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França - Marguerite Duras - Hiroshima Mon Amour
França - Marguerite Duras - Hiroshima Mon Amour
He tratado de dar cuenta lo más fielmente posible del trabajo que he hecho
para A. Resnais en Hiroshima mon amour.
Que nadie se asombre pues de que nunca, prácticamente, se describa en
este trabajo la imagen de A. Resnais.
Mi papel se limita a dar cuenta de los elementos a partir de los cuales ha
hecho Resnais su película.
Los pasajes sobre Nevers que no formaban parte del guión inicial (julio del
58) fueron comentados antes del rodaje en Francia (diciembre del 58). Son
objeto pues de un trabajo aparte del script (v. apéndice; Las Evidencias
Nocturnas).
He creído acertado conservar cierto número de cosas no utilizadas por la
película en la medida en que arrojan luz de manera útil sobre el proyecto
inicial.
Entrego este trabajo a la edición, desolada por no poder completarlo con
la relación de las conversaciones casi cotidianas que teníamos A. Resnais y
yo, por una parte, G. Jarlot y yo, por otra, y Resnais, G. Jarlot y yo, por
otra más. Nunca pude prescindir de sus consejos, nunca abordé un episodio
de mi trabajo sin someterles lo anterior, sin escuchar sus críticas, a la vez
exigentes, lúcidas y fecundas.
Marguerite Duras
Primera Parte
A usar a voluntad.
Una voz de mujer, muy velada, igualmente mate, una voz de lectura
recitativa, sin puntuación, contesta:
EL. —No has visto ningún hospital en Hiroshima. No has visto nada de
Hiroshima.
A continuación la voz de la mujer se va haciendo más y más impersonal.
Dando una condición (abstracta) a cada palabra.
Vemos ahora el museo que desfila[4]. Lo mismo que sobre el hospital, luz
cegadora, fea.
Cuadros documentales.
Vestigios de bombardeo.
Maquetas.
Hierros retorcidos.
Pieles, cabelleras quemadas, de cera.
Etc.
ELLA. —[La gente permanece allí, pensativa. Y sin ironía alguna, puede
decirse que las ocasiones de hacer pensar a la gente siempre son buenas. Y
que los monumentos, de los que algunas veces se sonríe uno, son sin
embargo los mejores pretextos para esas ocasiones…]
EL. —No.
Perro amputado.
Gente, niños.
Llagas.
Niños quemados que lloran.
ELLA. —Nada.
De la misma manera que existe esta ilusión en el amor, esta ilusión de ser
capaz de no olvidar nunca, también yo he tenido la ilusión ante Hiroshima
de que jamás olvidaría. Igual que en el amor.
ELLA. —He visto la paciencia, la inocencia, la aparente dulzura con que los
supervivientes provisionales de Hiroshima se acomodaban a una suerte tan
injusta que la imaginación, generalmente tan fecunda, se cierra ante ellos.
Nube atómica.
Atomium que gira.
La gente camina por la calle bajo la lluvia.
Pescadores afectados por la radioactividad.
Un pescado no comestible.
Miles de pescados no comestibles enterrados.
ELLA. —Las mujeres corren peligro de dar a luz niños deformes, monstruos,
pero todo sigue.
Los hombres corren el peligro de verse atacados de esterilidad, pero todo
sigue.
La lluvia da miedo.
Lluvias de cenizas sobre las aguas del Pacífico.
Las aguas del Pacífico matan.
Han muerto pescadores del Pacífico.
La comida da miedo.
Se tira la comida de toda una ciudad.
Se tira la comida de ciudades enteras.
Toda una ciudad monta en cólera.
Ciudades enteras montan en cólera.
Cortejos de manifestantes.
Discursos «mudos» por los altavoces.
ELLA. —Como tú, también yo intenté luchar con todas mis fuerzas contra el
olvido. Y he olvidado, como tú. Como tú, deseé tener una memoria
inconsolable, una memoria de sombras y de piedra.
ELLA. —Luché por mi cuenta, con todas mis fuerzas, cada día, contra el
horror de no comprender ya en absoluto el por qué de recordar. Y como tú,
he olvidado…
Frase que martillea sobre los planos del esqueleto del Palacio de la
Industria.
ELLA. —… Oye… Sé más. Esto se repetirá.
Doscientos mil muertos.
Ochenta mil heridos.
