamos descubriendo de la compleja realidad de la mente,
el cerebro y el organismo humanos, e ir integrándolos con la mayor
humildad y cautela posibles.
CAPÍTULO 10

LA DESREGULACIÓN EMOCIONAL EN LOS


TRASTORNOS CONVERSIVOS

Cada vez son más los autores que dedican sus esfuerzos a estudiar
el papel de la desregulación emocional en los pacientes con TC, si
bien es cierto que el trastorno cuenta con menos estudios al
respecto que otros trastornos del espectro postraumático como los
disociativos o el TEPT.
Diversos estudios han encontrado que los pacientes con TC
presentaban mayor desregulación emocional que los sujetos sanos
(Del Río Casanova et al., 2016b; Del Río Casanova et al., 2018;
Kozlowska et al., 2011). Se han analizado diferentes variables
relacionadas con la desregulación emocional. Mientras que algunos
estudios se centran en conocer cómo hacen uso las personas con
TC de ciertas estrategias concretas de regulación emocional, otras
investigaciones tratan de ver las respuestas ante estímulos
emocionales concretos. Una vez más, no existe un paradigma único
ni una metodología compartida, lo que hace que los hallazgos sean
diversos y variados. Intentaremos resumir algunos de ellos.
Un estudio de Novakova (2015) describió la existencia de
múltiples alteraciones en la regulación emocional en su cohorte de
pacientes con pseudocrisis. Los pacientes tendían a la supresión
emocional, a evitar o no procesar las emociones, a tener un abanico
emocional pobre y también a infrarregular sus emociones (no hacer
nada cuando se presentaban). También encontró que las
dificultades en la regulación emocional correlacionaron de forma
notoria con el estrés subjetivo percibido por los sujetos y con la
presencia de síntomas somáticos más severos. Los problemas en la
regulación emocional se asociaron en otro estudio con una
reducción en la calidad de vida en lo relacionado a la salud mental,
aunque no a la salud física (Crowell et al., 2009). Como vemos, no
hay un problema específico de regulación emocional que dé cuenta
de un tipo de síntoma conversivo en particular, pero sí parece claro
que la regulación emocional es problemática y que se relaciona con
la severidad del cuadro.
Otra de las hipótesis en esta relación entre la desregulación
emocional y la patología conversiva tiene que ver con las
alteraciones en el apego, tal y como comentábamos en relación con
otros trastornos relacionados con el trauma. Las alteraciones en el
vínculo con las figuras de apego en la infancia han sido reconocidas
como factor de riesgo para la aparición tanto de desregulación
emocional como de manifestaciones clínicas de tipo disociativo y
conversivo (Briere y Hodges, 2010). A partir de la relación diádica
entre el cuidador primario y el niño se produciría una primera
regulación de la emoción de este, que, conforme su sistema
nervioso se desarrolla, iría modelando sus sistemas de
autorregulación. Diferentes subtipos de apego no seguro
(especialmente el apego desorganizado) han sido considerados un
factor de riesgo para la presentación de clínica disociativa y
conversiva (Farina et al., 2014; Hesse y Main, 2000a; Kozlowska,
2007; Mosquera et al., 2014; Wearden et al., 2005). Se considera
que la desorganización en el apego durante las primeras fases de la
vida daría lugar posteriormente a síntomas de desagregación. Se
han descrito asimismo alteraciones en el sistema nervioso
vegetativo relacionadas con el subtipo de apego (Forrest, 2001), que
se asociaron a la tendencia de estos pacientes a presentar
mecanismos de regulación emocional disfuncionales, tal y como
veremos a lo largo del texto. Aparte de la regulación emocional
intrapsíquica, los estilos de apego van a influir de modo notable en
la heterorregulación, dado que los vínculos de apego tienen que ver
con las relaciones más significativas del sujeto (Gonzalez, 2019).
Los sujetos con apego evitativo/distanciante presentarán una
tendencia a autorregularse sin recurrir nunca a otros, cayendo en la
autosuficiencia patológica. Los que presentan apego
ansioso/preocupado buscarán siempre a otro que les regule,
funcionando de modo predominante desde la corregulación. Las
personas con apego desorganizado oscilarán entre ambos patrones
con combinaciones diversas.
Es presumible que no exista una única explicación que revele
cómo la desregulación emocional se relaciona con el TC, más aún si
tenemos en cuenta la heterogeneidad de síntomas y presentaciones
clínicas que lo componen. Además de esto, la desregulación
emocional puede ser considerada como una predisposición
constitucional, un factor mediador, un factor de riesgo o una
manifestación más del propio trastorno indistinguible de este. Ante
esta presumible multicausalidad que tiene lugar bajo la influencia de
numerosas variables, hemos optado por hacer un resumen de los
principales hallazgos relacionados con la desregulación emocional
en los pacientes conversivos.
A continuación, incluiremos algunos estudios que ofrecen
información de los mecanismos de regulación emocional implicados
en el trastorno conversivo vistos desde tres perspectivas diferentes:

1. TENIENDO EN CUENTA LA TEMPORALIDAD (EN QUÉ MOMENTO SE PRODUCE)


EN LOS PROCESOS DE REGULACIÓN

La regulación emocional incluye fenómenos intrínsecos, que tienen


un carácter automático e involuntario y que suceden de forma
precoz (normalmente relacionados con procesos de filtrado
atencional), así como fenómenos extrínsecos, que se consideran
voluntarios y son más tardíos (con carácter cognitivo). Algunos
estudios basados en técnicas neurofisiológicas son capaces de
aportar hallazgos significativos en la regulación emocional entendida
como proceso, tal y como mencionábamos cuando revisábamos la
neurofisiología del trastorno. Un reciente estudio sobre síntomas
conversivos sensoriales, basado en magnetoencefalografía (una
técnica que permite observar la actividad eléctrica cerebral), mostró
que la modulación de la actividad magnetoencefalográfica temprana
en diferentes categorías (imágenes positivas, negativas y neutras)
era igual en casos y en controles. Los autores postulaban que la
detección automática (intrínseca) de los diferentes estímulos
emocionales estudiados no se veía alterada en el grupo de
pacientes. Destacaban que sería la regulación emocional que
sucede a posteriori (extrínseca) la que se vería alterada en el
trastorno conversivo (Fiess et al., 2016). Sin embargo, Kozlowska
describió en un grupo de adolescentes y niños con «síntomas
neurológicos funcionales» la presencia de alteraciones en el
procesamiento emocional tanto temprano como tardío. La autora
encontró que los pacientes veían aumentadas las amplitudes de
todos los componentes de los potenciales evocados estudiados
(ondas p50, N100, p200, N200 y p300) cuando eran expuestos a
estímulos auditivos emocionalmente neutros. Interpreta dichos
resultados como fruto de un aumento de la activación (arousal)
basal que se podría entender como una condición previa necesaria
para la génesis de la clínica conversiva (Kozlowska et al., 2017). Se
requieren más estudios que incluyan medidas neurofisiológicas con
potencia no solo topográfica (para localizar la disfunción), sino
también para definir la ventana temporal (cuándo se produce), para
así poder comprender algo más sobre el carácter
voluntario/involuntario de estos procesos y sobre las relaciones que
existen entre alteraciones emocionales intrínsecas y extrínsecas.

2. DESDE EL PUNTO DE VISTA DE LA REACCIÓN DEL SUJETO A ESTÍMULOS


EMOCIONALES CONCRETOS
El primer hallazgo que hay que destacar es el hecho de que los
pacientes con TC han demostrado en varios estudios ser más
reactivos ante emociones propias y ajenas que los sujetos sanos
(Kozlowska et al., 2013; Szaflarski et al., 2018; Voon et al., 2010), lo
cual ya había sido postulado por Janet en los últimos años de su
carrera, cuando empezó a hablar de un exceso de sensibilidad en
estos pacientes y no tanto de una disminución atencional o del nivel
de conciencia como proponía en un principio. Es decir, los pacientes
con TC pueden parecer insensibles a lo que acontece en el entorno,
pero no lo son, de hecho son demasiado sensibles y ponen en
marcha estrategias posteriormente para que dicha sensibilidad
disminuya y las vivencias les resulten más tolerables. En esta alta
sensibilidad podrían confluir factores temperamentales con base
genética y el efecto acumulativo de sensibilización ante estresores
interpersonales crónicos o repetidos, sobre todo en la infancia,
cuando el sistema nervioso está configurando su funcionamiento.
Por otra parte, se han estudiado las reacciones de los pacientes
con TC cuando son expuestos a estímulos emocionales, analizando
si varían en función del tipo de emoción concreta o en función de las
características emocionales (valencia y arousal, según el modelo
circumplejo). Este modelo diferencia las emociones en función del
grado de activación (arousal) y de la valencia (positiva versus
negativa), aunque esta última división ha sido ampliamente criticada.
La función de las emociones es siempre positiva, todas son
necesarias, y es en el equilibrio y la adecuación de las mismas al
contexto donde radica la salud emocional. Una vez hecho este
inciso, utilizaremos a pesar de no concordar con esta visión, los
términos «positivo» y «negativo» para recopilar los datos de
diferentes estudios pues así eran presentados por sus autores.
El hallazgo más replicado en este tipo de paradigmas es la
presencia de un exceso de reactividad ante diversos tipos de
estímulos emocionales con valencia negativa. Varias cohortes de
pacientes con distintos tipos de síntomas conversivos han mostrado
ser más reactivos que los controles sanos ante la exposición a caras
de enfado (Bakvis et al., 2009), así como a caras de miedo y tristes
(Aybek et al., 2015). Igualmente, Blackemore (2016) encontró que
un grupo de pacientes con síntomas conversivos motores mostraba
un aumento de las alteraciones motoras (fruto de la activación del
sistema defensivo) cuando eran expuestos a imágenes emocionales
negativas.
Varios autores han propuesto también que pueda existir una
reactividad incrementada hacia estímulos emocionales neutros (Dar
y Kanaan, 2016; Pick et al., 2018). Para lo que no existe consenso
es respecto a cómo es el procesamiento de los estímulos
emocionales positivos en los pacientes afectos de este trastorno.
Algunos autores consideran que las personas con TC tienen
alterada su capacidad para experimentar emociones positivas y
relacionan este hecho con la ausencia de interacciones afectivas
positivas en la infancia con sus progenitores. En este caso, no se
enfatiza tanto el trauma por las experiencias negativas vividas, sino
el trauma de no haber compartido momentos de interacción positiva.
Por ejemplo, Kozlowska encontró en una muestra de niños y
adolescentes conversivos que los pacientes eran más rápidos que
los controles en detectar las caras tristes, pero más lentos en
detectar las caras alegres (Kozlowska et al., 2013). Sin embargo,
otro grupo de autores han descrito la existencia de una reactividad
emocional aumentada de forma generalizada tanto en estímulos
emocionales positivos como negativos. En esta línea, se ha
postulado que los sujetos estarían hiperalerta a diferentes estímulos
emocionales independientemente de su valencia y del tipo de
emoción concreta (Espay et al., 2018) e incluso se ha considerado
que es la atribución de significado de las emociones la que se vería
alterada. Por ejemplo, Seignourel (2007) realizó un estudio de
electromiografía en el que estudiaba el reflejo de sobresalto (startle
response) y encontró que tanto los estímulos positivos como los
negativos generaban reacciones físicas relacionadas con la aversión
en los pacientes y no así en los controles. Según los autores no
habría solo una hiperreactividad generalizada ante cualquier tipo de
estímulo emocional, sino que también habría una tendencia a
interpretar cualquier emoción en general como negativa. En una
línea similar pero que incluye lo relacional, Kozlowska encontraba
en pacientes con TC en edad infantil un aumento en la vigilancia
hacia los estados emocionales de los demás y un incremento en la
preparación para la acción motora. Consideraban que esto favorecía
la autoprotección en contextos de estrés relacional sostenido y que
se fraguaba basándose en la exposición temprana a dichos
estresores. Esta exposición en la infancia modularía los circuitos
neuronales dada la plasticidad del cerebro en edades tempranas
(Kozlowska et al., 2017).
En definitiva, los hallazgos descritos concuerdan en que los
pacientes con TC muestran una sensibilidad aumentada ante los
estímulos emocionales negativos y una tendencia a interpretar
estímulos neutros o incluso positivos como si fuesen negativos.
Desde el punto de vista de las propuestas de Siegel o Schore, esto
tendría mucho sentido. Serían personas que habrían ido
desarrollando un sistema de alarma hiperactivo debido a vivencias
traumáticas repetidas y dificultades para calmar los estados de
estrés que estas producen. Sobre todo cuando estas situaciones
tienen lugar en el ámbito familiar y proceden de los cuidadores
primarios, estas figuras son a la vez la fuente del daño y el lugar al
que el niño habría de ir para protegerse de él. Los problemas
surgirán tanto en los modelos de autorregulación que el sujeto
interiorizará de este entorno (que serán disfuncionales) como en el
modo en que la persona recurre o no al otro para buscar la
regulación interpersonal.
Cristina es adoptada y tiene diecinueve años. Fue
diagnosticada en la infancia de un retraso leve del lenguaje. Terminó
la educación secundaria con bastante apoyo y actualmente está en
casa de sus padres adoptivos y le cuesta movilizarse para continuar
una formación o buscar su primer trabajo. En el último año, cuando
se quedó en casa, empezó a presentar crisis que parecían
epilépticas de tipo tónico-clónico y en otras ocasiones con crisis
átonas. Tras consultar con diferentes neurólogos y realizarle
múltiples pruebas, no se constató ninguna alteración morfológica
cerebral ni se detectó nunca actividad comicial ni durante ni entre
las crisis. Fue derivada a psiquiatría donde se confirmó que se
trataba de pseudocrisis y se diagnosticó de trastorno conversivo.
En el contexto de un estudio sobre regulación emocional en los
pacientes con trastorno conversivo, le solicitamos formar parte del
mismo, lo cual aceptó de buen grado. Durante el estudio se sometía
a dos sesiones de evaluación psiquiátrica (una entrevista y otra
sesión en la que se realizaban varios test relacionados con la
regulación emocional) y posteriormente se exponía a los pacientes a
realizar un test de caras (el ER40 en este caso). A lo largo de las
dos primeras sesiones de evaluación, Cristina se mostró
colaboradora y tranquila, y recibió apoyo para la comprensión de
algunos ítems. Sin embargo, cuando se empezaron a proyectar en
la pantalla del ordenador las caras de personas mostrando distintas
emociones su reacción fue distinta.
El test muestra caras de distintas personas con una expresión
emocional propia de las distintas emociones básicas y el sujeto que
realiza el test debe distinguir unas de otras. Cuando había visto
unas diez caras, Cristina perdió progresivamente tono muscular y se
fue deslizando desde la silla hasta el suelo, sin golpearse. Una vez
en el suelo, permaneció casi todo el tiempo que duró el episodio
(unos dos minutos) en inmovilidad átona, sin responder a estímulos
verbales ni táctiles. Se recuperó espontáneamente. Quiso continuar
el test y tras ver nuevamente varias caras, presentó un nuevo
episodio. No fuimos capaces de saber qué caras exactamente
habían desencadenado el episodio, o si había sido una reacción a la
exposición a tan diversas expresiones emocionales. Tras los
episodios Cristina se mostraba indiferente, como si nada hubiera
pasado, acostumbrada a sus crisis y sin querer profundizar en qué
había sido lo que la había perturbado.
Pues bien, durante la realización de esta investigación, Cristina
no fue la única a la que el visionado de caras con distintas
expresiones emocionales le desencadenó sintomatología conversiva
en tiempo real. La investigación sigue en curso y todavía no hemos
procesado los datos, pero en la última revisión, cuatro de los trece
pacientes con TC evaluados habían presentado síntomas
conversivos durante la realización del test. Sin profundizar en
cuestiones de investigación, esta experiencia ejemplifica cómo las
reacciones emocionales de los otros y el procesamiento emocional
pueden ser desencadenantes inmediatos de sintomatología. Si esto
sucede en una consulta, en medio controlado y con caras anónimas
en una pantalla, podemos imaginarnos cómo será la vivencia del
sujeto en situaciones reales en las que se enfrente a expresiones
emocionales similares en personas significativas de su entorno.

3. DESDE EL PUNTO DE VISTA DE LA PRESENCIA DE ALEXITIMIA

La alexitimia se ha definido como una alteración cognitivo-


afectiva caracterizada por las dificultades en diferenciar los propios
sentimientos y expresarlos en palabras. También ha sido
considerada un rasgo de personalidad más o menos estable (Ihme
et al., 2014). La alexitimia ha sido estudiada en profundidad como
factor relacionado con la génesis de los trastornos somatomorfos, y
hay una amplia literatura que apoya la idea de que esta condición
puede considerarse bien un factor de riesgo, bien un factor
mediador en la aparición de diversos síntomas somáticos (Burba et
al., 2006; Kosturek et al., 1998; Pedrosa Gil et al., 2008; Taylor et al.,
1992; Tominaga et al., 2014). También se ha observado que la
alexitimia se relaciona con patologías más comunes y a menudo
comórbidas con este tipo de trastornos, como son la ansiedad y la
depresión (Celikel y Saatcioglu, 2007; lo cual ha servido para que
algunos autores cuestionasen que la relación entre la alexitimia y los
trastornos somáticos fuese debida simplemente a la comorbilidad
con ansiedad y depresión. Por el contrario, otros autores mantienen
que el constructo de la alexitimia sí es válido y solo hay una
pequeña parte de él que se superpone con otras condiciones
psicopatológicas (relacionadas con la exposición al estrés)
(Lipsanen et al., 2004).
En relación con la disociación psicomorfa, aunque los pacientes
disociativos tienen mayores tasas de alexitimia, parece que este tipo
de disociación es menos explicable a través de esta alteración
emocional. Sí se ha podido comprobar que la alexitimia se
correlacionaba con las tendencias disociativas en población no
clínica y en sujetos con otros trastornos psiquiátricos (Grabe et al.,
2000; Elzinga et al., 2002; Majohr et al., 2011; Tolmunen et al.,
2010). Sin embargo, cabe mencionar que en uno de los estudios los
autores relacionaban la alexitimia más bien con la presencia de
disociación como rasgo no patológico, mientras que la disociación
clínica tenía unas características distintas y se alejaba de la
alexitimia (Elzinga et al., 2002).
Por su parte y en cuanto a la cuestión que nos compete —el TC
—, se sabe que en este trastorno se han descrito mayores tasas de
alexitimia en varias cohortes de pacientes en comparación con
población sana (Demartini et al., 2014; Gulpek et al., 2014; Steffen
et al., 2015) y el grado de alexitimia se ha correlacionado en un
estudio con la severidad de los síntomas conversivos (Steffen et al.,
2015). Asimismo, en otro estudio con población conversiva
(Kozlowska et al., 2017), el grado de presencia de abusos físicos en
la infancia era predictor del nivel de alexitimia.
En general, podemos decir que la desregulación emocional en
general ha sido más estudiada en relación con el TEPT y con la
disociación, mientras que la alexitimia se ha estudiado con más
frecuencia en relación con los trastornos somatomorfos y
conversivos. En muchos casos, la óptica desde la que se estudian
los trastornos condiciona los resultados de los estudios, de tal forma
que la presencia de mayor número de estudios sobre un constructo
no siempre es fruto de que la relación sea mayor sino que también
puede ser fruto de una tradición teórica e investigadora concreta.
Sin embargo, los datos de los que disponemos nos llevan a pensar
que la alexitimia es una de las variables que hemos de introducir en
la ecuación que nos ayude a entender los casos y a planificar su
abordaje terapéutico.

La infrarregulación y sobrerregulación emocional en el


trastorno conversivo

Tal y como hemos ido viendo, los términos «desregulación


emocional» y «regulación emocional» han sido utilizados para
referirse a constructos muy amplios, diversos y a menudo poco
operacionalizados. Pues bien, tras introducir cuáles son las formas
más frecuentes en las que los pacientes con TC ven alterada su
forma de procesar y regular las emociones, nos disponemos a
aportar una perspectiva un poco diferente sobre la misma cuestión.
Uno de los conceptos vinculados con la regulación emocional
más popularizados entre los terapeutas especializados en trauma es
el concepto de la ventana de tolerancia emocional. Siegel puso
nombre a la ventana de tolerancia emocional modificando en 1999
un concepto de Wilbarger y Wilbarger (1997) denominado «zona de
excitación óptima», que hacía referencia al estado de activación del
cerebro en el que se produce el procesamiento adecuado de la
información. Siegel (1999) la definió como aquella zona intermedia
de activación autonómica que permitiría procesar adecuadamente
las experiencias emocionales. Otros autores propusieron un modelo
de modulación orientado a la terapia, en el que se considera
necesario que el paciente se mantenga dentro de esta ventana de
tolerancia para integrar información con éxito, debiendo ser capaz
de calmar los niveles de emocionalidad excesiva y activarse cuando
hay una tendencia a la hipoactivación (Ogden y Minton, 2000).
Aunque este es un modelo que ofrece al paciente y al terapeuta una
referencia para entender cómo se está regulando, las autoras
somos de la opinión de que corre el riesgo de caer en una aplicación
simplista. Para que esto no suceda, pensamos que vale la pena
poner el énfasis no solo en cuánta emoción siente el paciente, sino
en lo aceptable que es esa emoción para el paciente en ese
momento concreto, y entender además la regulación emocional de
un modo más amplio y más dinámico, que tiene que ser elaborado
conjuntamente con el paciente. Se relaciona con factores
biográficos, memorias de situaciones pasadas en las que ciertas
vivencias emocionales produjeron una respuesta concreta, con el
significado que el paciente da a sus emociones y la intensidad de
las mismas para englobarlas en el concepto de sí mismo que tiene
y, por lo tanto, a múltiples factores que tienen que ver con la
subjetividad y que son personales y complejos.
A pesar de esto, sí es cierto que la intensidad extrema de la
emoción supone un problema para el procesamiento de esta, como
también lo es que el nivel emocional descienda en exceso y a la
persona le resulte difícil de percibir. Esta es la idea que podemos
rescatar del concepto de ventana de tolerancia, por lo demás
bastante simplista.
Los conceptos de sobrerregulación e infrarregulación emocional
que introducimos a continuación suponen otra forma de aludir a la
regulación emocional que comparte con la ventana de tolerancia
este elemento de considerar que las emociones no deberían estar ni
desbordadas ni aplanadas para un adecuado procesamiento de las
mismas. Sin embargo, creemos más útil esta diferenciación, ya que
pone el énfasis no en la intensidad de la emoción (que en el fondo
no va más allá del clásico concepto de arousal), sino en los
mecanismos regulatorios que se ponen en marcha ante ella, en
forma de patrones generales que los pacientes utilizan de manera
habitual. Varios autores han propuesto la distinción entre dos
clústeres de pacientes, aquellos que utilizaban una estrategia
denominada infrarregulación emocional (under-regulation of affect) y
aquellos en los que predominaba la llamada sobrerregulación
emocional (over-regulation of affect) (Lanius et al., 2010; Paivio y
Christine, 2001; Van Dijke et al., 2010; Van der Hart et al., 2011). En
la primera estrategia predomina un estado de gran reactividad
emocional en el que las experiencias excitatorias y las emociones
suelen desbordarse. Según Van Dijke (2008), estos pacientes
tienden a manifestar alta activación emocional, sensación de
sentirse superados por las emociones, dificultades en el control de
los impulsos auto y heteroagresivos, tendencia suicida y a veces
comportamiento sexual desinhibido. Al contrario, cuando prevalece
una regulación emocional de tipo sobrerregulación emocional, se
produce un exceso de control inhibitorio, que se asocia con
embotamiento y distanciamiento afectivo, pero también con fobia e
intolerancia a las emociones (Van Dijke, 2008; 2010). Estas dos
maneras de regular las emociones («no hago nada con ellas»
versus «las ahogo») van a asociarse con diferentes correlatos
neurobiológicos (Del Río Casanova et al., 2016a). En la
infrarregulación emocional se produce un fallo de la inhibición
prefrontal sobre regiones límbicas aumentando la activación en
zonas implicadas en la consciencia de los estados corporales. Por el
contrario, en la sobrerregulación emocional dicha inhibición se ve
aumentada (encontrándose el córtex cingulado anterior o CCA y la
corteza prefrontal ventromedial o CPFVM hiperfuncionantes). Estos
patrones tienen cierto parecido a los encontrados en el TEPT y el
TEPT disociativo por Lanius (2010). No podemos trasladar estos
resultados tal cual a los trastornos conversivos, pues hay diferencias
neurobiológicas como, por ejemplo, el hecho de que la amígdala
suele estar sobreactivada en el TC (Boeckle et al., 2016), al
contrario que en el TEPT. Sin embargo, sí nos sirve para ver que (1)
estos patrones de infra y sobrerregulación aparecen asociados a
cuadros claramente postraumáticos, con lo que tendría sentido
encontrarlo en otros cuadros del mismo espectro, y (2) patrones
neurobiológicos extremos y opuestos dan lugar a sintomatología
que, aunque contiene elementos diferenciales, presenta un núcleo
psicopatológico común.
Adaptado de Lanius et al., 2010.

Estos hallazgos son congruentes con los de Uliaszeck (2012b)


para los pacientes con pseudocrisis. La autora encontró en su
cohorte un grupo de pacientes altamente desregulados
emocionalmente (que correspondería con el patrón de
infrarregulación) y que presentaban sintomatología psiquiátrica
grave concomitante y peor calidad de vida, y otro grupo de
pacientes que presentaban baja desregulación emocional y por el
contrario usaban estrategias de tipo evitación y baja atención a los
estímulos afectivos y corporales (que corresponderían con el patrón
de sobrerregulación). Proponía la elaboración de perfiles de
pacientes basados en el modo que tienen de regular sus emociones.

«NO SÉ QUÉ HACER CON MIS EMOCIONES»: INFRARREGULACIÓN EMOCIONAL

Verónica tiene treinta y tres años y una historia infantil de maltrato


por parte de su madre y alcoholismo y negligencia emocional por
parte de su padre. Desde niña fue extrovertida, vivaz y emotiva. Se
describe a sí misma como una adulta amiga de sus amigas, como
una buena cuidadora, siempre pendiente de los demás, atenta y
comunicativa. También reconoce ser una persona impulsiva que
presenta a menudo crisis de ira ante frustraciones habitualmente en
el plano interpersonal. Llora con facilidad y a veces se siente
sugestionable, mientras que otras veces parece terca e irreductible
en sus convicciones, siempre bastante extremas. Tras el nacimiento
de su segundo hijo, Verónica empezó a presentar episodios
sincopales en los que perdía el tono, se golpeaba en la caída
(llegando a abrirse la ceja) y quedaba en el suelo pálida e
inicialmente sin tono muscular. Los episodios evolucionaron
presentándose más tarde crisis de movimientos tónico-clónicos
(como sacudidas de todo el cuerpo) que duraban entre media hora y
una hora y que a veces le repetían hasta dos o tres veces, episodios
que la paciente no recordaba después. Tras dos años de vagar por
diferentes especialistas y tras descartarse que se tratase de una
epilepsia (se realizó vídeo-EEG) fue derivada a nuestra consulta. En
la primera sesión, Verónica hablaba tan rápido que era difícil
seguirla, se emocionaba con facilidad y se mostraba irascible. No
tenía otros síntomas que sugirieran una alteración del estado de
ánimo (ni manía ni depresión), simplemente sus emociones estaban
desreguladas. Cuando intentaba frenarla a lo largo del relato
proponiéndole que se parara a pensar en lo que sentía o incluso
pidiéndole que «bajase revoluciones» y se fuese calmando,
Verónica era totalmente incapaz: no había aprendido cómo hacerlo.
Contaba que cuando era niña y llegaba llorando a casa por
cualquier cuestión del colegio, su madre se alteraba todavía más, le
gritaba o se ponía a llorar (siendo más una caja de resonancia que
una figura calmante y contenedora). De niña no aprendió a calmar
sus emociones cuando se sentía desbordada por ellas y desarrolló
una forma de estar en el mundo «demasiado emocional», según sus
propias palabras. A pesar de ello, consiguió marcharse de casa a
los dieciséis años, estudió una FP y encontró pareja y trabajo. La
gente conocía sus «arrebatos», pero ella los iba gestionando como
mejor podía sin desestructurar su vida ni sus relaciones. Tras el
nacimiento de su segundo hijo (coincidiendo también con una
intervención quirúrgica a la que fue sometida por un tumor benigno
en los senos nasales y con una pelea con su hermana que hasta
entonces había sido su principal apoyo), el vaso de Verónica acabó
por desbordarse. Desde entonces se sentía incapaz de controlarse,
siempre alterada, enfadada, llorosa... Asociado a esto presentaba
crisis conversivas varias veces por semana sin que ella entendiese
ni los desencadenantes de las mismas ni que tuvieran nada que ver
con cómo gestionaba sus emociones. Mucho antes de poder
trabajar con ella sobre situaciones traumáticas de su vida o sobre
cuestiones nucleares en relación con sus patrones interpersonales,
tuvimos que hacer un trabajo de regulación emocional para que
aprendiera a calmar sus sensaciones, a poner un poco de cerebro a
tanta emoción y a poder sentir las cosas con más claridad y no tanto
como una avalancha emocional ingobernable. Verónica es
claramente una paciente infrarregulada.

«AHOGO MIS EMOCIONES»: SOBRERREGULACIÓN EMOCIONAL

La madre de Darío trae a su hijo a consulta. Darío tiene veintiún


años y ha sido completamente incapaz de continuar sus estudios,
pese a que como afirma su madre «siempre ha sido muy buen
estudiante, muy buen niño». Su padre no ha querido acompañarlos
porque no cree en «esas cosas» (en referencia a la terapia).
Periódicamente Darío se queda bloqueado físicamente durante
minutos, a veces horas. Vive estos episodios con mucha angustia, y
durante la sesión nos pregunta una y otra vez «pero ¿por qué me
pasa esto?». Aunque nos plantea esta cuestión y le damos una
explicación, la pregunta vuelve a formularse de nuevo poco tiempo
después, como si nada de lo que le hubiésemos dicho le sirviera. En
realidad, ni siquiera parece una pregunta, es como si el paciente
estuviera cogiéndose a sí mismo por las solapas de su camisa y
zarandeándose para sacarse el problema. Darío se pelea con lo que
le ocurre, se presiona constantemente para que se le pase y no
tolera la idea de abandonar temporalmente el curso hasta que
pueda recuperarse. Explorando su historia, destaca la figura de su
padre, un hombre rígido, crítico y exigente. Su madre, por su parte,
es angustiada y preocupada, y no interviene en la relación entre
padre e hijo más que para decirle a Darío «ya sabes cómo es tu
padre, haz lo que te dice». Si de pequeño se sentía nervioso o
desbordado, de nada servía intentar compartirlo con ninguno de sus
progenitores, así que aprendió a enterrarlo. Cuando alguna emoción
relacionada con la vulnerabilidad —como la tristeza o la vergüenza
— asomaban, Darío la empujaba para dentro. Esto se volvió tan
automático que apenas era consciente de estar haciéndolo, pero
cuando el sistema fracasaba y las emociones pese a todo emergían,
empezaba un activo despliegue de mecanismos destinados a meter
las emociones en vereda: se reñía por estar mal, se exigía seguir
funcionando por muy mal que se sintiera (reproduciendo
internamente el modelo aprendido de su padre) y se angustiaba
enormemente por las consecuencias de lo que le pasaba (según el
modelo absorbido de su madre). Ya de pequeño, sus rasgos de
carácter no parecían tener nada que ver con el estilo rígido de su
padre, lo que descartaba un patrón de personalidad obsesivo que
pudiese tener un cierto componente genético. Darío había sido, más
bien, un niño sensible (quizá genéticamente más similar a su
madre), y esa sensibilidad emocional rígidamente aplastada por la
exigencia paterna estaba ahora rebelándose por la única rendija que
esa presión había dejado descubierta: el cuerpo. El cuerpo de Darío
se rebelaba más tozudamente cuanto más se empeñaba él en
luchar contra el problema. El trabajo terapéutico con Darío llevó
tiempo, y fue difícil porque el padre no estuvo por la labor de
participar más que en un par de ocasiones, con poca convicción.
Estando tan presente uno de los modelos disfuncionales que Darío
había interiorizado, modificar sus patrones internos fue un trabajo
paciente que desesperó tanto a Darío como a su familia por la
lentitud de la evolución. Sin embargo, poco a poco, las crisis fueron
disminuyendo. Fue imposible convencerlo de que no se presentara
a los exámenes para que pudiera descansar, pero pese a sus
dificultades consiguió estudiar algo y recuperar lo suficiente para
sacar las asignaturas, y finalmente esto permitió que aflojara la
presión un poco. El trabajo que, primeramente, Darío tuvo que hacer
respecto a su modo de regular emociones no fue tanto aprender
herramientas, como dejar de hacer lo que le hacía mal a sus
emociones: disminuir el esfuerzo contraproducente que hacía para
mantenerlas bajo control.
Nuestro grupo de investigación ha profundizado en esta
cuestión centrándose primeramente en todo el espectro de
trastornos relacionados con el trauma (Del Río Casanova et al.,
2016a) y posteriormente en el caso concreto del trastorno
conversivo (Del Río Casanova et al., 2016b). A estas dos
estrategias disfuncionales de regulación emocional añadiríamos una
tercera, ya propuesta previamente por autores como Fisher (2014) o
Van der Hart (2011): un estado de coexistencia de estrategias de
infra y sobrerregulación emocional. En esta tercera estrategia,
podría haber una activación de mecanismos activadores e
inhibidores a la vez o bien estarse sucediendo en breves lapsos de
tiempo una ciclación entre ambas estrategias. Pues bien, sabiendo
que estas formas de regular las emociones tienen asociado un
funcionamiento específico de los circuitos fronto-límbicos, fuimos
estudiando de manera aislada cada trastorno del espectro
postraumático y posteriormente cada síntoma conversivo,
observando cuál era el funcionamiento de estos circuitos en cada
caso.
De esta forma, fuimos colocando los trastornos del espectro
postraumático a lo largo de un eje en el que en un extremo estaría la
infrarregulación emocional y el hiperarousal, mientras que en el
extremo opuesto estaría la sobrerregulación y el hipoarousal. En
virtud de la bibliografía revisada vimos que algunas respuestas
psicopatológicas que aparecen ante el trauma se asocian
mayormente con estrategias de infrarregulación, otras con
estrategias de sobrerregulación y algunas con una combinación de
ambas. A continuación exponemos un esquema que resume los
hallazgos obtenidos (para completarlos recomendamos consultar el
texto original) (Del Río Casanova et al., 2016).

A raíz de este trabajo pudimos intuir que en relación con el


funcionamiento de los circuitos fronto-límbicos, el ámbito de arousal
y de estrategias de regulación emocional (todos estos factores
estaban altamente relacionados entre sí), las respuestas
conversivas no se podían considerar homogéneas. Desde luego,
hipótesis similares han sido propuestas por otros autores
(Kozlowska et al., 2011b). Por ejemplo, algunos investigadores
apuntaban ya a que los síntomas conversivos positivos y negativos
ten-drían un correlato neurobiológico y serían fruto de un
mecanismo regulatorio diferente (Kozlowska et al., 2011; Van Dijke
et al., 2010). Se intuía que la sintomatología conversiva negativa se
relacionaría con mecanismos cognitivos de tipo inhibitorio y
sobrerregulación emocional (serían paciente embotados
afectivamente o que controlan la emoción), mientras que la
sintomatología conversiva positiva podría relacionarse más bien con
experiencias excitatorias y con infrarregulación emocional, teniendo
lugar de forma más frecuente en pacientes con una vivencia de las
emociones como algo altamente activador y difícil de tolerar
(Kozlowska et al., 2011; Lanius et al., 2014; Van der Hart et al.,
2006; 2011; Van Dijke et al., 2010). Nuestro grupo revisó las
alteraciones neurofuncionales que se habían descrito en pacientes
con TC, separando unos síntomas de otros y revisando el estado
neurofisiológico más comúnmente asociado a cada tipo de síntoma.
En virtud de esto, podíamos deducir cuál sería la estrategia de
regulación emocional más frecuentemente utilizada por los
pacientes que presentaban un síntoma u otro. En la siguiente tabla
pueden verse los hallazgos en el ámbito neurobiológico que nos
permitieron elaborar el modelo.

Respuesta Subtipos Patrón Patrón Mecanismo


conversiva neurobiológico fisiológico regulación
emocional
Déficit motor Parálisis y Hiperfunción frontal generalizada Hipoarousal Sobrerregulación
paresia con disminución de la conectividad basal asociado a emocional
entre la corteza dorsolateral disminución de la
prefrontal (CPFDL) y las áreas habituación.
premotoras. Aumento de la Menor tono
activación en COF(corteza simpático basal
orbitofrontal) y CCA
Inmovilidad/ Congelación Aumento de la transmisión Activación Sobrerregulación
Congelación atencional/ dopaminérgica mesolímbica y del simpática. emocional.
Inmovilidad lecho de la estría terminal. Hiperarousal.
atenta
Congelación de Aumento de la actividad Activación Infrarregulación
la lucha/huida cannabinoide y de la transmisión simpática. emocional
noradrenérgica. Se altera el Hiperarousal.
funcionamiento de CCA y
hipotálamohipófisis-suprarrenal
(HHS).
Inmovilidad Desinhibición de los lóbulos Activación Alternancia entre
tónica frontales por hiperactivación simpática y sobre e
amigdalina, que proyecta a la parasimpática infrarregulación.
SGPA y activa la FRAA, simultánea. Hipo/
inhibiéndose las neuronas motoras hiperarousal
de la médula espinal.
Desvanecimiento Liberación de opioides endógenos Activación Sobrerregulación
(Inmovilidad (autoanalgesia) que activan la parasimpática emcoional.
átona) SGPAvl y sus conexiones a dorsovagal.
regiones medulares y COF. Hipoarousal.
Déficit Anestesia Hiperfunción en COF y CPFDL, así Hipereactividad Sobrerregulación
sensorial Sordera Ceguera como otras áreas frontales y inicial, que activa emocional.
Afonía límbicas. Desaferentización de respuestas
áreas sensoriales corticales. inhibiborias
toP:down.
Hipoarousal.
Trastorno Temblor. Aumento de la conectividad entre Activación Infrarregulación
motor Alteraciones de amígdala y área motora simpática. emocional.
conversivo la marcha. suplementaria. Hiperarousal.
(síntomas Movimientos
positivos) anormales.
Pseudocrisis Pseudocrisis Hiperconectividad entre ínsula, Disminución del Infrarregulación
convulsivas córtex frontal inferior, córtex parietal tono emocional.
y surco precentral. parasimpático.
Desincronización y Activación
desacoplamiento entre áreas simpática.
corticales. Hiperarousal

Pues bien, esta revisión exhaustiva de la literatura nos llevó a


proponer para el TC un esquema con estructura similar al que
presentamos para los trastornos postraumáticos en general. Este
modelo enfatiza que las respuestas conversivas no tienen un único
estado neurobiológico asociado ni se vinculan con una forma única
de regular las emociones.
Existirían al menos tres patrones principales de regulación
emocional en los pacientes con TC. Además, el hecho de padecer
un síntoma concreto nos estaría dando información indirecta de cuál
es el estado fisiológico del sujeto. Esto es especialmente relevante
en los pacientes con TC, pues a menudo relatan estar muy
tranquilos cuando, en realidad, si medimos el grado de activación
con técnicas neurofisiológicas objetivas, puede ser que el paciente
se muestre muy activado mientras refiere no sentir nada. En ciertos
casos, también podemos observar signos indirectos de activación
(como un aumento de la tensión muscular y de la sudoración),
mientras que el paciente nos dice que lo que estamos tratando no le
importa lo más mínimo.
Para clarificar dichos hallazgos, los hemos aglutinado en un
esquema similar al presentado para los trastornos postraumáticos,
que presentamos a continuación:

Conocer este modelo nos puede ayudar a pensar cuál es el


estado fisiológico que suele acompañar a cada síntoma y cuál es el
tipo de estrategia de regulación emocional más frecuente en cada
caso. Sin embargo, tal y como introducíamos, no quisiéramos
transmitir la idea de que hay que meter con calzador a los pacientes
en este modelo. En nuestra experiencia, es frecuente que los
pacientes muestren síntomas conversivos variados a la vez o a lo
largo del tiempo. Algunos pacientes pueden estar utilizando durante
una época de su vida predominantemente estrategias de tipo
infrarregulación, mientras que en otro momento se muestran
sobrerregulados. O bien pueden mostrarse en un extremo del
esquema en lo que compete a reacciones vinculadas con el miedo y,
sin embargo, mostrarse en el otro extremo en aquellas relacionadas
con la vergüenza, por ejemplo. Es decir, no se trata tanto de
determinar cuánta emoción es capaz de tolerar el sujeto, sino más
bien de determinar qué emociones, asociadas a qué vivencias, con
aquel o aquel otro significado, pueden ser integradas o no por el
sujeto.
¿Para qué nos sirve entonces este modelo?

1. Para saber que los síntomas conversivos no son todos iguales.


2. Para comprender que algunos síntomas aparecen en relación
con estados fisiológicos concretos.
3. Para que podamos tener en mente que la forma en que el
sujeto regula sus emociones está íntimamente relacionada con
su estado fisiológico y sus síntomas.
4. Para que evitemos intervenir de la misma manera ante cada
tipo de síntoma.
5. Para que seamos capaces de explicar al paciente qué es lo que
le pasa, no solo desde un punto de vista biológico, sino
integrando las cuestiones biográficas, somatosensoriales y
relacionales.

Veamos un extracto de una sesión de terapia con una paciente


infrarregulada, cuya manifestación conversiva es la presencia de
movimientos aberrantes (coreiformes y balísticos) en brazos y
piernas (predominando en este caso el hemicuerpo izquierdo).

P: Mi marido dice que ya no puede más, que todo me genera miedo. Está
harto de que no podamos irnos de vacaciones, por no poder no podemos
ni ir a cenar un día juntos. Es que ya me empiezan los miedos, que si me
va a dar una crisis en el restaurante, que si le va a pasar algo a los niños
mientras no estamos... Es insoportable.
T: Ya, es como si estuvieses todo el día en alerta, ¿verdad?
P: Sí, me siento todo el día nerviosa, da igual que esté en casa viendo la
tele. Y, claro, cuantos más nervios, más me dan los movimientos.
T: Eso mismo.
P: Es que yo antes no era así, yo no sé qué me ha pasado.
T: A ver si esta comparación te dice algo. Imagínate que tú eres una casa y
que tienes un sistema de alarma que te viene de serie, vamos, que has
nacido con él. Imagínate que en una casa solo han entrado ladrones una
vez en veinte años: la alarma funcionó correctamente y nunca más tuvo
que hacerlo, tras veinte años está en perfecto estado. En otra casa, sin
embargo, han estado entrando ladrones cada noche, varias veces
incluso. Es mucho más probable que esta segunda alarma se estropee,
se descargue su batería, se desprograme... vamos, que a base de tener
que funcionar todo el tiempo llega un momento en que deja de hacerlo
correctamente y ya se activa todo el tiempo.
P: Vamos, que se me activa la alarma aunque entre un niño pequeño con
un triciclo.
T: Efectivamente. Tu sistema de alarma reacciona igual si entra un niño
pequeño con un triciclo que si entra una banda de ladrones. Has ido
acumulando vivencias difíciles y que no te han enseñado a manejar. Y
ahora te has vuelto una perfecta detectora de amenazas, las haya o no.
P: Ya, tengo que aprender a relajarme.
T: No es tanto eso. Es que tenemos que reprogramar poco a poco la
alarma. Volver a enseñarle qué es seguro y qué no lo es. Volver a ajustar
tus sensaciones a la realidad y no a los miedos que están grabados en tu
cabeza.
P: Entiendo, tiene sentido.
CAPÍTULO 11

LAS ESTRATEGIAS DE REGULACIÓN


EMOCIONAL Y LOS NIVELES DE COMPLEJIDAD
EN LA REGULACIÓN

Continuamos profundizando en los niveles de complejidad de la


regulación emocional. En este capítulo se presenta esta cuestión de
manera transdiagnóstica y por tanto no específica para el trastorno
conversivo (pocas cosas en psicoterapia son exclusivas y
específicas de un único trastorno). Sin embargo, entendemos que
aunque son cuestiones útiles para casi todos los pacientes, son
imprescindibles para aquellos con historia de trauma complejo y
desregulación emocional. Es frecuente que cuando existe un
trastorno conversivo, estos niveles de complejidad en la regulación
emocional estén alterados.
Aparte de esta clasificación general entre infra y
sobrerregulación, que creemos puede ser útil en el abordaje de los
casos, podemos «hilar más fino» y observar el tipo específico de
estrategia de regulación que el paciente tiende a utilizar de modo
predominante. Algunas formas de regular las emociones son
saludables y otras contraproducentes. Aldao, Nolen-Hoeksema y
Schweizer (2010) revisan las distintas estrategias de regulación
emocional (en su vertiente más cognitiva, la regulación de arriba
abajo, cerebro/cuerpo) en los trastornos mentales y definen seis
estrategias fundamentales:

1. aceptación
2. evitación
3. resolución de problemas
4. reformulación
5. rumiación
6. supresión

Algunas de estas estrategias tienen una influencia positiva —


como la aceptación, la resolución de problemas y la reformulación
—, mientras que otras son estrategias desadaptativas y su
presencia influye negativamente —la evitación, la supresión y, sobre
todo, la rumiación—. En su metaanálisis, la estrategia más vinculada
a la patología es la rumiación, seguida por la evitación, la resolución
de problemas (la falta de capacidad para ello) y la supresión.
Los autores señalan que es más problemático que se presenten
estrategias disfuncionales como la rumiación que el hecho de que
no se presenten estrategias funcionales como la reformulación. Los
pacientes conversivos tienen más dificultades para usar la
reformulación y, cuando lo intentan, esta no se acompaña de una
activación frontocortical como en sujetos sanos (Fiess et al., 2015).
En las personas con trastornos relacionados con síntomas
somáticos (Güney et al., 2019) se ha visto que analizan menos el
componente cognitivo de la emoción y, en relación con su
percepción somática, presentan un patrón hiperreactivo. También
presentarán dificultades para desconectar su atención del material
emocional. Esto quiere decir que antes de introducir habilidades de
regulación hemos de trabajar en (1) tomar conciencia de los
mecanismos disfuncionales y (2) trabajar pacientemente en
desmantelarlos. Solo cuando desinstalamos un programa de
ordenador obsoleto o contaminado por un virus puede tener sentido
que instalemos un software más eficiente.
Esta distinción entre estrategias adaptativas y no adaptativas ha
sido destacada por diversos abordajes. Las estrategias adaptativas
más señaladas son la reformulación (Gross, 1998), la resolución de
problemas y la aceptación. Aunque la resolución de problemas no
es un intento directo de regular las emociones, sí influye sobre estas
modificando o eliminando los estresores y evitando futuras
situaciones generadoras de emociones abrumadoras. El
entrenamiento en resolución de problemas es un componente de las
terapias cognitivo-conductuales para diversos trastornos (Beck et
al., 1979; Fairburn et al., 1995; Marlatt et al., 1988). En los últimos
años se ha puesto énfasis en la aceptación como mecanismo de
regulación adaptativo, a través de las intervenciones basadas en
mindfulness (Lindsay y Creswell, 2017), si bien es una práctica
ampliamente diseminada en culturas orientales y de la que han
bebido múltiples escuelas psicoterapéuticas (especialmente las de
orientación humanista en los años sesenta y setenta). La aceptación
es la conciencia del estado emocional eliminando todo juicio y
análisis, centrado en el momento presente, asumiéndolo por
completo tal y como es (Kabat-Zinn, 1990). El trabajo con regulación
emocional basado en mindfulness se ha introducido en los últimos
años de manera transversal en diferentes tipos de abordajes; por
ejemplo, como parte de la terapia dialéctico conductual, orientada a
pacientes con desregulación emocional severa, como es el caso de
los pacientes límite (Linehan, 1993).
La evitación y la supresión han sido consideradas desde hace
tiempo estrategias de regulación claramente desadaptativas. Gross
ha destacado los problemas asociados a la supresión, señalando
que reduce la expresión de las emociones, y posiblemente su
experiencia subjetiva a corto plazo, pero resulta ineficaz y
contraproducente a largo plazo (Gross, 1998; 2007). Cuando la
supresión se convierte en la estrategia predominante de modo
crónico, impide la habituación a los estímulos emocionales, y hace a
la persona mucho más sensible a la depresión y a los pensamientos
ansiógenos (Wenzlaff y Wegner, 2000).
Otro estilo de regulación disfuncional es la evitación. La
evitación ha sido conceptualizada en psicoterapia mayoritariamente
desde el punto de vista conductual. Según este modelo, Mowrer
(1947) propuso que, al evitar el estímulo temido, no se produce la
extinción del miedo, y este se mantiene a través del
condicionamiento operante. Desde esta idea, la exposición se ha
convertido en una estrategia terapéutica ampliamente utilizada tanto
en trastornos de ansiedad y fóbicos (Swedish Council on Health
Technology Assessment, 2005) como en el estrés postraumático
(Foa y Kozak, 1986; McNally, 2007). Por su parte, Hayes et al.
(1999) han puesto el énfasis en la evitación de la experiencia
psicológica, incluyendo pensamientos, emociones, sensaciones,
recuerdos e impulsos. El intento de evitar estos elementos suele
llevar paradójicamente a un incremento de los mismos (Wenzlaff y
Wegner, 2000), al tiempo que deja los problemas sin solucionar. El
autor propone la aceptación como alternativa a la evitación,
planteando este como uno de los elementos de la terapia de
aceptación y compromiso (Hayes et al., 1999). Así que uno de los
conceptos más claros que tenemos que tener a la hora de trabajar
con estos y otros pacientes es el de ayudarles a superar las
estrategias evitativas y cambiar hacia la aceptación. Aunque esto
parece muy evidente, a veces los pacientes son verdaderos
expertos en hacernos creer que algunas de sus estrategias de
evitación son verdaderas formas de gestionar sus emociones o
resolver operativamente conflictos. De tal forma, conviene estar
alerta ante los diferentes disfraces que la evitación toma, a veces
incluso en forma de operatividad y eficiencia.
Continuando en la profundización de las cuestiones
relacionadas con la evitación, podemos ver cómo esta se puede
presentar con niveles muy distintos de conciencia y de implicación
activa.

a. Algunos pacientes se dan cuenta de sus mecanismos evitativos


y contribuyen activamente a apartarse de elementos que
puedan funcionar como disparadores, tanto internos como
externos. Estos individuos acuden a terapia queriendo que
mejoren sus síntomas, pero no quieren pasar por afrontar las
circunstancias que los generan, incluyendo los recuerdos
alimentadores: «No quiero que me toques el tema de mi
padre».
b. Otras personas son muy poco conscientes de sus mecanismos
y, a pesar de que se muestran dispuestos, o incluso muy
interesados, en abordar sus experiencias más dolorosas,
constantemente surgen problemas cotidianos que demoran su
abordaje, faltan a las citas donde se planteaba trabajar sobre
aquellos recuerdos o, durante el trabajo sobre situaciones
perturbadoras, su mente va siempre a elementos irrelevantes.

En general y aunque parezca un contrasentido, el trabajo con


los primeros resulta más fácil pues, aunque se manifiesten
abiertamente cerrados y parezca que nos topamos con un muro, al
menos hay conciencia de estar cerrados. Donde hay conciencia hay
alternativa y capacidad de trabajar al respecto. Cuando no hay ni
siquiera conciencia de estar realizando un mecanismo evitativo,
tampoco hay conciencia de ante qué nos estamos defendiendo ni
con qué parte de nuestra historia tiene que ver. Aquí la cosa se pone
más difícil pues no se trata de deshacer un muro sino de construir
un puzle que introduzca asociaciones que el paciente ni siquiera
considera por el momento.
Por otro lado, al contrario que en la evitación y la supresión, en
la rumiación la persona se hiperfocaliza en su experiencia
emocional, sus causas y sus consecuencias (Rimes y Watkins,
2005; Vassilopoulos, 2008). Los individuos que hacen esto se
preguntan una y otra vez «¿por qué?», supuestamente tratando de
entender sus problemas (Papageorgiou y Wells, 2003). Sin
embargo, estos porqués están lejos de ser preguntas y tienen que
ver más bien con una autoculpabilización o con una negativa a
aceptar aquello a lo que se le da vueltas. Aunque la persona que se
cuestiona «¿por qué se portaron así conmigo?» está convencida de
estar tratando de comprender su historia, en realidad la pregunta no
refleja ninguna actitud comprensiva hacia sí misma ni facilita la
salida emocional de la situación. Lo que subyace a esta pregunta es
un «no puedo asumir que me golpeara mi padre, porque eso
significaría que no me quería y, por lo tanto, es que yo no soy una
persona digna de ser querida». Tampoco es una estrategia que nos
permita entender que hay cosas que escapan a nuestro control ante
las cuales no sirve de mucho una elaboración mental y lo que toca
es un trabajo de aceptación y compasión, especialmente con
nosotros mismos, pero que nos abre la puerta a una comprensión
más profunda del otro. Algunos pacientes podrán desde aquí mirar
de un modo distinto incluso a las personas que les hicieron daño, en
las que pueden ahora ver sus conductas hacia ellos como una
consecuencia de su propio dolor y sus propias historias. A veces,
desde ahí surge incluso el perdón, al que en ningún caso el
terapeuta ha de empujar al paciente. Otras personas deciden, y
están en su derecho, no perdonar, pero sí consiguen, una vez
reparadas sus heridas, mirar su historia sin hacerse ya más
preguntas, sintiéndose en paz con ella.
Lo cierto es que al trabajar con todos los trastornos más
asociados al trauma, como es el caso de los trastornos conversivos,
vamos a encontrarnos inevitablemente con diversos problemas en la
regulación emocional, que se presentarán con distintos niveles de
gravedad, predominancia y persistencia. Seligowski et al (2015)
revisaron la relación entre la desregulación emocional y los
síntomas postraumáticos y encontraron los mayores efectos para un
factor general de desregulación emocional, la rumiación, la
supresión de pensamiento y la evitación experiencial. La supresión
de la expresión emocional y la preocupación mostraron efectos
medios. Sin embargo, no encontraron efectos significativos para la
aceptación o la reformulación.
Aparte de las estrategias generales, podemos ver en algunos
pacientes problemas específicos con alguna gama de emociones.
En general, es frecuente ver en los pacientes conversivos una
sobrevaloración de las emociones desagradables y también una
dificultad de experimentar emociones agradables. Ya en los textos
clásicos de origen psicoanalítico se hacía hincapié en la cuestión de
que los pacientes histéricos tendrían una fijación a repetir
experiencias desagradables y una dificultad para satisfacer sus
propias necesidades, quedándose a menudo en un estado de
frecuente insatisfacción vital (Israel, 1974). Este tipo de patrón
emocional, que la conversión comparte con otras patologías del
espectro postraumático, va a tener que ser abordado antes o
después en la terapia. No nos extenderemos en este punto, que es
más específico de cada paciente, y que suele tener una conexión
particular con su historia. Por ejemplo, algunos pacientes tienen
experiencias profundamente conectadas con la vergüenza o con el
asco, y se desarrolla una evitación muy orientada a esa emoción en
concreto, que puede no ser evidente para el paciente o en una
exploración superficial. Es conveniente, como veremos, explorar la
relación específica de la persona con las distintas gamas de
emociones, tanto desagradables como agradables. Una forma
concreta, por ejemplo, es dedicar varias sesiones a profundizar en la
relación del paciente con cada una de las emociones básicas.
Podemos dedicar una o dos sesiones por emoción, en función de la
necesidad. Veremos cómo era la relación de la persona con esta
emoción en la infancia, cuáles eran las creencias que fue
introyectando en torno a esa emoción después de haberlas
escuchado tantas veces en la infancia («llorar es de débiles», luego
si me permito mostrar mi tristeza soy débil y eso es malo), cómo fue
evolucionando la vivencia de esa emoción concreta con la llegada
de la adolescencia y cómo es en la actualidad. Una vez entendido el
patrón concreto, se puede trabajar utilizando múltiples técnicas. Una
de ellas es personalizar la emoción y entrar en diálogo con ella, bien
a través de una dramatización, de una silla vacía, de la escritura de
una carta a la emoción, etc. Con este tipo de ejercicios conseguimos
que la psicoeducación emocional vaya más allá de una teoría sobre
las emociones que le soltamos por igual a cada paciente. Se trata
más bien de una teoría personalizada que cocreamos con el
paciente y que exploramos a través de ejercicios experienciales
para que la vivencia reparadora pueda fijarse no solo
cognitivamente, sino también a través del cuerpo.
Por último, es importante también tener en cuenta el concepto
de complejidad en la regulación emocional. Pascual-Leone et al.
(2016) plantean que, dentro de los distintos aspectos que se han
incluido bajo el concepto de regulación emocional, habría que
distinguir entre una reacción inmediata y otra a largo plazo.

1. La regulación emocional a corto plazo tendría que ver con


distanciarse del malestar (Gendlin, 1996; Linehan, 1993) y sería
como usar el mando del volumen para regular el nivel de
activación o arousal. Esta regulación a corto plazo tiene que ver
con una variación cuantitativa del nivel de intensidad emocional.
2. La regulación emocional a largo plazo (Holodynski y
Friedlmeier, 2006) tiene que ver con un proceso cualitativo más
complejo de cambio en la emoción. Para que se produzca este
proceso tienen que entrar en juego funciones mentales
superiores, incluyendo una mayor conciencia de las emociones
y la capacidad para diferenciar las emociones propias o ajenas,
reformulándolas o transformándolas. Siguiendo la metáfora
anterior no se trataría de subir o bajar el volumen, sino de la
capacidad para cambiar de canal (manejando el mando, no de
modo automático), realizar una transición gradual entre una
melodía y otra, filtrar o procesar el sonido o realizar mezclas
entre distintas pistas de música.

Por ejemplo, cuando sentimos dolor, hemos de modularlo


inicialmente para poder continuar funcionando. Esto sería la
regulación emocional inmediata basada en ajustar la intensidad
emocional. Sin embargo, es necesario elaborar la experiencia
(Stern, 1997) y para ello pensamos sobre lo ocurrido, lo hablamos
con otras personas y lo relacionamos con otras situaciones.
Pascual-Leone et al. (2016) señalan que la complejidad de una
estrategia de regulación emocional viene definida por (1) la
tendencia de acción y el nivel de esfuerzo que lleva consigo, (2) el
nivel de disfunción al que tiene que hacer frente, (3) el nivel de
conciencia de las propias necesidades personales y (4) la capacidad
mental para generar significados personales que ayuden a lidiar con
el malestar. Evalúan estos niveles de complejidad con la escala
CERS (Pascual-Leone y Gillespie, 2007). Según estos autores, a
mayor uso de estrategias complejas, mayor capacidad de regulación
tendrá el paciente. El uso de estrategias de baja complejidad no es
patológico, pero sí lo sería que fueran predominantes, persistentes o
que las estrategias más complejas no estuvieran desarrolladas.
Partiendo de esta idea, podríamos entender que hay un
gradiente de complejidad (sana) en la regulación emocional:

• Baja complejidad: El paciente no hace nada para regular sus


emociones. Esto puede deberse a la idea «no puedo hacer
nada para calmarme, o para sentirme de otro modo». A veces
esto va acompañado de una tendencia a que sea el otro quien
regule: «no puedo calmarme, haz algo», reflejando un patrón de
dependencia emocional. Otras veces la persona simplemente
deja que sus emociones se desborden sin hacer gran cosa con
ellas.
• Complejidad intermedia: El paciente emplea medios simples, a
corto plazo, para regular la emoción. La persona puede recurrir
a la distracción (hacia el entorno o ensoñaciones), haciendo
algo que aparte la atención de las emociones perturbadoras,
tratando de pensar en otra cosa o cambiando de tema si está
en medio de una conversación de contenido emocional difícil.
• Complejidad alta: Se relaciona con la capacidad de sentir
ternura o comprensión hacia sí mismo, hay una actitud de
autocuidado. El paciente se dice a sí mismo cosas que le
ayudan a regular, que lo calman y lo hacen sentir mejor. Puede
darse buenos consejos, imaginarse cuidándose o consolándose
o recordar cómo otros lo hicieron o podrían hacerlo. También
encajarían aquí la capacidad de reflexionar sobre lo que siente,
los recursos espirituales y las comparaciones saludables.
• Complejidad desadaptativa: No todos los mecanismos
complejos de regulación son saludables. En ocasiones hay
tendencias que revisten esta complejidad pero son
extremadamente contraproducentes, la persona hace cosas
ante lo que siente que incrementan y empeoran la respuesta
emocional. Ejemplos de esta complejidad desadaptativa serían
la autoculpabilización extrema, aferrarse a creencias negativas
disfuncionales (fusión cognitiva), hacer comparaciones en
negativo (reforzándole que es peor que el otro), conductas
autolesivas, pensamientos suicidas o quedarse atrapado en la
venganza y el odio (rabia no reparadora).

