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El presente volumen contiene la totalidad del material literario de

Marguerite Duras para la película Alain Resnais, incluidas ciertas


descripciones adicionales y fragmentos no incluidos finalmente. Una
de las experiencias más singulares de la expresión artística de
nuestro tiempo.
Marguerite Duras

Hiroshima mon amour


ePub r1.0
Titivillus 24.07.15
Título original: Hiroshima mon amour
Marguerite Duras, 1960
Traducción: Caridad Martínez
Diseño de cubierta: Harishka

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
Sinopsis

Estamos en verano de 1957, en agosto, en Hiroshima.


Una mujer francesa, de unos treinta años, se encuentra en esta ciudad. Ha
venido a trabajar en una película sobre la Paz.
La historia empieza la víspera del regreso a Francia de esta francesa. La
película en que trabaja ya está terminada. Sólo falta por rodar una
secuencia.
La víspera de su regreso a Francia, esta francesa, a la que no se dará nunca
nombre en esta película —esta mujer anónima— conocerá a un japonés
(ingeniero o arquitecto) y vivirán juntos una brevísima historia de amor.
En la película no se pondrán en claro las condiciones de su encuentro. Pues
no es ésa la cuestión. Uno puede conocerse en todas partes, en el mundo. Lo
que importa es lo que se sigue de estos cotidianos encuentros.
A esta pareja fortuita no se la ve al principio de la película. Ni a ella. Ni a
él. Se ven en su lugar cuerpos mutilados —a la altura de la cabeza y de las
caderas— agitándose —presas, ya del amor, ya de la agonía— y recubiertos
sucesivamente de las cenizas, de los rocíos, de la muerte atómica —y de los
sudores del amor consumado.
Sólo poco a poco saldrán de estos cuerpos informes, anónimos, los cuerpos
de ellos.
Están acostados en una habitación de hotel. Están desnudos. Cuerpos tersos.
Intactos.
¿De qué están hablando? Precisamente de HIROSHIMA.
Ella le dice que lo ha visto todo, en HIROSHIMA. Se ve lo que ella ha
visto. Es horrible. Mientras la voz de él, negando, tachará a las imágenes de
embusteras y repetirá, impersonal, insoportable, que ella no ha visto nada
en HIROSHIMA.
Su primera conversación será pues alegórica. Será, en resumen, una
conversación de ópera. Imposible hablar de HIROSHIMA. Lo único que se
puede hacer es hablar de la imposibilidad de hablar de HIROSHIMA. Ya
que el conocimiento de Hiroshima se plantea a priori como un ejemplar
señuelo de la mente.
Este comienzo, este desfile oficial de los horrores ya celebrados de
HIROSHIMA, evocado en una cama de hotel, esta evocación sacrílega, es
voluntaria. Se puede hablar de HIROSHIMA en todas partes, incluso en una
cama de hotel, en el curso de amores fortuitos, de amores adúlteros. Los dos
cuerpos de los protagonistas, realmente apasionados, nos lo recordarán. Lo
que verdaderamente es sacrílego, si es que hay sacrilegio, es HIROSHIMA
misma. No vale la pena ser hipócrita y sacar de quicio la cuestión.
Por poco que se le haya mostrado del Monumento Hiroshima, esos
miserables vestigios de un Monumento de Vacío, el espectador debería salir
de esta evocación limpio de muchos prejuicios y dispuesto a aceptarlo todo
en lo que va a decírsele de nuestros dos protagonistas.
Helos aquí, precisamente, vueltos a su propia historia.
Historia vulgar, historia que pasa todos los días, miles de veces. El japonés
está casado, tiene hijos. La francesa también lo está y tiene también dos
hijos. Viven una aventura de una noche.
¿Pero dónde? En HIROSHIMA.
Este abrazo, tan vulgar, tan cotidiano, tiene lugar en la ciudad en que es más
difícil imaginarlo de todo el mundo: HIROSHIMA. Nada resulta «dado» en
HIROSHIMA. Un halo particular aureola allí cada gesto, cada palabra, con
un sentido suplementario a su sentido literal. Este es uno de los principales
designios de la película, acabar con la descripción del horror por el horror,
pues esto lo hicieron los japoneses mismos, pero hacer renacer este horror
de estas cenizas inscribiéndolo en un amor que será forzosamente particular
y «deslumbrante». Y en el que se creerá más que si se hubiera producido en
cualquier otra parte del mundo, en un lugar que la muerte no ha conservado.
Entre dos seres lo más alejados geográficamente, filosóficamente,
económicamente, racialmente, etc., que puede estarse, HIROSHIMA será el
terreno común (¿el único en el mundo quizás?) en que los datos universales
del erotismo, del amor y de la desdicha, aparecerán bajo una luz implacable.
En cualquier otra parte que no sea HIROSHIMA, el artificio se impone. En
HIROSHIMA, no puede existir, so pena, además, de ser negado.
Al ir a quedarse dormidos, volverán a seguir hablando de HIROSHIMA. De
otra manera. En el deseo y tal vez, sin saberlo, en el amor naciente.
Sus conversaciones versarán a la vez sobre sí mismos y sobre
HIROSHIMA. Y sus frases se entrecruzarán, de tal forma mezcladas, desde
entonces, después de la ópera de HIROSHIMA, que no será posible
discernirlas unas de otras.
Lo cierto es que su historia personal, por breve que sea, llegará a tener más
importancia que HIROSHIMA.
Si no se cumpliera esta condición, la película, como tantas otras, no pasaría
de ser una película de encargo más, sin interés alguno a excepción del de un
documental novelado. Si se cumple esta condición, se conseguirá una
especie de falso documental que resultará mucho más probatorio de la
lección de HIROSHIMA que un documental de encargo.
Se despertarán. Y volverán a hablar, mientras ella se viste. De todo un poco,
y también de HIROSHIMA. ¿Por qué no? Es muy natural. Estamos en
HIROSHIMA.
Y ella aparece de pronto, completamente vestida de enfermera de la Cruz
Roja.
Con este traje, que es en resumidas cuentas el uniforme de la virtud oficial,
él la deseará de nuevo.
Querrá volver a verla. El es como todo el mundo, como todos los hombres,
exactamente, y hay en este disfraz un factor erótico común a todos los
hombres. (Eterna enfermera de una guerra eterna…)
¿Por qué, si ella también le desea, no quiere volver a verle? No da ninguna
razón clara.
Al despertarse, hablarán también del pasado de ella.
¿Qué ocurrió en NEVERS, en su ciudad natal, en aquella Niévre en que se
crió? ¿Qué ha ocurrido en su vida para que sea así, tan libre y acosada a la
vez, tan honrada y tan poco honrada a la vez, tan equívoca y tan clara? ¿Tan
deseosa de vivir amores fortuitos? ¿Tan cobarde ante el amor?
Un día, le dice ella, un día, en NEVERS, estuvo loca. Loca de maldad. Lo
dice como diría que, una vez, en NEVERS, tuvo una iluminación decisiva.
De la misma manera.
De si aquel «incidente» de NEVERS explica su conducta actual en
HIROSHIMA, de eso no dice nada. Cuenta el incidente de NEVERS como
una cosa más. Sin mencionar su causa.
Se va. Ha decidido no volver a verle más.
Pero volverán a verse.
Las cuatro de la tarde. Plaza de La Paz en HIROSHIMA (o delante del
Hospital).
Unos cameraman se alejan (en la película no se les ve nunca más que
alejándose con su material). Se desmontan unas tribunas. Se descuelgan las
banderolas.
La francesa duerme a la sombra (tal vez) de una tribuna que están
desmontando.
Acaba de rodarse una película edificante sobre la Paz. No una película
ridícula, en absoluto, pero una película MAS, eso es todo.
Entre la multitud que pasa y repasa junto al decorado de la película que
acaba de terminarse, cruza un japonés. Es el hombre que hemos visto por la
mañana en la habitación. Ve a la francesa, se detiene, va hacia ella, la
contempla dormir. Su mirada la despierta. Se miran. Se desean
enormemente. No es una casualidad que él esté allí. Ha venido para verla
otra vez.
El desfile tendrá lugar casi inmediatamente después de su encuentro. Es la
última secuencia de la película que está rodándose. Desfiles de niños,
desfiles de estudiantes. Perros. Gatos. Mirones. Todo HIROSHIMA estará
presente, como lo está siempre que se trata de servir a la Paz en el mundo.
Desfile barroco ya.
El calor será muy grande. El cielo será amenazador. Esperarán a que pase el
desfile. Durante éste es cuando él le dirá que cree que la quiere.
La llevará a su casa. Hablarán muy brevemente de sus respectivas
existencias.
Son personas felices en el matrimonio y que no buscan juntos ninguna
compensación a una infelicidad conyugal.
En casa de él, y durante el amor, ella empezará a hablarle de Nevers.
Huirá también de casa de él. Irán a un café.
Junto al río, para «matar el tiempo hasta su marcha». De noche ya.
Permanecerán allí unas cuantas horas más. Su amor irá aumentando en
razón inversa del tiempo que les separa de la salida del avión a la mañana
siguiente.
En ese café le dirá ella por qué estuvo loca en NEVERS.
En NEVERS, en 1944, a los veinte años, le cortaron el pelo al rape. Su
primer amante fue un alemán. Muerto a la Liberación.
Permaneció en un sótano, rapada, en NEVERS. SOLO CUANDO LO DE
HIROSHIMA sucedió estuvo lo bastante decente como para salir de aquel
sótano y mezclarse con la multitud regocijada de las calles.
¿Por qué haber elegido esta desgracia personal? Sin duda porque es
también, a su vez, algo absoluto. Cortarle el pelo al rape a una chica porque
ha querido con amor a un enemigo oficial de su país es algo absoluto no
sólo de horror sino también de estupidez.
Se verá NEVERS, como se la ha visto ya en la habitación. Y volverán a
hablar de ellos. Imbricación, una vez más, de NEVERS, y del amor, de
HIROSHIMA y del amor. Todo se mezclará sin principio preconcebido y
del mismo modo que se mezcla cada día, en todas partes, donde quiera que
se encuentren las charlatanas parejas del primer amor.
Ella se marchará de allí también. Otra vez huirá de él.
Tratará de regresar al hotel, de tranquilizar su ánimo, no lo conseguirá,
saldrá otra vez del hotel y volverá al café que, entonces, estará cerrado. Y
allí permanecerá. Se acordará de NEVERS (monólogo interior), y por
consiguiente del amor mismo.
El hombre la ha seguido. Ella se da cuenta. Le mira. Se miran, con el amor
más grande. Amor sin objeto, degollado como el de NEVERS. Y por
consiguiente perpetuo. (Salvaguardado por el olvido mismo.)
No se reunirá con él.
Caminará lentamente por la ciudad. Y él la seguirá como seguiría a una
desconocida. En un momento dado, la abordará y le pedirá que se quede en
HIROSHIMA, como en un aparte. Ella dirá que no. Negativa de todo el
mundo. Cobardía común[1].
La partida ha terminado, realmente, para ellos.
El no insistirá.
Ella se encaminará a la estación. El se reunirá con ella. Se mirarán como
sombras.
Ni una palabra más que decirse a partir de ese momento. La inminencia de
la marcha los inmoviliza en un silencio fúnebre.
Se trata efectivamente de amor. Ya sólo pueden callar. Una última escena
tendrá lugar en un café. Allí le encontraremos en compañía de otro japonés.
Y en una mesa encontraremos al que ella quiere, completamente inmóvil,
sin más reacción que la de una desesperación libremente consentida, pero
que es físicamente más fuerte que él. Es ya como si ella lucia «de otros». Y
a él no le queda sino comprenderlo.
Con la aurora, ella volverá a su habitación. El llamará a la puerta unos
minutos después. No habrá podido evitarlo. «No he podido dejar de venir»,
se excusará.
Y en la habitación no sucederá nada. Uno y otro estarán reducidos a una
terrorífica impotencia mutua. La habitación, «el orden del mundo»,
permanecerá, en torno de ellos que ya nunca lo trastocarán.
Nada de confesiones intercambiadas. Ni un gesto más.
Sencillamente, se llamarán otra vez. ¿Qué? NEVERS, HIROSHIMA.
Todavía no son nadie, en efecto, a sus respectivos ojos. Tienen nombres de
lugar, nombres que no son tales nombres. Es como si el desastre de una
mujer rapada en NEVERS y el desastre de HIROSHIMA se respondieran
EXACTAMENTE.
Ella le dirá: «Hiroshima, ése es tu nombre».
Prefacio

He tratado de dar cuenta lo más fielmente posible del trabajo que he hecho
para A. Resnais en Hiroshima mon amour.
Que nadie se asombre pues de que nunca, prácticamente, se describa en
este trabajo la imagen de A. Resnais.
Mi papel se limita a dar cuenta de los elementos a partir de los cuales ha
hecho Resnais su película.
Los pasajes sobre Nevers que no formaban parte del guión inicial (julio del
58) fueron comentados antes del rodaje en Francia (diciembre del 58). Son
objeto pues de un trabajo aparte del script (v. apéndice; Las Evidencias
Nocturnas).
He creído acertado conservar cierto número de cosas no utilizadas por la
película en la medida en que arrojan luz de manera útil sobre el proyecto
inicial.
Entrego este trabajo a la edición, desolada por no poder completarlo con
la relación de las conversaciones casi cotidianas que teníamos A. Resnais y
yo, por una parte, G. Jarlot y yo, por otra, y Resnais, G. Jarlot y yo, por
otra más. Nunca pude prescindir de sus consejos, nunca abordé un episodio
de mi trabajo sin someterles lo anterior, sin escuchar sus críticas, a la vez
exigentes, lúcidas y fecundas.

Marguerite Duras
Primera Parte

[La película se abre sobre el despliegue del famoso «hongo» de BIKINI.


El espectador debería tener la sensación de volver a ver y de ver, al mismo
tiempo, ese «hongo» por vez primera.
Debería estar muy ampliado, en cámara muy lenta, y su desarrollo
acompañado de los primeros compases de G. Fusco.
A medida que ese «hongo» se eleva en la pantalla, por debajo de él][2], van
apareciendo, poco a poco, dos hombros desnudos.
Sólo se ven esos dos hombros, están cortados del cuerpo a la altura de la
cabeza y de las caderas.
Esos dos hombros se abrazan y están como empapados en cenizas, en
lluvia, en rocío o en sudor, como se quiera.
Lo principal es que se tenga la sensación de que ese rocío, esa
transpiración, ha sido depositado por [el «hongo» de BIKINI], a medida que
se alejaba, a medida que se esfumaba.
Debería resultar de ello una sensación muy violenta, muy contradictoria,
de frescor y de deseo.
Los dos hombros abrazados son de distinto color, uno es oscuro y el otro
claro.
La música de Fusco acompaña este abrazo casi escandaloso.
La diferenciación de las dos manos respectivas debería ser muy marcada.
La música de Fusco se aleja. Una mano de mujer, [muy aumentada],
permanece apoyada en el hombro amarillo, apoyada es una manera de
hablar, aferrada sería más exacto.
Una voz de hombre, mate y sosegada, recitativa, anuncia:

EL. —Tú no has visto nada de Hiroshima. Nada.

A usar a voluntad.
Una voz de mujer, muy velada, igualmente mate, una voz de lectura
recitativa, sin puntuación, contesta:

ELLA. —Lo he visto todo. Todo.

La música de Fusco vuelve a oírse, justo el tiempo durante el cual la mano


de la mujer vuelve a apretarse sobre el hombro, lo suelta, lo acaricia, y
mientras dura sobre el hombro amarillo la señal de las uñas de la mano
blanca.
Como si el rasguño pudiese dar la ilusión de una sanción del «No, tú no
has visto nada de Hiroshima».
Después vuelve a oírse la voz de la mujer, tranquila, igualmente recitativa y
mate:

ELLA. —Por ejemplo, el hospital lo he visto. De eso estoy segura. Hay un


hospital en Hiroshima. ¿Cómo iba a poder dejar de verlo?

