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LAGRIMAS BOSQUE NATHALIE BERNARD traduccion de GABRIELA PEYRON Tyg] FONDO a DE CULTURA (2 ECONGMICA PROLOGO Imaginé que esta historia se desarrollaba en alguna parte de Quebec, en la década de 1950, Me inspiré en algunos testimo- nios sobre los internados autdéctonos que fueron creados y fun- cionaron entre 1827 y 1996 en Canada, con el objetivo de in- tegrar la raza y la cultura amerindias. EI 15 de diciembre de 2015, el ministro Justin Trudeau pidid perd6n, de forma solemne, a los habitantes autéctonos del pais en nombre del Estado. Lei, vi y escuché un buen ntimero de testimonios de los supervivientes de dichos internados. Me conmovieron profun- damente y me inspiraron para escribir esta historia. Por lo demas, y aunque para mi estan vivos, quiero precisar que en esta novela sdlo figuran personajes y lugares ficticios. Nathalie Bernard i Mi mano no es del mismo color que la tuya, pero si la corto, me dolera. La sangre que de ella emane seré del mismo color que la tuya. Ambos somos hijos del Gran Espiritu. SrTaNDING BEaR > > * Bosque * * i fovea wf |i ADENTRO D - 60 (6:00) En el internado del Bosque Verde, el invierno comenzaba en el mes de octubre y se extendfa hasta mayo con una tempera- tura media de menos veinte grados, lo que equivale a decir que un muro de hielo se ergufa entre nosotros y el resto del mun- do. Era el final de marzo. Seguia haciendo frio, pero el invierno ya casi Ilegaba a su fin, al igual que mi estancia obligatoria en ese lugar. Yo tenia dieciséis afios cumplidos, lo cual significaba que ya sdlo me faltaban dos meses para recuperar mi libertad. Dos meses. Sesenta dias. Mil cuatrocientas cuarenta horas. Si, alli me habian ensefiado a contar muy bien... Pero mientras esos dias transcurrian, yo no debfa relajarme. Tenia que conti- nuar siendo exactamente lo que ellos me pedfan que fuera. No hablaba algonquin, hablaba francés. Ya no era un indio, pero tampoco era un blanco. Ya no era Jonas, era un nimero. Un simple niimero. Obediente, productivo y disciplinado. Seguia siendo de noche, pero mi reloj interno me despertaba siempre un poco antes de que la hermana Clotilde encendiera 19 Amara, ari :iArribal”, Me jmpara de nuestra recimara, gritande: a M Me gus. Ja Lampare smnento apacible antes de levantarme. Me daba | taba ese me era un pequeiio paréntesis que me perten que era iluetén de 4 masticando algo? —pregunto una voz —j Quien es scuridad. oo ; : sa : S| e es otra ve: el numero cuarenta y dos ue —jApuesto que es obé unas galletas a las hermanas! —dijo otra voz ai infantil " Bueno, iy entonces quién mierda es? —insistié la Prime. cig, en la ° No te vaacontestar y tampoco te va a dar. __ La discusién terminé en cuanto la hermana aparecié stibita.. eae yarrbal —grité, y lanz6 sobre nosotros un charco de luz, Parpadeando, dirigimos la mirada hacia la cama del niimero cuarenta y dos, Este se limpiaba la boca y parecia satisfecho, —{ Qué? ;Quieren una foto mia? —pregunto. : Nadie le contesté. Pero continuaron las murmuraciones, Le eché un vistazo a mi reloj. Las seis con ocho. Me tomé un minuto para observar el cuarto. El muro era de un blanco sucio yen él habia dos ventanas enrejadas. El piso burdo albergaba una veintena de camas idénticas, cubiertas con horrendas man- tas color marrén, El plafn estaba cada vez mas rayado, como roido por nuestro anhelo de escapar de ahi. Yo llevaba ya seis afios en ese internado y, sin embargo, ese escenario me seguia impresionando. Por centésima vez, me Prometi a mi mismo que ese verano lo pasaria a cielo abierto... Las seis con nueve. Alls afuera cont tinuaba la tormenta y ha- hasta mi barbilla: no queria tir del momento en que la admitir que ya casi era la hora. A pa fa Ja luz, tenfamos diez minutos para hermana Clotilde encend vestirnos y Presentarnos —i Crees que hayan Podido reunirse Pregunto el namero cuarenta y cinco tres, ambos nifios Provenientes de la m; el Gran Norte, Ff Recientemente, una cpidemia de Bripe seh; ecena de alumnos y al padre Tremblay, La al ntimero cincuenta y isma reserva perdida en ‘abia llevado a una capa de hielo era 20 tan gruesa que tuvimos que cavar unas tumbas temporales en lo que Hlegaba el deshielo. Y aquella imagen se quedé grabada en nosotros. —Pues no lo creo... Segtin yo, sus almas deben estar blo- queadas bajo el hielo —dijo su amigo y se acosté sobre la cama como un muerto que mira hacia el cielo. —jPara! jNo es gracioso! |No hay que burlarse de los muertos! —No me burlo, sélo imagino estar en su lugar —respondi6 el otro con calma, apoyado en los codos. Los chicos de mi dormitorio tenian entre ocho y diez aiios. Ninguno de ellos era amigo mio. Ni siquiera conocia sus nom- bres, Salvo por el del ladrén de galletas, Gabriel, un inuit de mi edad que trabajaba junto conmigo desde hacia tiempo en el mismo taller. Pronto comprend{ que, para evitar problemas, mas me valfa mantenerme apartado de los demas. Sobre todo, de aquellos que buscaban en mj a un protector e intentaban acercrseme. Esto se debia a que yo era el mas grande de todos, pero mds que nada porque, a fuerza de trabajar en el bosque, mi corpulencia era ya la de un hombre... jQuedaban sélo cinco minutos! Me senté en la cama, me estiré y, muy a mi pesar, eché a un lado las cobijas. Me envolvi cuidadosamente los pies con pedazos de lana que habia pescado aqui y alla, y me calcé las botas. Me puse tres suéteres aguje- rados y tomé mis cosas bajo el brazo para dirigirme al refecto- tio donde nos aguardaba, como cada mafiana, un plato de avena con agua. La dieta de invierno. iCada afio era la misma cosa! Durante los primeros meses nos daban leche y después las provisiones comenzaban a escasear ynos faltaba de todo... Sal del dormitorio, dejé la puerta abier- tay los demas me siguieron. Un poco més lejos, estaban las nifias formadas en fila. Con la mirada busqué a Lucia y en se- guida la localicé: conversaba con una de sus compaiieras de cuarto. En cuanto me vio, me hizo un saludo amistoso con la mano y yo le sonref discretamente. Esa linda inuit, de aproxi- 21 Jamente diez aitos, habia llegado al invernado dos aos aig madamen ‘ abia fijado en ella porque pasara lo que Pasara, ie me i 7 a contenta. Su cara irradiaba una alegrig de Giana de copartar tanto el mal tiempo como los malo Su sola presencia aliviaba un poco las heridas de mj trato: alma. . " ae encaminé. Detras de mf podia escuchar los largos boste. zos de los mas pequefios. Los medianos y los grandes cuidaban sus traseros pues sabfan que en cualquier momento les podyg caer un golpe encima. : Al