Como comentábamos anteriormente, cuando la posibilidad del


cerebro para realizar funciones complejas de regulación emocional
es disfuncional, hemos de desmontar esos mecanismos antes de
introducir otros más desadaptativos. Hablaremos más adelante del
trabajo en autocuidado, que puede entenderse desde esta
perspectiva como un entrenamiento en regulación compleja sana, y
en este trabajo empezaremos por desmontar la complejidad
desadaptativa. La persona será consciente de qué se dice a sí
misma ante lo que siente, de dónde viene ese diálogo interior
contraproducente y de cómo llevar su mente hacia lo que le ayuda a
gestionar ese estado emocional. Más adelante aprenderá a estar
con sus sensaciones con gesto y actitud de autocuidado, y a
cambiar la relación consigo misma a través de trabajos de
visualización guiada. Veremos más adelante en la sección de
tratamiento todo esto con más detalle.
SECCIÓN 4

LA EVALUACIÓN DEL PACIENTE CONVERSIVO


CAPÍTULO 12

LA EXPLORACIÓN DEL PACIENTE CON


TRASTORNO CONVERSIVO

La exploración psicopatológica de estos pacientes incluye la


evaluación psicopatológica general así como una exploración
específica en las áreas que hemos descrito como más importantes:
los síntomas conversivos propiamente dichos, los síntomas
disociativos psicomorfos con los que habitualmente se asocian y la
regulación emocional. Además, hemos de hacer una historia clínica
en la que estos síntomas se inscriban en la historia biográfica,
evaluando de modo particular cómo se enlazan con las experiencias
con las figuras de apego y con las experiencias adversas y los
eventos traumáticos.
En lo que respecta a los síntomas conversivos —salvo el
Cuestionario de Disociación Somatomorfa (SDQ-20),* que no deja
de ser un instrumento de screening—, no existe un instrumento
psicométrico que nos guíe para hacer una exploración sistemática.
Por ello haremos aquí una propuesta preliminar en este sentido.
En la sintomatología disociativa psicomorfa sí tenemos varias
opciones, como la SCID-D (la entrevista clínica estructurada para la
disociación basada en el DSM-IV) (Steinberg, 1994), la Dissociative
Disorders Interview Schedule (DDIS) (Ross et al., 1989) y la Trauma
and Dissociative Symptoms Interview (TADS-I) (Boon y Matthess,
2017). Estos instrumentos se diseñaron para la detección de
trastornos disociativos, pero tanto la DDIS como la TADS-I incluyen
una sección para síntomas de disociación psicomorfa (conversión).
A pesar de ello, no son instrumentos diseñados específicamente
para el trastorno conversivo. Creemos, por tanto, importante un
rastreo más sistemático de síntomas conversivos en los pacientes
con este tipo de problemas. Para ello, la idea es ir evaluando
síntoma a síntoma las principales manifestaciones conversivas, es
decir, preguntar de manera específica por ellas. A veces, nosotras
utilizamos la SDQ-20 como instrumento de cribado, pero si
queremos que ningún síntoma se pase por alto, no queda más
remedio que ir interrogando síntoma a síntoma al mismo tiempo que
le aclaramos al paciente qué queremos decir exactamente cuando le
presentamos los síntomas.
En el capítulo 3 hemos visto un buen resumen de los
principales síntomas conversivos que podemos ver en la práctica
clínica. Además, se hacía hincapié en cómo diferenciarlos de otros
síntomas similares que puedan tener origen neurológico. No vamos
por tanto a repetir dicha información y remitimos al lector a esa parte
del libro para saber por qué tipo de síntomas debe interrogar al
paciente. Los que sí nos parece útil introducir llegado el momento de
hablar de la evaluación de los síntomas conversivos es cómo relatan
los pacientes sus síntomas. Así que a continuación transcribimos
algunas citas textuales para que no solo conozcamos el síntoma,
sino también que lo sepamos reconocer cuando el paciente lo
cuenta a su manera y para facilitar también algunos pequeños
trucos para la exploración. Ahí va este recordatorio práctico:

DENTRO DE LAS ALTERACIONES NEGATIVAS DE LA SENSIBILIDAD


TENEMOS...

Anestesia

P: No siento mi mano derecha.


T: ¿Es que no la sientes por completo o que la sientes menos que la
izquierda?
P: No, no, no siento nada.
T: Cierra los ojos (el terapeuta coge un algodón fino y lo pasa por el dorso
de la mano derecha de la paciente).
P: No siento nada.
T: ¿Y aquí? (toca la mano izquierda).
P: Sí, ahí lo noto perfectamente. No lo entiendo.
T: ¿Sientes hormigueos, dolor o alguna otra sensación en la mano?
P: No, es como si me la hubieran cortado pero sin dolor, como que no está.
Hipoestesia

P: Sí, cuando me tocas algo noto, pero es muy poco, como si estuviera
adormilada.
T: ¿Y si la comparas con la otra mano?
P: Ah, pues mucho menos.
T: (El terapeuta pincha con una aguja la mano insensible.) ¿Y ahora?
P: Mmm... bueno, parece que algo quiere notarse, pero poco. Está como
tonta esta mano.

Pérdida completa o parcial de alguno de los cinco sentidos

T: ¿Qué es lo que le pasa con la vista?


P: Pues que no veo nada.
T: Pero ¿es como si viese todo en negro, como un fondo blanco... o como
qué?
P: Como si no viera nada de nada.
T: ¿Como un apagón de luz?
P: No entiendo, doctora, yo no veo y punto. Nada de nada. Por mucho que
me esfuerzo, estoy como ciega. No entiendo tanta pregunta.

DENTRO DE LAS ALTERACIONES POSITIVAS DE LA SENSIBILIDAD


TENEMOS...

Parestesia

P: Siento un hormigueo constante muy molesto en la pierna.


T: ¿Como si se te quedara dormida?
P: No exactamente, es mucho más molesto, como pinchazos pequeñitos
que se repiten todo el tiempo.
T: ¿Y la sensación es igual todo el día?
P: No, hay momentos en los que es muy fuerte y en otros casi llego a
olvidarme.

Hiperestesia (ejemplo: alodinia)


P: Tengo las dos piernas que no se me pueden ni tocar.
T: Déjeme explorar un momento, cierre los ojos.

P: Ay, no, no, de verdad, es como si las tuviese muy sensibles.


T: ¿Pero tiene dolor?
P: Sí, algo así, pero es que siento hasta el roce del pantalón, es muy
desagradable.

Percepción aumentada en otras modalidades sensoriales

P: Me molesta todo, doctora.


T: ¿A qué se refiere con todo?
P: Todo lo que dice la gente, los ruidos de los vecinos, los coches por la
calle... no puedo ni salir de casa. No puedo con tanto ruido.
T: ¿Ha tenido dolor de cabeza?
P: No, no es dolor de cabeza, es que no lo soporto, ojalá me quedara sorda
y dejara de escucharlos.

DENTRO DE LAS ALTERACIONES NEGATIVAS DE LA MOTRICIDAD


TENEMOS...

Parálisis

T: Póngase de pie y enséñeme cómo anda.


P: No puedo, la pierna izquierda no me responde.
T: ¿Pero es toda la pierna?, ¿es desde la rodilla?, ¿es el pie? Me puede
concretar un poco más.
P: La pierna, la pierna entera, no sé, toda, desde aquí (señala al inicio de la
pierna tal y como la conocemos vulgarmente, sin correlación anatómica).
T: Intente ponerse en pie sobre la pierna buena y deje doblada la otra
pierna, como a la pata coja.
P: ¿Así? (el paciente es capaz de doblar la pierna afecta, de tal modo que
queda patente que sí tiene al menos fuerza suficiente para realizar esta
flexión de cadera y rodilla).

Paresias

P: Tengo muy débiles las dos piernas.


T: ¿Desde cuándo le sucede?
P: Pues desde ayer, estaba en casa con mi hijo y de golpe empecé a sentir
una debilidad tremenda en las piernas.
T: ¿Se cayó al suelo?
P: Sí. Me dio tiempo a agarrarme a una silla, pero no fui capaz de sentarme
y acabé en el suelo.
T: ¿Se lastimó?
P: Gracias a Dios no, doctora.
T: ¿Su hijo la ayudó a levantarse?
P: Mi hijo piensa que soy una mentirosa, allí tirada me dejó el muy animal.

Alteraciones del habla de tipo negativo (ejemplo: afonía)

T: ¿No es capaz de hablar nada?


P: (Movimiento con la cabeza diciendo que no, cara de sorprendida.)
T: Intente probar a mover la lengua.
P: (La paciente mueve la lengua y realiza todos los gestos con la boca que
la doctora le solicita.)
T: ¿Sería capaz de emitir algún sonido?
P: (La paciente niega con la cabeza sin intentarlo.)

DENTRO DE LAS ALTERACIONES POSITIVAS DE LA MOTRICIDAD


TENEMOS...

Movimientos aberrantes (ejemplo: temblor)

P: Me tiembla la boca, cada vez más.


T: ¿Puede parar el temblor un momentito si se lo pido?
P: No, doctora, cómo voy a poder pararlo, qué más quisiera yo.
T: ¿Le molesta mucho?
P: Sí, me molesta un montón (con voz tranquila y sin demostrar
perturbación alguna).

Alteraciones del habla positivas (ejemplo: verbigeración)

T: Me dice que de golpe no era capaz de hacerse entender, ¿no es así?


P: La boca me iba sola, las palabras se me atravesaban y no era capaz de
callarme, pero nadie me entendía.

T: ¿Sabe si alguien logró comprender algo?


P: Solo mi sobrina, ella es especial, es la única que me comprende.
T: ¿Y qué le pudo decir a su sobrina?
P: No sé, doctora, no me acuerdo.
T: ¿Pero sabe que ella le comprendió?
P: Eso me parece.

Alteraciones de la marcha (ejemplo: descoordinación y


desequilibrio)

P: Andaba como borracha, pero le juro que yo no había bebido nada.


T: ¿Y cuánto tiempo estuvo así?
P: Pues no sé exactamente... Estaba muy nerviosa y me eché a descansar,
cuando me levanté se me había pasado.

Pseudocrisis

P: Yo le explico. Yo me caigo al suelo y me dicen que empiezo a gritar y


patalear, pero yo no me acuerdo de nada.
T: ¿De absolutamente nada? ¿Sabe quién está en la sala con usted en ese
momento?
P: No recuerdo bien. Sí sé que estaban mi madre y mi hermana, pero no
me pregunte más, que no sabría decirle.
T: ¿Las escuchaba mientras estaba en el suelo?
P: Oía que andaban por allí, pero no entendía nada de lo que decían.

Respuestas de inmovilización (ejemplo: inmovilización


átona)

P: Mi familia dice que llevaba un rato callada cuando me caí al suelo.


T: ¿Qué es lo que estaban haciendo en ese momento?
P: Estábamos comiendo, en la mesa. Era el cumpleaños de mi padre.
T: ¿Qué es lo último que recuerda haber oído antes de caer?
P: No lo sé, llevaba un rato ausente, me perdí la conversación, no sé de lo
que hablaban. Solo sé lo que me contaron después.
T: ¿Qué es lo primero que recuerda después de la caída?
P: Recuerdo despertar con sensación de angustia porque había mucha
gente alrededor, sé que decía cosas inconexas y que me tuvieron que
llevar a otra habitación.
T: ¿Le dijeron si tuvo algún movimiento de los brazos, de las piernas o de la
cabeza?
P: No, me quedé como muerta.

Otros síntomas conversivos (ejemplo: dolor en la micción)


T: Se te ha hecho una analítica y un cultivo de orina y hemos visto que no
hay ningún tipo de infección, y la verdad es que no encontramos ninguna
enfermedad médica que nos explique esa sensación que tienes.
P: Pero a mí me duele.
T: Nadie lo pone en duda, el dolor es real. Lo que intento explicarte es que
a veces el dolor no es algo solamente físico, sino que puede tener que
ver con cuestiones emocionales.
P: Pero cómo van a influir las emociones en mi forma de orinar.
T: Para que puedas orinar hay unos músculos en tu vejiga y en tu uretra
que permiten que la orina avance, normalmente sin molestia. El
funcionamiento de estos músculos puede alterarse por una infección
pero también puede alterarse por nuestro estado emocional. Igual que
cuando estás tensa y preocupada por los exámenes y tus músculos de la
espalda se tensan. Pues sería algo así, pero con una musculatura que
no es voluntaria.

Estos, además de ejemplificar algunas de las manifestaciones


clínicas principales, nos dan una pista de las cosas que tendremos
que tener en cuenta a la hora de explorar los síntomas y entrar en
diálogo con los pacientes. Algunas de las preguntas que no pueden
faltar son: ¿Cuándo apareció el síntoma? ¿Qué pasó antes?
¿Dónde y con quién estaba el paciente? ¿Tiene el paciente
conciencia sobre lo que sucedió o está como borrado? ¿Qué
explicación le da el paciente a lo que pasó? ¿Se muestra
preocupado o indiferente? ¿Es el síntoma congruente con nuestros
conocimientos en anatomía y fisiología o resulta ajeno a las leyes
que rigen las enfermedades médicas?
Esto enlaza con la última cuestión, pero no menos importante
de la evaluación de los síntomas conversivos: ¿Puede haber alguna
causa médica que explique el cuadro clínico? Para dar respuesta a
esta pregunta haremos un repaso breve sobre algunas cuestiones
claves para el diagnóstico diferencial. Conocer de forma
pormenorizada todas las posibles causas médicas de cada uno de
estos síntomas es una competencia médica en la que los
neurólogos (aunque también otros especialistas dependiendo de la
modalidad sensorial) tienen mejores competencias. En caso de
duda, la idea es trabajar de forma interdisciplinar con nuestros
colegas, que nos ayudarán a descartar posibles orígenes orgánicos
de los síntomas. De tal forma, lo que presentamos es solo un
resumen breve y simple que nos permita entender las cuestiones
claves en el diagnóstico diferencial.
Existen unos aspectos que son de carácter general para la
distinción de los síntomas conversivos con otros trastornos de
origen médico, mientras que otros son más específicos para
síntomas concretos. En general, una cuestión que hay que tener en
cuenta es si existen otros síntomas físicos asociados al cuadro. Por
ejemplo, no parece de origen conversivo un paciente que presenta
un temblor de inicio brusco pero además tiene fiebre, o un paciente
con alteraciones en la marcha que además ha tenido una pérdida de
peso de diez kilos en los últimos seis meses, o un paciente con
mucha sensibilidad al frío que además refiere una caída importante
de pelo, etc. Por este motivo, aunque la sospecha sea un trastorno
conversivo, el paciente debe ser siempre evaluado también por un
médico que pueda descartar estas cuestiones. Un terapeuta quizá
no tenga por qué saber todos los posibles síndromes que pueden
cursar con alteraciones sensomotoras, pero sí puede tener la
cautela de consultar con un compañero médico para asegurarse de
que su diagnóstico es correcto. Recordemos que existen multitud de
enfermedades, fundamentalmente neurológicas pero también
endocrinas, neoplásicas, infecciosas o de los órganos de los
sentidos, entre otras, que pueden dar síntomas similares a los que
hemos descrito para el trastorno conversivo.
Una vez contemos con la opinión médica y hayamos
preguntado por otros posibles síntomas físicos en los últimos
meses, podemos profundizar en las características del síntoma. Lo
primero será saber si la descripción que hace la persona se
corresponde con la anatomía y función de las partes del cuerpo
afectadas. Como hemos mencionado varias veces, son
características propias de la conversión el hecho de que la
distribución de los síntomas no se corresponda con territorios ni
nerviosos, ni vasculares, ni de otras estructuras anatómicas, sino
con lo que comúnmente se entiende por cara, brazo, pierna o la
parte del cuerpo que esté afectada. En la exploración buscaremos
por lo tanto incongruencias. Para eso hay múltiples formas de testar
al paciente (un ejemplo era aquel en el que decía no poder mover la
pierna, pero sí se ponía a la pata coja, movimiento que requiere de
fuerza). Muchas de las pruebas que se les proponen lo que hacen
es desafiar precisamente el conocimiento de la anatomía de los
pacientes. Si un paciente dice tener dolor en todo el brazo, pero el
dolor termina en el hombro y no en la zona de la espalda de la que
salen las raíces nerviosas que van al brazo, tenemos una pista de
que puede ser conversivo. Se nos viene a la mente un paciente con
ceguera conversiva que mantenía los ojos abiertos de par en par,
tanto que llegaban a ponérsele rojos por falta de parpadeo. Una
ceguera por una causa física distingue la visión (órgano de los
sentidos) y el parpadeo (una función motora), motivo por el cual las
personas ciegas no mantienen los ojos abiertos de par en par todo
el tiempo como hacía nuestro paciente (la acepción común de ojo sí
puede englobar de forma no diferenciada ambas funciones).
Y así, existen una infinidad de pruebas que podemos hacer
para entender un poco mejor el origen de un síntoma concreto. Pero
en muchos casos, la manifestación clínica conversiva es
prácticamente idéntica a una neurológica y solo con la historia
clínica y la exploración no seremos capaces de distinguir la causa.
En estos casos nos servimos de pruebas complementarias que
tienen como objetivo precisamente el de testar la función
sensoriomotora. Si hay sospecha de alguna enfermedad neurológica
concreta que curse con alteraciones visibles en una prueba de
neuroimagen puede estar indicado hacer un TAC o una RMN. Por
ejemplo, si hay crisis que se parecen a las propias de una epilepsia
temporal puede estar indicada una prueba de imagen para descartar
que existan zonas de esclerosis en el área parahipocampal. O si
una persona ha viajado a zonas tropicales y presenta alteraciones
en el habla, debe realizarse una prueba de imagen y estudiarse el
líquido cefalorraquídeo para descartar por ejemplo una infección por
parásitos que haya formado un quiste justo en la zona responsable
de esa función en el cerebro (es el caso de los quistes por
criptococos, por ejemplo). En estos casos, una prueba de imagen
del cerebro puede descartar muchas enfermedades. Sin embargo,
hay otras que no se podrán observar a través de un TAC o una RMN
y que necesitarán de un estudio de líquido cefalorraquídeo
(sospecha de enfermedades infecciosas del cerebro, enfermedades
desmielinizantes, etc.) o bien de pruebas neurofisiológicas. En el
caso de los síntomas conversivos, el uso del electroencefalograma
es fundamental en el estudio de las pseudocrisis, siendo más útil si
se realiza durante la crisis (EEG-Holter y vídeo-EEG). En el caso de
las afectaciones de las vías motoras periféricas, la electromiografía
es muy útil (es el caso de las parálisis y paresias). Los potenciales
evocados pueden utilizarse también para las vías motoras
(potenciales evocados motores que utilizan normalmente
estimulación magnética transcraneal y son muy útiles para descartar
enfermedades desmielinizantes como la esclerosis múltiple), pero
son especialmente útiles para comprobar el buen funcionamiento de
las vías visuales, auditivas y somatoestésicas. Ante la presencia de
síntomas menos frecuentes como aquellos en los que se ven
implicados los sentidos del olfato y el gusto, tendremos que utilizar
test específicos que evalúen estas alteraciones, pues es muy
frecuente que se deban a causas físicas y no psicológicas. De tal
forma, ante la presencia de este tipo de síntomas hay que descartar
siempre su origen orgánico. Existen diferentes tipos de test para
evaluar médicamente el gusto (Sniffin’Sticks Extended Test, Whole
Mouth Test y Taste Strips Test) y el olfato (The Pocket Smell
Identification).
Y, por último, no quisiéramos cerrar esta parte destinada al
diagnóstico diferencial sin hacer una parada en uno de los síntomas
que más dificultades suscita a la hora de determinar su origen
neurológico o psiquiátrico: las pseudocrisis. Dejamos a continuación
un breve cuadro que resume las diferencias de estas dos entidades
clínicas y que esperamos clarifique un poco más la cuestión.
A pesar de tener en cuenta estas diferencias, en muchos casos
resulta difícil diferenciar las verdaderas crisis epilépticas de las
pseudocrisis. Por una parte, las crisis epilépticas son muy diversas
en sí mismas, con frecuentes presentaciones atípicas. Lo mismo
ocurre con las pseudocrisis. Además, en personas con epilepsia el
electroencefalograma en estado normal puede ser normal, y en
muchos pacientes la única forma de saber si realmente existe o no
una epilepsia es realizar un estudio con videoelectroencefalograma
(vídeo-EEG) en el que se ingresa al paciente durante varios días, se
monitoriza con EEG su actividad cerebral y se espera a que suceda
una crisis para ver si durante la misma hay actividad epiléptica o no
(Gedzelman y Laroche, 2014). Un EEG que muestre una alteración
típicamente epiléptica en el momento preciso de la crisis es en
realidad la única prueba que podemos considerar concluyente. De
tal forma, la valoración del paciente por parte de un neurólogo es un
imprescindible para poder llegar al diagnóstico definitivo.

Crisis epiléptica Pseudocrisis


Alteración EEG Presente Ausente
típica durante la
crisis
Alteración EEG Puede no presentarse, y cuando Puede haber alteraciones EEG (se presentan
basal lo hace puede no ser específica también en sujetos normales)
Características de No se observa ningún movimiento Puede mover la cabeza como diciendo que no,
los movimientos que parezca tener un significado golpear al otro o a sí mismo, morderse los labios,
simbólico patalear, etc.
Fenómenos Incontinencia de esfínteres, En ocasiones, lesiones por caída
asociados durante lesiones por caída, mordedura de
la crisis lengua
Confusión y Frecuente Poco frecuente
somnolencia post
crisis
Posición/movimiento Ojos abiertos, posición fija o Ojos cerrados, muchas veces de forma forzada.
ocular movimientos repetitivos (clónicos) Puede intensificarse si intentan abrírselos
Conexión con la Los fenómenos que aparecen en En ocasiones hay elementos de la crisis que
historia biográfica la crisis no muestran un sentido pueden relacionarse con la historia
aparente
Disparadores Puede aparecer sin ellos. El Disparadores intrapsíquicos o relacionales. El
estrés puede ser un precipitante. paciente puede no ser consciente de ellos

La exploración de la disociación psicomorfa

Como decíamos, vamos a encontrar sintomatología de disociación


psicomorfa importante en al menos la mitad de los pacientes y,
probablemente en la mayoría, algunos síntomas aislados
coexistiendo con los síntomas puramente conversivos. Por ello,
aparte de la exploración psicopatológica general, hemos de incidir
particularmente en esta área. Aquí sí disponemos, al contrario que
en la conversión, de instrumentos psicométricos a los que podemos
recurrir. Una opción útil en el ámbito clínico son los cuestionarios de
Steinberg, que pueden encontrarse en el ensayo Quién soy
realmente: La disociación, un trastorno tan frecuente como la
ansiedad y la depresión (Steinberg y Schnall, 2002). Este libro está
descatalogado en español, pero los cuestionarios pueden
encontrarse en <www.trastornosdisociativos.com>. Aunque no se
trata de un instrumento que haya sido evaluado desde el punto de
vista psicométrico, sí puede sernos útil como un guion de entrevista
clínica, ya que sigue el mismo esquema que la SCID-D, la entrevista
estructurada más reconocida en el campo de la asociación.
Remitimos también al lector al libro Trastornos Disociativos, que
está recogido al final en lecturas recomendadas.
Los cuestionarios de Steinberg recorren las cinco áreas
fundamentales que componen la clínica disociativa: la amnesia, la
despersonalización y la desrealización (más relacionadas con la
disociación como distanciamiento); y la confusión y la alteración de
identidad (más relacionadas con la compartimentalización). De tal
forma, a la hora de evaluar la clínica disociativa podemos por
ejemplo utilizar un instrumento de screening como es la DES
(Dissociative Experiences Scale, un instrumento autoaplicado que
después podremos chequear en consulta junto a los pacientes)
(Bernstein y Putnam, 1986) y completar la evaluación con un
recorrido por los cinco dominios de la disociación que aparecen en
los cuestionarios de Steinberg (Steinberg y Schnall, 2002).

AMNESIA

En lo relativo a la amnesia, podemos encontrar amnesias


biográficas, lagunas en la historia de la vida del sujeto que no
pueden explicarse por olvido ordinario o dificultades más generales
para recordar. Más significativas son las lagunas de memoria
recientes, que pueden estar o no asociadas a los episodios
conversivos.
En ocasiones, estas lagunas amnésicas se asocian a
microfugas, en las que el paciente puede aparecer en un lugar sin
saber cómo ha llegado hasta ahí. Por ejemplo:
«Empezar a andar. Me lo dijeron en el centro de salud, que
tenía que andar, así que eché a andar... De pronto me vi en un
monte cerca de la ciudad, y me dije, ¿qué hago aquí? A veces no sé
ni lo que soy».
En los casos con mayor desintegración, los problemas de
memoria son más bien reflejo de una dificultad general para el
procesamiento de información. La persona puede estar
descentrada, no recuerda muy bien lo que ocurre en el día ni
organiza la información pasada de un modo coherente. Puede
fijarse en algunos acontecimientos de modo casi obsesivo porque se
asocian a emociones más difíciles de regular, y entrar en estados de
desbordamiento al hablar de ellos. En los sujetos con más
distanciamiento habrá mayor tendencia a la supresión emocional, y
dado que las memorias significativas van ligadas a lo emocional,
puede haber una dificultad secundaria a ello para relatar eventos
significativos o para darle su verdadera significación. En los sujetos
con compartimentalización compleja, esto es, con partes
disociativas marcadas, las lagunas amnésicas corresponderán a
momentos en los que otra parte de la personalidad toma el control.
Durante esos episodios, la persona puede entonces hacer o decir
cosas que luego no recuerda y con las que no se identifica.

DESPERSONALIZACIÓN Y DESREALIZACIÓN

Se produce un distanciamiento de los procesos mentales, de sí


mismo y del entorno. Veamos distintos ejemplos:

«Es como si estuviera volando. Yo veo qué estoy haciendo, pero no


controlo. Una vez con un ataque de furia que me llevaron al hospital, yo me
veía desde fuera, veía cómo me ataban, pero no era capaz de controlar aquel
cuerpo, digo, mi cuerpo, porque es mío».

«A mi marido no lo reconocí, a mi hijo tampoco. Me pasa porque son


hombres y empiezan a cambiar, cambia su cara y su voz. A veces, se van
volviendo invisibles como en un sueño.»

«Cuando mi novia me bombardeaba a preguntas de mi pasado, yo como


que me iba viendo desde fuera, como una película y en ese momento no me
reconocía en las cosas que hice.» (Posteriormente a estos síntomas, el
paciente empezó a presentar pseudocrisis.)

«A veces es como si estuviera soñando, lo confundo todo con un sueño.


Como si fuera un fantasma, cuando discutían mis padres de pequeña me
pasaba. No me reconozco en fotos o en el espejo. El cuerpo lo noto extraño,
como si hubiera cambiado, todo el cuerpo, como si fuera virtual, como un
videojuego, como un avatar.»

«Voy en automático, como si una persona es la que tiene que hacer las
cosas, dice “tengo que trabajar en esto”. La otra es el observador, no participa
en nada.»

Otras veces no hay esta percepción de extrañeza y nos


encontramos con sujetos que parecen ajenos a su propio
sufrimiento, desconectados o con una afectividad incongruente.
Hemos puesto algunos ejemplos en el libro, como la mujer
embarazada que parecía ajena a su estado y desconectada del
disparador que lo había generado. En algunos casos, esta
desconexión emocional es de larga evolución y es una combinación
entre este tipo de desconexión postraumática (hay un antes y un
después a partir de una experiencia) y algo más cercano a la
alexitimia. En este último caso, no es tanto que el paciente haya
estado conectado y se haya desconectado al verse sobrepasado por
una experiencia, sino que una relación fluida entre niveles de
procesamiento (sensorial, emocional, cognitivo) nunca llegó a
desarrollarse. Alguien que no ha sido visto emocionalmente, que no
ha tenido un reflejo de lo que siente en unos cuidadores que
entienden sus estados mentales como diferentes de los propios, y
que resuenan con ellos, no ha podido desarrollar una buena
comprensión de sus procesos internos. No hay, porque nunca lo
hubo, un reconocimiento emocional ni una comprensión del
significado de esas emociones. Estos casos pueden tener que ver
con la belle indifférence de los clásicos que ya hemos visto, porque
lo que percibimos es una incongruencia entre la gravedad del
estado del paciente o de los desencadenantes de este, y la
prosodia, la expresión facial y corporal de la persona.

COMPARTIMENTALIZACIÓN

Aquí nos encontramos con una incapacidad parcial o completa para


controlar deliberadamente procesos o acciones que habitualmente
están bajo el control voluntario. Veamos algunos ejemplos:

«De repente veo mis manos y no sé cómo explicarlo, siento que no son
mías, las quiero mover y sé que puedo moverlas, pero no se me mueven, las
miro y digo “tienen que ser tuyas, están aquí”, estoy razona que razona,
peleando con las manos, hasta que al final las muevo». (Aquí vemos cómo la
despersonalización se asocia a un episodio recortado de parálisis
conversiva.)
«Me siento extraña, es como si no soy yo, como si actuara otra persona. Es
más como de sentimientos, no de cabeza, y se me mezclan. Y cada vez es
peor. Se separa el pensamiento del sentimiento. Siento que mi cuerpo no
fuese mío. Cuando me ducho, es como si estuviese duchando otra parte. Yo
le tengo como rabia a mi cuerpo.» (Esta paciente sufrió abuso intrafamiliar en
la infancia.)

Un síntoma presente en muchos casos, que representa también


esta dificultad para acceder a compartimentos mentales disociados,
es la amnesia.

«Salgo de casa, me voy lejos de casa a trabajar y olvidaba que tenía hijos y
mujer. Quiero contarte algo, en mi cabeza construí un muro negro. Cuando
vienen los recuerdos malos pongo un muro y no me acuerdo y estoy
tranquilo. Me esfuerzo en recordar mi infancia, amigos, y con el esfuerzo me
duele la cabeza. A veces cogía la llave, cerraba la casa y dejaba encerrados
a mi mujer e hijos todo el día, no me daba cuenta de que existían. Me iba
lejos, trescientos kilómetros. A veces era consciente y otras no.»

«Sentía que me miraba, como si fuéramos gemelas, pero diferentes. Es


como si me desdoblara... Por ejemplo con la edad, me cuesta saber la edad,
me miro al espejo y no me coincide. Cuando me llaman señora, pienso que
tengo diecisiete a lo mejor y digo ¿yo? Otras veces me miro y me veo y tengo
cuarenta y dos, otras veces no, no me encaja y me cuesta entenderlo. Es otra
parte de la lucha de mi interior.»

«Tengo muchos problemas con la ropa, voy a comprar, lo meto en el


armario, y no me gusta. “Esto es nuevo, pero si a mí no me gusta esto...”
Como la ropa del armario no es mi ropa me pongo el chándal, y como no me
queda más remedio estoy delante del armario a ver qué me pongo.»

«Me siento a veces poseída por un demonio, pero por mí misma, sí. Por la
mala, más que nada. La mala me odia y quiere que desaparezca.»

A veces lo relata la familia:

«En algunos momentos se desconecta y funciona literalmente como una


niña. Este año dieciocho, trece y ocho años, quizá más pequeña. Reconoce
en esos estados fotos anteriores, pero no posteriores. Habla y se comporta
como una niña pequeña».
«Lo que me dice mi hermana es que a veces me enfado con ella o con mi
madre, o le mando mensajes así enfadada, y son fuertes, y me dice “¿tú qué
estás diciendo?, ¿qué me mandaste?” Y yo me quedo extrañada, veo los
mensajes, y no me acuerdo de nada, ni de haberlo mandado.»

«Una vez entró en la habitación, se quedó como sin fuerzas, se le cayeron


los brazos, y empezó a mover el cuerpo, como que algo le estaba entrando.
De repente empezó a patear el suelo, y a decir “cabrón, tú conmigo no
puedes”.»

En este último caso vemos que la paciente presenta un síntoma


conversivo, en el que la respuesta es fundamentalmente motora y
se asocia con algunas verbalizaciones que tienen que ver con la
respuesta que no había podido tener a una agresión sexual sufrida
en el pasado. No hay aquí una parte elaborada, son solo elementos
no integrados de esas memorias.
Lo mismo ocurre en este paciente, que fue víctima de tortura.
Aquí lo terrible y doloroso de la experiencia lleva a que el paciente
esté constantemente intentando apartar todo lo que viene del
compartimento en el que trató de meterlo.

«Una vez tenía un mechero y quería quemar el hotel, escuchaba una voz
que me decía que si quemaba el hotel sería feliz. Me asusté y hablé con un
amigo y se quedó conmigo hasta la semana siguiente. Me gusta sentir dolor,
cuando me duelen los dientes a los demás no, pero a mí me gusta, porque
dejo de sentir esas otras cosas. Todos los días escucho voces, a casi todas
las horas. Escucho a mis hijos, a mi madre sobre todo, oigo los quejidos de
otras personas cuando las torturaban. Veinte años escuchando eso. Cuando
escucho las voces me pongo música muy alta para no oírlas, siempre dicen
mi nombre, personas que conozco y que no conozco, odio que hagan eso.
Odio mi nombre, me tapo los oídos y grito que yo no me llamo así. Desde la
cabeza, la frente, hasta los pies, todo mi cuerpo tiene recuerdos de tortura.»

En este segundo caso, podemos apreciar que lo que viene de


ese compartimento tiene que ver con un período vital anterior, y
emergen patrones de comportamiento propios de esa etapa. No se
trata de una parte con mucha estructura mental, ni siquiera las
voces que escucha corresponden a partes elaboradas.
«La voz me controla bastante. No sé si es una voz, es un ente o qué es.
Me controla haciendo cosas que yo realmente no deseo hacerlas, o que
después de hacerlas me doy cuenta de que no es mi forma de ser
realmente... como abrir la casa de la vecina para que sonara la alarma... algo
me empujó, como para sentirme viva a lo mejor... me sentí yo, no sé... yo no
soy así... Son cosas que hacía en mi adolescencia, colgarme de los trenes...
me ponía en riesgo para sentirme viva.»

Estos compartimentos se mantienen cerrados y apartados a


costa de un esfuerzo mental más o menos consciente. Como
afirmaba Bromberg (1998), el individuo se distanciará de todo esto
como modo de tolerar una contradicción inasumible. La disociación
era para este autor una solución contra la incoherencia afectivo-
cognitiva. Lo que hay en esos compartimentos son contenidos que
se sienten tan ajenos entre sí, tan discrepantes, que no pueden
coexistir en un simple estado de conciencia; estos no pueden estar
activos simultáneamente sin generar una desestabilización de la
estructura del self. Cuando estos compartimentos se mantienen muy
aislados durante mucho tiempo, y adquieren cierta complejidad,
pueden funcionar con cierta autonomía, presentando conductas y
procesos mentales distintos de la personalidad habitual del sujeto.
Por ejemplo, en esta paciente el compartimento contiene lo que
hay en una infancia que trató de dejar atrás. Tanto fue así que
dentro de ese compartimento hay conexiones y redes de memoria
que dan lugar a procesos mentales complejos. Cuando «entra en
ese compartimento» funciona como la niña que quiso dejar de ser.

«Alguna vez, con mi marido, me comporto como una niña, pero yo odio
eso. Me siento, y al hablar con él, es como si quisiera que él fuera mi padre,
como si retrocediera a la niñez, y entonces sale de mí la niña que se perdió...
y lo odio, porque soy una mujer ya, de cuarenta y dos años, eso no
corresponde ahora... volver a esa niña es volver a los sentimientos de culpa
muy intensos de mi infancia.»

Es precisamente ese rechazo el que mantiene cerrado el


compartimento y mantiene la disociación.
Nuestra intervención en estos casos implica abordar esta
compartimentalización de modo explícito (estableciendo
comunicación con esas partes) o implícito (a través de la
psicoeducación). Esto último es siempre esencial, porque el
paciente percibe lo que hay en estos compartimentos como algo
inasumible, y es cierto que fue inasumible cuando tuvo que ser
apartado de la conciencia central del sujeto. Sin embargo, ya fuera
de la situación y en otra etapa vital, la persona puede aprender a
mirar toda su historia, todas sus sensaciones, y todo lo que hay en
ella de forma integral y completa. Es esta mirada amplia donde todo
cobra sentido la que realmente resuelve la disociación. Veremos
este trabajo con partes en la sección dedicada a las intervenciones
terapéuticas.
Dado que en casi la mitad de los pacientes conversivos vamos
a encontrar sintomatología psicomorfa de la descrita en este
capítulo, es necesario formarnos más en profundidad en el trabajo
con disociación si queremos trabajar con estos pacientes. Aunque
ahondaremos un poco más en esto en la sección de tratamiento,
aconsejaríamos algunas lecturas: No soy yo, entendiendo el trauma
complejo, el apego y la disociación (Gonzalez, 2019), Trastornos
disociativos (Gonzalez, 2010), Trastorno de identidad disociativo
(Gonzalez y Mosquera, 2015) y El tratamiento de la disociación
relacionada con el trauma (Steele et al., 2018), entre otros.
La conexión de estos síntomas con los episodios conversivos
puede ser directa o indirecta. A veces, como comentábamos, los
síntomas conversivos son solo elementos muy primarios y
rudimentarios, fragmentos de memorias que contienen sensaciones
que el paciente no se permite sentir y anula hasta generar una
anestesia, o al contrario, hiperestesias y sensaciones anómalas que
el paciente, dada la falta de contexto y su desconexión general, vive
como egodistónicas. Pueden ser movimientos que corresponden a
respuestas que no pudieron llevarse a cabo, y muchas otras
posibles variantes.
Otras veces estos síntomas se asocian a compartimentos de
mayor complejidad. Por ejemplo, esta paciente describe sus
sensaciones físicas y cómo estas se conectan (si se lo permite) con
lo emocional y con los síntomas motores.

«Noto como siempre una sensación de calor y apretamiento aquí en el


estómago, es a donde se me va la mano siempre, si la dejo ahí, la sensación
hará lo que me hace, esos síntomas. Si me centro en ella, lo que me sale es
llorar. Es como la válvula de escape. Es como un calor en el estómago, que
se me va como a las piernas, como si se abriera un grifo y se me derramase
ese calor, y entonces mis piernas empiezan a moverse sin control.»

Este síntoma se inscribe en una mala integración de la tristeza,


asociada a un conjunto de experiencias en el que esta emoción no
pudo ser reconocida ni procesada: etapas depresivas de la madre,
la dificultad de esta para tolerar la tristeza en la paciente en
momentos difíciles de su vida, etc.
Veamos otro ejemplo donde es el componente motor el que se
disocia. Jorge tiene pseudocrisis con una presentación variable: a
veces hace movimientos involuntarios, en ocasiones
descoordinados, pero que otras veces parecen manotazos. En
ocasiones dirige estos movimientos contra los que intentan agarrarle
o calmarle cuando está así. A veces también hace sonidos
repetitivos, casi siempre ininteligibles, pero en algunas ocasiones
forman palabras como «vete de ahí», «dejadme en paz» o cosas
similares. En la historia de Jorge destacan agresiones graves por
sus compañeros de colegio entre los once y los catorce años, ante
las que nunca se defendió y que jamás contó a nadie, en parte por
miedo, en parte por no preocupar a sus padres. Sus movimientos y
sus verbalizaciones durante las crisis parecen representar la
defensa de lucha que no pudo ponerse en marcha en el momento
en el que todo aquello sucedía.
Rebeca tiene desde hace un tiempo episodios de paresia y
temblor. Su cuerpo se sacude de modo primero sutil, pero suele irse
haciendo más aparatoso y cuanto más trata de controlarlo, aún peor.
Todo empezó a raíz de un intento de robo en la calle, del que
consiguió salir indemne. No era consciente de estar tan afectada,
pero pasados los primeros días, solo de pensar en salir a la calle,
empiezan de nuevo dichos episodios. En su historia hubo otros
incidentes asociados al miedo que se encadenaban con esta
situación sin que ella se diese cuenta, el más relevante un intento de
abuso en el portal de su casa por un desconocido cuando era muy
pequeña. Superó aquella situación aparentemente bien. Las
primeras semanas trató de que sus padres la dejaran dormir en la
cama con ellos, pero su padre lo zanjó decretando que «tenía que
ser valiente». Así aprendió a pasar por encima de su miedo,
anulando la sensación fisiológica asociada cuando aparecía. Lo
mismo trató de hacer después del robo, pero no funcionó, y los
temblores aparecían como un correlato del miedo no expresado.
En otros casos, la sintomatología aparece como una señal de
que se está produciendo un cambio de estado. Por ejemplo, hay una
reacción de colapso, y al «despertar» la persona está en otro estado
mental. También puede corresponder a un intento de control de esta
reacción. Por ejemplo, un episodio de parálisis se produce por un
intenso control tratando de limitar la emergencia de una parte hostil.
La sintomatología psicomorfa puede simplemente coexistir con
la conversiva, configurando entre ambas un cuadro clínico que
hemos de entender de un modo global para poder conceptualizarlo y
abordar el tratamiento de manera integral. Lo más relevante de este
capítulo es que hemos de identificar cuándo hay partes con
autonomía mental suficiente como para que requieran un abordaje
específico. En las partes más rudimentarias, sin apenas
funcionamiento autónomo, esta forma de trabajo no será necesaria
ni aportará demasiado.

La evaluación de la regulación emocional y el autocuidado


Para la evaluación de la regulación emocional disponemos de
diversos instrumentos psicométricos, como son las escalas DERS
(Difficulties on Emotion Regulation Scale) (Gratz y Roemer, 2004) y
AIM-S (Affect Intensity Measurement Scale) (Larsen y Diener, 1987).
Nosotras solemos utilizarlas no tanto para obtener una puntuación
como para trabajar con los pacientes cada uno de los factores que
miden y, a través de ello, incrementar la conciencia del paciente de
cómo regula sus emociones. De hecho, más que puntuaciones, lo
que necesitamos es identificar cómo regula el paciente sus
emociones de modo dinámico.
A lo largo de la entrevista vamos a ir viendo si la persona tiende
a la infrarregulación y se desborda a hablar de determinados temas,
o bien está sobrerregulada, conteniendo la emoción o limitando su
expresión verbal y no verbal. También observaremos qué tipo de
estrategias específicas pone en marcha: si cambia con facilidad de
perspectiva, puede aceptar lo que siente y lo que le ocurre, se
centra en cómo solucionar los problemas... O más bien emplea
estrategias contraproducentes: si se distrae fácilmente y pierde el
hilo, si le asusta pararse a sentir (evita), si está recriminándose por
sentir lo que siente y no se lo permite (control), si da vueltas y
vueltas a lo que siente, preguntándose una y otra vez por qué le
pasa lo que le pasa (rumiación) o si expresa muy poca
emocionalidad, sobre todo en relación con momentos difíciles
(supresión).
Una opción para guiar la evaluación es usar la entrevista EMO
(www.anabelgonzalez.es), en la que se analizan los estilos de
regulación a través de una entrevista estructurada, así como la
relación de estas modalidades reguladoras con los aprendizajes
relacionales de la persona. En esta entrevista hay una primera parte
autoadministrada, pero que conviene luego repasar y analizar con el
paciente, y una segunda parte en la que el terapeuta va
preguntando directamente respecto a cada una de las figuras
reguladoras, es decir, aquellas personas que tuvieron un papel
importante, para bien o para mal, en nuestro aprendizaje emocional.
Veamos a continuación algunos fragmentos de la información
que aporta esta exploración en dos pacientes: una con tendencia a
la infrarregulación y otra con tendencia a la sobrerregulación.

INFRARREGULACIÓN

Adela presenta un cuadro disociativo complejo en el que se


combinan síntomas psicomorfos (alucinaciones auditivas, cambios
de estado mental, lagunas de memoria) con síntomas somatomorfos
y conversivos diversos y cambiantes (pérdidas de conocimiento con
caídas bruscas frecuentes, en las que llega a lesionarse, episodios
de cefalea en los que presenta alteraciones visuales,
hipersensibilidad a los sonidos). A continuación se describen
algunos fragmentos de sus respuestas en la entrevista EMO que
ayudan a comprender el cuadro clínico global.

¿Cómo definiría en general el modo en el que regula sus


emociones? Describa brevemente
«Yo enseguida lloro.» Adela llora con frecuencia, se anticipa y
tiende a la preocupación. Piensa en llorar antes de que realmente
pase algo.

¿Le cuesta sentir sus emociones como lo hacen otras


personas? Explique por qué
«Las siento de más. Exageradamente, desde todo lo que pasó
conmigo (tuvo una historia de maltrato por parte de su exmarido).
Antes era más seca, menos expresiva con las emociones, era
dura.»

¿Con qué emociones o sentimientos tiene más problemas?, ¿le


cuesta notarlos? ¿le cuesta tolerarlos o regularlos?, ¿tiene
problemas cuando son los demás los que los expresan?
(En esta pregunta, Adela selecciona más de la mitad de las
emociones que se describen, reflejando un problema muy
generalizado. Sin embargo, algunas respuestas son particularmente
interesantes.)
Admiración. «Cuando alguien me lo demuestra creo que es por
pena o por quedar bien conmigo. Nunca me lo creo. Antes sí que
me lo creía y me levantaba la autoestima que me dijeran cosas
buenas. Ahora desconfío. Me quedo dolorida por dentro cuando me
dicen cosas de admiración, prefiero que no me digan nada. Me
siento humillada.»
Asco. «Hacia mí misma. Me doy asco y vergüenza. Las cosas
que me pasaron, yo no las comentaba. Asco por no poder superarlo.
Yo tuve un novio y lo dejé porque sentía asco de mí y miedo de
repetirlo todo.»
Cansancio. «Me hace sentir mal, no lo tolero, me parece que
soy vaga. Me culpo. Si no he hecho nada ¿por qué estoy cansada?,
podía estar haciendo más. Aunque me digan que es normal estar
cansada, yo creo que es por mí. Yo querría estar en movimiento.»
Aquí podemos ver una tendencia rumiativa ante sus dificultades,
que empeora su malestar. No es solo que tienda a dejar que sus
emociones se desborden, sino que emplea estrategias que
potencian esa desregulación.
Incertidumbre. «La llevo mal. No acepto las cosas como son.
Me anticipo. En el sentido negativo. Le doy muchas vueltas. Pienso
que todo lo que hago saldrá mal. Si puedo hacer algo o lo hago bien
o no lo hago. Tengo que estar segura de que lo haré bien.» Aquí
vemos también su tendencia a la preocupación, otro modo de
desregular la emoción.

¿Alguna de estas tendencias es frecuente en usted?


En esta pregunta, la paciente afirma tratar de evitar y suprimir
las emociones positivas: «Cuando me viene felicidad, siento que no
es para mí. Es para los demás. Si me ha pasado todo eso, es
porque hice mal... Mi madre decía que la felicidad solo viene una
vez, y luego ya no». Si se siente bien, luego se enfada consigo
misma.
También reconoce que tiende a contagiarse de las emociones
de los demás y que se desborda fácilmente. La ansiedad la lleva
frecuentemente a la ideación suicida.
Lo más destacado de su estilo de regulación es el carácter
cambiante, así como la puesta en marcha de estilos de regulación
distintos en unos momentos y en otros, algo frecuente en los
trastornos disociativos graves. En este caso, aunque las voces
indican cierta compartimentalización, el cuadro tiene un patrón
fundamentalmente de desintegración, con partes poco
estructuradas, un funcionamiento bastante caótico y un bajo nivel
funcional. La información que puede aportar es por ello parcial, y
siempre en el área de la regulación emocional, ha de
complementarse con lo que el evaluador puede observar
externamente.
Donde Adela no identifica bien sus patrones es en la tendencia
a la corregulación. Ella afirma estar mejor sola y sentirse mal
cuando le dicen cosas positivas, pero ha establecido una relación de
extrema dependencia con sus hijos, mostrándose muchas veces
incapaz de regularse y pidiendo su intervención, con frecuentes
intentos autolíticos.

¿Esto le pasa desde que recuerda o empezó en alguna etapa de


su vida? Si es así, ¿cuándo fue?, ¿cómo era su vida en
aquellos momentos?
«Todo ha venido después de que me pasara lo de mi pareja. No
tenía nada de eso.»
De nuevo, la paciente no identifica bien sus patrones previos,
porque antes del problema de su pareja no había tenido síntomas.
Es cierto que gran parte de sus problemas aparecen después, pero
antes hubo una tendencia a suprimir la tristeza y la rabia, que
empezó en su infancia y de la que nunca fue consciente. Esta
tendencia llevó a que aguantara una situación de maltrato físico
grave durante años, y cuando empezó a desbordarla el malestar,
aún fue incapaz de reaccionar por una mezcla de miedo y
vergüenza de tener que pedir ayuda.
Cuando habla de las figuras reguladoras, escoge a su hermana
mayor (no a su madre, mucho menos presente emocionalmente).
Sin embargo, esta hermana nunca expresaba, según ella, ninguna
emoción negativa, y ante el malestar de Adela su reacción era
decirle que no pasaba nada. Por tanto, podemos ver cómo su modo
de gestionar las emociones se generó en el apego distanciante de
su madre y este cuidado de la hermana que, sin embargo, no veía ni
validaba el malestar de la paciente. Este fue un factor predisponente
para la situación de maltrato, a partir de la cual se generaron
emociones de tal potencia que ya no pudieron ser suprimidas, se
pusieron en marcha mecanismos que potenciaron la desregulación
(rumiación, preocupación, ideación suicida, tendencia a la
corregulación), y en este contexto se manifiestan los síntomas de
disociación psicomorfa y conversivos.

SOBRERREGULACIÓN

Roberto es bastante consciente de que suprime sus emociones,


recuerda etapas de su vida en las que podía sentir cosas que ahora
no percibe. A veces, en algún momento parecen asomarse algunas
emociones, pero enseguida desaparecen, sobre todo si trata de
percibirlas. En ocasiones y de manera casi automática, cuando está
sintiendo algo, solo con pensarlo puede hacer que las emociones se
sumerjan, y tratar de que salgan a la superficie le resulta muy difícil.
Junto a esta tendencia, se presentan síntomas marcados de
despersonalización. No nota su cuerpo, se mira en el espejo y se
siente extraño, no le parece estar del todo en sí mismo o del todo
presente, aunque esto no es constante. A veces le parece estar en
un sueño, y nota su cabeza como embotada. En algunos momentos
se queda sin poder hablar ni moverse, como si la vida siguiera
mientras él está suspendido en el tiempo. Ocasionalmente oye
también voces, pero tiene conciencia de que son suyas. «Es como
si yo escuchara lo que me dice otro yo más pequeño y con distinta
voz y forma de ser. Le quiero dar consejos y no puedo. Me habla del
pasado. No escucho el sonido. En la forma de razonar es como un
pensamiento, pero es como unidireccional. Viene de mí, pero está
fuera de mi control. A veces es como escuchar muchas radios
distintas, como voces distintas, aunque sea yo. Como que no se
mezclan, no es como un jaleo. Como si me parara a hablar con cada
una de ellas o escucharlas. Van por vías separadas.
»A mis padres no los veía preocupados, yo sí me preocupaba
por ellos. Al no hablar con ellos nunca de nada, te pones en lo peor.
Mi padre gritaba y yo me pensaba lo peor, no podía preguntar. Ya se
enteraba toda la casa. Aterrador.
»Cuando yo estaba mal, no hacían nada. No se lo contaba.
Miraban a otro lado. Muchas veces ya no mostraba eso porque
sabía que no iba a haber reacción. No confiaba a nadie los
problemas. Ni a mis amigos. Nunca supe cómo me sentía hasta que
empecé a contarlo. Era asfixiante. Se hacía más grande el problema
al hablar de ello.
»Con mi madre era siempre como chocar con un cristal, y darte
cuenta de que hay un cristal. Era mi padre el que disciplinaba.
Simplemente nos metía miedo y conseguía lo que quería. Tenía
miedo de que se enfadara.»
En estos contextos, las figuras positivas, los recursos
reguladores —aunque sean escasos o esporádicos—, son de gran
importancia. Roberto describe lo importante que era para él la figura
de su vecina: «De pequeño iba a jugar con la vecina de enfrente. Su
familia me acogía. Algún día me llevaban a la playa con sus hijos.
Era la única referencia que tenía de familia. No sé si sabían que en
mi familia no éramos normales».
De todas las emociones, la única que Roberto podía percibir
inicialmente era la rabia. La tristeza le resultaba muy difícil, y poco a
poco se fue dando cuenta de que debajo de ella había una
vergüenza compleja por muchas cosas que hacía su familia. La
reconexión con todas esas emociones fue progresiva, y conforme
pudo notarlas y expresarlas, sus síntomas fueron remitiendo.
Sea cual sea el instrumento que utilicemos, hemos de tener en
cuenta que muchos pacientes con desregulación emocional grave
—sobre todo los que tienden más a la supresión y son de perfil más
alexitímico, pero también los que tienen mayor desintegración y un
bajo nivel de pensamiento reflexivo— carecen precisamente por
estos problemas de la capacidad para autoobservarse, entender sus
claves emocionales y describirlas de modo ajustado. La EMO nos
da únicamente un hilo conductor para una exploración en la que han
de combinarse las respuestas directas que da el paciente, lo que
observamos durante la entrevista, y la información que tenemos de
la historia clínica y las aportaciones de personas externas.

La exploración del autocuidado

Para las autoras, que venimos del campo de la medicina, el


autocuidado siempre se había vinculado con las actitudes de
cuidado hacia la propia salud. En nuestra formación como
psiquiatras poco se nos había enseñado sobre el autocuidado desde
un punto de vista más global que incluya los hábitos de cuidado
personal, pero también el cuidado hacia nosotros mismos en cuanto
a cómo nos hablamos, si nos tratamos con cariño o desprecio, si
nos permitimos equivocarnos, si somos capaces de aceptar piropos
y de experimentar vivencias agradables, etc. Este concepto de
autocuidado se basa en cómo nos cuidamos tanto en las cuestiones
más prácticas como a un nivel más general: si nos miramos y nos
cuidamos a nosotros mismos, del mismo modo que lo haríamos con
alguien a quien queremos.
Ante la ausencia de un instrumento para evaluar estas
cuestiones, tan poco presentes en la investigación y tan usadas en
la ayuda terapéutica, se desarrolló la Escala de Autocuidado
(Gonzalez et al., 2018), que consta de treinta y un ítems que se
puntúan de forma directa entre 1 «totalmente en desacuerdo» y 7
«totalmente de acuerdo». A mayor puntuación, peor es el
autocuidado.
La escala ha sido validada y puede obtenerse en español en
<http://www.anabelgonzalez.es/inicio/recursos-para-terapeutas/>.
Para obtener los factores se han de sumar todos los ítems de
cada factor, identificados por las siglas en el margen izquierdo, y
dividir por el número de ítems de cada factor:

• AD: Conducta autodestructiva


• TA: Falta de tolerancia al afecto positivo
• PA: Problemas para dejarse ayudar
• R: Resentimiento por no reciprocidad
• NP: No actividades positivas
• NN: No atender las propias necesidades

El análisis de la escala en diversas poblaciones está en


desarrollo, por lo que no pueden todavía establecerse puntos de
corte normativos. De modo orientativo, en los resultados
preliminares se ha visto que las puntuaciones que superan el valor 3
tienden a ser más disfuncionales. Con el paciente se puede analizar
visualmente de modo global: las puntuaciones que van demasiado
hacia la derecha han de llevarse hacia la izquierda. Sobre la base
de los ítems específicos que presenten mayores puntuaciones,
puede establecerse un plan de autocuidado y ejercicios
personalizados.
El trabajo con autocuidado y regulación emocional basado en el
trauma está descrito en varios libros, algunos de ellos adaptados
para pacientes, como No soy yo: entendiendo el trauma complejo, el
apego y la disociación, Lo bueno de tener un mal día: cómo cuidar
de nuestras emociones para estar mejor y Las cicatrices no duelen:
cómo sanar nuestras heridas y deshacer los nudos emocionales.
SECCIÓN 5

EL TRATAMIENTO DE LOS CUADROS


CONVERSIVOS
CAPÍTULO 13

EL TRABAJO TERAPÉUTICO: PERFILES DE


PACIENTES Y ASPECTOS GENERALES QUE HAY
QUE DESARROLLAR

Las intervenciones psicoterapéuticas a medio-largo plazo (al menos,


un año de tratamiento) han demostrado ser útiles en el trastorno
conversivo, llegando a reducir los síntomas hasta en un 50 %. El
metaanálisis más importante al respecto encontraba efectos
positivos para varios tipos de terapia que incluían la psicoeducación,
la terapia cognitivo-conductual, la terapia psicodinámica, la terapia
de intención paradójica y el mindfulness entre otras (Carlson y
Nicholson, 2017). No obstante, quizá por la escasez de estudios al
respecto, no existe evidencia científica para asegurar que una
terapia tiene mayor efectividad que otra sobre el trastorno
conversivo. En este libro optamos por una visión integradora en la
que organizaremos la información en torno a los perfiles de
pacientes más frecuentes que observamos y los aspectos generales
y específicos que hay que desarrollar a lo largo de la terapia.
Empecemos por las cuestiones generales. ¿Qué es lo que
hacemos con nuestros pacientes conversivos en el día a día de la
terapia? ¿Cuáles son los ámbitos de actuación sobre los cuales
intervenimos? ¿Cómo se conectan estas cuestiones pragmáticas
con el marco teórico que hemos ido aportando? Y, en función de las
respuestas a estas preguntas, organizaremos el modelo de
intervención que queremos presentar. Veamos algunos de los
aspectos que habremos de abordar, en mayor o menor medida, en
estos pacientes:

1. El trabajo general: entender y reflexionar.


2. El trabajo con el cuerpo: trabajo específico con conversivos.
3. El trabajo sobre aspectos disociativos: paciente disociativo
con partes y que presenta mayor o menor grado de conversión.
4. El trabajo para volver a conectar: el paciente desconectado.
5. El trabajo para frenar lo que sobra: el paciente infrarregulado.
6. El trabajo para dejar de controlar: el paciente sobrerregulado.
7. El trabajo relacional: el paciente que vehicula sus síntomas
relacionalmente.
8. El trabajo con el trauma: los síntomas se relacionan claramente
con experiencias traumáticas.