El hospital, pasillos, escaleras, enfermos, con un desdén supremo por parte


de la cámara[3]. (No se la ve nunca viendo).
Volvemos a la mano, ahora crispada sin descanso sobre el hombro de color
amarillo.

EL. —No has visto ningún hospital en Hiroshima. No has visto nada de
Hiroshima.
A continuación la voz de la mujer se va haciendo más y más impersonal.
Dando una condición (abstracta) a cada palabra.
Vemos ahora el museo que desfila[4]. Lo mismo que sobre el hospital, luz
cegadora, fea.
Cuadros documentales.
Vestigios de bombardeo.
Maquetas.
Hierros retorcidos.
Pieles, cabelleras quemadas, de cera.
Etc.

ELLA. —Cuatro veces en el museo…

EL. —¿Qué museo de Hiroshima?

ELLA. —Cuatro veces en el museo de Hiroshima. He visto a la gente


paseando. Todo el mundo pasea, pensativo, por en medio de las fotografías,
las reconstituciones, a falta de otra cosa, a través de las fotografías, las
fotografías, las reconstituciones, a falta de otra cosa, las explicaciones, a
falta de otra cosa.
Cuatro veces en el museo de Hiroshima.
He contemplado a la gente. He mirado a mi vez, pensativamente, el hierro.
El hierro quemado. El hierro roto, el hierro que se ha hecho vulnerable
como la carne. He visto ramilletes de cápsulas, ¿quién iba a pensarlo?
Pieles humanas flotantes, supervivientes, con sus sufrimientos aún
recientes. Piedras. Piedras quemadas. Piedras hechas añicos. Cabelleras
anónimas que las mujeres de Hiroshima encontraban enteras, caídas, por la
mañana al despertarse.
He tenido calor en la plaza de la Paz. Diez mil grados, en la plaza de la Paz.
Ya lo sé. La temperatura del sol, en la plaza de la Paz. ¿Cómo no lo iba a
saber…? La hierba, es muy sencillo…

EL. —Tú no has visto nada en Hiroshima, nada.

EL museo sigue desfilando.


Después, partiendo de la foto de una cabeza quemada, descubrimos la
plaza de la Paz (que continúa esa cabeza).
Vitrinas del museo con los maniquís quemados.
Secuencias de películas japonesas (de reconstitución) sobre Hiroshima.
El hombre despeinado.
Una mujer sale del caos, etc.

ELLA. —Las reconstituciones se han hecho lo más seriamente posible.


Las películas se han hecho lo más seriamente posible.
La ilusión, es muy sencillo, es tan perfecta que los turistas lloran.
Siempre puede uno burlarse, ¿pero qué otra cosa puede hacer un turista sino
precisamente eso, llorar?

ELLA. —[…sino precisamente llorar para soportar ese espectáculo


abominable entre todos. Y salir de él lo bastante entristecido como para no
perder la razón.]

ELLA. —[La gente permanece allí, pensativa. Y sin ironía alguna, puede
decirse que las ocasiones de hacer pensar a la gente siempre son buenas. Y
que los monumentos, de los que algunas veces se sonríe uno, son sin
embargo los mejores pretextos para esas ocasiones…]

ELLA. —[Para esas ocasiones… de pensar. Generalmente, es verdad, cuando


se le presenta a uno la ocasión de pensar… con ese lujo… no se piensa
nada. Lo que no quita que el espectáculo de los demás, que se supone que
están pensando, sea alentador.]

ELLA. —La suerte de Hiroshima siempre me ha hecho llorar. Siempre.

Panorámica de una foto de Hiroshima tomada después de la bomba, un


«desierto nuevo», sin ninguna semejanza con los demás desiertos del
mundo.

EL. —No.

La plaza de la Paz desfila, vacía, bajo un sol deslumbrante que recuerda el


de la bomba, cegador. Y sobre ese vacío, de nuevo la voz del hombre:

EL. —¿Qué es lo que iba a hacerte llorar?

Pasamos por la plaza vacía (a la una del mediodía).


Los noticiarios tomados a raíz del 6 de agosto del 45.
Hormigas, gusanos, salen de la tierra.
La alternancia de los hombros continúa. Vuelve a oírse la voz femenina,
alocada, al mismo tiempo que van desfilando las imágenes, alocadas
también.

ELLA. —Yo vi los noticiarios.


Al segundo día, dice la historia, no me lo he inventado yo, desde el segundo
día, determinadas especies animales resurgieron de las profundidades de la
tierra y de las cenizas.
Se fotografiaron perros.
Para siempre.
Los he visto.
He visto los noticiarios.
Los he visto.
Del primer día.
Del segundo día.
Del tercer día.

EL (interrumpiéndola). —No has visto nada. Nada.

Perro amputado.
Gente, niños.
Llagas.
Niños quemados que lloran.

ELLA. —… del quinceavo día también.


Hiroshima se llenó de flores. Por todas partes no había más que acianos y
gladiolos, y campanillas y lirios que renacían de las cenizas con
extraordinario vigor, desconocido hasta entonces en las flores[5].

ELLA. —Yo no me he inventado nada.

EL. —Te lo has inventado todo.

ELLA. —Nada.
De la misma manera que existe esta ilusión en el amor, esta ilusión de ser
capaz de no olvidar nunca, también yo he tenido la ilusión ante Hiroshima
de que jamás olvidaría. Igual que en el amor.

Unas pinzas quirúrgicas se acercan a un ojo para extraerlo.


Siguen los noticiarios.
ELLA. —También he visto a los supervivientes y a los que estaban en el
vientre de las mujeres de Hiroshima.

Un hermoso niño se vuelve hacia nosotros. Entonces vemos que es tuerto.


Una muchacha quemada se mira en un espejo.
Otra muchacha ciega con las manos retorcidas toca la citara.
Una mujer reza junto a sus hijos agonizantes.
Un hombre se está muriendo porque hace años que no puede dormir. (Una
vez a la semana le llevan sus hijos).

ELLA. —He visto la paciencia, la inocencia, la aparente dulzura con que los
supervivientes provisionales de Hiroshima se acomodaban a una suerte tan
injusta que la imaginación, generalmente tan fecunda, se cierra ante ellos.

Volvemos siempre al abrazo, perfecto, de los cuerpos.

ELLA (en voz baja). —Oye…


Sé…
Lo sé todo.
Todo sigue.

EL. —Nada. No sabes nada.

Nube atómica.
Atomium que gira.
La gente camina por la calle bajo la lluvia.
Pescadores afectados por la radioactividad.
Un pescado no comestible.
Miles de pescados no comestibles enterrados.
ELLA. —Las mujeres corren peligro de dar a luz niños deformes, monstruos,
pero todo sigue.
Los hombres corren el peligro de verse atacados de esterilidad, pero todo
sigue.
La lluvia da miedo.
Lluvias de cenizas sobre las aguas del Pacífico.
Las aguas del Pacífico matan.
Han muerto pescadores del Pacífico.
La comida da miedo.
Se tira la comida de toda una ciudad.
Se tira la comida de ciudades enteras.
Toda una ciudad monta en cólera.
Ciudades enteras montan en cólera.

Noticiarios: unas manifestaciones.

ELLA. —¿Contra quién, la cólera de ciudades enteras?


La cólera de ciudades enteras tanto si lo quieren como si no, contra la
desigualdad establecida como principio por ciertos pueblos contra otros
pueblos, contra la desigualdad establecida como principio por ciertas razas
contra otras razas.

Cortejos de manifestantes.
Discursos «mudos» por los altavoces.

ELLA (en voz baja). —Oye…


Igual que tú, yo conozco el olvido.

EL. —No, tú no conoces el olvido.


ELLA. —Igual que tú, estoy dotada de memoria. Y conozco el olvido.

EL. —No, tú no estás dotada de memoria.

ELLA. —Como tú, también yo intenté luchar con todas mis fuerzas contra el
olvido. Y he olvidado, como tú. Como tú, deseé tener una memoria
inconsolable, una memoria de sombras y de piedra.

La sombra «fotografiada» sobre la piedra de un desaparecido de


Hiroshima.

ELLA. —Luché por mi cuenta, con todas mis fuerzas, cada día, contra el
horror de no comprender ya en absoluto el por qué de recordar. Y como tú,
he olvidado…

Tiendas en que, en cien ejemplares, se encuentra el modelo reducido del


Palacio de la Industria, único monumento cuya estructura retorcida
permaneció en pie tras la bomba, y que ha sido conservado así desde
entonces.
Tienda abandonada.
Autocar de turistas japoneses.
Turistas en la plaza de la Paz.
Gato atravesando la plaza de la Paz.

ELLA. —¿A qué negar la evidente necesidad de la memoria…?

Frase que martillea sobre los planos del esqueleto del Palacio de la
Industria.
ELLA. —… Oye… Sé más. Esto se repetirá.
Doscientos mil muertos.
Ochenta mil heridos.
En nueve segundos. Estas cifras son oficiales. Aquello se repetirá.

Arboles.
Iglesia.
Tiovivo.
Hiroshima reconstruido. Vulgaridad.

ELLA. —Habrá diez mil grados en la tierra. Diez mil soles, dirán. El asfalto
arderá.

Iglesia.
Anuncio japonés.

ELLA. —Reinará un profundo desorden. Toda una ciudad será levantada del
suelo y volverá a caer convertida en cenizas…

Arena. Un paquete de cigarrillos «Peace». Una planta grasa extendida


como una araña sobre la arena.

ELLA. —Nuevas vegetaciones brotan en las arenas…

Cuatro estudiantes «muertos» charlan a orillas del río.


El río.
Las mareas.
Los muelles cotidianos de Hiroshima reconstruida.
ELLA. —… Cuatro estudiantes esperan juntos una muerte fraternal y
legendaria.
Los siete brazos del estuario en delta del río Ota se vacían y se llenan a la
hora de costumbre, exactamente a las horas de costumbre, de un agua fresca
y venenosa, gris o azul según la hora y las estaciones. Por las fangosas
orillas, ya no hay gente mirando la lenta subida de la marea en los siete
brazos del estuario en delta del río Ota.

Cesa el tono recitativo.


Las calles de Hiroshima, las calles otra vez. Puentes.
Pasajes cubiertos.
Calles.
Afueras. Raíles.
Trivialidad universal.

ELLA. —… Y te encuentro a ti.


Te recuerdo.
¿Quién eres?
Me estás matando.
Eres mi vida.
¿Cómo iba yo a imaginarme que esta ciudad estuviera hecha a la medida del
amor?
¿Cómo iba a imaginarme que estuvieras hecho a la medida de mi cuerpo
mismo?
Me gustas. Qué acontecimiento. Me gustas.
Qué lentitud, de pronto.
Qué dulzura.
Tú no puedes saber.
Me estás matando.
Eres mi vida.
Me estás matando.
Eres mi vida.
Tengo tiempo de sobra.
Te lo ruego.
Devórame.
Defórmame hasta la fealdad.
¿Por qué no tú?
¿Por qué no tú, en esta ciudad y en esta noche tan semejante a las demás
que se confunde con ellas?
Te lo ruego…

Bruscamente, el rostro de la mujer aparece muy tierno, tendido hacia el


rostro del hombre.

ELLA. —Es de locura lo bonita que tienes la piel.

Gemido de felicidad del hombre.

ELLA. —Tú…

El rostro del japonés aparece después del de la mujer en una risa extasiada
(en carcajada), que no viene a cuento en la conversación. Se vuelve:

EL. —Yo, sí. Me habrás visto.

Aparecen los dos cuerpos desnudos. La misma voz de mujer muy velada,
pero esta vez no declamatoria.

ELLA. —¿Tú eres japonés del todo o no eres japonés del todo?
EL. —Del todo. Soy japonés.

EL. —Tienes los ojos verdes. ¿No es eso?

ELLA. —Oh, me parece…, sí… creo que son verdes.

El la mira. Afirma suavemente:

EL. —Eres como mil mujeres a la vez…

ELLA. —Porque no me conoces. Por eso.

EL. —A lo mejor no es del todo sólo por eso.

ELLA. —No me disgusta ser mil mujeres a la vez para ti.

Le besa el hombro y hunde la cabeza en el hueco de ese hombro. Tiene la


cabeza vuelta hacia la ventana abierta, hacia Hiroshima, de noche. Pasa
un hombre por la calle y tose. (No se le ve, sólo se le oye). Ella se endereza.

ELLA. —Oye… Son las cuatro…

EL. —¿Por qué?

ELLA. —No sé quién es. Pasa todos los días a las cuatro. Y tose.
Silencio. Se miran.

ELLA. —Tú estabas, en Hiroshima…

El se ríe. Como ante una niñería.

EL. —No… claro que no.

Ella le acaricia el hombro desnudo otra vez. Ese hombro es efectivamente


hermoso, intacto.

ELLA. —Oh. Es verdad… Qué tonta soy.

Casi sonriente.
El la mira de pronto, serio y vacilante, y luego acaba por decirle:

EL. —Mi familia sí que estaba en Hiroshima. Yo estaba en la guerra.

Ella interrumpe su gesto sobre el hombro.


Tímidamente, esta vez, con una sonrisa, pregunta:

ELLA. —Qué suerte, ¿no?

El aparta la vista, pesa los pros y los contras:


EL. —Sí.

Ella añade, muy amable pero afirmando:

EL. —Qué suerte también para mí.

Pausa.

EL. —¿Cómo es que estás en Hiroshima?

ELLA. —Una película.

EL. —¿Cómo una película?

ELLA. —Trabajo en una película.

EL. —Y antes de estar en Hiroshima, ¿dónde estabas?

ELLA. —En París.

Otra pausa, aún más larga.

EL. —¿Y antes de estar en París…?


ELLA. —¿Antes de estar en París…? Estaba en Nevers. Nevers.

EL. —¿Nevers?

ELLA. —Está en Niévre. Tú no lo conoces.

Una pausa. El pregunta, como si acabara de descubrir un vínculo


Hiroshima-Nevers:

EL. —¿Y por qué querías verlo todo, en Hiroshima?

ELLA hace un esfuerzo por ser sincera:

ELLA. —Me interesaba. Tengo mis ideas a ese respecto. Por ejemplo, mira,
en realidad yo creo que se aprende.
Segunda Parte

Por la calle pasa un enjambre de bicicletas corriendo a rueda suelta, en


medio de un ruido que crece y disminuye.
Ella está en albornoz en el balcón de la habitación del hotel. Le mira. Lleva
en la mano una taza de café.
El está durmiendo todavía. Tiene los brazos en cruz, está echado boca
abajo. Está desnudo de cintura para arriba.
[Por las cortinas entra un rayo de sol y hace sobre su espalda una pequeña
señal, como dos rasgos cruzados (o manchas ovales).]
Ella le mira con una intensidad anormal las manos, que se estremecen
levemente, como a veces, mientras duermen, las de los niños. Sus manos
son bonitas, muy viriles.
Mientras ella está mirándole las manos, aparece brutalmente, en lugar del
japonés, el cuerpo de un joven, en la misma postura, pero mortuoria, en el
muelle de un río, a pleno sol. (La habitación está en penumbra.) Ese joven
está agonizando. Sus manos son también muy hermosas, y se parecen
asombrosamente a las del japonés. Están agitadas por los espasmos de la
agonía. [No se ve cómo va vestido ese hombre porque una mujer está
echada sobre su cuerpo, boca con boca. Las lágrimas que brotan de sus
ojos se mezclan con la sangre que mana de su boca.]
[La mujer —tiene los ojos cerrados. Mientras que el hombre sobre el que
está echada tiene los ojos fijos de la agonía.]
La imagen dura muy poco.
Ella está inmóvil en la misma postura, apoyada en la ventana. El se
despierta. Y le sonríe. Ella no le sonríe inmediatamente. Sigue mirándole
atentamente, sin cambiar de postura. Después le lleva el café.

ELLA. —¿Quieres café?

