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Cuando El Cuerpo Habla - Anabel Gonzalez
Cuando El Cuerpo Habla - Anabel Gonzalez
PORTADA
SINOPSIS
PORTADILLA
SECCIÓN 1. DEFINICIÓN CLÍNICA, CONCEPTUALIZACIÓN Y
EVOLUCIÓN HISTÓRICA DEL TRASTORNO CONVERSIVO
1. ¿POR QUÉ HABLAR DEL TRASTORNO CONVERSIVO?
2. ¿CÓMO HEMOS LLEGADO AL DIAGNÓSTICO DE CONVERSIÓN?
PERSPECTIVA HISTÓRICA Y EVOLUCIÓN
3. LOS CUADROS CONVERSIVOS EN LA PRÁCTICA CLÍNICA
SECCIÓN 2. TRAUMA, APEGO Y DISOCIACIÓN, Y SU
RELACIÓN CON EL TRASTORNO CONVERSIVO
4. DE HISTÉRICAS, HÉROES Y PREJUICIOS
5. EL CUERPO QUE EXPRESA EL TRAUMA
6. APEGO, TRAUMA Y TRASTORNO CONVERSIVO
7. LA DISOCIACIÓN Y LA CONVERSIÓN: EL CONCEPTO DE
DISOCIACIÓN PSICOMORFA Y SOMATOMORFA
SECCIÓN 3. NEUROBIOLOGÍA Y REGULACIÓN
EMOCIONAL*
8. EL CEREBRO TE JUEGA UNA MALA PASADA
9. VULNERABILIDAD Y CICATRICES: EL PAPEL DE LAS EMOCIONES
10. LA DESREGULACIÓN EMOCIONAL EN LOS TRASTORNOS
CONVERSIVOS
11. LAS ESTRATEGIAS DE REGULACIÓN EMOCIONAL Y LOS NIVELES
DE COMPLEJIDAD EN LA REGULACIÓN
SECCIÓN 4. LA EVALUACIÓN DEL PACIENTE CONVERSIVO
12. LA EXPLORACIÓN DEL PACIENTE CON TRASTORNO
CONVERSIVO
SECCIÓN 5. EL TRATAMIENTO DE LOS CUADROS
CONVERSIVOS
13. EL TRABAJO TERAPÉUTICO: PERFILES DE PACIENTES Y
ASPECTOS GENERALES QUE HAY QUE DESARROLLAR
14. CONSIDERACIONES SOBRE EL ENCUADRE TERAPÉUTICO
15. EL TRABAJO PSICOEDUCATIVO
16. EL TRABAJO SOBRE EL NIVEL DE ACTIVACIÓN BASAL
17. EL TRABAJO CON LOS EPISODIOS Y SUS DISPARADORES
18. EL TRABAJO CON EL CUERPO
19. EL TRABAJO CON LA REGULACIÓN EMOCIONAL
20. EL TRABAJO CON AUTOCUIDADO
21. EL TRABAJO EN LA CONEXIÓN
22. EL TRABAJO CON PARTES: LA COMPARTIMENTALIZACIÓN
23. EL TRABAJO CON LOS RECUERDOS TRAUMÁTICOS
24. EL TRABAJO CON LOS VÍNCULOS
25. CADA PACIENTE ES DIFERENTE:
26. COROLARIO
BIBLIOGRAFÍA
NOTAS
CRÉDITOS
Gracias por adquirir este eBook
CUANDO EL
CUERPO HABLA
Un abordaje integrador
del trastorno conversivo
PAIDÓS
SECCIÓN 1
JOSÉ SARAMAGO
No es casual que el estudio de los pacientes con histeria —los
precursores de nuestros conversivos— estuviese estrechamente
ligado al surgimiento de la psicoterapia y la psicología como
disciplinas. Estos pacientes no encajaban en los diagnósticos
médicos ni respondían a los tratamientos disponibles, y ello dio lugar
a hipótesis no solo sobre estas patologías concretas, sino sobre el
funcionamiento del psiquismo. A partir de los estudios que Breuer,
Freud, Janet y otros psicoanalistas posteriores hicieron sobre sus
pacientes histéricos se fue generando una exploración de lo que
ocurría en la mente, un lenguaje para describir los fenómenos
intrapsíquicos y la psicoterapia como forma de tratamiento: la cura a
través de la palabra, el método catártico, la hipnosis, etc. Los
autores de finales del siglo XIX se centraron en las patologías para
las que la medicina en desarrollo no encontraba respuesta y se
dieron cuenta de que tras la apariencia física de los síntomas
conversivos había un conflicto de origen psicológico. Desde los
elementos contradictorios, los problemas sin respuesta y las
paradojas se genera nuevo conocimiento. En ese sentido los
trastornos conversivos son un enigma que se resiste a ser
descifrado con ecuaciones simples.
Los cuadros conversivos nos hablan de encrucijadas. Nos dicen
que el cuerpo y la mente no son entidades separadas, sino
estrechamente interconectadas. Cuestionan el propio concepto de
enfermedad mental que había intentado asemejarse a las patologías
médicas clásicas. Nos colocan frente a las limitaciones de nuestros
abordajes, sobre todo cuando estos se focalizan únicamente en un
área concreta como los neurotransmisores o la cognición. Nos
obligan a considerar la influencia de los entornos tempranos y de los
contextos familiares en la patología individual. Es en la periferia de
las certezas donde pueden surgir nuevos desarrollos. Esto se nos
fue haciendo evidente cuando tratábamos de dar sentido a las
contribuciones tan dispares que sobre ellos se recogen en la
literatura.
Desde un punto de vista más práctico, cuando empezamos a
reflexionar sobre los casos que habíamos visto en la clínica y sobre
aquellos en los que habíamos profundizado también desde un punto
de vista experimental, nos dimos cuenta de la gran heterogeneidad
del trastorno. Cada paciente era de su padre y de su madre, como
dice la sabiduría popular, pero como dice también la moderna
neurobiología del desarrollo, que muestra cómo el vínculo con los
progenitores y las estrategias de regulación aprendidas en la
infancia tendrán mucho que ver con esta patología. Distintos
profesionales han trabajado con estos casos desde muy diversos
abordajes, contando todos ellos con éxitos y fracasos. En nuestros
estudios sobre esta patología, la diversidad sintomática resultó ser
más la norma que la excepción. La comprensión y el tratamiento de
los cuadros conversivos nunca va a consistir en encontrar un
fármaco o una técnica terapéutica que dé respuesta a todos los
casos. Lejos de desalentarnos, esto resulta estimulante, de hecho
¿no fue este interés en resolver los misterios de la mente humana lo
que nos animó a embarcarnos en esta profesión?