En nueve segundos. Estas cifras son oficiales. Aquello se repetirá.
Arboles.
Iglesia.
Tiovivo.
Hiroshima reconstruido. Vulgaridad.
ELLA. —Habrá diez mil grados en la tierra. Diez mil soles, dirán. El asfalto
arderá.
Iglesia.
Anuncio japonés.
ELLA. —Reinará un profundo desorden. Toda una ciudad será levantada del
suelo y volverá a caer convertida en cenizas…
ELLA. —Tú…
El rostro del japonés aparece después del de la mujer en una risa extasiada
(en carcajada), que no viene a cuento en la conversación. Se vuelve:
Aparecen los dos cuerpos desnudos. La misma voz de mujer muy velada,
pero esta vez no declamatoria.
ELLA. —¿Tú eres japonés del todo o no eres japonés del todo?
EL. —Del todo. Soy japonés.
ELLA. —No sé quién es. Pasa todos los días a las cuatro. Y tose.
Silencio. Se miran.
Casi sonriente.
El la mira de pronto, serio y vacilante, y luego acaba por decirle:
Pausa.
EL. —¿Nevers?
ELLA. —Me interesaba. Tengo mis ideas a ese respecto. Por ejemplo, mira,
en realidad yo creo que se aprende.
Segunda Parte
El se mira sus propias manos, a su vez, con asombro, y tal vez juega a
mover los dedos.
Están los dos bajo la ducha de la habitación del hotel. Están contentos.
El pone la mano en la frente de ella de tal manera que le echa la cabeza
hacia atrás.
EL. —Eres muy guapa, ¿sabes?
EL. —Creo.
EL. —Eso es lo que noté ayer noche en aquel café. Tu manera de ser fea. Y
luego…
EL. —Te aburrías de esa manera que mete a los hombres en ganas de
conocer a una mujer.
En tono alegre:
EL. —¿Verdad que sí? Me alegro de que por fin te des cuenta de lo bien que
hablo el francés.
Pausa.
Risas.
ELLA. —El final de la guerra, quiero decir, del todo. El estupor… ante la
idea de que se hubieran atrevido… el estupor ante la idea de que lo
hubieran logrado. Y también, para nosotros, el comienzo de un miedo
desconocido. Y además, la indiferencia, el miedo a la indiferencia
también…
El sonríe. Alegría.
ELLA. —Sí.
ELLA. —Hi-ro-shi-ma. [Tengo que cerrar los ojos para acordarme… Quiero
decir acordarme de cómo, en Francia, antes de venir aquí, me acordaba de
Hiroshima. Siempre pasa lo mismo con los recuerdos.]
EL. —Era un hermoso día de verano en París, aquel día, he oído decir,
¿verdad?
EL. —Veintidós.
Se ríen.
Ella no se asombra. Cualquier precisión sobre la política que él hace es
absolutamente imposible porque eso significaría inmediatamente ponerle
una etiqueta. Además, resultaría ingenua. No se olvide que sólo un hombre
de izquierdas puede decir lo que él acaba de decir.
Que así lo tomará inmediatamente el espectador. Sobre todo después de sus
frases sobre Hiroshima.
ELLA. —Una película sobre la Paz. ¿Qué quieres que se ruede en Hiroshima
sino una película sobre la Paz?
ELLA. —Estoy mintiendo. Y digo la verdad. Pero a ti no hay razón para que
te mienta. ¿Para qué?
Pausa.
Sonríe.
EL. —Me gustaría volver a verte. Aunque el avión salga mañana por la
mañana. Aunque seas de una dudosa moralidad.
ELLA. —No.
El se calla.
EL. —¿Nunca?
ELLA. —Nunca.
Facultativo.
EL. —Joven-en-Nevers.
ELLA. —Esa era mi locura. Estaba loca de maldad. Me parecía que se podía
hacer una verdadera carrera en la maldad. Lo único que me decía algo era la
maldad. ¿Comprendes?
EL. —Sí.
Pausa.
ELLA. —Poco a poco, se fue pasando. Y luego, cuando tuve hijos…, qué
remedio.
ELLA. —Digo que poco a poco se fue pasando. Y que luego, cuando tuve
hijos…, qué remedio…
EL. —Me gustaría estar contigo unos cuantos días, en alguna parte, una vez.
ELLA. —A mí también.