El asiente. Coge la taza. Pausa.

ELLA. —¿Qué soñabas?

EL. —Ya no lo sé… ¿Por qué?

Ella ha recobrado la naturalidad, muy, muy amable.

ELLA. —Estaba mirándote las manos. Las mueves cuando duermes.

El se mira sus propias manos, a su vez, con asombro, y tal vez juega a
mover los dedos.

EL. —Eso es cuando se sueña, a lo mejor, sin darse uno cuenta.

Con calma, con amabilidad, ella hace un signo de duda.

ELLA. —Hum, hum.

Están los dos bajo la ducha de la habitación del hotel. Están contentos.
El pone la mano en la frente de ella de tal manera que le echa la cabeza
hacia atrás.
EL. —Eres muy guapa, ¿sabes?

ELLA. —¿Tú crees?

EL. —Creo.

ELLA. —Algo cansada. ¿No?

El hace un gesto sobre su rostro. Lo deforma. Se echa a reír.

EL. —Algo fea.

Ella sonríe bajo la caricia.

ELLA. —¿No te importa?

EL. —Eso es lo que noté ayer noche en aquel café. Tu manera de ser fea. Y
luego…

ELLA (muy relajada). —¿Y luego?

EL. —Y luego cómo te estabas aburriendo.

Ella hace hacia él un ademán de curiosidad.


ELLA. —Sigue…

EL. —Te aburrías de esa manera que mete a los hombres en ganas de
conocer a una mujer.

Ella sonríe, baja los ojos.

ELLA. —Hablas muy bien el francés.

En tono alegre:

EL. —¿Verdad que sí? Me alegro de que por fin te des cuenta de lo bien que
hablo el francés.

Pausa.

EL. —Yo no me había dado cuenta de que tú no hablabas el japonés…


¿Habías observado tú que uno siempre advierte las cosas en el mismo
sentido?

ELLA. —No. Yo te observé a ti, y ya está.

Risas.

Después del baño. Ella se entretiene mordisqueando una manzana, con el


pelo mojado. En albornoz.
Está en el balcón, le mira, se estira, y como para orientarse en su situación,
dice lentamente, con una especie de «delectación» en las palabras:

ELLA. —Conocerse en Hiroshima. Eso no pasa todos los días.

EL viene a reunírsele en el balcón, se sienta frente a ella, ya vestido. (En


mangas de camisa, con el cuello desabrochado.)
Tras una vacilación, pregunta:

EL. —¿Qué era para ti Hiroshima, en Francia?

ELLA. —El final de la guerra, quiero decir, del todo. El estupor… ante la
idea de que se hubieran atrevido… el estupor ante la idea de que lo
hubieran logrado. Y también, para nosotros, el comienzo de un miedo
desconocido. Y además, la indiferencia, el miedo a la indiferencia
también…

EL. —¿Dónde estabas tú?

ELLA. —Acababa de dejar Nevers. Estaba en París. En la calle.

EL. —Es una palabra francesa bien bonita, Nevers.

Ella tarda un poco en contestar.

ELLA. —Es una palabra como otra. Igual que la ciudad.


Se aleja.
El está sentado en la cama, enciende un cigarrillo, y la mira intensamente.
La sombra de ella, vistiéndose, pasa sobre él, de vez en cuando. Está
pasando precisamente sobre él cuando él pregunta:

EL. —¿Has conocido a muchos japoneses en Hiroshima?

ELLA. —Ah, sí que he conocido… pero como tú (con convencimiento),


no…

El sonríe. Alegría.

EL. —¿Soy el primer japonés de tu vida?

ELLA. —Sí.

Se la oye reír. Reaparece arreglándose y dice (muy puntuado):

ELLA. —Hi-ro-shi-ma. [Tengo que cerrar los ojos para acordarme… Quiero
decir acordarme de cómo, en Francia, antes de venir aquí, me acordaba de
Hiroshima. Siempre pasa lo mismo con los recuerdos.]

El baja los ojos, muy tranquilo.

EL. —Todo el mundo se alegraba. Tú te alegrabas con todo el mundo.


Continúa, en él mismo tono.

EL. —Era un hermoso día de verano en París, aquel día, he oído decir,
¿verdad?

ELLA. —Hacía muy buen tiempo, sí.

EL. —¿Qué edad tenías tú?

ELLA. —Veinte años. ¿Y tú?

EL. —Veintidós.

ELLA. —La misma edad, ¿no?

EL. —En realidad, sí.

Aparece ella completamente vestida, ajustándose la toca de enfermera


(pues aparece como enfermera de la Cruz Roja). Se pone en cuclillas junto
a él en un gesto repentino, o se echa a su lado.
Juega con la mano de él. Le da un beso en el brazo desnudo.
Se entabla una conversación corriente.

ELLA. —¿Qué haces tú, en la vida?

EL. —Arquitectura. Y política también, además.


ELLA. —Ah, ¿por eso es por lo que hablas tan bien el francés?

EL. —Por eso. Para leer la Revolución francesa.

Se ríen.
Ella no se asombra. Cualquier precisión sobre la política que él hace es
absolutamente imposible porque eso significaría inmediatamente ponerle
una etiqueta. Además, resultaría ingenua. No se olvide que sólo un hombre
de izquierdas puede decir lo que él acaba de decir.
Que así lo tomará inmediatamente el espectador. Sobre todo después de sus
frases sobre Hiroshima.

EL. —¿Qué es esa película en la que trabajas?

ELLA. —Una película sobre la Paz. ¿Qué quieres que se ruede en Hiroshima
sino una película sobre la Paz?

Pasa un enjambre de bicicletas ensordecedoras. [Vuelve a surgir entre ellos


el deseo.]

EL. —Me gustaría volver a verte.

Ella hace un gesto negativo.

ELLA. —A estas horas, mañana, me habré marchado a Francia.

EL. —¿De veras? No me lo habías dicho.


ELLA. —De veras. (Pausa.) No valía la pena decírtelo.

El se pone serio, en su estupefacción.

EL. —¿Por eso me dejaste subir a tu habitación anoche…? ¿porque era tu


último día en Hiroshima?

ELLA. —No, en absoluto. Ni siquiera lo pensé.

EL. —Cuando hablas, me pregunto si estás mintiendo o si dices la verdad.

ELLA. —Estoy mintiendo. Y digo la verdad. Pero a ti no hay razón para que
te mienta. ¿Para qué?

EL. —Dime… ¿te pasan a menudo historias como… ésta?

ELLA. —No muy a menudo. Me gustan los chicos…

Pausa.

ELLA. —Soy de dudosa moralidad, ¿sabes?

Sonríe.

EL. —¿A qué llamas tú una dudosa moralidad?


Tono muy ligero.

ELLA. —A dudar de la moralidad de los demás.

El se ríe con ganas.

EL. —Me gustaría volver a verte. Aunque el avión salga mañana por la
mañana. Aunque seas de una dudosa moralidad.

Pausa. La del amor que ha vuelto a brotar.

ELLA. —No.

EL. —¿Por qué?

ELLA. —Porque. (Molesta.)

El se calla.

ELLA. —¿Ya no quieres hablar conmigo?

EL (tras una pausa). —Me gustaría volver a verte.

Están en el pasillo del hotel.


EL. —¿A dónde vas, de Francia? ¿A Nevers?

ELLA. —No. A París. (Pausa.) A Nevers, no, ya no voy nunca.

EL. —¿Nunca?

Ella hace una especie de mueca, al decir:

ELLA. —Nunca.

Facultativo.

[Nevers es una ciudad que me hace daño.]


[Nevers es ana ciudad que ya no me gusta.]
[Nevers es una ciudad que me da miedo.]

Y añade, arrebatada por su propio juego.

ELLA. —En Nevers es donde he sido más joven en toda mi vida…

EL. —Joven-en-Nevers.

ELLA. —Sí. Joven en Nevera. Y además, una vez, loca en Nevers.


Están ante el hotel, pasean arriba y abajo. Ella está esperando el coche que
ha de venir a recogerla para llevarla a la plaza de la Paz. Hay poca gente.
Pero los coches pasan sin cesar. Es un bulevar.
Diálogo casi a gritos a causa del ruido de los coches.

ELLA. —Nevers, ya ves tú, es, de todo el mundo, la ciudad, e incluso la


cosa, con que más sueño, por la noche. A la vez que es en lo que menos del
mundo pienso.

EL. —¿Cómo era tu locura en Nevers?

ELLA. —La locura es como la comprensión, ¿sabes? No se la puede


explicar. Exactamente como la comprensión. Se te viene encima, te llena y
entonces se la entiende. Pero cuando le abandona a uno, ya no se la puede
entender en absoluto.

EL. —¿Eras mala?

ELLA. —Esa era mi locura. Estaba loca de maldad. Me parecía que se podía
hacer una verdadera carrera en la maldad. Lo único que me decía algo era la
maldad. ¿Comprendes?

EL. —Sí.

ELLA. —Es verdad, tú también debes de comprenderlo.

EL. —¿Y no te ha repetido nunca?


ELLA. —No. Se acabó (en voz muy baja).

EL. —¿Durante la guerra?

ELLA. —Inmediatamente después.

Pausa.

EL. —¿Formaba parte de las dificultades de la vida francesa después de la


guerra?

ELLA. —Sí, puede decirse que sí.

EL. —¿Cuándo se te pasó, a ti, la locura?

En voz muy baja, tal como debería decirse:

ELLA. —Poco a poco, se fue pasando. Y luego, cuando tuve hijos…, qué
remedio.

Ruido de los coches, que aumenta y disminuye en razón inversa de la


gravedad de las frases.

EL. —¿Qué dices?


A gritos, a «contra-tono», tal como no puede decirse.

ELLA. —Digo que poco a poco se fue pasando. Y que luego, cuando tuve
hijos…, qué remedio…

EL. —Me gustaría estar contigo unos cuantos días, en alguna parte, una vez.

ELLA. —A mí también.

EL. —Volver a verte hoy no sería volver a verte. En tan poco tiempo, eso no
es volver a ver a la gente. Me gustaría mucho.

ELLA. —No.

Se detiene ante él, tozuda, inmóvil, muda. El casi acepta.

EL. —Bueno.

Ella se echa a reír, pero resulta un tanto forzado.


Se le nota un cierto despecho, leve, pero real.
Llega el taxi.

ELLA. —Eso es porque sabes que me marcho mañana.

El ríe con ella, pero menos que ella. Tras una pausa:
EL. —Puede que sea también por eso. Pero es una razón como cualquier
otra, ¿no? La idea de no volverte a ver… nunca… dentro de unas horas.

Ha llegado el coche y se ha parado en el cruce. Ella hace una señal de que


va. Sin apresurarse, mira al japonés y dice:

ELLA. —No.

El la sigue con los ojos. Tal vez sonríe.


Tercera Parte

Son las cuatro de la tarde, en la plaza de la Paz de Hiroshima. En último


término vemos alejarse a un grupo de técnicos de cine llevando una
cámara, proyectores y pantallas-reflectoras. Unos obreros japoneses están
desmontando el estrado oficial que acaba de servir de marco a la última
secuencia de la película.
Una observación importante: a los técnicos se les verá siempre de lejos y
no se sabrá nunca qué película es la que están rodando en Hiroshima. Lo
único que se verá siempre es el decorado que se está desmontando. [Quizá
se sabrá, todo lo más, el título.]
Unos tramoyistas llevando unas pancartas en distintas lenguas, en japonés,
en francés, en alemán, etc. «NUNCA MAS HIROSHIMA», circulan.
De modo que los obreros están desmontando las tribunas oficiales y
quitando las banderolas. En medio del decorado, volvemos a ver a la
francesa. Está dormida. Su toca de enfermera está medio deshecha. Está
echada, con la cabeza apoyada en el [pilar de una enorme pancarta que ha
servido para la película] (debajo de algo o a la sombra de una tribuna).
Se comprende que acaba de rodarse en Hiroshima una edificante película
sobre la Paz. No se trata forzosamente de un film ridículo, es sencillamente
una película edificante. La gente pasa junto a la plaza en la que acaba de
rodarse la película. Esta gente se comporta con indiferencia. A excepción,
de algunos niños, nadie mira, en Hiroshima están acostumbrados a ver
rodar películas sobre Hiroshima.
Sin embargo, un hombre pasa, se detiene y mira. Es el que acabamos de
dejar hace un momento en la habitación del hotel donde vive la francesa.
El japonés se acercará a la enfermera, y la contemplará dormir. La mirada
del japonés fija en ella acabará por despertarla pero antes la habrá dejado
pesar sobre ella bastante rato.
Durante la escena, se ven quizás algunos detalles, a lo lejos y por ejemplo
una maqueta del Palacio de la Industria, [un guía rodeado de turistas
japoneses], [una pareja de mutilados de guerra vestidos de blanco
alargando el tronco para pedir limosna], [una familia en la esquina de la
calle charlando]…
Se despierta ella. Su cansancio desaparece. De golpe, volvemos a entrar en
la historia personal de ambos. Esta historia personal se impondrá siempre
a la historia forzosamente demostrativa de Hiroshima.
Se levanta y va a su encuentro. Se ríen pero sin exceso. Luego vuelven a
ponerse serios.

EL. —Eras fácil de encontrar en Hiroshima.

Ella se ríe feliz.


Pausa. El la mira otra vez.
Pasan entre ellos dos o cuatro obreros que llevan una fotografía muy
aumentada representando el plano de la madre muerta y el niño que llora,
en medio de las ruinas humeantes de Hiroshima, de la película «Les
enfants d’Hiroshima». Ellos no miran la foto que pasa. Pasa otra fotografía
que representa a Einstein sacando la lengua. Sigue inmediatamente a la del
niño y la madre.

EL. —¿Es una película francesa?

ELLA. —No. Internacional. Sobre la Paz.

EL. —Está terminada.


ELLA. —En lo que a mí respecta, sí, se ha terminado. Van a rodar las
escenas de masas… Hay la mar de películas publicitarias sobre el jabón.
Entonces… a la fuerza… a lo mejor.

El está muy seguro en su concepción a este respecto.

EL. —Sí, a la fuerza. Aquí, en Hiroshima, la gente no se burla de las


películas sobre la Paz.

Se vuelve hacia ella. Las fotografías han acabado de pasar del todo. Se
acercan instintivamente uno al otro. Ella se sujeta la toca que se ha soltado
mientras dormía.

EL. —¿Estás cansada?

Ella le mira de una manera bastante provocadora y dulce a la vez. Dice


con una sonrisa dolorida, precisa:

ELLA. —Lo mismo que tú.

El la mira fijamente de un modo que no deja lugar a dudas y le dice:

EL. —He estado pensando en Nevers de Francia.

Ella sonríe. El añade:


EL. —He estado pensando en ti.

Y añade aún:

EL. —¿Sigue siendo mañana cuando sale tu avión?

ELLA. —Sí, mañana.

EL. —¿Mañana sin remedio?

ELLA. —Si. La película se ha atrasado bastante. En París me están


esperando desde hace ya un mes.

Le mira de frente.
Lentamente, él le quita la toca de enfermera. (Ella está muy maquillada,
con los labios tan oscuros que parecen negros, o bien apenas maquillada,
casi descolorida, al sol.)
El gesto del hombre es muy libre, muy calculado. Debería experimentarse
el mismo impacto erótico que al principio. Ella aparece con el pelo
despeinado como la víspera, en la cama. Se deja quitar la toca, se deja
hacer, como debió de dejarse hacer, la víspera, el amor. (En esto, déjesele
desempeñar un papel erótico funcional.)
Ella baja los ojos. Mueca incomprensible. Juega con algo que hay en el
suelo.
Levanta los ojos hacia él. El dice con una lentitud enorme:

EL. —Me das muchas ganas de amar.