Esta heterogeneidad no ha de desanimarnos a la hora de tratar
de entender y encontrar guías para orientarnos en la toma de
decisiones. Lo que sí es cierto es que no podemos explicar la
complejidad sin una mirada amplia, global e integradora. Si
entendemos las rutas que llevan al desarrollo de los síntomas, se
nos hará más fácil buscar cómo modificar los elementos
disfuncionales. Dentro de esa complejidad trataremos de definir
perfiles de pacientes que nos ayuden a planificar abordajes
terapéuticos específicos.
CAPÍTULO 2
Tipos de síntomas
SÍNTOMAS SENSORIALES
SÍNTOMAS MOTORES
LA DISOCIACIÓN Y LA CONVERSIÓN: EL
CONCEPTO DE DISOCIACIÓN PSICOMORFA Y
SOMATOMORFA
DESINTEGRACIÓN
DISTANCIAMIENTO
COMPARTIMENTALIZACIÓN
Neuroimagen funcional
Neurofisiología
Cada vez son más los autores que dedican sus esfuerzos a estudiar
el papel de la desregulación emocional en los pacientes con TC, si
bien es cierto que el trastorno cuenta con menos estudios al
respecto que otros trastornos del espectro postraumático como los
disociativos o el TEPT.
Diversos estudios han encontrado que los pacientes con TC
presentaban mayor desregulación emocional que los sujetos sanos
(Del Río Casanova et al., 2016b; Del Río Casanova et al., 2018;
Kozlowska et al., 2011). Se han analizado diferentes variables
relacionadas con la desregulación emocional. Mientras que algunos
estudios se centran en conocer cómo hacen uso las personas con
TC de ciertas estrategias concretas de regulación emocional, otras
investigaciones tratan de ver las respuestas ante estímulos
emocionales concretos. Una vez más, no existe un paradigma único
ni una metodología compartida, lo que hace que los hallazgos sean
diversos y variados. Intentaremos resumir algunos de ellos.
Un estudio de Novakova (2015) describió la existencia de
múltiples alteraciones en la regulación emocional en su cohorte de
pacientes con pseudocrisis. Los pacientes tendían a la supresión
emocional, a evitar o no procesar las emociones, a tener un abanico
emocional pobre y también a infrarregular sus emociones (no hacer
nada cuando se presentaban). También encontró que las
dificultades en la regulación emocional correlacionaron de forma
notoria con el estrés subjetivo percibido por los sujetos y con la
presencia de síntomas somáticos más severos. Los problemas en la
regulación emocional se asociaron en otro estudio con una
reducción en la calidad de vida en lo relacionado a la salud mental,
aunque no a la salud física (Crowell et al., 2009). Como vemos, no
hay un problema específico de regulación emocional que dé cuenta
de un tipo de síntoma conversivo en particular, pero sí parece claro
que la regulación emocional es problemática y que se relaciona con
la severidad del cuadro.
Otra de las hipótesis en esta relación entre la desregulación
emocional y la patología conversiva tiene que ver con las
alteraciones en el apego, tal y como comentábamos en relación con
otros trastornos relacionados con el trauma. Las alteraciones en el
vínculo con las figuras de apego en la infancia han sido reconocidas
como factor de riesgo para la aparición tanto de desregulación
emocional como de manifestaciones clínicas de tipo disociativo y
conversivo (Briere y Hodges, 2010). A partir de la relación diádica
entre el cuidador primario y el niño se produciría una primera
regulación de la emoción de este, que, conforme su sistema
nervioso se desarrolla, iría modelando sus sistemas de
autorregulación. Diferentes subtipos de apego no seguro
(especialmente el apego desorganizado) han sido considerados un
factor de riesgo para la presentación de clínica disociativa y
conversiva (Farina et al., 2014; Hesse y Main, 2000a; Kozlowska,
2007; Mosquera et al., 2014; Wearden et al., 2005). Se considera
que la desorganización en el apego durante las primeras fases de la
vida daría lugar posteriormente a síntomas de desagregación. Se
han descrito asimismo alteraciones en el sistema nervioso
vegetativo relacionadas con el subtipo de apego (Forrest, 2001), que
se asociaron a la tendencia de estos pacientes a presentar
mecanismos de regulación emocional disfuncionales, tal y como
veremos a lo largo del texto. Aparte de la regulación emocional
intrapsíquica, los estilos de apego van a influir de modo notable en
la heterorregulación, dado que los vínculos de apego tienen que ver
con las relaciones más significativas del sujeto (Gonzalez, 2019).
Los sujetos con apego evitativo/distanciante presentarán una
tendencia a autorregularse sin recurrir nunca a otros, cayendo en la
autosuficiencia patológica. Los que presentan apego
ansioso/preocupado buscarán siempre a otro que les regule,
funcionando de modo predominante desde la corregulación. Las
personas con apego desorganizado oscilarán entre ambos patrones
con combinaciones diversas.
Es presumible que no exista una única explicación que revele
cómo la desregulación emocional se relaciona con el TC, más aún si
tenemos en cuenta la heterogeneidad de síntomas y presentaciones
clínicas que lo componen. Además de esto, la desregulación
emocional puede ser considerada como una predisposición
constitucional, un factor mediador, un factor de riesgo o una
manifestación más del propio trastorno indistinguible de este. Ante
esta presumible multicausalidad que tiene lugar bajo la influencia de
numerosas variables, hemos optado por hacer un resumen de los
principales hallazgos relacionados con la desregulación emocional
en los pacientes conversivos.
A continuación, incluiremos algunos estudios que ofrecen
información de los mecanismos de regulación emocional implicados
en el trastorno conversivo vistos desde tres perspectivas diferentes:
P: Mi marido dice que ya no puede más, que todo me genera miedo. Está
harto de que no podamos irnos de vacaciones, por no poder no podemos
ni ir a cenar un día juntos. Es que ya me empiezan los miedos, que si me
va a dar una crisis en el restaurante, que si le va a pasar algo a los niños
mientras no estamos... Es insoportable.
T: Ya, es como si estuvieses todo el día en alerta, ¿verdad?
P: Sí, me siento todo el día nerviosa, da igual que esté en casa viendo la
tele. Y, claro, cuantos más nervios, más me dan los movimientos.
T: Eso mismo.
P: Es que yo antes no era así, yo no sé qué me ha pasado.