bajar por la escalera que llevaba a la planta baja, no pude dejar de mirar por milésima vez el gran cuadro que decoraba el muro. Con los brazos extendidos y las palmas abiertas, Cris- to parecia volar en el cielo, y de sus pies derivaban dos caminos: uno era el del bien, que conducfa hasta un recténgulo nombra- do “Paraiso”; el otro, el camino del mal, llevaba directamente al “Infierno”. Esa imagen me tenia fascinado, dios, sino porque resumia toda la tanto aborrecia. NO porque yo creyera en su filosoffa de aquel lugar que D - 60 (6:30) El refectorio se encontraba en la planta baja. Media unos se- senta metros cuadrados y en él habia diez mesas rectangulares. En los dias de fiesta, las hermanas ponfan manteles sobre las mesas; cuando no, comiamos sobre la madera desnuda que ha- bfamos cortado en los talleres de carpinterfa. Mientras nos ins- taldbamos, se podfa escuchar el rechinido de los bancos sobre el piso y el escdndalo se amplificaba entre los muros blancos manchados por los vapores de la comida. Eché un vistazo discreto a mi reloj. El padre Tremblay me lo habfa obsequiado en su lecho de muerte. Ese gesto suyo me sorprendié. Y quiz4s porque nunca habia tenido uno, me dio por mirarlo con frecuencia. Se me hizo una especie de mania, y me asombraba que nadie me lo hubiera confiscado... —Dicen que el ntimero treinta y dos rostiz6 un pajaro detras de la bodega y se lo comié —escuché que alguien murmuraba amis espaldas. —jDeja de decir eso! jHaces que me rechinen las tripas! ¢Y quién te lo dijo? —(Pues é1 mismo! El ntimero treinta y dos! —iY cémo hizo para que no lo atraparan? —Eso... no lo sé. iPor supuesto! ; Todos sofiamos con pdjaros, a rdillas 0 conejos rostizados, lo que sea que tenga un sabor a carne asada! Pero 23 asar implica hacer humo. Hacer humo significa que te descu- lleva un castigo. ;Asi que no me vengan con bran y esto con dos rostizé un pdjaro! jEs un suerio! que el niimero treinta y daban ganas de contestarles. Pero, como siem- Iquier modo, la Vibora acababa de entrar tantaneamente el escdndalo se Eso es lo que me pre, no lo hice. De cual y su sola presencia hizo que ins! transformara en silencio. Nos levantamos todos al mismo tiempo. La mirada baja. En actitud de sometimiento. Ntimeros intercambiables. “La Vibora” era el sobrenombre del padre Séguin, un sujeto delgado de unos cuarenta afios, con un defecto en la pierna gue lo obligaba a caminar apoyndose en un bast6n con em- punadura de plata. Desde que el padre Tremblay habfa muer to a causa de la gripe, él dirigia el internado con mano de hierro y con la ayuda de tres hermanas bastante severas: la hermana Clotilde, la hermana Adelia y la hermana Maria de las Nieves. Ya no quedaba nadie capaz de suavizar el trato que nos daban. —jNuimero sesenta y cinco, ven aqui! —grité él, sin mas preémbulo. Alescuchar su niimero, un chico de unos diez afios que es- taba a dos mesas de la mia pegé un brinco. Paralizado por el miedo, ni siquiera se movié de su lugar. —jSesenta y cinco! ;Te estoy hablando! —dijo la Vibora cuya cara, demasiado blanca, enrojecié un poco. Si habia algo que el sacerdote no soportaba era que no lo obedecieran. Ni por un segundo siquiera. Empujado por sus compafieros de mesa, el chico finalmente se adelanté con la cabeza agachada. El cabello de un negro azulado enmarcaba su rostro infantil con un par de ojos negros muy rasgados. Las lagrimas se asomaban en ellos. Era uno de los nuevos. Habia llegado apenas ese afto y por eso le costaba trabajo someterse a algunas de las reglas. Mi mirada se desplazé de su bello ros- tro redondo hacia la frente brillosa de Séguin. 24 ye escuché! {Esta misma mafanal jTe expresaste ¢ abolico! —comenz6 por deci | piso repetidas veces con su bas ntu dialecto di a cerdote mientras sotpeabs ¢| bastén, B Aeada golpe, los hombros del pequeiio se encogian, yalgu- nos se burlaban de __;Silencio! jY tt, sesenta y cinco, contesta! jCudndo vas a dejar de cometer ese sact ilegio? —Ie pregunté separando cada silabs El nifto bajé la vista. La verdad era que todavia se le dificul- taba hablar en francés. —jTodos ustedes son iguales! ; Al principio no entienden nada delo que se les dice! jSélo captan la entonacién y los gestos, igual que los animales! Pero ti, jhace cudnto que estas aqui? ; Tres meses? Si no aprendes por las buenas, tendré que ensefiarte por las malas. ;Eso es lo que quieres? —le pregunté el sacerdote en tono de amenaza mientras agitaba su bastén en el aire. El ntimero sesenta y cinco miraba con estupefaccién el bas- tén y torcia la boca sin que pudiera evitarlo. A pesar de las lagunas en su entendimiento del idioma, habia captado muy bien que Séguin amenazaba con golpearlo... —iY bien? {Estoy esperando tu respuesta! —dijo enervado la Vibora mientras apretaba nerviosamente la empuiiadura metélica —Yo... lamento... —logré decir por fin el chico. El padre Séguin se rio. Nadie lo imité, pero yo vi como una de las hermanas sonrefa, Por supuesto, era la hermana Clotilde... —"Yo... lamento...” —lo imité Séguin, en tono quejum- broso, Después lo miré fijamente y le dijo casi con suavidad: —De una u otra manera, te ensefiaremos a construir frases, mi salvajito, Al ver que sonrefa, el chico se relajé un poco. Pero el sacer- dote no habia terminado con él. —iAbre la boca, ahora! (Qué? —alcanz6 a pronunciar el nifio. tring re grande la boca! /Y aptirate! —repitié la Vibora mos- como debja hacerlo. 25 Se me crisparon todos los musculos. Ya habia uae como le aplicaba esa clase de castigo a los nuevos 0 @ los ave se resistian, Y cada vez que eso pasaba, yo sentia que una bola compacta se formaba en el fondo de mi estomago y subja lentamente por mi eséfago hasta bloquearme la respiracion. : El nitio volted a ver a los dems internos que estaban aténi- tos y obedecié. Eran las seis cuarenta y cuatro cuando abrié la boca y, unos segundos después, la Vibora le colocaba una na- vaja de afeitar en la lengua. . . : A partir de ese momento preferi cerrar los ojos y evadirme mentalmente hacia el bosque. Me hundo en las entranias de la tierra. Ahi abajo puedo ver con detalle cada una de las raices que cubren el subsuelo htimedo y absorben el agua ferrosa. Poco a poco me convierto en agua, tierra, savia, madera. Ya no estoy aqui, estoy en el bosque. Ya no soy un hombre, soy un drbol... A medida que mi espfritu encontraba esos caminos, me iba des- prendiendo de ese lugar aborrecible... Desgraciadamente, la voz de Séguin, demasiado fuerte, acabé por regresarme a la super- ficie. —Mientras que tus compajieros rezan y engullen su sopa, te quedaras aqui con esa navaja en la boca. Espero que asi apren- das la leccién: jaqui no hablamos algonquin, hablamos francés! Abri los ojos por reflejo. Para evitar ver los lagrimones que escurrian por las mejillas del ntimero sesenta y cinco, fijé la vista en mi plato. Evidentemente yo no sabia cul era su nom- bre, y asf era mejor. 