Ella no contesta en seguida. Ha bajado los ojos bajo el golpe de la
turbación en que la sumen sus palabras. ¿El gato de la plaza de la Paz está
jugando contra su pie? Dice, con los ojos bajos, muy lentamente también
(la misma lentitud)…

ELLA. —Siempre… los amores… fortuitos… Yo también…

Pasa por en medio de ellos un objeto extraordinario, de naturaleza


imprecisa. Yo veo un marco de madera (¿atomium?) de una forma muy
precisa pero cuyo uso escapa por completo. Ellos no lo miran. El dice:

EL. —No. No siempre tan fuertes. Y tú lo sabes.

8e oyen gritos, a lo lejos. Luego cantos infantiles. Pero no por ello se


distraen.
Ella hace una mueca incomprensible (licenciosa seria la palabra). Vuelve a
levantar la vista, pero esta vez hacia el cielo. Y dice, una vez más,
incomprensiblemente, mientras se enjuga la frente cubierta de sudor:

ELLA. —Dicen que habrá tormenta antes de que anochezca.

Se ve el cielo que ella ve. Unas nubes avanzan… Los cantos se hacen más
precisos. Después da comienzo (el final) del desfile.
Ellos dos se han hecho un poco atrás. Ella se mantiene delante de él (igual
que en las «revistas» las mujeres) y coloca una mano en su hombro. Su
rostro queda apoyado en sus cabellos. Cuando alza los ojos le ve. El
tratará de llevársela lejos del desfile. Ella se resistirá. Pero se alejará con
él, casi sin «sentir». Ante los niños, sin embargo, [se parará
completamente, fascinada].
Desfile de jóvenes Llevando pancartas.

1ª SERIE DE PANCARTAS

1ª pancarta:
Si una bomba atómica
equivale a 20.000 bombas
ordinarias.

2ª pancarta:
Y si la bomba H equivale a 1.500 veces la bomba atómica.

3ª pancarta:
¿A cuánto equivalen las 40 mil bombas A y H fabricadas actualmente en el
mundo?

4ª pancarta:
Si 10 bombas H soltadas
sobre el mundo significan
la prehistoria.

5.ª pancarta:
¿40.000 bombas H y A qué significan?

2ª SERIE DE PANCARTAS
Este prestigioso resultado hace honor a la inteligencia científica[6] del
hombre.
II
Pero es lamentable que la inteligencia política del hombre esté 100 veces
menos desarrollada que su inteligencia científica.
III
Y nos impida por completo admirar al hombre.

2.ª SERIE
[1ª pancarta:
una foto de hormiga.
NOSOTROS no tememos
a la bomba H.]

2ª pancarta:
[Este es el grito de los 160 millones de sindicados de Europa.]

3ª pancarta:
[Este es el grito de los 100.000 cadáveres desaparecidos de HIROSHIMA.]

Mujeres, hombres, siguen los niños que cantan.


A los niños siguen unos perros.
Hay gatos en las ventanas. (El de la plaza de la Paz ya está acostumbrado
y duerme.)
Pancartas. Pancartas.
Todo el mundo tiene mucho calor.
El cielo, sobre los desfiles, está sombrío. Las nubes ocultan el sol.
Son muchos los niños, y guapos. Tienen calor y cantan con esa buena
voluntad de la infancia. El japonés, irresistiblemente y casi sin darse
cuenta, empuja a la francesa en la misma dirección que el desfile o en
dirección contraria.
La francesa cierra los ojos y lanza un gemido al ver a los niños del desfile.
Y en medio de este gemido, deprisa, como un ladrón, el japonés dice:

EL. —No me gusta pensar que te marchas. Mañana.


Creo que te quiero.

EL gemido de la francesa continúa de tal manera que puede llegar a ser el


de un anonadamiento amoroso. El japonés hunde la boca en sus cabellos,
los mordisquea, discretamente. La mano oprime su hombro. Ella abre
lentamente los ojos.
Continua el desfile.
Los niños van pintados de blanco. El sudor gotea a través del talco. Dos de
ellos se pelean por una naranja. Están rabiosos.

ELLA. —[¿Por qué los han pintado así?

EL. —Para que los niños de Hiroshima se parezcan.]

[Estas palabras son pronunciadas sobre los niños.]

[(O voces japonesas con subtítulos.) Voces que gritan.]

ELLA. —[¿Por qué?

EL. —Porque los niños quemados de Hiroshima se parecían.]


Pasa un quemado fingido que ha debido de intervenir en la película. Va
perdiendo la cera, que se le derrite en el cuello. Esto puede ser muy
repugnante, muy terrible.
Ellos se miran, en un movimiento inverso de cabeza. El dice:

EL. —Vas a venirte conmigo otra vez.

Ella no contesta.
Pasa una admirable mujer japonesa. Va sentada en una carroza. Del
saliente que forman sus senos[7], ceñidos por una blusa negra, echan a
volar unas palomas.

EL. —Contéstame.

Ella no contesta. El se inclina y, al oído:

EL. —¿Tienes miedo?

Ella sonríe. Niega con la cabeza.

ELLA. —No.

[Unos gatos ven las palomas que salen de la blusa de la mujer y se agitan.]
Los cantos informes de los niños continúan, pero disminuyendo. Una
instructora riñe a los dos niños que se pelean por la naranja. El pequeño
llora. El mayor empieza a comerse la naranja.
Todo esto dura más de lo preciso.
Detrás del niño que llora, llegan los quinientos estudiantes japoneses.
Resulta un poco cansado, desbordante. El la aprieta completamente contra
él, con ocasión de este nuevo desorden. La mirada de ambos es de
desesperación. El mirándola, ella mirando el desfile. Debería tenerse la
sensación de que este desfile les despoja del tiempo que les queda. Ya no se
dicen nada. El la coge de la mano. Ella se deja llevar. Echan a andar, a
contra corriente del desfile. Se les pierde de vista[8].
Volvemos a encontrarla de pie en el centro de una gran sala de una casa
japonesa. Estores bajados. Luz suave. Sensación de frescor tras el calor del
desfile. La casa es moderna. Hay sillones, etc.
La francesa se comporta como una invitada. Está casi intimidada. El viene
hacia ella desde el fondo de la sala (puede suponerse que viene de cerrar
una puerta, o del garaje, eso es lo de menos). Y dice:

EL. —Siéntate.

Ella no se sienta. Ambos permanecen de pie. Se nota que entre ellos el


erotismo es dominado por el amor, de momento. El está de pie ante ella. Y
en su mismo estado, casi torpe. Es la baza inversa a la que jugaría un
hombre en caso de una ganga.
Ella pregunta, pero por decir algo:

ELLA. —¿Estás completamente solo en Hiroshima…? ¿dónde está tu mujer?

EL. —En Unzen, en la montaña. Estoy solo.

ELLA. —¿Cuándo vuelve?

EL. —Un día de éstos.


Ella continúa, en voz baja, como en un aparte:

ELLA. —¿Cómo es, tu mujer?

El dice, mirándola, muy intencionado. (Tono como de: no se trata de eso.)

EL. —Guapa. Soy un hombre que es feliz con su mujer.

Pausa.

ELLA. —Yo también soy ana mujer que es feliz con su marido.

Lo dice con verdadera emoción, inmediatamente recubierta por el instante


en curso.

EL. —… Hubiera sido demasiado sencillo.

(En este momento, suena el teléfono.) El se acerca como si se le echara


encima. Ella le mira y dice:

ELLA. —¿No trabajas por la tarde?

EL. —Sí. Ya lo creo. Sobre todo por la tarde.

ELLA. —Es una historia idiota…


De la misma manera que diría «Te quiero».
Se besan mientras sigue sonando el timbre del teléfono.
El no contesta.

ELLA. —¿Es por mí por quien estás perdiendo la tarde?

El sigue sin contestar.

ELLA. —Pero dilo, ¿qué puede importar eso?

En Hiroshima. [Están juntos, desnudos, en una cama.] La luz se ha


modificado ya. Es después del amor. Ha pasado un rato.

EL. —¿Era francés, el hombre a quien quisiste durante la guerra?

En Nevers. Un alemán atraviesa una plaza, a la hora del crepúsculo.

ELLA. —No… no era francés.

En Hiroshima. Ella está echada en la cama embargada de cansancio y de


amor. La luz ha ido disminuyendo sobre sus cuerpos.

ELLA. —Sí, fue en Nevers.

En Nevers. Imágenes de un amor en Nevers. Carreras en bicicleta. El


bosque. Las ruinas, etc.
ELLA. —Al principio nos encontrábamos en las trojes. Luego entre las
ruinas. Y luego en habitaciones. Como en todas partes.

En Hiroshima. En la habitación, la luz ha seguido bajando. Les


encontramos en una posición enlazada casi tranquila.

ELLA. —Y después, murió.

En Nevers. Imágenes de Nevers. Ríos. Muelles. Álamos al viento, etc.


El muelle desierto.
El jardín.
En Hiroshima, ahora. Y volvemos a encontrarles [casi en penumbra.]

ELLA. —Yo dieciocho años y él veintitrés.

En Nevers. En una cabaña, de noche, las «bodas» de Nevers. (Sólo contesta


sobre las imágenes de Nevers. Las preguntas que él hace son «evidentes»,
«algo que se da por supuesto».)
Siempre en el mismo encadenamiento. Sobre Nevers que consagra la
respuesta. Después, ella dice finalmente, tranquila:

ELLA. —¿Y por qué hablar de él en vez de otros?

EL. —¿Y por qué no?

ELLA. —No. ¿Por qué?


EL. —Sólo gracias a Nevers puedo empezar a conocerte. Y entre los miles
de cosas de tu vida, me quedo con Nevers.

ELLA. —¿Como cualquier otra cosa?

EL. —Sí.

¿Se nota que él miente? Se imagina. Ella se pone casi violenta, y, buscando
a tu vez algo que decir (momento de cierto aturdimiento):

ELLA. —No. No es una casualidad. (Pausa.) Eres tú quien debe decirme por
qué.

El puede responder (muy importante para la película), bien:

EL. —Ahí está, me parece haber comprendido que eres tan joven… tan
joven, que aún no eres nadie concretamente. Eso me gusta.

O bien:

ELLA. —No, no es eso.

EL. —Ahí está, me parece haber comprendido que he estado a punto… de


perderte… y que he corrido el peligro de no conocerte nunca.

O bien:
EL. —Ahí está, me parece haber comprendido, que debiste de empezar a ser
como sigues siendo hoy.

(Elegir entre estas tres últimas réplicas o dar las tres[9], ya una detrás de
otra, ya separadamente, al azar de los movimientos amorosos en la cama.
Esta última solución es la que yo preferiría si ello no alarga demasiado la
escena.)
[Por última vez, Nevers desfila. Se suceden imágenes de premeditada
trivialidad. A la vez que asustan.]
Volvemos a ellos por última vez. [Es de noche.] Ella dice, grita:

ELLA. —Quiero marcharme de aquí.

Al mismo tiempo que se agarra a él de un modo casi salvaje.


Están en la habitación en que estaban hace un momento, ya vestidos. La
habitación está ahora iluminada. Ambos están de pie. El dice, tranquilo,
tranquilo…

EL. —Ahora sólo nos queda matar el tiempo que nos separa de tu marcha.
Dieciséis horas aún para tu avión.

Ella dice aturdida, deshecha:

ELLA. —Es tremendo…

El contesta, suavemente:
EL. —No. No debes tener miedo.
Cuarta Parte

En Hiroshima, cae la noche sobre el río en largos rastros luminosos.


El rio se llena y se vacía según las horas, según las mareas. A lo largo de
las fangosas orillas, la gente contempla a veces la lenta subida de la
marea.
Hay un café frente al río. Es un café moderno, americanizado, con un gran
ventanal. Cuando se está sentado en el fondo del café, ya no se ven las
orillas del río sino sólo el río mismo. En medio de esta imprecisión se
dibuja la desembocadura del rio. Ahí es donde termina Hiroshima y
empieza el Pacifico. El local está medio vacío. Están sentados a una mesa
del fondo de la sala. Están uno frente a otro, ya sea mejilla contra mejilla,
ya sea frente con frente. Acabamos de dejarlos deshechos ante la idea de
las dieciséis horas que les separan de su definitiva separación. Y volvemos
a encontrarlos casi felices. El tiempo pasa sin que ellos se den cuenta. Se
ha producido un milagro. ¿Cuál? Precisamente el resurgimiento de Nevers.
Y lo primero que él dice, en esta postura perdidamente enamorada, es:

EL. —¿Nevers no quiere decir nada en francés, de otra manera?

ELLA. —No. Nada.


EL.—¿Habrías tenido frío, en aquel sótano de Nevers, si nos hubiéramos
amado allí?

ELLA. —Habría tenido frío. En Nevers los sótanos son fríos, tanto en
invierno como en verano. La ciudad se escalona al borde de un río que se
llama Loire.

EL. —No soy capaz de imaginármelo, Nevers.

Nevers. El Loire.

ELLA. —Nevers. Cuarenta mil habitantes. Construido como una capital,


(pero…). Un niño puede darle la vuelta. (Se separa de él.) Yo nací en
Nevers (bebe), y me crié en Nevers. En Nevers aprendí a leer. Y allí tuve
veinte años.

EL. —¿Y el Loire?

Toma la cabeza de ella entre sus manos.


Nevers.

ELLA. —Es un río sin navegación ninguna, siempre vacío, por su curso
irregular y sus bancos de arena. En Francia, el Loire pasa por ser un río
bonito, sobre todo por su luz… tan suave, si supieras…

Tono extasiado. El le suelta la cabeza, y escucha muy intensamente.


EL. —Cuando estás en el sótano, ¿yo he muerto?

ELLA. —Has muerto… y…

Nevers: el alemán agoniza lentamente en el muelle.

ELLA. —¿… cómo soportar un dolor así?

ELLA. —El sótano es pequeño.

Para hacer el gesto de medirlo con las manos, ella se aparta de su mejilla.
Y continúa, muy cerca de su rostro, pero ya no pegada a él. Ningún
encantamiento. Se dirige a él apasionadamente:

ELLA. —… muy pequeño.

ELLA. —Por encima de mí pasa la Marsellesa… Es… ensordecedor…

Se tapa los oídos, en ese café (en Hiroshima). De pronto, reina en el café un
gran silencio.
Sótanos de Nevers. Manos ensangrentadas de Riva.

ELLA. —Las manos son inútiles en los sótanos. Arañan. Se desuellan contra
las paredes… hasta que sale sangre…

En alguna parte están sangrando unas manos, en Nevers.


Las suyas, sobre la mesa, están intactas. Riva lame su propia sangre, en
Nevers.

ELLA. —… es lo único que se le ocurre a uno hacer para aliviarse…

ELLA. —… y también para recordar…

ELLA. —… Me gustaba la sangre, desde que probé la tuya.

Apenas se miran, cuando ella habla. Contemplan Nevers. Ambos son, en


cierto modo, presas de Nevers. Sobre la mesa hay dos vasos. Ella bebe con
avidez. El más lentamente.
Apoyan las manos sobre la mesa.
Nevers.

ELLA. —La sociedad circula sobre mi cabeza. En lugar del cielo… qué
remedio… Y yo veo avanzar esa sociedad. Deprisa, entre semana. Los
domingos, lentamente. No sabe que yo estoy en el sótano. Me dan por
muerta, muerta lejos de Nevers. Mi padre lo prefiere así. Como estoy
deshonrada, mi padre lo prefiere.

Nevers: un padre, farmacéutico de Nevers, detrás del escaparate de su


farmacia.

EL. —¿Gritas?

La habitación de Nevers.
ELLA. —Al principio no, no grito. Te llamo bajito.

EL. —Pero yo he muerto.

ELLA. —Y sin embargo te llamo. Incluso muerto. Luego, un día, un día, de


pronto, grito, grito muy fuerte, como si estuviera sorda. Y entonces me
meten en el sótano. Para castigarme.

EL. —¿Y qué gritas?

ELLA. —Tu nombre alemán. Solamente tu nombre. No me queda ya más


que un recuerdo, el de tu nombre.

Habitación de Nevers. Gritos silenciosos.