T: A ver si esta comparación te dice algo. Imagínate que tú eres una casa y
que tienes un sistema de alarma que te viene de serie, vamos, que has
nacido con él. Imagínate que en una casa solo han entrado ladrones una
vez en veinte años: la alarma funcionó correctamente y nunca más tuvo
que hacerlo, tras veinte años está en perfecto estado. En otra casa, sin
embargo, han estado entrando ladrones cada noche, varias veces
incluso. Es mucho más probable que esta segunda alarma se estropee,
se descargue su batería, se desprograme... vamos, que a base de tener
que funcionar todo el tiempo llega un momento en que deja de hacerlo
correctamente y ya se activa todo el tiempo.
P: Vamos, que se me activa la alarma aunque entre un niño pequeño con
un triciclo.
T: Efectivamente. Tu sistema de alarma reacciona igual si entra un niño
pequeño con un triciclo que si entra una banda de ladrones. Has ido
acumulando vivencias difíciles y que no te han enseñado a manejar. Y
ahora te has vuelto una perfecta detectora de amenazas, las haya o no.
P: Ya, tengo que aprender a relajarme.
T: No es tanto eso. Es que tenemos que reprogramar poco a poco la
alarma. Volver a enseñarle qué es seguro y qué no lo es. Volver a ajustar
tus sensaciones a la realidad y no a los miedos que están grabados en tu
cabeza.
P: Entiendo, tiene sentido.
CAPÍTULO 11
1. aceptación
2. evitación
3. resolución de problemas
4. reformulación
5. rumiación
6. supresión
Anestesia
P: Sí, cuando me tocas algo noto, pero es muy poco, como si estuviera
adormilada.
T: ¿Y si la comparas con la otra mano?
P: Ah, pues mucho menos.
T: (El terapeuta pincha con una aguja la mano insensible.) ¿Y ahora?
P: Mmm... bueno, parece que algo quiere notarse, pero poco. Está como
tonta esta mano.
Parestesia
Parálisis
Paresias
Pseudocrisis
AMNESIA
DESPERSONALIZACIÓN Y DESREALIZACIÓN
«Voy en automático, como si una persona es la que tiene que hacer las
cosas, dice “tengo que trabajar en esto”. La otra es el observador, no participa
en nada.»
COMPARTIMENTALIZACIÓN
«De repente veo mis manos y no sé cómo explicarlo, siento que no son
mías, las quiero mover y sé que puedo moverlas, pero no se me mueven, las
miro y digo “tienen que ser tuyas, están aquí”, estoy razona que razona,
peleando con las manos, hasta que al final las muevo». (Aquí vemos cómo la
despersonalización se asocia a un episodio recortado de parálisis
conversiva.)
«Me siento extraña, es como si no soy yo, como si actuara otra persona. Es
más como de sentimientos, no de cabeza, y se me mezclan. Y cada vez es
peor. Se separa el pensamiento del sentimiento. Siento que mi cuerpo no
fuese mío. Cuando me ducho, es como si estuviese duchando otra parte. Yo
le tengo como rabia a mi cuerpo.» (Esta paciente sufrió abuso intrafamiliar en
la infancia.)
«Salgo de casa, me voy lejos de casa a trabajar y olvidaba que tenía hijos y
mujer. Quiero contarte algo, en mi cabeza construí un muro negro. Cuando
vienen los recuerdos malos pongo un muro y no me acuerdo y estoy
tranquilo. Me esfuerzo en recordar mi infancia, amigos, y con el esfuerzo me
duele la cabeza. A veces cogía la llave, cerraba la casa y dejaba encerrados
a mi mujer e hijos todo el día, no me daba cuenta de que existían. Me iba
lejos, trescientos kilómetros. A veces era consciente y otras no.»
«Me siento a veces poseída por un demonio, pero por mí misma, sí. Por la
mala, más que nada. La mala me odia y quiere que desaparezca.»
«Una vez tenía un mechero y quería quemar el hotel, escuchaba una voz
que me decía que si quemaba el hotel sería feliz. Me asusté y hablé con un
amigo y se quedó conmigo hasta la semana siguiente. Me gusta sentir dolor,
cuando me duelen los dientes a los demás no, pero a mí me gusta, porque
dejo de sentir esas otras cosas. Todos los días escucho voces, a casi todas
las horas. Escucho a mis hijos, a mi madre sobre todo, oigo los quejidos de
otras personas cuando las torturaban. Veinte años escuchando eso. Cuando
escucho las voces me pongo música muy alta para no oírlas, siempre dicen
mi nombre, personas que conozco y que no conozco, odio que hagan eso.
Odio mi nombre, me tapo los oídos y grito que yo no me llamo así. Desde la
cabeza, la frente, hasta los pies, todo mi cuerpo tiene recuerdos de tortura.»
«Alguna vez, con mi marido, me comporto como una niña, pero yo odio
eso. Me siento, y al hablar con él, es como si quisiera que él fuera mi padre,
como si retrocediera a la niñez, y entonces sale de mí la niña que se perdió...
y lo odio, porque soy una mujer ya, de cuarenta y dos años, eso no
corresponde ahora... volver a esa niña es volver a los sentimientos de culpa
muy intensos de mi infancia.»
INFRARREGULACIÓN
SOBRERREGULACIÓN
Tal y como decíamos, uno de los mayores prejuicios que sufren los
pacientes conversivos es aquel que considera que sus síntomas son
una manipulación, que los inventan caprichosamente para generar
la atención y cariño de otros, y que realmente lo que quieren es
«tener pillados» a los que les rodean. Además de no corresponder a
la realidad de este trastorno en muchas ocasiones, este modo de
describir patrones relacionales problemáticos no deja de ser un
juicio (y no precisamente un juicio clínico). Desde aquí no es posible
generar un vínculo terapéutico desde el que trabajar.
Por supuesto, toda persona tiene síntomas en un contexto
relacional concreto y en algunos casos en particular ese contexto
relacional puede ser una de las cuestiones nucleares que hay que
tratar. Los síntomas pueden tener incluso una función relacional, es
decir, pueden traducir algo que la persona necesita decirle al otro, a
un otro significativo. Pero esto no quiere decir que de forma
consciente y perversa el paciente manipule a todo el mundo que le
rodea para hacerles daño. En ocasiones, la persona es simplemente
muy pobre en cuanto a habilidades relacionales. Otras veces
presenta un apego predominantemente preocupado y tenderá a la
corregulación emocional, a regularse a través del otro. En otros
casos, habrá aprendido patrones de relación disfuncionales, en los
que el vínculo de apego era desorganizado, y solo era posible a
través de la dominación o la sumisión. Ante la imposibilidad de
relacionarse con seguridad y de vincularse de modo profundo,
introducir control en las relaciones a través del cuidado o de la
dominación es a veces la única opción viable. En cualquier caso,
aun en los pacientes con relaciones más patológicas que generan
sufrimiento en los que les rodean, el paciente con su funcionamiento
está lejos de garantizarse una vida satisfactoria y gratificante. Estos
patrones, además, no son exclusivos de los cuadros conversivos ni
tampoco representan a la mayoría de estos. Si no prejuzgamos que
en un paciente conversivo siempre hay un intento de manipulación a
través del síntoma, y en caso de verla, no nos colocamos en el
papel de jueces decidiendo quién es la víctima en esta familia,
podremos analizar los patrones relacionales y ayudar al paciente a
tomar perspectiva.