EL. —Volver a verte hoy no sería volver a verte. En tan poco tiempo, eso no
es volver a ver a la gente. Me gustaría mucho.
ELLA. —No.
EL. —Bueno.
El ríe con ella, pero menos que ella. Tras una pausa:
EL. —Puede que sea también por eso. Pero es una razón como cualquier
otra, ¿no? La idea de no volverte a ver… nunca… dentro de unas horas.
ELLA. —No.
Se vuelve hacia ella. Las fotografías han acabado de pasar del todo. Se
acercan instintivamente uno al otro. Ella se sujeta la toca que se ha soltado
mientras dormía.
Y añade aún:
Le mira de frente.
Lentamente, él le quita la toca de enfermera. (Ella está muy maquillada,
con los labios tan oscuros que parecen negros, o bien apenas maquillada,
casi descolorida, al sol.)
El gesto del hombre es muy libre, muy calculado. Debería experimentarse
el mismo impacto erótico que al principio. Ella aparece con el pelo
despeinado como la víspera, en la cama. Se deja quitar la toca, se deja
hacer, como debió de dejarse hacer, la víspera, el amor. (En esto, déjesele
desempeñar un papel erótico funcional.)
Ella baja los ojos. Mueca incomprensible. Juega con algo que hay en el
suelo.
Levanta los ojos hacia él. El dice con una lentitud enorme:
Se ve el cielo que ella ve. Unas nubes avanzan… Los cantos se hacen más
precisos. Después da comienzo (el final) del desfile.
Ellos dos se han hecho un poco atrás. Ella se mantiene delante de él (igual
que en las «revistas» las mujeres) y coloca una mano en su hombro. Su
rostro queda apoyado en sus cabellos. Cuando alza los ojos le ve. El
tratará de llevársela lejos del desfile. Ella se resistirá. Pero se alejará con
él, casi sin «sentir». Ante los niños, sin embargo, [se parará
completamente, fascinada].
Desfile de jóvenes Llevando pancartas.
1ª SERIE DE PANCARTAS
1ª pancarta:
Si una bomba atómica
equivale a 20.000 bombas
ordinarias.
2ª pancarta:
Y si la bomba H equivale a 1.500 veces la bomba atómica.
3ª pancarta:
¿A cuánto equivalen las 40 mil bombas A y H fabricadas actualmente en el
mundo?
4ª pancarta:
Si 10 bombas H soltadas
sobre el mundo significan
la prehistoria.
5.ª pancarta:
¿40.000 bombas H y A qué significan?
2ª SERIE DE PANCARTAS
Este prestigioso resultado hace honor a la inteligencia científica[6] del
hombre.
II
Pero es lamentable que la inteligencia política del hombre esté 100 veces
menos desarrollada que su inteligencia científica.
III
Y nos impida por completo admirar al hombre.
2.ª SERIE
[1ª pancarta:
una foto de hormiga.
NOSOTROS no tememos
a la bomba H.]
2ª pancarta:
[Este es el grito de los 160 millones de sindicados de Europa.]
3ª pancarta:
[Este es el grito de los 100.000 cadáveres desaparecidos de HIROSHIMA.]
Ella no contesta.
Pasa una admirable mujer japonesa. Va sentada en una carroza. Del
saliente que forman sus senos[7], ceñidos por una blusa negra, echan a
volar unas palomas.
EL. —Contéstame.
ELLA. —No.
[Unos gatos ven las palomas que salen de la blusa de la mujer y se agitan.]
Los cantos informes de los niños continúan, pero disminuyendo. Una
instructora riñe a los dos niños que se pelean por la naranja. El pequeño
llora. El mayor empieza a comerse la naranja.
Todo esto dura más de lo preciso.
Detrás del niño que llora, llegan los quinientos estudiantes japoneses.
Resulta un poco cansado, desbordante. El la aprieta completamente contra
él, con ocasión de este nuevo desorden. La mirada de ambos es de
desesperación. El mirándola, ella mirando el desfile. Debería tenerse la
sensación de que este desfile les despoja del tiempo que les queda. Ya no se
dicen nada. El la coge de la mano. Ella se deja llevar. Echan a andar, a
contra corriente del desfile. Se les pierde de vista[8].
Volvemos a encontrarla de pie en el centro de una gran sala de una casa
japonesa. Estores bajados. Luz suave. Sensación de frescor tras el calor del
desfile. La casa es moderna. Hay sillones, etc.