26 RECUERDO FELIZ Esa mafiana, durante toda la clase de francés que nos dio la hermana Maria de las Nieves, aunque mi cuerpo estuvo allf presente, la mayor parte del tiempo mi espiritu viajé al verano aquel, cuando yo atin vivia con mi madre. En mi recuerdo, todas nuestras actividades eran maravillosas. Estamos navegando para dirigirnos mds abajo, hacia el sur. Me acomodo en la parte delantera de la canoa, mamé va detris y, sin decir palabra, juntos remamos. Nuestros movimientos son lentos y los remos se sumergen en el agua a un mismo ritmo. Por ambos lados de nuestra embarcacién, el paisaje d fila en silencio, majestuoso como en el comienzo de los tiempos. Los pinos, los abetos, los cedros y los abedules murmuran con el viento y en sus ramas se refugian una multitud de aves. Las aletas de mi nariz tiemblan al percibir con placer los olores resinosos del bosque. Soy feliz y atin no lo sé. —{Qué ves, Jonds? —me pregunta mi madre. —Veo el cielo y, mas abajo, los drboles y los pdjaros. —Dime sus nombres. Le recito los que sé y de esa manera mi madre “me toma la leccién”, Nuestro manual es la naturaleza y, como tal, no tiene un mimero de paginas definido. Las clases cambian dia con diay cada una me resulta ritil al instante. 27 —Alld hay un abedul. ; —1Y qué puedes hacer con él? ; ha —Con su savia, puedo preparar un jarabe y disolverlo en agua caliente para obtener un té con sabor a bosque. —Muy bien. zY este otro? —me pregunta ella. —En primavera, podemos comer sus brotes. —1Y en invierno? | —jHacemos una infusion con sus hojas! Ante mi entusiasmo, mi madre rie, y su risa, aguda y clara, lena todo el cielo. Encallamos nuestra canoa en una ribera dorada y después metemos los pies en la arena hiimeda. Me refresco con el agua y los granos pequerios me masajean las plantas de los pies, se meten entre mis dedos, Disfruto cada una de esas sensaciones, —Busca los agujeros pequefios en la arena —me dice mi madre. Y asi comienza el juego. Pronto localizo las huellas del ma- pache junto a las conchas vacias de los mejillones, Y al escarbar en los agujeros que el animal atin no ha visitado, hallamos nuestro alimento. Es momento de hacer un alto en la orilla, Cuando terminamos de comer, mi madre canta, y su voz se mezcla arménicamente con los suspiros del viento... —iNéimero cinco! jAl pizarrén! Volvi de inmediato a la realidad gris del salén de clases. Con los ojos bien abiertos, miraba ala hermana Maria de las Nieves como si la viera por vez primera. La cofia blanca que rodeaba su rostro pilido y aquellos habitos pesados la hacfan ver como una extrafia ave nocturna. —jNtimero cinco! —insistid, impresién de que ella croaba, —Voy, hermana. Habia escuchado la leccion slo en Parte, pero yo era bueno en francés y completé las ter ‘™minaciones de los verbos sin difi- cultad. Y por un minuto me dio la 28 D ~ 60 (11:30) Elinternado era una construccidn imponente recubierta de ta- blas de madera pintadas con cal. Visto desde arriba, sus dos pisos debfan formar una gran “L” plantada sobre una colina desnuda y rodeada por un inmenso bosque. Con el edificio principal colindaban dos construcciones mas risticas hechas con troncos: la bodega y la capilla. En el resto del terreno habia, por un lado, un huerto pobre y, por el otro, un patio de recreo ocupado de a poco por un cementerio improvisado. Todo esta- ba rodeado por altas rejas metélicas que los sacerdotes habian mandado instalar. Un solo portal, cerrado siempre con llave, daba a un camino que conducia al sitio donde se cortaban los arboles y, més allé, a la libertad. En la planta baja se encontra- ban los salones de clase, el refectorio y la cocina, y alli, la vista la tapaban grupos de Arboles, en su mayorfa coniferas. Pero desde el primer piso, donde estaban los dormitorios y las recd- maras de los sacerdotes y de las hermanas, habia una vista inmejorable del follaje, una inmensidad verde o blanca, dan- zante o estatica, segiin la estaci6n del afio. Para la mayoria de los internos, este paisaje resultaba angustiante, pues parecia hechoa propésito para desalentar a los que quisieran fugarse... Para mi, al contrario, representaba el tinico refugio posible. Durante la segunda leccién de la maiiana me instalé al fondo del salén, junto a la ventana. Desde ahi podia evadirme con- 29 | bosque. Espraba con ansias dus Heart I tard -arme en el portal con Sanson y Ju eee Nos para encontrarme en feem dart eateereto fisico correspondig al bosque. Sanson erale ae He alto, una cara imberbe y um asu sobrenombr e: dos cs t ss cain sobre sus hombros anchos ae Pe ve su nombre verdadero, y Por ° ra Séguin, 7 : . y a ic contin cits leyendas sobre él. fe més comtin de- cia que mucho tiempo atrds habia matado a alguien y que ha- bia venido a esconderse en este lugar recéndito para que se olvidaran de él. A dos kilémetros rumbo al norte se hallaba sy cabafia y, alrededor, los talleres al aire libre donde se cortaba la madera. A veces él decia que el bosque nos necesitaba para no convertirse en un lugar intransitable. La otra verdad era que los sacerdotes lo empleaban para mantener caliente el interna- do y dar algunos cursos de carpinterfa. —jNumero cinco! —Si, hermana. —iContesta la pregunta que acabo de hacer! Todos los alumnos voltearon a verme. En la mirada de algu- Nos podia leer su deseo de que me castigaran. —Si, hermana. El circulo de centro O y de radio R es el oe de puntos del plano situados ala distancia R del pun- toO. Cuando escuché mi poco la boca y arrugé de medialuna. Sonrej castigarme, y ese ti seguir adelante, templando ¢ 1 respuesta, la hermana Clotilde torcié un Sus ojillos detras de los lentes con forma i Por dentro. Sabia que ella sofiaba con Po de ridiculas victorias me ayudaban a Estoy dentro del cir culo. Ustedes esta ‘an dentri i i famos dentro y damos vueltas en 6] Pero j 0 del circulo. Es meses al fin podré * “£70 Justo dentro de dos salir, y es hermana, ¥ espero no volver 4 verlos nunca, 30 ACERCA DEL BOSQUE Alo largo de ocho mil afios, el bosque ha presenciado un sin- ntimero de cacerias. Lobos que desgarran la piel delgada de una cierva joven para devorar luego sus entrafias; un mapache que devora a una liebre; un puma que se lanza sobre un castor y entierra sus restos para cuando falte el