En los casos en los que el síntoma tiene un componente
relacional importante, la precariedad en las capacidades
relacionales pasa a ser una diana terapéutica en sí misma. Si tiene
que aparecer un síntoma para que yo le pueda pedir a alguien de mi
alrededor un poco de cuidado, es que algo no funciona en los
vínculos, que no hemos aprendido cuando tocaba (normalmente en
la infancia) a pedir lo que necesitábamos de forma sana. Quizá
cuando lo pedíamos no era atendido, era penalizado o era atendido
de forma insana. En este tipo de contextos de apego no seguro, el
sujeto aprende diferentes estrategias poco saludables para buscar
algo que todos deseamos, el cariño, afecto y atención del otro. Decir
que alguien está «llamando la atención» no debería por tanto tener
una connotación negativa; es más bien un síntoma de que esa
persona no consigue obtener o llegar a sentir el reconocimiento y el
afecto de los demás, sin tener que hacer nada para conseguirlo.
Debemos recordar que el paciente que vehicula una demanda
no dicha a través de sus síntomas no consigue lo que realmente
necesita. Puede conseguir atención, puede conseguir que el otro lo
salve y por tanto lo infantilice, como si él solo no pudiera, o puede
conseguir que se le atienda a través de machacarlo (se le presta
atención, pero con una crítica constante). Pero lo que no consigue
en ningún caso a través de los síntomas es lo que realmente
necesita: aceptación y una vivencia de amor incondicional. Al no ser
capaz de verbalizar su demanda, al no poder semantizarla, el
cuerpo la expresa de una forma que no llega al otro, que no es
comprendida ni atendida por el otro: porque si se le atiende, se
atiende a su lado más enfermo, se le da lo que no es, y si no se le
atiende, queda frustrado. En ambos casos, la necesidad real del
paciente sigue sin cubrirse. De tal forma, es importante evitar pensar
«el paciente consigue lo que le da la gana». Pues no, el paciente
puede conseguir lo que neuróticamente (de forma enferma) pide,
pero no lo que realmente necesita. Hay por tanto un desajuste entre
lo que demanda y cómo lo demanda, entre lo que pide y lo que
realmente le vendría bien. Y el paciente es ajeno a todo esto. No
sabe que lo que sanamente necesita es otra cosa, y pide y pide y
pide...
En ocasiones, los patrones son incluso más complejos. Un
paciente puede pedir al otro protección, mientras sistemáticamente
se pone en riesgo. O puede pedir al otro que le proteja de sí mismo,
mientras es el propio paciente el que se hace más daño que nadie.
A veces se pasa al otro extremo y se cansa y ya no pide nunca, se
autoabandona y no se deja ayudar. Esta es la frustración relacional
de base que observamos en los pacientes conversivos, que dista
mucho de ser una mera manipulación intencional y consciente, y
que nosotros consideramos más bien una autofrustración no
consciente.
Dado que en estos bucles relacionales no hay nunca una
verdadera conciencia emocional, no a nivel profundo, y operan en
mayor o menor medida de modo automático, tomar conciencia es
esencial. El paciente ha de entender progresivamente que de esta
forma no está consiguiendo lo que realmente necesita (aceptación,
entendimiento, cariño incondicional), sino que lo que consigue es o
bien crítica y machaque, o bien atención insana que lo infantiliza, o
un control que no es más que un mal sustituto de un buen vínculo.
Cuando el paciente toma conciencia de esto, se da cuenta de que
no está trabajando a su favor y se abre una ventana de oportunidad
para otro tipo de formas de relacionarse. Es muy diferente
trasladarle que lo que está haciendo es manipular (como decíamos,
esto no deja de ser un juicio) que trasladarle que lo que hace es un
intento lícito de pedir algo sano, algo que necesita, pero que la
forma que tiene de hacerlo no ayuda (esto tiene más que ver con la
comprensión). Desde el juicio no se produce el cambio.
EL TRABAJO PSICOEDUCATIVO
«A VS. Z»
El tercer pilar del trabajo con el pensamiento reflexivo tiene que ver
con la forma en la que nos hablamos a nosotros mismos. A menudo,
la manera en la que los pacientes conversivos se hablan a sí
mismos no es la que más les beneficia, sino que oscila entre decirse
cosas que les hacen sentir peor o que les lleva a rendirse en todo
intento de ayudarse a sí mismos. Hablaremos un poco más de ello
cuando abordemos el trabajo relativo al autocuidado, simplemente
destacar aquí que en la regulación de las emociones hay también un
componente cognitivo relacionado con este diálogo interior que
hemos de abordar específicamente.
Si pensamos en este diálogo interno enlazándolo con los
conceptos que hemos manejado en este libro —la reflexión sobre
los propios procesos mentales, la regulación cognitiva de las
emociones, el autocuidado y el modelo de trabajo interno derivado
del apego—, haremos un trabajo específico sobre estas
verbalizaciones internas. Partiremos de la toma de conciencia de
dichas verbalizaciones para llegar a entender cómo se generaron y
reconducirlas hacia un diálogo relacionado con la comprensión, el
autocuidado y la regulación. Este sería el punto central de ese
cambio:
«El problema no es que ahora estés mal y que lleves mal desde que tu
padre empezó a maltratarte. El problema es que hace muchos años que no
vives con tus padres y tú te sigues tratando como ellos te trataron, a veces
incluso peor (previamente el paciente ha de tener cierta conciencia de que su
crianza fue disfuncional). Te insultas internamente por estar mal, te
abandonas, te cuesta dejarte ayudar incluso por las personas que sabes que
te aprecian... Si todo esto le pasara a tu mejor amiga, ¿le dirías lo que te
dices a ti misma?, ¿le aconsejarías hacer lo que tú haces? (La respuesta
suele ser un no rotundo.) Entonces, si tú te tratas igual o peor que las
personas que peor te trataron, va a ser muy difícil avanzar. Yo no conozco a
nadie que tratándose mal, mejore, es como si tuvieras una herida y vinieras a
pedirme que te la cure, mientras tú arañas la herida hasta llegar al hueso. Es
muy normal que te cueste tratarte bien, llevará tiempo cambiar esos patrones,
pero tenemos que tener claro que queremos ir en esa dirección. Lo que yo
puedo hacer es trabajar contigo para que aprendas a cuidarte mejor, eso es
lo que yo he visto que realmente ayuda a las personas que están en tu
situación».