Es, por tanto, el tipo de intervención que vamos primando en


uno u otro caso el que nos lleva a las clasificaciones y no al revés.
De tal forma, os animamos a continuar la lectura desarrollando de
forma general estos ocho puntos. En los capítulos que siguen se irá
concretando el cómo, la manera concreta de intervenir. Pero antes
echemos una ojeada al conjunto de la intervención para poder tener
un marco amplio y un punto de partida sólido. Así intervenimos:

1. El trabajo general: entender y reflexionar

Si existe un punto de partida para el trabajo con pacientes


conversivos este debe ser el de promover la comprensión; la
comprensión del fenómeno conversivo como algo general y la
comprensión de la función, desarrollo y características particulares
en las que estos síntomas se inscriben en una biografía que es
única e individual.
Cuando pensamos en entender y reflexionar siendo esto
aplicado al ámbito de la salud mental, enseguida se nos viene la
palabra «psicoeducación». Si tomamos una definición amplia de la
psicoeducación podemos decir que «hace referencia a la educación
o información que se ofrece a las personas que sufren de un
trastorno psicológico, aunque este tipo de intervenciones
psicológicas también incluyen el apoyo emocional, la resolución de
problemas y otras técnicas». La palabra «psicoeducación» genera a
día de hoy todavía filias y fobias. Mientras que algunas
orientaciones psicoterapéuticas (como, por ejemplo, la cognitivo
conductual y sus derivados) la consideran básica y de gran utilidad,
otras orientaciones la rechazan por considerarla excesivamente
unidireccional, entendiéndola como una información estandarizada
que el terapeuta ofrece al paciente. Pues bien, cuando aquí nos
referimos a psicoeducación no buscamos una receta única, una
versión preconcebida de lo que le pasa al paciente que el terapeuta
traslada de forma jerárquica, como un saber que él tiene y el
paciente no. La psicoeducación, al menos como nosotros la
entendemos, es un proceso de co-construcción de una nueva
narrativa, en el que el paciente y el terapeuta avanzan en su
conocimiento no solo sobre la enfermedad en general sino sobre
cómo esta se manifiesta en el paciente, en qué momentos, por qué
y, sobre todo, para qué. Es cierto que no rechazamos la idea de que
el terapeuta puede trasladar al paciente conocimiento sobre sus
síntomas que este desconoce —de hecho, lo consideramos
especialmente útil—, pero llamamos psicoeducación a algo mucho
más amplio desde una perspectiva integradora.
En realidad, más que de psicoeducación quizá podríamos
hablar de reformulación del problema. Si tenemos en cuenta que los
cuadros conversivos, y en general todos los trastornos disociativos,
guardan una relación estrecha con disfunciones de apego
tempranas, con aprendizajes disfuncionales a partir de modelos de
cuidado y de regulación emocional poco saludables,
comprenderemos que un elemento nuclear que falta en muchos de
ellos es la experiencia —que todo niño necesita durante su
desarrollo— de sentirse entendidos, de que alguien pueda verles en
el sentido profundo de la palabra (Siegel, 2010), de sentirse
sentidos. En su mirada hacia sí mismos y el problema que les trae a
consulta veremos un reflejo de esto, y la persona se mirará como
fue mirada, se juzgará como fue juzgada o se ignorará como fue
ignorada. No pretendemos decir que los trastornos mentales son
una derivación directa de un mal cuidado o regulación en la infancia,
pero sí que estos aprendizajes modelarán y tendrán una influencia
poderosa en la configuración de los elementos constitucionales del
individuo. Esto es distinto para cada persona, pero en todos los
pacientes —no solo en los conversivos— hemos de conseguir una
perspectiva hacia ellos mismos y hacia el problema basada en el
deseo de comprender, en la observación no juzgadora, y en la
adopción de un sentido de agencia realista: «no puedo cambiar lo
que siento o mis tendencias iniciales, pero sí lo que hago con ello».
Este trabajo psicoeducativo, de co-construcción de la historia del
problema, de reformulación de este, abre una ventana de
oportunidad, una posibilidad de cambio. Pero, además, introduce
elementos que estuvieron ausentes, o modifica patrones de relación
con uno mismo y con los demás, a través de la relación terapéutica.
El proceso psicoeducativo con el paciente debe comenzar
desde el primer día de la terapia y es a menudo una puerta de
entrada fácil y útil sobre la que cimentar contenidos más complejos
de gestionar emocionalmente. Si volvemos al modelo neurobiológico
para explicar la conversión, recordaremos que los pacientes
conversivos tenían en muchos casos sus áreas límbicas
excesivamente activas, es decir, eran pacientes especialmente
sensibles a estímulos emocionales (especialmente negativos). Pues
bien, la forma de contrarrestar tanta avalancha emocional es «poner
un poco de cabeza», es decir, utilizar nuestro córtex prefrontal. ¿Y
cómo «pone cabeza a las cosas» el ser humano? Pues
semantizándolas, hablando de ellas. Si además tenemos en cuenta
que el cuerpo del conversivo manifiesta aquello que cuesta expresar
de otra forma más sana (como, por ejemplo, a través de la palabra o
los hechos), pues razón de más para que los verbos «hablar»,
«explicar», «reflexionar» y «aprender» tengan sentido en este
contexto. Saber más sobre de qué tipo son sus síntomas, cuánta
gente los tiene, cuándo aparecen y por qué, etc., es fundamental
para empezar un diálogo terapéutico, y además nos da una medida
de hasta dónde llega la capacidad reflexiva del paciente. Si el
paciente tiene poca capacidad de comprensión, le cuesta reflexionar
sobre sí mismo, sobre su biografía u otros procesos relacionales,
desarrollar a un nivel primeramente cognitivo estas habilidades
resultará útil. Este tipo de intervenciones fomentan la reflexión y son,
por tanto, un entrenamiento metacognitivo: una forma de aprender a
pensar sobre cómo uno piensa. Esto genera una sensación de
capacidad de regulación y control sano que forma una buena base
para comenzar a trabajar.
Y una vez dicho esto, para que el proceso sea diádico, es decir,
para que ayude además a fomentar un vínculo, no puede basarse
en una simple «charla» que el terapeuta le da al paciente sobre sus
síntomas. Aun cuando a veces hay que aportar explicaciones
concretas sobre las cosas, se debe tantear constantemente y en
tiempo real qué va entendiendo el paciente de lo que estamos
hablando, siendo incluso el propio paciente el que ponga ejemplos
personales sobre cada tema que tratamos. Esta es la mejor forma
no solo de saber si lo ha entendido o si estamos llamando de la
misma manera a las mismas cosas, sino que también comienza a
estimular las conexiones entre el pasado y los síntomas presentes.
A menudo, la historia biográfica de un paciente conversivo es
una historia hecha de retales, de pedacitos, en la que suele ser
difícil obtener en las primeras sesiones una narrativa coherente y
completa sobre los acontecimientos vitales, los patrones
emocionales y de apego que se fueron desarrollando, la
cosmovisión del paciente, etc. Lo que a menudo encontramos es
mucho «no sé», mucho «no lo recuerdo», un poco de «sé que algo
pasó, pero no me preguntes qué», una gotita de «sé que pasó esto
y aquello, pero no veo relación» y quizá también una repetición casi
mecánica de las mismas ideas o mismos recuerdos, que se
presenta en bucle y que no completa la historia de la persona. El
trabajo psicoeducativo permite la autorreflexión y esta sirve tanto
para entender el pasado como para relacionarlo con las
experiencias presentes.
En definitiva, consideramos que el trabajo reflexivo,
metacognitivo, psicoeducativo... o como queramos denominarlo
forma parte de las primeras fases de la terapia, ayuda a fomentar
los vínculos, permite iniciar el diálogo terapéutico «sobre algo que
me pasa» (menos personal) antes de poder llegar a hablar sobre
«mí mismo» (lo cual resulta a menudo invasivo para el paciente
cuando sucede en las primeras sesiones).
Tal es la importancia que damos a esta primera fase del
tratamiento, que no la consideramos algo opcional ni algo en lo que
se deba apurar. De lo bien que esté cimentado el edificio dependerá
su estabilidad. Cuando en los primeros capítulos introducíamos la
teoría de la desintegración de Janet mencionábamos que el autor
hacía especial hincapié en los procesos de integración y síntesis,
que son los que se verían interrumpidos en la disociación y la
conversión. Según el autor, la memoria, la atención, la percepción y
la voluntad tendrían un potencial sintético (favorecedor del
procesamiento adaptativo de la información), mientras que las
emociones destacarían por su potencial antisintético (dificultando
dicho procesamiento). De tal modo, las funciones ejecutivas
facilitarían un buen procesamiento de la información. Ser capaz de
reflexionar no es por tanto solo un epifenómeno de la
psicoeducación, sino que es un fin en sí mismo. Favoreciendo la
capacidad reflexiva estamos entrenando la capacidad de síntesis e
integración de la información, y por lo tanto, la psicoeducación tiene
una función terapéutica per sé.

2. El trabajo con el cuerpo


Retornando a nuestro capítulo sobre neurobiología, veíamos una
biología similar entre la conversión y la disociación, siendo la
característica propia de la conversión el hecho específico de que se
verían afectadas las áreas sensoriomotoras. Es decir, lo
característico de la conversión es que en la pérdida de integración
suelen verse implicadas las áreas responsables de la sensibilidad y
la motricidad, y de ahí la falta de agencia que el paciente tiene sobre
los síntomas y la desorganización con la que en muchos casos se
manifiestan. Si algo específico caracteriza el trabajo con los
pacientes conversivos es la atención al cuerpo. A través del cuerpo
se expresa el síntoma, siendo el cuerpo el que «habla» en muchos
casos; de modo que no escucharlo sería un error. No se concibe un
trabajo con este tipo de pacientes en el que el cuerpo solo se
nombre a la hora de describir los síntomas y no aparezca más.
Existen muchas formas de trabajar con el cuerpo. Una primera
parte enlaza con el trabajo psicoeducativo que comentábamos
antes. El relato del paciente o las reflexiones compartidas entre el
terapeuta y la persona afectada no han de ser narrativas
desconectadas y descontextualizadas de lo corporal y lo emocional.
Al hilo de lo que el paciente cuenta podemos progresivamente ir
introduciendo el «¿dónde lo notas en el cuerpo?». Para muchas
personas con una profunda desconexión o alexitimia, lo corporal
está muy lejos de su conciencia. Algunos pacientes incluso
responden desconcertados: «¿qué quieres decir con cuerpo?».
Estos pequeños momentos en los que nos detenemos a observar
las sensaciones somáticas y ayudamos al paciente a prestar
atención a esta área son realmente una primera aproximación al
trabajo corporal, probablemente el más importante.
Un elemento también fundamental es la atención que dirigimos
al interior del cuerpo, el desarrollo de lo que se denomina
«conciencia interoceptiva». La intercepción es un elemento
transdiagnóstico que subyace a un procesamiento emocional atípico
en poblaciones muy diversas, aunque este concepto no ha sido
claramente operacionalizado (Trevisan et al., 2019). Este concepto
está parcialmente relacionado con la alexitimia, pero sobre todo en
lo que respecta a su vertiente subjetiva: relacionar los fenómenos
fisiológicos —como las sensaciones viscerales— con las emociones
a las que se asocian. Este trabajo va en la línea del anterior, pero
con un especial énfasis en que la persona observe lo que nota «por
dentro», más que en las sensaciones más externas o periféricas.
Otra vertiente del trabajo corporal tiene mucho mayor
componente simbólico. Se puede dialogar con el cuerpo, darle voz,
por ejemplo. Se puede trabajar con estatuas al estilo
psicodramático. Se puede trabajar a través de técnicas gestálticas
que invitan bien a atenuar el movimiento o bien a exagerarlo y luego
trabajan desde esta polaridad. Se puede trabajar desde un punto de
vista más mecánico, por ejemplo, en coordinación con otros
especialistas como fisioterapeutas o rehabilitadores. Se pueden
utilizar técnicas como el neurofeedback y el biofeedback para
favorecer una regulación generalizada de todo el sistema corporal.
Se pueden hacer trabajos específicos con el cuerpo venidos de
diferentes aportaciones: el psicodrama, la bioenergética, el análisis
corporal, mindfulness... Existen, en definitiva, multitud de
aproximaciones al trabajo con el cuerpo, cada una de ellas con sus
pros y sus contras, con sus utilidades y dificultades de aplicación.
Dado que no existe una investigación basada en la evidencia que
nos permita saber qué intervenciones corporales tienen más aval
empírico en pacientes conversivos, puesto que los estudios tan
específicos son anecdóticos, nos vemos en la obligación de
compartir la experiencia clínica que nuestro equipo tiene al respecto.
Esta experiencia en aproximaciones corporales se ha nutrido de
campos tan distintos como el EMDR, el psicodrama, la terapia
sensoriomotora, la terapia Gestalt, la terapia narrativa o el
neurofeedback y biofeedback. Todo esto, junto con lo que durante
estos años hemos ido aprendiendo conversivo a conversivo,
persona a persona, historia a historia, nos ha permitido tener una
idea un poco más estructurada de lo que mejor nos funciona y lo
que por el contrario hemos intentado pero no nos ha ayudado. En el
capítulo específicamente dedicado al trabajo con el cuerpo
mostramos ejemplos de ejercicios concretos, dinámicas específicas
y formas de entender el cuerpo que creemos imprescindibles para
poder trabajar con un paciente que se expresa tanto y tan
desordenadamente a través del cuerpo.
Lo que sí podemos ir anticipando es que todo el trabajo con el
cuerpo se llevará a cabo en relación con dos cuestiones: 1)
reconocer el propio cuerpo: contactar por primera vez o
reconectar con aquellas experiencias corporales y emocionales que
quedaron atrapadas en el tiempo, en las redes de memoria, en los
compartimentos disociados de nuestro cerebro. El trabajo permitirá
volver a poner al cuerpo en primer plano, aprender a contactar, a
escucharlo, a sentirlo como propio, a darle valor a la información
que nos trae para así, luego, poder poco a poco «reprogramar» lo
que está desregulado. 2) traducir lo que nos quiere decir: recoger
los síntomas físicos y entender cuándo aparecen, cómo, por qué y
para qué; abrir una vía de comunicación con aquellos contenidos
que el cuerpo siente y expresa, pero que no han podido ser
integrados, que han quedado fuera de la conciencia.

3. El trabajo sobre la disociación psicomorfa acompañante

Un amplio número de pacientes disociativos van a manifestar algún


síntoma conversivo sin que este sea el diagnóstico principal. Se
trata por así decir de pacientes disociativos psicomorfos que
puntualmente manifiestan síntomas somatomorfos. En estos casos,
la intervención habrá de orientarse sobre todo al cuadro disociativo y
cuando existe compartimentalización marcada, se hace necesario
incluir un trabajo con las partes disociadas de la personalidad.
Veamos un ejemplo:
Irati era la menor de dos hermanas. Desde siempre había
estado especialmente unida a su madre. Desde niña fue víctima de
bullying, un acoso que duró más de diez años sin que durante este
tiempo tuviera apoyo alguno por parte de los adultos que la
rodeaban: en clase, los profesores minimizaban las agresiones y en
casa sus padres tardaron seis años en saber lo que estaba pasando
(Irati no lo contaba y la capacidad de conectar con la niña de sus
padres era muy baja). Cuando sus padres se enteraron, tardaron
tres años en tomar la decisión que para ella supondría un cambio
biográfico: el cambio de colegio. Tras dicho cambio, Irati conseguiría
por primera vez en diecisiete años sentir que tenía una amistad
duradera y que podía ser querida por sus iguales. Antes de esto,
durante la adolescencia, Irati empieza a presentar un cuadro de
sintomatología depresiva mayor que la llevó a ser tratada por una
psiquiatra y un psicólogo. Un año después, durante la peor época de
bullying de la adolescencia, la percepción de que todo el mundo
hablaba de ella en clase empezó a ser cada vez más sobrevalorada
hasta que acabó teniendo múltiples percepciones paranoides de su
entorno. En aquel entonces empezó a escuchar voces, siempre eran
las de sus compañeros metiéndose con ella. Aparecían durante
varias horas al día y se volvieron tan insoportables que tuvo que
dejar los estudios, fue tratada con antipsicóticos y litio y otros
muchos psicofármacos (con escasa mejoría) y estimulación
transcraneal posteriormente, que sí mejoró un poco el cuadro.
Recibió múltiples diagnósticos: esquizofrenia, trastorno
esquizoafectivo, trastorno bipolar, depresión mayor...
Durante varios años de consulta, Irati repetía una y otra vez que
su problema era el bullying y lo mal que se habían portado sus
compañeros con ella. Siempre se le había devuelto que ella tenía
que superar aquello, olvidarse, dejar de hablar del pasado. Llegó a
terapia con nuestro equipo con veintidós años. Ya había conseguido
terminar un ciclo formativo y formar un grupo estable de amigas. Sin
embargo, seguía sintiendo «una presencia, como una sombra
negra» que se le ponía en la espalda, que le producía mucho miedo
y mucho rechazo. Cada vez que la presencia aparecía se asustaba.
Tras descartar la posibilidad de que se tratase de un síntoma
psicótico (no había fenómenos de primer rango que apuntasen a
una esquizofrenia, y su funcionamiento general y su contacto
interpersonal era mucho mejor que el que se suele asociar a una
psicosis), empezamos a trabajar en la hipótesis de que esa
presencia era una parte hostil de ella. Empezamos a hacer
pequeños ejercicios primero para vencer la fobia a enfrentarse a ver
esa «presencia», luego para poder sentirla como algo propio y por
último para poder escuchar cuál era su función, qué había venido a
decirle. Se hizo un trabajo intenso con partes (profundizaremos en
esto en el capítulo específicamente dedicado a ello) que consiguió
hacer cambiar las características de esa sombra poco a poco. La
sombra fue tomando forma hasta que empezó a verla como «la cara
de un compañero» de clase, el que más se metía con ella, aquel
que la pegaba y la dejaba encerrada en el baño. Tras entender
cuáles eran los recuerdos que había detrás de esta presencia negra,
abrimos una línea de trabajo basada en EMDR tomando diferentes
dianas traumáticas asociadas al bullying. Trabajamos con los
recuerdos traumáticos y la presencia fue desapareciendo, o más
bien, integrándose.
Tras la integración de esa parte, continuamos trabajando varias
sesiones con recuerdos relacionados con el bullying y empezamos a
observar un síntoma que hasta el momento nunca habíamos visto.
Cuando le pedíamos contactar con algunos recuerdos concretos,
Irati presentaba un movimiento como una sacudida en la mano
izquierda de la que no se daba cuenta. Esto nos puso en alerta
sobre la posible existencia de más síntomas conversivos y
comenzamos a explorar. Efectivamente Irati había tenido durante
dos años de su infancia episodios sincopales en los que quedaba
«como muerta» en el suelo y que nunca antes nos había
mencionado, a pesar de que «de cuando en vez» todavía sufría uno
en la actualidad. Lo asumía de tal manera que ni siquiera lo había
mencionado cuando preguntábamos por síntomas. El movimiento de
la mano nos había dado la pista de que a su cuerpo le costaba
integrar cierta información sensoriomotora, habíamos tirado del hilo
y apareció una nueva línea de recuerdos que había que trabajar. En
este caso se trataba de recuerdos relacionados con el sistema de
apego, que venían de la relación con los padres en la primera
infancia. Y de esta manera, a través de las pistas que su cuerpo nos
daba, pudimos abrir una parte de su historia que ella, en eterna
idealización de sus padres, no había podido abrir. En esta línea
seguimos trabajando hoy en día.
Pues bien, el caso de Irati es un ejemplo de una paciente que
había presentado síntomas disociativos psicomorfos en los que
aparecían partes claramente distinguibles (las voces, la presencia...)
y que, además, presentaba síntomas conversivos. Los síntomas de
disociación psicomorfa nos llevaron a explorar una parte de su
historia, mientras que su cuerpo nos dio pistas para explorar un
trocito todavía más antiguo, más primario (como suele ser el cuerpo)
de su biografía.
En otros casos con importante sintomatología disociativa
psicomorfa, los síntomas conversivos son intensos y frecuentes, y
cobran por tanto más protagonismo. Veamos otro ejemplo. Delia
presenta episodios repetidos de pseudocrisis. Estas crisis pueden
presentarse en algunas etapas casi todos los días, y limitan su
capacidad de autonomía, habiendo tenido que abandonar varios
trabajos. Esto mantiene a Delia conviviendo con una madre con la
que tiene una relación muy problemática, de una interdependencia
muy patológica. La madre de la paciente es abiertamente hostil y
Delia, que no puede asimilar la falta de apoyo y aceptación que
percibe en ella, no deja por otro lado de verbalizar sus teorías sobre
el mundo —diametralmente opuestas a las de su madre— sabiendo
de sobra que esta la verá como una provocación. Cuando una y otra
vez se desencadena una escalada relacional, el resultado final
(inmediato o demorado) es una nueva crisis.
Junto a las crisis conversivas, Delia presenta un cuadro más
complejo, con rasgos de personalidad estructurales y patológicos.
Su estilo de pensamiento es muy rígido, con tendencia a aferrarse a
sus creencias y «valores». Se muestra convencida de que ella tiene
valores y principios más elevados que el resto de la gente,
reflejando rasgos narcisistas marcados. Sobre todo con su madre, la
interacción es muy pasivo-agresiva. En otros aspectos, como la
inestabilidad emocional, los sentimientos de vacío, las conductas
impulsivas y autolesivas y las relaciones interpersonales
problemáticas, su funcionamiento es bastante límite.
En la exploración de la sintomatología disociativa, la paciente
refiere dos voces internas, una de las cuales vive como más
egodistónica y hostil, y que parece reflejar una introyección de la
figura materna. La otra es una voz crítica, más cercana a un diálogo
interior, relacionado con la autoexigencia. Estas voces no parecen
directamente relacionadas con las crisis conversivas, sino que se
activan conjuntamente con estas, en los momentos de mayor
desregulación.
Solo la primera de las voces parecía corresponder a una parte
con cierta autonomía mental, pero el trabajo con esta voz no ocupó
la mayor parte del trabajo terapéutico con Delia. Lo más complejo,
con diferencia, fue el trabajo con la relación terapéutica y con el
desarrollo de una capacidad de pensamiento reflexivo que le
permitiese a la paciente tener una visión realista de sí misma, sus
relaciones, su problemática y la ruta más productiva del proceso de
tratamiento. Una mejora en su comprensión y conciencia emocional
junto con la verbalización de estas emociones y exploración de su
significado fue lo que más contribuyó a la disminución de las crisis.

4. El trabajo para volver a conectar: el paciente desconectado

En muchos pacientes conversivos tenemos la sensación de que hay


una conexión que se pierde, una energía que no llega, un circuito
interrumpido. Veremos más adelante que existen varias formas de
desconectarse. La bombilla no se ilumina en ningún caso, pero no
es lo mismo que falle la fábrica donde se genera la electricidad a
que falle el sistema de cableado por el que circula la energía o a que
la bombilla se haya roto. Cada estilo de desconexión requerirá
estrategias terapéuticas diferentes. Lo que sí es común en los
pacientes desconectados es que su respuesta tanto a los estímulos
externos como internos se ve atenuada o anulada. Es como si nada
afectara, como si todo produjese una respuesta neutra. Ya sea
porque no se han tenido las habilidades para poder percibir e
identificar las emociones; porque se sienten las cosas, pero luego
un mecanismo defensivo disociativo hace que «desaparezcan», o
bien porque hay una atenuación general de las sensaciones y los
afectos, lo común es la distancia, la frialdad, la falta de contacto. Lo
más importante es que el terapeuta sea muy consciente de que esto
no significa que las circunstancias ante las que el paciente parece
no reaccionar no le afectan. Nuestro trabajo es establecer, o
restablecer, la conciencia de lo emocional y de lo corporal.
Cuando Daniel llegó a consulta tenía veintiún años y nunca
había hecho una terapia. Llevaba un año y medio estancado en la
carrera de química, que estudiaba lejos de su ciudad natal, no
rendía en los estudios, se sentía desinteresado a pesar de que
siempre le había fascinado la química. En el último año y con
finalidad evasiva había ido probando diferentes tipos de sustancias
estimulantes y/o alucinógenas. El patrón de uso había empezado
siendo recreativo, pero acabó teniendo lugar durante el día y entre
semana, como «un intento de buscar nuevas experiencias,
experiencias que me permitan sentir que contacto con la gente, que
siento algo». La preocupación principal de Daniel era que la gente le
decía que era «un desapegado, que no siento nada». En su foro
interno sabía que esto ya lo había sentido de niño. Su padre había
sido un alcohólico y su madre una mujer muy controladora y
manipuladora especialmente con Daniel, el único chico y menor de
los tres hermanos, al que siempre había querido tener muy cerca de
ella. De pequeño, ante las situaciones desagradables que
presenciaba entre sus padres, David tendía a «ensoñar, a meterme
en mis mundos, a fantasear con un futuro fantástico». Poco a poco
había encontrado en esta forma de fantasear un método de
evitación de lo doloroso de su día a día. En el presente, las drogas
cumplían para él una función similar a esa evasión y en muchos
casos lo dejaban todavía más desconectado. Sin embargo, otras
veces tenía experiencias táctiles y también emocionales intensas
que le hacían sentirse vivo y querer volver a consumir. «Siento que
en esos momentos conecto con la gente.» Daniel era consciente de
que entre él y el mundo había una especie de niebla, una distancia
borrosa, un contacto interrumpido. A esto se sumaban un montón de
lagunas de épocas prolongadas de su infancia, de las que apenas
recordaba nada.
Tras hacer un período de estabilización y trabajo para la
eliminación del consumo de drogas, Daniel se sentía más estable,
menos cambiante, pero igual de desconectado. Tuvimos que hacer
mucho trabajo de psicoeducación emocional que en su caso no fue
solo verbal. Cada vez que trabajábamos sobre emociones
provocábamos, bien vivencialmente bien a través de recuerdos,
momentos similares en la consulta. Al principio no sentía nada, pero
con el paso del tiempo, fue aprendiendo a escuchar a su cuerpo, a
poner la atención en las sensaciones que tímidamente iban llegando
de su tripa o de su pecho. Inicialmente era incapaz de notar ninguna
sensación, luego solo sentía malestar sin poder especificar más, y
con el tiempo aprendió a distinguir la tristeza de la rabia, o la culpa
de la vergüenza. Esto le fue haciendo sentirse más conectado y
poco a poco estas vivencias se fueron extrapolando fuera de la
consulta. La desconexión no desapareció hasta que trabajamos con
dianas traumáticas específicas (relacionadas con el alcoholismo de
su padre y las manipulaciones de su madre), pero sí es cierto que
desde el principio del trabajo se vio una evolución, lenta y
progresiva, en cuanto a su capacidad de conectarse tanto con el
entorno como con sus propias sensaciones, emociones y
pensamientos.
Daniel era un paciente fundamentalmente de disociación
psicomorfa, pero su caso sirve para ilustrar la desconexión, una
cuestión concreta que se da muy a menudo en los pacientes
conversivos. El trabajo en este sentido irá encaminado a conseguir
paulatinamente a conectarse un poco más, sin olvidar que si nos
desconectamos es porque algo duele y, por lo tanto, no podemos
pretender buscar la conexión rápida. Se trata de un trabajo muy
lento, laborioso y que debe estar lleno de paciencia y presencia.
Igual que uno no se ha desconectado en cuatro días, no será capaz
de volver a conectar en cuatro sesiones. Entender que la
desconexión nos defiende de un dolor mayor permite el punto de
partida hacia lugares más dolorosos, pero más reales y sanadores.
Puede ser útil pensar en la conexión desde el modelo de terapia
focalizada en la emoción de Greenberg (2009). En su propuesta, los
procedimientos consistirán en identificar, experimentar, aceptar,
explorar y dar sentido a las emociones, y transformarlas y
modularlas de modo flexible. Añadiríamos que las emociones han
de llevarnos a una acción congruente con las necesidades que
subyacen a las mismas.
Como decíamos al hablar del trabajo corporal, no podemos en
muchos de estos pacientes dar un salto desde la conexión inicial
facilitada por la sintonía del terapeuta a la simbolización y la
reflexión. Se necesitan muchos pasos intermedios, como explorar la
emoción y aceptar que esas emociones simplemente están ahí. Que
un paciente llore amargamente o manifieste enfado no significa por
sí mismo que esté aceptando las emociones que experimenta y
manifiesta. Una paciente, por ejemplo, tras muchos meses de
trabajo y sesiones en las que lloraba intensamente con frecuencia,
empezó a permitirse estar triste sin pelearse constantemente con lo
que sentía. Entonces un día nos dijo: «¿Sabes? Creo que hoy es el
primer día que lloro de verdad». Esta frase expresa muy bien la
diferencia entre la expresión catártica de una emoción y
experimentarla sin pelea y dejando que la emoción fluya.
Conectar no es simplemente pararse a notar. La reconexión es
un proceso. En la siguiente gráfica, inspirada en las propuestas de
Greenberg (2009), vemos cuáles son esos pasos. El paciente —
gracias a la conexión del terapeuta— empieza a ser consciente de
su emoción y su correlato somático, pero luego ha de poder aceptar
esa emoción y dejar de emplear estrategias disfuncionales de
regulación. Como señalaba Aldao (Aldao et al., 2010a), hemos de
desmontar lo disfuncional antes de introducir lo funcional. Solo
después de este proceso, el paciente será capaz de simbolizar, de
dar sentido a lo que siente, y a partir de ahí, podrá ir hacia una
acción congruente con las necesidades subyacentes a esas
emociones. Únicamente desde una buena conexión con el cuerpo y
lo emocional nuestras decisiones son realmente productivas y van
en la dirección de lo que es bueno para nosotros. Aquí es cuando
podemos decir realmente que una persona está emocionalmente
conectada.

5. El trabajo para frenar lo que sobra: el paciente infrarregulado

Toca en este punto hablar de nuevo de regulación emocional, pues


introduciremos dos tipos diferenciados de pacientes: primeramente
el paciente infrarregulado y posteriormente el sobrerregulado. Tal y
como decíamos, no se trata de una clasificación categorial en la que
un paciente infrarregulado no pueda tener una cuestión relacional
importante que tratar o no se deba hacer trabajo con el cuerpo. Las
categorías que presentamos organizan el trabajo y plantean tipos de
pacientes en función de ello, no aportan «clústeres» de pacientes al
estilo habitual al que estamos acostumbrados en psiquiatría. De tal
forma que lo que resulta útil aquí es que, ante un paciente en el que
observamos un problema de regulación emocional (en el caso de los
pacientes conversivos ya avanzamos que esto es prácticamente una
constante), nos paremos a pensar si se trata de un paciente que
tiende a manifestarse habitualmente infrarregulado, sobrerregulado
o si se trata de alguien que cicla de forma constante entre una y otra
estrategia. Plantearnos este marco nos hace poner el acento sobre
ese tipo específico de regulación emocional y nos da una pista
sobre lo que tendremos que trabajar. Si el paciente está
infrarregulado, entonces es que sus emociones son vividas como
algo desbordante, que escapa a todo control y genera malestar. En
este caso, toca frenar lo que sobra, y lo que sobra es tanta carga
emocional.
Algunos pacientes muy emocionales tienden a pensar que
deben hacerle caso siempre a sus emociones porque de ese modo
son fieles a sus sentimientos («yo soy así»), porque las consideran
la única verdad (si «me siento así» = «es así») o porque
simplemente no tienen otra guía de actuación («no puedo hacer otra
cosa»). Además, si una persona se desborda emocionalmente con
frecuencia, es fácil que haya recibido respuestas negativas a ese
desbordamiento o que haya tenido modelos de desbordamiento
emocional en su historia. Estos modelos añaden mayor
desregulación: no es solo que la persona no haga nada con lo que
siente, sino que se enfada consigo misma o se avergüenza por
sentirse así, lo que potencia aún más su reacción. También puede
ser que si la persona es cuestionada o ridiculizada por sentir o
expresar lo que siente de la manera como lo hace («no te pongas
así», «eres demasiado sensible», «eres un llorica») puede
reaccionar a partir de entonces defendiendo sus emociones a
ultranza, convirtiéndolas en una bandera, como si fueran un método
infalible de afrontar la vida o un paradigma de lo que significa «ser
auténtico».
Es importante hacer entender al paciente que sus emociones
son reales, que son válidas y que tienen sentido, pero que no por
ello son proporcionales a lo que está pasando, que no
necesariamente se corresponden con la realidad del momento vivido
(pueden basarse en asociaciones con otros momentos o en
interpretaciones sesgadas de los datos actuales). Si las emociones
no reflejan bien lo que está pasando y si no leemos bien la intención
del otro, la respuesta emocional no nos guiará hacia una buena
resolución de lo que se nos presente.
El símil de la alarma desprogramada que presentamos páginas
atrás puede ser muy útil. Las emociones responden
descontroladamente porque hubo un momento donde esto tuvo un
sentido, donde pudo ser útil; sin embargo, puede ser que en el
presente ya no lo sea. También puede pasar que nuestras
experiencias previas hayan vuelto la alarma hipersensible. Una
alarma que suena todo el tiempo no consigue avisar de que están
entrando los ladrones a robar, solo consigue aturdirnos. Lo mismo
pasa con las emociones de un paciente infrarregulado, no consiguen
dar una respuesta razonable ante la situación que está sucediendo
y, además, acaban por desquiciar al que lo padece y a quienes le
rodean. Abordaremos más adelante cómo reprogramar la alarma
(especialmente en el caso del miedo) y cómo gestionar otro tipo de
vivencias emocionales. Sin embargo, queremos introducir desde ya
la idea de atender la infrarregulación como un objetivo fundamental
de la terapia.
Si un paciente está muy desregulado, no va a ser capaz de
entender aquello que le expliquemos, porque va a estar demasiado
activado. Lo explican muy bien Daniel Siegel y Tina Payne en su
bestseller El cerebro del niño (2012): si un niño está funcionando
con su hemisferio derecho —emocional—, entonces debemos
conectarnos primero con él emocionalmente (de cerebro derecho a
cerebro derecho), entenderlo, validarlo, calmarlo y luego ya
podremos hablarle a su hemisferio izquierdo —racional— para
explicarle el porqué de las cosas. Pues bien, lo mismo nos pasa a
los adultos, especialmente cuando estamos desbordados
emocionalmente. En esos momentos, ninguna charla sirve, no
necesitamos consejos ni soluciones, solo necesitamos calmarnos. Si
nuestras emociones pasan así gran parte del día, tendremos que
aprender primero a regularnos, a calmarnos, a cuidar de nuestras
sensaciones y a atenuar lo excesivo. Una vez consigamos frenar tal
avalancha, quizá seamos capaces de entender mejor lo que
sentimos, el porqué y el para qué de las cosas. Mientras el sistema
está descontrolado, no hay comprensión posible. Lo mismo ocurre
en las sesiones de terapia.

6. El trabajo para dejar de controlar: el paciente sobrerregulado

Algo similar —y a la vez opuesto— sucede con el paciente


sobrerregulado. Recordemos que el paciente sobrerregulado es
aquel que intenta frenar constantemente sus emociones, aquel que
de tanto intentar controlarlas termina por ahogarlas. Sabemos que
nos encontramos delante de un paciente sobrerregulado porque nos
va a contar cosas como las siguientes:

• «No me gusta hablar de “esas cosas”.» (cosas = emociones)


• «A mí eso de ponerse a pensar en lo que uno siente no me va.
Yo creo que las cosas del pasado hay que dejarlas estar.»
• «No es que no me entere de las cosas, es que la gente fuerte no
está todo el día llorando por las esquinas, si no nos controlamos
un poco... pues qué mal.»
• «No sé por qué insiste en hablar de lo que pasó, a mí eso no me
afecta.»
• «No quiero estar triste, hay que ser fuertes.»
• «Esto no es lo que debería sentir, no tengo por qué estar así.»

No es que el paciente sobrerregulado no sienta nada, sino que


siente y no soporta lo que siente; le resulta demasiado doloroso y
entonces desarrolla diferentes mecanismos para evitar el dolor. Hay
pacientes sobrerregulados que llenan su día de actividades, se
vuelven productivos y eficientes, y de esta forma evitan pararse a
sentir. Hay pacientes sobrerregulados que son especialistas en la
racionalización y, en vez de contar lo que sienten, cuentan una
racionalización que han elaborado al respecto, en la que suele
haber poca carga emocional y mucha intelectualización. Otros
juegan más bien la baza del «no sé» y ante cualquier interpelación
que los lleve a lugares dolorosos dirán que no saben bien lo que
pasó, que no saben por qué, que no han pensado en ello y que
tampoco le ven sentido a hacerlo. Un último grupo de pacientes son
expertos en utilizar evasivas y en hablar de forma que pareciera que
los eventos (especialmente los más duros) son menos importantes
de lo que son. Se trata de pacientes que quitan importancia a lo que
sucede: entienden y saben lo que está pasando, pero
sistemáticamente repiten que no es importante y que no merece la
pena darle espacio.
En cuanto a los niveles de voluntariedad y consciencia de estos
mecanismos, es muy variable.

• En la supresión, hay emociones que ya no llegan a salir a la


superficie, y que en cuanto asoman el paciente cree que puede
hacerlas «desaparecer», empujándolas hacia abajo hasta que
deja de notarlas. Estos procesos tienen menor componente
consciente y son solo parcialmente voluntarios.
• Cuando la persona opera desde el control, las emociones salen
más hacia fuera, son más evidentes, pero la persona de
manera más consciente decide «por real decreto» que no
quiere sentirlas, que no son adecuadas o que no le están
permitidas por diversos motivos.
• Un tercer nivel sería cuando las emociones no solo aparecen en
la conciencia, sino que se desbordan y resultan abrumadoras.
Entonces se ponen en marcha mecanismos como la
rumiación: dar vueltas y vueltas a ese estado emocional o a las
situaciones en las que se generó, como si la persona tratase de
volver la emoción a su sitio a martillazos. Otra situación
equivalente sería el empleo de reguladores externos como
drogas u alcohol, medicamentos o actividades que aturdan por
completo la respuesta emocional.

Estas estrategias necesitan ser modificadas. Si empezamos a


trabajar por ejemplo en cuestiones traumáticas o en intentos de
transformar la narrativa biográfica en algo más reparador, pero el
paciente pone todo el tiempo en marcha este «freno emocional»,
podrá entender con la cabeza lo que estamos trabajando, pero no
podrá asimilarlo ni emocional ni corporalmente. La experiencia, por
tanto, no podrá ser procesada ni integrada. Cuando el patrón de
sobrerregulación es muy predominante y rígido, debe ser una de las
primeras cosas que hay que trabajar, un prerrequisito para poder
llegar a otros lugares después. Otras veces, cuando los patrones de
regulación emocional (sean sobre o infrarregulación) no son tan
marcados o no invaden tanto el día a día, pueden ir trabajándose de
forma longitudinal y progresiva, según van avanzando otros temas,
tratándose entonces como una cuestión que atañe a toda la
intervención pero a la que no siempre hay que destinarle una sesión
concreta. De tal manera, en función del caso decidiremos si el
trabajo con la sobrerregulación lo realizamos justo al inicio de la
intervención o si lo vamos entrelazando a lo largo del tiempo. La
manera como trabajarlo se explicará de forma más detallada en un
capítulo destinado a ello, donde veremos herramientas concretas
para este tipo de casos. Lo que nos importa ahora es saber que
tenemos que ponernos las gafas de mirar la regulación emocional,
que esa óptica debe estar presente desde los primeros días de
intervención. Sabemos que hay numerosos estudios que apuntan a
la regulación emocional como un fenómeno principal involucrado en
la génesis y el mantenimiento de este trastorno (Briere et al., 2010;
Del Río Casanova et al., 2018) y, por tanto, no se puede culminar un
proceso terapéutico con un paciente conversivo sin haber abordado
estas cuestiones.
El trabajo con la sobrerregulación emocional pasará por
detenernos en nuestras emociones, dejar de controlar
constantemente lo que sentimos y permitirnos sentirlo más
libremente. Aprender a que las emociones fluyan y permitirse
sentirlas, ver cómo aumentan las sensaciones (por desagradables
que puedan ser algunas) y observar luego cómo poco a poco se van
atenuando hasta desaparecer, aprender a seguir el curso natural de
las emociones. Es útil explicar al paciente la función que tiene cada
emoción, por qué aparece en ese momento, en qué nos ayuda...
para que paulatinamente pueda entender que las emociones
desagradables no están ahí para molestarnos sino para informarnos
de algo. Por ejemplo, si sentimos rabia, seremos capaces de
defendernos; si sentimos tristeza, podremos pedir apoyo... pero si
no sentimos nada porque ahogamos o minimizamos cada sensación
desagradable que sentimos, no podremos ni protegernos ni
apoyarnos. Peor aún, estas emociones se acumularán y acabarán
explotando o saliendo a través de enfermedades mentales o físicas.
Se trata por tanto de que la persona deje de considerar ciertas
emociones como «un enemigo que hay que batir» o directamente
«como algo que no existe en mi vida». Reconciliarse con las propias
sensaciones, perderles el miedo y aprender a verles el sentido
creativo y productivo resulta fundamental.

7. El trabajo relacional: el paciente que vehicula sus síntomas


relacionalmente

Tal y como decíamos, uno de los mayores prejuicios que sufren los
pacientes conversivos es aquel que considera que sus síntomas son
una manipulación, que los inventan caprichosamente para generar
la atención y cariño de otros, y que realmente lo que quieren es
«tener pillados» a los que les rodean. Además de no corresponder a
la realidad de este trastorno en muchas ocasiones, este modo de
describir patrones relacionales problemáticos no deja de ser un
juicio (y no precisamente un juicio clínico). Desde aquí no es posible
generar un vínculo terapéutico desde el que trabajar.
Por supuesto, toda persona tiene síntomas en un contexto
relacional concreto y en algunos casos en particular ese contexto
relacional puede ser una de las cuestiones nucleares que hay que
tratar. Los síntomas pueden tener incluso una función relacional, es
decir, pueden traducir algo que la persona necesita decirle al otro, a
un otro significativo. Pero esto no quiere decir que de forma
consciente y perversa el paciente manipule a todo el mundo que le
rodea para hacerles daño. En ocasiones, la persona es simplemente
muy pobre en cuanto a habilidades relacionales. Otras veces
presenta un apego predominantemente preocupado y tenderá a la
corregulación emocional, a regularse a través del otro. En otros
casos, habrá aprendido patrones de relación disfuncionales, en los
que el vínculo de apego era desorganizado, y solo era posible a
través de la dominación o la sumisión. Ante la imposibilidad de
relacionarse con seguridad y de vincularse de modo profundo,
introducir control en las relaciones a través del cuidado o de la
dominación es a veces la única opción viable. En cualquier caso,
aun en los pacientes con relaciones más patológicas que generan
sufrimiento en los que les rodean, el paciente con su funcionamiento
está lejos de garantizarse una vida satisfactoria y gratificante. Estos
patrones, además, no son exclusivos de los cuadros conversivos ni
tampoco representan a la mayoría de estos. Si no prejuzgamos que
en un paciente conversivo siempre hay un intento de manipulación a
través del síntoma, y en caso de verla, no nos colocamos en el
papel de jueces decidiendo quién es la víctima en esta familia,
podremos analizar los patrones relacionales y ayudar al paciente a
tomar perspectiva.
En los casos en los que el síntoma tiene un componente
relacional importante, la precariedad en las capacidades
relacionales pasa a ser una diana terapéutica en sí misma. Si tiene
que aparecer un síntoma para que yo le pueda pedir a alguien de mi
alrededor un poco de cuidado, es que algo no funciona en los
vínculos, que no hemos aprendido cuando tocaba (normalmente en
la infancia) a pedir lo que necesitábamos de forma sana. Quizá
cuando lo pedíamos no era atendido, era penalizado o era atendido
de forma insana. En este tipo de contextos de apego no seguro, el
sujeto aprende diferentes estrategias poco saludables para buscar
algo que todos deseamos, el cariño, afecto y atención del otro. Decir
que alguien está «llamando la atención» no debería por tanto tener
una connotación negativa; es más bien un síntoma de que esa
persona no consigue obtener o llegar a sentir el reconocimiento y el
afecto de los demás, sin tener que hacer nada para conseguirlo.
Debemos recordar que el paciente que vehicula una demanda
no dicha a través de sus síntomas no consigue lo que realmente
necesita. Puede conseguir atención, puede conseguir que el otro lo
salve y por tanto lo infantilice, como si él solo no pudiera, o puede
conseguir que se le atienda a través de machacarlo (se le presta
atención, pero con una crítica constante). Pero lo que no consigue
en ningún caso a través de los síntomas es lo que realmente
necesita: aceptación y una vivencia de amor incondicional. Al no ser
capaz de verbalizar su demanda, al no poder semantizarla, el
cuerpo la expresa de una forma que no llega al otro, que no es
comprendida ni atendida por el otro: porque si se le atiende, se
atiende a su lado más enfermo, se le da lo que no es, y si no se le
atiende, queda frustrado. En ambos casos, la necesidad real del
paciente sigue sin cubrirse. De tal forma, es importante evitar pensar
«el paciente consigue lo que le da la gana». Pues no, el paciente
puede conseguir lo que neuróticamente (de forma enferma) pide,
pero no lo que realmente necesita. Hay por tanto un desajuste entre
lo que demanda y cómo lo demanda, entre lo que pide y lo que
realmente le vendría bien. Y el paciente es ajeno a todo esto. No
sabe que lo que sanamente necesita es otra cosa, y pide y pide y
pide...
En ocasiones, los patrones son incluso más complejos. Un
paciente puede pedir al otro protección, mientras sistemáticamente
se pone en riesgo. O puede pedir al otro que le proteja de sí mismo,
mientras es el propio paciente el que se hace más daño que nadie.
A veces se pasa al otro extremo y se cansa y ya no pide nunca, se
autoabandona y no se deja ayudar. Esta es la frustración relacional
de base que observamos en los pacientes conversivos, que dista
mucho de ser una mera manipulación intencional y consciente, y
que nosotros consideramos más bien una autofrustración no
consciente.
Dado que en estos bucles relacionales no hay nunca una
verdadera conciencia emocional, no a nivel profundo, y operan en
mayor o menor medida de modo automático, tomar conciencia es
esencial. El paciente ha de entender progresivamente que de esta
forma no está consiguiendo lo que realmente necesita (aceptación,
entendimiento, cariño incondicional), sino que lo que consigue es o
bien crítica y machaque, o bien atención insana que lo infantiliza, o
un control que no es más que un mal sustituto de un buen vínculo.
Cuando el paciente toma conciencia de esto, se da cuenta de que
no está trabajando a su favor y se abre una ventana de oportunidad
para otro tipo de formas de relacionarse. Es muy diferente
trasladarle que lo que está haciendo es manipular (como decíamos,
esto no deja de ser un juicio) que trasladarle que lo que hace es un
intento lícito de pedir algo sano, algo que necesita, pero que la
forma que tiene de hacerlo no ayuda (esto tiene más que ver con la
comprensión). Desde el juicio no se produce el cambio.

8. El trabajo con el trauma

La definición de «trauma» puede ser muy reduccionista (el trauma


tal como lo definen las clasificaciones internacionales, como una
situación que implica un riesgo para la vida o la integridad del
individuo) o muy amplia, abarcando todas las circunstancias
adversas a partir de las cuales ya no somos los mismos, que no
sirven como aprendizajes, sino que funcionan como puntos de
bloqueo. Aunque para la investigación nos interesa más una
clasificación restrictiva, en clínica vamos a perspectivas más
pragmáticas, y denominaremos «trauma» a toda experiencia
adversa que genere consecuencias negativas persistentes. Dado
que el trabajo con estas experiencias, cumplan o no criterios DSM-5
para el TEPT, será bastante similar, es una definición operativa que
nos permite planificar tratamientos específicos.
Todas las personas estamos expuestas a sufrir experiencias
traumáticas a lo largo de la vida, pues son consustanciales al propio
hecho de estar vivo. Lo habitual es que ante las vivencias
traumáticas las personas seamos capaces de procesarlas utilizando
nuestras redes de apoyo naturales (nuestros vínculos familiares y de
amigos) y tirando de nuestros recursos personales (nuestra
capacidad para calmarnos, para hablarnos con cariño, para atender
a lo que sentimos). A esto le llamamos resiliencia. Trabajar teniendo
en cuenta el trauma no implica buscar una experiencia que sea la
clave para entender el trastorno, sino también conocer los recursos
con los que la persona ha contado para afrontar esas dificultades.
Ambos aspectos están en constante retroalimentación, es decir,
factores como la regulación emocional y el autocuidado, que
funcionan como mediadores entre los eventos y sus consecuencias
psicopatológicas, son a su vez modelados por las relaciones más
significativas de la persona. Por tanto, tratar el trauma no consiste
en encontrar un evento en el subconsciente y sacarlo a la luz.
Aunque es cierto que en ocasiones algunos recuerdos traumáticos
pueden estar en amnesia y cuando esta amnesia se resuelve
pueden variar los síntomas del paciente, esto representaría una
mínima parte de los trastornos conversivos. Generalmente veremos
una historia relacional que va configurando un estilo de vinculación,
una conciencia emocional y un modo de regular esas emociones, un
modelo de funcionamiento interno y de autocuidado y una
determinada capacidad reflexiva. Cuando la persona experimenta
una adversidad, esta generará una repercusión que tiene que ver
con cada uno de estos factores, y estos jugarán en algunos casos
como factores de vulnerabilidad, y en otros casos como recursos de
resiliencia.
Algo esencial y que siempre hemos de explorar es si la persona
ha contado con figuras positivas, personas —aunque fueran
relaciones periféricas— que hubiesen aportado algo de cuidado,
seguridad, protección o reconocimiento. Si alguien ha tenido algo a
lo que agarrarse, su capacidad de sobrevivir a la adversidad se
multiplica. También nos interesa ver cómo la persona ha afrontado
distintas situaciones ya que, aunque en algunas de ellas ha podido
bloquearse, puede que sí haya manejado otras de modo adaptativo.
Conocer los recursos del paciente es una parte importante del
tratamiento.
Señalado esto, sí sabemos que los pacientes conversivos se
han visto expuestos de forma más frecuente a experiencias
traumáticas que la población general (Roelofs et al., 2005a; S¸ar et
al., 2004; Spinhoven et al., 2004). Es importante poder identificar
cuáles han sido estas experiencias en concreto y cómo fue la
reacción ante ellas. A veces no importa tanto el detalle específico de
lo que aconteció (aunque en ocasiones puede ser beneficioso
verbalizarlo) como el hecho de entender cómo respondió el paciente
ante ello, cómo respondió su entorno (en concreto, las figuras que
deberían haberle protegido y cuidado) y cómo cambió su vida y su
modo de verse a sí mismo tras la experiencia.
Pocas veces vamos a ver, como comentábamos, un único
evento en el origen del trastorno. Puede haber una situación que
actúe como desencadenante, pero aunque se trate de una
circunstancia grave, suele ser la última pieza de dominó que cae. El
evento precipitante es la última de un conjunto de experiencias que
se encadenan y que, a raíz de esa gota que colma el vaso, pone en
marcha este tipo de síntomas y no otros. La cuestión no es
solamente qué pasó cuando empezaron los síntomas, sino por qué
empezaron justo síntomas de tipo conversivo, por qué en lugar de
eso la persona no inició un cuadro depresivo o un trastorno de
pánico. Aunque pueda haber factores relacionados con la
predisposición genética que hagan que ante un estresor un individuo
desarrolle este tipo de problemas, lo que hemos visto a lo largo de
este libro apunta a que el estilo previo de regulación emocional
puede desempeñar un importante papel. Por ejemplo, en la paciente
que veíamos al hablar de la entrevista EMO, inicia la clínica a raíz
de una larga etapa de maltrato físico por su exmarido, sin embargo,
su estilo previo de regulación emocional con tendencia a la
supresión tuvo un papel clave. Por una parte, acumuló en el
subsuelo muchas emociones no resueltas de experiencias graves
de su infancia temprana, que ni su madre —con apego distanciante
— ni su hermana —tan desconectada emocionalmente como ella—
le pudieron ayudar a reconocer, verbalizar y elaborar. Por otro lado,
ante las repetidas experiencias de abuso emocional y físico de su
pareja siendo ya adulta, recurrió de nuevo a la supresión y
«aguantó» hasta que su sistema se desbordó por completo. Todas
estas emociones se le hicieron entonces inmanejables y se
dispararon mecanismos adicionales de desregulación como la
rumiación, la preocupación, la ideación suicida recurrente y la
búsqueda de la corregulación. Es en este contexto en el que
aparecen los síntomas: cuanto mayor era la intensidad de los
sentimientos que emergían, mayor era la pelea de la paciente contra
ellos. Las reacciones de colapso equivalían a cuando saltan los
fusibles ante una sobrecarga eléctrica. Los síntomas disociativos
psicomorfos reflejaban la gran contradicción y conflicto interno.
En algunos pacientes conversivos veremos que la mayoría de
las experiencias traumáticas tienen que ver con cuestiones
relacionadas con el apego o trauma relacional, no con un evento
único y catastrófico. A veces es más bien un conjunto de situaciones
cotidianas que van generando la forma de relacionarse de la
persona, que irán generando patrones de apego que se establecen
en la infancia y persistirán luego en la vida adulta. Identificar estas
experiencias es importante, y para trabajar en ellas necesitamos
conocer herramientas específicas de trabajo con el trauma como la
terapia EMDR, la terapia de exposición, o la terapia cognitivo-
conductual focalizada en el trauma. La terapia de exposición se
basa en ir cambiando la evitación de esos recuerdos y las
emociones y sensaciones físicas que los acompañan, a base de
exponerse a esos elementos el tiempo suficiente para que tengan
lugar los procesos de habituación. La terapia cognitivo-conductual
focalizada en el trauma añade un trabajo sobre las creencias
derivadas del trauma, y en el caso del trabajo con niños, incluye un
trabajo estructurado tanto con los niños como con las familias. La
terapia EMDR (Shapiro, 2018), de desarrollo más reciente, no
trabaja sobre la base de la habituación sino de la reconsolidación de
los recuerdos, accediendo a las memorias (imagen, creencias,
emociones y sensaciones) y desbloqueando el sistema de
procesamiento de información por medio de un tipo específico de
movimientos oculares. Ambas terapias están recogidas como
tratamientos de primera elección en la mayor parte de las guías
clínicas internacionales sobre TEPT (American Psychiatric
Association, 2004; Australian National Health and Medical Research
Council, 2013), y con EMDR hay algunas publicaciones específicas
para el trastorno conversivo (Cope et al., 2018), aunque se
necesitarían estudios específicos en estas patologías. Hablaremos
más específicamente sobre trabajo con el trauma en capítulos
posteriores.
En otros casos, si hacemos la historia biográfica del síntoma
veremos que efectivamente el inicio del síntoma conversivo coincide
temporalmente con un acontecimiento traumático definido. Sin
embargo, en estos pacientes es igual de esencial entender todas las
conexiones. Esto no solo es imprescindible para que el terapeuta
pueda planificar el tratamiento, sino más aún para que la persona
entienda cómo se han generado sus dificultades actuales a partir de
sus distintas experiencias vitales. Esto en sí ya es un elemento
terapéutico esencial. Que la persona comprenda que no es casual
que su cuerpo empezara a manifestar síntomas cuando aquello
pasó introduce una mirada distinta hacia el síntoma y hacia sí
mismo, basada en la comprensión en lugar de en la pelea, el juicio o
la minimización. Solo con este cambio estaremos ya introduciendo
un poderoso elemento de regulación emocional que tiene que ver
con la complejidad regulatoria sana y con el autocuidado. Sobre
esta base podremos acceder y procesar las experiencias asociadas
al problema, para así desmontarlo desde la base, así como los
disparadores presentes y los temores futuros. Lo veremos más
adelante en distintos ejemplos.
CAPÍTULO 14

CONSIDERACIONES SOBRE EL ENCUADRE


TERAPÉUTICO

Empezaremos a profundizar en el enfoque terapéutico que


proponemos haciendo una reflexión en torno a las cuestiones
relacionadas con el encuadre. Estos aspectos a menudo se obvian
cuando se realizan propuestas terapéuticas, pero resultan
fundamentales ya que en ellos se asienta toda la actuación. Un
buen contenido con un mal encuadre va a traer muchos problemas.
El encuadre tiene que ver con los límites, con los pactos y el
compromiso mutuo que terapeuta y paciente adquieren cuando
inician una terapia y que se van actualizando con el tiempo. Si
tenemos en cuenta que el tipo de vinculación y los patrones de
apego del paciente conversivo a menudo son disfuncionales —
tendiendo a la evitación o a la búsqueda excesiva de los cuidados
del otro—, entenderemos la importancia de tener claro dónde y
cómo situarnos. Veamos algunos de estos aspectos:

EL DISPOSITIVO DONDE SE ATIENDE AL PACIENTE IMPORTA

Puede ser que estemos atendiendo al paciente (1) en un Servicio de


Urgencias donde a menudo es difícil tener privacidad y donde no
seremos nosotros los que haremos el seguimiento, (2) durante un
ingreso hospitalario en una planta de Psiquiatría o de Neurología,
(3) en un contexto ambulatorio en la red pública con limitaciones en
el tiempo que se dedica a la persona o (3) en la red privada, donde
la limitación sea más bien económica. Dependiendo de ello
podremos dedicar más o menos tiempo a las sesiones, atender el
caso de forma puntual o longitudinal, tener posibilidades de implicar
a la familia o no, etc. De tal forma, todas las recomendaciones que
vayamos dibujando tendrán que ser flexibles y habrán de ser
personalizadas para ajustarlas al dispositivo concreto donde se lleve
a cabo la asistencia. Como es evidente, no podemos aportar pautas
concretas para todas y cada una de las posibles situaciones de
encuadre relacionadas con el dispositivo asistencial, pero sí
podemos traer a colación algunos de los «clásicos básicos» de lo
que suele funcionar y lo que por experiencia sabemos que suele
salir mal. Por ejemplo, uno de estos clásicos tiene que ver con las
urgencias. Las atenciones en dispositivos de urgencias son
limitadas en el tiempo, consistentes normalmente en un acto único
(aunque lo dividamos en varios tiempos) y a menudo sin una
vinculación previa con el paciente. Hay varias cuestiones
relacionadas con la actitud que hay que evitar en este tipo de
situaciones de urgencia. Una de ellas es explorar en exceso y forzar
una toma de conciencia sobre las conexiones entre los síntomas y
las circunstancias que lo provocan. Muchas veces el paciente
todavía no está preparado para ello, no lo puede contar, o no puede
sostener un contacto emocional profundo con determinados
contenidos. Recordemos que el paciente conversivo se caracteriza
en parte por la falta de conciencia sobre sus propios procesos, la
desconexión de sus emociones y sensaciones, la dificultad para
regularlas de un modo productivo y por la imposibilidad de integrar
ciertos elementos de su vida. Aun cuando nosotros podamos
vislumbrar esas relaciones, empeñarnos en que la persona las
asuma y afronte en una atención de urgencias suele provocar el
rechazo del paciente.
Por ejemplo: El paciente ha tenido una pseudocrisis después de
enterarse de que su pareja estaba embarazada y el terapeuta que le
atiende por primera vez en urgencias se empeña en hacerle ver que
ha convulsionado porque no es capaz de sostener el hecho del
embarazo de su mujer, o peor, interpreta que el paciente rechaza
dicho embarazo y que no quiere tenerlo.
Una intervención como esta, además de ser altamente invasiva,
raramente va a generar una verdadera integración. Uno de los
aspectos básicos a la hora de atender a un paciente conversivo es
la progresividad en la toma de conciencia. Si el paciente
compartimentaliza ciertas experiencias es porque no puede con
ellas, así que por mucho que nos empeñemos en repetirlo no va a
aceptarlo y lo único que vamos a conseguir es que se desconecte
más, que asienta mecánicamente sin que esto tenga ninguna
consecuencia productiva o, en el mejor de los casos, que se enfade.
Nos estamos saltando de golpe muchos pasos en el procesamiento
emocional, muchos de los cuales contienen nudos y obstáculos que
hemos de ir deshaciendo y apartando para poder avanzar. Esto no
quiere decir que no podamos explorar hasta dónde es capaz el
paciente de entender que sus crisis se relacionan con
acontecimientos vitales. Sugerir que los síntomas suelen tener que
ver con situaciones que nos estresan y decir que, con calma, con su
terapeuta podrá ir viendo con qué situaciones se relaciona esto que
le está sucediendo es una intervención mucho más cauta, que no
levanta defensas y que introduce una idea pequeña pero relevante:
«Esto que te pasa se relaciona con algo de tu vida». A veces en
terapia, menos es más.
Otra de las cosas que hay que evitar en el Servicio de
Urgencias (y en cualquier otro dispositivo, aunque es más frecuente
aquí) es el hecho de minimizar el malestar del paciente,
considerando que exagera, que manipula, etc., y adquirir entonces
una especie de prisa por mandar al paciente de vuelta para su casa
«porque ya sabemos que no tiene nada» y por decirle a la familia
que tiene que hacerle menos caso. No nos extendemos más en esta
cuestión porque ha sido sobradamente argumentada a lo largo del
texto.
Si nos vamos a otro tipo de dispositivos, por ejemplo, los de
hospitalización, hemos de plantearnos consideraciones diferentes.
En una unidad hospitalaria tenemos muchas posibilidades de
observar al paciente en condiciones muy diferentes, solo o
acompañado, bajo estrés y relajado, durante las crisis y en los
períodos asintomáticos. Esto es un lujo que en la consulta externa
resulta inviable y que aporta mucha información. A veces se utilizan
los ingresos hospitalarios como lugares únicamente para el ensayo
de fármacos, y también es importante que esto pueda hacerse, pero
dado que en el trastorno conversivo lo farmacológico va a ser un
apoyo al tratamiento y no lo que realmente puede modificar el
problema, limitar el ingreso a esta parte resulta poco productivo.
Además de la observación, un ingreso tendrá siempre un papel
simbólico para el paciente que es fundamental entender y trabajar
con la persona. Es importante poner todo cuanto podamos para que
sea digno, respetuoso y el paciente sienta que está allí para poder
mejorar. También ha de ser productivo y aportar algún beneficio al
proceso terapéutico. Por una parte, es necesario —además de ético
— no hacer sentir al paciente incómodo, juzgado y fuera de lugar.
Por otro lado, el ingreso no puede plantearse como un «rescate»
cuando la persona se muestra altamente vulnerable y el contexto
familiar es muy patológico o carece de apoyo, haciendo que sienta
el hospital como su casa o como un refugio. Y en casos extremos en
los que efectivamente no quede otra opción y precise de esa
parada, debe ser breve y con objetivos claros.
En los pacientes con apego preocupado o desorganizado, que
muchas veces tienden a la corregulación, y no sienten por tanto que
puedan regularse por sí mismos, el hospital puede acabar ocupando
este lugar de regulador externo. Si no hay un trabajo externo para
que el paciente se implique en adquirir autorregulación y autonomía,
ingresar pasará a ser un síntoma más y contribuirá a alimentar
nuevos episodios. Otro tipo de pacientes, con estilos de regulación
emocional evitativos, pueden poner en el hospital la expectativa de
que será un lugar de escape donde no tendrán que afrontar sus
problemas. En el imaginario colectivo existen los «hospitales de
reposo» y las «curas de sueño», lugares en los que ocurre una
mágica curación, que por supuesto no pasa por conectar con la
emoción, entenderla y resolverla. Otras veces las expectativas
mágicas no son del paciente, sino de las familias. Estas familias
tienen muchas veces también estilos de regulación y vinculación
patológicos, no en vano son el caldo de cultivo en el cual el paciente
aprendió sus propios mecanismos, bien por imitación o bien por
reacción ante ellos. Estas familias, agotadas a veces por problemas
crónicos y por dinámicas relacionales muy disfuncionales, fantasean
con un lugar en el que el paciente entre con todos sus problemas y
salga completamente renovado. Con frecuencia argumentan que
«tiene que haber un sitio para estos problemas», convencidos de
que el sistema sanitario tiene respuesta y solución para todas las
problemáticas humanas. Debajo de la presión con la que demandan
un ingreso, tanto las familias como los pacientes presentan grados
variables de desesperación, culpa, impotencia y hostilidad, que
también han de ser trabajadas terapéuticamente.
Un ingreso, aparte de un lugar donde observar al paciente y
ajustar el tratamiento farmacológico, puede ser un espacio de
parada que aporta un tiempo, un espacio y una estructura ordenada
donde reconfigurar las prioridades y organizar junto con el paciente
por dónde se puede continuar con su proceso terapéutico. Aquí un
paciente con un funcionamiento muy caótico puede ordenar sus
rutinas, salir de su entorno habitual y tomar perspectiva. Se pueden
parar bucles relacionales muy enquistados, interrumpir conductas de
riesgo, mantener abstinencia de consumos. En cualquiera de los
casos, estos objetivos han de tener sentido en una planificación
global del tratamiento del paciente. Todas estas expectativas han de
ser clarificadas cuando se plantea un ingreso, y han de trabajarse
durante el mismo, para que su función sea realmente terapéutica.
Es muy importante que, aunque se hayan conseguido pocos
avances, el paciente no salga del hospital sin tener claro para qué le
ha servido el ingreso, qué función ha tenido ese período y qué otras
formas de poder parar y cuidarse puede poner en marcha en el
futuro para evitar tener que llegar a un hospital de nuevo.
En ocasiones, el paciente conversivo no ingresa en Psiquiatría,
sino en otros servicios, sobre todo Neurología. Es frecuente que las
pseudocrisis epilépticas ingresen para hacer un tipo de
electroencefalograma (vídeo-EEG), que la persona lleva puesto
varios días y con el que se registra de modo continuado la actividad
eléctrica para contrastar el trazado con la presencia clínica de
episodios. Para muchos pacientes, este proceso es vivido como un
examen en el que buscan «cazarlos en una mentira» y demostrar
que sus síntomas no son genuinos. Esta vivencia puede ser
altamente traumática, y muchas veces los profesionales de salud
mental no participamos en el abordaje de estos pacientes durante el
ingreso en Neurología o no transmitimos una perspectiva que
permita al neurólogo manejar de modo terapéutico los casos en los
que la epilepsia no se confirma. Ubicar un trastorno como epiléptico
o conversivo es muy importante, el tratamiento va a ser distinto,
pero ambos problemas pueden ser muy invalidantes y los dos
requieren una intervención específica.
En cuanto a los dispositivos ambulatorios, las posibilidades de
atención difieren un poco si nos encontramos en la red pública o
privada. Es posible que en la red pública tengamos limitaciones en
el tiempo que podemos destinar al paciente, tanto en cuanto a la
duración de la sesión como a la periodicidad de las mismas. Esto
hace que a menudo se prioricen a los pacientes definidos como
trastorno mental grave (TMG), término que por ahora se reserva
únicamente para los cuadros bipolares y psicóticos. Sin embargo,
muchos trastornos conversivos son extremadamente limitantes. Si
nos vamos a la definición del TMG más conocida (National Institute
of Mental Health, 1987), veremos que considera tres criterios a la
hora de definirlo: el diagnóstico clínico, una duración mayor de dos
años y la discapacidad que genera. Un grupo importante de cuadros
conversivos cumple con frecuencia los dos últimos criterios, pero
raramente se les incluye en los programas de trastorno mental
grave. En un estudio de nuestro grupo de investigación (Gonzalez et
al., 2017) pudimos mostrar cómo los pacientes disociativos
presentaban indicadores de severidad equivalentes o incluso
superiores a dos grandes grupos considerados TMG: los cuadros
depresivos, por un lado, y los bipolares y psicóticos, por otro.
Nuestra experiencia es la de haber conocido pacientes conversivos
tanto o más graves que algunos pacientes psicóticos (con una
funcionalidad y un pronóstico igual de duro en algunos casos). Sería
importante que fuese esta repercusión funcional la que nos hiciera
priorizar algunos casos respecto al esfuerzo terapéutico a
implementar.