alimento; una serpien- te que engulle a un raton de campo... Cantidad de animales que se han devorado unos a otros con el tinico fin de subsistir. Yel bosque, a menudo, ha absorbido aquella sangre con sus raices. Junto con toda esa fauna, subrepticiamente habian llegado unos hombres de piel y cabello oscuros, y poco a poco se habian acoplado con el entorno y se habian fundido con él para poder establecerse alli. Ellos también habian cazado al caribii, habian pescado en los rios, habian recolectado bayas y plantas para curarse. Esos hombres creian que al comer la carne de los ani- males adquirian sus caracteristicas. Por lo tanto, se las arre- slaban para no hacer sufrir al animal cuando lo mataban y no olvidaban darle las gracias por los drganos y a carne 09- tenidos, pues no desperdiciaban nada del cuerpo sin vida; lo usaban todo, a este bosque habia sido testigo de muchas one ie. wa vez habia presenciado una tan terrible como laq cuatro cazadores blancos en aquel invierno. 31 Cuando descubrieron las huellas del animal, un it joven de gran tamafio, mandaron a sus perros Eee y oe i- vidieron en dos grupos: los hermanos geme! iw erai i ae acechaban y estaban encargados Semen tras que el jefe y su ayudante se habian instal lado, ee sr i cargados, detras de unos abetos, en paciente eeper gue i gara aquél. Para camuflarse, habian tenido la yee ie cubrirse de lodo. De esta manera, el animal no podria a ir su olor y no podria escapar. Los hombres, inméviles, temblaban de impaciencia. No se cansaban nunca de matar. La coz for- maba parte de su vida cotidiana, pero esto no impea fa que al hacerlo experimentaran una sensacion de poder casi divino... Los ladridos se acercaron, y fue como si la carrera desafo- rada de los perros alterara el clima: el viento sopl6 repentina- mente e hizo temblar el follaje. El animal dejé de comer hierba,alzé de repente la cabeza, atento al ruido, Con su largo hocico peludo husmeé el aire ansiosamente y de irtmediato eché a correr. La jauria le pisaba los talones, pero él tenta una ventaja: su constitucion y sus patas largas le permitian correr més rdpido que ellos. La adrenalina que corria por sus venas aceleré el ritmo de sus grandes patas y también su ritmo car- diaco. Correr. Correr hasta que el peligro desaparezca. Salié el disparo y él no lo sintié en seguida, pero sus patas traseras se doblaron. Después, por mds intentos que hizo, no pudo levantarse. Ya los cuatro perros husky lo tenian rodeado, con los hocicos espumeantes y poseidos de una rabia sin con- trol. El alce hizo un iiltimo intento por levantarse, pero su cuerpo cay6 pesadamente sobre el suelo congelado y' su ins- tinto le dijo que, desafortunadamente, el fin se acercaba. A través de su vision borrosa distinguié al cardenal que se habia posado justo arriba de él, en la punta de un pino. Su canto resonaba como una alarma: ";Huye! iHuye!", pero era de- masiado tarde, Los cazadores ya estaban ante él. —jLe doy el tiro de gracia? —pregunto el ayudante, apun- tando con el rifle a la cabeza del animal, 32 oa Sais Elie secu Ia cabeza. Se agach6 lentame: ojos nes los ojos enloquecidos de la b nente y fif6 sus mirarlo, pronuncid estas palabras: estia. Sin dejar d . . : e ney que hacerlo sufrir un poco mis, t dre gun prefiere la carne dura * fe recuerdo que el Una borrasca de viento recorri6 el bos! largo lamento. que, semejante aun pa 33 D 60 (14:30) Sans6n, Gabriel y yo nos encaminamos hacia el taller de car. pinteria. El viento cargado de nieve no dejaba de soplar. Los copos se nos estrellaban en las mejillas, la nariz y la espalda como si quisieran tumbarnos en el suelo y disolvernos en el Paisaje, Me daba la impresién de que el bosque deseaba estar solo yde que hacia todo lo posible por rechazarnos, De hecho, Bella, la perra husky de Sansén, no estaba con Nosotros. Atenta a sy instinto, habia preferido quedarse bajo techo. Te entiendo perfectamente, bosque. ;Si yo pudiera hacerlo, también soplaria viento helado sobre aquellos que me agreden cada dia!, pensé mientras sentia como me ardjan las puntas de los dedos. —Les advierto: jno quiero holgazanes aqui! Con tormenta 0 sin tormenta, jvinimos a trabajar! —anuncié nuestro capa- taz. Empuiié mi hacha, luchando contra el viento, para hundirla en uno de los troncos marcados con una cruz anaranjada. A pesar de los copos que me impedian ver bien, el golpe fue con- tundente y preciso, —jMuy bien, Jonas! ae La voz ronca de Sansén sonaba a mis espaldas. El era el tini- co adulto que no nos llamaba Por nuestro niimero. Decia que no lograba memorizar un ndmero por cada uno de nosotros ¥ que, ademas, los nombres no eran sélo para los perros. 34 —jEn cambio tt, Gabriel, eres un intitil! —agregé dirigién- nerepado. or mi hacha... la hoja no tiene filo... -ihy, pobrecito! ;No funciona? No... Esté... No tiene filo —repitid Gabriel. (Pues intercambiala con la de Jonas! Con la espalda medio encorvada, Gabriel se me acercé. Yo sabia que él tenfa dieciséis afios, pero no los aparentaba. Su crecimiento parecia haberse interrumpido en cuanto Hlegé al jnternado. Media una cabeza menos que yo y le faltaban algu- nos kilos. Luego de Ja muerte de los dos lefiadores aprendices, Séguin le habia endilgado el trabajo en el bosque, pero la verdad es que no era lo suyo... Cuando le pasé mi hacha, entrecerré Jos ojos y un gesto de disgusto se dibujé en su cara. Tomé la herramienta y se planté con las piernas un tanto separadas y el torso tan recto como se lo permitia su constitucién. A pesar de sus esfuerzos, su postura seguia siendo torpe y ya llevaba tres intentos, es decir, al menos dos ms de lo que exigia el capataz... —jAnda! ;Dale duro! jTengo més cosas que hacer! Tembloroso, Gabriel alzé el hacha por encima de su cabeza y laestrellé contra el tronco. Clone! La corteza no cedié. Al contrario, la fuerza del choque hizo que él cayera de espaldas. Quedé sentado sobre el suelo, las nalgas en la nieve, la cara roja de vergiienza. —jHe visto muchos initiles! {Pero td te Jos llevas a todos! —dijo Sansén burlonamente. Noté que Gabriel tenia los ojos llorosos, y cuando nuestras miradas se cruzaron, desvié la vista para no incomodarlo atin més. —jSabes algo? Ya me harté... Mejor ve y tréenos café. Gabriel se dio vuelta con la espalda atin més encorvada; su cara estaba pélida a pesar de su piel bronceada de inuit. Al ca~ minar en direccién a la cabafia del capataz, una réfaga de vien- to hizo que se tambaleara. ~iEspera! jPrimero devuélvele su herramienta! —le grité Sans6n, evidentemente enojado. 