El autocuidado cognitivo
El autocuidado somático
El autocuidado simbólico
EL TRABAJO EN LA CONEXIÓN
«Era incapaz de explicarle a nadie por qué estaba tan amarrada, encerrada
y desconectada de mis sentimientos... Estar en contacto con mis sentimientos
hubiese significado abrir la caja de Pandora... Sin darme cuenta, luché para
mantener separados mis dos mundos. Sin saber por qué, yo hice no solo
seguro, sino imposible, que nada atravesara la barrera que yo había creado
entre la “niña de día” (la que trataba de seguir adelante y aparentar
normalidad) y la “niña de noche” (que conservaba los recuerdos del abuso,
sus emociones y sensaciones)».
Los trastornos conversivos tienen que ver con los vínculos, tanto en
el desarrollo de las tendencias de regulación emocional y
autocuidado que contribuirán al desarrollo del problema como en el
funcionamiento respecto a la autorregulación y heterorregulación
actuales. En los cuadros conversivos, las relaciones van a estar
implicadas en diferente medida en los distintos pacientes, y es
siempre un área que hemos de evaluar. Como hemos visto, los
pacientes con trastorno conversivo tienen afectado su sistema de
apego con mucha más frecuencia que la población general (Uzun et
al., 2019; Williams et al., 2018), pero la investigación de esta
relación entre TC y apego es limitada. En un grupo de adolescentes
con TC, Kozlowska encontró que los patrones de funcionamiento
cognitivoemocionales relacionados con diferentes tipos de apego se
relacionaban con el tipo de síntomas presentados. Los pacientes
con tendencia a la preocupación-coerción (apego preocupado)
presentaban síntomas conversivos positivos, los pacientes con
patrones de inhibición (relacionados con el apego distanciante)
presentaban síntomas negativos con mayor frecuencia y los
pacientes con pseudocrisis, una mezcla de los dos patrones de
funcionamiento (Kozlowska et al., 2011b).
En la cohorte de pacientes conversivos que investigó nuestro
grupo, un 92 % de ellos presentaban diferentes tipos de apego
inseguro y solo un 8 % un apego seguro. Además, el tipo de apego
ha demostrado ser un predictor evolutivo, sabiéndose que los
pacientes conversivos con un tipo de apego seguro tienen más
posibilidades de mejorar que aquellos con apego inseguro (Søgaard
et al., 2019). Veamos un caso que ilustra esta cuestión.
Leticia es una adolescente de once años de edad. Es dos años
menor que su única hermana (diagnosticada de trastorno del
espectro autista leve) e hija de padres separados desde hace cinco
años. Como antecedentes familiares destaca una historia de
alcoholismo en el padre y un episodio depresivo mayor en la madre
cuando ella contaba entre cuatro y seis años. Se trata de una
paciente con adecuado rendimiento para la adquisición de los hitos
del desarrollo y la relación con pares durante la infancia. Descrita
por su madre como muy sensible pero positiva, hipermadura, fuerte,
con carácter, racionalizadora y rumiativa. Existían antecedentes de
violencia verbal repetida, y puntualmente física, ejercida por parte
del padre tanto a la paciente como a la madre. Leticia había
funcionado como la parte más racional y estabilizadora dentro del
sistema familiar durante gran parte de su infancia. Había cumplido
un rol importante en la integración social y escolar de su hermana.
En los cinco últimos años, la paciente había mantenido una
idealización de la figura de su padre a pesar del maltrato sufrido.
Posteriormente, la madre y ambas niñas estuvieron de acuerdo en
ver al progenitor en un punto de encuentro.
La paciente fue valorada por primera vez por un psiquiatra en el
Servicio de Urgencias tras varias asistencias por cuadros sincopales
que se atribuyeron inicialmente a una migraña vascular, si bien otros
episodios no correspondían clínicamente con ninguna entidad
neurológica. En esta primera asistencia, la niña estaba en un estado
de alta ansiedad, iniciada de forma brusca tras un episodio en el
punto de encuentro. Ese día el padre no había acudido y por
primera vez la niña mostró su rechazo y enfado. Su emoción no fue
validada por las profesionales presentes en el punto de encuentro,
que cuestionaron las ideas de la niña hacia su padre, momento en el
que sufrió un episodio de corte disociativo en el que presentaba
desrealización y posteriormente veía «a un niño». Se asustó, gritó y,
tras calmarla, el niño desapareció. En los días posteriores, el niño
reaparecería intermitentemente hasta que terminaría por quedarse,
dotándolo la paciente de las características propias de un amigo
invisible. En una segunda asistencia por Urgencias comenzó a
permitirnos dialogar con su amigo invisible y este nos dijo que
estaba allí para «protegerla del futuro», manifestando la paciente
que tenía «miedo a que mi padre me haga lo de A» (en alusión a
una niña asesinada por sus padres en ese mismo año en la misma
ciudad).
Una vez a seguimiento ambulatorio, la clínica se tornó más
abigarrada, presentando múltiples alucinaciones visuales complejas,
cambiantes, que por momentos la asustaban y mantenían perpleja.
Veía gente salir del suelo, señoras que la atravesaban, personas
que la miraban por la calle, niños muertos... En la consulta, hacía un
relato tendente a la demanda afectiva. A lo largo del primer mes
sufrió dos episodios sincopales más, uno de los cuales fue de claras
características conversivas. La madre reconocía que, previa
aparición de la clínica de disociación psico y somatomorfa, la niña
había presentado un deterioro en su estado anímico, con apatía,
abulia, disminución de la capacidad de disfrutar y aumento de la
ansiedad. Se pautó tratamiento con antidepresivos y ansiolíticos.
El trabajo psicoterapéutico se inició con un intento de validar las
emociones de la niña empezando por las sentidas en el punto de
encuentro. Se fomentaría la escucha activa de gran parte de
material traumático que contaba de manera indirecta, siempre a
través de la voz de su amigo invisible. A medida que se
normalizaban unos síntomas iban apareciendo otros nuevos que
terminaban por mediatizar la relación familiar, poniendo a la madre
en una posición de mayor atención hacia su hija.