EL ESPACIO FÍSICO Y EL ESPACIO PERSONAL

La segunda de las consideraciones que hay que tener en cuenta es


la relativa al espacio físico, el lugar donde sucede el proceso
terapéutico. Más allá de las recomendaciones generales que todos
conocemos y que son independientes del tipo de paciente o terapia
(como que el espacio sea amable, ventilado, con luz natural, con
colores cálidos pero tenues, etc.), existen ciertas cuestiones que
pueden ser de ayuda a la hora de preparar el lugar para tratar a
estos pacientes.
Un aspecto importante es qué objetos tenemos en la consulta,
ya que pueden ayudar a generar un espacio amable o, por el
contrario, pueden funcionar como disparadores traumáticos. Si
entendemos que el paciente conversivo con alta frecuencia tendrá
una biografía con bastante traumatización y en la casi totalidad de
los casos presentará dificultades para regularse emocionalmente, es
de particular importancia que el espacio ayude. Sin embargo, lo más
relevante es prestar atención a los aspectos idiosincráticos de cada
individuo. El tipo de luz, los colores en los que está pintada la sala,
la disposición de las sillas, cualquier elemento aparentemente
neutro o agradable para muchas personas puede funcionar para un
sujeto como un disparador traumático, porque se conecta con
situaciones anteriores que le han resultado difíciles. En el caso de
los pacientes conversivos, no es raro que hayan hecho un periplo
grande a través de múltiples dispositivos sanitarios, y tampoco es
raro que hayan tenido malas experiencias en ese sentido. Si nuestro
despacho cuenta con elementos medicalizados (camilla,
tensiómetro, báscula...), será más fácil que la persona se conecte
con esas experiencias previas al entrar en nuestra consulta. Muchos
terapeutas trabajan con adultos y con niños, o emplean figuritas o
muñecos como parte de su trabajo terapéutico; estos pueden ser
también objetos que conecten a la persona con su parte infantil, y
con ello hacerla entrar en contacto con experiencias tempranas.
Recordemos que muchos de estos pacientes conversivos
interpretan estímulos neutros como amenazantes. La solución no es
eliminar cualquier estímulo, sino tener esto en cuenta y, en caso de
que notemos alguna reacción no verbal, podemos preguntar al
paciente si algo de lo que ve le resulta incómodo o si le recuerda a
algún otro lugar. Si es así, podemos plantearle cómo podríamos
ayudar a que el lugar le resultase más agradable y hacer cambios
en el entorno que le ayuden a sentir mayor control y seguridad.
Ana tenía treinta y cinco años y estaba diagnosticada de un
trastorno conversivo y de estrés postraumático. Cuando llevábamos
seis sesiones, empezamos a adentrarnos en el tema de las
experiencias previas con otros médicos, psicólogos y con los
diferentes dispositivos en los que había estado ingresada. El hecho
de preguntar específicamente por las experiencias previas
relacionadas con la salud hizo que Ana me confesase que había
algo de la consulta que no le gustaba: «esa camilla tan antigua que
tienes ahí». Tras preguntar si tenía ganas de compartirnos por qué
le incomodaba o a qué le recordaba, enseguida trajo un recuerdo de
una de las estancias en urgencias, previa a un ingreso hospitalario.
Ana se había automedicado con ansiolíticos y el médico que la
atendió ese día había emitido múltiples juicios morales sobre su
actitud mientras ella estaba tumbada sobre una camilla «con bordes
de hierro» (en sus propias palabras) «sin tener escapatoria». Esa
vivencia de agresión en un espacio sin salida, un box de urgencias,
fue especialmente activadora para Ana y cuando veía nuestra
camilla, algo la conectaba con el «allí y entonces», y la sacaba del
«aquí y ahora reparador» que queríamos buscar. Hicimos primero
un trabajo con Ana diferenciando las vivencias que tuvo previamente
y la vivencia en la consulta con nosotros —donde sí se sentía
segura— enfatizando la seguridad presente. Le preguntamos cómo
podríamos hacer que esa camilla le resultase menos molesta y le
propusimos varias opciones, entre las cuales escogió que la
utilizásemos para hacer uno de los ejercicios de relajación que le
habíamos enseñado en la consulta anterior. Se subió a la camilla y
le indicamos que si en algún momento sentía malestar nos avisase,
y que se podía levantar o mover siempre que quisiera. Le dimos a
ella el control de la situación, escogió qué ejercicio hacer, cómo
ponerse (decidió que sentada) y nosotros la acompañamos. En un
momento apareció cierta sensación de perturbación, entonces le
recordamos a Ana dónde estaba y con quién, le preguntamos si veía
algo amenazante y enseguida se dio cuenta de que no, volvió al
presente, se tranquilizó y siguió el ejercicio de respiración. Tras
terminarlo dijo sentirse aliviada y algo cambió en su forma de
percibir la sala y la terapia. La camilla había sido resignificada y el
lugar había pasado de ser un sitio donde podía ser dañada en
cualquier momento a ser un lugar de seguridad. A raíz de esta
sesión, Ana estaba menos a la defensiva y ella misma describió que
ahora entendía que los médicos no estábamos ahí para hacerle
daño, al menos no siempre y no todos.
Otra cuestión bastante relacionada con lo que acabamos de
contar está relacionada con el manejo del contacto y nuestra
posición física frente al paciente. Tal y como venimos describiendo,
se trata de pacientes en los que el cuerpo habla y, por tanto, cuando
los tocamos o simplemente nos aproximamos, estamos
estableciendo un diálogo corporal, consciente o no. Si existen
antecedentes de trauma asociado al cuerpo (violencia física o
sexual, pero también el hecho de haber sufrido múltiples
intervenciones quirúrgicas o quemaduras, por ejemplo), el cuerpo
quedará sensibilizado, a veces desconectado, a veces hiperalerta,
otras habrá sensaciones que queden compartimentalizadas y no
integradas. En cualquier caso, se seguirá manteniendo una relación
difícil con el cuerpo. Aunque no haya habido un trauma previo en
esta línea, el mero hecho de sufrir síntomas conversivos modifica la
relación con el cuerpo haciéndola más compleja. El manejo del
contacto físico es por todo ello especialmente importante.
Evitaremos aproximarnos a los pacientes desde la espalda,
ponernos en posiciones en las que les hablemos desde arriba y
ellos queden abajo, o situar su silla en un lugar donde no vean una
clara salida.
Aunque no hayan existido experiencias traumáticas vinculadas
al cuerpo, en los trastornos de apego la proximidad de otra persona
—tanto física como afectiva— puede no resultar tranquilizadora,
sino más bien amenazante. En el apego evitativo, la distancia es lo
que aporta seguridad (este apego se llama también distanciante), y
esto puede ocurrir a veces también en los apegos desorganizados,
aunque en estos últimos puede haber una oscilación de uno a otro
extremo. Para algunas personas, el hecho de que haya una mesa
por medio puede resultar protector. En cambio, las personas con
apego ansioso-preocupado sentirán seguridad al aferrarse a otros, y
la distancia es lo que les generará angustia. Por ello, esperarán del
terapeuta una actitud «menos fría», buscarán que este se convierta
en la figura de apego soñada y les dé todo lo que les faltó. Esto que
el paciente busca no es ni lo que necesita ni lo que le puede ayudar,
pero es un aspecto muy importante que habremos de manejar. El
cálculo de la distancia adecuada es complejo, ya que el paciente
puede no verbalizar estas cuestiones temiendo ser rechazado y
procure complacer al terapeuta. Animar al paciente a comentar
abiertamente su incomodidad y preferencias en terapia es
importante para establecer una comunicación abierta y una relación
de colaboración. De este modo también desvinculamos la relación
terapéutica de una relación de apego sustitutoria (algo que tendería
a complicarse con seguridad, dada la disfunción en los patrones de
apego del paciente) para pasarla a un registro de colaboración y
curiosidad compartida. Sea lo que sea que ocurra en lo relacional,
pongámoslo sobre la mesa, hablemos de ello, entendamos su
origen, ayudemos al paciente a reflexionar y a buscar lo que
realmente necesita y le puede ayudar.
Cuando proceda algún tipo de contacto físico lo haremos con
cuidado y pidiendo permiso. Por ejemplo, en terapia EMDR uno de
los elementos que se utilizan para ayudar al cerebro a procesar la
experiencia es la estimulación bilateral. Esta puede consistir en
movimientos oculares sacádicos horizontales, sonidos alternos o
tapping alterno en dos partes simétricas del cuerpo (luego
explicaremos esto más detalladamente). Para este último, el
terapeuta ha de aproximarse al paciente, pedirle que coloque las
manos sobre las rodillas, y preguntarle si se siente cómodo con los
toques de la mano del paciente sobre el dorso de las suyas. Algunas
personas se sienten realmente incómodas con la proximidad o el
contacto, y si no lo chequeamos con ellos, podemos estar
funcionando como disparadores traumáticos.
Este tipo de contacto, respetuoso y cuidadoso, puede resultar
muy reparador para pacientes que en muchos casos han sufrido
diferentes tipos de violencia relacionada con el cuerpo. Manejando
el espacio físico y del contacto, evitaremos llevarnos sorpresas y
sentaremos una buena base para iniciar una relación terapéutica.
Muchos de nuestros pacientes no han tenido demasiados espacios
seguros en su vida y es difícil que puedan entender la consulta y el
proceso terapéutico como un lugar seguro y de cuidado. Estas
consideraciones son fundamentales y sin ellas no podremos pasar a
una segunda fase de la terapia.

LOS TIEMPOS Y LA DISPONIBILIDAD


Mucho se ha debatido sobre estas cuestiones, sobre las que hay
libros enteros indicando los pros y los contras de unas y otras
posturas al respecto. No es nuestro objetivo adentrarnos en todas
estas cuestiones, pero sí consideramos importante dar cuatro
pinceladas sobre lo que sí es relevante cuando tratamos con este
tipo de pacientes.
Hay pacientes conversivos con una alta tendencia a demandar
hacia el exterior, que tienden a la corregulación y la dependencia
emocional. Estos pacientes en terapia pronto se mostrarán
dependientes de sus terapeutas y con ellos es esencial establecer
límites claros y cuidadosos para poder tener una relación sana. Es
importante que estos límites se clarifiquen de entrada, y se
recuerden en las múltiples situaciones en las que será necesario
hacerlo. Tan importante es que estos límites sean claros como que
estén adaptados a las posibilidades del paciente: suficientemente
firmes, suficientemente flexibles. Un límite del tipo «si vuelves a
autolesionarte no seguiré tratándote» no es realista para muchos
pacientes, y equivale a exigirles que vengan curados a terapia o no
trabajaremos con ellos. A veces se pueden proponer límites más
realistas y que involucren al paciente, como, por ejemplo, explicarle
que si las autolesiones ocupan todo el tiempo en la consulta es
difícil atender otras cosas que también son importantes
(funcionaríamos como un bombero que apaga fuegos, pero sin
tiempo a ir a ver en qué estancia se originó el fuego y por qué).
Entonces le proponemos pactar un tiempo libre de autolesiones,
pequeño y razonable, que pueda tolerar. El paciente propone dos
meses y aceptamos su propuesta que nos da un pequeño margen
para otro tipo de trabajo. Como decíamos, a veces menos es más.
Pero no todos los pacientes conversivos tienen este patrón, ni
mucho menos, aunque es frecuente la asociación entre cuadro
conversivo, dependencia emocional, búsqueda de atención...
Realmente hay un buen número de pacientes conversivos que
tienen un patrón inverso al primero, en el que pedir ayuda les resulta
muy difícil, al menos hacerlo verbalmente. Son pacientes que
raramente pedirán adelantar la cita si se encuentran mal.
Precisamente al no pedir lo que necesitan de forma verbal, es
posible que el cuerpo se ponga en marcha y que presenten más
síntomas en las épocas que se encuentran peor. En este caso, es
necesaria nuestra disponibilidad —junto con una intervención— para
entender que necesitar a alguien no es depender y que hay formas
sanas de pedir ayuda. También se pueden dar otro tipo de
situaciones como la que presentamos a continuación, que nos deja
muy claro que medir los tiempos y adecuar la disponibilidad es todo
un arte cuando tratamos con estos pacientes:
Marisa tiene un antecedente de abuso sexual intrafamiliar. Es
estudiante universitaria y hace un año y medio recordó y tomó
conciencia por primera vez de todo lo acontecido. Desde entonces
se disparó su consumo de tóxicos y empezaron los síntomas
conversivos. Previamente ya presentaba disociación psicomorfa que
nunca había sido identificada al no haberla interrogado en esa línea.
Cuando llevábamos un mes de terapia con visitas cada quince
días Marisa pidió que nos viéramos más a menudo. «Ahora que ha
salido todo a la luz, necesito sacarlo. Quiero venir cada semana,
necesito hablar de todo.» Esta premura no nos pareció cuidadosa
para ella e intervenimos diciéndole que entendíamos que tenía
ganas de hablar de aquello pero que teníamos mucho tiempo por
delante, que no podíamos hablar de cualquier manera, que no por
mucho madrugar amanece más temprano. Le explicamos que por
nuestra experiencia con otras pacientes con síntomas similares a los
de ella sabíamos que, si apurábamos mucho, las emociones podían
desbordarse y la persona podía sentirse abrumada con tanta
información. Le transmitimos, por lo tanto, que si a ella le parecía
bien, nos gustaría ir poco a poco y mantener las citas quincenales
tal y como teníamos previsto. Marisa lo entendió y continuamos
trabajando quincenalmente.
Cuando llevábamos cuatro meses de terapia y habíamos
empezado a trabajar con los momentos específicos de los abusos,
Marisa empezó a alternar sesiones en las que contaba muchas
cosas (quizá demasiadas) con otras sesiones en las que estaba
más desconectada y no entraba en profundidad. Un día, una hora
antes de venir a la consulta Marisa tuvo un síncope que la llevó al
hospital y tuvo que cancelar la cita. Cuando volvió a terapia a la
semana siguiente y le preguntamos si identificaba alguna relación
entre la caída y la no asistencia a consulta, Marisa contestó que no
encontraba nada en común. Le preguntamos si se le estaba
haciendo demasiado duro soportar las cosas que hablamos en las
últimas consultas y nos dijo que pensaba que no. Ella no fue capaz
de decir que necesitaba ir más despacio, pero su cuerpo sí. Marisa
volvió a proponer que nos viéramos más a menudo pero cuando le
dijimos: «Mira para adentro, pregúntale a tu cuerpo qué siente,
pregúntale si le parece buena idea venir cada semana», su cuerpo
enseguida dijo que no. De hecho, dijo todo lo contrario, que le
costaba venir. Intervenimos para encontrar un punto medio entre
dejar de venir y así evitar conectar con lo que duele y querer venir
cada semana y contar todo lo que duele cuanto antes. Acordamos
dedicar una sesión a contenidos duros de su infancia e intercalar
dos sesiones para trabajar en el presente y estabilizarla. Marisa lo
entendió y su cuerpo también.

EXPECTATIVAS Y FUNCIÓN DE LA TERAPIA

Tal y como hemos mencionado en varias ocasiones, es raro que


seamos la primera persona que ve a un paciente conversivo por ese
tipo de síntomas (normalmente otros médicos lo han valorado y
habitualmente en varios dispositivos), pero en algunos casos puede
ser así. Esto es una ventaja ya que no tendremos que reformular los
enfoques seguramente diversos que habrá recibido previamente. En
este caso, las expectativas del paciente con respecto a la terapia
dependerán más de lo que consideran que puede esperarse de los
médicos o los psicólogos, y a menudo tendrán pocos datos sobre
cómo es la evolución habitual del trastorno o en qué consiste. En
ese caso, podremos ser nosotros quienes hagamos ese primer
trabajo psicoeducativo que sentará las bases para más adelante.
Si el paciente ya ha estado con otros profesionales, puede que
haya hecho algún trabajo productivo, o que esté harto de peregrinar
de aquí para allá sin sentirse mejor y que venga en una actitud de
«no hay nada que se pueda hacer conmigo», «lo mío no tiene
arreglo». Puede ser que, por el contrario, acuda a nosotros con la
expectativa de que seremos diferentes de los anteriores y de que
«seguro que con usted me voy a curar». Cualquiera de estas dos
posiciones trae consigo problemas, en el primer caso por partir de
una baja esperanza y cogniciones negativas sobre su propio
proceso terapéutico y en el segundo caso porque las idealizaciones
siempre son malas compañeras de viaje en la terapia.
Las primeras consultas tienen que dedicarse a un ajuste realista
de expectativas, que muestre una visión esperanzadora de la
terapia y de los posibles logros, sin prometer conseguirlos a gran
velocidad ni resultados seguros. Se pueden poner ejemplos de otros
casos o de los estudios existentes para decir a los pacientes que sí
existen intervenciones que son eficaces y que podrán mejorar su
estado. Pero no podemos predecir cómo van a evolucionar las
cosas, y ante la pregunta «Entonces, ¿se me van a pasar las
convulsiones?», no podemos más que introducir realismo: «Hasta el
momento no soy capaz de saber el futuro, no tengo una bola de
cristal. Lo que sí que sé es que muchos pacientes mejoran. Es un
proceso lento, en el que tenemos que tener mucha paciencia,
porque los cambios no llegan de un día para otro, pero llegan y
terminarán por notarse. Acuérdate, además, de que el objetivo no es
únicamente no tener convulsiones, es que te conozcas un poco
mejor, que entiendas lo que te pasa y que sepas qué hacer con
ello».
La función de la terapia no puede entenderse como una lucha
contra los síntomas. Los síntomas son molestos, son disfuncionales,
pero son también una fuente de información. Poner a los síntomas a
favor del proceso terapéutico es fundamental en el caso de la
conversión. Cuando un paciente viene contando que la semana
anterior ha tenido una nueva crisis tenemos dos opciones: 1) vivirlo
como un fracaso o como que las cosas van mal y subirle la
medicación directamente sin preguntarle nada más, mostrando
incluso nuestra propia desesperación ante la lentitud del proceso o
2) darle la bienvenida al síntoma, darle las gracias por la información
que nos trae e intentar extraer a través de él cuál fue el malestar
que lo generó. También es importante ir introduciendo otras formas
de responder a ese malestar que podrían ayudar, ver cómo podría
lidiar la persona con esa situación sin tener que hacerlo con los
síntomas. La terapia no es un espacio para borrar los síntomas, es
un espacio para atenderlos y darles un cauce alternativo. De lo
contrario, nos limitaremos a bajar la fiebre, en lugar de entender qué
la genera y ponerle remedio.

ENCUADRE INDIVIDUAL O FAMILIAR

Otra cuestión que a menudo surge en las primeras fases de la


terapia es la de en qué lugar situar al paciente y en qué lugar a la
familia dentro de la intervención. Destinaremos un apartado
específicamente a hablar de la intervención con la familia, pero
queríamos introducir algunas cuestiones claves en este espacio
dedicado a reflexionar sobre el encuadre y las primeras fases.
La primera cuestión que debemos conocer es si el paciente ha
sido quien ha tomado la decisión de contactar con nosotros o si lo
ha hecho la familia. En los cuadros conversivos más incapacitantes
no es raro que sea la familia la que realiza la demanda de terapia,
ante una respuesta pasiva por parte del paciente. Si esto es así,
será especialmente importante recuperar para el paciente la
posición central de la terapia. Esto puede hacerse proponiendo a
este pequeñas tomas de decisión a las que no estaba
acostumbrado. Decisiones que pueden ir desde elegir ellos y no la
familia qué día de la semana y qué horario utilizar para las consultas
(dentro de nuestra disponibilidad y teniendo en cuenta si puede
trasladarse solo o si lo traen) hasta decidir ellos en qué momento
quieren que pasen sus familiares a consulta (si antes o después, o
cada cuántas sesiones consideran que es útil hacerlo), etc. Esto no
quiere decir que nuestro criterio no importe, sino que lo decidiremos
en coordinación con el paciente y luego lo trasladaremos a la familia
para ver la disponibilidad y no al revés.
Es frecuente que la familia esté muy necesitada de entender, de
tener respuestas y pautas concretas, y no es raro que nos sintamos
incluso presionados para atenderlos. Cuando los pacientes viven en
un medio familiar y los síntomas se dan en dicho medio, la
respuesta de los familiares puede ayudar a mejorar la situación o a
empeorarla, así que en casi todos los casos (al menos en los más
graves) tendremos que implicar a la familia en algún momento. Pero
no debemos confundir el trabajo psicoeducativo con las familias con
una intervención sistémica. Si realmente consideramos que se debe
hacer el abordaje del caso desde el punto de vista del sistema
completo, es importante que lo especifiquemos como tal y que lo
encuadremos adecuadamente para que todos los miembros de
dicho sistema tengan su espacio. Si no es así, cuando la
intervención es fundamentalmente individual, debe quedar claro que
la privacidad y el espacio que respetaremos primordialmente son los
de nuestro paciente. El lugar que ofrezcamos a los familiares tiene
que ser consensuado y equilibrado, evitando una invasión de este
espacio terapéutico donde el paciente termine por adquirir de nuevo
un rol pasivo similar al que a veces tiene en su casa.
También se puede dar la situación contraria. Aquella en la que
el paciente no quiere bajo ninguna circunstancia que la familia entre
en el espacio terapéutico. Con pacientes mayores de edad, esta
voluntad tiene que ser respetada. Pero sí podremos trabajar con el
paciente los porqués de dicha cerrazón. También podemos explicar
que a veces las personas de nuestro alrededor se ponen más
demandantes cuanta menos información tienen, y que a veces,
tener un poquito de información tranquiliza. El hecho de explicarle al
paciente que la familia no tendrá información sobre lo que hablamos
con él, sino que lo que plantearemos serán inicialmente solo unas
pautas para que las cosas en casa no empeoren cuando sufre los
síntomas, suele convencer a un gran número de pacientes, que
terminan por juzgar útiles estas intervenciones. En caso de que
algún familiar precise su espacio terapéutico, es importante hacerle
saber que hay otros lugares para que pueda recibir apoyo, que
también tiene derecho, pero que este es el lugar de nuestro
paciente.
Si trabajamos en equipos profesionales o en coordinación con
otros colegas afines, estos roles de terapeuta del paciente y
terapeuta de la familia pueden ser realizados por distintas personas,
que trabajan sobre el caso compartiendo estrategias, pero
permitiendo a cada parte del grupo familiar tener un espacio propio.
En definitiva, tanto un encuadre individual como uno sistémico
pueden ser útiles, pero es importante tener claro cómo ubicarnos en
relación con todo el sistema para no perder la guía de nuestra
intervención.
CAPÍTULO 15

EL TRABAJO PSICOEDUCATIVO

El trabajo en el pensamiento reflexivo

Ya en los albores del trabajo con pacientes conversivos, Pierre


Janet hacía una reflexión sobre el papel del pensamiento reflexivo y
de los procesos cognitivos en los pacientes con desagregación.
Según Janet, cuando no eran bien gestionadas las emociones
tenían potencial antisintético, mientras que los procesos cognitivos
favorecerían la síntesis (Janet, 1986). Es decir, una buena
capacidad cognitiva ayudaría a la integración de las experiencias,
mientras que las dificultades a este nivel favorecerían las
dificultades de integración. De hecho, hay estudios que indican que
una de las comorbilidades más frecuentes del trastorno conversivo
(sobre todo en la infancia) es la relacionada con diversos tipos de
discapacidad intelectual (Rawat et al., 2015; Seritan et al., 2009).
Tiene sentido que aparezca una expresión más corpórea del
malestar cuando la capacidad cognitiva está mermada. En estos
casos, la evolución es a menudo complicada y la intervención tiene
sus peculiaridades.
Sin embargo, la mayoría de nuestros pacientes no tendrán
asociada una discapacidad intelectual. Lo que sí es frecuente, es
que la capacidad metacognitiva, la capacidad de reflexionar sobre
sus propios procesos mentales, esté poco desarrollada. Muchos de
los pacientes con trastorno conversivo que hemos visto a lo largo de
estos años no están acostumbrados a reflexionar sobre por qué
piensan así, con qué tiene que ver, para qué hacen lo que hacen, o
incluso saber por qué han llegado a una conclusión concreta ante un
problema. Piensan de una forma determinada y punto, desconocen
cómo han llegado allí, y no se plantean que haya otro modo de ver
las cosas. Además, fruto de las malas experiencias que han tenido,
a menudo llegan a conclusiones sobre sí mismos y sobre el mundo
que se vuelven ideas rígidas y distorsionadas. Un trabajo en la línea
de los aportes cognitivo-conductuales (sobre todo de las propuestas
de la última generación) puede resultar muy útil en las primeras
fases de la terapia.
Se trata una vez más de hacer consciente lo no consciente.
Pero en este caso, lo inconsciente no son emociones, sensaciones
corporales o recuerdos, lo inconsciente son los propios procesos
mentales de uno. ¿Por qué pienso así? ¿En qué momento empecé
a pensar de esta manera? ¿Sigue teniendo sentido hoy verlo del
mismo modo? ¿Pensar así me ayuda a estar mejor o al contrario, no
me ayuda nada?
En respuesta a estas preguntas podemos introducir varias
líneas de trabajo:

1. IDENTIFICAR PATRONES REFLEXIVOS GENERALES

Veamos a continuación algunos de los problemas en el pensamiento


reflexivo que solemos encontrar en nuestros pacientes conversivos.
Nos encontramos con un desarrollo inadecuado de la capacidad
reflexiva, que enlaza con lo que se denomina mentalización; una
tendencia evitativa respecto a todo lo intrapsíquico o a un
pensamiento polarizado y extremo (funcionamiento en dilemas).
«NO SÉ REFLEXIONAR»

La capacidad de observar los propios procesos mentales,


entenderlos como tales (ej.: un pensamiento es solo un
pensamiento, una idea; no una verdad absoluta) y comprender que
la mente del otro es diferente y tiene sus propios procesos se ha
denominado «mentalización» (Bateman y Fonagy, 2013). Sin
pretender entrar en profundidad en esta teoría, podríamos ver en los
pacientes conversivos distintos perfiles que tienen que ver con los
estilos que describen los autores. Algunos de ellos tienen un estilo
de pensamiento que no enlaza con los datos, hablan de
generalizaciones o vaguedades, y el discurso puede cambiar de un
momento a otro sin que parezcan ser conscientes de la
contradicción. Otros, por el contrario, se hiperfocalizan en los datos,
y sus pensamientos son más repetitivos e inmodificables. Este
segundo grupo suele entender sus procesos mentales con mucha
literalidad (ej.: si pienso en hacer algo, es lo mismo que si lo hago; si
siento miedo, es que hay peligro).
El trabajo en el primer grupo es el de aterrizar: hemos de ir al
ejemplo, intentar extraer el dato más concreto posible, la secuencia
de acontecimientos: «Y entonces, ¿tú qué dijiste? Y el otro ¿qué te
dijo exactamente? ¿Cómo te sentiste?»... En el segundo grupo, es
más necesario flexibilizar y desliteralizar: cada actitud del otro puede
tener varias explicaciones, las creencias son aprendizajes, pensar
en algo no es lo mismo que hacerlo... Habría también un tercer
grupo, en el que el problema no es tanto el estilo del pensamiento,
sino la tendencia a no reflexionar, o más bien a pasar directamente
a la acción impulsiva o no planificada. Este último grupo no se
mueve en el plano del pensamiento, sino mucho más en el de la
acción, también se comunica con actos («si me gritas, me enfado y
me marcho de casa», sin planificar adónde, sin buscar alguna
alternativa de manejo del conflicto, simplemente actuando como una
especie de acción-reacción), y el trabajo aquí está en desarrollar y
entrenar esa capacidad de pensar sobre lo que ocurre.

«NO QUIERO PENSAR EN ESO»

Los pacientes que evitan mirar hacia dentro y observar con


curiosidad sus procesos mentales son un problema para el trabajo
terapéutico. Difícilmente podremos trabajar cuestiones más
profundas si no atravesamos esta fase y poco a poco deshacemos
este tipo de patrón. La idea de que si no pienso en ello no existe es
bastante frecuente en nuestros pacientes. Esto puede aparecer solo
cuando se toca un tema en concreto o como un patrón más general,
como una forma de estar en el mundo. En este último caso, toca
dedicar algunas sesiones a la cuestión. Si entendemos que la
persona evita como un modo de protegerse, ir en contra no nos
ayudará mucho. Este patrón sirvió en algún momento para atenuar
el dolor, incluso para sobrevivir, por ello antes de cuestionarlo es
importante reconocer su valor, darle las gracias simbólicamente.
Pero esto que sirvió en su momento, a día de hoy puede ser un
problema, puede que ya no nos ayude y nos dificulte más las cosas.
Tras validar este tipo de defensa, tocará progresivamente
desestabilizarla, con comprensión y cuidado. Para ello, es útil que la
persona pueda tomar nota de las consecuencias que este tipo de
patrón puede acarrearle en la vida real.
Isaura era una mujer separada, con una hija adolescente, que
convivía con su madre. Había sufrido violencia sexual por parte de
su padre en la infancia, y había tenido varias mudanzas en edades
tempranas (por la migración de sus padres, que la dejaron con sus
abuelos, años después la llevaron con ellos, y luego de vuelta con
los abuelos) que habían supuesto un problema para poder
establecer vínculos seguros y estables. Era la mayor de sus
hermanos, pero no se había criado con ellos; por ello, de mayor,
quiso recuperar esa relación y tenerlos como un apoyo. Tras la
separación, estos habían insistido en que Isaura se comprara un
piso, pero ella no quería, quería seguir viviendo con su madre.
Debido a las presiones, y a que se esforzaba en complacerlos para
tener su aceptación, accedió a comprarlo pero a los pocos años dejó
de pagar la hipoteca, dejó de atender a las cartas del banco y
finalmente tampoco a las del juzgado. Cuando llegó a la consulta,
decía no recordar que hubiesen llegado tales cartas avisando de los
impagos, pero al recibir la orden de embargo Isaura entró en un
episodio depresivo mayor, ante la toma de conciencia de lo
acontecido. Los hechos no estaban completamente disociados, al
preguntarle era capaz de recordarlo, pero habitualmente tendía a
cambiar de tema. Con la terapia pudo reconocer que una parte de
ella sí sabía lo que pasaba mientras que otra parte se empeñaba en
hacer como si nada. Reconocía este patrón en ella desde la
infancia. Llegó a decir «yo hago como el avestruz, meto la cabeza
bajo la tierra y tiro para delante».
En el caso de Isaura, las consecuencias de este tipo de
afrontamiento fueron muy duras y hasta que no las tuvo delante y
fueron ya innegables, no actuó. En nuestros pacientes, poder ver
pequeñas o grandes consecuencias reales de la estrategia de «si no
lo atiendo no existe» es fundamental. Pero no es suficiente con
saber las consecuencias de esta forma de evitación. Se necesita
entender en qué momento surgió, en qué le ayudó y por qué ahora
ya no necesita ese mecanismo defensivo. Cambiar una mirada de
juicio por otra de comprensión es fundamental para el paciente, para
el propio terapeuta, y para la relación entre ambos, que es la base
del proceso terapéutico.

«A VS. Z»

Otro de los patrones reflexivos generales que solemos ver en


estos pacientes es el pensamiento dicotómico: o todo o nada. O
todo va a salir bien o nada vale. O eres maravillosa o eres terrible. O
todo es culpa mía o todo es culpa del otro y yo no tengo
responsabilidades.
Algunos pacientes son conscientes de su polaridad a la hora de
interpretar el mundo en general y las relaciones en particular, otros
no lo son tanto y poco a poco tendremos que confrontarlos con ello.
Además del trabajo de toma de conciencia al respecto, se necesita
un trabajo integrativo para ir dejando atrás este pensamiento polar.
Una forma de atajarlo es «aprender a hacer la media». Si
identificamos el pensamiento dicotómico en la consulta es momento
de parar y trabajarlo en el preciso instante en que se muestra. Un
paciente puede en un momento determinado decir que su padre es
violento y mala persona y a los pocos minutos considerarlo muy
bueno y cariñoso. Un ejemplo como este puede servirnos no solo
para trabajar sobre esta figura parental, sino también sobre la propia
forma de pensar del paciente. Cuando la persona aprende a
identificar los momentos en los que tiende a los extremos (y para
eso es posible que tengamos que ayudarles primero nosotros a
verlo en la consulta), podremos pasar a una segunda fase donde la
propuesta es ir al término medio. Si algo me ha parecido mal de lo
que me ha dicho mi hermana, puedo enfadarme y montar un
escándalo, puedo callarme, tragarlo y no decir nada, o puedo tener
un afrontamiento intermedio en el que me ayudo a ver las cosas de
modo más proporcionado, y desde ahí digo lo que pienso, pero de
forma más asertiva. Como vemos, esta cuestión del término medio
no solo atañe a pensamientos, sino también a conductas.
Puede también ser útil representar estas polaridades de algún
modo que ayude a la persona a descubrir su forma de funcionar.
Esta representación puede consistir en dibujos, tarjetas, figuras y
cualquier herramienta que el terapeuta esté acostumbrado a
manejar. Estas intervenciones que utilizan elementos proyectivos
ayudan a adquirir perspectiva, a observar con distancia, a
representar simbólicamente, a hablar sobre lo que hago respecto
a..., y a entender de dónde viene cada uno de los dos extremos. El
trabajo con representaciones concretas de los procesos mentales
tiene particular interés en los sujetos con escasa capacidad de
pensamiento reflexivo.
Otra posibilidad es el trabajo más experiencial. Un ejemplo es la
técnica de la doble silla que se emplea en terapia Gestalt o en
Psicodrama. Se basa en dos sillas enfrentadas, en las que el
paciente se sienta, representando en una de ellas una polaridad (la
ira incontrolable hacia su hermana) y en la silla opuesta el otro polo
(la sumisión y el no quejarse). Puede simplemente hablar cómo
hablaría una y otra, o puede ayudarse a la persona a convertirse en
una y otra tendencia, a meterse verdaderamente en el papel. Para
ello, se puede animar al sujeto a expresar cómo se siente en cada
uno de los dos lados, hablando en primera persona y en presente,
sin que las dos partes interaccionen entre sí. Después de esta
expresión se puede favorecer el diálogo entre una silla y la otra (el
diálogo de la paciente consigo misma, con sus dos polaridades).
Con el propósito de desarrollar la capacidad reflexiva (una
metaconciencia) se puede introducir una tercera figura, un
observador externo. Tras el diálogo que establecen las dos
polaridades, podemos pedir al paciente que las observe y se
desapegue de ellas por un momento, imaginando que es un
observador, un mediador, alguien que quiere conseguir un
entendimiento entre estos dos extremos. Se le puede ayudar
preguntándole qué ve de bueno y qué ve de malo en cada una de
las posiciones, y preguntarle cómo encontraría una solución que
sirviese a ambas. Esta figura del observador externo aporta un salto
cualitativo en las funciones metacognitivas. Permite un
distanciamiento emocional de cada uno de los extremos, favorece el
pensamiento reflexivo y ayuda a la integración. Esta capacidad que
se ensaya en mayor contacto con la emoción, podrá luego
reproducirse internamente en la vida cotidiana.
El trabajo experiencial ha de manejarse con cautela en
pacientes con tendencias disociativas marcadas, sobre todo en
aquellos con más compartimentalización. En estos casos, no se
trata solo de identificar polaridades sino que puede haber más de
dos partes implicadas y, además, pueden tener diferentes tipos de
relación entre ellas (una parte puede no conocer a otra, mientras
que otras dos partes sí trabajan conjuntamente). De tal forma, en los
casos de compartimentalización la cautela debe ser máxima y se
proponen ejercicios como el lugar de reuniones que propone Fraser
(2003), que se utiliza para el trabajo con las partes disociadas.
El uso de la doble silla haciendo que la persona se convierta
por completo en una de las partes tiene gran potencia y amplifica la
capacidad de sentir cómo siente esa parte y de conectarse con ella.
Esto puede ser muy útil en personas donde no haya tendencias
disociativas grandes, pero peligroso si estas existen. Hay que tener
claro que no se trata de conectar rápido y a toda costa, sino de
conectar progresivamente de tal forma que pueda darse una
integración. Para ello hemos de tener claro que el individuo va a
poder manejar, contener y elaborar aquello con lo que se va a
conectar. Una experiencia personal con este mismo ejercicio ilustra
bien esta cuestión.
Rosario presentaba una actitud ambivalente hacia la implicación
en terapia. Había acudido días atrás a urgencias por ideación
autolítica, y refería una voz que la empujaba a tirarse por la ventana.
No había síntomas psicóticos, por lo que etiquetaron la alucinación
como disociativa, y consideraron la ideación autolítica como
egodistónica, refiriéndola a consulta ambulatoria. Pensamos usar la
técnica de las sillas para explorar sus actitudes contradictorias
respecto al tratamiento, ya que había hecho varios intentos y no
había persistido en ninguno. Rosario fue pasando primero por una
silla desde la cual expresó su necesidad de ayuda y su temor
respecto a lo que le ocurría, después por otra en la que manifestó su
desconfianza respecto a cualquiera que la quisiera ayudar y,
posteriormente, por una tercera desde la que se mostró
desesperanzada de poder tener una vida satisfactoria, e incluso no
merecedora de tal cosa. Por último, le pedimos que se sentara en
una cuarta silla y que tratara de conectar con las emociones que
había en la voz que escuchaba. Casi inmediatamente, Rosario
perdió contacto con el presente y entró por completo en un estado
infantil desde el que empezó a llorar, a mostrarse asustada y a
hablar de un abuso sufrido por un vecino cuando ella tenía cuatro
años. Conseguimos con dificultad que volviera al presente y en ese
momento no recordaba lo que acababa de pasar. Esta experiencia
no fue reparadora para la paciente, no modificó en positivo sus
síntomas, no generó ningún tipo de elaboración ni integración de la
experiencia. Es importante que un trabajo de este tipo se haga de
un modo más planificado, progresivo, y teniendo claro qué es lo que
puede ser más beneficioso para el paciente.
Un modo de conseguir algo parecido sin que el paciente se
meta por completo, es empleando lo que en Psicodrama se
denominan «yo auxiliares», personas que toman el rol de cada una
de las polaridades e interaccionan a medida que el paciente va
proponiéndolas. El paciente puede colocarse junto a cada uno,
verbalizando cómo se siente allí, pero al momento vuelve a tomar
distancia y a observar desde fuera; de ese modo está
fundamentalmente en el rol de observador, conectando solo
brevemente con el contenido emocional. Para utilizar este tipo de
herramientas, necesitamos trabajar en formato grupal, con más de
un profesional. Una opción que puede usarse con este fin en terapia
individual es el empleo de títeres, con los que el paciente puede
tomar un rol, pero con un mayor grado de distanciamiento.
Como comentaremos al hablar de la conexión, hemos de
graduar el ritmo al que la reconexión se produce, para poder
conectar con estructura, con cierto nivel de contención, y de un
modo consciente que permita la integración posterior de ese trabajo.
Una conexión prematura, catártica, puede ser muy potente pero
improductiva o contraproducente.

2. IDENTIFICAR CREENCIAS NUCLEARES SOBRE SÍ MISMO Y SOBRE EL MUNDO, Y


TRABAJAR SOBRE ELLAS

Además de los patrones reflexivos generales (formas generales de


pensar), existen en todas las personas una multitud de creencias
nucleares que fundamentan la idea que la persona tiene de sí
misma y del mundo. Muchas de ellas han sido internalizadas, son
derivadas de introyecciones que a lo largo de la vida la persona se
ha creído, son «aquello que se decía de mí y que me acabé
creyendo». Cuando se trabaja en las creencias nucleares sobre uno,
deshacer estas introyecciones se vuelve fundamental. Algunas
frases que decimos en terapia como «¿y eso de dónde lo has
sacado?» o «¿y eso que te dices, quién te lo ha dicho primero?»
ponen el acento en esta cuestión. Estas creencias generan
esquemas emocionales que funcionan además como predictores en
las interacciones sociales, de modo «si yo... entonces el otro...»
(Dimaggio et al., 2020). Estas creencias nucleares como «no sirvo
para nada», «no soy digno de ser querido/digno de amor», «soy
mala persona» o «tengo la culpa de todo», necesitan ser abordadas
y cuestionadas directamente.
Preguntar cuándo y quién le dijo eso, por qué y para qué ya
ayuda a cuestionar dicha creencia como incuestionable: es algo que
nuestra mente aprendió en otro tiempo y en otro lugar, y que ha
seguido después repitiendo aunque aquella situación haya
cambiado y las personas que nos rodean sean otras. Para
cuestionar estas creencias puede ayudar que la persona se
visualice por un lado como el adulto que es y por otro como el niño
que fue cuando aquellas creencias se asentaron en su mente. Como
adulto, el paciente probablemente vea el mundo (sobre todo cuando
analiza a otras personas) de un modo diferente, fruto de la
experiencia acumulada en la vida. Todavía ve el mundo como allí y,
entonces, todavía se ve por los ojos con los que fue mirado mientras
crecía. El paciente ha de aprender a verse con sus propios ojos, con
una mirada de curiosidad, de aceptación, de interés. Si la persona
no tiene esta mirada tampoco con otras personas, habrá de ser
modelada desde la relación terapéutica, trayendo además otros
modelos de figuras positivas de la vida del paciente que puedan
aportarle otra perspectiva sobre sí mismo.
Puede también buscarse un modo simbólico de devolver a las
personas desde las que se internalizaron esas creencias una
«herencia emocional» con la que no se está de acuerdo, con la que
la persona no quiere quedarse. La persona puede imaginar una
conversación por ejemplo con su padre, esta vez ya de adulto a
adulto, sobre aquellas situaciones. De este modo, puede
visualizarse relacionándose con ese padre sin colocarlo en el lugar
en el que un niño siempre coloca a una figura paterna y, por tanto,
verse más capaz de cuestionar lo que decía, pasando a verlo
únicamente como la opinión de una persona. Puede ayudar a este
respecto que el paciente no llame a su padre «papá» en esa
conversación, sino que se refiera a él por su nombre de pila, para
marcar que es una persona como cualquier otra, y que por tanto sus
opiniones son como las de cualquier otro, no son palabra de Dios. A
veces se puede utilizar incluso un objeto simbólico para realizar esta
devolución de todo aquello que nos dijeron y que no queremos para
nosotros, como una carta o algo representativo para el paciente.
Estas intervenciones pueden complementar un simple
cuestionamiento cognitivo de las creencias, pero cuando estas son
muy arraigadas, no se van a solucionar en una sesión, por mucha
potencia que pueda tener, será necesaria la constancia y la
repetición para que se vayan modificando estos patrones cognitivo-
emocionales.
Otro tipo de creencias nucleares no vienen tanto de lo que se
nos ha dicho como de las experiencias vividas.
Algunas experiencias cambian, y no siempre para mejor, la
forma de vernos a nosotros y al mundo (de hecho, este es uno de
los criterios para considerar un evento como traumático). Por
ejemplo, un niño que crece en el desierto emocional del apego
distanciante tiene que resolver solo muchas cosas para las que los
niños necesitan guía y apoyo. Ante la ausencia de un modelo sano,
pueden desarrollar una elevada autoexigencia que les ayuda a
funcionar cuando se sienten mal y no hay nadie que acoja ese
malestar. Aprenden que «tengo que hacerlo todo por mí mismo», y
que «no puedo estar mal», que «no habrá nadie ahí si estoy mal» y
que «no puedo pedir ayuda». Cuando sus sistemas claudican y
aparecen los síntomas, estas creencias acrecentarán aún más el
malestar y se orientarán hacia la enfermedad: «soy un enfermo» (=
soy defectuoso), «nunca me voy a curar» o «soy un estorbo».
Otras veces ocurre lo contrario. En el planeta del apego
preocupado las creencias son del tipo «no puedo hacer nada sin el
otro», «no me valgo por mí mismo», «no puedo confiar en mis
recursos». La persona buscará desesperadamente el apego que no
le es dado gratis y que es impredecible, y dada la ambivalencia de
estos vínculos, puede generarse un esquema del tipo «si no
muestro claramente mi dolor no me cuidarán», «no soy suficiente»,
«tengo que ganarme el afecto de los demás». Desde estas
creencias recurrirán al otro en busca de lo que no sienten que
puedan darse, y lo harán a veces de modo explícito, a veces de
modo indirecto a través del síntoma o mostrando su desregulación
emocional.
En el apego desorganizado veremos una oscilación entre
patrones menos consistentes, más contradictorios o fluctuantes.
Pero en todo caso, desvelar estos esquemas nucleares desde los
que el sujeto se percibe a sí mismo es de gran importancia para que
la persona pueda tomar conciencia y así empezar a introducir
cambios.
Estas predicciones sobre uno mismo son también predicciones
sobre el mundo y sobre los demás: «Estoy solo y nadie me va a
ayudar», «el mundo es un lugar hostil, todo el mundo me quiere
hacer daño», «la vida no tiene sentido, nunca tendré lo que
necesito» son algunas de ellas. Dado que las creencias nucleares
se generan en los vínculos con las figuras de apego primarias, estas
creencias contendrán siempre un componente interpersonal y será
el lugar desde el que se interpreten las relaciones. Volveremos a
hablar de ello un poco más adelante.

3. TRABAJAR SOBRE EL DIÁLOGO INTERNO

El tercer pilar del trabajo con el pensamiento reflexivo tiene que ver
con la forma en la que nos hablamos a nosotros mismos. A menudo,
la manera en la que los pacientes conversivos se hablan a sí
mismos no es la que más les beneficia, sino que oscila entre decirse
cosas que les hacen sentir peor o que les lleva a rendirse en todo
intento de ayudarse a sí mismos. Hablaremos un poco más de ello
cuando abordemos el trabajo relativo al autocuidado, simplemente
destacar aquí que en la regulación de las emociones hay también un
componente cognitivo relacionado con este diálogo interior que
hemos de abordar específicamente.
Si pensamos en este diálogo interno enlazándolo con los
conceptos que hemos manejado en este libro —la reflexión sobre
los propios procesos mentales, la regulación cognitiva de las
emociones, el autocuidado y el modelo de trabajo interno derivado
del apego—, haremos un trabajo específico sobre estas
verbalizaciones internas. Partiremos de la toma de conciencia de
dichas verbalizaciones para llegar a entender cómo se generaron y
reconducirlas hacia un diálogo relacionado con la comprensión, el
autocuidado y la regulación. Este sería el punto central de ese
cambio:

El aprendizaje de estos cambios requiere repetición y


constancia, ya que con frecuencia se trata de patrones rígidos que
vienen a su vez de situaciones que se prolongaron en el tiempo. Al
igual que el resto de los aspectos que hemos comentado en esta
sección sobre el pensamiento reflexivo, son un trabajo acumulativo,
basado en pequeños momentos, sesión a sesión, a lo largo de
meses o años.
CAPÍTULO 16

EL TRABAJO SOBRE EL NIVEL DE ACTIVACIÓN


BASAL

Otra de las cuestiones fundamentales que se deben abordar con los


pacientes con trastorno conversivo tiene que ver con la
estabilización del nivel de activación basal. Cuando este nivel basal
de arousal es elevado, suele haber una mayor reactividad. Tal y
como veíamos en el capítulo destinado a la neurobiología, debemos
entender al paciente conversivo no como un paciente insensible sino
más bien como todo lo contrario, un paciente demasiado
sensibilizado. Sensibilizado particularmente a las emociones
negativas, de tal modo que ante situaciones que podrían ser vividas
como neutras o poco amenazantes, tiende a haber un nivel de
activación mayor. Esto, sumado a una mayor presencia de eventos
vitales adversos y de traumatización interpersonal, puede generar
un estado de hiperactivación que se llegue a convertir en una
constante, en una forma de vivir, algo a lo que ya se han
acostumbrado porque ya no recuerdan cuándo no se sentían así. A
veces puede suceder algo diferente, y esta hiperactivación se agota,
quedando la persona más bien desenergizada, apática y poco
reactiva ante las emociones y vivencias del día a día. En cualquiera
de los dos extremos hay una dificultad para mantener un nivel de
activación adecuado al contexto.
El nivel óptimo de activación no es una línea recta, sino un
equilibrio dinámico con el entorno. Sin embargo, si la fluctuación es
muy marcada será difícil que se produzca una respuesta adecuada
a cada situación y cada momento. Si el nivel basal es muy alto o
muy bajo, las respuestas pueden tender a ser hiperreactivas o
hiporreactivas. Otros pacientes conversivos tienden a mantener un
estado de alerta invariable y, por lo tanto, no hay una adaptación
saludable al contexto.
El trabajo en esta área más relacionada con la activación
fisiológica tiene que ver con:

1. Conseguir un estado basal más cercano a un estado de calma


atenta, desde el que se pueda fluir hacia una mayor activación y
concentración en una tarea, o hacia el descanso reparador.
2. Explorar los disparadores de reacciones desmesuradas o
inestabilidad en el arousal para restarles potencia como
descompensadores.
3. Ajustar la respuesta fisiológica para una mayor adecuación a las
circunstancias.

Más adelante veremos cómo se lidia con los patrones de


regulación emocional más elaborados, como la sobrerregulación y la
infrarregulación emocional, o con las estrategias reguladoras (o
desreguladoras) específicas. Pero hay un paso previo que tiene que
ver con la activación basal, con el estado de alerta habitual. Una
persona que está demasiado activada o excesivamente baja
difícilmente podrá atender a lo que trabajemos en terapia, y poco
podrá asimilar de ello, no hablemos ya de trasladarlo a la vida
cotidiana.
Para poder regular ese nivel de activación, el primer paso será
identificar con el paciente el grado de conciencia sobre su estado.
No es raro que un paciente conversivo afirme estar «totalmente
tranquilo» y que nosotros observemos claros signos de
hiperactivación (inquietud en las piernas, algún tic nervioso, habla
acelerada...). En este sentido, lo primero será ayudar a esta toma de
conciencia, a mejorar la regulación de arriba abajo. Aunque los
síntomas sean corporales, paradójicamente se trata de pacientes
poco acostumbrados a escuchar a su cuerpo, y cuando lo hacen, a
menudo lo malinterpretan. Las primeras intervenciones tendrán que
ver con reajustar el termostato, es decir, con que se den cuenta de
cuándo se están activando y cuándo se están anestesiando. Para
esto es útil hacer un trabajo en tiempo real, en la propia consulta,
parar para sentir las sensaciones en el cuerpo. Se puede combinar
el trabajo de toma de conciencia más cognitivo con un escaneo
corporal, por ejemplo:

T: Paremos un momento, ¿cómo te has sentido en los diez últimos minutos


de la consulta?
P: Pues no sé, bien supongo.
T: ¿Has notado algún cambio en tu cuerpo?
P: No entiendo bien a lo que te refieres.
T: Me pregunto si has sido consciente de que en estos diez últimos minutos
estabas más activado de lo habitual.
P: Ah, no, no sé, yo me siento sereno.
T: Vamos a hacer una cosa, vamos a parar y dedicar un minuto a notar las
sensaciones del cuerpo. Te voy a pedir que cierres los ojos, o si eso te
inquieta, que los mantengas en un punto fijo. Puedes respirar con
normalidad, sin forzar nada, sin buscar relajarte ni tensarte, solamente
observando cómo está tu cuerpo. Para eso, puedes empezar poniendo
toda la atención en tus pies, luego irás subiendo hacia tus piernas, tu
cadera... Así continuaremos el recorrido de pies a cabeza,
deteniéndonos en cada zona del cuerpo.

Si el paciente tiene mucha dificultad, podemos ayudar dando


posibles opciones: «¿Dónde notas más tensión y dónde está el
cuerpo más suelto?, ¿qué parte está más fría y dónde notas más
calor? Descríbeme cómo se apoya el cuerpo en la silla, cómo están
los pies en el suelo, dónde tienes apoyadas las manos?, etc.». Es
importante que sean preguntas con alternativas para elegir, que
inviten además a la descripción, en lugar de preguntas cerradas que
faciliten una respuesta de «nada». Luego focalizaremos: «Cuando
hayas terminado el recorrido por todo el cuerpo, ¿podrías decirme
cuál es la sensación que está más presente de todas?».

P: Una especie de palpitación en el pecho, que me molesta.


T: Ahora puedes sentirla.
P: Sí, antes ni me daba cuenta. Sí, debo estar algo nervioso.

Debemos entrenar con el paciente la observación de su cuerpo


con detenimiento antes de decir cómo se siente. En el caso de los
pacientes conversivos, esto se vuelve un pilar fundamental.
Podemos llamarlo «escaneo corporal» y hacer un recorrido por todo
el cuerpo en un orden concreto o podemos llamarle «el minuto de
preguntarle al cuerpo» y dedicar ese tiempo a encontrar las
sensaciones que aparecen... Pero, independientemente del método
que utilicemos, la idea es clara: el paciente empezará poco a poco a
tomar conciencia de sus sensaciones corporales hasta el momento
olvidadas.
Otro punto importante es la conciencia interoceptiva. Por ello,
aparte de «preguntarle al cuerpo», daremos la indicación de parar
un minuto (con sus sesenta segundos) a «mirarse por dentro». En
pacientes muy alexitímicos o desconectados esto les desconcierta, y
les cuesta notar, por lo que podemos facilitarlo con distintos
ejercicios:

• Notar la respiración. La respiración genera sensaciones internas


que son más fácilmente observables, y en ellas le pedimos al
paciente que centre su atención: «Nota tu respiración, si es
rápida o lenta, si supone esfuerzo o es fácil y suelta, si es
profunda o superficial. Estate un rato notando cómo entra el aire
en los pulmones y cómo sale». Además, podemos aprovechar
para entrenar una respiración reguladora. Si el paciente tiene
un alto nivel de activación basal, nos interesa potenciar el
sistema nervioso parasimpático (SNPS). Para ello, pediremos al
paciente que coja aire sin esfuerzo y lo deje salir todo, en el
doble de tiempo y hasta el final, vaciando sus pulmones. La
espiración prolongada potencia el SNPS.
• Notar el corazón. Puede colocarse la mano sobre el pecho,
encima del corazón, y prestar atención a los latidos. Una vez
que el paciente pueda percibirlos, se irá centrando en el ritmo.
Podemos ensayar con él la observación de este ritmo pensando
en distintas situaciones, algunas neutras, otras molestas, y
comprobar si el ritmo se acelera o se lentifica.
• Notar las sensaciones viscerales. Le pedimos al paciente que
coloque la mano en la boca del estómago o en el abdomen, y
que esté un minuto simplemente notando las sensaciones que
hay debajo: «No busques nada, simplemente nota las
sensaciones de debajo de la mano, de dentro del cuerpo,
observa lo que vas notando».

En esta fase de la terapia no se trata de hacer grandes


conexiones entre estas sensaciones y las vivencias con las que se
asocian, o los recuerdos de origen con los que pensemos que
pueden estar relacionadas. Se trata de una etapa previa, de
regulación general, en la que el único objetivo es que los pacientes
puedan comenzar a tener sensaciones corporales. Al principio
suelen ser sensaciones que les cuesta describir o incluso que
entienden como simples: un malestar aquí, una inquietud allí... Con
el tiempo esta información se volverá más rica, podremos conectarla
con emociones, contextos, vivencias. Pero, por el momento, toca
aprender a sentir.
Podemos pedirle al paciente que puntúe su nivel de activación
del 0 al 10, para que se acostumbre a preguntarse a sí mismo cuán
activado está. También podemos pedirle que practique en su vida
diaria este tipo de valoración, para fomentar el parar a sentir y la
capacidad metacognitiva. Podemos dar pautas concretas para
utilizar cuando la activación es mayor de 7, por ejemplo:

T: Si algo sucede en tu día a día que sientes que te activa demasiado,


hazte la pregunta de cuánto le pondrías a esa activación del 0 al 10, igual
que hemos practicado aquí en la consulta.
P: Y si me activa mucho ¿en qué me va a ayudar ponerle una nota?
T: Te obliga a parar a pensar y eso ya ayuda a tranquilizarse. Además, si
eres capaz de darte cuenta de que te sientes desbordado, podremos ir
probando cosas que te ayuden en ese momento.
P: Eso ya me parece mejor.
T: Por ejemplo, si la activación es 7 o más, entonces puedes irte a un lugar
tranquilo y practicar un ejercicio de relajación que te voy a proponer hoy.
P: Vale, ¿cómo se hace?