ELLA. —Prometo no gritar más. Entonces me suben a mi habitación.

Habitación de Nevers. Acostada, con la pierna doblada, llena de deseo.

ELLA. —Ya no puedo más de necesidad de ti.

EL. —¿Tienes miedo?

ELLA. —Tengo miedo. En todas partes. En el sótano. En la habitación.


EL. —¿De qué?

Manchas en el techo de la habitación de Nevers, objetos terribles de


Nevers.

ELLA. —De no volver a verte más, nunca más.

Vuelven a acercarse como al principio de la escena.

ELLA. —Un día, cumplo veinte años. En el sótano, viene mi madre y me


dice que cumplo veinte años. (Pausa, como para hacer memoria.) Mi
madre llora.

EL. —¿Y le escupes a tu madre a la cara?

ELLA. —Sí.

(Como si estas cosas las supiesen los dos.) El se aparta.

EL. —Bebe.

ELLA. —Sí.

El sostiene el vaso, le da de beber. Ella sigue teniendo una expresión hosca,


a fuerza de recordar. Y de pronto:
ELLA. —Después, ya no sé nada. Ya no sé nada… El, para animarla, para
inspirarla:

EL. —Son unos sótanos muy antiguos, muy húmedos, los sótanos de
Nevers… decías…

Ella cae en la trampa.

ELLA. —Sí. Llenos de salitre. [Me he idiotizado.]

La boca de ella contra las paredes del sótano de Nevers, mordiendo.

ELLA. —A veces entra un gato y se queda mirando. No es malo. Ya no sé


nada.

Entra un gato en un sótano, en Nevers, y mira a esa mujer. Ella añade:

ELLA. —Después ya no sé nada.

EL. —¿Cuánto tiempo?

Ella no sale de la enajenación.

ELLA. —Toda la eternidad. (Con convencimiento.)


Alguien, un hombre que está solo, pone un disco francés de acordeón en el
jukebox. Para que dure el milagro del olvido de Nevers, para que nada «se
mueva», el japonés vierte el contenido de su vaso en el de la francesa.
En un sótano de Nevers brillan los ojos de un gato y los ojos de Riva.
Al oír el disco de acordeón (borracha o loca), sonríe y grita:

ELLA. —¡Ah! ¡Qué joven fui un día!

Ella vuelve a Nevers, cuando apenas si ha salido. Está obsesionada (la


elección de los adjetivos es voluntariamente variada).

ELLA. —De noche… mi madre me baja al jardín. Me mira la cabeza. Todas


las noches me mira la cabeza con atención. Aún no se atreve a
acercárseme… De noche es cuando yo puedo contemplar la plaza, así que la
miro. ¡Es inmensa! (gestos). Se curva en el centro. [Parece un lago.]

Respiradero del sótano de Nevers. A través de ese ventanuco, ruedas


irisadas de las bicicletas que pasan al alba en Nevers.

ELLA. —Al amanecer es cuando viene el sueño.

EL. —¿Llueve a veces?

ELLA. —… a lo largo de las paredes.

Ella busca, busca, busca.


ELLA. —Pienso en ti. Pero ya no lo digo. (Casi maligna.)

Se acercan.

EL. —Loca.

ELLA. —Estoy loca de amor por ti. (Pausa.) Está volviéndome a crecer el
pelo. Con la mano, todos los días, lo noto. Me da lo mismo. Pero sin
embargo, me está empezando a crecer el pelo…

Riva en su cama de Nevers, con la mano en el pelo.


Se pasa la mano por él.

EL. —¿Gritas, antes de lo del sótano?

ELLA. —No. No me doy cuenta de nada…

Están mejilla con mejilla, con los ojos entornados, en Hiroshima.

ELLA. —[Son jóvenes. Son héroes sin imaginación.] Me cortan el pelo al


rape, con mucho cuidado. Creen que es su deber rapar bien a las mujeres.

EL. —¿Te da vergüenza de ellos, amor mío? (Muy claro.)

El corte de pelo.
ELLA. —No. Tú has muerto. Estoy demasiado ocupada con sufrir. Cae el
día. Sólo presto atención al ruido de las tijeras en mi cabeza (dice esto
guardando la mayor inmovilidad). Eso me alivia un poquitín… de… tu
muerte… como… como, ¡ah! mira, no encuentro mejor manera de
explicártelo, como las uñas, y las paredes, de la cólera.

Continúa, perdidamente contra él, en Hiroshima.

ELLA. —¡Ah! qué dolor. Qué dolor en el corazón. Es de locura… Se canta


la Marsellesa por toda la ciudad. Cae el día. Mi amor muerto es un enemigo
de Francia. Alguien dice que hay que pasearla por la ciudad. La farmacia de
mi padre está cerrada por culpa de la deshonra. Estoy sola. Los hay que se
ríen. De noche, vuelvo a casa.

Escena de la plaza de Nevers. Ella ha de proferir un grito informe pero que


se reconozca en todas las «lenguas» del mundo como el de un niño que
llama a su madre: mamá. El sigue apoyado en ella. Y tiene cogidas sus
manos.

EL. —Y luego, un día, amor mío, sales de la eternidad.

Habitación en Nevers. Riva da vueltas sobre sí misma. Derriba objetos.


Salvaje, animalidad de la razón.

ELLA. —Sí, dura mucho.


Me dijeron que había durado mucho.
A las seis de la tarde, suenan las campanadas de la catedral de San Esteban,
en invierno y en verano. Un día, de veras, las oigo. Recuerdo que las había
oído antes —antes—, cuando nos queríamos, cuando éramos felices.
Empiezo a ver.
Recuerdo que ya había visto antes —antes—antes— cuando nos queríamos,
cuando éramos felices.
Recuerdo.
Veo la tinta.
Veo la luz.
Veo mi vida. Y tu muerte.
Mi vida que sigue. Tu muerte que sigue.

Habitación y sótano de Nevers.

Y que la sombra invade ya menos deprisa los ángulos de las paredes de mi


cuarto. Y que la sombra invade ya menos deprisa los ángulos de los muros
del sótano. Hacia las seis y media.

El invierno ha terminado.

Pausa. En Hiroshima.
Ella está temblando. Se aparta del rostro.

ELLA. —¡Ah! Es horrible. Empiezo a no recordarte tan bien.

El coge el vaso y le da de beber. Ella se horroriza de sí misma.

ELLA. —… Empiezo a olvidarte. Tiemblo de pensar que he olvidado tanto


amor…

Más (de beber).


Está divagando. Esta vez. Sola. El está perdiéndola.
ELLA. —Teníamos que encontrarnos a las doce del mediodía en el muelle
del Loire. Tenía que irme con él.
Cuando a las doce llegué al muelle del Loire aún no estaba muerto del todo.
Alguien había disparado desde un jardín.

El jardín del muelle de Nevers. Ella está delirando, ya no le mira.

ELLA. —Permanecí junto a su cuerpo todo el día y luego toda la noche que
siguió. A la mañana siguiente vinieron a recogerle y le metieron en un
camión. Aquella noche se liberó Nevers. Las campanas de la iglesia de San
Esteban sonaban… sonaban… Se fue poniendo frío poco a poco debajo de
mí. ¡Ah! tardó mucho en morir. ¿Cuanto? Ya no lo sé exactamente. Yo
estaba echada encima de él… sí… el momento de su muerte me pasó
desapercibido, realmente, porque… porque incluso en aquel momento, y
después también, sí, también después, se puede decir que no llegaba a
encontrar la más mínima diferencia entre aquel cuerpo muerto y el mío…
Entre aquel cuerpo y el mío no podía encontrar más que semejanzas…
desgarradoras, ¿entiendes? Era mi primer amor… (a gritos).

El japonés le da un bofetón. (O bien, como se prefiera, le aplasta las manos


entre las suyas.) Ella reacciona como si no supiera de dónde procede el
dolor. Pero reacciona.
Y se comporta como si comprendiese que este dolor era necesario.

ELLA. —Y luego, un día… Yo había vuelto a gritar. Y entonces me habían


metido en el sótano.

La voz recobra su ritmo.


(Aquí toda la escena de la canica que entra en el sótano, que ella recoge,
caliente, y sobre la cual cierra la mano, etc., y que devuelve a los niños de
fuera, etc.)

ELLA. —… Estaba caliente…

El la deja hablar sin comprender. Ella sigue:

ELLA. —(Pausa.) Creo que en aquel momento dejé de ser mala.

Pausa.

Ya no grito.

Pausa.

Me vuelvo razonable. Los demás dicen: «Se esta volviendo razonable»

Pausa.

Una noche, una fiesta, me dejan salir.

Al amanecer, en Nevers, a la orilla de un río.

A orillas del Loire. Está amaneciendo. Pasan algunas personas por el


puente, más o menos numerosas según la hora. De lejos, es como si no
fueran nadie.
Place de la République, en Nevers, de noche.

ELLA. —No mucho después, mi madre me anuncia que tengo que


marcharme, de noche, a París. Me da dinero. Salgo para París en bicicleta,
de noche.
Es verano. Las noches son muy agradables.
Cuando llego a París, al cabo de dos días, el nombre de Hiroshima está en
todos los periódicos. Mi pelo está ya bastante más decente.
Estoy en la calle, con la gente.

Alguien ha vuelto a poner el disco de acordeón en el jukebox.


Ella añade, como si despertara:

ELLA. —Han pasado catorce años.

El le llena el vaso. Ella bebe. Aparentemente vuelve a estar más tranquila.


Salen del túnel de Nevers.

ELLA. —Hasta de las manos me acuerdo mal… Del dolor, aún me acuerdo
un poco.

EL. —¿Esta noche?

ELLA. —Sí, esta noche lo recuerdo. Pero algún día, ya no me acordaré. En


absoluto. De nada.

En este momento levanta la cabeza hacia él.


ELLA. —Mañana a estas horas estaré a miles de kilómetros de ti.

EL. —¿Tu marido sabe todo esto?

Ella vacila.

ELLA. —No.

EL. —¿Nadie más que yo, entonces?

ELLA. —Sí.

Se levanta de la mesa, la toma en sus brazos, la obliga a levantarse a su


vez, y la abraza muy fuertemente, escandalosamente. La gente les mira. No
comprenden. La alegría de él es violenta. Se echa a reír.

EL. —No lo sabe nadie más que yo. Sólo yo.

Cerrando los ojos, ella dice:

ELLA. —Calla.

Y se le acerca aún más. Levanta la mano, y, muy levemente, le acaricia la


boca. Y dice, casi con una súbita alegría:
ELLA. —¡Ah!, qué agradable es estar con alguien alguna vez.

Se separan, muy lentamente.

EL. —Sí (con su mano en la boca).

[El disco, en la máquina; el jukebox acaba de disminuir de pronto de


volumen.] En alguna parte se apaga una lámpara, ya sea en la orilla del
río, ya sea en el bar.
Ella ha tenido un sobresalto. Ha retirado la mano de la boca de él. El no
había olvidado lo hora. Dice:

EL. —Sigue.

ELLA. —Sí.

EL. —Habla.

Lo intenta. No lo consigue.

Ella dice, agotada:

ELLA. —[Tengo el honor de haber perdido el honor. Con la navaja sobre la


cabeza, se tiene una extraordinaria iluminación de lo que es la estupidez…]
Me alegro de haber vivido aquel instante. Aquel instante incomparable.
El dice, apartado del momento presente:

EL. —Dentro de unos cuantos años, cuando te haya olvidado, y cuando


otras historias como ésta, por la fuerza de la costumbre otra vez, vuelvan a
suceder, me acordaré de ti como del olvido del amor mismo. Pensaré en
todo esto como en el horror del olvido. Lo sé ya desde ahora.

Entran algunas personas en el café. Ella los mira y pregunta (la esperanza
vuelve):

ELLA. —Por la noche, ¿no para nunca esto, en Hiroshima?

Ellos entran en una última comedia. Pero ella se deja prender. Mientras él
contesta mintiendo:

EL. —Esto nunca para, en Hiroshima.

Ella sonríe. Y, con una dulzura extrema, con una aflicción sonriente, dice
(de un modo adorable):

ELLA. —Cómo me gusta esto… las ciudades en las que la gente está
despierta, de día y de noche…

La dueña del bar apaga una lámpara. El disco ha terminado. Están casi en
penumbra. Ha llegado la hora tardía pero ineluctable del cierre de los
cafés en Hiroshima.
Ambos bajan los ojos, como embargados por un exagerado pudor. Están
relegados a la puerta del mundo del orden, en el que no tiene cabida su
historia. Es inútil luchar.
Ella lo comprende perfectamente, de golpe.
Cuando vuelven a levantar los ojos, sonríen sin embargo «por no llorar»,
en el sentido más corriente de la expresión.
Ella se levanta. El no hace ademán de retenerla.
Están fuera, en medio de la noche, delante del café.
Ella permanece de pie ante él.

ELLA. —Es mejor no pensar en estas dificultades que presenta el mundo, a


veces. Si no, se haría completamente irrespirable.

(Esta última frase es pronunciada como en un «soplo».)


En el café se apaga una última lámpara, muy cerca. Ellos tienen los ojos
bajos. [Una motora que recuerda el ruido de un avión va río abajo hacia el
mar.]

ELLA. —Aléjate de mí.

El se aleja. Mira el cielo a lo lejos y dice:

EL. —Aún no ha amanecido…

ELLA. —No. (Pausa.) ¿Es probable que muramos sin habernos visto nunca
más?

EL. —Es probable, sí. (Pausa.) A no ser que, a lo mejor, un día, la guerra…
Pausa. Ella contesta (subráyese la ironía).

ELLA. —Si, la guerra…


Quinta Parte

Otra vez ha pasado un rato.


Se la ve por una calle. Anda deprisa.
La vemos luego en el hall del hotel. Coge una llave.
Después la vemos en la escalera.
Luego la vemos abrir la puerta de la habitación. Penetrar en la habitación
y pararse en seco como ante un abismo o como si hubiera alguien ya en ese
cuarto. Y luego salir de espaldas. La vemos después volver a cerrar
suavemente la puerta de la habitación.
Subir la escalera, bajarla, volverla a subir, etc.
Volver sobre sus pasos. Ir y venir por un pasillo. Retorcerse las manos
buscando una solución, sin encontrarla, volver a la habitación, de pronto.
Y esta vez, soportar el espectáculo de esa habitación.
Va hacia el lavabo, y se moja la cara. Y se oye la primera frase de su
monólogo interior:

ELLA. —Cree uno que sabe. Y luego no. Nunca.

ELLA. —[Aprender la duración exacta del tiempo. Saber cómo el tiempo, a


veces, se precipita y luego su caída, inútil, pero que es preciso soportar, es
también eso, sin duda, aprender la comprensión (entrecortado, con
repeticiones y balbuceos).
ELLA. —Ella tuvo en Nevers un amor juvenil alemán…
Iremos a Baviera, amor mío, y nos casaremos.
Ella no fue nunca a Baviera. (Se mira al espejo.)
Que se atrevan a hablarle de amor quienes no han ido nunca a Baviera.
No estabas muerto del todo.
He contado nuestra historia.
Esta noche te he engañado con ese desconocido.
He contado nuestra historia.
Ya ves, se podía contar.
Catorce años que no había vuelto a encontrar… el sabor de un amor
imposible.
Desde Nevers.
Mira cómo te olvido…
Mira cómo te he olvidado.
Mírame.