La actitud de la madre fue marcadamente colaboradora durante
el tiempo que duró la terapia. La difícil disponibilidad que había
podido ofrecer a su hija durante los primeros años de su vida (a
causa de un episodio depresivo y de una pésima relación socio-
familiar) se pudo ver paliada por la implicación que en este momento
fue capaz de sostener. Se trabajó en el fortalecimiento del vínculo
madre-hija creando espacios especiales de seguridad e intimidad.
Se entrenó a la madre a conectar con la parte emocional de la
paciente y de sí misma en primer lugar y a posponer la
racionalización para momentos de menor demanda afectiva. Se
concedió a la paciente el lugar de cuidada en vez de cuidadora y se
movilizó a la hermana mayor para ejercer como tal en este caso e
invertir los roles previamente establecidos. En apenas tres meses
fue desapareciendo la clínica conversiva y disociativa. Los síntomas
ansiosos y afectivos desaparecieron también. Su amigo invisible
comenzó su rito de despedida al abandonarnos primeramente en la
consulta, posteriormente en sueños y, por último, acabaría por
marcharse por completo de la vida de la paciente. Una vez
restaurada la seguridad, conseguiríamos abordar con la paciente la
función de los síntomas, así como los factores mantenedores de los
mismos. Cuando Leticia entendió que los síntomas aparecían
cuando necesitaba decir o pedir algo de lo que no era capaz y se
trabajó en esta línea interpersonal de «ser capaz de pedir», los
pocos síntomas que quedaban desaparecieron por completo. Poco
a poco fue sintiendo el vínculo con su madre más seguro, hasta que
meses después, pidió a su madre mudarse a otra habitación de la
casa (antes estaba en la misma que su hermana) y pudo culminar el
proceso dejando de ser la cuidadora principal de la hermana y
pudiendo recibir cuidados en la misma medida que esta, teniendo
también sus propios espacios, tanto físicos como afectivos.
Desde el punto de vista del apego, diríamos que Leticia tiene un
apego de tipo desorganizado. Por una parte, cuando un terapeuta
se acercaba a ella enseguida demandaba afecto, daba abrazos con
facilidad, se desvivía por hacerse querer, con mucha ansiedad en la
busca de vínculos y mucho miedo a ser rechazada. Por otro lado,
desarrolló un lado cuidador ante los problemas en la familia, en los
que negaba esas necesidades y se volcaba en las de los demás, y
la rabia por esa renuncia fue mayoritariamente suprimida. La
sintomatología alucinatoria correspondía parcialmente a
compartimentalización de algunos de estos elementos no
integrados. Si bien el fenómeno del amigo invisible es un fenómeno
normal en la infancia, las características del amigo invisible de
Leticia eran diferentes: cuando apareció por primera vez se asustó,
como si no tuviera conciencia de él. Cuando establecíamos diálogos
con él, Leticia parecía sorprendida de sus respuestas, en las que
había un alto nivel de autonomía. Además, Leticia presentó otros
síntomas de disociación psicomorfa y somatomorfa que apuntaban
también a la presencia de compartimentalización.
El proceso terapéutico en este caso se llevó a cabo en dos
direcciones. Por un lado, se hizo el trabajo propio de las partes:
escuchar lo que las partes disociadas necesitan decir e integrar sus
contenidos, emociones y sensaciones dentro de una identidad
global. Por otro lado, se puso mucho énfasis en el trabajo relacional
con la madre, centrado en el restablecimiento de la seguridad en el
apego. Leticia tenía una madre con muy poca capacidad para
atender sus necesidades emocionales y un padre violento. La
validación de sus sentimientos de rabia hacia el padre y la
reconstrucción de un vínculo más sano con su madre (con espacios
de atención emocional) fueron claves. Además, el trabajo con el
medio familiar incluyó elementos del abordaje sistémico,
reflexionando sobre cuál era el papel de Leticia en su familia. Había
funcionado más como compañera de su madre y cuidadora de su
hermana que como hija. Devolverle su lugar de hija y poder recibir
cuidados en vez de darlos hizo que su seguridad en los vínculos
creciera, y lejos de quedarse más necesitada de cuidados, lo que
sucedió es que se sintió más autónoma.
De tal forma, cuando trabajamos en cuestiones relacionadas
con el apego, toca primeramente volver a la infancia y ver cómo se
originaron los patrones actuales en relación con los cuidadores
primarios y, a partir de ahí, trabajaremos para su restauración en el
presente. Nuestro marco de comprensión incluye los patrones
actuales y el contexto en el que se originaron, y también desde esta
perspectiva estructuraremos la terapia. Parte del trabajo se llevará a
cabo sobre los recuerdos tempranos, situaciones de la infancia que
muchas veces no son un único evento sino una forma de
funcionamiento disfuncional que se sucede día a día, año tras año.
Un recuerdo puede ser, por ejemplo, escuchar a su madre deprimida
llorar en la habitación de al lado; esta situación repetida día tras día
puede fijar en el niño una creencia de que no debe quejarse ni pedir
nada, porque no será atendido, porque su madre está peor que él.
Otro recuerdo puede ser el de un padre menospreciando
verbalmente cada uno de los logros de un niño, lo cual repetido en
el tiempo termina por hacer que el niño sienta que lo que hace no
vale y suele traer consigo una muy baja valoración de sí mismo y
una expectativa negativa sobre lo que recibirá de los demás. Y así
podríamos seguir con múltiples escenas en las que los patrones de
apego disfuncionales se van fijando poco a poco. De tal forma,
trabajar estas escenas con EMDR (Shapiro, 2002), exposición o
terapia cognitivo-conductual focalizada en el trauma, o con trabajos
como las denominadas escenas temidas (Pavlovsky et al., 2010),
puede resultar imprescindible. Estas técnicas tienen en común que
establecen una relación entre un síntoma o tipo de respuesta
desadaptativa del presente, con una experiencia primaria que
sucedió en el pasado (a menudo en la infancia y adolescencia). Se
trabaja con la escena primaria en la que sucedieron los hechos
traumáticos y posteriormente se vuelve al presente para integrar
este aprendizaje con la situación actual. Se trabaja en la distinción
entre pasado y presente para poder ver qué recursos hay en la
actualidad con los que no se contaba en el pasado. Si los recuerdos
traumáticos no están elaborados, continuarán influyendo en el
mantenimiento de los patrones de funcionamiento del presente.
Dentro de esta elaboración está la comprensión cada vez mayor de
la conexión entre esa historia y la situación actual, pero también la
diferenciación. Veremos como a día de hoy el sujeto puede seguir
percibiendo los vínculos igual de confusos, atemorizantes o
ausentes que cuando era un niño, pero hoy ya no es un niño y tiene
otros recursos; además, hoy puede aprender a escoger personas
más sanas con las que vincularse.