Llegados a este punto existen un montón de recursos que


pueden ser útiles para bajar el nivel de activación. Podemos instruir
al paciente en la respiración abdominal, pidiéndole que ponga una
mano sobre el pecho y otra sobre el abdomen, y enseñándole a
dejar que el abdomen se hinche con la inspiración como un globo,
mientras la mano del pecho se queda quieta. Después de practicarlo
en consulta, es importante que lo practique en casa al menos 5
minutos, marcando tiempos concretos y poniendo en marcha un
cronómetro para establecer un período delimitado, pues sin esta
instrucción es frecuente que los pacientes realicen los ejercicios de
autorregulación durante un tiempo demasiado breve para notar su
eficacia. Primero lo ensayará estando tranquilo para familiarizarse
con esta técnica, de ese modo cuando lo necesite en un contexto de
estrés le será más fácil.
Podemos también hacer una propuesta de respiración con una
progresión del tipo: «inspira en 1 segundo y espira en 2 segundos
(10 respiraciones), inspira en 2 segundos y espira en 4 segundos
(10 respiraciones) y por último, inspira en 3 segundos y espira en 6
segundos (10 respiraciones)». Con este breve ejercicio nos
aseguramos de que el tiempo que el paciente tarda en vaciar los
pulmones es mayor que el que tarda en coger aire, estimulamos su
sistema nervioso parasimpático y evitamos que hiperventile.
Además, al ir aumentando el tiempo dedicado a cada respiración
progresivamente, irá notando cada vez más calma. Es un ejercicio
muy simple, pero muy efectivo.
No todos los ejercicios están basados en la respiración, y es
importante que estén adaptados al estilo del paciente. Pueden ser
cosas tan variables como mirar una vela durante dos minutos
observando las características del movimiento de la llama, escuchar
música relajante o sonidos del mar o el agua, visualizaciones de
meditación, etc. Para otros pacientes puede ser más productivo el
movimiento, ejercicio suave o más dinámico dependiendo del caso,
bailar, etc. En otros casos, algunas disciplinas que combinan
autoconciencia con movimiento —como el taichí, el yoga o el pilates
— pueden ser adecuadas. Lo importante es que esto no se haga de
modo mecánico sino poniendo énfasis en la conciencia. Un paseo
en el que vamos centrándonos en todos los estímulos sensoriales,
en el peso de nuestros pies sobre el suelo, en los colores de lo que
nos rodea, en los sonidos, en los olores... puede ser a la vez muy
regulador y potenciar enormemente la autoconciencia. Lo que no
debemos olvidar es que en esta primera fase el objetivo no es
conseguir relacionar las sensaciones que emergen con vivencias
concretas y trabajarlas, esto llegará más adelante, sino saber decir
«estoy tranquilo», «estoy nervioso» o «estoy cansado» cuando
realmente sea así. Una vez los sensores funcionen mínimamente,
iremos viendo qué tipo de estímulos o actividades pueden influir
sobre ese estado.
No olvidemos que no se trata de conectar por conectar. La
desconexión aparece muchas veces para defenderse de la
hipersensibilidad, la hipoactivación puede ser secundaria a
agotamiento por la hiperactivación previa o ser una especie de
autoanestesia. De modo que hemos de asegurarnos de que si
despertamos la capacidad de sentir, la persona irá teniendo
herramientas para que lo que aparezca pueda ser gestionado. Dicho
esto, las personas que en lugar de hiperactivación presentan un
estado de agotamiento necesitarán combinar un trabajo de
autoconciencia con cierto nivel de activación conductual. Sin
embargo, en algunos casos se da una secuencia nociva en la que la
persona, el día que reúne fuerzas, hace todo lo que no ha hecho en
las semanas anteriores, lo que solo facilita que acabe de nuevo en
el mismo estado de cansancio. La activación ha de estimularse,
pero también de graduarse.
¿Cómo se hace esto? Hemos de ayudar al paciente a despertar
sus sensaciones, a salir de la anestesia. Al igual que con la
hiperactivación, es preciso para ello que sean conscientes de que
sus sensaciones corporales están apagadas. Hay pacientes en los
que su estado basal es la indiferencia, la pasividad y el
autoabandono; su cuerpo aparentemente no siente ni padece, o
mejor dicho, no siente pero sí padece.
Un ejercicio muy útil para despertar al cuerpo es el que han
llamado «sacarse una segunda piel», «sacarse el polvo de encima»
o «sacudirse el cuerpo». Con pequeñas variantes entre ellos, este
tipo de ejercicios lo que intenta es recordarle al paciente que tiene
un cuerpo, y a la vez ayudar a descargar tensión acumulada. Al
estimular la piel directamente le estamos dando el mensaje al
cerebro de que el cuerpo está ahí, le estamos generando atención a
esa zona que sacudimos. Una forma simple de hacerlo sería:

T: Vamos a hacer un pequeño ejercicio para despertar al cuerpo. Si te


parece podemos ponernos los dos de pie y vamos haciéndolo juntos.
P: Vale, probamos.
T: Vas a imaginarte que tienes una especie de piel muerta que cubre todo
el cuerpo, como la piel vieja, y que vas a hacer una limpieza de todas
esas impurezas, limpiándote y dejando caer al suelo todo lo que sobra.
Para eso, vas a ir frotando la piel de tu cuerpo, como si te quitaras una
segunda piel. Puedes seguirme en el movimiento. Así, como
sacudiéndola, como desprendiéndote de ella. Vas frotando cada parte de
tu cuerpo, sin olvidarte de ninguna. Vas soltando esa segunda piel.
Puedes ayudarte soplando hacia fuera, espirando, cuando te la sacudas,
verás qué alivio.
P: ¿Así?
T: Poquito a poco puedes hacerlo con algo más de intensidad. Sin hacerte
daño, pero sí con algo más de energía. Sacudiéndote, sacándote esa
piel de encima.

Es útil pedirle al paciente que antes de hacer el ejercicio ponga


atención en cómo está su cuerpo (a menudo dirá que no siente
nada) y que se le vuelva a pedir poner atención una vez que haya
terminado el ejercicio. Notará el cuerpo más energizado, más cálido,
más vivo. Como en todos los ejercicios para cambiar patrones, la
repetición es esencial; realizar este ejercicio una o dos veces al día
durante quince días inicia un camino de despertar al cuerpo, que
luego ha de continuarse.
A la hora de ayudar a la regulación, no todas las estrategias son
psicológicas. Esto es así sobre todo en la excesiva activación basal,
ya que precisamente este estado no propicia que el paciente se
ponga a hacer ejercicios o que pueda sacar beneficio de ellos. Las
áreas prefrontales funcionan poco o lo hacen en exceso, y
ejercitarlas supone trabajar con el elemento disfuncional en sí
mismo. Por ello, todo lo que pueda contribuir a ajustar el nivel de
activación basal resulta interesante. A este efecto podemos recurrir
a estrategias que podríamos llamar biológicas.
Una de estas estrategias es la medicación. Los antidepresivos
pueden reducir los niveles de ansiedad y disminuir la reactividad del
paciente. Algunos fármacos, como la trazodona, regulan el sueño
nocturno. En casos de desregulación con consecuencias graves,
como conductas autoagresivas o heteroagresivas, podemos recurrir
a antipsicóticos de bajo perfil. Cuando hay mucha inestabilidad en el
arousal, los fármacos anticomiciales (los que suelen usarse para la
epilepsia) pueden ayudar a estabilizar el ánimo y, además, ayudan a
atenuar las respuestas impulsivas. En general, los tranquilizantes
más frecuentemente utilizados como son las benzodiacepinas,
tienen un efecto momentáneo y pueden ser usados para bajar una
ansiedad aguda, pero a medio-largo plazo no aportan mucho y el
organismo suele adaptarse a ellos. Si bien la medicación no va a
curar al paciente, puede ser una ayuda cuando se combina con un
tratamiento psicoterapéutico adecuado.
Otras estrategias tienen que ver con el biofeedback y el
neurofeedback. Estos sistemas regulan el sistema nervioso o
determinados sistemas fisiológicos de modo directo y se han
demostrado efectivos para regular las emociones en diferentes
cohortes de pacientes con diversos trastornos mentales (Linhartová
et al., 2019). Tanto en el biofeedback como en el neurofeeback se
da un feedback al organismo, a través de imágenes en movimiento
o sonidos, cuando se produce el cambio que se busca. Por ejemplo,
un protocolo frecuentemente utilizado en neurofeedback en estos
casos es potenciar el ritmo SMR, una determinada banda de
frecuencias EEG localizada en la confluencia entre las áreas
motoras y sensoriales del cerebro. Esta es una banda de frecuencia
intermedia (ni muy alta ni muy baja), en una zona privilegiada para
integrar lo motor y lo sensorial, y el efecto de potenciar este ritmo
suele ser de optimizar la activación basal llevando el sistema
nervioso a un estado de calma, y también mejorar la conexión (esto
ha de irse manejando psicoterapéuticamente). El trabajo con SMR
ha demostrado ayudar también a la integración de la información
sensoriomotora y a mejorar el procesamiento de estímulos en
general (Reichert et al., 2016). La persona se vuelve también más
consciente de su estado emocional, puesto que no tiene que
conseguir notarlo ya que el propio aparato le dice que está activado.
Con esta clave, la persona es más capaz de identificar su nivel de
activación.
En el biofeedback, un sistema particularmente útil es trabajar la
variabilidad del ritmo cardíaco (HRV) (Moss y Schaffer, 2018). El
ritmo del corazón varía con la respiración, acelerándose con la
inspiración (mediado por el sistema nervioso simpático) y
enlenteciéndose con la espiración (mediado por el sistema nervioso
parasimpático). Además, cada individuo tiene una frecuencia
respiratoria óptima (llamada frecuencia de resonancia), que de
media son unas seis respiraciones por minuto, con la cual su
sistema nervioso autónomo se regula mejor. Aunque hay apps en
los móviles que permiten trabajar HRV, lo ideal es hacer algunas
sesiones con aparatos contrastados que permitan identificar con
precisión esta frecuencia de resonancia.
Otros sistemas de biofeedback son los que trabajan sobre la
temperatura periférica o la conductancia (ambos indicadores del
nivel de activación basal), o bien los que ayudan a identificar y
modificar la tensión muscular (electromiografía de superficie).
Podemos utilizar estos parámetros para potenciar la toma de
conciencia sobre el estado interno, o bien entrenarlos de modo
directo y específico. En general, estos sistemas de neurofeedback y
biofeedback pueden ser complementos valiosos a una psicoterapia,
aunque es necesario combinar ambos, ya que la persona necesitará
entender y asimilar los cambios que se producen en su forma de
funcionar. Para más información sobre estos sistemas puede
consultarse la web de la Sociedad Española de Bio y
Neurofeedback (www.sebine.org).
Las sesiones dedicadas a este tipo de regulación general
acostumbran a ser bien acogidas (no entran en contenidos
traumáticos, no obligan a pensar en los patrones relacionales...) y
por ello son útiles en las primeras fases, donde todavía estamos
generando un vínculo. Se puede entender como un trabajo de
preparación. Más adelante, cuando nos adentremos en cuestiones
más delicadas, necesitaremos que el paciente tenga un mínimo de
capacidad de autorregularse, tanto durante el trabajo de la sesión
como para poder sostener todo lo que se abre en el tiempo entre
sesiones.
CAPÍTULO 17

EL TRABAJO CON LOS EPISODIOS Y SUS


DISPARADORES

El manejo de los episodios

Muchas veces los síntomas son episódicos, se presentan en


determinados períodos que pueden durar de minutos a meses, y
alternan con períodos sin síntomas agudos, en los que la persona
puede alcanzar diversos niveles de funcionamiento. En algunos
casos, los síntomas pueden persistir de modo crónico, aunque hay
circunstancias que los pueden empeorar o atenuar. La conciencia de
estos pacientes, que no captan sus indicadores internos
emocionales y somáticos, con escasa capacidad de pensamiento
reflexivo, suele llevar a una escasa conciencia de cuándo y por qué
aparecen, empeoran y mejoran los síntomas. La persona y la familia
pueden ver el problema como un fenómeno meteorológico, tan lejos
de nuestra influencia y nuestra voluntad como una tormenta, sin
ninguna explicación emocional ni relacional, como una enfermedad
orgánica —considerando esto algo que nada tiene que ver con
factores psicológicos o ambientales— para la que buscan un
tratamiento que la erradique, o pueden estar más centrados en
lamentar la maldición que la enfermedad supone que en
comprender su origen.
En algunos casos, en esta actitud hacia la enfermedad y los
síntomas hay una resistencia a plantearse otros posibles
escenarios. Si en estos síntomas yo he tenido alguna contribución,
entonces esto es culpa mía. Si nosotros como familia hemos
causado los traumas que han llevado a esto, entonces es culpa
nuestra. Poner el foco en un problema físico y un tratamiento
externo, despersonalizarlo, aleja también una culpa dolorosa e
inasumible, que late debajo de este «no darse cuenta». Al trabajar
con el paciente y la familia el manejo de los síntomas, es importante
que nosotros estemos viendo en todo momento esto que —por
ahora— ellos no pueden ver.
El marco explicativo es un primer paso esencial, y va más allá
de transmitir información sobre el trastorno, aunque así es
presentado de entrada. Saber que otras personas tienen síntomas
parecidos y, por lo tanto, que el paciente no es un bicho raro hará
que se sienta menos incomprendido. A la vez, introducimos un
cambio de narrativa, una que se establece desde la comprensión,
que no busca culpables. Permitir al paciente describir sus síntomas,
no solo centrándose en cómo son, sino también en cómo es la
vivencia subjetiva de la persona justo antes del episodio, durante el
episodio y después del episodio, nos ayudará a partir de su
experiencia concreta para construir esta nueva narrativa.
Por ejemplo, Rebeca es una paciente de treinta y dos años con
trastorno conversivo que presenta dos tipos de episodios, en
algunas ocasiones sufre únicamente un cuadro de inmovilidad átona
mientras que otras veces presenta una descarga tónico-clónica
(pseudocrisis) que dura entre 2 y 20 minutos y tras la cual viene un
episodio de inmovilidad átona. Antes de las crisis, Rebeca describe
una sensación de frío que le invade todo el cuerpo. Su familia dice
que de golpe palidece, su mirada se queda como absorta y
desconectada y acto seguido se cae al suelo y comienza la crisis.
Recomendamos a Rebeca prestar mucha atención a los momentos
en los que sentía esa sensación de frío, pues en ese preciso
instante teníamos una ventana de oportunidad para evitar el
desencadenamiento de la crisis. Le enseñamos varios anclajes de
presente centrados en la modalidad táctil. Le pedíamos, por
ejemplo, que cogiese un objeto y sin mirarlo fuera tocándolo con los
dedos intentando describir mentalmente cada una de sus
características táctiles. Además, le pedíamos que llevase a cabo la
técnica de sacar el polvo descrita anteriormente durante un tiempo
comprendido entre 2 y 5 minutos y que frotase el cuerpo de forma
bastante vigorosa. «Es como si me frotase para calentarme el
cuerpo, y así se me pasa el frío. De verdad que funciona», dijo
Rebeca después de probar estas estrategias. El ejercicio propuesto
revertía la sensación de frío que suele ir asociada a la activación
vegetativa y a la emoción del miedo. Con algo tan sencillo como
estos dos anclajes, la paciente fue capaz de reducir sus crisis a
menos de la mitad. Para poder seguir avanzando y lograr que
disminuyeran las restantes, hubo que hacer un trabajo más
completo con los disparadores de las crisis y con la regulación de
las emociones, pero solo con ese cambio inicial se fortaleció de
modo importante su sensación de autocontrol: el síntoma pasó de
ser únicamente «algo que me pasa» a ser «algo sobre lo que yo
puedo influir».
Este caso ejemplifica que en ocasiones hay un breve lapso de
tiempo en el que la persona percibe que se va a poner mal. Los
anclajes en algunas sensaciones o estímulos concretos, así como
algunos ejercicios destinados a un mejor manejo de la activación
existente, pueden ser muy útiles si existe esta pequeña ventana de
oportunidad. En otros casos no será así —o al menos no
inicialmente, o no hasta que el nivel de conciencia aumente— y los
síntomas empezarán de golpe, sin que la persona pueda notar
ninguna sensación previa que la ponga en alerta y le permita actuar
para prevenirlo.
Cuando los episodios ya se han desencadenado, podemos
incidir tanto sobre la persona como sobre el entorno que la rodea y
la acompaña. Aquí habrá que tener en cuenta el nivel de conciencia
y de capacidad para realizar actos voluntarios que la persona tiene
durante los episodios. No es lo mismo que la persona presente un
episodio de movimientos aberrantes en un miembro, en el que se
mantiene consciente y podemos interaccionar con ella, a que
presente un síncope en el cual queda en atonía y totalmente
desconectada. Cuando la persona se mantiene consciente, la mejor
idea es trabajar con ella para que aprenda a autorregularse en una
situación así y pasar a la familia a un segundo plano, mostrándole
que están allí si necesita algo, pero que no deben hacer esfuerzos
desmesurados por frenar los síntomas. Muchas veces estos intentos
resultan contraproducentes, y funcionan amplificando los
mecanismos reguladores del paciente, que percibe angustia,
desesperación, culpabilización o presión en el entorno. Cambiar
esto también requiere un trabajo con la familia, para que no se
sitúen en el papel de penalizar ni tampoco de rescatar.
En el caso de que la persona esté completamente
desconectada, habrá que pedirle a la familia que coloque al sujeto
en un lugar seguro, cómodo y que no esté frío. Solemos explicarles
que a pesar de que el paciente parezca no oír durante las crisis, hay
una parte de él/ella que recibe parcialmente lo que está sucediendo.
Los comentarios enjuiciadores o las reacciones de desborde por
parte de la familia durante las crisis a menudo hacen que estas
duren más. De manera que, tras asegurarse de la seguridad de la
persona, solemos pedirles que se despidan de ella con un gesto
afectivo y voz cariñosa y le digan que están allí cerquita, en la
habitación de al lado, que no se van a ningún lado (pero tampoco se
quedan allí a pie de cama), y que cuando el paciente esté preparado
y se sienta recuperado, se lo haga saber. Les pedimos a los
familiares que cada 5 minutos entren de nuevo en la sala para
comprobar que todo va bien y comunicarles de nuevo que se tomen
el tiempo que necesiten para recuperarse, y que vuelvan a dejar a la
persona en la sala sola.
Si el paciente está consciente y presenta un síntoma que no lo
incapacita demasiado (por ejemplo, un movimiento discinético en la
boca), se le puede pedir que vaya a la habitación, coja un bolígrafo y
escriba cómo se siente, y en caso de que no sea capaz de articular
una escritura coherente, que haga un ejercicio de escritura
automática (previamente ensayado en la consulta) durante el
episodio. El material que emerge en dicha escritura podremos
mirarlo conjuntamente en la terapia, pues a menudo proporciona
mucha información aprovechable. También se le puede pedir que
dibuje y que nos traiga los dibujos a consulta. Se trata de formas
indirectas de comunicarnos con el síntoma que ocurre fuera de la
consulta y, además, de cambiar el modo de percibirlo: pasará de ser
un problema a ser una fuente de información. A veces, esto hace
que los síntomas disminuyan, ya que la persona no se siente
preparada para compartir algunos contenidos intrapsíquicos de
modo directo. Que la persona escriba o dibuje durante la crisis
permite también una forma de descarga de las emociones que se
están viviendo a través de formas expresivas menos corporales.
Poco a poco se va vaciando el compartimento del que sale el
síntoma, bien sean sensaciones y emociones primarias contenidas,
bien sean procesos mentales más complejos que configuran partes
autónomas de la mente del sujeto.
Cuando la persona está consciente pero el síntoma tiene lugar
en presencia de otros familiares, pueden ser estos quienes le
recuerden al paciente que puede hacer uso de las técnicas para
afrontar las crisis que ha aprendido en consulta, y que le transmitan
confianza en que antes o después se pondrá bien. Así, la persona
entiende que tiene que aprender a autorregularse, que tiene que
hacer uso de los anclajes de presente aprendidos en consulta, de
las técnicas de grounding o enraizamiento (poner los pies firmes
sobre el suelo, notar el peso sobre ellos, conectar con la realidad
presente), de los ejercicios de respiración... de todo lo que precise
antes y después de que la crisis aparezca. El paciente entiende que
la familia está allí para ayudarle, pero que es él el que tendrá que
aprender a ir afrontando las crisis. Se trata de dejarle espacio y
condiciones para que se pueda autorregular, no de dejarlo solo para
que no manipule a nadie. Por desorbitada que sea la demanda que
hay tras las crisis, es una demanda legítima, solo que mal llevada a
cabo y, por lo tanto, queda insatisfecha.
Cuando el síntoma aparece en la consulta se pueden utilizar
métodos similares a los que propusimos para el domicilio. Además,
se hace necesaria la pregunta: ¿cuál ha sido el disparador que lo ha
motivado? En el contexto de la consulta, nosotros estamos ahí, en
tiempo real delante del síntoma en desarrollo, por lo que es un
momento privilegiado para ayudar al paciente a entender los
desencadenantes. Frases como «¿Te das cuenta de que cuando
hemos hablado de tu expareja y de lo enfadada que te sientes con
él ha empezado el movimiento de tu ojo?» suponen una intervención
necesaria para que la persona empiece a establecer relaciones
entre los síntomas que presenta y las vivencias emocionales y
físicas que está teniendo. No es raro que la persona se muestre
sorprendida cuando se lo hacemos ver, y esto no debe
desanimarnos pues supone ir poniendo las bases para un
progresivo aumento de la conciencia sobre el síntoma y sobre sí
mismo. Recordemos que cuando comenzamos a hacer este tipo de
intervenciones ya estamos en una segunda fase de la terapia y
consideramos que la persona ya está preparada para poder
empezar a establecer ciertas conexiones entre sus síntomas, sus
emociones y su biografía.
Si la persona queda completamente desconectada durante el
episodio conversivo (como en el caso de los síncopes, la inmovilidad
átona y algunas pseudocrisis), es importante trabajar con la familia
sobre cómo proceder. A pesar de que la persona se muestre
desconectada, es posible que exista un grado de conciencia mínima
sobre lo que está pasando. Por eso es importante tratar con respeto
a la persona a pesar de que pensemos que no nos está oyendo, y
no comentar delante de ella temas relativos al paciente. De hecho,
se puede sugerir que se recuerde al paciente de vez en cuando que
no pasa nada, que después de un rato se sentirá mejor, y que la
familia estará por allí por si necesita ayuda. En algunos casos puede
ser conveniente subrayar la presencia de los demás, en otros puede
ser más necesario decir que poco a poco irá aprendiendo a manejar
la situación. No hay pautas fijas, ya que los casos y su relación con
la necesidad de regulación externa son muy diversos.
Una vez la crisis ha pasado, no es raro que la persona muestre
el cansancio que habitualmente sigue a una descarga energética y
que necesite descansar. En este caso, respetaremos dicho
descanso. Cuando existen partes complejas de la personalidad, es
importante explorar si una de estas partes ha estado en control
durante el episodio y si recuerda —en el caso de que haya amnesia
del mismo— lo que ocurrió en ese estado. Si este es el caso, el
trabajo con partes —que describiremos más adelante con detalle—
será importante para el manejo de los síntomas. El que haya
amnesia no implica que tenga que existir una parte autónoma,
puede también deberse a un estado neurovegetativo alterado (por
exceso o por defecto) que no permite la integración de la
información asociada al episodio. Esto puede pasar con la
inmovilidad tónica donde aparece un tipo de desregulación
emocional caracterizada a la vez por la hiperactivación y la
hipoactivación vegetativa (como si la persona pisase el freno y el
acelerador a la vez) o en los episodios de colapso, en los que se ha
propuesto una relación con la activación parasimpática dorsovagal.
Si la reacción es de colapso, pero no es súbita y completa,
podemos ensayar algunas intervenciones específicas. Si pensamos
en la teoría polivagal, el colapso ocurre cuando el cerebro percibe
que no hay salida, ni posibilidad de lucha ni nadie a quien acudir.
Aunque la persona esté en consulta con nosotros, si algo funciona
como un disparador traumático, estas sensaciones vividas en otro
tiempo y lugar, y con otras personas, pueden activarse
poderosamente. Tomar conciencia de la diferencia entre «entonces»
y «ahora» es una opción, aunque muchas veces cuando el paciente
entra en ese estado es poco receptivo a intervenciones cognitivas.
Introducir sustento es una posibilidad: podemos proponer a la
persona que apoye la cabeza en una almohada, o que note el apoyo
de la mano sobre un objeto, que se coja los brazos en un gesto de
contención, o que abrace la almohada como si se estuviese
abrazando a sí misma. Si estos elementos están realmente
asociados a lo que la persona hubiese necesitado sentir en ese
momento (notar que algo nos sostiene, notar apoyo o contención
cuando nos venimos abajo porque no podemos más), el gesto
puede ser particularmente importante. No proponemos estas
intervenciones como técnicas que se deban aplicar
matemáticamente (si... entonces...), sino que más bien animamos al
terapeuta a una reflexión en profundidad sobre el caso que tiene
delante, lo que faltó en su historia y el significado de los síntomas.
Desde ahí se establecen las mejores hipótesis, desde las cuales
ensayar intervenciones personalizadas para cada individuo.
Si la reacción es de pérdida súbita de conocimiento, o la
intervención previa no ha funcionado, entonces haremos lo que le
pedimos a la familia: poner al paciente en un lugar seguro,
verbalizarle en alto que estamos allí para lo que necesite y que
cuando se encuentre un poquito mejor nos haga saber si necesita
algo. Intentaremos hacer el entorno lo más seguro y agradable que
podamos y esperaremos a la recuperación espontánea. En estos
casos, todo intento de «reanimar», agitar, movilizar o hacer
despertar a la persona resulta contraproducente.
El objetivo primario es ir aumentando la comprensión sobre lo
que subyace a los síntomas, y además empoderar al paciente y a la
familia, explorando cosas productivas que pueden hacer antes de
que se produzcan los episodios y durante ellos. Esto devuelve cierta
sensación de control ante algo que se vivía como caótico o
impredecible, y proporciona cierto margen de maniobra frente a lo
que se experimentaba con impotencia. El paciente pasa de
espectador pasivo de sus síntomas a agente activo en la gestión de
los mismos.
Lo importante de este trabajo no es solo producir un resultado y
mucho menos eliminar las crisis. Focalizarnos en esto puede añadir
más presión y resultar contraproducente. La idea que queremos
transmitir es que de lo que se trata es de cuidarse lo mejor posible
cuando se presentan síntomas, no de hacerlos desaparecer.
Pelearnos contra el síntoma no nos lleva a ningún sitio, hemos de
pasar a la perspectiva del autocuidado y de la autorregulación.

El trabajo con los disparadores

Para entender lo que quiere decir un síntoma, las características de


este pueden ayudar. En alguno de los ejemplos del libro, hemos
visto cómo en las crisis un paciente decía frases que conectaban
con la situación de bullying que había vivido años atrás, y equivalían
a lo que en aquel momento no había podido decir. Sin embargo, con
frecuencia los síntomas son más inespecíficos y nos aportan poca
información. Es habitual que, pese a ello, el paciente y/o la familia
se focalicen en cómo se presenta la sintomatología, a veces
grabando las crisis y trayéndonos las imágenes, o entrando en una
descripción prolija de todos los detalles. El síntoma es lo que ven
como problema, pero para nosotros es simplemente algo que nos
está avisando del verdadero problema subyacente. Para
identificarlo, lo que nos da información más valiosa son los
disparadores.
Por tanto, la pregunta importante no es «¿cómo pasó?» sino
«¿qué pasó antes?». En un paciente desconectado y con una
familia con dificultades para leer bien las claves emocionales, la
respuesta seguramente será: «nada, no pasó nada especial». Esto
no ha de desanimarnos, nos dan información precisamente de que
no saben fijarse, y es ahí donde hemos de ayudarles. Por ejemplo,
podemos preguntar: «Descríbeme el día anterior, las horas
anteriores. ¿Qué hacías? ¿Con quién estabas? ¿En qué pensabas
ese día? ¿Cómo dormiste la noche anterior?».
Aun así, un alexitímico profesional insistirá en la absoluta
«normalidad» de esos momentos, ya que pese a que nosotros no
buscamos cosas «especiales» ellos solo están acostumbrados a
percibir circunstancias que se salen mucho de lo ordinario. Sin
contacto con las emociones que les dirían lo que es relevante y lo
que no, los momentos en los que algo les molesta, les pone tristes o
les avergüenza, les pasan completamente desapercibidos. La tarea
aquí no es extraer información, no por ahora, la verdadera tarea es
pararnos a observar y percibir. Veamos un ejemplo:

T: Las crisis que sigues teniendo, ¿con qué frecuencia te dan?


P: Pues al mes a lo mejor... pues una vez al mes... al mes así cuando le
coincide, a lo mejor estoy bien, y a lo mejor aparezco cansada,
deprimida, agotada y ya me empieza a doler la cabeza, y me tengo que
acostar en cama... Porque claro... no es que quiera yo, me manda, me
manda... O sea, me da ese cansancio y digo yo «no, Rita, para arriba»,
pero eso me tira para abajo.
T: ¿Te manda el cansancio?
P: Me manda el cansancio, es que es increíble. Y yo soy una persona muy
positiva y digo yo «que no, Rita, que no», porque aquí me ayudaron
mucho las terapias, me ayudó muchísimo, pero digo yo «¿por qué vuelve
otra vez esto?».
T: Bueno, vamos a ver primero todo lo que te pasa. En esos momentos que
te da el mareo... ¿es un mareo, verdad?
P: Sí, es un mareo.
T: ¿Tú no tienes ningún tipo de movimiento?
P: Es que me pasa como una cosa por la cabeza y en ese momento me
quedo como bloqueada, o sea cansancio y digo yo, «pero ¿por qué?».
T: Bueno, ahora no le demos vueltas a eso, simplemente me cuentas lo que
notas.
P: Un bloqueo, que me pasa como una raya por la cabeza y que tengo que
estar en la cama.
T: ¿Pierdes el conocimiento?
P: A veces sí.
T: ¿Mucho tiempo?
P: Bastante, o sea aparezco tirada y mi madre me tiene que venir a
recoger. Otras veces no, lo pierdo, espero un momento y ya vuelvo a ser
otra vez yo y me doy cuenta de lo que estoy haciendo.
T: ¿Tú notas que eso tenga relación con cosas? No necesariamente que
pasen ese día, sino que a lo mejor puedas acumular cosas, o que pase
algo que a ti te moleste o te afecte.
P: Pero es que no tengo motivos.
T: ¿No ves conexión con ninguna cosa que ocurra?
P: Exactamente, no tengo ningún problema, ninguna angustia.
T: ¿La relación en casa?
P: Bien, muy bien. Al contrario, me ayudan, pero yo lo que no entiendo es
por qué me dan estas crisis.

La familia, con un apego marcadamente ambivalente


(alternando entre la sobreprotección y la hostilidad), había sido
calificada como de manejo muy difícil por varios terapeutas. Sin
embargo, Rita, desde su alexitimia, nos daba este relato plano y
estereotipado de sus padres que no nos permitía identificar los
disparadores. De todos modos, para poder entender, la paciente
necesitaba primero cambiar su modo de aproximarse a lo que
ocurría. Cuando se preguntaba una y otra vez «¿por qué?», lejos de
estar intentando comprender lo que le pasaba, se estaba juzgando y
entrando además en un bucle rumiativo.

T: A ver, primero tenemos que cambiar el «no lo entiendo», primero vamos


a mirar las cosas, porque si tú te estás atosigando yo no creo que
vayamos a arreglar nada. Si pasa, pasa, y ya veremos para qué pasa.
¿Tú en principio no le ves relación con nada?
P: No.
T: ¿Qué más notas en ese momento?
P: En ese momento noto que me manda estar en cama.
T: ¿Que te lo manda alguien?
P: Exacto.
T: ¿Y cómo sabes que te lo manda?
P: El cansancio, el cansancio me pide cama, cosa que yo no hago, evito
hacerlo.
T: Pero ¿por qué utilizas la frase «me lo manda»?
P: Me lo manda porque en el momento me quiero poner de pie, pero me
manda acostarme, es una cosa que digo yo pero por qué me tengo que
acostar si yo no quiero acostarme pero es que a lo mejor me paso...
cuando tuve esas crisis pasaba días enteros durmiendo.
T: ¿Oyes voces en la cabeza o te vienen pensamientos que tú no sabes por
qué te vienen?
P: Los pensamientos que me vienen son «¿por qué me está pasando
esto?».
T: Te lo preguntas tú a ti misma, entonces sí sabes de dónde te vienen...
P: Y entonces digo yo, pero «¿por qué me pasa si gracias a Dios...?».
T: Rita, esa frase tiene que cambiar, la de «¿por qué me pasa esto?».
P: Es que sí, le doy vueltas.
T: Pero atosigándote no va a ser, entonces esa frase tiene que cambiar. Si
te pasa, tú simplemente lo observas y ya iremos aprendiendo de lo que
ocurre.
P: Vale.
T: Cuando tienes esa sensación de que te tienes que ir a la cama, que te lo
mandan, no tienes ningún pensamiento que te diga «te tienes que ir a la
cama».
P: No, solo me manda el cansancio. Me siento cansada, me olvido de
comer, y eso me pasa ese día pero al día siguiente a lo mejor estoy
normal. Por eso no entiendo por qué un día estoy bien y otro...
T: ¿Tienes alguna vez la sensación de estarte peleando contigo misma?
P: Me enfado porque no quiero estar mal. Las cosas que me pasan pues
digo yo pues no, yo soy una persona muy alegre, muy positiva y cuando
me veo así me enfado porque me pasa eso.
T: ¿Hay alguna circunstancia de tu vida anterior que tú creas que te puede
haber afectado?
P: Pues mira, yo cuando estuve ingresada me afectó mucho eso. Porque
fueron muchas cosas, la tuberculosis, la neumonía, una cosa detrás de
otra, a mí eso me hizo mucho daño.
T: ¿Y las crisis empezaron a partir de eso?
P: De eso, de ahí. Es que eso fue mucho tiempo, fue, estuve bastante mal
también y después cuando estuve ingresada en Psiquiatría también me
afectó. Pero lo del hospital lo que más. O sea, empecé por una cosa,
pero aparte de eso vinieron más cosas detrás, y entones yo ahí me sentí
muy mal.
T: ¿Y cuándo te acuerdas de eso todavía te hace sentir mal?
P: Me siento mal, pero reconozco que ahora gracias a Dios estoy mejor.
T: Cuando tú notas ese cansancio en ese momento, ¿esa sensación te
suena familiar, como si hubieses sentido algo parecido antes en algún
momento de tu vida?
P: No.
T: ¿En algo?
P: No.
T: ¿Es completamente nuevo?
P: Es completamente nuevo para mí.
T: Antes del ingreso, que claramente te afectó, a lo largo de toda tu vida,
desde que has nacido, ¿hay alguna otra circunstancia, aunque no le
veas relación con esto, que todavía te afecte recordar o que sea difícil
para ti?
P: No, ahora no.
T: Todos los años de tu infancia los recuerdas bien.
P: Sí.
T: ¿Hay alguna etapa de tu infancia que te cueste más trabajo recordar?
P: No. Me acuerdo que de pequeñita, de pequeñita, la oscuridad me
afectaba, tenía siempre que tener algo encendido como una lámpara,
ahora de mayor no lo hago, puedo estar a oscuras encerrada que no me
hace efecto. Solo esa circunstancia de pequeña, pero nada más, ningún
problema familiar, nada, al contrario.

Aunque a Rita le cuesta todavía identificar los disparadores en


el día a día, sí va pudiendo acceder a momentos que parecen
importantes. Las situaciones que están alrededor del inicio de los
síntomas son siempre significativas y están conectadas con
elementos nucleares en la historia de los pacientes. A mayor nivel
de desconexión, más progresivo será el desvelar esta historia, que
inicialmente está lejos de ser evidente para el propio paciente.
Como vemos, este trabajo no tiene que ver únicamente con extraer
información, sino con mejorar la capacidad reflexiva de la paciente.
Más adelante entraríamos con Rita en la identificación de los
disparadores, basándonos en la revisión de descripciones de lo que
iba ocurriendo en su vida cotidiana, que le sugerimos a la paciente
recoger diariamente. Al principio, lo que escribía era un relato
estereotipado de un día «estándar», en el que todo estaba «bien».
Poco a poco, empezó a describir cosas como una conversación con
una tía que no le había gustado. Comentamos al respecto que estas
cosas suelen hacernos sentir mal, sin que haga falta que sean
gravísimas, no es agradable no sentirse entendido por las personas
cercanas. Estos comentarios ayudaron a Rita a pararse más en sus
emociones, ponerles palabras y darles importancia. A través de
estos diálogos, la paciente fue más capaz de entrar en un relato
emocional de su día a día, y pudimos ver que los episodios
acostumbraban a producirse a partir de situaciones que le
generaban rabia. Esto tenía mucho sentido, ya que la paciente se
mostraba siempre «bien», y no verbalizaba nunca que estaba
molesta. Por supuesto, su opinión no era esta, ella afirmaba que se
enfadaba cuando tocaba, pero luego era incapaz de poner ningún
ejemplo donde pudiese verse una respuesta de este tipo. Es
importante siempre contrastar lo que el paciente dice con ejemplos
concretos de esa situación. Para poder hacer estos contrastes
necesitamos datos, y algunos pacientes no viven en el mundo de los
datos, sino en una versión paralela de la realidad que han
construido en su mente y que dan por buena (es la que conocen).
Otro punto importante es la etapa anterior al inicio o el
agravamiento de los síntomas (el factor precipitante o agravante:
la situación que dio lugar a su aparición o empeoramiento). De igual
modo que con los disparadores del presente, la respuesta inicial a la
pregunta «¿qué estaba pasando cuando empezaron los síntomas?»
puede ser frecuentemente «nada». Así que más que «qué pasó», lo
que pedimos es una descripción: «¿Cómo era tu vida entonces?
¿Con quién vivías? ¿A qué te dedicabas? ¿Cómo era un día normal
en aquella época? ¿Hubo algún cambio en tu vida?». Explorando
conjuntamente estas etapas, podemos deducir aspectos de los que
el paciente no tiene conciencia e irlos comentando con él.
Al pedir descripciones y ejemplos, aunque estos no dejan de
estar filtrados por la percepción del paciente, podemos al menos
tener información un poco más concreta, más «aterrizada». Estos
recuerdos se contrastarán con la opinión de la persona sobre ellos.
Por ejemplo, cuando el paciente dice que una etapa fue «buena» y
luego nos empieza a dar detalles sobre una relación poco sana o
acerca de carencias afectivas en sus relaciones significativas, nos
daremos cuenta de la discrepancia entre los hechos y la valoración
subjetiva. Esta contradicción es el hecho clínicamente más
importante, ya que nos habla del bajo nivel de conciencia que el
paciente tiene de sí mismo y de la realidad. Así, a una paciente que
afirmaba que su madre era muy protectora al pedirle un ejemplo
explica: «Siempre quería que fuera bien vestida». Para ella, esto era
un indicador de protección, y la incongruencia de esta afirmación es
enormemente significativa. Van der Hart, Nijenhuis y Steel (2011)
señalan que el síntoma nuclear de la traumatización es el no darse
cuenta, la falta de conciencia del sujeto sobre lo que ha vivido, su
significación y sus consecuencias. Por tanto, cuanto más se aleje lo
que opina el paciente de lo que describe, por un lado, de lo que
nosotros podemos ver externamente, por otro, mayor gravedad
existirá en lo que respecta a la traumatización.
En ocasiones, la familia u observadores externos pueden
darnos claves para entender lo que ocurre. Si el paciente lo acepta,
podemos entrevistarlos para explorar el «qué pasó antes» con ellos,
y también para tener datos de la infancia temprana del paciente. Sin
embargo, no olvidemos que la familia y las relaciones principales del
sujeto son muchas veces el «caldo de cultivo» del que surgen
muchos de estos problemas. Dado que vamos a encontrar patrones
de apego disfuncionales en los pacientes conversivos, sus familias
de origen van a presentar patrones también inseguros o
desorganizados en muchos casos. También las relaciones que se
establezcan en la edad adulta serán un reflejo de estas disfunciones
en la capacidad del paciente para vincularse sanamente. Por ello,
estas personas con las que el sujeto se relaciona podrán trasladar al
paciente emociones propias (en el apego ansioso / preocupado /
ambivalente), tendrán dificultades para leer las verdaderas
emociones del paciente (en el apego evitativo / distanciante) u
oscilarán entre distintos patrones (en el apego desorganizado) y
mostrarán profundas contradicciones. Es bueno que veamos qué
información aportan, pero no demos por buena la versión de la
familia y por mala la del enfermo. Muchas veces el individuo con
trastorno conversivo funciona como el «paciente identificado» por un
sistema familiar patológico, en el que los miembros «sanos» no
están libres de patrones disfuncionales, y muchas veces no tienen
conciencia de los verdaderos problemas. En muchas familias no se
vive en el mundo de los datos, de la realidad, no se anda a ras de
suelo. Se habla otro lenguaje, se habita en un mundo paralelo
donde se usan las mismas palabras, pero estas no significan lo
mismo.
Cuando empecemos a tomar conciencia de qué dispara los
síntomas, poco a poco podremos empezar a trabajar sobre ello.
Veremos qué emociones entran en juego y cuál es la relación del
paciente con ellas, qué creencias se activan, cómo se han manejado
las situaciones relacionales, cómo se han afrontado los problemas.
Un punto importante, antes de ponernos a modificar todos estos
aspectos, es ayudar a la persona a entender por qué tienen esa
función como disparadores. Por ejemplo, si como en el caso que
comentábamos antes, el problema tiene que ver con una rabia no
expresada, ¿por qué esta persona tiene problemas con esta
emoción?, ¿fue penalizada alguna vez?, ¿hubo alguna persona
significativa que la expresase de un modo dañino, con hostilidad o
violencia?, ¿en su familia directamente no se expresaba nunca?
Una regla esencial en la psicoterapia es que cuando el porqué es
claro, el cómo es fácil. Un terapeuta no es un mero aplicador de
técnicas, es un ser humano acompañando a otro ser humano en
una comprensión profunda de su forma de estar en el mundo. Esta
comprensión es en sí misma más terapéutica que cualquier
intervención. Las técnicas puntuales vienen después a ayudarnos a
introducir cambios, a plantear que un funcionamiento es posible.
Pero no tengamos prisa con esta parte. El tiempo que dedicamos a
entender nunca es tiempo perdido, es lo más valioso de lo que
hacemos.
CAPÍTULO 18

EL TRABAJO CON EL CUERPO

En un trastorno como el conversivo, en el que los síntomas se


manifiestan a través del cuerpo, no podemos dejar de lado el trabajo
directo con los componentes somáticos. Partimos, además, de la
base de que la dicotomía mente-cuerpo es artificial y de que toda
psicoterapia ha de estar en algún modo corporalizada, aunque esto
es aún más cierto en estas patologías. Introducíamos en el capítulo
13 que el trabajo con el cuerpo girará en torno a dos cuestiones: la
primera será la de tomar conciencia del propio cuerpo y de sus
sensaciones (reconocer el propio cuerpo); y la segunda, dar sentido
a los síntomas que el cuerpo expresa (entender lo que el cuerpo nos
quiere decir).
Reconocer el propio cuerpo tiene que ver con ser conscientes
de las sensaciones corporales que tenemos, ser capaces de
observarlas y aceptarlas, pero también con tener una percepción
integral de la corporalidad. En lo que compete a la toma de
conciencia de las sensaciones que vienen del cuerpo, en muchos
casos habrá que despertar literalmente al cuerpo de un largo letargo
de insensibilidad. Para ello, la primera frontera con el medio, la piel,
resulta de especial importancia, como señalábamos anteriormente.
Aparte del ejercicio de «notar la piel» o «sacudir la piel», podemos
pedir al paciente que se dé una ducha o un baño consciente, en el
que recorra cada parte de su cuerpo con la esponja notando las
sensaciones que percibe y «anotándolas mentalmente». A menudo
pasan dos cosas: o bien no se siente nada, o bien llega una mezcla
de placer y displacer. Cuando no se siente nada, se puede hacer un
trabajo en la consulta de escaneo corporal como el que hemos
presentado previamente en el texto. En los casos en los que hay
menos conciencia, resulta más fácil que puedan observar
sensaciones corporales por contraste que en sí mismas. Por
ejemplo, si le pedimos al paciente que contraiga los músculos de la
mano derecha pero no los de la izquierda durante treinta segundos y
luego le pedimos que tome conciencia de las diferencias en la
tensión, temperatura y sensaciones de la piel entre un brazo y otro.
También podemos pedirle que se toque una pierna y no la otra y
perciba la diferencia de sensaciones. Así, poco a poco, el paciente
irá tomando conciencia de la información que llega de su sistema
locomotor.
Tenemos que despertar también el sistema interoceptivo y la
percepción visceral. Hay pacientes que no consiguen conectar con
sensaciones internas. Para ello, haremos un trabajo de focalización
atencional en diversos órganos, por ejemplo, pidiéndole que durante
cinco minutos atiendan solo al latido de su corazón o a las
sensaciones que vienen de sus tripas. Al focalizarse en una única
zona es más fácil que consigan apreciar algún cambio. Con la
práctica, serán capaces de percibir sensaciones más globales. Y si
no aprecian nada de manera espontánea, siempre podremos
provocar sensaciones corporales ayudándonos de música, de textos
evocadores de alguna emoción, de la visualización de algún vídeo
que provoque alguna emoción determinada o a través del uso de
fantasías guiadas.
Según nuestra experiencia, después de trabajar una técnica
que focalice la atención en una única parte del cuerpo, es útil hacer
un «repaso general» para ver cómo está todo el cuerpo, de esta
forma estimulamos la percepción del cuerpo como un todo unido.
Por ejemplo: «Ahora que ya has percibido cómo está tu corazón,
vamos a hacer un recorrido completo por el cuerpo en el que vas a
escuchar todas las sensaciones que espontáneamente vengan de
él. Quizá sigas percibiendo el latido de tu corazón, pero es
importante que tomes nota también de cómo respiras, cómo está tu
tripa, tus músculos, etc.». Otra forma de fomentar la globalidad del
cuerpo es la técnica que ya conocéis de «sacudir el polvo», que
puede ser un cierre perfecto para otros ejercicios corporales que se
centren más en parcelas del cuerpo.
Cuando el cuerpo está dormido tenemos que despertarlo, pero
¿qué hacemos cuando el cuerpo está revolucionado? Cuando el
cuerpo sí tiene contacto con sus propias sensaciones pero estas
son desbordantes y/o desorganizadas, conviene hacer un trabajo de
regulación general como el propuesto cuando hablábamos del nivel
de activación. Además, se puede trabajar en una escucha del
cuerpo priorizada, es decir, en escuchar cuál es la sensación
principal y aprender a distinguirla del ruido de base.
Irati, por ejemplo, siempre contaba una sensación de angustia
en el pecho cuando le mandabas parar y sentir, siempre presente,
siempre constante. Si no profundizabas más allá, resultaba
imposible llegar a otras sensaciones corporales. A veces se puede
pedir a ese ruido o sensación de base que nos permita escuchar un
poco más allá. Se le puede dar al paciente la pauta de intentar notar
sensaciones diferentes en otras partes del cuerpo: «Ya sé que el
pecho nota esa opresión, es algo frecuente en ti, ¿verdad? Es
importante esa sensación del pecho que tienes, pero estoy
convencida de que debe haber otras sensaciones en el cuerpo que
no estamos escuchando. ¿Podrías probar a cerrar los ojos y ver si,
además del pecho, hay alguna otra sensación más?».
Otras veces, el paciente está hiperfocalizado en determinadas
sensaciones (como los indicadores de ansiedad) o zonas (las que
generan dolor), y ha de aprender a desfocalizar. Por ejemplo,
empezando por esa zona, sugeriremos al paciente que vaya
abriendo el área de percepción un poco. Empezamos por el hombro
que molesta, y extenderemos la atención al cuello, al pecho y al
antebrazo. Después ampliaremos más el radio para abarcar la
cabeza y el tronco. Luego, partiendo de nuevo del punto central,
iremos ampliando el radio hasta la punta de los dedos de la mano y
de los pies. En un último paso, iremos desplazando la conciencia
desde el punto inicial hasta zonas cada vez más periféricas, para
pasar a poner la atención en lo que nos rodea: imágenes, sonidos,
tacto...
Por último, el cuerpo puede estar hipersensibilizado, a veces de
un modo evidente pero otras veces esto solo se desvela cuando se
va levantando la anestesia. La persona puede ser incapaz de
tocarse la barriga porque es un disparador que la conecta
directamente con un abuso, puede no reconocer como propias
determinadas partes del cuerpo, puede mirar el cuerpo con
desconfianza, miedo, vergüenza, asco... El trabajo aquí no es tanto
de percibir como de diferenciar. Las sensaciones del abuso son del
pasado; mi cuerpo, mi abdomen, mis genitales, mi imagen... es
parte de mí, y pertenece al aquí y ahora. Cuando los recuerdos
están muy bloqueados, este trabajo es complejo y ha de hacerse de
modo cuidadoso y gradual. Probablemente hasta que esos
recuerdos puedan ser procesados no cambiará por completo la
relación del paciente con su cuerpo o con esas áreas. Sin embargo,
con frecuencia la persona será capaz de percibir qué porcentaje de
lo que nota en relación con esa zona es de este momento, y qué
porcentaje es de otro tiempo y de otra situación. Esta toma de
conciencia ayuda a tomar cierta distancia y permitir cierta
desvinculación entre el cuerpo y el recuerdo traumático. Esto no
basta para resolver el problema, pero ayuda a regularlo.
El trabajo con lo somático no se limita solo a una serie de
técnicas —aunque estas puedan resultar muy útiles—, sino a incluir
el cuerpo en el trabajo terapéutico. Esto puede consistir en una
intervención tan sencilla como pararnos de vez en cuando a que el
paciente observe cómo resuena en su cuerpo lo que está contando,
o lo que estamos haciendo.
Aparte de notar el cuerpo, de registrar la impresión, la huella
que las experiencias dejan a nivel somático, y la percepción de la
resonancia emocional de cada momento, también hemos de trabajar
con el cuerpo en relación con la expresión y lo que denominamos
impresión. La tristeza deja en el cuerpo una impresión de
recogimiento cuando nos paramos y simplemente respiramos y
sentimos, y a su vez, tiene una vertiente expresiva a través de una
queja, un lloro o un lamento. Toda emoción lleva a una acción que
busca satisfacer una necesidad subyacente. En el caso de la
tristeza, la acción congruente con el dolor de la pérdida es la
búsqueda de consuelo. Trabajaremos por tanto utilizando tanto el
aprendizaje «impresivo» como el «expresivo».
En la parte más expresiva, existe una vertiente más espontánea
en la que simplemente se anima al paciente a que no frene o corte
la emoción que está viniendo y permita su expresión. Dejarla salir
permitirá que se pueda ir para siempre, contenerla equivale a
mantenerla siempre dentro. Existen también variantes expresivas
muy útiles que trabajan a través del teatro, las artes plásticas u otras
formas terapéuticas. En nuestra experiencia, estas técnicas son de
especial utilidad cuando hay tendencia a la percepción fragmentada
del propio cuerpo. Algo tan sencillo como dibujar el cuerpo resulta
útil. Una paciente dibujó su cuerpo sin manos y sin cabeza. Tenía
una historia de abuso sexual en la que muchos de los recuerdos
habían quedado disociados, presentaba amnesia (la cabeza no
estaba) y en la que se culpaba constantemente por no haberse
peleado en defensa propia con el agresor (las manos tampoco
aparecían en el dibujo). Para poder integrar estas dos partes del
cuerpo le pedimos que las dibujara en folios aparte, así, aunque
desintegradas, al menos las partes olvidadas podían ser tenidas en
cuenta. Tras hablar de estas dos partes olvidadas y lo que
representaban en su biografía, tuvimos que trabajar con los
recuerdos traumáticos y solo después de este trabajo fue capaz de
hacer un dibujo completo de sí misma.
Otra técnica expresiva interesante para trabajar con la
corporalidad es el trabajo con la proyección de la silueta. Se utiliza
un soporte en cartulina de gran tamaño en el que quepa la persona
y se le pide que se sitúe sobre dicho soporte en la posición que «le
pida el cuerpo». Puede sentarse, ponerse de pie, tumbarse,
ladearse, proyectar solo las manos... Dibujaremos con un rotulador
la silueta que su proyección deja sobre la cartulina y luego le
facilitaremos pinturas para poder colorearla a su gusto. La parte
principal que la persona proyecta resulta muy informativa y puede
corresponderse tanto con la parte que la persona es capaz de
mostrar como con una parte oculta que se manifiesta a través de un
acceso más artístico y menos cognitivo. En todo caso, es una
expresión no verbal de su percepción corporal. Una propuesta para
completar esta es la de pedirle que muestre ese dibujo a otras
personas. En muchas situaciones de trauma complejo hay
vergüenza asociada al propio cuerpo, y la persona evita mostrarlo a
toda costa; a través del dibujo, esto puede empezar a hacerse
indirecta y progresivamente: primero en la habitación de la casa,
luego a una buena amiga, y después, solo cuando la persona se
siente preparada, puede ponerla en lugares más expuestos. Esta
exposición progresiva del propio cuerpo, al realizarse de forma
indirecta, va resolviendo la vergüenza y resulta más accesible.
Pues bien, hasta el momento hemos conseguido ganar
conciencia corporal en general y hacernos una idea de la imagen
que la persona tiene sobre su propia corporalidad. Tras trabajar
estas cuestiones, queda una última pero no menos importante en el
caso del trastorno conversivo: trabajar desde el punto de vista
simbólico con la parte del cuerpo que manifiesta el síntoma. Una
forma relativamente directa en la que se puede echar mano de una
pizca de humor es la de pedirle al paciente que represente el papel
de reportero y le vaya preguntando al síntoma, como si fuese un
entrevistador que no sabe mucho sobre su invitado y necesita
conocerle. Si el síntoma es global, se le preguntará «a la crisis» por
ejemplo; si el síntoma sucede en un brazo, puede interrogarse
directamente a esa parte del cuerpo («entrevista a tu brazo»). Se le
puede ayudar dándole ejemplos: «Podrías preguntarle de dónde
viene, si está contento de estar aquí, a qué se dedica, etc.»,
«también estaría bien que le agradecieras haber venido al programa
y permitirnos hablar con él». Es frecuente que el invitado sea tímido,
es decir, que ante las preguntas que el paciente va haciendo con
nuestro apoyo y guía, el síntoma no sepa bien qué contestar. Si es
así, podemos abrir un menú de opciones y decirle por ejemplo:
«¿Puede ser que hayas venido a ayudar a Cristina?». O si tenemos
una hipótesis clara de trabajo, podemos chequearla siempre en
forma de pregunta: «¿Puede ser que hayas venido para ayudar a
Cristina a darse cuenta de que a veces se siente mal y no lo
comunica?». María José Pubill (2016) describe muy bien en su libro
cómo profundizar en esta y otras técnicas que ayudan a trabajar con
la función de los síntomas en general y con las emociones en
particular. Este tipo de trabajo permite profundizar en la función del
síntoma, interrogarle sobre el porqué ahora, sobre qué es lo que el
síntoma entiende que va mal y que es lo que necesitaría. Por lo
tanto, trabaja sobre la función más simbólica del síntoma. Pero a la
vez, permite también hacer una exploración inicial en torno al grado
de compartimentalización existente. Cuando el paciente se muestra
muy extrañado por las respuestas del síntoma, cuando este habla
con una voz, tono o cadencia diferente a la habitual o tiene mucho
grado de autonomía, probablemente estemos ante un caso de
compartimentalización en el que aparecen partes disociadas claras.
El síntoma puede también simbolizarse: si la crisis tuviera un
color ¿de qué color sería?, ¿qué forma tendría?, ¿qué tamaño?,
¿estaría inmóvil o tendría un ritmo?, ¿hablaría o estaría en silencio?
Si dice algo, ¿qué diría? Un paciente alexitímico, que presenta
escasa capacidad para mirar hacia dentro, puede tener dificultades
en seguir esta instrucción, mientras que en otros nos da pistas que
una investigación directa no facilita. Necesitamos utilizar estrategias
que encajen con el paciente, se lo pongan fácil, y en las que pueda
implicarse de buen grado. Lo importante es que no nos quedemos
en una terapia únicamente verbal porque nos sentimos nosotros
más cómodos con ella, y nos animemos a explorar otras
herramientas para tener un registro más amplio, que incluya en
algún modo el trabajo corporal. Las técnicas que se han descrito en
este campo son prácticamente infinitas, y no es nuestro objetivo
hacer una descripción prolija de estas. No creemos necesario
conocer todo el catálogo, sino más bien centrarnos en las
características del paciente y sus necesidades.
Sea como fuere, siempre que se trabaja con una parte del
cuerpo «por separado», el trabajo debe finalizar en un sentido de
reintegración de esa parte con el resto del cuerpo. En el ejemplo
que utilizábamos de la entrevista al síntoma, una forma de fomentar
la integración podría ser la de pedirle al paciente que tras hablar por
boca del síntoma (por tanto en tercera persona), pruebe a decir la
misma frase pero en primera persona. Si dramatizamos esta
entrevista y sentamos al síntoma en un sillón y al entrevistador en
otro, podemos cerrar la entrevista con una silla en medio de ambos
donde se siente el paciente y saque conclusiones en tercera
persona de lo aprendido (como hacíamos cuando completábamos la
técnica de la doble silla con un observador externo). Otra forma de
integración tiene que ver con las sensaciones corporales de la parte
sintomática en cuestión. Podemos preguntarle qué sensaciones
físicas tiene y, por ejemplo, el brazo nos puede responder que siente
mucha tensión, mientras que el resto del cuerpo está sereno.
Podemos pedirle al paciente que muy despacito permita que esa
tensión que siente el brazo llegue al resto del cuerpo, que se
permita dejar pasar al menos un poquito de esa tensión al resto del
cuerpo, como si le permitiese distribuirse a través de él. También
puede con la otra mano ir tocando una zona (conectando con esa
sensación) y luego con otra zona (conectando con esa otra
sensación), dejando que una y otra se vayan conectando también y
equilibrando. Una vez la sensación corporal es más global, podemos
trabajar con las técnicas ya explicadas para aprender a regular las
sensaciones desagradables.
No podemos cerrar este capítulo relativo al cuerpo sin hablar de
los límites en el trabajo corporal. Con pacientes en los que el
porcentaje de historia de abuso físico o sexual es mayor de la
media, y las disrupciones de apego son lo habitual, el contacto físico
entre el terapeuta y el paciente es enormemente delicado. Aunque
el paciente verbalice que lo necesita, no siempre corresponde a una
necesidad sana y, por ejemplo, un abrazo puede ser bien recibido
inicialmente, para pasar con el tiempo a convertirse en un
disparador traumático de primer orden. El trabajo con el cuerpo
puede y debe hacerse de modo respetuoso y responsable.
Resumiendo, para saber lo que el cuerpo quiere decir primero
hay que despertarlo si está dormido o calmarlo si está agitado y,
luego, escucharlo. Las técnicas proyectivas y expresivas, junto con
la pregunta directa o indirecta, son los mejores métodos para esta
escucha. Es útil además que esta escucha al cuerpo se traslade
también al día a día. Tras practicar en consulta, se insta al paciente
a que lo introduzca por ejemplo cuando realice su registro de
síntomas. Se le puede pedir que además de anotar los días en los
que tuvo los episodios, la situación en la que se produjeron y cómo
se resolvieron (como han aprendido a hacer previamente), añada
una cuarta columna en el registro en la que anote cuál cree que era
el mensaje que el síntoma le quería dar en ese contexto
determinado. De tal forma, al principio del proceso terapéutico
cuando el grado de conciencia es muy bajo seremos nosotros
quienes actuemos de traductores del cuerpo del paciente, pero a
medida que evoluciona la terapia, tendrá que ser el propio paciente
quien aprenda a realizar esa traducción simultánea.
CAPÍTULO 19