La francesa se comporta como una invitada. Está casi intimidada. El viene
hacia ella desde el fondo de la sala (puede suponerse que viene de cerrar
una puerta, o del garaje, eso es lo de menos). Y dice:
EL. —Siéntate.
Pausa.
ELLA. —Yo también soy ana mujer que es feliz con su marido.
EL. —Sí.
¿Se nota que él miente? Se imagina. Ella se pone casi violenta, y, buscando
a tu vez algo que decir (momento de cierto aturdimiento):
ELLA. —No. No es una casualidad. (Pausa.) Eres tú quien debe decirme por
qué.
EL. —Ahí está, me parece haber comprendido que eres tan joven… tan
joven, que aún no eres nadie concretamente. Eso me gusta.
O bien:
O bien:
EL. —Ahí está, me parece haber comprendido, que debiste de empezar a ser
como sigues siendo hoy.
(Elegir entre estas tres últimas réplicas o dar las tres[9], ya una detrás de
otra, ya separadamente, al azar de los movimientos amorosos en la cama.
Esta última solución es la que yo preferiría si ello no alarga demasiado la
escena.)
[Por última vez, Nevers desfila. Se suceden imágenes de premeditada
trivialidad. A la vez que asustan.]
Volvemos a ellos por última vez. [Es de noche.] Ella dice, grita:
EL. —Ahora sólo nos queda matar el tiempo que nos separa de tu marcha.
Dieciséis horas aún para tu avión.
El contesta, suavemente:
EL. —No. No debes tener miedo.
Cuarta Parte
ELLA. —Habría tenido frío. En Nevers los sótanos son fríos, tanto en
invierno como en verano. La ciudad se escalona al borde de un río que se
llama Loire.
Nevers. El Loire.
ELLA. —Es un río sin navegación ninguna, siempre vacío, por su curso
irregular y sus bancos de arena. En Francia, el Loire pasa por ser un río
bonito, sobre todo por su luz… tan suave, si supieras…
Para hacer el gesto de medirlo con las manos, ella se aparta de su mejilla.
Y continúa, muy cerca de su rostro, pero ya no pegada a él. Ningún
encantamiento. Se dirige a él apasionadamente:
Se tapa los oídos, en ese café (en Hiroshima). De pronto, reina en el café un
gran silencio.
Sótanos de Nevers. Manos ensangrentadas de Riva.
ELLA. —Las manos son inútiles en los sótanos. Arañan. Se desuellan contra
las paredes… hasta que sale sangre…
ELLA. —La sociedad circula sobre mi cabeza. En lugar del cielo… qué
remedio… Y yo veo avanzar esa sociedad. Deprisa, entre semana. Los
domingos, lentamente. No sabe que yo estoy en el sótano. Me dan por
muerta, muerta lejos de Nevers. Mi padre lo prefiere así. Como estoy
deshonrada, mi padre lo prefiere.
EL. —¿Gritas?
La habitación de Nevers.
ELLA. —Al principio no, no grito. Te llamo bajito.
ELLA. —Sí.
EL. —Bebe.
ELLA. —Sí.
EL. —Son unos sótanos muy antiguos, muy húmedos, los sótanos de
Nevers… decías…
Se acercan.
EL. —Loca.
ELLA. —Estoy loca de amor por ti. (Pausa.) Está volviéndome a crecer el
pelo. Con la mano, todos los días, lo noto. Me da lo mismo. Pero sin
embargo, me está empezando a crecer el pelo…
El corte de pelo.
ELLA. —No. Tú has muerto. Estoy demasiado ocupada con sufrir. Cae el
día. Sólo presto atención al ruido de las tijeras en mi cabeza (dice esto
guardando la mayor inmovilidad). Eso me alivia un poquitín… de… tu
muerte… como… como, ¡ah! mira, no encuentro mejor manera de
explicártelo, como las uñas, y las paredes, de la cólera.
El invierno ha terminado.
Pausa. En Hiroshima.
Ella está temblando. Se aparta del rostro.