Los patrones de apego se fijan en la infancia pero se mantienen
en la vida adulta. Uno de los espacios en los que mejor se perciben
estos patrones de apego son en la relación con las parejas, que
suponen un lugar de intimidad y familiaridad máxima, en donde es
muy fácil que los patrones fijados en la infancia en la relación con
los padres aparezcan de nuevo (Rams, 2018). Cuando encontramos
un patrón de relaciones inestable, evitativo o ansioso y dependiente
en relación con la pareja, debemos sospechar que esto tiene sus
raíces en las relaciones tempranas. De tal modo, la relación de
pareja supone un área muy relevante sobre la que trabajar en el
presente, si queremos fomentar formas de vinculación más sanas.
Pero no solo la dinámica de pareja nos dará pistas de cómo ha
sido el apego. Los padres representan para los niños no solo el
lugar de afecto, sino también la primera estructura de autoridad.
Todas las relaciones con figuras de autoridad (jefes, profesores,
etc.) tendrán mucho que ver con cómo se vivió la autoridad parental
en la infancia, y por lo tanto, cuando un paciente nos habla de la
relación con su jefe, o nos cuenta un patrón de romper las normas
sistemáticamente allí donde va, algo debe hacernos pensar en cómo
fueron las relaciones con los padres.
Por último, pero no menos importante, los patrones de apego
van a aparecer indefectiblemente a lo largo de la terapia en la
relación con el terapeuta, que el paciente puede asociar en distintos
momentos de la terapia a diferentes figuras de apego. Tener
conciencia de con qué persona de su infancia está haciendo una
transferencia el paciente cuando se dirige a nosotros es importante.
Por ejemplo, María era una paciente con crisis conversivas de
características tónico-clónicas (pseudocrisis epilépticas) que
siempre iba a consulta con una actitud de «buena paciente», con
altos niveles de complacencia y obediencia, que a veces rozaba la
sumisión hacia su terapeuta. En su infancia había tenido un padre
severo y a la vez poco presente, por lo que solía echarlo mucho de
menos; las pocas veces que estaba en casa, María sentía que tenía
que complacerlo y obedecerle para que no se marchara. En la
terapia fue muy útil para María poder hablar abiertamente de que
estaba actuando con su terapeuta igual que con su padre. El
terapeuta facilitó esto dándole un feedback sobre esta actitud
complaciente y preguntándole a qué vínculo de su vida le recordaba.
María no vaciló: «A mi padre, a él siempre quise tenerlo contento».
Su terapeuta le hizo ver que no necesitaba una paciente que le
dijera que sí a todo, sino una paciente que fuese ella misma, que
manifestase lo que sintiese, aunque fuera desagradable, o incluso
aunque la contrariase. A María le costó entender que, aunque le
llevase la contraria a su terapeuta, esta no iba a abandonarla. Se le
pidió un ejercicio simple, decir tres cosas que no le gustaban de la
terapia, un ejercicio que para ella resultó muy complejo. Cuando
pudo hacerlo y vio que no era abandonada, sino que su sinceridad
era valorada y su opinión tenida en cuenta independientemente de
que tuviera razón o no, pudo empezar a reparar esta cuestión.
Primero practicó en la consulta y poco a poco pudo ir haciéndolo
fuera, con sus compañeras de piso y de trabajo.
Si el vínculo es una de las cuestiones que más puede llegar a
enfermar a la persona, podemos entender también que el vínculo
puede restaurar la salud mental. Esto lleva al terapeuta a tener que
adoptar de partida un lugar de comprensión y aceptación, pues la
mirada de aceptación incondicional que la persona no ha recibido
resulta fundamental. Pero no debemos confundir la aceptación y el
afecto con la génesis de dependencias excesivas ni con dar por
bueno todo lo que el paciente dice o hace. En muchos casos, la
decisión más afectiva es precisamente la de poner un límite claro y
transparente, la de decir al paciente que así no puede ser. La
aceptación incondicional tiene que ver con otra cosa, con que
«hagas lo que hagas, te valoro como persona, veo tus dificultades y
tus fortalezas y estoy disponible para acompañarte». Para
acompañar al paciente en un camino que tiene que quedar claro que
solo él puede andar, que nosotros no podremos caminar por él.
Como veíamos, el tipo de actitud terapéutica que se debe
adoptar tendrá que ver no tanto con lo que la persona tiene, o con
cómo se manifiesta, sino con lo que faltó. Si el paciente no se sintió
visto, tendrá que poder sentir que nosotros sí lo vemos, en el
sentido más profundo de la palabra. Si sintió que en su casa el
criterio cambiaba cada día y no sabía a lo que atenerse, tendrá que
saber que en consulta hay unos límites y normas claras, que no
cambian al arbitrio del terapeuta en función de su humor. Si el
paciente se quedó fijado en la evitación, el terapeuta lo acompañará
a conocer el miedo que hay detrás de la evitación y a poder
afrontarla, exponerse de nuevo para comprobar que hoy ya no es
tan duro. Es decir, en función del tipo de apego (de forma más
global) y de la biografía concreta del paciente (de forma particular),
el terapeuta irá acompañando al paciente en busca de un vínculo
más sano. Esto obliga a los terapeutas que trabajan con pacientes
con tantos problemas vinculares como son los pacientes
conversivos, a trabajar en sus propios sistemas de apego, a trabajar
en su propia terapia para prepararse para conocer sus propias
dificultades en la vinculación y que estas interfieran lo menos
posible (o al menos sean lo más claras posible) en el proceso
terapéutico.
Con clientes que tienen una estructura de apego
desorganizada, la activación de áreas cerebrales que median el
apego inhiben las áreas cerebrales que median la mentalización
(Liotti y Gilbert, 2011). Por lo tanto, si el terapeuta intenta ser una
figura de apego puede generar desregulación. Liotti (1999) propone
que la seguridad ha de establecerse a través del sistema de
cooperación, no del sistema de apego. Esta posición colaborativa se
pone en marcha desde el inicio de la terapia, comenzando con un
claro acuerdo sobre los objetivos y reglas del trabajo terapéutico.
Parte de este trabajo desde el sistema de colaboración es que el
paciente adopte una posición activa en su tratamiento, por ejemplo,
asumiendo su responsabilidad a la hora de aprender nuevas formas
de regularse y lidiar con los problemas, en lugar de depender solo
del terapeuta.
Otra cuestión que hay que tener en cuenta en el trabajo con los
vínculos es el prejuicio que existe, y que ya hemos desenmascarado
con anterioridad en el texto, sobre que las personas con TC
manipulan al entorno para conseguir lo que necesitan. Veamos un
ejemplo a continuación que clarifica esta cuestión.