EL TRABAJO CON LA REGULACIÓN


EMOCIONAL

Los pacientes con trastorno conversivo presentan a menudo una


forma disfuncional de regular sus emociones tal y como hemos visto
a lo largo del texto. Los múltiples hallazgos vinculados con
desregulación emocional en este trastorno han hecho pensar a
varios autores que esta sea una cuestión nuclear (Briere, 2006b; Del
Río Casanova et al., 2018). Para aproximarnos a la cuestión
emocional en los pacientes conversivos, conviene empezar por lo
más sencillo. Dentro del trabajo psicoeducativo general debe
introducirse una parte dedicada a entender el funcionamiento
emocional. Para ello aconsejamos utilizar como base el libro Lo
bueno de tener un mal día: cómo cuidar de nuestras emociones
para estar mejor (Gonzalez, 2020), en el que se recorren aspectos
básicos sobre el funcionamiento emocional y algunos recursos para
mejorar su regulación. Si al paciente le gusta leer, puede trabajar
sobre este texto por sí mismo, comentando en consulta los aspectos
que le sean más complejos, o trabajando con el terapeuta las áreas
que necesitan un mayor refuerzo. Muchas veces los pacientes
registran en las lecturas aspectos que desde la consulta no entran, y
viceversa, y ayuda a transferir el trabajo de reflexión a la vida
cotidiana.
En cualquier caso, en consulta se han de ir introduciendo estos
temas. Se le pueden presentar al paciente las emociones básicas e
ir trabajando cuestiones tan sencillas y a la vez tan difíciles para
estos pacientes como el entender para qué sirve cada emoción, qué
función sana tiene y cuál es su forma patológica. Esto permite
entender las emociones como algo que no es bueno ni malo. Si
hemos usado la entrevista EMO en la evaluación inicial, tendremos
ya una idea de cómo se relaciona el paciente, y las personas
relevantes de su entorno, con cada estado emocional, y podremos
así incidir en los más problemáticos. Una forma es dedicar una
sesión a cada una de estas emociones básicas, introduciendo una
parte psicoeducativa que será común a todos los pacientes y una
parte que será única para cada individuo y que tiene que ver con
cómo esa persona se ha relacionado con esa emoción a lo largo de
su vida: si ha tendido a ocultarla o por el contrario se ha quedado
fijado en mostrar constantemente esa emoción, qué intensidad suele
tener en su vida, cómo se relacionaban las principales figuras de
apego en la infancia con esa emoción (si la acogían o penalizaban),
etc. En pocas sesiones sentaremos las bases de un vocabulario
común que utilizaremos a lo largo de toda la terapia.
Por ejemplo, Jesús solo reconocía en sí mismo las emociones
de miedo y de ira. O bien estaba enfadado o bien sentía angustia.
Cuando se le preguntaba por momentos en los que hubiera sentido
tristeza, por ejemplo, no era capaz de nombrar ninguno. Hicimos un
trabajo de recopilación de momentos de su vida en los que
reaccionó con ira pero quizá lo que hubiera detrás era tristeza, y
pudo ver por ejemplo que cuando su padre enfermó no se sentía
triste sino constantemente enfadado. Le pedimos que escribiera una
carta a su tristeza y a través de ella fueron saliendo muchas otras
situaciones que nunca antes había vinculado con esta emoción.
Este trabajo de identificación de emociones permite poner
nombre a las cosas y tomar conciencia de las fijaciones y
limitaciones en la regulación de las emociones que el paciente sufre.
En la historia clínica vamos a ver ya si el paciente tiende a
infrarregular o a sobrerregular las emociones. Por ejemplo, en un
paciente sobrerregulado observaremos un relato más plano, en el
que nos cuenta situaciones emocionalmente duras con una curiosa
falta de resonancia, o pasando por encima de ellas. Es evidente
que, al entrar en mayor conexión con emociones más complejas,
asociadas a situaciones difíciles, esta estrategia será más difícil de
sostener. Aun cuando el paciente esté notando emociones que
habitualmente conseguía mantener enterradas será frecuente que
nos diga, por ejemplo, «no noto nada» (mientras podemos observar
signos de activación en el lenguaje no verbal), que cambie de tema
o aparezcan los síntomas. Un trabajo importante por parte del
terapeuta será «leer entre líneas» y es importante estar atentos a
pequeños cambios en la postura corporal, gestos menores, cambios
en la respiración, silencios, miradas, etc. Por ejemplo: «Me dices
que te da igual hablar de esto, pero has tardado mucho más en
contestar de lo habitual... No pasa nada si no hablamos de ello, es
importante que me puedas decir si algo te cuesta, lo voy a entender
y lo voy a respetar. Igual lo puedo adivinar, pero es más fácil si tú
también me vas diciendo».
No se trata, por tanto, de dar una interpretación a los
movimientos o gestos de una persona, sino de ayudarla a que tome
conciencia de ellos. El terapeuta no pondrá sus propias palabras o
interpretaciones a lo que el paciente sienta, sino que le hará ver
aquello que de manera fenomenológica observa en él. Contrastando
estas apreciaciones del terapeuta con el paciente, se irá
aumentando la conciencia de las emociones por parte del paciente,
sin que se trate de un trabajo unidireccional en el que el terapeuta
dice lo que ve y el paciente acata. Este trabajo también modelará un
modo en el que el paciente podrá interpretar al otro: no dando por
sentado lo que la persona siente o lo que le motiva, sino observando
indicios y dejando la interpretación abierta. De este modo, estamos
también promoviendo las capacidades mentalizadoras. El terapeuta
comparte sus observaciones y pide al paciente que le ayude a
entender lo que significan para él y las conexiones con experiencias
previas. Así, el terapeuta fomenta la conexión, pero no impone sus
propias interpretaciones. Cuanto mayor nivel de desanexión hay,
más progresiva y cuidadosa debe ser esta aproximación.
También vamos a observar qué tipo de estrategias de
regulación específicas se van manifestando. Veremos si la persona
se recrimina por lo que siente o deja de sentir (control), si se asusta
de lo emocional (evitación), si le da vueltas y vueltas a un hecho
pasado que le agobia (rumiación), si subraya que no le afectan los
sucesos (supresión) o si se angustia con el futuro (preocupación).
Iremos observando cuándo y cómo aparecen estos sistemas y, poco
a poco, ayudaremos al paciente a tomar conciencia y cambiar este
automatismo por un sistema más funcional.
Veamos un ejemplo de una paciente donde el estilo de
regulación más predominante es la evitación. Aurora tiene un
cuadro predominantemente conversivo. Sus síntomas más
frecuentes son parálisis, bloqueos corporales, movimientos
involuntarios y en ocasiones pérdidas de conocimiento. En general,
hay más hiperactivación que hipoactivación. Tras una etapa en la
que asumieron que los síntomas tenían una base emocional
(visitaron a varios neurólogos para asegurarse de que no eran
debidos a «otra cosa») y de aprender a entender qué los activaba, la
paciente fue entendiendo su relación con las emociones, que se
basaba fundamentalmente en evitar sentirlas.
La emoción más evidente inicialmente era el miedo y, además,
el miedo a sentir miedo. Dada su hiperactivación basal, esto no era
sorprendente. Después fue siendo consciente de cómo evitaba
conectar con la rabia, y de la relación entre esto y el modelo familiar
de «en esta vida hay que aguantar». También había cierta evitación
general de todo lo emocional, incluyendo tristeza, vergüenza y asco,
y a veces también de algunas emociones positivas. Todos estos
contenidos emocionales habían sido en parte suprimidos y, cuando
esto no resultó suficiente, evitados, debido a que Aurora no quería
preocupar más a su ya preocupada madre, a la que su familia había
cargado con el rol de cuidadora de todos. El trabajo con la evitación
fue progresivo y Aurora fue entendiendo cómo funcionaba, a través
de mucho trabajo en sesión donde analizábamos con ella lo que
estaba pasando en ese momento, o cómo esto había sido clave en
el disparador previo al síntoma. Luego fue comprendiendo la
importancia de afrontar y de tolerar la emoción el tiempo suficiente
como para regularla y las cosas que ayudaban (y desayudaban) a
que esa regulación se produjese. Una vez que se fue trabajando en
la evitación, se pudo empezar a trabajar con EMDR en las
sensaciones asociadas a recuerdos y disparadores, y solo entonces
estos procedimientos pudieron empezar a ser efectivos. En las
etapas iniciales, el procesamiento con EMDR, al igual que cualquier
propuesta que implicase conectar con la emoción, era mal tolerada
por la paciente, ya que iba en dirección contraria a su tendencia
evitativa. Fue precisa cierta ayuda con antidepresivos y resultó
bastante productivo para reducir la activación basal el tratamiento
con neurofeedback, ya que hasta entonces la emoción que Aurora
debía manejar era demasiado intensa y tratar de afrontarla le
resultaba inviable. Al tiempo que pasaba de la evitación emocional a
ser capaz de permanecer en la emoción, permitirse sentirla y
entender su significado, Aurora fue también enfrentando situaciones
vitales que antes también evitaba, y pudimos trabajar en la
resolución efectiva de los problemas que se le iban planteando.
Cada estilo de desregulación emocional requiere un trabajo
distinto. El trabajo con la rumiación requiere constancia y paciencia.
El ejemplo de la entrevista con la paciente desconectada (Rita), en
relación con sus crisis de desmayos y los desencadenantes de las
mismas, capítulos atrás, es un ejemplo de tendencia rumiativa
marcada. La sesión estuvo llena de estos «porqués» que no eran
verdaderas preguntas y que no tenían nada que ver con el
pensamiento reflexivo. Los estilos rumiativos suelen ser patrones
rígidos de pensamiento que, según nuestra experiencia, no sirve de
mucho tratar de eliminar pero sí funciona tratar de reconducir. Para
ello hemos de ayudar a la persona a tomar conciencia de lo que se
dice por dentro, de dónde viene este modo de hablarse a sí mismo,
de cuándo empezó y, partiendo de la comprensión de que es un
aprendizaje, pasar a ensayar frases que ayudan. Estas frases que
ayudan están tomadas de lo que la persona le diría a alguien
querido que se sintiese como él/ella se está sintiendo, o lo que le
ayudaría que los demás le dijesen. Estas frases suenan extrañas al
principio, el paciente puede incluso argumentar contra ellas diciendo
que no son verdad o que no se las cree, pero es importante que
pueda familiarizarse con ellas.
Lo cierto es que trabajando con todos los trastornos más
asociados al trauma, como es el caso de los trastornos conversivos,
vamos a encontrarnos inevitablemente con diversos problemas en la
regulación emocional, que se presentarán con distintos niveles de
gravedad, predominancia y persistencia. Es importante el trabajo
psicoeducativo específico, pero es insuficiente que únicamente
aportemos una comprensión cognitiva de la cuestión, tiene que
extrapolarse a las vivencias reales del día a día. Dado que en la
mayoría de los contextos de práctica clínica no acompañamos al
paciente en su medio habitual, tendremos que utilizar la consulta
para practicar lo aprendido. Nosotras utilizamos a veces las figuras
de la película Del Revés (Inside Out) que representan a las
emociones básicas. Una de las formas de usarlas es pedirle al
paciente que cuente lo mismo que nos está diciendo, pero cogiendo
la figura que represente su estado emocional en la mano. No es lo
mismo contar en modo automático la vivencia de miedo que tuve
ayer en el trabajo ante una bronca del jefe que contarla cogiendo en
la mano la figura del miedo. Esta intervención tan simple ayuda a
que la persona tome conciencia de la emoción que presenta en
tiempo real. Si se acostumbra a preguntarse a sí misma de forma
frecuente «¿cómo me siento con esto que está pasando o con esto
que estoy contando?», poco a poco ganará conciencia de sus
propias emociones. Muchos pacientes necesitarán el uso de este
tipo de materiales concretos para poder adquirir esta capacidad de
auotobservación de sus procesos mentales.
También podemos pedir al paciente «tareas para casa» que
fomenten la toma de conciencia sobre su forma de regular sus
emociones. Por ejemplo, si nos encontramos ante un paciente muy
rumiativo, podemos pedirle que se ponga una goma del pelo en la
muñeca derecha y que cada vez que se dé cuenta de que están
dándole vueltas a la misma cuestión otra vez, se cambie la goma del
pelo de mano. No le pedimos que cambie nada, no se trata de
modificar cómo responde, sino de tomar conciencia de con cuánta
frecuencia y en qué situaciones le sucede. En muchos casos, la
mera observación atenta disminuye la frecuencia de la rumiación; en
otros casos, sirve para darse cuenta de lo frecuente que es en la
vida de la persona y, posteriormente, podremos plantear otras
propuestas para generar una alternativa. También podemos pedirles
que visualicen todos los días el vídeo de autocuidado cognitivo
(https://youtu.be/PXwAkKbcmgk) y que traten de seguir los pasos de
modo consciente. Este trabajo de regulación emocional es
transdiagnóstico y por lo tanto útil en muchas otras situaciones
clínicas. No existe una especificidad en esta cuestión que sea
exclusiva de las personas con trastorno conversivo, pero a estas
alturas del libro, sí sabemos que hay algunas formas de
desregulación que son más frecuentes en nuestros pacientes.
La primera de ellas tiene que ver con la sobrevaloración de las
emociones agradables y su contrapartida, la dificultad de
experimentar emociones agradables. Ya en los textos clásicos de
origen psicoanalítico se hacía hincapié en la cuestión de que los
pacientes histéricos tendrían una fijación por repetir experiencias
desagradables y una dificultad para satisfacer sus propias
necesidades, quedándose a menudo en un estado de frecuente
insatisfacción vital (Israel, 1974). Este tipo de patrón emocional, que
la conversión comparte con otras patologías del espectro
postraumático, va a tener que ser abordado antes o después en la
terapia. Cuando la fijación a los afectos negativos venga de
experiencias vividas en la infancia, pueden ser útiles
aproximaciones como el EMDR para trabajar los recuerdos en los
cuales surgieron. Por ejemplo, si cuando el paciente era un niño
solo conseguía la atención de su padre cuando se enfadaba, es fácil
que el paciente tienda a manifestar ira como forma de vincularse en
la vida adulta. O si el paciente ha sido víctima de violencia física en
la infancia, es fácil que el miedo aparezca sobrevalorado,
manifestándose la persona temerosa ante situaciones en las que no
hay riesgo real.
En algunos casos, la fijación a los afectos negativos aparecerá
solo en contextos muy específicos, que tienen que ver con
experiencias traumáticas previas (por ejemplo, cuando una mujer se
muestra hiperalerta ante la presencia de un hombre —pero no de
una mujer— si ha sido violada con anterioridad). En estos casos, se
utilizarán aproximaciones similares a las diseñadas para el estrés
postraumático. En otros casos, la fijación en los afectos negativos se
convierte casi en una forma de vivir y de relacionarse, el patrón se
vuelve rígido y la persona se identifica a sí misma con un «yo soy
así y siempre he sido así». Entender por ejemplo que los niños no
nacen tristes, sino que las experiencias vividas condicionan su
relación con la tristeza, es importante. En adelante, habrá que
trabajar en una reconexión con el gusto, con las vivencias
placenteras, que la persona tenía olvidadas. Se puede trabajar con
autopremios relacionados con el disfrute o con autoinstrucciones
positivas, por ejemplo, relacionadas con la ternura con uno mismo.
Se pueden utilizar técnicas como la instalación de recursos en
positivos del EMDR, utilizando como recurso un momento en el que
la persona haya tenido una vivencia placentera. Las visualizaciones
guiadas también pueden ayudar a que la persona conecte con
sensaciones agradables. Otro recurso sería estimular las
sensaciones agradables en la propia consulta. Cuando la persona
no es capaz de evocar ningún momento agradable de su vida ni de
conectar con una sensación placentera a través de la imaginación
guiada, se puede buscar en el espacio terapéutico. El humor es una
estrategia estupenda para esto. Si con el humor la persona conecta
en un momento determinado con la risa, es importante pedirle que
pare y que note la sensación que tiene justo después de reírse. Si el
paciente ha estado abierto previamente a técnicas dramatizadas,
puede proponérsele un role-playing en el que nosotros haremos de
«la pesimista» y él hará de «el optimista». Se le especifica que no
es necesario que se lo crea al cien por cien, solo que se permita
explorar ese papel, experimentarlo sin expectativas. Podemos, por
ejemplo, decirle que no hay nada interesante que hacer en la ciudad
donde vivimos y pedirle que nos convenza de lo contrario. O que
estamos enfermos y que no valemos para nada y solicitar que utilice
el papel de optimista para sacarnos de ese lugar interno. Otra
propuesta experimental puede ser la de estimular sensaciones
placenteras en vivo. Por ejemplo, pedirle que se acaricie
suavemente una mano y ponga atención a lo que capta, o podemos
hacer una propuesta de danza o de canto en la propia consulta si
sabemos que, por ejemplo, la persona disfrutaba del baile antes de
enfermar. No es raro que aparezca una mezcla de placer y
displacer, en este caso, podemos pedirle que deje un poco de lado
la sensación displacentera, que ya sabemos que está ahí, pero que
queremos poner toda la atención sobre la sensación agradable, por
pequeña que sea. Con este tipo de maniobra conseguimos que la
persona salga del bucle de sensaciones desagradables para poder
sentir, durante al menos un momento, sensaciones más agradables.
La segunda cuestión que toma especial relevancia en el caso
de pacientes conversivos tiene que ver con el hecho de que a veces
una emoción concreta puede ser el disparador de una crisis
conversiva. Si hemos hecho un buen trabajo de análisis de los
disparadores, seguramente tengamos un mapa de cuáles son las
emociones que se asocian con las crisis (sea porque aparecen
antes de la crisis o porque no aparecen cuando sería adaptativo que
lo hicieran). En este caso, se trabajaría con esa emoción concreta.
Por ejemplo, si un paciente ha presentado crisis en momentos en
los que sentía vergüenza porque se sentía humillado, es importante
dedicar varias sesiones a esta cuestión, buscando entender la
emoción, integrarla y darle una salida expresiva más adaptativa.
CAPÍTULO 20

EL TRABAJO CON AUTOCUIDADO

Funcionar respecto a lo que sentimos desde el autocuidado,


ayudándonos a encontrar recursos, hablándonos bien internamente
y pensando en personas que nos ayudaron es lo que Pascual Leone
et al. (2016) denominan «complejidad sana en la regulación
emocional». Nosotras enlazamos esta idea con el concepto de
autocuidado que ya hemos mencionado anteriormente. En lo que
respecta a las emociones desagradables, la capacidad para poder
experimentarlas sin quedarnos pegados a ellas tendrá que ver con
cómo se experimentaban en casa cuando el paciente era pequeño.
En el caso de las emociones más agradables, la cuestión tendrá que
ver con si hubo suficiente alimento emocional y estímulo de las
vivencias placenteras o si, por el contrario, fueron penalizadas o
incluso obviadas. De tal forma, la experimentación adulta de las
emociones viene de muy atrás y habla mucho de cómo fuimos
cuidados.
Nos cuidamos en gran medida de la misma manera que fuimos
cuidados, nos autorregulamos basándonos en los modelos que
conocimos o en función de cómo nos regularon (a veces por
imitación de ese modelo, y a veces por oposición, haciendo
justamente lo contrario). Es importante tomar conciencia del origen
de estos patrones, pero no para buscar culpables sino para
entender estos patrones como aprendizajes, para comprender su
sentido. Sí hay que reconocer la herida infantil y mirarla con afecto,
entender el enfado por lo que no se tuvo o por el daño recibido, pero
con el tiempo hay que trascender la rabia y el rencor porque
quedarse en ellos no ayuda a superar la experiencia. Tampoco se
trata de perdonar, simplemente de desengancharnos
emocionalmente de lo que ya es historia. Esto es, desde luego, un
proceso; no basta con decirle al paciente que lo supere porque todo
eso ya es pasado. Mientras aún resuene emocionalmente y en el
cuerpo, el recuerdo sigue activo e influyendo en el presente. Hará
falta un trabajo específico con las experiencias traumáticas, aunque
esto muchas veces no puede hacerse inicialmente, bien porque la
persona no tiene conciencia de ellas, bien porque no está preparada
para afrontarlas en profundidad. Sin embargo, mientras esas
experiencias no terminan de procesarse, lo que sí podemos es ir
empezando a cambiar el modo en el que nos cuidamos desde fases
iniciales de la terapia. La idea sería más bien la de comprender que
a día de hoy, en presente, ahora que somos adultos, somos
nosotros los responsables de cuidarnos, de hablarnos con más
cariño del que nos hablaron, de permitirnos sentir emociones que no
se nos permitieron sentir, etc. Para esto, primero hay que validar y
mirar de forma compasiva la herida del niño que el paciente fue.
Solo después de esta mirada comprensiva y afectuosa hacia la
herida de la infancia se le podrá pedir al paciente que vuelva al
presente, que recuerde el adulto que ahora es y que se cuide como
tal. El cuidado en la actualidad tiene mucho que ver con la relación
con uno mismo.
En este sentido, la Escala de Autocuidado (Gonzalez et al.,
2018), que comentábamos en la sección de evaluación, es un buen
instrumento para el trabajo clínico en el autocuidado. La información
que aporta esta escala se enlaza con la información que aporta la
historia temprana, aunque no profundizaremos en esta más allá de
lo que el paciente esté en condiciones de asimilar. Se trata de que la
persona tome conciencia —de un modo general— de cómo se cuida
y se regula, y de cómo se relaciona esto con la manera como fue
cuidado y regulado en su infancia y en las relaciones más
significativas de su vida. Dedicamos tiempo a este trabajo, que
supone una completa reformulación de la historia y la demanda del
paciente, más o menos en esta línea:

«El problema no es que ahora estés mal y que lleves mal desde que tu
padre empezó a maltratarte. El problema es que hace muchos años que no
vives con tus padres y tú te sigues tratando como ellos te trataron, a veces
incluso peor (previamente el paciente ha de tener cierta conciencia de que su
crianza fue disfuncional). Te insultas internamente por estar mal, te
abandonas, te cuesta dejarte ayudar incluso por las personas que sabes que
te aprecian... Si todo esto le pasara a tu mejor amiga, ¿le dirías lo que te
dices a ti misma?, ¿le aconsejarías hacer lo que tú haces? (La respuesta
suele ser un no rotundo.) Entonces, si tú te tratas igual o peor que las
personas que peor te trataron, va a ser muy difícil avanzar. Yo no conozco a
nadie que tratándose mal, mejore, es como si tuvieras una herida y vinieras a
pedirme que te la cure, mientras tú arañas la herida hasta llegar al hueso. Es
muy normal que te cueste tratarte bien, llevará tiempo cambiar esos patrones,
pero tenemos que tener claro que queremos ir en esa dirección. Lo que yo
puedo hacer es trabajar contigo para que aprendas a cuidarte mejor, eso es
lo que yo he visto que realmente ayuda a las personas que están en tu
situación».

El paciente reflexiona sobre esta idea, y con base en ella


establecemos una especie de contrato terapéutico. La terapia se
orientará como uno de sus ejes centrales a aprender a cuidarse
mejor, tanto internamente como en las relaciones, y en que haya un
equilibrio entre cuidar a los demás y a uno mismo.
Más concretamente, el trabajo de autocuidado se estructurará a
nivel cognitivo (qué se dice la persona a sí misma), a nivel somático
(introducir el cuidado en la relación con las sensaciones corporales)
y a nivel simbólico (a través del trabajo con el niño interior). En
general, es útil hacer estas intervenciones en este orden, ya que en
los pacientes con dificultad para conectar o para gestionar aquellas
sensaciones con las que se conectan, trabajar primero desde lo
cognitivo resulta menos amenazante y les aporta más sensación de
control. Después vendrán más ejercicios para potenciar la conexión,
pero antes habremos aportado un contexto desde el que entender
eso con lo que se está conectando, por qué es bueno sentirlo
(aunque sea desagradable) y cómo será el proceso que llevará de
sentir esas cosas a manejarlas adaptativamente y al final sentirse
mejor. El último paso será ir a la infancia o a las etapas de la vida en
la que se generaron los patrones disfuncionales de autocuidado, e
introducir allí lo que faltó y modificar la relación con uno mismo.

El autocuidado cognitivo

El autocuidado cognitivo ha sido explicado en capítulos anteriores.


Tiene que ver con el cambio en la regulación cognitiva de las
emociones, en el diálogo interno. La persona identifica qué se dice a
sí misma cuando está mal («No valgo para nada», «Soy un inútil»,
«No puedo estar así», etc.). Se explora si ese diálogo interno
representa la interiorización de alguna figura significativa de la vida
del paciente; una autocrítica marcada, por ejemplo, puede haber
tomado el modelo de una madre crítica. En pacientes conversivos
con más disociación psicomorfa, esto puede haber adquirido mucha
estructura, y presentarse como voces hostiles, pensamientos
egodistónicos o partes disociativas de las que el paciente dice «No
soy yo». En cualquier caso, representan la internalización —que no
la integración— de esos modelos disfuncionales.
En caso de que no haya ninguna figura que hubiese dicho
cosas como las que el paciente se dice por dentro, veremos si
empezó en alguna época de la vida y qué sentido tenía entonces;
por ejemplo, ante la ausencia de un adulto que regule, muchas
veces los niños desarrollan una alta autoexigencia para conseguir
funcionar y salir adelante. Se ayuda al paciente a reflexionar si estas
frases ayudaban en el pasado —tanto si se lo decían los demás
como si lo hacía él mismo— o si ayudaría que los que le rodean se
lo dijeran ahora. Una vez entendido el efecto perjudicial de estas
frases, que suelen amplificar el malestar, se plantea que para poder
estar bien el paciente tiene que aprender a decirse frases que
ayudan, en lugar de las que cree que son ciertas o las que piensa
que se tiene que decir. Como hacia dentro la persona no suele ser
objetiva, se externaliza la cuestión, para que piense qué le ayudaría
que le dijeran los demás, o qué le diría a una persona a la que
quiere. Identificada la frase que ayuda, la persona ha de repetirla
cinco veces, parándose a percibir la sensación que le genera. Es
importante que la persona repita a diario estas cuestiones; puede
usarse para este fin el vídeo de YouTube: Aprendiendo autocuidado
¿qué me digo a mí mismo? (https://youtu.be/PXwAkKbcmgk). Esta
pregunta de «¿qué te ayudaría decirte cuando te sientes así?»
puede ser reintroducida más adelante en cualquier momento de la
sesión, como una herramienta de regulación cognitiva de la
emoción.

El autocuidado somático

El autocuidado somático tiene como base un ejercicio muy sencillo,


pero habitualmente muy productivo. Muchas veces la persona no
conecta con la sensación corporal asociada a la emoción o lo hace
realmente para intentar que se vaya. Le pedimos al paciente que
ponga su mano sobre la zona donde nota la sensación y
observamos cómo lo hace. Muchas veces la persona presiona o
empuja la zona, como tratando de «extirpar» o empujar para dentro
la sensación; si es así, le pedimos que cambie el gesto y que trate
de cuidar la sensación.
Podemos facilitarlo sugiriendo al paciente que imagine que la
sensación es un animalito o un bebé —si estamos seguros de que a
la persona le despiertan ternura— y que es el animalito el que lo
está sintiendo. La persona ha de cuidar del animalito que se siente
mal, tratando de ayudarlo con la mano. El terapeuta modela cosas
que el paciente le puede decir al animalito o al bebé, o sugiere
cosas que ayudan a regular a alguien que se siente mal, con el
objetivo de proporcionarle una guía que este pueda reproducir
internamente.
Como se ha trabajado previamente el autocuidado cognitivo,
puede explorarse aquí si los pensamientos que acompañan al
ejercicio son pensamientos que ayudan o no, y en el segundo caso,
sugerir que se cambien por otros que sí ayuden, o que se permita
que vengan y se dejen marchar, volviendo a centrar la atención en la
sensación, la imagen del animalito/ bebé que tiene la sensación y la
mano que cuida. Podemos ir marcando un ritmo de atención a la
sensación y a la mano que cuida, pasando de una a otra,
simplemente notando y conectando lo que sienten y el gesto de
cuidado.
Esto suele facilitar que cambie el modo de relacionarse con la
emoción y que esta se regule. Al haberlo trabajado previamente, si
aparecen pensamientos que interfieren, suele ser fácil reconducirlos,
pero en todo caso es interesante entender por qué surgen en ese
momento. En pacientes más desconectados, centrarse en la
sensación y en el cuidado puede hacer que la sensación de
malestar se incremente y el paciente conecte más; esto ha de ser
reconducido, y el paciente ya entenderá por qué ocurre esto y que
en realidad es positivo, gracias al trabajo psicoeducativo previo. Si
hay partes disociativas, la sensación puede estar conectada a una
de ellas, y habremos de introducir un trabajo en este sentido. Por
ejemplo, la sensación se relaciona con una parte infantil, y podemos
dirigir a ella la intervención: «Deja que esa niña de tu interior note
que ahora eres tú quien te ocupas de ella, la adulta en la que se ha
convertido, transmítele con ese gesto que estás ahí, que ahora
estás preparada para ir poco a poco conectando con todo lo que ella
ha guardado, que vas a ir aprendiendo a cuidar de ella».
Este ejercicio se puede hacer como tarea específica en una
sesión, o también como una intervención puntual más adelante en
diversos momentos. Por ejemplo, si estamos abordando más en
profundidad contenidos traumáticos, y la persona está teniendo
dificultades para regularse, le cuesta conectar o está bloqueada, le
podemos sugerir que localice la sensación en el cuerpo y que
coloque la mano sobre esa zona, cuidando de la sensación. Muchas
veces el paciente ya va incorporando espontáneamente estos
recursos.

El autocuidado simbólico

La idea del trabajo con el niño interior ha sido propuesta desde


muchas orientaciones diferentes, y en ella se basa lo que podríamos
denominar autocuidado simbólico (Gonzalez et al., 2018b). En
resumen, ese niño interior representa las necesidades y emociones
del paciente. Desde el adulto que es ahora, la persona va a mirar a
ese niño y observar lo que siente.
A través de este procedimiento, el terapeuta ayuda al paciente:

a. A entender la conexión entre el modo en el que se mira a sí


mismo y la forma en la que fue mirado por las figuras
significativas de su vida.
b. A comprender sus estilos de regulación emocional,
representado en lo que el adulto hace respecto a las emociones
del niño.
c. A procesar con estimulación bilateral la perturbación o los
bloqueos que pueden surgir cuando el adulto mira al niño sin
juzgarlo, tratando de entenderlo, regularlo y cuidarlo.
d. A introducir y ensayar otros estilos de regulación más
funcionales.
e. A reintroducir elementos de comprensión de la historia del
paciente y de la relación consigo mismo, que se comentaron
durante la fase 1, pero que vuelven a incorporarse ahora en un
contexto de mayor conexión emocional y con la ayuda de la
estimulación bilateral.
f. A modelar un nuevo modo de mirarse y de responder a sus
necesidades a través de la regulación del terapeuta y de cómo
este ayuda al paciente a establecer la interacción entre el adulto
y el niño. Por ejemplo, el terapeuta sugiere al adulto cuando
este no sabe qué hacer con el malestar del niño: «Prueba a
decirle a ese niño que estás aquí, que lo estás viendo, y que
para ti es importante lo que le ocurre... ¿Cómo ves que
reacciona ese niño?».

Cuando aplicamos este trabajo más particularmente a la


regulación emocional, puede ser interesante realizar un trabajo
específico con imágenes del paciente cuando era niño, asociadas a
estados emocionales concretos. Por ejemplo, podemos pedirle que
mire al niño triste que fue o al niño que se avergüenza, al niño
enfadado o al asustado. A veces, los pacientes hacen el ejercicio del
niño interior con el «niño feliz», que es el único que quieren ver, o
con un niño que presenta malestar, pero no precisamente las
emociones más inaceptables. Hemos de ayudar al paciente a la
hora de preparar el procedimiento, teniendo en cuenta su historia y
sus dificultades particulares en la regulación de cada emoción. Un
niño ha de sentirse visto, entendido y aceptado, sea cual sea su
estado emocional. La restauración de esta experiencia es lo que
hemos de introducir con este procedimiento.
El trabajo en autocuidado va más allá de estos tres
procedimientos, es en realidad un estilo terapéutico que abarca toda
la terapia. El paciente aprende a cambiar sus aprendizajes respecto
a la regulación emocional, el modo de mirarse por dentro y la forma
de situarse en las relaciones. La Escala de Autocuidado puede
pasarse periódicamente para ver los avances en esta área y
mantener el foco en modificar estos patrones.
CAPÍTULO 21

EL TRABAJO EN LA CONEXIÓN

El término «conexión» es desde luego un término amplio y poco


operacionalizado, con el que los terapeutas podemos referirnos a
cosas bien distintas. En este libro, utilizamos la palabra «conexión»
en el sentido de la capacidad de conectar con uno mismo, con sus
propias necesidades y deseos, pero también con sus sentimientos y
sensaciones corporales. De tal manera que la desconexión con uno
mismo no es una cuestión específica del trastorno conversivo, sino
transdiagnóstica.
Otra forma útil de entender que la desconexión no es un
fenómeno unitario sino que puede venir de lugares muy diferentes
es intentar plantear los tipos clínicos que más a menudo
observamos en estos pacientes. Así que tras tener en cuenta las
consideraciones necesarias sobre el abordaje psicoterapéutico
relacionado con el carácter, existen otras reflexiones que son más
específicas de los trastornos relacionados con el trauma y la
desregulación emocional en general y, por tanto, son importantes a
la hora de aproximarse a una persona con trastorno conversivo. En
un análisis del trabajo en la regulación emocional con pacientes de
trauma complejo, Anabel Gonzalez propuso la existencia de cuatro
tipos de formas de desconexión (Gonzalez, 2019a):

Desconectado tipo 1. Es el auténtico alexitímico, el paciente


que no sabe lo que siente porque el lenguaje emocional le es
completamente ajeno. Nadie lo vio en el sentido profundo de la
palabra, nadie se dio cuenta de lo que sentía o de lo que
necesitaba, de modo que no pudo aprender a percibir estos
aspectos. El paciente, que muchas veces no tiene conciencia de
que esto no fue sano, describirá su infancia como «normal» y hará
un relato plano, estereotipado y sin matices de sus experiencias
tempranas, que en ocasiones estarán modificadas a través de la
idealización.
Desconectado tipo 2. Es un alexitímico solo aparente, pero en
el fondo subyacen emociones bien definidas, configurando estados
emocionales que pueden llegar a ser complejos y constituir partes
disociativas de la personalidad con bastante autonomía mental. La
desconexión y falta de emocionalidad representaría lo que en la
teoría de la disociación estructural define a la «parte aparentemente
normal» (Van der Hart et al., 2006), que se mantiene alejada de los
contenidos traumáticos; alrededor de estos últimos se conformarían
las «partes emocionales». Por lo tanto, la aparente desconexión que
hay del mundo emocional sería solo una parte de la historia. Una
parte que se dedica a lidiar con el día a día intentando mantenerse
lo más operativa posible, mientras que las emociones más
desbordantes estarán compartimentalizadas en partes emocionales
que no siempre son evidentes. En este caso, sí hay capacidad de
sentir y expresar emociones, solo que en el día a día la persona no
se lo permite, saliendo dichas emociones de forma a veces brusca
en otros momentos, o permaneciendo contenidas de diversos
modos. Estos pacientes suelen tener mucho conflicto interno (por la
lucha entre las diferentes partes de la personalidad) y suelen
manifestar síntomas cambiantes fruto de la fragmentación interna en
la que viven.
Desconectado tipo 3. Aquí el problema no se deriva en la
misma medida del apego temprano, sino que vendrá más de
elementos orgánicos o estructurales. Decimos en la misma medida
porque el temperamento y la genética influyen en todos los
individuos y, también a la inversa, el estilo de apego va a modelar
tanto las tendencias temperamentales como los rasgos derivados de
patologías orgánicas. Diríamos que, en este tercer grupo, estos
factores genéticos y orgánicos tienen un peso mucho mayor
(pacientes con esquizofrenia, autismo, etc.). Este subtipo no
corresponde específicamente a nuestros pacientes conversivos,
pero podemos verlo por ejemplo en las crisis conversivas que
presentan algunos pacientes con discapacidad intelectual, y además
los sujetos con psicosis o autismo pueden también presentar
comorbilidad de tipo conversivo. Es importante no atribuir siempre la
desconexión a factores traumáticos o ambientales.
Desconectado tipo 4. Intervienen factores orgánicos, pero en
su mayoría son externos. Un ejemplo es el paciente sobremedicado,
hasta el punto de que le resulta difícil pensar o conectar con las
emociones asociadas a situaciones actuales o experiencias
pasadas. Sin llegar a ese extremo, muchos pacientes que toman
antidepresivos no son conscientes del nivel de perturbación
asociado a los recuerdos, ya que buena parte del malestar está
atenuado por el fármaco. También las personas que consumen
drogas pueden tener una desconexión secundaria a estos
consumos, que funcionan además como recursos externos —y
disfuncionales— de regulación emocional.
Dado que en el campo de la conversión trataremos
principalmente con los pacientes desconectados de tipo 1 (que
corresponden a las estrategias de distanciamiento y desconexión
pura que hemos introducido en el texto) y con los pacientes
desconectados de tipo 2 (correspondientes al paciente
compartimentalizado, con partes disociativas), nos centraremos en
estos dos tipos.
Cuando la desconexión es de tipo 1 encontraremos un paciente
conversivo verdaderamente alexitímico, en el que no es tanto que la
persona esté desconectada, sino que todos los pasos que se
producen en el procesamiento emocional estarán infradesarrollados.
Para restablecerlo, por tanto, no basta con aprender a notar las
sensaciones corporales, sino que habremos de ayudar al paciente a
completar todas las etapas que van desde la percepción de la
emoción hasta la comunicación de la misma (y por tanto de la
necesidad que subyace a ella) y la realización de una acción
coherente con esa necesidad.
La emoción sigue un proceso, una secuencia, que tiene
siempre un contenido relacional. El concepto de ciclo de las
necesidades (o ciclo de la experiencia) (Zinker, 1999) que tanto se
utiliza en terapia Gestalt puede ser útil a la hora de aproximarse a
esta cuestión. El ciclo de las necesidades es un esquema que
representa las diferentes fases por las que pasa un sujeto para
poder completar un ciclo hacia la satisfacción de aquello que
necesita (sea una necesidad más primaria o bien una necesidad
emocional) (Peñarrubia, 2013). Lo ejemplificaremos con una
necesidad básica como es la de comer. Se parte de una fase que se
denomina reposo en la que la necesidad no ha surgido todavía (no
hay hambre). Posteriormente, viene una fase en la que aparecen
sensaciones (un movimiento en la tripa) y, a raíz de ellas, se toma
conciencia de la necesidad (se le pone nombre a lo que se siente,
es hambre). Tras la sensación y la conciencia, aparece una fase de
«coger fuerzas para» y luego de ponerse en acción (la persona se
activa y se pone en movimiento para ir a la cocina y prepararse algo
de comer). Al momento en el que la persona ejecuta la acción que
satisface la necesidad se le llama fase de contacto (cuando la
persona come). Y posteriormente debe haber una fase de retirada,
en la que la necesidad ya está satisfecha y la acción se frena (la
persona deja de comer porque ya no tiene hambre).
Pues bien, si aplicamos este mismo ciclo por ejemplo a la
necesidad de recibir afecto físico, para que esta pueda satisfacerse
la persona tiene primero que notar las sensaciones que le indican
que necesita ese afecto (una sensación de ternura, de tristeza, de
soledad o añoranza; o, al contrario, de alegría pensando en la
persona o la posibilidad, pueden ser el punto de partida de esta
necesidad), luego debe ser consciente de que esas sensaciones
son lo que son (identificarlas, ponerles nombre, saber qué necesita).
Posteriormente necesita poner su energía al servicio de poder
conseguir ese afecto y ejecutar una acción en esta dirección (por
ejemplo, pedirle a un amigo que le dé un abrazo). Por último, debe
saber retirarse para no quedarse eternamente en ese abrazo,
dándose cuenta de que su «sed de afecto» está ya calmada.
El paciente desconectado de tipo 1, puramente alexitímico,
tiene un problema claro en las primeras fases del ciclo, cuando toca
sentir y tomar conciencia de lo que se siente. Es muy difícil que este
tipo de paciente pueda satisfacer por ejemplo esa necesidad de
afecto si no tiene contacto con las sensaciones que aparecen unidas
a esta necesidad (no siente su cuerpo, no pone nombre a sus
emociones y no entiende lo que necesita). En el apego distanciante,
la persona anula los indicadores de la necesidad para no estar
experimentando una y otra vez el dolor derivado de la negación de
ese afecto o del rechazo. En este contexto, pedirle a un paciente de
este tipo que pase a la acción no es viable si antes no percibe lo que
necesita (= siente) y luego entiende de qué acción se trata. Sería
como pedirle a alguien que vaya a Madrid sin que antes sepa a qué
va a Madrid y en qué dirección está la autopista. Usar metáforas
como esta, explicar a la persona que no es que no sea capaz de
satisfacer sus necesidades porque no quiera, sino que lo que le falta
es el contacto consigo mismo y la conciencia necesaria para
empezar el ciclo, puede resultar desculpabilizador a la vez que inicia
una senda de responsabilización para poner remedio.
Carlos es un paciente que se describe a sí mismo como sereno
y «normal», mientras que su pareja lo describe como frío y pausado.
Hace seis meses empezó a presentar síncopes y se le realizaron
múltiples pruebas que descartaron que existiese una causa médica
que los justificase. En este contexto, llegó a la consulta de
Psiquiatría. Se trataba de uno de estos pacientes con gran dificultad
para encontrar algún disparador de los síntomas, con muy poca
conciencia de cuáles eran sus sensaciones corporales y sus
emociones en las horas antes de aparecer un nuevo síncope.
Cuando le pedíamos que cerrara los ojos y observase cómo se
sentía su cuerpo (en relación con cualquier tema que estuviésemos
tratando), las sensaciones que presentaba siempre las remitía a la
cabeza. No sentía con el cuerpo sino con la cabeza, más bien, en
vez de sentir, pensaba. Al preguntarle por las emociones que le
causaba el tema del que estuviéramos hablando, siempre decía un
«no sé» seguido de una explicación racional del evento en cuestión.
Incluso cuando buscábamos situaciones concretas que enfadarían a
cualquiera, o que pondrían triste a la mayoría, él no podía describir
ni una sensación corporal ni identificar las emociones. En este caso,
el trabajo se centró en ir despertando el cuerpo poco a poco (como
explicamos en los capítulos previos). Primero se necesitó fomentar
la sensibilización del cuerpo (poder sentir) y luego la toma de
conciencia (entender lo que se siente y con qué se relaciona) para
finalmente poder saber qué es lo que necesitaba y cómo podría
ponerse en acción para obtenerlo.
Cuando la desconexión es de tipo 2, nos encontramos ante un
sujeto en el que hay una incongruencia entre su «parte
aparentemente normal», que parece no sentir, y otros momentos en
los que aparecen «partes emocionales», en las que puede haber
desborde emocional, actos impulsivos o incluso desorganización, o
en las que estas se manifiestan internamente (por ejemplo, el
paciente no se enfada nunca, pero oye con frecuencia en su cabeza
una voz hostil, o se enfada consigo mismo constantemente). Puede
parecer un paciente alexitímico si pasamos por alto estas aparentes
incongruencias que nos pondrán en la pista de que hay una
disociación de determinados estados emocionales. Estos pacientes
tendrán más frecuentemente síntomas de disociación psicomorfa y
somatomorfa y en la exploración de la historia de los primeros
vínculos veremos la contradicción que nos orienta a una
desorganización en el apego.
Si entendemos a este paciente desde el modelo que hemos
introducido del ciclo de las necesidades, veremos que hay una parte
de él que no tiene sensaciones ni conciencia de lo que necesita o
siente, mientras que otra parte sí es consciente, pero permanece
oculta. En el ejemplo que poníamos de la necesidad de afecto físico,
el paciente estará aparentemente tranquilo y no percibirá que
necesita ese afecto, pero de golpe, puede aparecer un acting en el
que súbitamente se hace daño cortándose en las muñecas cuando
su pareja se marcha a pasar unos días fuera de la ciudad. Este tipo
de comportamientos apuntan a la compartimentalización, y aquí no
se trata de que el paciente conecte para poder sentir más o poner
nombre a lo que siente (como en el desconectado tipo 1), sino que
tendremos que aumentar el grado de conciencia y conexión con
distintos estados emocionales que no están integrados y que siente
como incompatibles. Aquí la figura de apego primaria fue
atemorizante o estaba atemorizada y no pudo funcionar como una
fuente de protección. Por ello, la tendencia a buscar el vínculo de
apego y la reacción defensiva ante el daño se escinden. Una parte
del paciente contendrá la vulnerabilidad que tuvo que negar, otra la
rabia defensiva que tampoco pudo expresar. Desconectado de
ambas tendencias, la parte vulnerable se activa ante la marcha de la
pareja, y la rabia —que no se deja salir— se vuelve contra el
paciente a través de la autolesión. Lo que el paciente necesita —
afecto y protección— está en su interior, en estado puro,
fragmentado, no integrado, y se sigue viviendo (lejos ya de las
relaciones en las que esos patrones se generaron) como una
disonancia incompatible. El trabajo de reconexión tendrá que ver
aquí con recobrar la capacidad de sentirse y mostrarse vulnerable
en las relaciones, a la vez que llegar a ser capaz de pedir lo que
necesita y de expresar lo que no le gusta en esas mismas
relaciones.
Por último, la desconexión de tipo 3 nos servirá para el
establecimiento de diagnósticos diferenciales y para tener en cuenta
posibles factores orgánicos que contribuyen a la desregulación, y la
desconexión de tipo 4 nos alerta a la hora de tener en cuenta que
factores como la medicación o el uso de drogas pueden estar
alterando de manera significativa los procesos de conexión. En caso
de existir estos factores, necesitarán de abordajes específicos.
CAPÍTULO 22

EL TRABAJO CON PARTES: LA


COMPARTIMENTALIZACIÓN

En caso de que exista una compartimentalización marcada y la


personalidad esté fragmentada, es necesario abordar lo que hay en
cada uno de esos compartimentos de forma específica. En cada uno
de ellos hay un conjunto de conexiones neurales no integradas que
pueden haber adquirido entidad suficiente para funcionar como
subsistemas autónomos. Así, de esos compartimentos pueden salir
voces, pensamientos egodistónicos o emociones y sensaciones que
el paciente no entiende de dónde vienen. Por ejemplo, una parte
disociada de la personalidad puede ser una voz que le habla con el
tono de voz de su profesora del colegio, por ejemplo (disociación
psicomorfa) o puede ser una distonía en el brazo derecho
(disociación somatomorfa). Como comentábamos, no
necesariamente habrá una relación directa entre los síntomas
somáticos en un paciente y la presencia de partes. En algún caso,
estas partes se expresan sintomáticamente como voces o cambios
conductuales, y en ocasiones el mismo paciente presenta
reacciones de colapso en las cuales, por su carácter primario, no se
ha desarrollado ninguna estructura mental compleja que haya dado
lugar a una parte autónoma. Veamos un ejemplo de un trabajo
terapéutico en una paciente con compartimentalización marcada. La
paciente está muy desconectada de su rabia, y con ella de muchos
elementos dolorosos, que están aislados de otros componentes
mentales, configurando una parte de la personalidad con cierta
autonomía, que ella percibe como un espíritu maligno.
P: Me he sentido poseída, lo sentía dentro de mí, en mi mente y en mi
cuerpo. Yo estaba aterrorizada.
T: ¿Tiene que ver con la rabia?
P: No, es miedo.
T: ¿Qué te daba miedo?
P: Quién estaba dentro de mí. Es un espíritu maligno.
T: Entonces te da miedo ver toda esa rabia en tu interior. Pero esa rabia
quizá no sea maligna, puede venir de las cosas que has vivido.
P: Puede ser.
T: A veces se junta tanta rabia dentro que lo vemos como un demonio.
P: Sí, una vez vi uno, tenía diecisiete años (en esta época murió su madre
y se quedó sola con un padre muy violento). Otras veces me sentía yo
poseída, y entonces me quedaba inmovilizada porque alguien estaba
tomando mi lugar y no podía moverme.

La rabia que la paciente nota internamente puede representar la


reacción defensiva de lucha que normalmente se activa ante la
agresión, pero como siendo niña enfrentarse a un padre violento no
es viable, el cuerpo la bloquea. Además, esta rabia interna que no
se expresa (se tiene que meter en un compartimento) asusta a la
persona, con el mismo miedo que sentía cuando veía esa emoción
en su padre. Si esta rabia surgía en ella por algún motivo razonable
(algo que la enfadaba), quizá medio conscientemente se dijese
también «yo no quiero ser así, no quiero ser como mi padre». Al
estar este compartimento disociado, lo que hay en él va «por libre».
En los pacientes, estas partes disociadas pueden tener más o
menos estructura y autonomía mental. La persona puede
simplemente verse de forma pasiva controlada por ellas o estar todo
el tiempo tratando de controlarlas para que esto no ocurra. Estas
partes se pueden percibir internamente como pensamientos o voces
que se viven en general como egodistónicos. Esto es variable,
desde pacientes que sienten que las voces son suyas, o que se
trata de sus propios pensamientos, hasta otras que lo atribuyen a
entes externos como demonios u otras personas.
En general podríamos ver distintos tipos de partes. Dos muy
características son las que tienen que ver con la vulnerabilidad y las
que se corresponden con las respuestas defensivas. Algunas
personas no quieren sentirse vulnerables porque identifican el hecho
de ser vulnerable con que te hagan daño, y rechazan así partes
infantiles que contienen recuerdos de situaciones dolorosas. Otras
no quieren sentir rabia porque la asocian con figuras violentas,
críticas u hostiles. Algunas partes pueden representar el cuidado
que no recibieron y que construyeron mentalmente, y pueden tomar
la forma de voces que aconsejan o ayudan al paciente.
Cuando la persona tiene partes con estructura, puede ser
interesante ayudar al paciente a que las escuche, y a través de este,
establecer alguna comunicación con estos compartimentos. Tienen
entidad mental suficiente para que, sin establecer un acuerdo con
estas partes, la terapia no pueda progresar.
Tal y como hemos visto, no todos los síntomas conversivos
estarán asociados a partes con estructura y autonomía mental
importante, pero en este capítulo nos centraremos en aquellos
casos en los que sí. Pensaremos que un síntoma conversivo
aparece en un contexto de compartimentalización si vemos que el
síntoma es bastante autónomo y escasamente integrado con el «yo
aparentemente sano» que funciona en el día a día. Si el síntoma
conversivo funciona como si otra persona estuviera hablando a
través de él, si nos da información que el paciente no conoce, por
ejemplo, su funcionalidad será como la de una parte con autonomía
y se trabajará de forma similar al trabajo con partes psicomorfas. En
otros casos, el síntoma conversivo puede preceder a la emergencia
de alguna parte disociativa, como era el caso de Irati, la paciente en
la que cada vez que hablábamos de experiencias de apego en la
infancia tenía un movimiento anómalo en el brazo. En este caso,
haremos entender al paciente que el síntoma conversivo le puede
ser útil a la hora de tomar conciencia de cuándo sufre un cambio de
estado (switching). Cuando esta paciente empezó a tomar
conciencia de los momentos en los que movía el brazo, pudo darse
cuenta de que se trataba siempre de situaciones relacionales en las
que emergía una parte infantil muy insegura. De tal forma, con el
tiempo aprendió a tomar medidas que la centrasen en el presente
(anclajes de presente) cuando aparecía el síntoma motor, y así
disminuyeron los episodios de disociación psicomorfa en los que
aparecía esta parte infantil (con la que también se realizó un trabajo
específico).
Otro ejemplo en el que el síntoma conversivo se relaciona con
la aparición de una parte es el siguiente. Una paciente con varios
síntomas conversivos fue diagnosticada de migraña «con aura».
Explorando los síntomas, aparte del dolor de cabeza presentaba
síntomas neurológicos: alteraciones visuales, sobre todo, y pérdida
breve de conocimiento, que venía seguida por un comportamiento
anómalo en la paciente. Estaba irritable, daba manotazos, era
brusca y ruda con su familia. De entrada no habían comentado nada
sobre esto porque el neurólogo consideraba que estaba relacionado
con síntomas neurológicos que a veces acompañan a la cefalea en
los episodios de migraña, y la familia lo llamaba en consecuencia
«el aura». Pero realmente, el dolor de cabeza y el desvanecimiento
marcaban el cambio a otro estado mental, en el que la paciente
funcionaba con un registro emocional y conductual muy distinto, y
desde el que veía el mundo de un modo muy diferente. Lo que
aparecía de este modo durante estos episodios se asociaba además
a recuerdos dolorosos de la vida de la paciente y toda la rabia que
estos le generaban y que desde hacía mucho tiempo no se permitía
sentir. En otros momentos, la paciente no cambiaba de estado, y del
compartimento «salían» voces hostiles que la increpaban y la
culpaban por lo que le había ocurrido. Ambos síntomas, los
conversivos seguidos del cambio de estado y las alucinaciones
auditivas, se correspondían con el mismo fenómeno subyacente: la
compartimentalización.
Las partes disociativas, estados mentales o identidades
alternantes no son síntomas que surgen de novo por mucho que
aparezcan por primera vez a una determinada edad. De hecho, por
ejemplo, cuando hay alucinaciones auditivas y su origen es
disociativo, es frecuente que —al menos esporádicamente— se
hayan presentado alguna vez en la infancia (Dorahy et al., 2009;
Shevlin et al., 2007). Otras veces, los síntomas o la percepción del
paciente de tener partes internas en las que no se reconoce se
inician a raíz de una experiencia traumática identificada, o de un
período borroso de la biografía que apunta a la existencia de
experiencias abrumadoras. Sin embargo, con frecuencia la
generación de estas partes o estados mentales no integrados tiene
su origen en etapas tempranas del desarrollo evolutivo, aunque se
manifiesten sintomáticamente más tarde. Por ejemplo, tienen que
ver con emociones que en las relaciones significativas fueron
censuradas o ignoradas, con aspectos de la personalidad que no
fueron aceptados, o con la contradicción intrínseca al apego
desorganizado (tener que vincularse a la fuente del daño o la
inseguridad). Sobre esta base, los eventos traumáticos pueden
generar un bloqueo mayor y contribuir a la disociación de esos
elementos. Así, el dolor asociado a un abuso intrafamiliar se
almacena de modo disfuncional y bloqueado junto a la rabia
defensiva que el paciente no pudo expresar, rabia que además se
rechaza ya que fue una emoción frecuente en un cuidador hostil.
Cada vez que esa rabia emerge, el paciente se dice «yo no quiero
ser así»; cuando surgen en la mente los recuerdos, se dice «esto no
ha pasado», «no fue tan importante» o «no quiero pensar en ello
nunca más».
Los procesos que generan los compartimentos y los mantienen
aislados del resto de los elementos mentales son diversos y muy
particulares de cada individuo. Entender cómo se generaron las
partes es esencial para el trabajo con los pacientes que presentan
estos problemas. La psicoeducación no consiste simplemente en
dar información al paciente, sino que es un proceso de co-
construcción, una completa reformulación del problema que
presenta. En esta reformulación, el individuo ha de pasar de creerse
loco, raro o culpable de sus problemas, a mirar dichos problemas
con aceptación, comprensión, responsabilidad sana y expectativas
de cambio realista. Además, aprende a mirar lo que hay en esas
zonas rechazadas o negadas de sí mismo con una mayor
comprensión. Para profundizar en el trabajo psicoeducativo en estos
contextos, recomendamos ampliar esta lectura con la del libro No
soy yo, que se comenta en la parte final de lecturas recomendadas.
Una idea central en el trabajo con la compartimentalización (sea
compleja, configurando partes, o sea más simple y primaria como
síntomas conversivos sin una estructura asociada) es que,
contrariamente a lo que el paciente suele pretender, nada ha de ser
eliminado: no hay emoción negativa (aunque sea desagradable), no
hay tendencia de acción que no tenga un sentido, no hay parte de la
personalidad que no contenga un recurso, no hay historia que deba
ser negada. Podríamos decir que el contenido de los
compartimentos ha de ser explorado, desmenuzado e integrado, ha
de «reciclarse». Aun en los casos con sintomatología más marcada,
con partes con tanta autonomía mental que no solo tienen nombre
propio, sino que tanto el paciente como las propias partes llegan a
creer que son entidades separadas (espíritus, otras personas),
puede encontrarse una función adaptativa para estos distintos
estados mentales. Estas partes son modalidades extremas, a veces
en forma de caricatura, de rasgos de carácter funcionales.
Por ejemplo, una voz o parte hostil que el paciente define como
un demonio, dado que posee rabia, fuerza y control, puede
convertirse en la energía, el autocontrol, la asertividad y la
capacidad de defender los propios derechos o marcar límites. Un
movimiento involuntario que reproduce un gesto de lucha que el
paciente no pudo realizar en su momento puede cumplir la misma
función. Una parte infantil que representa un niño asustado,
vulnerable y dañado puede, curadas las heridas traumáticas,
representar la capacidad para mostrar vulnerabilidad y conectar de
modo profundo con los demás, o tomar contacto con las verdaderas
necesidades. Un episodio de parálisis puede relacionarse con el
freno de una acción, y aunque inicialmente haya sido generado en
un miedo no resuelto, puede pasar a ser con el tiempo una
prudencia sana. Un modo de buscar la finalidad adaptativa de cada
parte es fijarnos en cuál es su función predominante. El miedo es la
base de la prudencia. La culpa en su versión saludable se llama
responsabilidad, y nos permite asumir los errores y repararlos. La
vergüenza ayuda a ser adecuados en situaciones sociales y a veces
es también un marcador de los deseos. Cualquier parte de la
personalidad, cualquier síntoma, por mucho temor, rechazo,
vergüenza o rabia que le genere al paciente que esté ahí, es un
recurso valioso que puede evolucionar, inspirándose en modelos de
personas que sean capaces de manejar ese registro emocional de
modo saludable.
Recordemos que no todos los síntomas conversivos tienen este
nivel de estructura o significación. En ocasiones son únicamente
una descarga inespecífica de tensión acumulada por una mala
regulación emocional, o la claudicación del sistema por el mismo
motivo. Pretender introducir significados simbólicos en estos casos
puede resultar forzado y poco productivo para la persona.
A veces el significado simbólico, por el contrario, es más que
evidente. Las voces o pensamientos intrusivos son reproducciones
de determinadas figuras, las conductas son las de esas personas,
muchas veces las que el paciente más rechaza por haber sufrido las
consecuencias de estas. Por ejemplo, escucha una voz agresiva
que identifica con un padre violento, o tiene episodios asociados a
cierta amnesia en los que bebe en exceso como lo hacía este. Estos
modelos son internalizados pero a la vez rechazados, lo cual
contribuye a la disociación de estos estados. Algunas personas
viven estas experiencias con gran literalidad, y están convencidas
de que la voz que escuchan es de la de esa figura, o que esta está
controlando su conducta. Esto ocurre más con partes de la
personalidad compleja que con compartimentos con fragmentos
más limitados y primarios, como es el caso de movimientos
involuntarios relacionados con la agresión del padre que la persona
no ha podido integrar en su sistema. Hemos de dedicar algún
tiempo a «desliteralizar», a diferenciar la parte de la mente que
reproduce a la figura en cuestión, de la persona real que está fuera
del sujeto. Nunca demos por sentado que estos elementos básicos
están claros, por muy obvios que nos resulten a nosotros.
En ocasiones, estas partes más complejas que se asemejan a
figuras relevantes de la vida del sujeto reproducen polaridades
propias de los entornos complejos. El paciente disociativo cree que
tiene que elegir entre extremos, entre ser «mala persona como mi
padre» (violento y agresivo) o «ser una víctima como mi madre»
(depresiva, ausente y victimizada por el padre). Al igual que como lo
hacíamos con los pensamientos polarizados, en el trabajo con
partes también habremos de dibujarle al paciente una vía
intermedia, en la que es posible encontrar un equilibrio entre
defender sus derechos y adaptarse a los demás, entre protegerse y
vincularse, entre arriesgarse y ser prudente.
Ya comentamos con anterioridad que el trabajo más dinámico y
experiencial, como la técnica de la doble silla, ha de ser manejado
con cautela en estos pacientes. Cuando hay partes disociadas y
pedimos a un paciente que se siente en una silla y se identifique con
una de las partes, es fácil que la conexión con esta parte sea
excesiva, es decir, que la persona se quede estancada en esa parte
sin poder ver más allá. El paciente puede quedarse fijado, por
ejemplo, en una actitud regresiva propia de su infancia y no ser
capaz de darse cuenta de que está en el presente, de que es adulto
y está haciendo un ejercicio. Es importante fomentar que la persona
sea capaz de conectar lo suficientemente con la parte en cuestión
para poder trabajarla, pero no tanto como para quedarse pegado a
ella. Y, sobre todo, lo fundamental es mantener en todo momento la
capacidad metacognitiva. En esta línea, es más interesante trabajar
a medio camino entre la visualización y la introspección, y el actuar
desde cada estado, poniendo sobre la mesa a través de distintas
técnicas proyectivas lo que ocurre en la mente del sujeto, mientras
paciente y terapeuta observan con cierta distancia y perspectiva y
reflexionan juntos sobre ello.
Una técnica muy simple es pedir al paciente que dibuje en el
interior de un círculo que nosotros hemos trazado sobre un papel lo
que siente que hay en su interior. Damos esta consigna
intencionadamente de modo vago, para ver qué es lo que el
paciente representa espontáneamente. Muchas veces lo que vemos
en el dibujo son partes definidas, mientras que otras veces son
representaciones de emociones, figuras simbólicas u otros
elementos. Es importante que, aunque el paciente exprese que no le
gusta dibujar, le animemos a hacerlo, o en todo caso, que haga
círculos que representen a cada parte (siempre que el paciente
tenga la experiencia interna de tener distintas partes):

En el dibujo de esta paciente, puede verse cómo cada una de


sus voces tiene cierta entidad, distintas expresiones emocionales, y
alguna de ellas está más oculta y disociada que las demás (la de la
derecha). La paciente luego explica sobre el dibujo qué representa
cada parte, y se va haciendo un trabajo psicoeducativo para
entender hacia atrás por qué cada una de esas partes se tuvo que
generar, y cuál puede ser su evolución sana hacia el futuro.
Nos interesa tener un mapa del mundo interno para orientarnos,
y es interesante explorarlo por distintas vías. Por ejemplo, se
pueden trabajar las polaridades (ej.: mi niño interior inocente / mi
niño interior rebelde) a través de técnicas proyectivas como la caja
de arena. Podemos dividir la caja de arena en dos partes. Cuando
trabajemos con una parte taparemos la otra para que no interfiera.
Le pediremos al paciente que construya dos escenarios diferentes
(uno representando a cada parte) y finalmente destaparemos la caja
por completo para que se vean ambas partes. A partir de ahí,
podemos pedirle que intente que el lado derecho y el izquierdo de la
caja empiecen a interaccionar entre sí, que permita a los personajes
pasar de un lado a otro y le iremos ayudando con pequeñas
instrucciones a que las partes establezcan un diálogo en la línea del
entendimiento y de la búsqueda de un intermedio más saludable,
donde ambas partes sean escuchadas y tenidas en consideración.
Puede utilizarse también el dibujo. Una forma es pedir que se dibuje
a las dos partes en oposición como si fueran personas, dotándolas
de atributos humanos. Se realizarán dos dibujos diferentes y se le
pedirá al paciente que nos explique el aspecto útil y el aspecto
dañino de cada una de las partes, con la idea de que tome
conciencia, por un lado, de que ambas son útiles para la
supervivencia y, por otro lado, de que a la vez ambas son dañinas
para la persona. Posteriormente se le pedirá que haga un dibujo de
integración, en el que haya una nueva representación con forma
humana que tome atributos de las dos anteriores. Estos son
solamente algunos ejemplos de ejercicios prácticos para trabajar
con partes. En todo caso, la finalidad parece clara: identificar las
partes que se oponen o boicotean entre sí y trabajar por el
entendimiento mutuo en busca de una forma menos extrema y más
equilibrada. Para ello, hay que volver a entender cada una de las
partes desde una mirada más adulta y más actualizada. En el
campo del trauma temprano y el apego disfuncional, en el que nos
encontramos, la polaridad central es la que se genera entre las
partes fuertes y las partes vulnerables, entre la defensa y la
conexión, entre la reacción ante el dolor y el dolor mismo.
Esta polaridad se traslada también a los patrones de
vinculación de los pacientes. Tener una visión equilibrada sobre sí
mismos y sobre el mundo que los rodea no es fácil para las
personas que han crecido en contextos complejos. Pueden tener por
un lado una gran carencia afectiva y necesidad de vincularse, y por
otro estar a la defensiva ante posibles intentos de daño. Cuando hay
compartimentos muy diferenciados, la necesidad de vinculación
puede formar parte de un estado infantil que continúa necesitando lo
que nunca tuvo, y la capacidad de defensa estaría asociada a un
estado de hostilidad, rabia y memoria del daño sufrido. La persona
puede oscilar entre ambos polos y tener dificultades para
conciliarlos. Este patrón es muy característico del apego
desorganizado, el niño escinde sus representaciones mentales del
padre del que espera cuidado y el padre que agrede, y la
disociación mantiene estas realidades incompatibles desconectadas
para preservar un mínimo de coherencia en la mente del niño. El
paciente ha de volver a mirar esto como adulto, con una
comprensión nueva, una visión global, una perspectiva integradora
en la que ambas realidades pueden contemplarse. El mundo de los
adultos, al contrario que el de los niños, se sabe complejo y a veces
ambivalente, está lleno de matices y de contradicciones.