[Por la ventana abierta se ve Hiroshima reconstruido y dormido


apaciblemente.]
Ella levanta bruscamente la cabeza, se ve la cara mojada en el espejo
(como lágrimas), envejecida, estropeada. Y, esta vez, cierra los ojos, con
desagrado.
Se seca el rostro, sale muy deprisa, y vuelve a atravesar el hall.
Volvemos a encontrarla sentada en un banco, o sobre un montón de grava,
o a una veintena de metros del café donde estaban juntos un rato antes.
Con la luz del restaurante (el restaurante) en sus ojos. Trivial, casi desierto,
del que él se ha marchado.
Ella (se echa, se sienta) en la grava y sigue mirando el café. (Sólo hay una
luz encendida en el bar. La sala en que estaban los dos hace un rato está
cerrada. Por la puerta del bar recibe esa sala una débil claridad reflejada
que, al azar de la disposición de las mesas y las sillas, proyecta sombras
precisas y vanas.)
[Los últimos clientes del bar hacen pantalla entre la luz y la mujer sentada
en el montón de grava. De este modo ella pasa de la luz a las sombras,
según pasan los clientes del bar. Mientras ella continúa en la sombra,
mirando el lugar que ha abandonado él.]
Cierra los ojos. Luego vuelve a abrirlos. Se diría que duerme. Pero no.
Cuando los abre lo hace de golpe. Como un gato. Se oye su voz (monólogo
interior):

ELLA. —Voy a quedarme en Hiroshima. Con él, todas las noches. En


Hiroshima.

Abre los ojos.

ELLA. —Voy a quedarme aquí. Aquí.

Aparta la vista del café, y mira a su alrededor. Y de pronto se acurruca lo


más posible, en un movimiento muy infantil. El rostro oculto entre los
brazos. Los pies encogidos.
El japonés llega junto a ella. Ella le ve, no se mueve, no reacciona. Su
ausencia «mutua» ha comenzado. Ningún asombro. El está fumando un
cigarrillo. Y dice:

EL. —Quédate en Hiroshima.

Ella le mira a hurtadillas:

ELLA. —Seguro que voy a quedarme en Hiroshima contigo.

Se recuesta mientras lo dice (puerilmente).


ELLA. —Qué desgraciada soy…

El se le acerca.

ELLA. —No me lo esperaba en absoluto, ¿comprendes…?

ELLA. —Vete.

El se aleja diciendo:

EL. —No puedo dejarte.

Los encontramos de nuevo en un bulevar. De trecho en trecho, clubs


nocturnos iluminados. El bulevar sigue una perfecta linea recta.
Ella va andando. El la sigue. Puede vérseles primero a uno, luego a otro.
Ambos tienen la misma expresión desesperada. El la alcanza y le dice en
voz baja:

EL. —Quédate en Hiroshima conmigo.

Ella no contesta. Entonces se oye su voz, casi a gritos (del monólogo


interior):

ELLA. —[Me gastaría no tener ya patria. A mis hijos les enseñaré la maldad
y la indiferencia, la comprensión y el amor por la patria de los demás hasta
la muerte.]
ELLA. —Vendrá hacia mi, me cogerá por los hombros, me be-sa-rá…

ELLA. —Me besará… y estoy perdida.

(Perdida es dicho en éxtasis.)

Volvemos a él. Y nos damos cuenta de que anda más despacio para dejarle
campo. Y de que en vez de ir hacia ella se aleja. Ella no se vuelve.
Sucesión de las calles de Hiroshima y Nevers. Monólogo interior de Riva.

RIVA. —Te encuentro.


Me acuerdo de ti.
Esta ciudad está hecha a la medida del amor.
Tú estabas hecho a la medida de mi propio cuerpo.
¿Quién eres?
Me estás matando.
Estaba hambrienta. Hambrienta de infidelidades, de adulterios, de mentiras
y de morir.
Desde siempre.
Ya me imaginaba que un día tropezaría contigo.
Y te esperaba con una impaciencia sin límites, sosegada.
Devórame. Defórmame a imagen tuya para que nadie más, después de ti,
comprenda ya en absoluto la razón de tanto deseo.
Vamos a quedarnos solos, amor mío.
La noche no tendrá fin.
El día no amanecerá ya para nadie.
Nunca. Nunca más. Por fin.
Me estás matando.
Eres mi vida.
Lloraremos al día muerto con conocimiento y buena voluntad.
No tendremos ya nada más que hacer, nada más que llorar al día muerto.
Pasará tiempo. Solamente tiempo.
Y vendrá un tiempo.
Vendrá un tiempo en que ya no sabremos dar un nombre a lo que nos una.
Su nombre se irá borrando poco a poco de nuestra memoria.
Y luego, desaparecerá por completo.

El la aborda esta vez de frente. Es la última vez. Pero permanece lejos de


ella. Desde este momento ella es intocable. Llueve. Están bajo la
marquesina de una tienda.

EL. —Tal vez es posible que te quedes.

ELLA. —Lo sabes perfectamente. Más imposible aún que separarnos.

EL. —Ocho días.

ELLA. —No.

EL. —Tres días.

ELLA. —¿El tiempo de qué? ¿De vivir de esto? ¿O de morir por ello?

EL. —El tiempo de saberlo.

ELLA. —Eso no existe. Ni el tiempo de vivir de esto, ni el de morir por ello.


Así que me deja sin cuidado.
EL. —Hubiera preterido que murieras en Nevers.

ELLA. —Yo también. Pero no morí en Nevers.

La encontramos instalada en un banco de la sala de espera de la estación


de Hiroshima. Otra vez ha pasado un rato. A su lado, una anciana japonesa
espera. Se oye la voz de la francesa (monólogo interior):

ELLA. —Mi olvidado Nevers, me gustaría volver a verte esta noche.


Durante meses te he abrasado todas las noches, mientras mi cuerpo se
abrasaba a su recuerdo.

El japonés ha entrado como una sombra y se ha sentado en el mismo banco


que la anciana, en el extremo opuesto al que ella ocupa. No mira a la
francesa. Su rostro está empapado de lluvia. Le tiembla ligeramente la
boca.

ELLA. —Mientras mi cuerpo se abrasa ya a tu recuerdo. Me gustaría volver


a ver Nevers… el Loire.

Nevers.

Hermosos álamos del Niévre, os doy al olvido.

La palabra «hermosos» ha de decirse igual que la palabra amor.

Historia de tres al cuarto, te doy al olvido.


Ruinas de Nevers.

Una noche lejos de ti y yo esperaba el día como una liberación.

Las «bodas» de Nevers.

Un día sin sus ojos y ella se muere.


Muchachita de Nevers.
La pequeña que correteaba por Nevers.
Un día sin sus manos y ya cree en la desdicha de amar.
Muchachita de nada.
Muerta de amor en Nevers.
Pequeña rapada de Nevers, yo te doy al olvido esta noche.
Historia de tres al cuarto.
Igual que pasó con él, el olvido empezará por tus ojos.
Lo mismo.
Luego, como pasó con él, el olvido llegará a tu voz.
Igual.
Después, como pasó con él, triunfará de ti por completo, poco a poco.
Te convertirás en una canción.

ELLA. —[A eso de las siete de la tarde, en verano, dos multitudes se cruzan
en el bulevar de la République, apaciblemente, preocupadas con sus
compras. Muchachas de pelo largo que ya no ofenden a su patria. Me
gustaría volver a ver Nevers. Nevers. Tan estúpido que da grima.]

ELLA. —[En aquel sótano de Nevers sentí el amor de aquel hombre. Sentí el
amor por ti.
En el barrio de Beausoleil, en el que mi recuerdo quedó como un ejemplo
que no hay que seguir, sentí tu amor.]
[Precisamente porque en el barrio de Beausoleil quedó mi recuerdo como
un ejemplo que no hay que seguir, llegué a estar, un día, libre de amarte.
Nunca me hubiera atrevido a quererte de no haber dejado en Beausoleil
aquel indigno recuerdo. Yo te saludo, Beausoleil, y me gustaría volver a
verte esta noche, Beausoleil, tan estúpido que da grima.]

El japonés está separado de ella por la anciana japonesa.


Saca un cigarrillo, se endereza ligeramente y tiende el paquete a la
francesa.
«Es todo cuanto puedo hacer por ti, ofrecerte un cigarrillo, como se lo
ofrecería a cualquiera, a esta anciana.» Ella no fumará.
Se lo ofrece a la anciana, le da fuego.
El bosque de Nevers desfila en medio del crepúsculo. Y Nevers. Mientras, el
altavoz de la estación de Hiroshima anuncia: «¡Hiroshima! ¡Hiroshima!»
por sobre las imágenes de Nevers.
La francesa parece dormida. Hablan sobre su sueño. Hablan bajo.
Como la cree dormida, la anciana le pregunta al japonés:

ANCIANA. —¿Quién es?

EL. —Una francesa.

ANCIANA. —¿Qué pasa?

EL. —Se marcha del Japón en seguida. Nos entristece separarnos [10].

Ella ya no está. Volvemos a encontrarla en las cercanías de la estación.


Sube a un taxi. Se detiene ante una boite, «Le Casablanca», delante de la
cual llega también él.
Está en una mesa sola. El se sienta en otra mesa en el lado contrario al que
ella ocupa.
Es el final. El final de la noche al término de la cual se separarán para
siempre.
Un japonés que estaba en la sala se dirige hacia la francesa y la aborda
con estas palabras (en inglés):

EL JAPONÉS. —Are you alone?

Ella contesta sólo por señas. [Le señala o bien la silla, o bien el taburete
que hay a su lado.]

EL JAPONÉS. —Do you mind talking with me a little?

El lugar está casi desierto. La gente se aburre.

EL JAPONÉS. —It is very late to be lonely?

(Se deja abordar por otro hombre para «perder» al que nosotros
conocemos. Pero esto es no sólo imposible sino inútil. Le ha perdido ya.)

EL JAPONÉS. —May I sit down?

EL JAPONÉS. —Are you just visiting Hiroshima?

De vez en cuando se miran, muy poco, es horrible.


EL JAPONÉS. —Dou you like Japan?

EL JAPONÉS. —Dou you live in Paris?

El alba sigue creciendo [en los cristales.]


El monólogo interior ha cesado también.
El japonés desconocido le habla. Ella mira al otro. El japonés desconocido
deja de hablarle.
Y aquí está, a través de los cristales, aterradora, «la aurora de los
condenados».
La encontramos detrás de la puerta de su cuarto. Tiene la mano en el
corazón. Llaman. Ella abre. El dice:

EL. —No he podido dejar de venir.

Están de pie en la habitación.


De pie uno contra otro, pero con los brazos a lo largo del cuerpo, sin
tocarse en absoluto.
La habitación está intacta.
Los ceniceros están vacíos.
La aurora ha acabado de llegar. Hace sol.
Ni siquiera fuman.
La cama está intacta.
No se dicen nada.
Se miran.
El silencio del alba pesa sobre toda la ciudad. El entra en la habitación. A
lo lejos, Hiroshima duerme todavía.
De pronto, ella se sienta.
Se coge la cabeza entre las manos y gime. Sombría queja.
En sus ojos está la claridad de la ciudad. Resulta casi embarazoso, y grita
de pronto:

ELLA. —¡Te olvidaré! ¡Te estoy olvidando ya! ¡Mira cómo te olvido!
¡Mírame!

El la tiene cogida por los brazos, [las muñecas], y ella permanece frente a
él, con la cabeza echada hacia atrás. Se separa de él muy bruscamente.
El la asiste ausente de ti mismo, Como si ella estuviera en peligro.
La mira, mientras ella le contempla como contemplaría la ciudad y le llama
de pronto muy suavemente:
Le llama «a lo lejos», maravillada. Ha conseguido anegarle en el olvido
universal. Y esto la tiene maravillada.

ELLA. —Hi-ro-shi-ma.

ELLA. —Hi-ro-shi-ma. Ese es tu nombre.

Se miran sin verse. Para siempre.

EL. —Ese es mi nombre. Sí.

[Estamos sólo en esto todavía. Y ahí nos quedaremos para siempre.] Tu


nombre es Nevers. Ne-vers-de-Fran-cia.

FIN
Apéndices
LAS EVIDENCIAS NOCTURNAS
(Notas sobre Nevers)[11]

A PROPÓSITO DE LA IMAGEN DE LA MUERTE DEL ALEMÁN

Ambos, en plano de igualdad, son presas de este acontecimiento: la muerte


de él.
No hay cólera alguna ni en uno ni en otro. Sólo la mortal añoranza de su
amor.
El mismo dolor. La misma sangre. Las mismas lágrimas.
El absurdo de la guerra, el desnudo, planea sobre sus cuerpos indistintos.
Se la creería muerta, hasta tal punto muere de la muerte de él.
El trata de acariciarle la cadera, como hacía durante el amor. No lo
consigue.
Se diría que ella le ayuda a morir. No piensa en si misma sino solamente en
él. Y él la consuela, se excusa casi de tener que hacerla sufrir, de tener que
morir.
Cuando ella está sola, en el mismo sitio en que estaban hace un momento,
el dolor no se ha instalado aún en su vida. Está, sencillamente, en un
indecible asombro por encontrarse sola.

SOBRE LA IMAGEN DEL JARDÍN DESDE EL CUAL HAN DISPARADO SOBRE EL


ALEMÁN

Han disparado desde este jardín como hubieran podido hacerlo desde
cualquier otro jardín de Nevers. Desde todos los demás jardines de Nevers.
Sólo el azar ha hecho que fuera éste.
Desde ahora queda marcado este jardín con el signo de la trivialidad de su
muerte.
Su color y su forma son desde ahora fatídicos. De ahí es de donde ha salido
su muerte, para toda la eternidad.

UN SOLDADO ALEMÁN ATRAVIESA UNA PLAZA DE PROVINCIA DURANTE LA


GUERRA

El algún lugar de Francia, al caer la tarde, cierto día, un soldado alemán


cruza una plaza de provincia.
Incluso la guerra es cotidiana.
El soldado alemán cruza la plaza como un blanco tranquilo.
Estamos en el fondo de la guerra, en el momento en que ya se desespera de
que tenga salida. La gente no presta ya atención a los enemigos. La guerra
se ha convertido ya en costumbre. La plaza del Campo de Marte refleja una
tranquila desesperanza. El soldado alemán la siente también. Nunca se
hablará bastante del tedio de la guerra. En medio de ese tedio, algunas
mujeres, tras los postigos cerrados, contemplan al enemigo que camina por
la plaza. Aquí la aventura se limita al patriotismo. La otra aventura debe
estrangularse. Miran, eso no importa. No hay nada a hacer contra la mirada.

A PROPÓSITO DE LAS IMÁGENES DE LOS ENCUENTROS ENTRE RIVA Y EL SOLDADO


ALEMÁN

Nos hemos besado detrás de las murallas. Con la muerte en el alma, si, pero
con una irrefrenable felicidad, he besado a mi enemigo.
Las murallas estaban siempre desiertas durante la guerra. Unos franceses
fueron fusilados allí durante la guerra. Y después de la guerra, unos
alemanes.
Descubrí sus manos cuando tocaban unas barreras para abrirlas ante mi.
Muy pronto sentí deseos de castigar sus manos. Las muerdo después del
amor.
En los muros de la ciudad me convertí en su mujer.
Aún no soy capaz de recordar la puerta del fondo del jardín. Allí me
esperaba él, a veces durante horas. De noche sobre todo. Cada vez que yo
tenía un momento de libertad. El tenía miedo.
Yo tenía miedo.
Cuando teníamos que atravesar la ciudad juntos yo caminaba delante, con
miedo. La gente bajaba los ojos. Estábamos convencidos de su indiferencia.
Y empezamos a ser imprudentes.
Yo le pedía que cruzara la plaza, detrás de la verja de… para poderle divisar
alguna vez de día. Así que pasaba todos los días por delante de aquella
verja, y yo le veía.
Entre las ruinas, en invierno, el viento gira sobre sí mismo. El frío. Sus
labios estaban fríos.

UN NEVERS IMAGINARIO

Nevers, donde nací, no puede separarse de mí misma en mi recuerdo.