Carmen es una paciente de veinticuatro años que presenta
pseudocrisis epilépticas desde hace dos años. Su familia tiene una
estructura aglutinada, en la que todos los miembros de la familia lo
saben todo sobre la vida de los otros, en los que apenas hay
diferenciación y donde los hijos se han quedado a vivir en la vida
adulta en el domicilio de la familia de origen. Por supuesto, Carmen
describe su familia como perfecta y su infancia como maravillosa:
«Siempre hemos sido una piña, es genial». Carmen empezó a
presentar las crisis el año en que terminó la carrera, cuando,
supuestamente, tocaba buscar trabajo y empezar una vida
independiente. Además, la presencia de las crisis aumentó la
atención de sus familiares sobre Carmen, o más bien, sobre sus
síntomas. Los síntomas recibían mucha atención, pero la conexión
emocional entre Carmen y su familia era muy precaria, limitándose
la relación a una preocupación constante por su estado de salud y
una dinámica familiar que comenzó a girar en torno a la enfermedad
de Carmen. Se fue volviendo más y más dependiente y su familia
más y más consentidora. Carmen pesaba 100 kg y sus padres le
subían botellas de dos litros de Coca-Cola a su cuarto cuando decía
estar demasiado desanimada para ni siquiera bajar al comedor. Si
vemos esta dinámica desde el juicio, diríamos que Carmen está
manipulando a su familia para conseguir lo que quiere. Pero nadie
empeora en sus síntomas si realmente está teniendo lo que
necesita. Una cosa es lo que «neuróticamente» Carmen demanda y
otra cosa son sus necesidades reales, que ni ella conoce ni su
familia satisface. Carmen no se ha salido con la suya cuando le
suben la Coca-Cola a su cuarto y le compran todo lo que quiere.
Pide Coca-Cola porque es el único placer que encuentra y no sabe
mucho sobre lo que realmente necesita. Empezamos a trabajar con
ella buscando desencadenantes de las crisis y pudimos ver que
muchas veces estas aparecían cuando sus padres la dejaban sola o
anunciaban que iban a hacerlo. Esto nos permitió plantear con ella
la hipótesis de una dependencia excesiva con sus padres, que
acabó por entender. Para ella era difícil ver que todo lo que recibía
de sus padres no era un regalo, sino una cárcel de oro. Darse
cuenta de que las crisis habían empezado cuando le tocaba
independizarse fue clave. El trabajo con la familia para romper esa
atención excesiva al síntoma (mientras que Carmen quedaba
emocionalmente desatendida) fue fundamental. Se trabajaron
pautas para afrontar las crisis y se fueron pidiendo objetivos de
mínima independencia para Carmen, que a los pocos meses ya
bajaba a comer con todos al comedor, y en el plazo de un año
empezaba a cocinarse sus cenas.
Según fuimos trabajando con los recuerdos de la infancia,
Carmen empezó a describir un montón de escenas en las que había
mucha atención operativa, en la parte logística digamos, pero era
desatendida emocionalmente. Se fue deshaciendo la idealización de
sus padres muy lentamente. Además, bajo nuestras indicaciones,
los padres pudieron dejarle algo más de espacio cuando tenía crisis
y le dedicaron otros momentos de mayor calidad vincular cuando no
presentaba síntomas. Las crisis fueron disminuyendo y pasaron de
ser varias veces por semana a mensuales.
Pues bien, desde un lugar de juicio nos quedaríamos en decirle
a la familia de Carmen que la paciente los está manipulando y que
obtiene todo lo que le da la gana, y les pediríamos únicamente que
frustren esas demandas. Desde el punto de vista de entender que
esas demandas no son las necesidades reales de Carmen (que en
este caso pasaban por tener espacios de calidad con ellos en
algunos momentos, y en muchos otros, por tener más espacio para
sí misma) ya no nos referiríamos a ella como manipuladora, sino
como alguien con una forma muy precaria de acceder a saber lo que
necesita y de jugarlo en relación con el Otro. Al no conocer sus
propias necesidades, la atención que recibía durante las crisis y
cuando hacía demandas de comida (por ejemplo) no la nutrían
emocionalmente. Este es el ciclo de la insatisfacción relacional que
tanto aparece en los pacientes conversivos, pero que no es
modulado por la manipulación sino por la dificultad para saber de
sus verdaderas necesidades y para poder jugarlas en el mundo de
las relaciones interpersonales.
De la Rosa reflexiona precisamente sobre esta cuestión y
refiere que en la histeria los síntomas que se expresan a través del
cuerpo buscan el contacto con un Otro significativo. Sin embargo, en
la forma de buscar el contacto que se establece a través de los
síntomas conversivos, la necesidad real de la persona nunca se
satisface porque no fomenta el vínculo sano que la persona
necesita. La persona hace una demanda (pide lo que cree que
necesita, sin pedirlo directamente) pero realmente no atiende sus
verdaderas necesidades. El autor considera que se repite un ciclo
dividido en las siguientes fases (De la Rosa, 2009): Intencionalidad
de contacto → Manipulación simulativa (que llamaríamos búsqueda
precaria del contacto) → Síntomas somatomorfos/conversivos →
Frustración del contacto, incompletitud → Manifestaciones
emocionales → Asimilación parcializante → Reinicio del proceso
experiencial.
En el ejemplo de Carmen, podemos ver cómo hay una intención
con la familia que ella pone en juego a través de demandas
múltiples (como la de que le suban la Coca-Cola a su cuarto). Los
padres acceden y tiene lugar un contacto entre Carmen y sus
padres que es muy precario. A veces, cuando ellos no acceden a
subir a su cuarto se siente desatendida, conecta con el abandono y
empieza a presentar síntomas conversivos. En este momento sí, ahí
los padres sí suben al cuarto y sí la atienden. En este caso recibe
atención, pero es una atención a sus síntomas y no a su necesidad
de afecto y cercanía con ella. Entonces sucede que por un lado se
siente satisfecha (ha conseguido que se atienda su demanda y sus
padres han subido), pero por otro lado emocionalmente se queda
vacía (sus padres han atendido sus síntomas y no sus verdaderas
necesidades de afecto). Esto genera lo que el autor llama
asimilación parcializante, y el proceso comienza de nuevo.
El ejemplo de Carmen nos trae además otra cuestión
importante, la del proceso de diferenciación del self que se define en
lo interpersonal como la capacidad para separarse uno mismo
respecto a la familia de origen, pero manteniendo una conexión
emocional. Skowron y Schmitt (2003) identificaron cuatro áreas en la
diferenciación:
COROLARIO