Precauciones en el trabajo con partes

El trabajo con partes no tiene como objetivo incrementar la división


del paciente, sino conducirle hacia la integración. No se trata de
aumentar la diferenciación entre las partes, por ejemplo poniendo
nombre a estados mentales que no lo tenían previamente. Hemos
conocido ejemplos de terapeutas que utilizan de modo continuado el
trabajo con partes tendiendo a denominar «partes» a emociones
básicas, a patrones de conducta, a mecanismos defensivos... La
tristeza es una emoción básica, por ejemplo, y hablar de «mi parte
triste» en vez de ayudar a integrar esta emoción puede ayudar a la
desagregación y a que la persona no la sienta como suya. Es
importante en los pacientes con trauma complejo que solo
utilicemos las técnicas destinadas al trabajo con partes cuando
realmente haya una parte disociativa, fruto de la
compartimentalización. Podemos hacer en algunas sesiones
puntuales un trabajo más metafórico en esta línea, para que la
persona pueda entender sus tendencias en conflicto o su
ambivalencia, pero alternando esto con un trabajo más orientado a
su realidad presente y a la comprensión de sus fenómenos mentales
con un lenguaje más normalizado. Por ejemplo, una parte definida
por el paciente como «mala» puede ir pasando a través del diálogo
terapéutico a denominarse «la parte que tiene más rabia», y con el
tiempo será la fuerza y energía que el paciente necesita para luchar
por lo que quiere y defenderse de lo que no le hace bien.
El paciente puede tener mucho rechazo o temor a una voz o a
una parte disociativa, pero eso no ha de llevarnos a evitar tocarla o
mantenerla al margen de la terapia. Hacer esto suele llevar a que
empeoren las conductas disfuncionales asociadas a ese estado,
que, si tiene suficiente autonomía mental, tenderá a hacerse oír.
Con frecuencia se desarrollan fobias a determinadas partes de la
personalidad (Van der Hart et al., 2011), y estas fobias contribuyen
poderosamente a que esos estados mentales permanezcan no
integrados. Nuestro trabajo es ir disminuyendo esas fobias y
promoviendo una mayor comprensión de lo que ese estado
contiene, sin contagiarnos los terapeutas del temor o el rechazo del
paciente a esas partes.
El trabajo con partes se ha planteado como un elemento
importante del trabajo con estos pacientes, y esto empieza desde el
trabajo psicoeducativo. Lo fundamental es que la persona se
entienda a sí misma parte por parte, que pueda empezar a verse de
un modo más integrado. Para poder lograrlo, cuando estas partes
tienen mucha autonomía mental, puede ser necesario establecer
una comunicación con ellas. Esto se hará en gran medida a través
del yo adulto del paciente, por ejemplo pidiéndole a la persona que
preste atención a las voces y les pregunte su opinión sobre lo que
se están diciendo. No vamos a potenciar que esas voces hablen
directamente con el terapeuta, y si esto ocurre, procuraremos que la
personalidad central esté escuchando lo que se dice. Para los
profesionales no familiarizados con estas estrategias, esto puede
resultar llamativo, y es tan importante aprender a manejarlo como no
sobreutilizarlo. La tendencia del paciente a aislarse del mundo real y
a sumergirse en su mundo interno no ha de llevar a una terapia
constantemente focalizada en conversar con las partes, sin orientar
al paciente hacia su vida cotidiana y a las partes hacia el
funcionamiento adaptativo en el día a día.
Y, por último, la alternancia de estados mentales diferenciados
ha de ser reconocida, pero no potenciada. El terapeuta no ha de
tratar de activar partes para que tomen el control y actúen en
desconexión del resto de la personalidad del sujeto. De ahí la
cautela respecto a usar técnicas activas o hablar directamente con
las partes, ya que estas intervenciones potencian de modo marcado
que estas pasen a primer plano mientras la personalidad está
ausente. Esto puede resultar muy espectacular en los casos en los
que la disociación es más marcada, pero no tiene beneficios
terapéuticos y puede ser contraproducente para el paciente. Al
hacerlo, perdemos capacidad de integración y de tomar conciencia
de todos los aspectos que están en juego. Tan problemático es
ignorar partes de la mente del paciente y dejarlas aparte del proceso
terapéutico como caer en una especie de fascinación con el mundo
disociativo, pudiendo pasar el terapeuta a formar parte de él y
estancándose el proceso de tratamiento.
Kluft (2006) afirma que todos los tratamientos eficaces
publicados encuentran útil, incluso esencial, trabajar con las partes
disociativas. Según el mismo autor solo el 2-3 % de los pacientes
diagnosticados de TID alcanzan la integración sin haber pasado por
un tratamiento que incluya específicamente el trabajo con partes.
Existen otros abordajes, muchas veces dirigidos a trastornos de
personalidad, donde el funcionamiento mental no integrado es
frecuente (por ejemplo, el trastorno límite), que plantean un
tratamiento que tiene en cuenta la fragmentación mental, como es el
caso de la terapia de esquemas (Young, Klosko y Weishaar, 2003) o
la terapia cognitivo-analítica (Ryle y Kerr, 2002). Esto puede indicar
que si no incluimos estas partes disociativas (usemos la
terminología que usemos) en el tratamiento, no estaremos
trabajando con el paciente completo. Así, algunas conductas
pueden permanecer al margen del sentido de agencia del paciente
(me hice daño, pero «no era yo» en ese momento) o algunas
experiencias al margen de la conciencia («no recuerdo haberme
puesto así»). Si vemos las alucinaciones auditivas o las conductas
egodistónicas como síntomas, trataremos de eliminarlas. Si los
entendemos como compartimentos sin los cuales el paciente no
estaría completo, trataremos de integrarlas.
Explorar la sintomatología disociativa psicomorfa suele tener,
además, un efecto beneficioso inmediato. Muchos pacientes
verbalizan alivio por poder hablar con normalidad de síntomas como
las voces que les hacen sentir raros o locos, o porque se les
pregunte por una parte importante de lo que genera su malestar y
de lo que muchas veces no habían podido hablar a nadie. Sin
embargo, también puede haber pacientes a los que el simple hecho
de hablar de sus pensamientos o de pararse a sentir sus emociones
les resulta intolerable. En estos, la aproximación ha de ser mucho
más gradual, siendo prioritario el desarrollo de un contexto de
seguridad y de confianza en la relación terapéutica.
El objetivo global del tratamiento es lograr una personalidad
integrada, con una metaconciencia, un yo observador capaz de
pensar y sentir sobre toda la experiencia interna, el pasado, el
presente y el futuro. Se trata de que el individuo se sienta de nuevo
agente de su vida, sin verse atrapado en su historia pasada, por su
historia, por muy adversa que esta haya sido. Cada parte de la
personalidad contiene recursos y capacidades del paciente,
fragmentos de su historia que le pueden ayudar a entender. Este yo
observador, el yo adulto que se va desarrollando, ha de aprender a
verse en el sentido profundo de la palabra, a sentir todo lo que hay
en su interior de un modo distinto a como se sintió sentido (o
ignorado) por aquellos junto a los que su mente se desarrolló. Ha de
mirarse con aceptación incondicional, sin importar qué emoción
siente, qué recuerdos vienen a su mente o qué piensa sobre las
cosas.
Un elemento fundamental a la hora de organizar el tratamiento
de los cuadros disociativos y graduar la aproximación a los
contenidos traumáticos es ir superando las fobias derivadas del
trauma (Boon et al., 2015; Steele et al., 2005). La disociación
estructural se genera en experiencias abrumadoras, pero se
mantiene según estos autores debido a fobias que tratan de tener
apartados de la conciencia esos contenidos y todo lo que los
acompaña. Marilyn Van Derbur (2004), una superviviente de incesto,
describe esto muy gráficamente:

«Era incapaz de explicarle a nadie por qué estaba tan amarrada, encerrada
y desconectada de mis sentimientos... Estar en contacto con mis sentimientos
hubiese significado abrir la caja de Pandora... Sin darme cuenta, luché para
mantener separados mis dos mundos. Sin saber por qué, yo hice no solo
seguro, sino imposible, que nada atravesara la barrera que yo había creado
entre la “niña de día” (la que trataba de seguir adelante y aparentar
normalidad) y la “niña de noche” (que conservaba los recuerdos del abuso,
sus emociones y sensaciones)».

A veces, esto se generaliza a todo lo que represente sentir,


pensar, notar el cuerpo o recordar el pasado. Mirarse para adentro,
cuando en el interior habitan cosas que se viven como inmanejables
e inasumibles, puede ser aterrador. Por ello, la persona evita
cualquier tipo de autoanálisis y vive en la superficie, en un «como
si» que a veces alterna con la emergencia incontrolada de impulsos,
emociones, síntomas o recuerdos.
En ocasiones, esta fobia es selectiva. Hay partes de la
personalidad que el paciente rechaza, evita o teme con más
intensidad. Puede asumir algunas partes de sí mismo, por ejemplo,
puede aceptar su parte cuidadora o eficiente, pero no una hostilidad
que quiere negar, o la vulnerabilidad que no se permite sentir.
El manejo de estas fobias, que pueden manifestarse
indirectamente, implica guardar un equilibrio entre no forzar y por
otro lado ayudar al paciente a confiar en sus posibilidades para
sentir sus emociones con seguridad, conectar con el cuerpo, mirarse
para dentro y mirar de frente su historia y resolverla. Es importante
tener en cuenta que muchas veces la persona no verbaliza
directamente sus temores o reticencias. En lugar de decir «no quiero
hablar de eso», el paciente puede faltar a una cita justo cuando se
había planteado hablar de la historia traumática, o después de haber
explorado la presencia de voces hostiles. En el campo del trauma
complejo y la disociación, es particularmente importante leer entre
líneas.
Veamos un ejemplo de diálogo con partes en una paciente
conversiva con disociación psicomorfa grave. Realmente, aunque la
sintomatología somatomorfa es importante, el diagnóstico en este
caso sería de trastorno de identidad disociativo. La comunicación
con el sistema interno se establece aquí pidiendo a la paciente que
escuche y hable con las voces de su cabeza.

T: ¿Cómo has estado?


P: Bien, he estado bien.
T: ¿Te sigue poniendo nerviosa venir a la consulta y lo que hacemos aquí?
P: Pues no lo sé. Salgo muy nerviosa.
T: A ver si me puedes decir que es lo que no te gusta de venir.
P: A veces vengo y no entiendo por qué. Si no tengo nada grave, ¿por qué
tengo que venir?
T: Solo es cuestión de trabajar de forma específica con el problema que tú
tienes. ¿Qué significa para ti venir? ¿Te sirve de ayuda o no?
P: Yo creo que sí, que estoy mejor.
T: Pues la razón es esa. ¿Cómo está el tema de la memoria? ¿Tienes
algunas lagunas?
P: Sí, no sé por qué. Me desapareció el mes de junio.
T: ¿Sabes qué hiciste ese mes? ¿Si hiciste lo mismo de siempre o hiciste
algo diferente?
P: No, estar en casa supongo.
T: Pregúntales a las voces. A veces hay una parte que está más activa y te
desconectas, pero la información está toda en tu cabeza. Quizá la parte
de ti que estuvo más activa puede decirte qué pasó. Pregúntale a tu
mente.
P: No me viene nada, no sé qué hice.
T: ¿Cómo están las voces?
P: Más tranquilas. Me hablan, pero menos.
T: Pregúntales ahora si alguna necesita algo, si alguna tiene algo que decir.
Todas son importantes y tenemos que tenerlas en cuenta a todas.
P: No me dicen nada. Yo no quiero estar así siempre, no quiero tener
voces.
T: ¿Notas que no quieres saber nada de ellas y por eso no vienen, o
simplemente no vienen?
P: No quiero saber nada de ellas. Antes una me llamó estúpida, estúpida
será ella.
T: A lo mejor tiene algo importante que decir, aunque con insultos no sea la
mejor manera de hacerlo. ¿Ella se acuerda de lo que pasó el mes de
junio?
P: No, me dice estúpida porque no me acuerdo de lo que pasó y ella
tampoco se acuerda, ¡la idiota es ella!
T: Si contestas a un insulto con otro insulto no ganamos nada. Estas
peleándote contigo misma. Habría que poder firmar como un acuerdo de
paz.
P: Es que van por su propia cuenta.
T: Cuanto más intentes apartarlas, más van a ir por su cuenta.
P: Antes estábamos colaborando, pero ahora no. Creo que es porque estoy
mejor.
T: Pregúntales a ellas. Si antes colaboraban y eso cambió, eso es algo
importante. Quizá pasó algo. Escúchalas, hazles la pregunta a ver si
alguna entiende un poco mejor lo que ocurrió ahí.
P: No me viene nada.
T: La voz que te hablaba antes, le puedes preguntar por qué está enfadada.
P: Por no acordarme. No creo que esté enfadada, creo que piensa que soy
estúpida por no acordarme.
T: ¿Pero ella tampoco se acuerda?
P: No, ella tampoco, la estúpida es ella.
T: Si tú respondes a un insulto con otro insulto solo estás aumentando el
conflicto. ¿Cómo se acaba una guerra?
P: Venciendo.
T: No puedes vencerte a ti misma porque estás en los dos bandos. Tiene
que haber una negociación, un diálogo y una firma de paz.
P: No sé si ellas quieren.
T: Si no las escuchas, mal vamos. Si respondes a un ataque con otro
ataque, no llegamos a nada. Hay que escucharlas y no dejarnos
confundir por cómo dicen las cosas. Así podremos ver de dónde sale esa
historia.
P: No sé por qué andan siempre boicoteando.
T: ¿Lo que te dicen se parece en algo a lo que te decía alguien de tu
entorno? ¿Lo asocias con alguna persona de tu vida?
P: Con mi madre.
T: Puede que esa voz sea una copia del modelo de tu madre. Que haya
copiado de como lo hacía ella. Cuando tú intentas hacer algo y no eres
capaz, ella copia del modelo de tu madre, porque es el que aprendió, y
reacciona como lo hacía ella. Pregúntale si le encaja.
P: Sí, le encaja.
T: Si no nos paramos a escuchar, no podemos darnos cuenta de estas
cosas, pero si sabemos de dónde viene, podemos enseñarle a esa voz
otro modelo. ¿Esa voz se da cuenta de que no es tu madre, de que es
una parte de ti?
P: No.
T: ¿Ve a través de tus ojos?
P: A veces sí, a veces no.
T: A lo mejor copia de un modo tan parecido que piensa que es tu madre,
pero no lo es. Está en tu cabeza y tu madre no está en tu cabeza, solo
que cuando no eres capaz de hacer algo copia del modelo de tu madre.
Igual que aprendió a hacer eso, tú le puedes enseñar otros modelos,
para que conozca otra manera de decirte las cosas. ¿Qué otros modelos
has tenido? ¿Has tenido algún profesor que fuera bueno?
P: No, no he tenido.
T: ¿No has tenido profes buenos? Piénsalo un momento.
P: No.
T: ¿Cuál es el mejor que has tenido?
P: Uno en bachiller que daba física y química.
T: ¿Y cuando no te salía algo, él qué hacía?
P: Nada, como si no existiera.
T: Por lo menos no te insultaba cuando estaba. Cuando estás bloqueada,
¿te ayuda tu amiga Sofía?
P: Sí.
T: Esa voz puede aprender de ella. Si esa voz comprende que puede usar
otros modelos y comprueba que le funcionan mejor, lo hará, pero cuando
te hable como tu madre es importante que tú no te confundas. No es tu
madre, es tu cabeza repitiendo lo que ella decía.
P: Pero es tan real.
T: Es como si fuera tu madre, pero es tu cabeza, y tu cabeza puede
evolucionar. Pelearte contigo misma es un gasto de energía terrible.
P: ¿Y cómo lo hago?
T: Cuando escuches esa voz, recuérdate que no es tu madre, y lo mismo
con las otras. Otras son como niños pequeños porque son redes de
memoria que quedaron atascadas en aquella época. Algunos tendrán
nueve o diez años, pero eso no significa que tú tengas esos años. Es
como si los tuvieras, la sensación es la misma, pero no los tienes
realmente. Tú puedes hacer como de coordinadora de todo eso,
entenderlos a todos y ayudarlos.
P: Es muy difícil.
T: Sí, es muy difícil, pero es muy importante y es el camino que hemos de
seguir. Seguir con esta pelea contigo misma sería como si tu mano
derecha se peleara con la izquierda.
P: Una puede ganar.
T: Pero siempre pierdes tú. Si perdemos una mano perdemos posibilidades
y capacidades para funcionar; entonces, ¿qué ganamos?
P: Hacerle daño a esa (señala una de sus manos).
T: ¿Y qué ganas si después no puedes coger la taza del desayuno, por
ejemplo?
P: La coges con la otra.
T: ¿Has estado alguna vez con una mano inmovilizada?
P: No.
T: Prueba a estar unos días con una mano inmovilizada y mira a ver si
ganas algo. Si tu objetivo es únicamente ganar, una parte de ti lo
consigue, pero si lo que quieres es recuperar tu vida, si te peleas con
una parte de ti es como si perdieras una mano, todo lo que hagas va a
ser más difícil.
P: Pero se puede vivir.
T: Sí, pero si vienes aquí a hacer terapia conmigo será porque esa forma
de vivir no te convence.
P: Porque mis partes débiles no aguantan, pero yo sí.
T: Ellas son tú.
P: Pero es que no entendéis, son distintas de mí; si sufren ellas, no sufro
yo.
T: Si sufren ellas, sufres tú. Es tu mente, tu cuerpo, lo que se desgasta.
Aunque no sientas como si sufrieras tú, te pasa factura a ti. El precio que
pagas por no notar las sensaciones de esas partes es altísimo.
P: ¿Qué me pierdo?
T: ¿Llevas la vida que te gustaría llevar?
P: No.
T: Pues eso.
T: Eres todo lo que hay en tu interior y tú estás empeñada en ser solo una
parte. Ese control no se puede mantener de forma permanente, cuando
te vayan pasando cosas te vas a descolocar, es un sistema inestable.
P: ¿La única solución es llevarme bien con ellas?
T: Sí. No es como una amiga o alguien de la calle que si no te gusta
puedes evitar.
P: Pues esto es lo mismo, eso es lo que no entendéis, son diferentes.
T: No, lo sientes como si fuera así pero están dentro de ti, no te puedes
alejar. Están ahí todo el tiempo detrás de los muros tras los que las
escondes.
P: ¿Y cuando digo que no están?
T: Siempre están, solo que tú te lo dices, te convences de que es así, y te
lo crees. Te desconectas estupendamente.
P: Entonces, ¿qué hago?
T: Todos tenemos un diálogo interno, es un factor regulador. Si mi cabeza
aprendió de un modelo machacante, yo me machaco; pero hay versiones
más sanas. Hay otros modelos que puedo aprender. La parte que copió
el modelo de tu madre es una parte reguladora, pero lo hace desde el
modelo equivocado. Es muy importante que tú te recuerdes que es parte
de ti, una parte muy importante, y cuando se dé cuenta de que es parte
de ti podrá aprender otros modelos que funcionen mejor.
P: Eso parece una utopía.
T: No, porque es el sistema natural. En la base de cada una de las voces
hay una función sana con la que naciste pero que se ha distorsionado
aprendiendo del modelo equivocado. Detrás de las voces agresivas
suele haber rabia. Si aprendemos a actuar como un equipo, la rabia no
se echará contra nosotros y ya no la sentiremos como si fuera otra
persona.
P: La rabia es lo que los demás sienten hacia mí.
T: No, Mercedes, es tuya.
P: Esa no. La que está contra mí no puede ser mía. ¿Por qué una persona
se va a odiar a sí misma?
T: Cuando una persona no puede sacar la rabia, esta se vuelve contra ella.
¿No conoces a nadie que se enfade bien, que cuando le molesta algo lo
dice de manera educada, sin alterarse ni insultar?
P: Una pareja que tuve, del resto todo el mundo insultaba y humillaba.
T: ¿Todos? Los buenos modelos pueden pasarte desapercibidos porque los
que se te quedan grabados son los dañinos, pero eso no significa que no
puedas aprender de esta otra gente que no va perdiendo el control por
todas partes.
P: La mayoría se descontrolaban.
T: ¿Tu amiga Sofía por ejemplo?
P: Sí, ella sí, por eso confío en ella.
T: Lo que te quiero decir es que hay otros modelos. Puedes aprender de
otros modelos. Cuando asumas que son partes de ti, entonces podrás
reeducarlos.
P: Pero no puedo dejarme llevar por ellos.
T: Cuando una parte de ti te dice que te hagas daño no tienes que seguirla,
tienes que ver qué hay detrás, por qué no se está sintiendo bien. Tú
cuando te portabas mal en el colegio lo hacías porque te sentías mal y
necesitabas que vieran lo que había detrás.
P: Pero me rechazaban.
T: Y tú haces lo mismo. Estás repitiendo dentro de ti todo aquello que pasó
fuera. Si tú miras las cosas como habrías necesitado que te miraran a ti,
estas empezarán a cambiar.
P: Pero para pensar así tengo que admitir que me trataron mal. No puedo,
duele demasiado.
T: Duele, pero si no asumes que está ahí y ves que hay otra manera, nada
cambiará... Tienes que reconciliarte primero contigo misma y no va a ser
fácil.
P: No, porque me odio demasiado.
T: No estás sola, tienes a tu amiga Sofía, y yo también estoy aquí para
ayudarte. Pero es importantísimo que tú intentes tratarte de otra manera,
porque nosotros no estamos dentro de ti... Tu mundo interno es tuyo y
puedes cambiarlo, puedes formatearlo e introducir una nueva versión.
P: No sé si podré hacerlo.
T: Por eso vienes, porque no es fácil, hay que hacerlo despacio. Se puede
hacer, pero despacio.
P: Sí, si fuera tan fácil ya lo habría hecho.
T: Claro. Sin prisa, sin presión. Te vas a desestabilizar en algunos
momentos y cuando te desestabilices es importante saber por qué.
P: Porque en el fondo me odio y partes de mí me odian.
T: Vamos despacito.
P: Antes me odiaba el triple.
T: Pues ya estamos tres veces mejor.
P: Hay algún truco o alguna coletilla que pueda utilizar, porque siempre que
voy al médico salgo con culpa.
T: ¿Entiendes por qué?
P: Porque me tenéis que atender y siento mucha culpabilidad, es como si
no me mereciera el tiempo que me están dedicando.
T: ¿Qué tal si tú te dices que eres una persona como las demás?
P: Siento que no lo merezco.
T: Escucha a esa parte y entiende por qué. Si a ti nunca te han cuidado, es
normal que te cueste dejarte cuidar. Puedes repetirte «Es normal que me
cueste dejarme cuidar».
P: Claro, como no me cuidaron...
T: Es normal que te cueste, y si te lo dices, sobre todo cuando vas a un
profesional que intenta ayudarte, tú también te ayudarás a ti misma.
Además, a nosotros puedes decírnoslo cuando te cueste, y entre todos
buscaremos el modo.
CAPÍTULO 23

EL TRABAJO CON LOS RECUERDOS


TRAUMÁTICOS

Tal y como hemos visto, algunas aproximaciones consideran el


trastorno conversivo como parte de un grupo más amplio de
trastornos relacionados con el trauma y la desregulación emocional.
Si entendemos que las experiencias traumáticas pueden tener un
papel importante en esta psicopatología, no podremos eludir durante
la terapia el trabajo con los recuerdos traumáticos.
Tras una primera etapa en la que se buscaba de modo directo
explorar las experiencias traumáticas subyacentes (Chu y Bowman,
2000), empezó a verse que un contacto prematuro con la historia
traumática generaba frecuentes descompensaciones (Van der Hart
et al., 2011). También se entendió a partir de diversas
investigaciones sobre la memoria (Chu et al., 1999) que la
exploración de la historia del paciente debía ser cuidadosa por la
posibilidad de inducir o modificar recuerdos (Courtois, 1998),
aunque las hipótesis de que estos recuerdos corresponden a
fantasías de los pacientes no ha encontrado un aval empírico. En
conjunto, la experiencia acumulada aconseja no entrar de modo
exhaustivo en la historia traumática, sino de un modo progresivo,
adaptado a la tolerancia del paciente para esos contenidos, y usar
un estilo de entrevista no directivo para evitar influir en el relato del
paciente e interferir en sus recuerdos. En cualquier caso, el abordaje
de los recuerdos que están en la base de la patología ha de ser una
parte esencial del tratamiento.
Existen modelos previos diseñados para tratar el trastorno de
identidad disociativo que recomiendan un trabajo estructurado en
fases (International Society for the Study of Trauma and
Dissociation, 2011). En este modelo, el tratamiento se estructura en
tres fases:

1. Estabilización y reducción de síntomas.


2. Tratamiento del trauma y reintegración.
3. Rehabilitación de la personalidad.

Esta idea es general e independiente de la orientación


terapéutica que se maneje. Por ejemplo, para el trabajo con EMDR
en pacientes con disociación y trauma complejo se ha recomendado
un abordaje progresivo (Gonzalez y Mosquera, 2012) y un modo de
trabajo basado en la comprensión del procesamiento emocional y
sus disfunciones (Gonzalez, 2019a).
La disociación que a veces impide a la persona acceder al
recuerdo en cuestión no es el único problema a la hora de tratar
recuerdos traumáticos con pacientes conversivos con historia de
trauma complejo. La desconexión emocional, la
compartimentalización de la experiencia, la intensidad del conflicto
interno, la tendencia evitativa, la implicación en el proceso de
cambio y muchos otros aspectos forman parte de las dificultades
añadidas. Los pacientes muy desconectados pueden tener
dificultades tanto para acceder como para que, cuando lo hacen,
puedan permanecer en contacto con emociones que les resultan
inmanejables. Si la desregulación es muy marcada, el conectar con
la experiencia puede no llevar a que esta se procese o se integre de
forma efectiva. Cuando el paciente no tiene conciencia del
significado de lo vivido, o de la carga emocional que lo acompaña,
puede estar de acuerdo en entrar en ello, para luego verse
sobrepasado. En muchos casos, las dificultades experimentadas no
son expresadas abiertamente, dada la tendencia a complacer, las
limitaciones de la conciencia sobre su funcionamiento o las
dificultades para exponer claramente los desacuerdos. El paciente
puede dejar de venir a terapia, faltar a citas o perder el autobús,
pero quizá no nos diga «se me ha hecho demasiado duro». No nos
olvidemos de leer entre líneas.
Dicho esto, vamos a comentar tres casos en los cuales se ha
trabajado el trauma subyacente, pero cuyo proceso ha sido muy
distinto. En los tres ejemplos, la terapia de trauma desde la que
trabajamos es EMDR.
Óscar presentó pseudocrisis a raíz de un conflicto con su
expareja. Ella era una mujer «intensa», a quien el paciente describía
con ciertos rasgos límite y que ponía a Óscar con frecuencia en
situaciones emocionalmente complejas. Era celosa sin motivo, le
recriminaba que no le hacía caso y, en ocasiones, se alteraba y
rompía cosas. El carácter de Óscar no estaba hecho para los
conflictos. Hijo de dos padres muy sobreprotectores, que hablaban
de él a sus cuarenta y tres años como si todavía fuese un niño, no
había desarrollado seguridad para que una conducta como la de
esta chica no le hiciese tambalear. Tampoco había podido irse
generando en él una buena autonomía emocional, pasando de
depender de sus padres a depender emocionalmente de su pareja.
Ello hizo que tolerase situaciones que otra persona no hubiese
permitido y, aun así, mantuvo relación durante dos años. En la
última etapa, ella le amenazaba con denunciarlo por malos tratos y
Óscar se sentía atrapado.
En su casa, los conflictos se vivían como algo terrible, y tanto
su padre como su madre trataban siempre de evitarlos. Óscar, el
menor de dos hermanos, había nacido poco después de que lo
hiciera su hermana mayor, siempre conflictiva y que tuvo problemas
de drogas. Ante esa situación, sus padres le daban a su hermana
todo lo que pedía y cedían a todas sus exigencias de dinero y
libertad de movimientos. Lo que Óscar aprendió en este contexto
familiar es que cuando alguien te presiona hasta el extremo, la única
opción es ceder. Dada la situación de su casa, además, puesto que
su hermana ocasionaba tantos problemas, él procuró ser «un niño
bueno», no dando a sus padres más quebraderos de cabeza. Su
asertividad, su capacidad de ponerse firme, de poner límites a la
conducta del otro, de decir que no... quedaron sin desarrollar.
Sin embargo, ante la conducta de su exnovia, la reacción
instintiva de defensa no pudo más que activarse. Cuanto más se
activaba, más bloqueaba su sistema que esta reacción saliese hacia
fuera. Al contrario que otros pacientes, Óscar no había tenido
cuidadores hostiles ni críticos, así que no se machacaba
internamente por no responder, pero internamente su presión crecía.
Sí sentía un poco de vergüenza, como también la sentía en el
colegio cuando su hermana la armaba y daba lugar a reprimendas
de los profesores o a conflictos con los compañeros. Esta vergüenza
contribuyó a bloquear su capacidad de lucha aún más, y con ella la
posibilidad de defender sus derechos.
Trabajamos con Óscar en los recuerdos de su expareja y de su
hermana. Él estuvo dispuesto a ello desde el principio y no se
manifestaron problemas de regulación emocional que interfirieran
con el acceso al recuerdo y sus elementos ni con el procesamiento
de estos. Notaba sus emociones, incluso su rabia, y una breve
psicoeducación le ayudó a entender por qué no se permitía sentirla
y expresarla. No evitaba sus emociones ni entraba en bucles
rumiativos. Tampoco recurría a los demás en exceso para que lo
calmaran. De modo que trabajar esos recuerdos con procedimientos
EMDR fue sencillo y directo. Las memorias de situaciones con la
chica fueron perdiendo fuerza y se convirtieron en recuerdos
neutros. Al tiempo que hacíamos esto, las crisis desaparecieron.
Después trabajamos los recuerdos de las situaciones con la
hermana, tanto en casa como en el colegio, y situaciones
representativas del estilo de afrontamiento de los padres. Óscar está
dado de alta y no ha vuelto a presentar síntomas.
El caso de Noa llevó varios años de terapia. Aparte de
evitación, en esta paciente se combinaba una tendencia a la
supresión emocional y una estructura disociativa de partes con
autonomía mental, que de entrada no resultaron obvias en la
exploración.
Noa era deportista profesional, y buena, pero sufrió una caída
muy aparatosa que le hizo imposible continuar compitiendo. Sus
lesiones no fueron graves, pero ella se veía muy limitada, con
mucho dolor y completamente agarrotada. Se esforzó mucho por
mejorar, pero parecía que cuanto más se esforzaba, peor se iba
encontrando. Unos meses después empezó con movimientos
involuntarios de brazos y piernas. En su equipo le plantearon que
debía dejarlo si no se recuperaba en los próximos meses y con esa
presión sus síntomas empeoraron aún más. No pudo volver a la
competición ni a los entrenamientos, y dos años después del
accidente seguía viéndose enormemente limitada para llevar una
vida normal. Aparte de los movimientos, se bloqueaba, tenía
episodios de parálisis y síntomas psicosomáticos (asma y neumonía
recurrente). En la primera evaluación no se objetivaron síntomas
disociativos ni psicopatología previa a todo esto.
Cuando la vimos por primera vez, Noa llevaba un año
trabajando con una terapeuta, que nos derivó el caso porque creía
que no estaban consiguiendo avances. Esta compañera, una clínico
EMDR con mucha experiencia, había descartado hacer estimulación
bilateral, porque cuando empezaba ya con el primer movimiento
ocular, se disparaban en la paciente los movimientos involuntarios.
También nos comentó que seguramente había algún tema en la
infancia, porque Noa daba una versión muy plana de su familia,
calificándola de «normal» y a sus padres de «buenísimos», sin ser
capaz de dar detalles, e insistiendo en que no había ningún evento
perturbador previo al accidente. Dada esta actitud defensiva, en la
primera entrevista tuvimos buen cuidado de no explorar esa etapa,
aunque en un momento determinado hicimos algún comentario
genérico sobre la infancia. Justo en ese instante, Noa se plegó
sobre sí misma y permaneció en esa postura sin poder moverse,
aunque ella expresaba su deseo de desplegarse. Intentamos algún
ejercicio de autocuidado, que aún empeoró más la situación. Tras
cuarenta y cinco minutos ensayando diversas estrategias, pudo
recuperar su postura normal.
¿Qué tipo de regulación vemos aquí? En primer lugar, parecía
que Noa no era del todo consciente de sus verdaderas emociones y
necesidades, y que no tenía una buena conexión emocional, dado el
relato normativo que hacía de su infancia y de su vida. Pese a la
ausencia de detalles de su historia temprana, tanto los síntomas
disociativos como la respuesta corporal involuntaria y egodistónica
apuntaban a una «desconexión tipo 2», es decir, una desconexión
aparente, que ocultaba debajo una estructura fragmentada:
estaríamos ante una disociación-compartimentalización. Como
segundo aspecto que destacar, la actitud general de Noa hacia sus
dificultades consistía en ignorarlas y minimizarlas. Cuando tuvo la
lesión, la falta de evolución favorable la llevó a esforzarse más,
hacer doble sesiones de fisioterapia de las que le indicaban, tratar
de hacer cosas aunque le fallaran las fuerzas y sentirse mal cuando
descansaba o no hacía nada. Aunque en esto había cierto grado de
control intencional, Noa hacía todo ello en gran medida de modo
automático y no consciente, por ello etiquetaríamos esta tendencia
como supresión. En tercer lugar, parecía haber una evitación activa
de determinados elementos, dada su súbita respuesta ante nuestros
comentarios sobre la infancia. Este aspecto necesitaba explorarse
más a fondo, para ver hasta qué punto había una estructura
disociativa subyacente que hiciese necesario un trabajo con partes.
Si nos planteásemos el caso sin pensar en la regulación
emocional ni en la disociación, la lesión parecería la causa de todo.
Sin embargo, teníamos indicios indirectos de que había algo más —
como suele ser el caso en los trastornos conversivos— que se
remontaba más atrás. No teníamos apenas información sobre el
origen de estas dificultades, pero sin entenderlas no podíamos
organizar un plan de trabajo viable. Era necesario explorar el
sistema interno, dado que parte de sus reacciones parecían fuera de
su control voluntario (no tenía sentido de agencia, no sentía que era
ella quien las gestionaba) y de su comprensión consciente. Dado
que la paciente no identificaba la presencia de partes internas ni de
voces, la única vía era la comunicación indirecta. Nos hicimos una
hipótesis, basada en la información de que disponíamos: todo
parecía apuntar a que la paciente se cerraba (bastante literalmente)
ante la posibilidad de que quisiéramos explorar su historia temprana.
Hablamos del mensaje que su cuerpo podía estar mandando, y de
lo importante que era escucharlo, y entonces le pedimos a Noa que
le transmitiera a «su interior» que no íbamos a hacer nada que
nosotros creyéramos que no estaba preparada para poder hacer. La
respuesta del cuerpo fue de una inmediata relajación, lo que fue
muy sorprendente para la paciente.
Esta sesión supuso un punto de inflexión. Quedaba claro que la
respuesta del «interior» orientaba a la presencia de una parte
disociativa. Estábamos, por tanto, ante un cuadro de disociación-
compartimentalización, y eso hacía necesario alguna comunicación
con ese compartimento que estaba desconectado del resto de las
redes. A partir de entonces, cualquier intervención era planteada a
Noa, y esta lo consultaba con «el interior». Así íbamos tomando las
decisiones.
Tras unos meses de trabajo nos planteamos que podría ser
interesante ver de modo más claro qué era «el interior», aunque
parecía evidente por las respuestas que daba, y la sorpresa de la
paciente ante muchas de ellas, que se trataba de una parte de la
personalidad con cierto nivel de autonomía mental. Como
explicamos al hablar del trabajo con partes, le pedimos a la paciente
que dibujase en un círculo lo que sentía que había en su interior.
Ella dibujó una cruz, como tachando el círculo, lo que en nuestra
opinión era un reflejo de su evitación marcada a mirarse hacia
dentro. Tomando este dibujo como diana, se trabajó con
procedimientos EMDR para ayudar a la paciente a conectar; poco a
poco fue dibujando algo, y poco a poco fue apareciendo una cara.
Sin embargo, en la siguiente sesión, volvió a tachar el círculo.
Repetimos el mismo procedimiento, con el mismo resultado. Es
decir, durante la sesión parecía procesarse algo y desvelarse una
parte disociativa, pero en la siguiente sesión todo estaba igual. Era
como si la niebla hubiera vuelto a cubrirlo todo. Veamos un
fragmento de la siguiente sesión, cuando dibujamos el círculo por
tercera vez.

T: ¿Cómo has estado esta semana?


P: Hoy estoy como si me hubieran dado una paliza. No me encuentro mal,
pero estoy supercansada.
T: ¿Cómo estuviste después de la última sesión?
P: Bien, como siempre, al llegar a casa estuve dos horas metida en la
cama, y después bien. Cada vez me dura menos tiempo. Y desde hace
un par de semanas ya no estoy tomando ninguna medicación. Lo que me
cuesta es conciliar el sueño.

Trazamos de nuevo el círculo sobre la hoja, con idea de


explorar cómo evolucionaba el tema de mirar el sistema interno.

P: Ay, el círculo este... (Hizo un gesto de desagrado.)


T: ¿Qué pasa con el círculo?
P: No me gusta nada.
T: ¿Por qué?
P: Porque la última vez que lo hice me sentó fatal... Bueno, pero sí, lo
hago.

Estaba claro que insistir no tenía sentido. Estábamos forzando


a la paciente a ir más allá de lo que su sistema podía soportar, y
tener cuidado con no forzar parecía un elemento clave en su
proceso terapéutico. Sin embargo, simplemente dejar el ejercicio
nos aportaba poca comprensión sobre lo que ocurría aquí. Entender
es un objetivo central del proceso, y más en un caso como este. Así
que trabajamos sobre la tendencia evitativa en sí misma, que se
manifestaba en este punto de modo muy potente. El foco aquí sería
no poner cara al «interior», sino que Noa pudiera comprender su
sistema de funcionamiento y que pudiéramos de algún modo
desbloquearlo. Para ello, empleamos procedimientos EMDR para
trabajar la fobia. Poco a poco, la tendencia evitativa se fue
reduciendo. No tendía ya a mirar para otro lado, se mantenía
mirando de frente, aunque el círculo estuviera ahí. No lo miraba
directamente, pero tampoco lo evitaba.

T: ¿Qué es lo que ha cambiado?


P: Es como una manera de introducir, como si me fueras llevando de la
mano, poquito a poco, en vez de lanzarme ahí. Es como ir acercando el
papel, o la dificultad de mirar el papel, y viendo que no es tan malo
como... Porque yo siempre me tiro mucho a los leones, y esto es más
poco a poco.
T: Como aprender a hacer las cosas de otra manera.
P: Sí, no forzar, siente bien o siente mal.
T: ¿Qué es lo que tiene de bueno no mirar?
P: Que es como no pasar dolor, es no tener que... Como si lo pasaras por
encima. Es como si hay algo doloroso, por ejemplo, lo comparo con si
alguien se ha hecho mucho daño, que es una tontería (sus síntomas
empezaron precisamente después de una lesión), si pasas junto a esa
persona, y vas torciendo la cabeza, diciendo «no voy a mirar». Sabes
que está ahí, pero si no miras a lo mejor no te afecta tanto como
enfrentándote a eso. Que a lo mejor luego es una tontería y no pasa
nada, pero ya solo el hecho de tener que mirar... Te produce curiosidad,
pero sabes que te va a doler, entonces ya no miras por si acaso.

Dada su estructura disociativa, su funcionamiento era


fragmentario. Por una parte, se metía mucha presión para rendir al
máximo, para superar las dificultades y enfrentarse a los problemas,
suprimiendo por completo sus emociones y sus necesidades, así
como las señales de su cuerpo. Por otro lado, a un nivel mucho
menos consciente, había una fuerte tendencia evitativa. En los
pacientes con disociación-compartimentalización podemos ver
estrategias de regulación más diversas y fluctuantes. En este caso,
Noa funcionaba externamente más desde la supresión, e
internamente más desde la evitación. En este ejercicio, al ir
conectando más con su interior, ella se fue haciendo más consciente
de su respuesta evitativa y de su función. De entrada, Noa nunca se
hubiera definido a sí misma como evitativa; al contrario, funcionaba
desde el «puedo con todo» y si algo le costaba, iba a por ello y
redoblaba sus esfuerzos para conseguirlo. En esta sesión pudimos
procesar y entender un poco de esto a través del trabajo con el
círculo. El objetivo no era completar el procedimiento ni eliminar de
un plumazo la evitación. Esta sesión refleja bien lo que hemos
denominado momentos de aprendizaje, y Noa aprendió el sentido
de su evitación y el beneficio de —poco a poco— ir afrontándolo.
También introdujimos ejercicios de autocuidado somático con el fin
de que se relacionase con sus sensaciones más desde el cuidado y
la regulación que desde el control o la evitación.
Después de esta sesión seguimos trabajando sobre
disparadores de presente e instalando recursos que ella y su interior
percibieran juntos, o que aportaran a su interior lo que necesitaba.
Los efectos no fueron visibles de inmediato, pero en cada sesión en
la que los introducíamos, la paciente aprendía algo sobre su sistema
de funcionamiento, sobre cómo se forzaba siempre sin mirarse
hacia dentro ni tener en cuenta sus necesidades y sus límites.
Aprendió a escucharse: a escuchar a su cuerpo, a escuchar sus
sensaciones, y también a una parte interior de la que se había
desconectado hasta el punto de no conocer su existencia. De este
modo, el mecanismo de supresión fue cambiando a otra forma de
regulación que tenía más que ver con tomar conciencia, conectar,
cuidar y buscar lo que necesitaba.
Solo después de unos años, la historia subyacente se fue
desvelando. Un recuerdo nuclear, al que accedimos a través de la
comunicación con «el interior», era una memoria de cuando era muy
pequeña. Ella se escondía debajo de la cama porque no quería
hacer algo que le habían mandado, mientras su madre trataba de
sacarla de allí a rastras. El recuerdo era aparentemente menor, pero
conforme iba conectando en el trabajo con EMDR gracias a la
estimulación bilateral, fue tomando conciencia de que lo peor del
recuerdo era que su madre no se hubiese preocupado de cómo se
sentía, sino que solo parecía interesada en obligarla a hacer lo que
le ordenaba. Esto resultó ser muy representativo de la infancia de
Noa. Aparecieron conexiones de su padre penalizándola por llorar
desde muy pequeña y de la exigencia de ambos progenitores. A
partir de ese momento se instauraron en ella diversos patrones de
funcionamiento: «Entendí que me tenía que proteger sola»,
«Siempre estaba alerta, como con un radar». Noa se volvió desde
entonces —demasiado pronto— marcadamente autosuficiente. Para
hacer esto siendo muy pequeña, tuvo que anular sus necesidades
emocionales: este fue el origen de la supresión. Esconderse debajo
de la cama y plegarse fuertemente para no ser forzada fue el origen
de la evitación. Por otro lado, ella se pasó el resto de su vida
forzándose como su familia lo hacía, hasta que su cuerpo le dijo
«hasta aquí».
Después de trabajar con este recuerdo, los movimientos
involuntarios desaparecieron. A partir de aquí fuimos entendiendo
los recuerdos que habían ido contribuyendo a su problema y a los
patrones de regulación emocional que estaban en la base del
mismo. Dado que la paciente se había desconectado de su parte
vulnerable, la información que tenía que ver con el dolor no se fue
evidenciando hasta que pudimos acceder a las capas más
profundas. Hubo que trabajar más recuerdos y experiencias, pero el
trabajo con esta experiencia traumática fue crucial para la evolución
del caso.
Por último, comentaremos el caso de Verónica. A sus treinta y
dos años no aparentaba más dieciséis. Hablaba con un tono de voz
bajito, dulce, con mucha timidez. Verónica tenía episodios de
paresia conversiva que a veces duraban meses, pero con muletas
ella conseguía seguir funcionando, trabajar y llevar una vida
bastante normal. Ocasionalmente presentaba pseudocrisis con
movimientos involuntarios que se asemejaban mucho a crisis
epilépticas (tipo gran mal). La semejanza era tan grande que
durante mucho tiempo le dieron tratamiento para la epilepsia, hasta
que años atrás la habían ingresado para realizarle un EEG holter.
Recordaba ese ingreso como algo muy traumático, en el que la
trataron como una simuladora y una manipuladora. Realmente,
Verónica no sacaba ninguna ventaja de sus síntomas, y tendía más
bien a no pedir ayuda cuando la necesitaba y a preocuparse por si
los demás estaban bien.
En la exploración, Verónica tenía la percepción interna de tener
«otra parte» dentro de ella, con la que podía comunicarse
internamente. Esta parte estaba para ella claramente vinculada a los
episodios de parálisis, en los que Verónica se veía en situaciones de
conflicto que no se sentía capaz de manejar, como un juicio en el
que un vecino había metido a su familia. Gran parte de las etapas
iniciales del tratamiento se centraron en potenciar la comunicación y
la colaboración con esta otra parte, que tenía más fuerza que la
personalidad principal. Entonces empezamos a abordar con EMDR
los recuerdos fundamentales.
En su historia destacaban dos hechos. Con dieciséis años
murió su abuela en su presencia, cuando nadie más de la familia
estaba con ellas. Sus primeros síntomas de parálisis, aunque
limitados entonces, fueron al día siguiente de ese suceso. La
relación por tanto era clara, pero ¿qué pasaba con las
convulsiones? No parecía tan evidente su origen ni su relación con
situaciones vitales. Sin embargo, había un dato muy relevante. Al
nacer, Verónica había pasado sus primeros tres meses de vida en
una incubadora. Los médicos transmitieron a sus padres que no
había expectativas de que sobreviviera, y estos, profundamente
deprimidos, apenas se acercaron en ese tiempo por el hospital. Este
trauma preverbal no deja recuerdos explícitos, pero puede dejar
memorias somáticas. De hecho, trabajando en algunas sesiones
incorporamos el ejercicio de cuidar de la sensación que hemos
descrito, imaginando que la sensación era un bebé. Sin que
hubiésemos relacionado una cosa con la otra, los movimientos
propios de las pseudocrisis convulsivas empezaron a manifestarse.
Cuando Verónica fue introduciendo lo aprendido sobre regulación
emocional, imaginando que calmaba al bebé, los movimientos se
fueron calmando también. Más tarde, barajamos juntas la hipótesis
de que hubiese sensaciones de aquel período que podrían haber
quedado bloqueadas en ausencia de alguna figura que estuviese allí
regulando, calmando, dando calor. Al introducir ella lo que hubiese
faltado, y añadiendo la estimulación bilateral, esa memoria quedaría
integrada. Lo cierto es que después de estas sesiones, las
convulsiones no volvieron a presentarse nunca más. Al tratarse de
sensaciones muy primarias, bloqueadas antes de que hubiese un
desarrollo del lenguaje o de funciones mentales complejas,
constituían un síntoma conversivo y no una parte disociativa con
más estructura.
Para terminar, tras el procesamiento de los recuerdos, tuvimos
que hacer un procedimiento para que la parte disociativa se
integrase por completo. La paciente fue pasando una película
mental de los momentos más representativos de su vida, sintiendo
ambas partes las sensaciones juntas, poniendo en común lo que
había de un lado y lo que había del otro. Este trabajo se reforzó con
la estimulación bilateral que se emplea en EMDR, y se repitió varias
veces, hasta que la paciente dejó de percibirse con esa dualidad y
pasó a sentirse una única persona. Hace muchos años que está de
alta, y sigue bien, sin crisis y sin episodios de parálisis.
CAPÍTULO 24