Es una ciudad que un niño puede recorrer.
Limitada por un lado por el Loire, por otro por las Murallas.
Más allá de las Murallas está el Loire.
Nevers puede medirse a paso de niño.
Nevers «tiene lugar» entre las Murallas, el río, el bosque, el campo. Las
Murallas son imponentes. El río es el más largo de Francia, el más
conocido, el más hermoso.
Nevers, por tanto, está delimitado como una capital.
Cuando yo era pequeña y lo recorría, lo creía inmenso. Su sombra, en el
Loire, temblaba, haciéndolo aún más grande.
Durante mucho tiempo he conservado esta ilusión de la inmensidad de
Nevers, hasta que fui una muchacha.
Entonces Nevers se cerró sobre sí mismo. Creció como crecemos nosotros.
Yo no sabía nada de las demás ciudades. Necesitaba una ciudad a la medida
del amor mismo. La encontré en el propio Nevers.
Decir que Nevers es una pequeña ciudad es un error del corazón y de la
mente. Para mí, Nevers fue inmenso.
Hay trigo en sus propias puertas. Bosque en sus ventanas. De noche, las
lechuzas llegan hasta los jardines. De modo que hay que defenderse del
miedo.
El amor está vigilando como en ninguna otra parte.
Hay allí personas que esperan, solas, su muerte. Ninguna otra aventura que
no sea ésa podrá hacerles desviar su espera.
En aquellas calles tortuosas se vive, pues, la linea recta de la espera de la
muerte.
El amor es allí algo imperdonable. La falta, en Nevers, es el amor. El
crimen, en Nevers, es la felicidad. El aburrimiento es una virtud tolerada.
Por sus suburbios circulan locos. Bohemios. Perros. Y el amor.
Hablar mal de Nevers seria también un error tanto de la mente como del
corazón.

SOBRE LAS IMÁGENES DE LA CANICA PERDIDA POR LOS NIÑOS

Volví a gritar. Y aquel día oí un grito. Fue la última vez que me metieron en
el sótano. Llegó hasta mi (la canica) con calma, como un acontecimiento.
En su interior corrían ríos de colores, muy vivos. El verano moraba dentro
de ella. Tenía también el calor del verano.
Yo ya sabia que no hay que comerse los objetos, comerse cualquier cosa, ni
las paredes, ni la sangre de las manos de uno ni las paredes. La miré con
amabilidad. Me la puse contra la boca pero sin morder.
Tal redondez, tal perfección, planteaban un problema insoluble.
A lo mejor voy a romperla. La tiro pero rebota hacia mi mano. Lo vuelvo a
hacer. Y ella no vuelve. Se pierde.
Cuando se pierde, vuelve a brotar en mi algo que me resulta conocido.
Vuelve el miedo. Una canica no puede morir. Lo recuerdo. Me pongo a
buscar. Y la encuentro.
Gritos de los chiquillos. Tengo la canica en la mano. Gritos. Canica. Es de
los niños. No. No la recobrarán. Abro la mano. Ahí está, cautiva. Se la
devuelvo a los niños.
UN SOLDADO ALEMÁN VIENE A CURARSE LA MANO EN LA FARMACIA DEL PADRE
DE RIVA

[Era pleno verano y yo llevaba Jerseys (negros). Los veranos son fríos en
Nevers. Veranos de la guerra. Mi padre se aburre. Las estanterías están
vaciás. Yo obedezco a mi padre como una niña. Miro su mano quemada. Le
hago daño al curarle. Cuando levanto los ojos veo sus ojos. Son claros. Se
ríe porque le hago daño. Yo no me rio.]

VELADA EN NEVERS DURANTE LA GUERRA EL SOLDADO ALEMÁN ACECHA EN LA


PLAZA LA VENTANA DE RIVA

[Mi padre bebe y calla. Ni siquiera sé si escucha la música que estoy


tocando. Las veladas son mortales pero antes de aquella noche yo aún no lo
sabía. El enemigo levanta la cabeza hacia mí y sonríe apenas. Tengo la
impresión de estar cometiendo un crimen. Cierro los postigos como ante un
espectáculo abominable.] Mi padre, en su sillón, está medio dormido, como
de costumbre. Sobre la mesa están aún nuestros dos cubiertos y el vino de
mi padre. Tras los postigos, la plaza resuena como el mar, inmensa. Parecía
un náufrago. Me dirijo a mi padre y le miro muy de cerca, casi tocándole.
Duerme lleno de vino. No reconozco a mi padre.

VELADA EN NEVERS

Sola en mi habitación a media noche. El mar de la plaza del Campo de


Marte sigue resonando tras mis postigos. Ha debido de pasar también esta
noche. Yo no he abierto los postigos.

LAS BODAS DE NEVERS

Me convierto en su mujer en medio del crepúsculo, la dicha y la vergüenza.


Después, la noche había caído sobre nosotros. No nos habíamos dado
cuenta.
Había desaparecido de mi vida la vergüenza. Nos alegramos de ver la
noche. A mí siempre me había dado miedo la noche. Aquella era una noche
negra como no he vuelto a ver ninguna. Mi patria, mi ciudad, mi padre
borracho, desaparecieron en ella. Juntamente con la ocupación alemana. En
el mismo saco.
Noche negra de la certeza. La contemplamos con atención y después con
gravedad. Luego, una a una, las montañas fueron subiendo en el horizonte.

OTRA NOTA SOBRE EL JARDÍN DESDE EL CUAL DISPARARON CONTRA EL ALEMÁN

El amor sirve para morir más cómodamente a la vida.


Aquel jardín podría hacer creer en Dios.
Aquel hombre, ebrio de libertad, con su carabina, aquel desconocido de
finales de julio del 44, aquel hombre de Nevers, hermano mío, ¿cómo iba él
a saber?

A PROPÓSITO DE LA FRASE: «Y DESPUÉS MURIÓ»

Guando aparece esta imagen, Riva no habla ya de ella.


Dar un signo externo de su dolor seria degradarlo.
Acaba de descubrirle, agonizante, en el muelle, al sol. A nosotros es a quien
resulta insoportable la imagen. No a Riva. Riva ha dejado de hablarnos. Ha
dejado, sencillamente.
El vive todavía.
Riva, sobre él, está en el dolor más absoluto. Está loca.
Incluso verla sonreír seria en ese momento lógico.
El dolor tiene su obscenidad. Riva es obscena. Como una loca. Su
entendimiento ha desaparecido.
Era su primer amor. Es su primer dolor. Apenas si somos capaces de mirar a
Riva en tal estado. No podemos hacer nada por ella. Esperar a que el dolor
tome en ella una forma razonable y decente.
Fresson se muere. Esta como atado al suelo. La muerte le ha alcanzado de
lleno. Su sangre corre igual que el río y el tiempo. Igual que su sudor. Se
muere como un caballo, con una fuerza insospechada. Está muy ocupado en
ello. Luego, sentirá una dulzura, con la llegada de ella y la certeza de la
inutilidad de luchar contra su muerte. Dulzura de los ojos de Fresson. Se
sonríen. Sí. Ya ves, amor mío, hasta esto era posible para nosotros. Triunfo
fúnebre. Consumación. Estoy segura de no poder sobrevivirte, tanto que te
sonrío.

DESPUÉS DE QUE EL CUERPO DEL SOLDADO ALEMÁN HA SIDO TRASLADADO EN UN


CAMIÓN, RIVA SE QUEDA SOLA EN EL MUELLE

Aquel día el sol era glorioso. Pero sin embargo, llegó el crepúsculo, como
todos los días.
Lo que queda, en este muelle, de Riva, se reduce a los latidos de su corazón.
(Ha llovido hacia el final de la tarde. Ha llovido sobre ella como ha llovido
sobre la ciudad. Luego, la lluvia cesó. Después, a Riva le cortaron el pelo al
rape. Y ha quedado, en el muelle, el sitio, seco, de Riva. Sitio quemado.)
En ese muelle, se diría que duerme. Cuesta trabajo reconocerla. (Los
animales pasan sobre sus manos sucias de sangre.)
¿Perro?

EL DOLOR DE RIVA. SU LOCURA. EL SÓTANO DE NEVES

Riva no habla todavía.


El verano sigue, impunemente. Toda Francia esta de fiesta. En medio del
desorden y la alegría.
También los ríos siguen fluyendo impunemente. El Loire. Los ojos de Riva
fluyen, como el Loire, pero ordenados por el dolor, en medio de ese
desorden.
El sótano es pequeño como podría ser grande.
Riva grita igual que podría callarse. No sabe que grita.
La castigan para enseñarle que grita. Como si fuera sorda.
Hay que enseñarla a oír cuando grita.
Todo esto se lo han contado después.
Ella se desuella las manos como una imbécil. Los pájaros, sueltos por las
habitaciones, se cortan las alas y no sienten nada. Riva se ensangrienta las
manos y se come la sangre luego. Hace una mueca y vuelve. Un día
aprendió, sobre un muelle, a que le gustara la sangre. Como un animal, una
cochina. Algo hay que mirar. Riva no es ciega. Mira. No ve nada. Pero ella
mira. Los pies de la gente se dejan mirar.
La gente que pasa, pasa por un universo necesario, el de ustedes y el mío,
con una duración que nos es familiar.
La mirada de Riva en los pies de esas personas (tan significativos como sus
rostros) tiene lugar en un universo orgánico, del que ha huido la razón. Ella
mira un mundo de pies.

EL PADRE DE RIVA

El padre está cansado a causa de la guerra. No es malo. Está embrutecido


por lo que le pasa y que él no ha deseado. Va vestido de negro.

LA MADRE DE RIVA

La madre vive. Mucho más joven que el padre. Lo que más quiere en el
mundo es su hija. Cuando Riva grita, se vuelve loca por ella. La madre tiene
miedo de que vuelvan a hacerle daño a su hija. Ella lleva toda la casa. No
quiere que Riva muera. Con su hija es de una ternura brutal. Pero de una
ternura sin límites. Al contrario que el padre, ella no ha perdido la
esperanza respecto a Riva.
La bajan al sótano como si tuviera diez años. Riva, entre los dos, va vestida
de claro. Camisón de encaje, de jovencita, hecho por la madre, por una
madre que siempre se olvida de que su hija crece.

RIVA EN EL SÓTANO DE NEVERS Y EN SU HABITACIÓN DE NIÑA

Riva está en un rincón del sótano, toda de blanco. Sigue ahí como podría
estar en cualquier otro sitio. Sigue con los mismos ojos de Loire. Los del
muelle. Absuelta. Infancia aterradora.
Es la noche en que recobra la razón. En que recuerda que es la mujer de un
hombre. También a ella el deseo la ha alcanzado de lleno. El que él haya
muerto no quita que ella le desee. No puede más de deseo de él, muerto.
Cuerpo vacío, jadeante. Tiene la boca húmeda. Su postura es la de una
mujer llena de deseo, impúdica hasta la vulgaridad. Más impúdica que en
ninguna otra parte. Repugnante. Desea a un muerto.

RIVA TOCA LOS OBJETOS DE SU HABITACIÓN «RECUERDO HABER VISTO YA…»

Cualquier cosa puede ser vista por Riva en este estado. Todo un conjunto de
objetos, o cada uno de ellos por separado. Igual da. Todo será visto por ella.

RIVA LAME EL SALITRE DEL SÓTANO

A falta de otra cosa, el salitre también se come. Sal de piedra. Riva se come
las paredes. Las besa también. Está en un universo de paredes. El recuerdo
de un hombre se encuentra entre esos muros, incorporado a la piedra, al
aire, a la tierra.

ENTRA UN GATO EN EL SÓTANO DE NEVERS

El gato, siempre igual a sí mismo, entra en el sótano. Riva ha olvidado que


existían los gatos.
Los gatos son completamente domésticos. Sus ojos no están domesticados.
Los ojos del gato y los ojos de Riva se parecen y se miran. Vacíos. Es casi
imposible sostener la mirada de un gato. Riva sí puede.
Penetra poco a poco en la mirada del gato. En el sótano ya sólo hay una
mirada, la del gato-Riva.
La eternidad escapa a todo calificativo. Eso no es ni bonito ni feo. ¿Puede
ser un guijarro, el ángulo brillante de un objeto? ¿La mirada del gato? Todo
a la vez. El gato que duerme. Riva que duerme. El gato que vela. ¿El
interior de la mirada del gato o el interior de la mirada de Riva? Pupilas
circulares en las que nada se queda prendido. Inmensas. Circos vacíos. En
los que el tiempo resuena.

LA PLAZA DE NEVERS VISTA POR RIVA


La plaza sigue. ¿A dónde va esa gente? Tienen su razón. Las ruedas de
bicicleta parecen soles. Se mira mejor lo que se mueve que lo que no se
mueve. Ruedas de bicicletas. Los pies. Todo se mueve sin cambiar de sitio.
A veces, es el mar. Incluso bastante regularmente es el mar. Más adelante
sabrá que lo que ella toma por el mar, es la aurora. Le da sueño, la aurora, el
mar.

RIVA, ECHADA, CON LAS MANOS EN EL PELO

Desde el momento que no está muerta, su pelo vuelve a crecer. Tenacidad


de la vida. De día y de noche, sus cabellos crecen. Bajo el pañuelo, poco a
poco. Me acaricio la cabeza suavemente. Resulta más agradable de tocar.
Ya no pincha los dedos.

EL CORTE DE PELO DE RIVA EN NEVERS

Le cortan el pelo al rape.


Lo hacen casi distraídos. Vamos a hacerlo. Aunque tenemos bastantes más
cosas que hacer en otra parte. Pero cumplimos con nuestro deber.
El viento caliente que llega a la plaza recorre el lugar. Y sin embargo, se
está más fresco que en ningún otro sitio.
La muchacha que están rapando, es la hija del farmacéutico. Casi tiende la
cabeza a las tijeras. Casi ayuda a la operación, como con un automatismo
adquirido, ya. A la cabeza le sienta bien que la rapen, así está más ligera.
(Está llena de cabellos que le han caído encima.)
En algún lugar de Francia están cortándole el pelo al rape a alguien. Aquí, a
la hija del farmacéutico. Con el viento del atardecer llega la Marsellesa
hasta la galería y estimula al ejercicio de una pronta y estúpida justicia. No
tienen tiempo para ser inteligentes. La galería es un teatro en el que no se
representa nada. Nada. Hubiera podido representarse algo pero no ha tenido
lugar la representación.
Una vez rapada, la muchacha sigue esperando. Está a su disposición. Se ha
hecho mucho daño en la ciudad. Eso es bueno. Da hambre. Esta chica tiene
que marcharse. Está feo, tal vez es hasta repugnante. Como parece querer
quedarse ahí, hay que echarla. La echan como si fuera una rata. Pero no
puede subir la escalera muy deprisa, todo lo deprisa que sería de desear. Se
diría que tiene ante ella un tiempo inmenso. Se diría que esperaba algo más
que no ha sucedido. Que está casi decepcionada de tener que moverse aún,
avanzar las piernas, desplazarse. Encuentra que la barandilla está para
ayudarse a hacer todo eso.

A MEDIANOCHE, RIVA VUELVE A CASA, CON EL PELO CORTADO AL RAPE

Riva mira a su madre que viene hacia ella. «Y decir que tú me echaste al
mundo» no sería bastante para expresar la mirada de Riva. Lo que mejor la
explicaría es: «¿Qué quiere decir esto?».
Riva frunce tal vez algo las cejas e interroga al cielo, a su madre. Ha
llegado al límite exacto de sus fuerzas. Cuando su madre llegue a ella,
estará más allá de sus fuerzas y caerá en brazos de su madre como
desvanecida. Pero sus ojos permanecerán abiertos. Lo que en ese momento
ocurre entre Riva y su madre es sólo físico. La madre cogerá a Riva con
destreza. Conoce muy bien el peso de su hija. Riva se apretará contra el
cuerpo de su madre, donde, desde que era niña, está acostumbrada a esperar
que pasen las penas.
Riva tiene frío. Su madre le frotará los brazos y la espalda. Besará la cabeza
afeitada de su hija sin darse cuenta. Sin patetismo alguno, nada. Su hija
vive. Es una dicha, relativamente. Se la lleva a casa.
La arranca literalmente, hay que arrancarla de ese árbol. Riva pesa en ese
momento lo mismo que pesará después de muerta.