35 Gabriel regresé y con paso lento recogié el hacha que estaba al pie del arbol. Me la entregé con un gesto brusco y casi me hiere la mano. Logré evitar la hoja y tomé la herramienta. f] inflé los cachetes e hizo una mueca. Sus ojos cargados de odio me miraban fijamente. Cref que me iba a decir algo, pero sin decir palabra se dio media vuelta. Por un momento me quedé viendo su silueta que se alejaba hasta desaparecer entre las borrascas de nieve, y reanudé el trabajo. 36 RECUERDO TRISTE Lajornada habia sido particularmente larga y cansada, y cuan- do anochecié me senti feliz de poder deslizar finalmente mi cuerpo fatigado bajo la manta. Eran las once de la noche y el suefio no llegaba. Lo que la Vibora le habia infligido al numero sesenta y cinco a la hora del desayuno me habia transportado seis afios atrés. La felicidad en la que vivo desde que naci desaparece en el transcurso de un mes. Para empezar, mi madre cae enferma. Su estado es cada vez mds grave y yo no sé qué hacer. Después, llega la Policia Real de Canadd para Ilevarme lejos de ella. —jEs lo mejor, sefiora! En el internado del Bosque Verde recibird buena educacion y aprenderd el francés —le aseguran ellos mientras intentan arrancarme de su lado. Ella me aprieta con todas sus fuerzas entre sus brazos en- flaquecidos, y ellos afiaden: —De todas maneras, usted no puede elegir. ;Si se niega, estard actuando en contra de la ley! Con las manos anudadas alrededor de su cuello, me aferro @ mi madre como a una roca. Ella, sin poder hacer nada, me mira, o mas bien me devora con sus ojos, segura como estd de que es la iiltima vez que me ve. Mi madre es una cri y perte- i al clan del lobo. No obstante, ya tuvo un encuentro con los que nosotros llamamos “los mantos negros”, los sacerdotes 37 misioner Ha aceptado que me bauticen y que me den yn nombre cristiano. Incluso creo que le gustan ciertos aspectos de la religién que los blancos nos quieren imponer. Sin embar. $0, a pesar de las prohibiciones, ella sigue creyendo en los es- piritus del bosque y continiia viviendo tal y como lo hactan nuestros ancestros. Es por eso que, en lugar de obtener prove- cho de las vacunas y del alimento gratuito que nos han pro- metido, ha preferido ensefiarme a poner trampas para animales, a montar un wigwam o tienda, a curtir las pieles y a tener la fuerza de cargar mi propio peso Cuando me apartan de ella, no loro. Mi grito es interno y siento que me abismo en él irremedia- blemente. Siento que justo en ese momento termina mi infancia. Me obligan a subir a un tren con otros jévenes indios. El trayecto dura horas. El olor a encerrado, el vaivén del vagon, la cercania con los demds nitios me revuelven el estémago.O tal vez sea por los kilémetros que poco a poco me alejan de mi madre. Finalmente, el tren se detiene en medio del bosque y bajamos aliviados. Durante esa breve parada nos dan un sandwich de tocino y un vaso de agua. Cuando terminamos de comer, nos suben en el remolque de un camion descubierto. Vamos alli atrds, amontonados. El cielo por encima de nuestras cabezas, Un cielo maravillosamente azul y puro. Alzo la vista y sigo el recorrido de un dguila que vuela arri- ba de nosotros. Cuando el ave desaparece, muchas veces casi hasta asfixiarme. —No les tengas confianza... Cuando estés alld, tendras que encontrar un lugar dentro de ti mismo para que no olvides !o que somos, lo que ttt eres —me murmuré mi madre justo an- tes de que nos separaran, Elcami6n atraviesa por una floresta magnifica. Bosques ¢# impenetrables donde crecen aqui y alld matorrales muy 0 riados. Son tan bellos, tan semejantes a los bosques que recor!’ respiro profundo 38 con mi madre, que me dan ganas de saltar fuera del remol Soy bueno para correr, y en ese laberinto vegetal podria ie escapar... Me imagino cazando, cortando bayas, descubri as manantiales y recolectando plantas para curarme. Sé que oe do hacerlo. Pero también sé que llegard el invierno y Gea el frio, el hambre y las bestias salvajes, Esto tiltimo y la ee mirada de la hermana que estd sentada a mi lado, ee en mi asiento... : . iAy! El viaje acaba con una larga caminata en pleno bosque. Cuando cae la noche Ilegamos al internado, exhaustos. Soy el quinto en entrar. Por este simple hecho, me nombran “ntimero cinco”. 39 D-59 (6:15) Esa mafiana, cuando Ja hermana Clotilde encendié la lampara, noté que la cama de Gabriel estaba vacia. Los demis, de in- mediato, comenzaron a hacer conjeturas sobre esa inusual ausencia. —iCrees que esté bien? —Lo dices por la gripe? jPero si eso ya se acab6! —Bueno, nunca se sabe. —Pues yo tengo escalofrios —agregé uno de los mas chicos. —jLargo de aqui! —exclamé uno de los grandes que lo em- pujé bruscamente e hizo que cayera al suelo. Apreté los dientes con enojo, pero no me movi de la cama. Como cada maiiana, le di cuerda a mi reloj. Pero ni siquiera esto sirvié para calmarme. Los grandes contra los chicos. Los fuertes contra los débiles. Los inuit contra los cri. Siempre el mismo cuento entre los huma- nos! jIndios o blancos, todo es lo mismo! jEstoy harto ya de esas estupideces! En aquellos momentos s6lo deseaba algo: ser un arbol para que me plantaran en una capa de tierra rica y negra y poder echar raices ahi tranquilamente. Gabriel no aparecié en el refectorio ni Participé en ninguna de las clases. Reaparecié a la hora del almuerzo, sudoroso y con 40 mal aspecto. Aparentemente, lo habjan privado de la comid: A pest de preguntas y las apuestas que se habjan heche, no quiso dar ninguna explicacin. Sospeché que més tarde lo haria, sin que lo presionaran, y no me equivoqué... Cuando llegé la hora de ir al taller, me puse el abrigo para salir, Al ver que Gabriel se quedaba atrés, me vi obligado a preguntarle: —jNo vienes? —j Qué te importa? jNo es tu problema! —me contesté y se sent6 en el piso del vestibulo con las piernas cruzadas. —Pues sf me importa un poco puesto que trabajamos juntos. —jJuntos? ;Conoces esa palabra, ti, Jonés? Como sea, jya entendi que no soy mas que un estorbo en el taller! —Oye, célmate. j Yo no te hice nada! Lo tinico que sé es que sélo quedamos ti y yo después de la epidemia. Si no vienes, Sans6n te va a reclamar. —Pfff... ; Déjame! Mejor haz lo que sabes hacer: jocuparte de lo tuyo! —aiiadié furioso, pasdndose los dedos entre el cabello. Me di por vencido y me apresuré para alcanzar a la hermana Clotilde que ya estaba en el portal. Mientras ella abria la puer- tacon su Ilave de cobre, distingué a lo lejos a Sansn. Como era su costumbre, nos esperaba fumando un cigarrillo junto al rio congelado. —jDénde est Gabriel? —me grit6 abriendo los brazos en sefial de pregunta. —jAqui! —escuché