EL TRABAJO CON LOS VÍNCULOS

Los trastornos conversivos tienen que ver con los vínculos, tanto en
el desarrollo de las tendencias de regulación emocional y
autocuidado que contribuirán al desarrollo del problema como en el
funcionamiento respecto a la autorregulación y heterorregulación
actuales. En los cuadros conversivos, las relaciones van a estar
implicadas en diferente medida en los distintos pacientes, y es
siempre un área que hemos de evaluar. Como hemos visto, los
pacientes con trastorno conversivo tienen afectado su sistema de
apego con mucha más frecuencia que la población general (Uzun et
al., 2019; Williams et al., 2018), pero la investigación de esta
relación entre TC y apego es limitada. En un grupo de adolescentes
con TC, Kozlowska encontró que los patrones de funcionamiento
cognitivoemocionales relacionados con diferentes tipos de apego se
relacionaban con el tipo de síntomas presentados. Los pacientes
con tendencia a la preocupación-coerción (apego preocupado)
presentaban síntomas conversivos positivos, los pacientes con
patrones de inhibición (relacionados con el apego distanciante)
presentaban síntomas negativos con mayor frecuencia y los
pacientes con pseudocrisis, una mezcla de los dos patrones de
funcionamiento (Kozlowska et al., 2011b).
En la cohorte de pacientes conversivos que investigó nuestro
grupo, un 92 % de ellos presentaban diferentes tipos de apego
inseguro y solo un 8 % un apego seguro. Además, el tipo de apego
ha demostrado ser un predictor evolutivo, sabiéndose que los
pacientes conversivos con un tipo de apego seguro tienen más
posibilidades de mejorar que aquellos con apego inseguro (Søgaard
et al., 2019). Veamos un caso que ilustra esta cuestión.
Leticia es una adolescente de once años de edad. Es dos años
menor que su única hermana (diagnosticada de trastorno del
espectro autista leve) e hija de padres separados desde hace cinco
años. Como antecedentes familiares destaca una historia de
alcoholismo en el padre y un episodio depresivo mayor en la madre
cuando ella contaba entre cuatro y seis años. Se trata de una
paciente con adecuado rendimiento para la adquisición de los hitos
del desarrollo y la relación con pares durante la infancia. Descrita
por su madre como muy sensible pero positiva, hipermadura, fuerte,
con carácter, racionalizadora y rumiativa. Existían antecedentes de
violencia verbal repetida, y puntualmente física, ejercida por parte
del padre tanto a la paciente como a la madre. Leticia había
funcionado como la parte más racional y estabilizadora dentro del
sistema familiar durante gran parte de su infancia. Había cumplido
un rol importante en la integración social y escolar de su hermana.
En los cinco últimos años, la paciente había mantenido una
idealización de la figura de su padre a pesar del maltrato sufrido.
Posteriormente, la madre y ambas niñas estuvieron de acuerdo en
ver al progenitor en un punto de encuentro.
La paciente fue valorada por primera vez por un psiquiatra en el
Servicio de Urgencias tras varias asistencias por cuadros sincopales
que se atribuyeron inicialmente a una migraña vascular, si bien otros
episodios no correspondían clínicamente con ninguna entidad
neurológica. En esta primera asistencia, la niña estaba en un estado
de alta ansiedad, iniciada de forma brusca tras un episodio en el
punto de encuentro. Ese día el padre no había acudido y por
primera vez la niña mostró su rechazo y enfado. Su emoción no fue
validada por las profesionales presentes en el punto de encuentro,
que cuestionaron las ideas de la niña hacia su padre, momento en el
que sufrió un episodio de corte disociativo en el que presentaba
desrealización y posteriormente veía «a un niño». Se asustó, gritó y,
tras calmarla, el niño desapareció. En los días posteriores, el niño
reaparecería intermitentemente hasta que terminaría por quedarse,
dotándolo la paciente de las características propias de un amigo
invisible. En una segunda asistencia por Urgencias comenzó a
permitirnos dialogar con su amigo invisible y este nos dijo que
estaba allí para «protegerla del futuro», manifestando la paciente
que tenía «miedo a que mi padre me haga lo de A» (en alusión a
una niña asesinada por sus padres en ese mismo año en la misma
ciudad).
Una vez a seguimiento ambulatorio, la clínica se tornó más
abigarrada, presentando múltiples alucinaciones visuales complejas,
cambiantes, que por momentos la asustaban y mantenían perpleja.
Veía gente salir del suelo, señoras que la atravesaban, personas
que la miraban por la calle, niños muertos... En la consulta, hacía un
relato tendente a la demanda afectiva. A lo largo del primer mes
sufrió dos episodios sincopales más, uno de los cuales fue de claras
características conversivas. La madre reconocía que, previa
aparición de la clínica de disociación psico y somatomorfa, la niña
había presentado un deterioro en su estado anímico, con apatía,
abulia, disminución de la capacidad de disfrutar y aumento de la
ansiedad. Se pautó tratamiento con antidepresivos y ansiolíticos.
El trabajo psicoterapéutico se inició con un intento de validar las
emociones de la niña empezando por las sentidas en el punto de
encuentro. Se fomentaría la escucha activa de gran parte de
material traumático que contaba de manera indirecta, siempre a
través de la voz de su amigo invisible. A medida que se
normalizaban unos síntomas iban apareciendo otros nuevos que
terminaban por mediatizar la relación familiar, poniendo a la madre
en una posición de mayor atención hacia su hija.
La actitud de la madre fue marcadamente colaboradora durante
el tiempo que duró la terapia. La difícil disponibilidad que había
podido ofrecer a su hija durante los primeros años de su vida (a
causa de un episodio depresivo y de una pésima relación socio-
familiar) se pudo ver paliada por la implicación que en este momento
fue capaz de sostener. Se trabajó en el fortalecimiento del vínculo
madre-hija creando espacios especiales de seguridad e intimidad.
Se entrenó a la madre a conectar con la parte emocional de la
paciente y de sí misma en primer lugar y a posponer la
racionalización para momentos de menor demanda afectiva. Se
concedió a la paciente el lugar de cuidada en vez de cuidadora y se
movilizó a la hermana mayor para ejercer como tal en este caso e
invertir los roles previamente establecidos. En apenas tres meses
fue desapareciendo la clínica conversiva y disociativa. Los síntomas
ansiosos y afectivos desaparecieron también. Su amigo invisible
comenzó su rito de despedida al abandonarnos primeramente en la
consulta, posteriormente en sueños y, por último, acabaría por
marcharse por completo de la vida de la paciente. Una vez
restaurada la seguridad, conseguiríamos abordar con la paciente la
función de los síntomas, así como los factores mantenedores de los
mismos. Cuando Leticia entendió que los síntomas aparecían
cuando necesitaba decir o pedir algo de lo que no era capaz y se
trabajó en esta línea interpersonal de «ser capaz de pedir», los
pocos síntomas que quedaban desaparecieron por completo. Poco
a poco fue sintiendo el vínculo con su madre más seguro, hasta que
meses después, pidió a su madre mudarse a otra habitación de la
casa (antes estaba en la misma que su hermana) y pudo culminar el
proceso dejando de ser la cuidadora principal de la hermana y
pudiendo recibir cuidados en la misma medida que esta, teniendo
también sus propios espacios, tanto físicos como afectivos.
Desde el punto de vista del apego, diríamos que Leticia tiene un
apego de tipo desorganizado. Por una parte, cuando un terapeuta
se acercaba a ella enseguida demandaba afecto, daba abrazos con
facilidad, se desvivía por hacerse querer, con mucha ansiedad en la
busca de vínculos y mucho miedo a ser rechazada. Por otro lado,
desarrolló un lado cuidador ante los problemas en la familia, en los
que negaba esas necesidades y se volcaba en las de los demás, y
la rabia por esa renuncia fue mayoritariamente suprimida. La
sintomatología alucinatoria correspondía parcialmente a
compartimentalización de algunos de estos elementos no
integrados. Si bien el fenómeno del amigo invisible es un fenómeno
normal en la infancia, las características del amigo invisible de
Leticia eran diferentes: cuando apareció por primera vez se asustó,
como si no tuviera conciencia de él. Cuando establecíamos diálogos
con él, Leticia parecía sorprendida de sus respuestas, en las que
había un alto nivel de autonomía. Además, Leticia presentó otros
síntomas de disociación psicomorfa y somatomorfa que apuntaban
también a la presencia de compartimentalización.
El proceso terapéutico en este caso se llevó a cabo en dos
direcciones. Por un lado, se hizo el trabajo propio de las partes:
escuchar lo que las partes disociadas necesitan decir e integrar sus
contenidos, emociones y sensaciones dentro de una identidad
global. Por otro lado, se puso mucho énfasis en el trabajo relacional
con la madre, centrado en el restablecimiento de la seguridad en el
apego. Leticia tenía una madre con muy poca capacidad para
atender sus necesidades emocionales y un padre violento. La
validación de sus sentimientos de rabia hacia el padre y la
reconstrucción de un vínculo más sano con su madre (con espacios
de atención emocional) fueron claves. Además, el trabajo con el
medio familiar incluyó elementos del abordaje sistémico,
reflexionando sobre cuál era el papel de Leticia en su familia. Había
funcionado más como compañera de su madre y cuidadora de su
hermana que como hija. Devolverle su lugar de hija y poder recibir
cuidados en vez de darlos hizo que su seguridad en los vínculos
creciera, y lejos de quedarse más necesitada de cuidados, lo que
sucedió es que se sintió más autónoma.
De tal forma, cuando trabajamos en cuestiones relacionadas
con el apego, toca primeramente volver a la infancia y ver cómo se
originaron los patrones actuales en relación con los cuidadores
primarios y, a partir de ahí, trabajaremos para su restauración en el
presente. Nuestro marco de comprensión incluye los patrones
actuales y el contexto en el que se originaron, y también desde esta
perspectiva estructuraremos la terapia. Parte del trabajo se llevará a
cabo sobre los recuerdos tempranos, situaciones de la infancia que
muchas veces no son un único evento sino una forma de
funcionamiento disfuncional que se sucede día a día, año tras año.
Un recuerdo puede ser, por ejemplo, escuchar a su madre deprimida
llorar en la habitación de al lado; esta situación repetida día tras día
puede fijar en el niño una creencia de que no debe quejarse ni pedir
nada, porque no será atendido, porque su madre está peor que él.
Otro recuerdo puede ser el de un padre menospreciando
verbalmente cada uno de los logros de un niño, lo cual repetido en
el tiempo termina por hacer que el niño sienta que lo que hace no
vale y suele traer consigo una muy baja valoración de sí mismo y
una expectativa negativa sobre lo que recibirá de los demás. Y así
podríamos seguir con múltiples escenas en las que los patrones de
apego disfuncionales se van fijando poco a poco. De tal forma,
trabajar estas escenas con EMDR (Shapiro, 2002), exposición o
terapia cognitivo-conductual focalizada en el trauma, o con trabajos
como las denominadas escenas temidas (Pavlovsky et al., 2010),
puede resultar imprescindible. Estas técnicas tienen en común que
establecen una relación entre un síntoma o tipo de respuesta
desadaptativa del presente, con una experiencia primaria que
sucedió en el pasado (a menudo en la infancia y adolescencia). Se
trabaja con la escena primaria en la que sucedieron los hechos
traumáticos y posteriormente se vuelve al presente para integrar
este aprendizaje con la situación actual. Se trabaja en la distinción
entre pasado y presente para poder ver qué recursos hay en la
actualidad con los que no se contaba en el pasado. Si los recuerdos
traumáticos no están elaborados, continuarán influyendo en el
mantenimiento de los patrones de funcionamiento del presente.
Dentro de esta elaboración está la comprensión cada vez mayor de
la conexión entre esa historia y la situación actual, pero también la
diferenciación. Veremos como a día de hoy el sujeto puede seguir
percibiendo los vínculos igual de confusos, atemorizantes o
ausentes que cuando era un niño, pero hoy ya no es un niño y tiene
otros recursos; además, hoy puede aprender a escoger personas
más sanas con las que vincularse.
Los patrones de apego se fijan en la infancia pero se mantienen
en la vida adulta. Uno de los espacios en los que mejor se perciben
estos patrones de apego son en la relación con las parejas, que
suponen un lugar de intimidad y familiaridad máxima, en donde es
muy fácil que los patrones fijados en la infancia en la relación con
los padres aparezcan de nuevo (Rams, 2018). Cuando encontramos
un patrón de relaciones inestable, evitativo o ansioso y dependiente
en relación con la pareja, debemos sospechar que esto tiene sus
raíces en las relaciones tempranas. De tal modo, la relación de
pareja supone un área muy relevante sobre la que trabajar en el
presente, si queremos fomentar formas de vinculación más sanas.
Pero no solo la dinámica de pareja nos dará pistas de cómo ha
sido el apego. Los padres representan para los niños no solo el
lugar de afecto, sino también la primera estructura de autoridad.
Todas las relaciones con figuras de autoridad (jefes, profesores,
etc.) tendrán mucho que ver con cómo se vivió la autoridad parental
en la infancia, y por lo tanto, cuando un paciente nos habla de la
relación con su jefe, o nos cuenta un patrón de romper las normas
sistemáticamente allí donde va, algo debe hacernos pensar en cómo
fueron las relaciones con los padres.
Por último, pero no menos importante, los patrones de apego
van a aparecer indefectiblemente a lo largo de la terapia en la
relación con el terapeuta, que el paciente puede asociar en distintos
momentos de la terapia a diferentes figuras de apego. Tener
conciencia de con qué persona de su infancia está haciendo una
transferencia el paciente cuando se dirige a nosotros es importante.
Por ejemplo, María era una paciente con crisis conversivas de
características tónico-clónicas (pseudocrisis epilépticas) que
siempre iba a consulta con una actitud de «buena paciente», con
altos niveles de complacencia y obediencia, que a veces rozaba la
sumisión hacia su terapeuta. En su infancia había tenido un padre
severo y a la vez poco presente, por lo que solía echarlo mucho de
menos; las pocas veces que estaba en casa, María sentía que tenía
que complacerlo y obedecerle para que no se marchara. En la
terapia fue muy útil para María poder hablar abiertamente de que
estaba actuando con su terapeuta igual que con su padre. El
terapeuta facilitó esto dándole un feedback sobre esta actitud
complaciente y preguntándole a qué vínculo de su vida le recordaba.
María no vaciló: «A mi padre, a él siempre quise tenerlo contento».
Su terapeuta le hizo ver que no necesitaba una paciente que le
dijera que sí a todo, sino una paciente que fuese ella misma, que
manifestase lo que sintiese, aunque fuera desagradable, o incluso
aunque la contrariase. A María le costó entender que, aunque le
llevase la contraria a su terapeuta, esta no iba a abandonarla. Se le
pidió un ejercicio simple, decir tres cosas que no le gustaban de la
terapia, un ejercicio que para ella resultó muy complejo. Cuando
pudo hacerlo y vio que no era abandonada, sino que su sinceridad
era valorada y su opinión tenida en cuenta independientemente de
que tuviera razón o no, pudo empezar a reparar esta cuestión.
Primero practicó en la consulta y poco a poco pudo ir haciéndolo
fuera, con sus compañeras de piso y de trabajo.
Si el vínculo es una de las cuestiones que más puede llegar a
enfermar a la persona, podemos entender también que el vínculo
puede restaurar la salud mental. Esto lleva al terapeuta a tener que
adoptar de partida un lugar de comprensión y aceptación, pues la
mirada de aceptación incondicional que la persona no ha recibido
resulta fundamental. Pero no debemos confundir la aceptación y el
afecto con la génesis de dependencias excesivas ni con dar por
bueno todo lo que el paciente dice o hace. En muchos casos, la
decisión más afectiva es precisamente la de poner un límite claro y
transparente, la de decir al paciente que así no puede ser. La
aceptación incondicional tiene que ver con otra cosa, con que
«hagas lo que hagas, te valoro como persona, veo tus dificultades y
tus fortalezas y estoy disponible para acompañarte». Para
acompañar al paciente en un camino que tiene que quedar claro que
solo él puede andar, que nosotros no podremos caminar por él.
Como veíamos, el tipo de actitud terapéutica que se debe
adoptar tendrá que ver no tanto con lo que la persona tiene, o con
cómo se manifiesta, sino con lo que faltó. Si el paciente no se sintió
visto, tendrá que poder sentir que nosotros sí lo vemos, en el
sentido más profundo de la palabra. Si sintió que en su casa el
criterio cambiaba cada día y no sabía a lo que atenerse, tendrá que
saber que en consulta hay unos límites y normas claras, que no
cambian al arbitrio del terapeuta en función de su humor. Si el
paciente se quedó fijado en la evitación, el terapeuta lo acompañará
a conocer el miedo que hay detrás de la evitación y a poder
afrontarla, exponerse de nuevo para comprobar que hoy ya no es
tan duro. Es decir, en función del tipo de apego (de forma más
global) y de la biografía concreta del paciente (de forma particular),
el terapeuta irá acompañando al paciente en busca de un vínculo
más sano. Esto obliga a los terapeutas que trabajan con pacientes
con tantos problemas vinculares como son los pacientes
conversivos, a trabajar en sus propios sistemas de apego, a trabajar
en su propia terapia para prepararse para conocer sus propias
dificultades en la vinculación y que estas interfieran lo menos
posible (o al menos sean lo más claras posible) en el proceso
terapéutico.
Con clientes que tienen una estructura de apego
desorganizada, la activación de áreas cerebrales que median el
apego inhiben las áreas cerebrales que median la mentalización
(Liotti y Gilbert, 2011). Por lo tanto, si el terapeuta intenta ser una
figura de apego puede generar desregulación. Liotti (1999) propone
que la seguridad ha de establecerse a través del sistema de
cooperación, no del sistema de apego. Esta posición colaborativa se
pone en marcha desde el inicio de la terapia, comenzando con un
claro acuerdo sobre los objetivos y reglas del trabajo terapéutico.
Parte de este trabajo desde el sistema de colaboración es que el
paciente adopte una posición activa en su tratamiento, por ejemplo,
asumiendo su responsabilidad a la hora de aprender nuevas formas
de regularse y lidiar con los problemas, en lugar de depender solo
del terapeuta.
Otra cuestión que hay que tener en cuenta en el trabajo con los
vínculos es el prejuicio que existe, y que ya hemos desenmascarado
con anterioridad en el texto, sobre que las personas con TC
manipulan al entorno para conseguir lo que necesitan. Veamos un
ejemplo a continuación que clarifica esta cuestión.
Carmen es una paciente de veinticuatro años que presenta
pseudocrisis epilépticas desde hace dos años. Su familia tiene una
estructura aglutinada, en la que todos los miembros de la familia lo
saben todo sobre la vida de los otros, en los que apenas hay
diferenciación y donde los hijos se han quedado a vivir en la vida
adulta en el domicilio de la familia de origen. Por supuesto, Carmen
describe su familia como perfecta y su infancia como maravillosa:
«Siempre hemos sido una piña, es genial». Carmen empezó a
presentar las crisis el año en que terminó la carrera, cuando,
supuestamente, tocaba buscar trabajo y empezar una vida
independiente. Además, la presencia de las crisis aumentó la
atención de sus familiares sobre Carmen, o más bien, sobre sus
síntomas. Los síntomas recibían mucha atención, pero la conexión
emocional entre Carmen y su familia era muy precaria, limitándose
la relación a una preocupación constante por su estado de salud y
una dinámica familiar que comenzó a girar en torno a la enfermedad
de Carmen. Se fue volviendo más y más dependiente y su familia
más y más consentidora. Carmen pesaba 100 kg y sus padres le
subían botellas de dos litros de Coca-Cola a su cuarto cuando decía
estar demasiado desanimada para ni siquiera bajar al comedor. Si
vemos esta dinámica desde el juicio, diríamos que Carmen está
manipulando a su familia para conseguir lo que quiere. Pero nadie
empeora en sus síntomas si realmente está teniendo lo que
necesita. Una cosa es lo que «neuróticamente» Carmen demanda y
otra cosa son sus necesidades reales, que ni ella conoce ni su
familia satisface. Carmen no se ha salido con la suya cuando le
suben la Coca-Cola a su cuarto y le compran todo lo que quiere.
Pide Coca-Cola porque es el único placer que encuentra y no sabe
mucho sobre lo que realmente necesita. Empezamos a trabajar con
ella buscando desencadenantes de las crisis y pudimos ver que
muchas veces estas aparecían cuando sus padres la dejaban sola o
anunciaban que iban a hacerlo. Esto nos permitió plantear con ella
la hipótesis de una dependencia excesiva con sus padres, que
acabó por entender. Para ella era difícil ver que todo lo que recibía
de sus padres no era un regalo, sino una cárcel de oro. Darse
cuenta de que las crisis habían empezado cuando le tocaba
independizarse fue clave. El trabajo con la familia para romper esa
atención excesiva al síntoma (mientras que Carmen quedaba
emocionalmente desatendida) fue fundamental. Se trabajaron
pautas para afrontar las crisis y se fueron pidiendo objetivos de
mínima independencia para Carmen, que a los pocos meses ya
bajaba a comer con todos al comedor, y en el plazo de un año
empezaba a cocinarse sus cenas.
Según fuimos trabajando con los recuerdos de la infancia,
Carmen empezó a describir un montón de escenas en las que había
mucha atención operativa, en la parte logística digamos, pero era
desatendida emocionalmente. Se fue deshaciendo la idealización de
sus padres muy lentamente. Además, bajo nuestras indicaciones,
los padres pudieron dejarle algo más de espacio cuando tenía crisis
y le dedicaron otros momentos de mayor calidad vincular cuando no
presentaba síntomas. Las crisis fueron disminuyendo y pasaron de
ser varias veces por semana a mensuales.
Pues bien, desde un lugar de juicio nos quedaríamos en decirle
a la familia de Carmen que la paciente los está manipulando y que
obtiene todo lo que le da la gana, y les pediríamos únicamente que
frustren esas demandas. Desde el punto de vista de entender que
esas demandas no son las necesidades reales de Carmen (que en
este caso pasaban por tener espacios de calidad con ellos en
algunos momentos, y en muchos otros, por tener más espacio para
sí misma) ya no nos referiríamos a ella como manipuladora, sino
como alguien con una forma muy precaria de acceder a saber lo que
necesita y de jugarlo en relación con el Otro. Al no conocer sus
propias necesidades, la atención que recibía durante las crisis y
cuando hacía demandas de comida (por ejemplo) no la nutrían
emocionalmente. Este es el ciclo de la insatisfacción relacional que
tanto aparece en los pacientes conversivos, pero que no es
modulado por la manipulación sino por la dificultad para saber de
sus verdaderas necesidades y para poder jugarlas en el mundo de
las relaciones interpersonales.
De la Rosa reflexiona precisamente sobre esta cuestión y
refiere que en la histeria los síntomas que se expresan a través del
cuerpo buscan el contacto con un Otro significativo. Sin embargo, en
la forma de buscar el contacto que se establece a través de los
síntomas conversivos, la necesidad real de la persona nunca se
satisface porque no fomenta el vínculo sano que la persona
necesita. La persona hace una demanda (pide lo que cree que
necesita, sin pedirlo directamente) pero realmente no atiende sus
verdaderas necesidades. El autor considera que se repite un ciclo
dividido en las siguientes fases (De la Rosa, 2009): Intencionalidad
de contacto → Manipulación simulativa (que llamaríamos búsqueda
precaria del contacto) → Síntomas somatomorfos/conversivos →
Frustración del contacto, incompletitud → Manifestaciones
emocionales → Asimilación parcializante → Reinicio del proceso
experiencial.
En el ejemplo de Carmen, podemos ver cómo hay una intención
con la familia que ella pone en juego a través de demandas
múltiples (como la de que le suban la Coca-Cola a su cuarto). Los
padres acceden y tiene lugar un contacto entre Carmen y sus
padres que es muy precario. A veces, cuando ellos no acceden a
subir a su cuarto se siente desatendida, conecta con el abandono y
empieza a presentar síntomas conversivos. En este momento sí, ahí
los padres sí suben al cuarto y sí la atienden. En este caso recibe
atención, pero es una atención a sus síntomas y no a su necesidad
de afecto y cercanía con ella. Entonces sucede que por un lado se
siente satisfecha (ha conseguido que se atienda su demanda y sus
padres han subido), pero por otro lado emocionalmente se queda
vacía (sus padres han atendido sus síntomas y no sus verdaderas
necesidades de afecto). Esto genera lo que el autor llama
asimilación parcializante, y el proceso comienza de nuevo.
El ejemplo de Carmen nos trae además otra cuestión
importante, la del proceso de diferenciación del self que se define en
lo interpersonal como la capacidad para separarse uno mismo
respecto a la familia de origen, pero manteniendo una conexión
emocional. Skowron y Schmitt (2003) identificaron cuatro áreas en la
diferenciación:

1. Reactividad emocional: nivel de respuesta emocional


automática de la persona.
2. Posición autorreferente (I-position): habilidad para tomar
decisiones propias pese a la presión externa.
3. Fusión: tiene que ver con la identidad, con el grado en el cual
una persona desarrolla un sentido estable del self, separado del
de los demás.
4. Distanciamiento emocional: nivel de distancia emocional que
se establece con los otros.

Un individuo con buena diferenciación es consciente de sus


emociones y puede calmarlas, preserva su independencia aun
implicándose en relaciones íntimas y mantiene un sentido de
identidad respecto a sus emociones y pensamientos. No habrá por
tanto contagio emocional, ni excesiva influencia de las opiniones y
expectativas de los demás. Una buena diferenciación es un
indicador de bienestar (Miller et al., 2004) y en el caso de Carmen,
el eje principal de la terapia.
Por último, quisiéramos profundizar un poco más en el papel de
la familia y las intervenciones familiares que se deben realizar en el
abordaje de un paciente con trastorno conversivo. Los objetivos que
hay que trabajar en el ámbito de la dinámica familiar pueden ser
opuestos: en el caso de Leticia necesitábamos fortalecer el vínculo
con su madre, mientras que en el de Carmen se buscaba favorecer
la diferenciación. En cada familia, tendremos que hacernos varias
preguntas:

1. ¿De qué tipo de familia estamos hablando? Buscamos saber si


se trata de una familia aglutinada (donde todos los miembros
forman una piña y reina la indiferenciación), de una familia
dispersa (donde unos miembros comparten poco con los otros)
o tiene una estructura más sana y flexible (donde la familia está
cuando se la necesita, pero permite al sujeto tener una vida
propia).
2. ¿Cuál es el papel del paciente en la familia? Nos interesaremos
por si es un hijo parentalizado (que ocupa el lugar de uno de los
padres en vez del lugar de hijo), si es un hijo «bisagra» (que en
sus funciones tiene la de mantener unidos a los padres, que
mandan el mensaje de que «si no fuera por mi hijo, nos
separaríamos»), si se trata de un hijo de sustitución (aquel que
nace inmediatamente tras perder a otro hijo y cumple en cierta
medida una labor de sustituir al hermano que falta), y así un
largo etcétera de posibles funciones insanas que los hijos
pueden desempeñar en las familias.
3. ¿Cómo se sitúa la familia en relación con la patología del
paciente? Puede ser que la familia se vuelque en atender las
crisis (como era el caso de Carmen) o puede ser que la familia
se sitúe en una posición de juicio y enfado hacia la paciente,
por ejemplo.

Como decíamos, estas cuestiones podrán ser abordadas tanto


desde el punto de vista individual como desde una terapia de
familia. Lo que sí debe quedar claro es qué tipo de intervención
estamos realizando (individual o familiar) para que la sana inclusión
de los familiares en la terapia no se convierta en una invasión más
de los espacios del paciente.
CAPÍTULO 25

CADA PACIENTE ES DIFERENTE: REFLEXIONES


SOBRE EL PAPEL DE LA PERSONALIDAD

A lo largo del texto hemos ido viendo cómo el trastorno conversivo


es un trastorno poliformo, tanto en sus manifestaciones concretas
como en la variedad de patrones de apego y de regulación
emocional que se pueden dar en un paciente conversivo. Vimos
cómo en el trastorno conversivo la excepción se convierte en norma,
por eso las recetas mágicas no existen. En este sentido, optamos
por un abordaje centrado en la biografía de la persona y en los
patrones de conducta, emocionales y de relación que se fueron
generando para lidiar con los diferentes retos que desde el punto de
vista psicológico le iban surgiendo a la persona en su desarrollo.
Para poder aproximarnos a las personas con síntomas
conversivos (y no solo al trastorno), tenemos que dejar un momento
de lado el mapa y bajar al territorio, a conocer a la persona en sí.
Conocerla requiere entender en qué tipo de familia ha crecido, cuál
era su función en la familia, cuáles fueron las dificultades
emocionales más importantes que se encontró en su desarrollo, qué
eventos concretos marcaron una forma de relacionarse con los
demás u otra en concreto, en qué momento de la vida tuvieron lugar
los eventos más definitorios de su carácter, y así una larga lista de
cuestiones que lo que nos dicen es que necesitamos conocer a la
persona que tenemos enfrente, más allá del trastorno que padezca.
Un marco útil para poder conocer a una persona es
aproximarse a entender un poco más sobre su personalidad. En el
DSM-IV se distinguían las patologías del llamado eje I y las del eje
II. El eje I se correspondía con los diferentes diagnósticos de
trastorno mentales que conocemos habitualmente (depresión,
trastorno bipolar, esquizofrenia, trastorno obsesivo compulsivo,
trastorno por ansiedad generalizada, trastorno por déficit de
atención, etc.), mientras que el eje II se refería la personalidad del
sujeto. Es necesario entender que los trastornos psiquiátricos no
aparecen sobre un lienzo en blanco, sino en una persona concreta,
con una biografía concreta y, por tanto, con un patrón de
personalidad concreto.
Tal y como hemos visto, tradicionalmente se ha relacionado el
trastorno conversivo con la estructura de personalidad histérica. La
neurosis histérica freudiana aludía a una manifestación clínica
concreta (en la que dominaban los síntomas conversivos y
disociativos) que se daría en un tipo de personalidad concreta, la
histérica. Con el tiempo, se ha ido perdiendo el término «histeria» y
en las clasificaciones internacionales ha quedado tan solo el término
«histriónico» únicamente para designar a un trastorno de
personalidad. Diferentes autores han hecho hincapié en que no
existe una única tipología dentro de las personalidades de estructura
histérica, y que los pacientes histriónicos solo son un subtipo dentro
de ellas (Naranjo, 2008). La histeria sería la estructura general de
personalidad (por contraposición con la estructura obsesiva) y la
personalidad histriónica un subtipo (el más marcado por la alta
emocionalidad, la demanda interpersonal y la tendencia a exhibirse).
Este cambio en la nomenclatura lleva consigo un nuevo prejuicio
relacionado con el género, pues al restringir la amplitud de la
antigua histeria a la manifestación más extravagante se consigue
colocar a las personas con estructura de personalidad histérica del
lado de lo caprichoso y de la búsqueda de atención.
Nosotras utilizaremos el término «histérico» para referirnos a
una estructura de personalidad amplia que tiene que ver con el
concepto clásico de histeria (el precursor del trastorno conversivo) y
el término «histriónico» para hacer alusión al trastorno histriónico de
la personalidad tal y como se conceptualiza en la CIE-10 y DSM-5.
Se ha visto que algunas estructuras de carácter predisponen a
la aparición de unos trastornos determinados y no otros. Por
ejemplo, es más fácil que una personalidad sensitivo-paranoide
desarrolle una estructura delirante, o que una personalidad obsesiva
desarrolle un trastorno obsesivo-compulsivo, o que una
personalidad con estructura histérica desarrolle síntomas de distimia
o somáticos. Sin embargo, la creencia de que solo las mujeres de
estructura histérica presentan síntomas compatibles con la neurosis
histérica (como la conversión) no ha podido ser confirmada por los
estudios al respecto. De hecho, existen múltiples reportes de casos
de conversión en los que los pacientes no tienen una personalidad
de base histérica, sino obsesiva, evitativa, límite, etc. (Søgaard et
al., 2019). En este sentido, Kuloglu et al. (2003) encontraron en una
muestra de 84 pacientes en Turquía, que un 21,6 % de las mujeres
y un 4,5 % de los hombres con cuadros conversivos presentaban
rasgos de personalidad histriónicos, y menos de un tercio de la
muestra presentaba un patrón de personalidad del clúster B
(histéricos, límites, disociales o narcisistas). La variabilidad en los
estilos de personalidad era la norma. En un intento de afinar un
poco más sobre esta cuestión, Rupprecht-Schampera estudió la
personalidad de los pacientes conversivos y postuló que se podrían
dividir en dos grupos: aquellos con altos niveles de neuroticismo
(pertenecientes a personalidades del clúster C —evitativo,
dependiente u obsesivo— o bien mezcla de C y B) y aquellos con
una estructura límite (que el autor consideraba más relacionada con
la disociación, el trauma y las alteraciones en el apego) (Rupprecht-
Schampera, 2003). Esta visión más ajustada al conocimiento actual
sobre la materia rompe con la idea de que hay una relación unívoca
entre la histeria y el trastorno conversivo.
Dada la amplia variabilidad de personalidades sobre las que
pueden aparecer síntomas conversivos, no es raro que a veces
tengamos la impresión de que tienen poco que ver unos pacientes
con otros. Pongamos un par de ejemplos.
Tania tiene veintiún años. De origen centroamericano, fue
adoptada por una familia española a los diez años de edad. De su
vida en su país de origen recuerda que la familia echó del pueblo a
su madre por estar enferma. Sin ningún recurso económico, su
madre biológica se marchó con Tania del pueblo y vivieron en
condiciones de pobreza, hasta terminar en un centro religioso donde
finalmente la madre dejó a Tania. Recuerda varias escenas de
violencia física y sexual en su país de origen, pero no recuerda si su
madre biológica lo supo o no. En todo caso, ella no se sintió
protegida. En el orfanato le contaron que su madre había muerto,
pero Tania siempre mantuvo una actitud de duda frente a esta idea,
no sabiendo si había fallecido o si había decidido abandonarla. A los
veinte años finalmente contacta con el orfanato donde se crio y
confirma que su madre sigue viva.
Desde su llegada a España a los ocho años, Tania mostró un
rechazo hacia sus padres adoptivos, ante los cuales se comportaba
de forma violenta verbal y físicamente. Aprendió rápido el idioma,
era sociable y espabilada. Sin embargo, era voluble en sus
relaciones, cambiante, impulsiva y desorganizada. Podía establecer
una relación intensa con una amiga y a las pocas semanas
enfadarse por una cuestión nimia y pasar a ser su enemiga. En la
adolescencia desarrolló conductas autolesivas y síntomas
alimentarios importantes. Tuvo que ser internada en varias
ocasiones en unidades de Psiquiatría por la dificultad para la
convivencia en casa. Presentó síntomas de disociación psicomorfa
en forma de voces y de episodios regresivos en los que una parte
infantil tomaba el control. También tuvo síntomas conversivos como
parálisis en la cara o síncopes en diferentes momentos del
seguimiento. Su diagnóstico en la vida adulta es el de trastorno
límite de la personalidad y trastorno disociativo (psicomorfo y
somatomorfo).
El trabajo en consulta giró durante dos años casi
exclusivamente en intentar generar un vínculo. Algunas veces, Tania
faltaba a las consultas, otras veces se mostraba sobreimplicada y en
ocasiones se ponía hostil y negativista. Ella escogía qué temas
tratar, haciendo una evitación activa de cualquier contenido
traumático. Durante un tiempo, trabajamos en la estabilización en el
presente, con estrategias sencillas de regulación emocional y
haciendo trabajo sobre el pensamiento reflexivo. Tania tenía un
patrón de apego desorganizado y una tendencia a la infrarregulación
emocional, que tuvo que trabajarse en las primeras fases porque, de
otro modo, el desbordamiento emocional era constante. Tras dos
años de trabajo, Tania empezó a ser regular en la asistencia a las
citas y pudimos empezar a trabajar en su biografía de forma muy
cuidadosa y progresiva. No nos permitía trabajar con EMDR, pero sí
pudimos ir escribiendo con ella su historia de vida. Trabajábamos
sobre una época concreta de su biografía (por ejemplo de los cero a
los cinco años) y hasta que no conseguíamos una versión
mínimamente aceptable para todas sus partes internas y coordinada
por la parte más adulta, no seguíamos adelante en la línea
biográfica. Nos llevó un año y medio terminar su biografía. A través
de este trabajo fuimos organizando los acontecimientos que en su
cerebro aparecían como caóticos y deslavazados. El trabajo
autorreflexivo fue fundamental. Las autolesiones y las conductas de
riesgo disminuyeron. Los síntomas conversivos son muy puntuales a
día de hoy, pero sigue presentando bastante disociación psicomorfa,
línea en la que seguimos trabajando con Tania.
Gelu tiene treinta y tres años. A los seis años le diagnosticaron
una malformación neurológica. Por este motivo tuvo dos
intervenciones quirúrgicas y varios ingresos en Neurología hasta los
catorce años, momento desde el cual su enfermedad se mantiene
estable. Es pensionista por enfermedad, pero tiene autonomía para
las actividades básicas de la vida diaria, mantiene relación con un
grupo de amigas de su pueblo y ha tenido varias parejas. Sin
embargo, su familia la describe como muy infantil. La madre
reconoce que siempre la sobreprotegió mucho por su enfermedad y
Gelu por momentos parece contenta con ello e idealiza a su madre y
habla de ella como su mejor amiga, mientras que en otros
momentos la percibe «pesada», «no me deja ni a sol ni a sombra».
En sus dos relaciones de pareja describe haberse sentido poco
atendida, con la sensación de «no ser todo para ellos», «como
deben ser las parejas, ¿no es así?». Además, las injerencias de su
madre en la vida de pareja han sido frecuentes y esto las ha
dificultado.
Hace dos años, Gelu empezó a tener crisis que en un principio
los médicos etiquetaron como epilépticas, lo cual no sería de
extrañar teniendo en cuenta sus antecedentes personales. Sin
embargo, le realizaron múltiples EEG e incluso un vídeo-EEG y
pudieron observar que durante las crisis no había actividad
epiléptica en el cerebro. Además, las crisis no mejoraban con los
fármacos para la epilepsia, que finalmente acabaron retirándole. La
diagnosticamos de trastorno conversivo y comenzamos un abordaje
en la línea de lo que planteamos en este libro. La psicoeducación y
el trabajo con la regulación emocional fueron importantes, pero en
su caso, el trabajo con los patrones de apego fue fundamental.
Vimos que se trataba de una paciente con una personalidad
dependiente y, en función de esto, gran parte del trabajo giró
primeramente en torno a entender cómo se había generado tal
dependencia (su función en el pasado) y qué consecuencias le trae
en el presente, para posteriormente trabajar en la promoción de su
propia autonomía. Se hizo mucho trabajo en la línea de ir buscando
paulatinamente apoyos diferentes a su madre y también en ser
capaz de tolerar poco a poco más actividades en solitario. Al año de
tratamiento, las crisis habían pasado de ser bisemanales a
trimestrales. Por el momento no hemos conseguido que
desaparezcan, pero hemos visto que trabajando estas cuestiones
que tienen más que ver con su personalidad y su forma de
vincularse, la sintomatología ha disminuido notablemente.
Como vemos en los ejemplos anteriores, se trata de pacientes
que en ambos casos han sido diagnosticados de trastorno
conversivo, pero que son muy diferentes en biografía, patrón
cognitivo-emocional, patrón relacional y de apego, y, en definitiva, se
trata de pacientes en los que se ha ido conformando una estructura
de personalidad muy diferente. Mientras para Tania la distancia
emocional le da seguridad y permitir el acercamiento le resulta muy
difícil, Gelu funciona desde el otro polo, teniendo grandes
dificultades para tolerar la separación y desarrollar autonomía y
autorregulación. Si nosotros aplicamos la misma receta para Tania y
para Gelu, las cosas no van a ir bien. Con lo que llevamos
desarrollado hasta este momento en el libro, tenemos bastantes
elementos para entender estas diferencias. Sin embargo, muchas
veces vamos a observar patrones de personalidad complejos en los
que necesitamos ver más matices.
Las clasificaciones de la personalidad son innumerables y
estamos lejos de disponer de un consenso. Tomando como
referencia a un autor clásico como Theodore Millon,
fundamentalmente por usar una terminología ampliamente conocida,
podemos pensar en las creencias nucleares que caracterizan
algunos estilos de personalidad. Millon las resume de forma
bastante sencilla en el siguiente cuadro (Millon, 2006):

Estrategia Personalidad Ejemplo de creencia


Depredadora Antisocial Los demás son bobos
De solicitud de ayuda Dependiente Necesito a los demás para sobrevivir
Competitiva Narcisista Estoy por encima de las normas
Exhibicionista Histriónica Puedo dejarme guiar por mis sentimientos
Autónoma Esquizoide No hay quien aguante las relaciones sociales
Defensiva Paranoide La buena voluntad esconde motivos ocultos
De retirada Evitadora Los demás rechazarán a la persona que soy
Ritualista Obsesivo-compulsiva Los detalles son cruciales

Según nuestra experiencia, las personalidades antisocial,


esquizoide y paranoide no son frecuentes en los pacientes con
trastorno conversivo. Pero tampoco tenemos la experiencia de que
la mayoría de nuestros pacientes conversivos sean histriónicos. Tal
y como veíamos en el capítulo destinado a la perspectiva de género,
los pacientes con TC tienen una alta variabilidad de rasgos de
personalidad, principalmente del clúster B y C (Rupprecht-
Schampera, 2003). Por lo tanto, nos podemos encontrar con
pacientes conversivos de diferentes perfiles predominando los
dependientes, evitadores, obsesivos, histriónicos, límites y, en
menor medida, narcisistas. Conocer el tipo de personalidad de
nuestros pacientes nos sirve para entender cuáles son las
cogniciones más frecuentes y qué estrategias utilizan en la relación
con el otro. Esto es de especial importancia a la hora de generar un
vínculo y de trabajar con la relación terapéutica. Recomendamos la
consulta del libro La entrevista psiquiátrica en la práctica clínica, de
MacKinnon, Michels y Buckley (2008), que ofrece una buena
introducción sobre cómo aproximarse a cada tipo de paciente en
función de su personalidad y su trastorno.
Comprender la estructura de personalidad no tiene que ver con
colocar al paciente en una tipología. Los pacientes suelen resistirse
a las etiquetas, y frecuentemente se combinan rasgos de distintos
trastornos, haciendo que los cuadros «mixtos» sean lo habitual. Sin
embargo, en general nos pueden ayudar a orientarnos y también a
explorar los posibles orígenes de estos patrones. Hemos hablado de
explorar la historia previa del paciente buscando factores que hayan
contribuido a los síntomas y a los patrones de regulación emocional
y de autocuidado, así como al tipo de vínculo y estilo de apego
predominantes. Sin embargo, los patrones de personalidad, con sus
creencias sobre uno mismo, sus predicciones sobre la respuesta de
los demás y sus perspectivas sobre el mundo son elementos
diferentes. Su papel en la patología del paciente puede ser muy
destacada y necesitamos también ponerla en contexto.
¿Dónde se desarrollan estos rasgos, creencias y formas de
relacionarse? Algunos autores hablarán de que las personalidades
se van fijando en diferentes etapas del desarrollo evolutivo de los
niños (entre los cero y los ocho-doce años en función del autor). Se
entiende que en cada etapa suceden unos hitos del desarrollo
concreto, unas habilidades que el niño debe ir desarrollando y que
son propias de cada fase. La idea es que sabiendo a qué edad
empezaron los síntomas (si aparecieron en la infancia) o a qué edad
sucedieron los principales eventos traumáticos, podemos hacernos
una idea del tipo de fijación de carácter que aparece. Muchas de
estas contribuciones proceden del campo del psicoanálisis, en el
que se manejan conceptos freudianos como etapa oral (entre los
cero y quince meses), anal (de quince meses a tres años), fálica (de
cuatro a siete años), de latencia (de siete a doce) y, por último,
genital (correspondiente a la adolescencia). Son conceptos que
pueden ser complejos de traducir a un lenguaje más genérico para
profesionales que no están formados en este campo. En un modo
muy general, podemos resumir que las personalidades orales son
personas que en lo relacional se manifiestan dependientes,
demandantes, que no se satisfacen fácilmente. Muestran mucha
necesidad de ser queridos y aceptados por los demás. Las
personalidades anales son de carácter poco flexible, son estrictos
con el cumplimiento de las normas, hábiles en labores organizativas
y menos en cuestiones relacionales y emocionales. Los caracteres
fálicos tienden a ser competitivos, muestran una necesidad por
sentirse únicos y especiales, y suelen hacerlo a través del uso de la
seducción (destacando la feminidad de las mujeres de este rasgo y
la masculinidad en los hombres). Les caracteriza también la
rivalidad con el progenitor del género opuesto. Muchos otros autores
han estudiado la relación entre el desarrollo evolutivo del niño y su
personalidad, dando lugar a múltiples clasificaciones. Algunos
coinciden en el interés en analizar dos aspectos fundamentales en
el desarrollo del niño: se busca la herida fundamental que ha tenido
el niño en su relación con los padres y cuál ha sido su estrategia
para sobrevivir a esta herida (Naranjo, 2008).
Más recientemente, diversas orientaciones han actualizado las
ideas psicoanalíticas, generando modelos modernos para el
tratamiento de los trastornos de personalidad y en los que se enlaza
también la historia temprana, la presencia de distintos estados
mentales (con distintas denominaciones, pero que enlazan con el
concepto de compartimentalización disociativa) y los patrones
relacionales. Destacaríamos en esta línea la terapia cognitivo
analítica de Ryle y Kerr (2002), que hablará de roles recíprocos y
estados del self, la terapia de esquemas de Young (2013), que
hablará de modos y esquemas, y la terapia centrada en la
transferencia del psicoanalista Otto Kernberg, de la que resulta
interesante destacar el concepto de falta de diferenciación del yo,
entre otros (Yeomans et al., 2016). No entraremos en una amplia
descripción de estas orientaciones, pero sí podríamos tener en
cuenta algunos elementos comunes.
Los trastornos de personalidad son estructuras difíciles de
modificar, pero que en ocasiones presentan importantes
fluctuaciones, como en el trastorno límite. Este último es
considerado por algunos autores, como Van der Hart, Nijenhuis y
Steele (2006), como parte del espectro postraumático, entendiendo
estas fluctuaciones como representativas de una fragmentación
(compartimentalización) de la personalidad, derivada del trauma. El
resto de los perfiles que se ven en el trastorno conversivo
(dependiente, evitativo, obsesivo, histriónico, narcisista) son más
bien estructuras estables de carácter. Sin embargo, los
componentes de estas estructuras son diversos. Muchas escuelas
definen unos estados emocionales nucleares, asociados a creencias
sobre el self y expectativas sobre la respuesta de los demás ante las
propias necesidades, y unas respuestas que podríamos denominar
de protección o defensivas, que se generan ante la imposibilidad de
dar una respuesta sana a lo que esos estados subyacentes
implican. En este sentido Young, Klosko y Weishaar proponen una
clasificación de los elementos que componen la estructura del self,
que denominan modos infantiles, parentales, de afrontamiento y
saludables (Young et al., 2013). Estos modos enlazan además con
el origen biográfico que modeló sus estilos de funcionamiento.
Como esta terapia, muchas otras conceptualizaciones de los
trastornos de personalidad describirán distintos estados.
Describimos aquí de modo general estos elementos desde los que
analizar estructuras de personalidad disfuncionales, enlazándolo
con lo que hemos ido contando en este libro:

• Algunos estados contienen emociones, creencias y patrones


propios de la infancia. Por ejemplo, la vulnerabilidad dolorosa
que los adultos no cuidaron, sino que dañaron; la rabia que el
niño no pudo expresar ante el dolor o el abandono; los impulsos
que no se frenaron o en los que subyacen necesidades no
atendidas.
• Otros estados tienen que ver con la introyección de modelos
parentales críticos o exigentes, que estuvieron muy
presentes y marcaron la conducta del niño sin una conexión con
lo que este sentía, y fueron por tanto igualmente influyentes y
perturbadores. Estos modelos son, por tanto,
irremediablemente aceptados y a la vez rechazados, lo que
impide que puedan flexibilizarse y evolucionar. Cuando la
persona se cuestiona su conducta o se ayuda a mejorar —
cosas ambas muy saludables—, lo hace con un estilo que lleva
a la presión, el bloqueo o a una reacción en la dirección más
opuesta que pueda encontrarse.
• Cuando estos estados mentales contienen emociones
abrumadoras o tendencias irreconciliables, se desarrollan otras
estructuras orientadas a manejar esa experiencia interna.
Dado que no hay posibilidad de ir actualizando estos patrones,
porque las experiencias que dieron lugar a ellos están
bloqueadas y la capacidad metacognitiva está poco
desarrollada, la mente ha de ir gestionando como puede lo que
más tarde o más temprano habrá de emerger, pero solo le
queda el recurso de los mecanismos disfuncionales de
regulación. Esto puede hacerse a través de una combinación de
estos mecanismos:
a. Desde la evitación: la persona se vuelve fóbica a los
contenidos mentales y procura por todos los medios no
mirarse para dentro, o conectar de modo genuino con los
demás.
b. Desde el control: hay una construcción mental que marca
—o pretende marcar— los estados internos, lo que la
persona puede y no puede sentir, lo que es lícito o no
pensar.
c. Desde la claudicación: cuando la experiencia interna o el
conflicto es ya inasumible, la persona deja de tratar de
funcionar, intenta «dormir todo el día», se autoabandona o
funciona de un modo mecánico o automático, por pura
inercia.
d. Desde la sobrecompensación: se generan patrones que
van en dirección opuesta de los esquemas nucleares, pero
que sin embargo no los eliminan. Por ejemplo, la persona
internamente tiene profundos sentimientos de no valía,
pero desarrolla una imagen grandiosa de sí misma (lo que
algunos autores denominarán un falso self ) dando lugar a
una estructura narcisista.

Otras estructuras y patrones estarán orientados a manejar la


experiencia externa, las relaciones con los otros que se hacen
inmanejables. No olvidemos que la génesis de estas estructuras
está en las relaciones. La persona podrá funcionar así con
sucedáneos de una relación segura, de una comprensión del
funcionamiento de la mente del otro y de cómo funcionan las
relaciones, como pueden ser:

• Desde el cuidado/protección de otros: cuando uno no ha


podido resolver su problema en su propia historia,
independientemente de la conciencia que se tenga de ello, se
puede poner gran cantidad de energía en resolverlo en otros,
funcionando como rescatador de personas a las que ve
vulnerables o dañadas, o como protector y luchador contra las
injusticias.
• Desde la dominación/control de otros: ante la imposibilidad de
vincularse desde la seguridad emocional, los sistemas de
jerarquía social pasan a ser predominantes en el campo
relacional. La persona puede focalizarse en dominar o en estar
en relaciones en las que es el otro el que controla, porque es el
único esquema en el que siente que encaja. En ocasiones
impulsos más primitivos, como el sistema predatorio presente
en nuestra especie, cobran relevancia, y el objetivo pasa a ser
la captura o el daño en sí mismo.
• Desde el acoplamiento al otro: con una identidad interna
confusa o que genera angustia, la persona desarrolla una
estructura interna orientada de modo central a encajar. Se trata
de un falso self modelado con base en lo que se cree que los
demás esperan. Se siente lo que se supone que se debe de
sentir, pero es más una emoción teórica que genuina.

Sean estos u otros parámetros los que manejemos, en nuestra


opinión es interesante entender el funcionamiento mental no como
un bloque monolítico, sino como un conjunto de elementos. Estos
elementos no estarán encajados en las patologías de la
personalidad y darán lugar a diversas disfunciones, pero también a
un cierto equilibrio interno que el sistema se resistirá a perder.
Dependiendo del perfil, unos sistemas funcionarán desde la
oscilación y otros desde la rigidez, pero en ningún caso serán
mecanismos útiles para gestionar las propias necesidades, la
conexión con los demás y el funcionamiento en la vida cotidiana. Es
en medio de las piezas de estos puzles complejos donde aparecen
los síntomas, como reflejo muchas veces del fracaso de estos
mecanismos.
A la hora de entender las conexiones entre los patrones de
personalidad y la historia del paciente también es importante
explorar desde estos elementos. Las rutas que llevan de una cosa a
otra no son unívocas. Por ejemplo, una tendencia
grandiosa/narcisista puede generarse tanto en la absoluta ausencia
de validación por parte de los cuidadores primarios en la infancia
como por parte de unos padres que proyectaron en el hijo sus
aspiraciones no cubiertas, dejando a este como única opción ser el
hijo que ellos hubiesen querido tener (Miller, 2015). Una autocrítica
interna extrema (en los casos más disociativos en forma de voces
críticas) puede haber surgido como internalización de un cuidador
extremadamente crítico, pero también ante la ausencia de cuidado
emocional, como el único modo que el niño encontró de empujarse
a hacer las cosas que cada etapa requería. No nos interesa
solamente entender la estructura que tenemos delante, sino dónde
se generó. La función de cada una de esas piezas mal encajadas
está en las etapas en las que se desarrollaron esos patrones, donde
probablemente tuvieron sentido, donde fueron las únicas
alternativas que se sintieron viables para adaptarse a un entorno
complejo, y poder salir adelante.
También es interesante comprender el período evolutivo en el
que los factores ambientales acontecen, lo que determinará su
influencia diferencial. Desde el campo de la neurobiología, algunos
autores han empezado a estudiar el efecto diferencial de distintos
traumas, a distintas edades y en distintos géneros (Andersen et al.,
2008; Pechtel et al., 2014; Teicher et al., 2018). Pero muchas veces,
las influencias ambientales negativas no tienen que ver tanto con
eventos traumáticos únicos como con un patrón de relación
concreto, que se va fijando en el día a día con los padres, en las
pequeñas interacciones. A la vez que el niño va ganando en
habilidades motoras y cognitivas según va creciendo, va
desarrollando también patrones de regulación emocional concretos
y un código de relación con el otro. En nuestro caso, nos interesan
especialmente aquellas cuestiones del desarrollo evolutivo que
tienen que ver precisamente con esto último, con la relación con el
otro, caballo de batalla frecuente en el trabajo con los pacientes
conversivos. Algunos pacientes que hemos descrito a lo largo del
libro presentaron síntomas conversivos a partir de recuerdos
preverbales (estar tres meses solo al nacer en una incubadora, sin
presencia de los padres). Otros desarrollaron un patrón de escasa
autonomía emocional e infrarregulación. En el ámbito relacional
tenderán a la corregulación, buscando siempre la regulación en el
otro, a partir de un estilo de apego preocupado, que lógicamente
tiene influencia desde muy temprana edad en el desarrollo; esta
infrarregulación estaba en la base de los síntomas conversivos, pero
además los síntomas tenían siempre un importante elemento
relacional: se producían ante la falta de regulación externa o como
búsqueda de la misma. En cambio, otros casos tenían un patrón
más obsesivo de personalidad, mayor autoexigencia y mayor
sobrerregulación, como fruto de una elevada exigencia y control
parentales. La influencia de estos elementos relacionales es más
tardía, y corresponde a etapas en las que el niño va realizando más
actividades por sí mismo. El modo en el que se siente la
responsabilidad tiene que ver con que se nos hayan dado y ayudado
a gestionar responsabilidades adecuadas a nuestro período
evolutivo.
Es importante que entendamos también estas estrategias de
carácter como modos de sobrevivir emocionalmente y de adaptarse
al entorno. Dado que la familia es el primer grupo social en el que la
persona se inserta, es especialmente importante descubrir cuál ha
sido la dificultad que ha tenido con las figuras principales de apego y
cuál ha sido la estrategia para sobrevivir y/o ser querido que pudo
emplear (Naranjo, 2008). El que estas estrategias tengan efectos
colaterales, lejos de desanimar a la persona en su empeño, se
reinterpreta desde los esquemas nucleares y termina
alimentándolos.
El objetivo de estos mapas no es dar por sentado que una
determinada estructura remite siempre a una herida específica, sino
resaltar la importancia de explorar estas raíces. A veces tendemos a
pensar que es más importante trabajar un recuerdo sobre un
accidente de tráfico que trabajar sobre un momento en el que el
padre le decía al niño que había sacado un 8 en un examen que esa
era «una nota de mierda». Un recuerdo como este resulta nuclear
en la formación del carácter y a menudo se relaciona más con los
patrones cognitivo-emocionales y relacionales del adulto que las
experiencias aisladas.

Personalidad Herida nuclear Estrategia para sobrevivir


Antisocial Haberse criado en un medio Mostrarse poderoso y dominar al otro
violento y no haber podido ser
niño
Dependiente Sentirse abandonado Mostrarse incapaz e insatisfecho para ser atendido
emocionalmente y sobreatendido
en lo operativo
Narcisista Haber sido humillado y expuesto Creerse más capaz que los demás. Mostrar desprecio
a la competencia por el otro. Bajar al otro para mantener la propia
superioridad
Histriónica Haber sido seducido y a la vez Relacionarse a través de la conquista y la seducción
rechazado (no necesariamente sexual).
Satisfacer el deseo del otro y no el propio
Esquizoide No sentir reconocida su Mostrar excesiva autonomía y desapego: «yo no
existencia, sentirse odiado u necesito del otro»
obviado
Paranoide Haber sido utilizado o participar Mostrarse desconfiado con el otro, estar a la defensiva,
en una guerra de bandos pendiente de detectar el daño
Evitadora Exigencia de tener una imagen Ser el niño bueno y evitar el conflicto para no salir
social admirable, no poder perjudicado
equivocarse
Obsesivo- Ser controlado o castigado en Intentar ser perfecto y tener el control
compulsiva exceso.
No sentir calidez y amor
Límite Ser amado y dañado por la Buscar distintas necesidades de modo extremo y
misma persona. alternante
Crecer en una familia caótica
Tampoco es raro que los síntomas conversivos estén
vinculados con este tipo de heridas nucleares. Veamos un caso:
Juanjo tiene cuarenta y cinco años y es responsable, metódico,
muy correcto en las formas y respetuoso con las normas. Estos
rasgos de personalidad hicieron que siempre fuera muy valorado en
su trabajo, donde siempre alcanzaba puestos de responsabilidad,
sin que él lo reconociera como un deseo consciente, sino más bien
como algo que le sucedía como consecuencia de su forma de
trabajar. En sus dos últimos trabajos tenía a cargo un equipo de una
veintena de trabajadores y, en ambos casos, terminó por necesitar
una baja laboral por su dificultad para la gestión de los conflictos
relacionales que surgían en ese contexto. Juanjo se sentía
agraviado cuando sus trabajadores no cumplían ciertas tareas con
el rigor que él esperaba, tomándoselo como una cuestión personal.
Se malhumoraba y a la vez sufría porque no quería tener un
estallido de ira delante de ellos; ante todo, se decía, no podía perder
la compostura. Vivía en esta tensión entre la ira y el buen talante
que creía que debía mantener. En el último año, empezó a tener
lumbalgias repetidas por una hernia discal. A la vez, el ambiente en
el trabajo se fue tensando cada vez más. Juanjo no expresaba su
malestar ni verbalmente ni a través de ninguna manifestación
emocional, como mucho llegaba a quejarse de la falta de decoro de
sus trabajadores (de una forma bastante intelectualizada y poco
emotiva). Poco a poco, se fue obsesionando más y más con el dolor
de espalda, prestándole cada vez más atención. Se volvió
hipervigilante con sus sensaciones corporales, comprobando una y
otra vez si su postura era la correcta, y chequeando la evolución de
sus puntos dolorosos. Un día empezó a presentar movimientos
anómalos en el cuello y la cabeza, como si tuviese un espasmo en
los músculos del cuello (distonía). Se descartaron causas
traumatológicas y neurológicas para dichos movimientos y ningún
médico encontró la causa.
Pudimos diagnosticar el carácter conversivo de estos síntomas,
explicárselo y comenzar a trabajar. Juanjo necesitó apoyo
psicofarmacológico con un antidepresivo, de perfil antiobsesivo, que
mejoró mucho sus síntomas tanto obsesivos como conversivos. A
los quince días del tratamiento antidepresivo las distonías habían
disminuido a la mitad, aunque no desparecieron del todo. Iniciamos
la terapia psicológica revisando su biografía y nos centramos esta
vez de forma central en su carácter. Juanjo tenía mucha tendencia a
analizar las cosas cognitivamente y muy poco contacto con sus
emociones (su patrón era el de la sobrerregulación emocional). Era
rígido en cuanto a las normas y a su idea de cómo se suponía que
tenían que ser las cosas, teniendo dificultades a veces para
entender y empatizar con las circunstancias personales de los
demás; esto le generaba muchos problemas en el trabajo. La tarea
inicial se orientó a la comprensión de su forma de funcionamiento, la
flexibilización cognitiva y de aumento de conciencia de sus propios
sentimientos y de los de las demás. Juanjo entendió un poco más
sobre su forma de ser y las dificultades que le generaba, pudo
buscar alternativas y entrenar otras formas más flexibles y
empáticas de encontrarse con los demás.
Para entender estos patrones, a Juanjo le sirvió mucho
comprender la conexión de todo esto con su crianza. Cuando
analizamos sus experiencias familiares en la infancia, pudimos ver
que tuvo unos padres ultraexigentes, para los que nada era
suficiente. Además, su padre era especialmente frío, lo que se
refleja de modo muy claro en uno de los recuerdos que nos fue
contando. Cuando tenía siete años y estaba con 39 ºC de fiebre, se
puso a llorar llamando a su madre; su padre entró en la habitación y,
con mirada fría y gesto severo, le dijo: «¿Te parece normal llorar
como un bebé?». Trabajamos con EMDR ese recuerdo y a raíz de
esto se pudo dar cuenta de cómo él también se trataba a sí mismo
frenando las emociones que le parecían «infantiles» (especialmente
la tristeza y también la sensación de vulnerabilidad). Al introducir el
concepto de vulnerabilidad nos dimos cuenta de que Juanjo solo se
sentía vulnerable cuando físicamente se encontraba mal. La forma
de compensación era el trabajo, donde era tan eficiente y
perfeccionista que su buen rendimiento le daba seguridad (aunque
problemas con los compañeros), lo que a la vez respondía a la
búsqueda de una necesidad nunca cubierta: la de ser reconocido
por su padre, algo que nunca llega con cuidadores que funcionan
desde el «nunca es suficiente» y que están ellos mismos anclados
en la insatisfacción.
Cuando tratamos la cuestión de recuperar la capacidad de
sentirse (sanamente) vulnerable, trajo a consulta varios recuerdos
de momentos de impotencia física que vivía como especialmente
perturbadores y que le desencadenaban mucha angustia.
Revisando el inicio de los síntomas conversivos vimos que coincidía
con un momento de dolor e impotencia funcional (por su hernia
discal). La reacción ante la hernia había sido exagerada, pero hasta
que dimos con este recuerdo no pudimos entender bien el porqué. A
raíz del trabajo con este y otros dos recuerdos similares, pudo
permitirse sentirse y mostrarse más vulnerable delante de su mujer
y amigos, y muy lentamente fue deshaciendo esa imagen de
perfección que proyectaba delante de los otros y que le mantenía
tan exigente consigo mismo y con los demás. Los síntomas
conversivos desaparecieron en el plazo de seis meses y no han
reaparecido en los dos años que llevamos conociéndole. Sus rasgos
de personalidad se han dulcificado y le hacen sufrir menos a pesar
de que los patrones generales siguen siendo del mismo tipo.
Este es un buen ejemplo sobre cómo el hecho de fijarnos en el
tipo de personalidad de nuestros pacientes conversivos nos puede
poner en la pista sobre qué tipo de experiencias es más probable
que hayan tenido en la infancia y, de esta manera, podremos
explorarlas con ellos. También nos permite identificar disparadores
de síntomas, así como sacar a la luz el trauma oculto que tiene más
que ver con las formas de relación familiares en la infancia. Supone,
por lo tanto, un mapa útil sobre el que ir articulando el trabajo en una
línea biográfica. En cualquier caso, no olvidemos que las categorías,
estructuras, diagnósticos y demás herramientas clasificatorias solo
nos sirven de mapa. No intentemos encajar a los pacientes dentro
de un mapa, construyamos un mapa válido para cada uno de ellos.
Tracemos unos ejes basados en el análisis de los patrones de
regulación emocional, los patrones de autocuidado, los tipos de
apego y los estilos de vinculación, los patrones de regulación
emocional, la sintomatología disociativa y los tipos de personalidad.
Con estos elementos, tendremos una idea ya bastante completa
sobre por dónde anda nuestro paciente. Si vamos enmarcando su
historia biográfica concreta dentro de este mapa y además la
aderezamos con un trabajo transversal en torno al autocuidado,
tendremos más posibilidades de llegar a buen puerto.
CAPÍTULO 26

COROLARIO

Si has llegado hasta aquí, gracias. Si has podido bucear en estas


páginas y encontrar algo de claridad dentro de la complejidad en la
que nos movemos, para nosotras es más que suficiente. Si se te
han removido algunas de las ideas preconcebidas que tenías sobre
este tipo de pacientes, bienvenido sea. Y si has podido confirmar
que mucho de lo leído se parece a lo que venías haciendo en
consulta, estupendo. Es bonito saber que todos los terapeutas nos
enfrentamos a dilemas similares, que otros navegan las mismas
aguas con las mismas turbulencias y que no estamos solos en el
camino.
A lo largo del texto hemos querido partir de lo teórico hacia lo
práctico, de lo histórico a lo actual, y de lo genérico a lo concreto del
día a día. Al entender de dónde vienen las cosas, respondemos el
porqué y podemos profundizar en el cómo: ¿cómo entender un
cuerpo que expresa más allá de la conciencia del sujeto?, ¿cómo
rescatar las emociones bloqueadas y calmar aquellas que se
abalanzan sin medida?, ¿cómo viajar desde la represión y la
inconsciencia hasta un lugar de aceptación e integración de todas
las partes que nos componen?, ¿cómo colocarse en el vínculo
terapéutico para no dañar ni confluir? Hemos tratado de ir
respondiendo a todas estas y muchas otras preguntas, en un libro
en el que nuestros errores y aciertos a lo largo de años tratando a
pacientes conversivos han salido a la luz para ponerse al servicio
del aprendizaje.
Página a página, hemos tratado de dibujar una forma concreta
de trabajar con el paciente con trastorno conversivo en la que se
combinan cuestiones claramente específicas para este trastorno con
otras de carácter más transdiagnóstico que podremos aplicar en
muchos más pacientes (especialmente aquellos que presentan
clínica relacionada con el trauma, el apego y la desregulación
emocional). Esperamos que al final de la lectura, tengas un mapa y
una intención, una forma de entender los misterios de un cuerpo que
parece ir por libre y una voluntad firme de trabajar de intérpretes; de
traducir a palabras lo que el cuerpo expresa y de traer a la
conciencia lo que por fuerza ha quedado fuera. Es un trabajo de
poner entendimiento, voz y conciencia allí donde falta. Es un trabajo
difícil, pero también muy nutritivo. Suerte en el viaje.
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Guía práctica, Desclée De Brouwer.
Zinker, J. (1999), El proceso creativo en terapia guestáltica, Paidós.
Notas
* EMDR (del inglés, Eye Movement Desensitization and Reprocessing,
desensibilización y reprocesamiento por movimientos oculares) es una terapia
orientada al trauma en la que se procesan los recuerdos traumáticos por medio de
un procedimiento estandarizado, en el que uno de los ingredientes activos son
movimientos oculares sacádicos guiados por el terapeuta. Esta psicoterapia de
reciente desarrollo dispone de numerosos estudios de investigación que avalan su
eficacia, y desde 2013 ha sido reconocida por la OMS como uno de los
tratamientos de elección para los trastornos de base traumática. Puede leerse
más sobre esta orientación terapéutica en el libro Las cicatrices no duelen, de
Anabel Gonzalez.
* Aunque la neurobiología y la desregulación emocional se relacionan con
experiencias adversas y traumáticas, sobre todo con traumatización relacional
temprana, vamos a dedicar esta sección a entender los hallazgos sobre trastorno
conversivo que se han ido encontrando en las últimas décadas desde estas dos
áreas de conocimiento. En muchos casos, estas aportaciones no han venido
desde las teorías o las terapias de trauma, aunque veremos que en muchos
estudios hay hallazgos confluyentes. Desde nuestra voluntad de integración de las
distintas perspectivas en un modelo global, hablar del papel del trauma y la
disociación, así como de la regulación emocional y el cerebro, es algo
absolutamente complementario. En esta ecuación hemos de incluir también los
elementos relacionales, de los que hablaremos a la hora de concretar todos estos
aspectos en el abordaje de los casos. Vayamos ahora con este bloque de
neurobiología y regulación de las emociones.
* Los movimientos oculares y otras formas de estimulación bilateral del cerebro,
como el tapping o los tonos alternantes, son uno de los ingredientes activos de la
terapia EMDR. Existen numerosos estudios que han analizado el efecto de este
tipo de estimulación.
* El Cuestionario de Disociación Somatomorfa SDQ-20 puede descargarse
gratuitamente en <www.trastornosdisociativos.com>.
Cuando el cuerpo habla
Lucía del Río y Anabel Gonzalez

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Una terapia breve más profunda y
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Ellis, Albert
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¿Existe algún método terapéutico capaz de producir un cambio más


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No seas tú mismo
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Cansados, fracasados, ansiosos, empresarios de sí mismos,


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individualismo hiperproductivo y emprendedor.

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Miedo líquido
Bauman, Zygmunt
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Hasta ahora se creía que la modernidad iba a ser aquel período de


la historia humana en el que, por fin, quedarían atrás los temores
que atenazaban la vida social del pasado, y los seres humanos
podríamos controlar nuestras vidas y dominar las imprevisibles
fuerzas del mundo social y natural. Y, en cambio, volvemos a vivir
una época de miedo. Tanto si nos referimos al miedo a las
catástrofes naturales y medioambientales, o al miedo a los
atentados terroristas indiscriminados, en la actualidad
experimentamos una ansiedad constante por los peligros que
pueden azotarnos sin previo aviso y en cualquier momento. "Miedo"
es el término que empleamos para describir la incertidumbre que
caracteriza nuestra era moderna líquida, nuestra ignorancia sobre la
amenaza concreta que se cierne sobre nosotros y nuestra
incapacidad para determinar qué podemos hacer (y qué no) para
contrarrestarla. En esta obra ya clásica, Zygmunt Bauman —uno de
los pensadores sociales más influyentes de nuestra época— nos
presenta un inventario exhaustivo de los temores de la modernidad
líquida y nos explica cómo podemos desactivarlos o hacer que se
vuelvan inofensivos.

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Una mente con mucho cuerpo
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La doctora Rosa Molina, psiquiatra con especial formación en


neurociencia clínica, nos propone un nuevo enfoque sobre la
importancia de nuestro cuerpo para comprender nuestras
emociones y cuidar de nuestro bienestar emocional. ¿Sabías que
notar mariposas en el estómago, tener un nudo en la garganta o que
sientas que te va a estallar la cabeza no son solo frases hechas? Se
trata de sensaciones reales que se desencadenan en diferentes
partes de nuestro cuerpo cada vez que experimentamos una
emoción, ya sea enfado, tristeza o alegría, y son tan reales como el
dolor de una pancreatitis. Según la doctora Rosa Molina, todas
nuestras experiencias, emociones y sentimientos se producen antes
que nada en el cuerpo, y el sufrimiento psíquico en muchas
ocasiones solo se libera a través del dolor físico, de ahí que existan
trastornos como la anorexia o la autolesión. Asimismo, el cuerpo
puede ser el vehículo a través del cual incidir positivamente en
nuestra mente mediante la actividad física y el deporte, la práctica
del mindfulness e, incluso, un abrazo o una caricia en el momento
adecuado. Una mente con mucho cuerpo es una guía que te
enseñará a entender tus emociones a través de lo que expresa tu
cuerpo, al tiempo que ofrece las claves para regular tus estados de
ánimo, potenciar tu creatividad, tomar mejores decisiones o hacer
frente a la adversidad y, de este modo, cuidar de tu salud mental.

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Mundo consumo
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Zygmunt Bauman, uno de los sociólogos más respetados de nuestra


época, nos ofrece un análisis de la sociedad contemporánea que
pasará a formar parte de nuestra forma de interpretar el mundo.
Lejos de complejidades académicas, Bauman expone con su
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nos ofrece lo que él denomina "un informe desde el campo de
batalla", un paso más de la lucha por encontrar formas nuevas y
adecuadas de pensar el mundo en que vivimos. En vez de buscar
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Bauman nos propone cambiar nuestra manera de afrontarlos, ya
que las creencias heredadas con las que contemplamos el mundo
se convierten en un obstáculo que nos impide comprenderlo. Con su
prosa ingeniosa y provocativa, Bauman nos propone abandonar un
modo de pensar que nos deja indefensos ante la maquinaria de
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moderno, flexible y desafiante a la vez. Y es que, como él mismo
escribe, citando a Václav Havel, "la esperanza no es un pronóstico",
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