ELLA. —Permanecí junto a su cuerpo todo el día y luego toda la noche que
siguió. A la mañana siguiente vinieron a recogerle y le metieron en un
camión. Aquella noche se liberó Nevers. Las campanas de la iglesia de San
Esteban sonaban… sonaban… Se fue poniendo frío poco a poco debajo de
mí. ¡Ah! tardó mucho en morir. ¿Cuanto? Ya no lo sé exactamente. Yo
estaba echada encima de él… sí… el momento de su muerte me pasó
desapercibido, realmente, porque… porque incluso en aquel momento, y
después también, sí, también después, se puede decir que no llegaba a
encontrar la más mínima diferencia entre aquel cuerpo muerto y el mío…
Entre aquel cuerpo y el mío no podía encontrar más que semejanzas…
desgarradoras, ¿entiendes? Era mi primer amor… (a gritos).
Pausa.
Ya no grito.
Pausa.
Pausa.
ELLA. —Hasta de las manos me acuerdo mal… Del dolor, aún me acuerdo
un poco.
Ella vacila.
ELLA. —No.
ELLA. —Sí.
ELLA. —Calla.
EL. —Sigue.
ELLA. —Sí.
EL. —Habla.
Lo intenta. No lo consigue.
Entran algunas personas en el café. Ella los mira y pregunta (la esperanza
vuelve):
Ellos entran en una última comedia. Pero ella se deja prender. Mientras él
contesta mintiendo:
Ella sonríe. Y, con una dulzura extrema, con una aflicción sonriente, dice
(de un modo adorable):
ELLA. —Cómo me gusta esto… las ciudades en las que la gente está
despierta, de día y de noche…
La dueña del bar apaga una lámpara. El disco ha terminado. Están casi en
penumbra. Ha llegado la hora tardía pero ineluctable del cierre de los
cafés en Hiroshima.
Ambos bajan los ojos, como embargados por un exagerado pudor. Están
relegados a la puerta del mundo del orden, en el que no tiene cabida su
historia. Es inútil luchar.
Ella lo comprende perfectamente, de golpe.
Cuando vuelven a levantar los ojos, sonríen sin embargo «por no llorar»,
en el sentido más corriente de la expresión.
Ella se levanta. El no hace ademán de retenerla.
Están fuera, en medio de la noche, delante del café.
Ella permanece de pie ante él.
ELLA. —No. (Pausa.) ¿Es probable que muramos sin habernos visto nunca
más?
EL. —Es probable, sí. (Pausa.) A no ser que, a lo mejor, un día, la guerra…
Pausa. Ella contesta (subráyese la ironía).
El se le acerca.
ELLA. —Vete.
El se aleja diciendo:
ELLA. —[Me gastaría no tener ya patria. A mis hijos les enseñaré la maldad
y la indiferencia, la comprensión y el amor por la patria de los demás hasta
la muerte.]
ELLA. —Vendrá hacia mi, me cogerá por los hombros, me be-sa-rá…
Volvemos a él. Y nos damos cuenta de que anda más despacio para dejarle
campo. Y de que en vez de ir hacia ella se aleja. Ella no se vuelve.
Sucesión de las calles de Hiroshima y Nevers. Monólogo interior de Riva.
ELLA. —No.
ELLA. —¿El tiempo de qué? ¿De vivir de esto? ¿O de morir por ello?
Nevers.
ELLA. —[A eso de las siete de la tarde, en verano, dos multitudes se cruzan
en el bulevar de la République, apaciblemente, preocupadas con sus
compras. Muchachas de pelo largo que ya no ofenden a su patria. Me
gustaría volver a ver Nevers. Nevers. Tan estúpido que da grima.]
ELLA. —[En aquel sótano de Nevers sentí el amor de aquel hombre. Sentí el
amor por ti.
En el barrio de Beausoleil, en el que mi recuerdo quedó como un ejemplo
que no hay que seguir, sentí tu amor.]
[Precisamente porque en el barrio de Beausoleil quedó mi recuerdo como
un ejemplo que no hay que seguir, llegué a estar, un día, libre de amarte.
Nunca me hubiera atrevido a quererte de no haber dejado en Beausoleil
aquel indigno recuerdo. Yo te saludo, Beausoleil, y me gustaría volver a
verte esta noche, Beausoleil, tan estúpido que da grima.]
EL. —Se marcha del Japón en seguida. Nos entristece separarnos [10].
Ella contesta sólo por señas. [Le señala o bien la silla, o bien el taburete
que hay a su lado.]
(Se deja abordar por otro hombre para «perder» al que nosotros
conocemos. Pero esto es no sólo imposible sino inútil. Le ha perdido ya.)