que decfan detras de mi. Me di media vuelta y vi que Séguin traia a Gabriel arras- trandolo del cuello de su abrigo. —Esta bestia le mintié en la mafiana a la hermana Maria de las Nieves. Hizo que le abrieran el portal y se fue solo al taller. Creo haber entendido que queria adelantar en el corte de los troncos... ;Pero todo indica que fue una pérdida de tiempo! __ Cuando Ilegé hasta donde estabamos, el sacerdote lo empu- i6 bruscamente contra la reja. Su cuerpo rebotd como si fuera un muiteco de trapo. Se sobé la espalda y se unid a mi ya del otro lado, 41 ON —jLo va a compensar! —aiiadié Sans6n y, con una incling. cidn de la cabeza, saludé al sacerdote y a la hermana. Cuang, lo alcanzamos, le dijo en tono grave a Gabrie —jPor qué huiste como si fueras un ladrén, eh? iAunque te escondas, no escaparis a tu destino! Fue algo raro, pero tuve la impresion de que esas palabras también iban dirigidas a mi... 422 D-59 (14:40) Eran las dos cuarenta de la tarde cuando, con el viento en con- tra, acomodaba los troncos en el remolque y reconoci sus au- idos, La mula empez6 a rebuznar y Bella, que andaba por ahi, se me acercé gimoteando. jSe escuchaba como si fuera una jauria infernal! Y, sin embargo, s6lo se trataba de cuatro caza- dores acompaiiados de sus cuatro perros que ensefiaban los dientes y respondfan a los dulces nombres de Tornado, Tor- menta, Taiga y Tifus. Al recordar a este tiltimo, sentf la nece- sidad de sobarme la marca que habfa en mi mano a causa de sus mordidas... —jLos escuchas? j Ya vienen! —me grité Sansén nada con- tento. —iY por qué tan pronto? —le pregunté y senti una tensién en la nuca y en la espalda. —Quién sabe... En todo caso, de haber sabido que vendrian hoy, jle habria ordenado a Gabriel que de inmediato reparara la idiotez que hizo! Se van a enojar cuando vean lo que ese imbécil causé... —predijo Sansén. 2Enojarse? jSe van a poner locos de rabia! Cuando Ilegué al taller, comprendi por qué Gabriel se r a venir. Estaba avergonzado de su fracaso y de una forma u otra habia obtenido un permiso excepcional para ir solo al taller, 43 Se habia empecinado con un Arbol menos gruese, desgracia, s¢ encontraba demasiady cerea de la cabaiia de los azadores. Peor aun, ee habia calculado mal su golpe y éste, al caer, habia er ido bue. na parte del techo. En cuanto escuché el emer lo, Sansén habfa acudido, pero ya era demasiado tarde: el mal estaba he. cho. —Este imbécil. ; bajo! . ‘Apenas si escuché la voz de Sanson. Estaba concentrado en Ja tormenta humana que se aproximaba a nosotros, a toda ve- locidad. oa. —No tengo ganas de denunciarlo —continuo diciendo San- s6n—. Pero como bien sabes, Jonas, para estos tipos es necesa- rio un culpable, siempre. Para aminorar la angustia que me invadfa, me dispuse a con- tar los lefios. Sabfa que cabian exactamente ciento veinticinco en el remolque. Lo cual queria decir que me quedaban treinta y dos por cargar y que de seguro no terminaria a tiempo para no encontrarme con los cazadores... al amanee i - Por que el del dia anterior. Por d Mejor se hubiera quedado aplastado ahi de. A las tres de la tarde aparecié la jaurfa. Los dos grupos de arras- tre levantaban una nube de polvo al pasar. Los perros iban a toda velocidad y cuando los conductores frenaron los grandes trineos, derraparon y se detuvieron en seco cerca de la cabafia daiiada. Algunos de los perros cayeron al chocar entre ellos, y hubo un concierto de quejidos que duré unos segundos. Tifus y Tornado, los dos guias, fueron los primeros en levantarse. Nos dirigieron unas miradas malévolas y comenzaron a gruiiir y a babeat. Pre- ferf concentrarme en los rasgos angulosos de sus amos: Moras, los dos gemelos, Cilas y Colas, a quienes siempre confundia, ¥ el jefe, Gordias. Odio a ese tipo. Esto era lo que pensaba siempre que lo vefa llegar y tambi" cuando se marchaba, Era un tipo fornido, con ojos semejante® Ad alos de un oso, brillantes como dos canicas, y una barba tupida y cubierta de escarcha. Gordias siempre me habia parecido in- humano. Cuando se bajé del trineo pude ver que en la parte trasera yacia el cadaver de un alce joven. Por como estaban dispuestas sus patas, en dngulos extrafios, pude adivinar qué tanto lo habian maltratado... Estaba echado sobre un costado en la lona bajo la cual, seguramente, habia més animales muer- tos, y se notaba que lo habfan amarrado de cualquier manera. —j Qué es todo este desastre? —lanz6 Gordias en un tono de voz grave. —Sélo es un chico nuevo que no sabe cortar arboles... ; Mira! jJusto aqui esta! —le contest6 Sanson sefialando a Gabriel, que nos traia un buen litro de café hirviente. ‘Al ver a los cazadores, el pobre chico se puso livido e inten- t6 darse la vuelta. —jNo tan rapido, salvaje! ; Ti hiciste eso? —grufid Gordias. Gabriel se detuvo en seco, luego se dio la vuelta lentamente, con la espalda y los hombros encogidos. —Eh... no lo hice a propésito —dijo espontdneamente y pens6 que quiz eso seria suficiente. De inmediato Gordias empezé a reir, pero fue una risa breve e irénica. Mantuvo la boca abierta por un momento, mostran- do su dentadura en estado lamentable, y le lanzé una mirada colérica. —"|No lo hice a propésito!” —dijo jmitandolo con voz que- jumbrosa. Se acercé a Gabriel y lo pescé del cuello. Al ver esto, sus compaiieros se rieron. —jMe vas a arreglar esto perro que te arranque las tripas! La cara de Gabriel se torné livida. Aterrado, encogis atin mas los hombros como para esconder la cabeza... —jTe apuras! ;Porque ni de broma dormiremos hoy con los curas! jAlli dentro apesta a muerto! _Elcazador sacé de su grueso abrigo timplora metélica, la abrié y se la llev trago de un brebaje amarillo que le escurrid por y rapido! jO sino, le ordeno a mi de pelaje negro una can- 6 a los labios. Tomé un Ja barba. Con 45 la mano medio temblorosa les pas6 a sus companeros la ¢, timplora antes de volver a dirigitse al pobre de Gabriel, am —jMe escuchaste, come bannock? Y como Gabriel lo tinico que hacia era asentir con la cabey Gordias se acercé y le planté un fuerte bofetén. * —jNo escuché tu respuesta! —Si, sefior —dijo Gabriel sobandose la mejilla adolorid, —"|Si, sefior!” —lo imitd él de nuevo con la boca torcida— Attu edad, sabes lo que yo hacia? —No, sefior. —jMataba mi primer oso! Gabriel miré con azoro el abrigo de pieles del cazador. —Y ti, idiota, has matado algo? —jEspera, espera! jNo digas! 7 Yo sé! Mataste un rat6n que corria debajo de tu cama —dijo riendo Moras en tanto Gordias carraspeaba y lanzaba un gran escupitajo directo al abrigo de Gabriel. Si, esos tipos eran tan rabiosos como sus perros. Gozaban haciendo sufrir, ya fuera a hombres 0 a bestias, y nosotros, los “salvajes”, éramos sus victimas favoritas. 46 D-59 (15:30) Para dar tiempo a que Gabriel reparara la cabafia, Sans6n invité alos cazadores a entrar en la suya para calentarse. La jauria los siguié y asf nosotros dos nos quedamos solos, tranquilos. Sin si- quiera mirarme, Gabriel se subié al techo para examinar el desas- tre. Se puso en cuclillas e intenté levantar el tronco, pero éste estaba bien encajado en la fractura del techo. Dejé que se esfor- zara por un rato y luego, como no vefa resultados, le propuse: —;Te echo una mano? —jA la mierda! —me lanz6 sin mas, mirdndome evidente- mente enojado. Al final de la tarde, vino Sans6n a supervisar cémo iba Ga- briel. No habia hecho mucho y empezé a regajiarlo. Y, dado que yaera la hora de volver, nos pidié que regreséramos en la ma- drugada para reparar la cabaiia. Nos acompafié hasta el internado, caminando tres metros detrés de nosotros. Lo escuchamos refunfufiar durante todo el trayecto, Para evitar un drama, habia invitado a los cazadores a que pasaran la noche en su cabafia, lo cual significaba un esfuerzo sobrehumano para un solitario como é —jEstds contento? —me pregunté Gabriel. —Maldito dia. No veo por qué podria estar contento. Mascullé una palabra en inuit que no entendi. Algiin insul- to, seguramente, Yo sélo alcé los hombros, pero él no habia terminado, 47 «tu problema, Jonas? jNos miras a todos por ep ires de superioridad! A veces, me da | aly es ya un blanco... —Cuidl e del hombro con ¢ Je que sient 7 impresion ¢ — Qué? —No estamos a tu altura, {ve hablar con nosotros? No es eso, Gabriel. Te equivocas. —jAh, no? jEntonces qué? Ha sido una jornada larga. fiana, hermano. —jHermano? jAl que se siente muy sa —jA ver si se callan! tervino Sanson. es que er rdad? {No quieres rebajarte , Guarda tus fuerzas para ma. h-ah! j£sa no te Ja creo! jAhora resulta bio! —declar6 Gabriel entre dientes. jNo me dejan escuchar al bosque! —in- Rezos, sermon de Séguin y caldo insipido. El ritual de la noche se desarrollé como de costumbre hasta el instante en que la Vibora se paré detras de Lucia y puso lentamente sus manos sobre los hombros de ella. Las demés nifias, temerosas de que hiciera Jo mismo con ellas, fijaron la vista en sus platos. Mientras tanto, Lucfa, aterrada, me miraba directamente con sus grandes ojos negros. | Yo estaba sentado dos mesas més alla de la de ella y obser vaba con impotencia su metamorfosis. Era como si el sacerdo- j te absorbiera su sonrisa y... Poco a poco, Lucia se convierte en otra. Los labios apretados, Ia piel tensa, los ojos apagados supti men lo que hace de ella un ser tinico. | De pronto, ella es sdlo un niimero... j pero yo nop” Podia ver que me imploraba ayuda con la mirada, , sit dia hacer nada, Esa escena duré s6lo uno 0 dos minutos. Y embargo, esos minutos me parecieron eternos. —A los que les toca lavar los platos, ja trabajar! ya pueden ir a los dormitorios! —espetd Séguin aplaudia. | jLos dem mient™™ 48 Lucia se asustd y después se levant6 automaticamente para limpiar Ja mesa junto con otras dos nifias. Durante su ir y venir a la cocina vi que le sonrefa a una de sus amigas. Aliviado, senti que el cansancio me cafa encima al instante. Fui el tltimo en levantarme de la mesa para ir al dor- mitorio. Me desvesti y, exhausto, me deslicé bajo la manta. Deseaba cerrar los ojos y olvidar ese dia. —jEh, ntimero cinco! ;No preferirias ser ya un blanco? jTe ves mas a gusto entre ellos que con nosotros! —dijo Gabriel para provocarme. Por suerte llego la hermana Clotilde a apagar la luz y él se callé. En cuanto ella salid, me volteé hacia la izquierda para darle la espalda a Gabriel. Lo escuché resoplar con furia y re- volverse entre las sdbanas. Me tapé la cara con la manta y permaneci asi un momento, con los ojos abiertos en lo oscuro. A pesar de la enorme fatiga, no podia dormir. El rictus malé- volo de los cazadores, el brillo cruel en los ojos de sus perros, y las manos delgadas del sacerdote sobre los hombros de Lucia eran imagenes que se alternaban en mi mente. Para dejar de pensar en todo aquello, hice un esfuerzo y retrocedi en mi recuerdo seis afios atrés: era el tiltimo verano en que fui libre, una de las etapas més bellas de mi vida. 49 RECUERDO DE ESTELA Es temprano, tal vez las cinco de la mariana, Voy solo al bosque para poner unas trampas. Esos momentos de soledad me hacen feliz. Mi nariz se abre y respiro los perfumes orgdnicos del hu- mus, los olores metalicos del agua, y los aromas dulces y az carados de las bayas maduras. De cuando en cuando me quedo quieto para escuchar los ruidos del ambiente: el pico de un pé- jaro carpintero que golpea un tronco, el grito agudo y repetitive de un halcén, una liebre que huye o el zumbido de una abeja. Hace calor. Me dirijo al manantial para refrescarme y en- tonces, la descubro... Estd lavando su larga cabellera, tan ne- gra y azulada como el plumaje de un cuervo. Cuando me ve llegar no se perturba. Sélo me mira con sus bellos ojos oscuros. En ese momento me siento torpe, no le dirijo la palabra y simplemente me quedo ahi plantado. Petrificado. Finalmente, ella me pregunta: Quién eres? —o... Jonas. —Me llamo Estela, ae veo en detalle sus labios brillantes y sus pomulos —Nunea te ae mi ese nombre lleno de promesas. aha visto, Jonas... gNo vives en la re —Eh, no... Vivo pete eee el . oe : apenas audible, n otra parte —le contesto con una 50 si? —dice con asombro, jah ida nota mi recelo, rie y mete la cabeza ¢ | on e| En ses clara. agua Como Yr Estela tenia diez afios., Como yr los bosques eran su refugio. Nuestro encuentro era evidente. Elsiguiente mes lo pasamos juntos: cazamos, nos bafiamos en el agua fresca y comimos arandanos dulces a pufios, antes de que Jos os0s los descubrieran. Reimos y reimos, y mas de una vez dormimos bajo las estrellas, llenos de felicidad, leyendo el cie- Jo como sien él contempléramos el mapa de nuestras almas. Durante esas noches felices, rodeados de silencio, a ratos yo reten‘a la respiracion para escuchar el ritmo lento de la suya. Varias noches me mantuve despierto, espiando las sombras, atento a las estelas fulgurantes de las estrellas fugaces, como sialgo me dijera que eso no iba a durar mucho... y que debia aprovecharlo al maximo... Muchas veces, al amanecer, los ojos me picaban; en cuanto los frotaba la niebla se despejaba. El cielo se enrojecfa hacia el este y explotaba en una gama de tintes rosados. Estela abria los ojos, se estiraba, feliz, y apretaba su cuerpo tibio contra el mio antes de levantarse de un salto para regresar a la reserva. Habria deseado que esos momentos duraran por siempre. 