ELLA. —¡Te olvidaré! ¡Te estoy olvidando ya! ¡Mira cómo te olvido!
¡Mírame!
El la tiene cogida por los brazos, [las muñecas], y ella permanece frente a
él, con la cabeza echada hacia atrás. Se separa de él muy bruscamente.
El la asiste ausente de ti mismo, Como si ella estuviera en peligro.
La mira, mientras ella le contempla como contemplaría la ciudad y le llama
de pronto muy suavemente:
Le llama «a lo lejos», maravillada. Ha conseguido anegarle en el olvido
universal. Y esto la tiene maravillada.
ELLA. —Hi-ro-shi-ma.
FIN
Apéndices
LAS EVIDENCIAS NOCTURNAS
(Notas sobre Nevers)[11]
Han disparado desde este jardín como hubieran podido hacerlo desde
cualquier otro jardín de Nevers. Desde todos los demás jardines de Nevers.
Sólo el azar ha hecho que fuera éste.
Desde ahora queda marcado este jardín con el signo de la trivialidad de su
muerte.
Su color y su forma son desde ahora fatídicos. De ahí es de donde ha salido
su muerte, para toda la eternidad.
Nos hemos besado detrás de las murallas. Con la muerte en el alma, si, pero
con una irrefrenable felicidad, he besado a mi enemigo.
Las murallas estaban siempre desiertas durante la guerra. Unos franceses
fueron fusilados allí durante la guerra. Y después de la guerra, unos
alemanes.
Descubrí sus manos cuando tocaban unas barreras para abrirlas ante mi.
Muy pronto sentí deseos de castigar sus manos. Las muerdo después del
amor.
En los muros de la ciudad me convertí en su mujer.
Aún no soy capaz de recordar la puerta del fondo del jardín. Allí me
esperaba él, a veces durante horas. De noche sobre todo. Cada vez que yo
tenía un momento de libertad. El tenía miedo.
Yo tenía miedo.
Cuando teníamos que atravesar la ciudad juntos yo caminaba delante, con
miedo. La gente bajaba los ojos. Estábamos convencidos de su indiferencia.
Y empezamos a ser imprudentes.
Yo le pedía que cruzara la plaza, detrás de la verja de… para poderle divisar
alguna vez de día. Así que pasaba todos los días por delante de aquella
verja, y yo le veía.
Entre las ruinas, en invierno, el viento gira sobre sí mismo. El frío. Sus
labios estaban fríos.
UN NEVERS IMAGINARIO
Volví a gritar. Y aquel día oí un grito. Fue la última vez que me metieron en
el sótano. Llegó hasta mi (la canica) con calma, como un acontecimiento.
En su interior corrían ríos de colores, muy vivos. El verano moraba dentro
de ella. Tenía también el calor del verano.
Yo ya sabia que no hay que comerse los objetos, comerse cualquier cosa, ni
las paredes, ni la sangre de las manos de uno ni las paredes. La miré con
amabilidad. Me la puse contra la boca pero sin morder.
Tal redondez, tal perfección, planteaban un problema insoluble.
A lo mejor voy a romperla. La tiro pero rebota hacia mi mano. Lo vuelvo a
hacer. Y ella no vuelve. Se pierde.
Cuando se pierde, vuelve a brotar en mi algo que me resulta conocido.
Vuelve el miedo. Una canica no puede morir. Lo recuerdo. Me pongo a
buscar. Y la encuentro.
Gritos de los chiquillos. Tengo la canica en la mano. Gritos. Canica. Es de
los niños. No. No la recobrarán. Abro la mano. Ahí está, cautiva. Se la
devuelvo a los niños.
UN SOLDADO ALEMÁN VIENE A CURARSE LA MANO EN LA FARMACIA DEL PADRE
DE RIVA
[Era pleno verano y yo llevaba Jerseys (negros). Los veranos son fríos en
Nevers. Veranos de la guerra. Mi padre se aburre. Las estanterías están
vaciás. Yo obedezco a mi padre como una niña. Miro su mano quemada. Le
hago daño al curarle. Cuando levanto los ojos veo sus ojos. Son claros. Se
ríe porque le hago daño. Yo no me rio.]
VELADA EN NEVERS
Aquel día el sol era glorioso. Pero sin embargo, llegó el crepúsculo, como
todos los días.
Lo que queda, en este muelle, de Riva, se reduce a los latidos de su corazón.