51 D—58 (6:00) Tal y como lo habia previsto, Sanson vino por nosotros alama- necer para Ilevarnos a la cabafia. Estaba de mal humor Y Nos recibié en el portal sin siquiera darnos los buenos dias. En cuan- toa Gabriel, la cosa iba peor. Me lanzaba unas miradas de odio como si yo fuera responsable de todos sus problemas. De hecho, yo era el tinico que se alegraba de nuestra situaci6n. Para em- pezar, no tomariamos una sola clase en todo el dia. Ademés, estarfamos todo el tiempo afuera. Y, por si fuera poco, el vien- to habia dejado de soplar. Mientras caminaba por el sendero me daba cuenta de cémo el bosque revivia. Habia gorriones y grajos azules que ibany venjan de un arbol a otro en busca de los granos que habian guardado para el final del invierno; una liebre demasiado vive- racha casi tropieza conmigo; unas ardillas rojas corrian just tras las huellas de una marta, més por euforia que por seg! su instinto... Entre los dos, nos llevé menos de una hora retirar el tron del techo. Mientras lo hacfamos, Sansén nos observaba y t° maba su café a sorbos pequefios. No hizo ningtin comentati? hasta que agarré unos tablones para concluir la tarea. ale Jonas! |Tii ve a cortar el tronco! ejé los tablones y fui por el hacha que habia dejado ree" gada contra un abeto 6 ; ue ‘ negro. Sansén mi 26 con Bella, 4 lo seguia de cerca, eoleen —Por qué de repente tan afanoso? —me pre do el cefto. Aecaricié la cabeza de la perra, —No es eso. ‘oy aqui para ayudar a Gabriel, no? Sansén sacudié la cabeza de un lado a otro, dejé su t el suelo y encendié un cigarrillo, —Lo del tronco, bueno. No podia hacerlo él solo... Pero por Jo demés, jnunca dije que tui debias reparar su estupidez! —Es que no es muy habilidoso... No creo que... —iY ati qué te importa, Jonds? |Me parece que olvidas muy pronto las lecciones del pasado! ‘gunté fruncien- faza en. —Acuérdate de cémo te las has arreglado hasta ahora —afia- dié antes de darle un gran trago a su café. Como respuesta, simplemente agarré el hacha y empecé a desgajar el tronco. Sansén me observé durante un momento sin decir nada, lanzé el resto del café al suelo con un gesto brus- co y regres6 para inspeccionar el trabajo de Gabriel. Subié al techo por la escalera, y no habian pasado ni diez segundos cuan- do lo of gritonear. —j Qué te pasa? ) Tienes dos manos izquierdas o qué? Gabriel, ofendido, no contesté. —iTienes dieciséis afios también, pero me parece que no has aprendido mucho aqui! ;Se puede saber qué piensas hacer con tu vida? Dejé el hacha por un momento y paré la oreja. —Quiero regresar a mi hogar para cazar y pescar con mi padre. —iAh, si? Y crees que eso sera suficiente? —jEra suficiente para nosotros antes de que la policfa ma- tara nuestros perros! Sansén lo miré unos segundos y volvié a lo que nos incum- bia en ese momento. | —Te puedo asegurar que cuando el rio y la Iluvia se infiltren Por ese maldito techo, habré otros que lancen a sus perros con- tra ti... Es eso lo que quieres? —jNo! 53 — Pues entonces aplicate! so hago... ansén bajé de "Se aplica, se apli- mascullaba: ahf mientra A fin de cuentas, tienes razon, Jonas. dré que hospedar a esos apestosos por ot pensarlo! ; i“ Esos apestosos ! ee can mordf los labios para retener la risa. ‘A mis espaldas, escuché que Sanson afiadia con su caracte- ristica voz ronca: a : —iY tu, tonto, le pasas los clavos y nada més! ;Entendido? —Entendido... . las junto a Gabriel. Estaba Subj al techo y me puse en cuclil muy serio y tenia el martillo agarrado contra su pecho. Le Si no lo ayudas, ten- ra noche. ;Y es0, ni © minaba hacia la cabaiia, me tendi la mano, pero ni se movi6. —Anda, pasamelo... —No —me contesté en un tono neutro. —Ya escuchaste a Sans6n. No tenemos tiempo para esto —dije y le arranqué el martillo de las manos. —jTié eres como ellos, Jonas! ;Y lo peor es que te gusta ser como ellos! —me dijo, y aventé los clavos. Fingf indiferencia y empecé a clavar los tablones con un rit- mo de metrénomo. Pero aunque no queria admitirlo, en el fondo, las palabras de Gabriel me hacian sentir mal. —Te crees superior, eh? ,No te has dado cuenta de que ellos ya ganaron? —insistié Gabriel. Cada que martillaba un clavo, apretaba un poco més los dien- tes. No queria contestarle ni entrar en ese terreno resbaloso. Hasta que Gabriel, a la hora de pasarme el siguiente cl: cK A un movimiento brusco intenté clavarlo en mi an Los ae vé justo a tiempo, sujeté a Gabriel del cuello y le a a ei contra la pendiente del techo, Dee —{ Quieres que hable? | Pues esciichame bien! iTe equivocas de enemigo, hermano! iYo sdlo quiero sobrevivir! ;Y si tt también quieres salir de ésta, te aconsejo que m oe clavos y me dejes en paz! © Pa los 54 En cuanto terminé mi perorata, aflojé los diente a trabajar. Las manos me temblaban y el corazé: sy me puse ba en el pecho. ts mn me retumb; Al paso de las horas, Gabriel parecié calmarse, En tod a no decia nada. Lo unico que se escuchaba era le lo caso, gular del martillo sobre los tablones. Este sonido : sonido oo en el bosque me recordé el del pajaro carpintero ae Sane Jos troncos de los arboles. Y esto me remonté act as diez aiios. a cuando yo tenia a- 55 RECUERDO FELIZ Mama y yo montamos y desmontamos sin cesar aE cam- pamento. Segtin la estacién del afio, nos refugiamos bajo un wigwam o una carpa mds ligera. Pero nuestro verdadero hogar es el bosque. Por la noche, después de cenar y guardar todo, nos quedamos un momento afuera. Escuchamos el viento entre los drboles, los tiltimos cantos de los pdjaros, y observamos cémo el cielo va cambiando del rojo al negro pasando por una cantidad de tonalidades color naranja. Al caer la noche, la boveda celeste se cubre de una multitud de puntos brillantes, Algunos en 8rupos, otros aislados. Observamos en silencio la Via Lactea, y mi madre me cuenta sobre lo que ve. —Alld arriba estd Kitski Manitu, el Gran Espiritu. El es el soplo de vida y penetra en todos lados bajo su forma de vien- to —me dice ella. —2Y donde esta el dios de los cristianos? Me cuesta trabajo comprender que no todos tenemos el mis- mo dios y mi madre intenta tra —Creo que el dios cristiano s6lo que les damos nombres dis —iY cémo hago para hablar —Di tu plegaria a un pajaro y nquilizarme sobre ese punto. y Kitski Manitu son uno. Es tintos —me dice, con el Gran Espiritu? él volard hasta donde esté Las riquezas mds grandes no nos Pertenecen, pero estdn a nuestro alcance, empre 56

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