(Ha llovido hacia el final de la tarde. Ha llovido sobre ella como ha llovido
sobre la ciudad. Luego, la lluvia cesó. Después, a Riva le cortaron el pelo al
rape. Y ha quedado, en el muelle, el sitio, seco, de Riva. Sitio quemado.)
En ese muelle, se diría que duerme. Cuesta trabajo reconocerla. (Los
animales pasan sobre sus manos sucias de sangre.)
¿Perro?
EL PADRE DE RIVA
LA MADRE DE RIVA
La madre vive. Mucho más joven que el padre. Lo que más quiere en el
mundo es su hija. Cuando Riva grita, se vuelve loca por ella. La madre tiene
miedo de que vuelvan a hacerle daño a su hija. Ella lleva toda la casa. No
quiere que Riva muera. Con su hija es de una ternura brutal. Pero de una
ternura sin límites. Al contrario que el padre, ella no ha perdido la
esperanza respecto a Riva.
La bajan al sótano como si tuviera diez años. Riva, entre los dos, va vestida
de claro. Camisón de encaje, de jovencita, hecho por la madre, por una
madre que siempre se olvida de que su hija crece.
Riva está en un rincón del sótano, toda de blanco. Sigue ahí como podría
estar en cualquier otro sitio. Sigue con los mismos ojos de Loire. Los del
muelle. Absuelta. Infancia aterradora.
Es la noche en que recobra la razón. En que recuerda que es la mujer de un
hombre. También a ella el deseo la ha alcanzado de lleno. El que él haya
muerto no quita que ella le desee. No puede más de deseo de él, muerto.
Cuerpo vacío, jadeante. Tiene la boca húmeda. Su postura es la de una
mujer llena de deseo, impúdica hasta la vulgaridad. Más impúdica que en
ninguna otra parte. Repugnante. Desea a un muerto.
Cualquier cosa puede ser vista por Riva en este estado. Todo un conjunto de
objetos, o cada uno de ellos por separado. Igual da. Todo será visto por ella.
A falta de otra cosa, el salitre también se come. Sal de piedra. Riva se come
las paredes. Las besa también. Está en un universo de paredes. El recuerdo
de un hombre se encuentra entre esos muros, incorporado a la piedra, al
aire, a la tierra.
Riva mira a su madre que viene hacia ella. «Y decir que tú me echaste al
mundo» no sería bastante para expresar la mirada de Riva. Lo que mejor la
explicaría es: «¿Qué quiere decir esto?».
Riva frunce tal vez algo las cejas e interroga al cielo, a su madre. Ha
llegado al límite exacto de sus fuerzas. Cuando su madre llegue a ella,
estará más allá de sus fuerzas y caerá en brazos de su madre como
desvanecida. Pero sus ojos permanecerán abiertos. Lo que en ese momento
ocurre entre Riva y su madre es sólo físico. La madre cogerá a Riva con
destreza. Conoce muy bien el peso de su hija. Riva se apretará contra el
cuerpo de su madre, donde, desde que era niña, está acostumbrada a esperar
que pasen las penas.
Riva tiene frío. Su madre le frotará los brazos y la espalda. Besará la cabeza
afeitada de su hija sin darse cuenta. Sin patetismo alguno, nada. Su hija
vive. Es una dicha, relativamente. Se la lleva a casa.
La arranca literalmente, hay que arrancarla de ese árbol. Riva pesa en ese
momento lo mismo que pesará después de muerta.
LOCURA DE RIVA
Me dejan salir. Estoy muy cansada. Demasiado joven para sufrir, dicen.
Hace un tiempo agradable, dicen. Ocho meses ya, dicen. Mi pelo es largo.
No pasa nadie. Ya no tengo miedo. Aquí estoy. No sé a qué me preparo…
Mi madre vigila mi salud con este fin. Yo vigilo mi salud. No hay que mirar
demasiado el Loire, dicen. Yo lo miraré.
Pasan algunas personas por el puente. A veces la vulgaridad es
impresionante. Es la paz, dice la gente. Esas personas son las que me
raparon. Nadie me ha rapado. El Loire es quien me coge los ojos.
Lo miro y no consigo apartarlos del agua. No pienso en nada, en nada. Qué
orden.
RIVA SE MARCHA A PARÍS, DE NOCHE
NEVERS
(A título informativo)
RETRATO DE LA FRANCESA