RETRATO DE RIVA. LA VUELTA DE LA RAZÓN

Da vueltas sobre sí misma. Ha pasado tiempo.


Su locura es ahora movediza. Tiene que moverse. Da vueltas sobre sí
misma. El círculo va cerrándose pero se hará añicos. Es la última época.
El rostro de Riva está como enyesado. Ese rostro no ha servido desde hace
meses. Los labios se han hecho delgados. La mirada puede adelgazar. Y el
cuerpo no significar ya nada. El cuerpo de Riva, cuando ella da vueltas, no
sirve más que para aguantar la cabeza. Ella le llama todavía, pero
lentamente y a intervalos muy largos. Recuerdo del recuerdo. El cuerpo está
sucio, deshabitado. Va a ser libre, lo será de un momento a otro. Va a
estallar el círculo. Ella destruye un orden imaginario, vuelca objetos; los
mira del revés.

LOCURA DE RIVA

Cuando al mirar los ángulos bajos de la habitación reconoce algo, le


tiemblan los labios. ¿Sonríe o llora? Es lo mismo. Escucha. Se diría que
está preparando una mala jugada. Pero no. Escucha solamente las campanas
de San Esteban. Consumación total del dolor. Escucha el ruido de la ciudad.
Luego vuelve de nuevo sobre sí misma. De pronto se estira. La razón que
ella recobra asusta. Aparta algo con los pies, ¿qué? Sombras.

RIVA LLEGA AL MUELLE DEL LOIRE, A LAS DOCE DEL MEDIODÍA

Riva llega a lo alto de la escalera del muelle como una flor.


Falda redonda y corta. Nacimiento de los muslos y de los senos.

SALIDA DE RIVA, AL ALBA, POR LOS MUELLES DEL LOIRE

Me dejan salir. Estoy muy cansada. Demasiado joven para sufrir, dicen.
Hace un tiempo agradable, dicen. Ocho meses ya, dicen. Mi pelo es largo.
No pasa nadie. Ya no tengo miedo. Aquí estoy. No sé a qué me preparo…
Mi madre vigila mi salud con este fin. Yo vigilo mi salud. No hay que mirar
demasiado el Loire, dicen. Yo lo miraré.
Pasan algunas personas por el puente. A veces la vulgaridad es
impresionante. Es la paz, dice la gente. Esas personas son las que me
raparon. Nadie me ha rapado. El Loire es quien me coge los ojos.
Lo miro y no consigo apartarlos del agua. No pienso en nada, en nada. Qué
orden.
RIVA SE MARCHA A PARÍS, DE NOCHE

Qué orden. Tengo que marcharme. Me voy. En medio de un orden


restablecido. Nada más que existir puede pasarme. De acuerdo.
Hace una buena noche. Dejo el Loire. El Loire está todavía al fondo de
todos los caminos. Paciencia. El Loire desaparecerá de mi vida.

NEVERS
(A título informativo)

RIVA CUENTA ELLA MISMA SU VIDA EN NEVERS

A las siete de la tarde, la catedral de San Esteban daba la hora. La farmacia


cerraba.
Educada en la guerra, yo no le prestaba la menor atención, a pesar de mi
padre, que me hablaba de ella todas las noches.
Yo ayudaba a mi padre en la farmacia. Era preparadora. Acababa de
terminar la carrera. Mi madre[12] vivía en un departamento del sur. Iba a
verla varias veces al año, en vacaciones.
A las siete de la tarde, en invierno y en verano, tanto en las noches negras
de la ocupación como en los soleados días de junio, la farmacia cerraba. A
mí siempre me parecía demasiado pronto. Subíamos a las habitaciones del
primer piso. Todas las películas eran alemanas, o casi todas. El cine me
estaba prohibido. El Campo de Marte, bajo las ventanas de mi habitación,
de noche, se hacía aún más grande.
El Ayuntamiento no tenía bandera. Tengo que remontarme a mi primera
infancia para recordar los faroles encendidos.
Cruzaron la línea de demarcación.
Llegó el enemigo. Hombres alemanes atravesaban la plaza del Campo de
Marte cantando, a horas fijas. A veces venía alguno a la farmacia.
Vino también el toque de queda.
Luego Stalingrado.
Fusilaron hombres junto a las murallas.
Otros hombres fueron deportados. Otros escaparon para unirse a la
Resistencia. Algunos se quedaron allí, llenos de susto y de riquezas. El
mercado negro hizo su agosto. Los niños del barrio obrero de San… se
morían de hambre mientras en el «Grand Cerf» se comía foie gras.
Mi padre daba medicinas a los niños del barrio de San… Yo se las llevaba
dos veces por semana, al ir a clase de piano, después de cerrar la farmacia.
A veces volvía tarde. Mi padre me acechaba detrás de los postigos. Algunas
noches, mi padre me pedía que tocara el piano para él.
Cuando terminaba de tocar, mi padre se quedaba silencioso, y su
desesperación se hacía más patente. Pensaba en mi madre.
Cuando terminaba de tocar, por la noche, así, asustada del enemigo, mi
juventud se me echaba encima. Pero no le decía nada a mi padre. El me
decía que yo era su único consuelo.
Los únicos hombres de la ciudad eran alemanes. Yo tenía diez y siete años.
La guerra no se acababa nunca. Mi juventud era interminable. No conseguía
salir ni de la guerra ni de mi juventud.
Morales de orden diverso llenaban ya mi espíritu de confusión.
El domingo era fiesta para mí. Bajaba toda la ciudad en bicicleta para ir a
Ezy a buscar la mantequilla que requería mi crecimiento. Iba bordeando el
Niévre. A veces, me detenía debajo de un árbol y me impacientaba por lo
larga que era la guerra. Mientras que yo crecía hacia y contra el ocupante.
Hacia y contra aquella guerra. Siempre me gustaba mucho ver el río.
Un día, un soldado alemán vino a la farmacia a curarse una mano quemada.
Estábamos solos los dos en la farmacia. Yo le curaba la mano tal como me
habían enseñado, con odio. El enemigo me dio las gracias.
Volvió. Estaba mi padre y me pidió que me ocupara yo.
Y otra vez le curé la mano, en presencia de mi padre. Yo no levantaba los
ojos hacia él, tal como me habían enseñado.
Pero aquella noche sentí un especial cansancio de la guerra. Se lo dije a mi
padre. No me contestó.
Toqué el piano. Luego apagamos. Me pidió que cerrara los postigos.
En la plaza, apoyado en un árbol, había un muchacho alemán con una mano
vendada. Le reconocí en la oscuridad por la mancha blanca que su mano
ponía en la sombra. Fue mi padre quien cerró la ventana. Y por primera vez
en mi vida supe que un hombre me había estado escuchando tocar el piano.
Aquel hombre volvió al día siguiente. Y entonces vi su cara. ¿Cómo seguir
evitándolo? Mi padre vino hacia nosotros. Me apartó y le comunicó a aquel
enemigo que su mano no necesitaba ya cuidado alguno.
Aquella noche mi padre me pidió expresamente que no tocara el piano.
Bebió mucho más vino que de costumbre, en la mesa. Yo obedecí a mi
padre. Me pareció que se había vuelto algo loco. Me pareció borracho o
loco.
Mi padre quería a mi madre con amor, locamente. Seguía queriéndola. El
estar separado de ella le hacía sufrir mucho. Desde que ella no estaba, mi
padre se había dado a la bebida.
A veces, se iba a verla y me confiaba la farmacia.
Se fue al día siguiente, sin volver a hablarme de la escena de la víspera.
Al día siguiente era domingo. Llovía. Yo me dirigía a la granja de Ezy. Me
detuve, como de costumbre, bajo un álamo, junto al río.
El enemigo llegó junto a mí, bajo aquel mismo árbol. Iba también en
bicicleta. Tenía la mano curada.
No se marchaba. La lluvia caía, espesa. Luego salió el sol, en medio de la
lluvia. Dejó de mirarme, sonrió, y me pidió que observase cómo a veces el
sol y la lluvia podían estar juntos, en verano.
Yo no dije nada. Pero miré la lluvia.
Entonces me dijo que me había seguido hasta allí. Que no se iría.
Yo me marché. El me siguió.
Durante todo un mes, me estuvo siguiendo. Ya no me detuve más junto al
río. Nunca. Pero él estaba apostado allí, todos los domingos. Cómo no iba a
saber que estaba allí por mí.
No le dije nada a mi padre.
Empecé a soñar con un enemigo, de día y de noche.
Y en mis sueños, la inmoralidad y la moral se mezclaron de tal forma que
pronto fue imposible distinguir una de otra. Cumplí veinte años.
Una noche, en el barrio de San…, al doblar una esquina, alguien me cogió
por los hombros. Yo no le había visto llegar. Era de noche, las ocho y media
de la noche, en julio. Era el enemigo.
Nos encontrábamos en los bosques. En las trojes. Entre las ruinas. Y luego,
en habitaciones.
Un día, mi padre recibió un anónimo. Empezaba el desastre. Estábamos en
julio de 1944. Yo negué.
Fue también bajo los álamos que bordean el río donde él me comunicó su
marcha. Salía para París al día siguiente, en camión. Era feliz porque
aquello era el final de la guerra. Me habló de Baviera, donde yo tenía que ir
a reunírmele. Donde teníamos que casarnos.
Había ya disparos por la ciudad. La gente arrancaba las cortinas negras. Las
radios funcionaban de día y de noche. A ochenta kilómetros de allí,
convoyes alemanes yacían por las torrenteras.
Yo exceptuaba a aquel enemigo de todos los demás.
Era mi primer amor.
Ya no era capaz de vislumbrar la menor diferencia entre su cuerpo y el mío.
Ya no era capaz de ver entre su cuerpo y el mío más que una escandalosa
semejanza.
Su cuerpo se había convertido en el mío, yo ya no conseguía distinguirlo.
Yo me había convertido en la negación viviente de la razón. Y todas las
razones que hubieran podido oponerse a aquella falta de razón, yo las habría
barrido, y cómo, como castillos de naipes, y como, precisamente, por
razones puramente imaginarias. Que quienes no hayan sabido nunca lo que
es verse así desposeídos de sí mismos, me arrojen la primera piedra. Yo ya
no tenía más patria que el amor mismo.
Le dejé una nota a mi padre. Le decía que el anónimo había dicho la
verdad: que quería a un soldado alemán desde hacía seis meses. Que quería
seguirle a Alemania.
En Nevers, la resistencia flanqueaba ya al enemigo. Ya no había policía.
Volvió mi madre.
El se iba al día siguiente. Habíamos quedado en que me llevaría en su
camión, debajo de las lonas de camuflaje. Nos imaginábamos que
podríamos no separarnos nunca.
Volvimos a ir al hotel, otra vez. Al amanecer él se marchó a reunirse con su
acantonamiento, hacia San Lázaro.
Debíamos encontrarnos a las doce del mediodía, en el muelle del Loire.
Cuando llegué, a las doce, al muelle del Loire, aún no estaba muerto del
todo. Habían disparado desde un jardín del muelle.
Permanecí echada sobre su cuerpo todo el día y toda la noche siguiente.
Al otro día vinieron a buscarle y le metieron en un camión. Aquella noche
se liberó la ciudad. Las campanas de San Lázaro llenaron la ciudad. Me
parece que sí, que lo oí.
Me metieron en un almacén del Campo de Marte. Allí, algunos dijeron que
había que pelarme al rape. A mí me daba igual. El ruido de las tijeras en la
cabeza me dejó completamente indiferente. Cuando estuvo hecho, un
hombre de unos treinta años me llevó por las calles. Hubo seis que me
rodearon. Cantaban. Yo no sentía nada.
Mi padre, detrás de los postigos, debió de verme. La farmacia estaba
cerrada a causa de la deshonra.
Me volvieron a llevar al almacén del Campo de Marte. Me preguntaron qué
quería hacer. Yo dije que me daba lo mismo. Entonces me aconsejaron que
volviera a casa.
Eran las doce de la noche. Escalé el muro del jardín. Hacía muy buen
tiempo. Me eché en la hierba para morir. Pero no me morí. Tuve frío.
Estuve llamando a mamá mucho tiempo… Hacia las dos de la madrugada
se iluminaron los postigos.
Me hicieron pasar por muerta. Y viví en el sótano de la farmacia. Podía ver
los pies de la gente, y, de noche, la gran curva de la plaza del Campo de
Marte.
Me volví loca. De maldad. Según parece, le escupía a mi madre en la cara.
Guardo pocos recuerdos de aquel período en que me volvió a crecer el pelo.
Sólo recuerdo que le escupía a mi madre a la cara.
Después, poco a poco, empecé a distinguir el día de la noche. Empecé a
darme cuenta de que la sombra llegaba a los ángulos de las paredes del
sótano hacia las cuatro y media y de que el invierno, una vez, se terminó.
De noche, ya tarde, me dejaban salir a veces con capucha. Y sola. En
bicicleta.
Tardó un año en crecerme el pelo. Sigo creyendo que si los individuos que
me lo cortaron al rape hubieran pensado en el tiempo que hace falta para
que el pelo vuelva a crecer hubieran vacilado antes de pelarme. Por la falta
de imaginación de los hombres es por lo que fui deshonrada.
Un día, vino mi madre para darme de comer, como solía hacer. Me
comunicó que había llegado el momento de marcharme. Me dio dinero.
Me marché a París en bicicleta. El camino era largo pero hacía calor. Era
verano. Cuando llegué a París, al cabo de dos noches y un día, la palabra
Hiroshima aparecía en todos los periódicos. Era una noticia sensacional.
Mis cabellos tenían ya una longitud decente. Nadie fue rapado.

RETRATO DEL JAPONES

Es un hombre de unos cuarenta años. Alto. Tiene una cara muy


«occidentalizada».
La elección de un actor japonés de tipo occidental debe interpretarse de la
siguiente manera:
Un actor japonés de tipo japonés muy acusado se expondría a que la gente
creyera que la francesa es seducida por el protagonista porque es japonés.
Por consiguiente, caeríamos, tanto si se quiere como si no, en la trampa del
exotismo, y en el involuntario racismo inherente necesariamente a todo
exotismo.
El espectador no debe decir: «¡Qué seductores son los japoneses!», sino:
«¡Qué seductor es ese hombre!».
Esta es la razón de que sea preferible atenuar la diferencia de tipo entre los
dos héroes. Si el espectador no olvida nunca que se trata de un japonés y
una francesa, el alcance profundo de la película desaparece. Si el espectador
lo olvida, se consigue ese profundo alcance.
Monsieur Butterfly no hace al caso. Como tampoco Mademoiselle de Paris.
Hay que contar con la función igualitaria del mundo moderno. Y hacer
trampas incluso para transcribirla. Sin eso, ¿qué interés tendría hacer un
film franco-japonés? Es preciso que ese film franco-japonés no parezca
nunca franco-japonés, sino anti-franco-japonés. Sería una victoria.
De perfil, casi podría ser francés. Frente alta. Boca ancha. Labios
pronunciados pero duros. Ninguna afectación en el rostro. Ningún ángulo
bajo el cual pudiera aparecer una imprecisión (una indecisión) en los
rasgos.
En resumen, es de tipo «internacional». Su seducción debería ser
inmediatamente reconocible por todo el mundo como la de los hombres que
han llegado a la madurez sin cansancio prematuro, sin subterfugios.
Es ingeniero. Hace política. Esto no es una casualidad. Las técnicas son
internacionales. El juego de las coordenadas políticas también lo es. Ese
hombre es un hombre moderno. Listo en lo esencial. No estaría
profundamente desplazado en ningún país del mundo.
Coincide con su edad, tanto física como moralmente.
No ha «hecho trampas» con la vida. No ha tenido que hacerlo: es un
hombre a quien su existencia ha interesado siempre lo bastante como para
no «arrastrar» tras de sí un mal de adolescencia que tan a menudo hace, de
los hombres de cuarenta años, falsos jóvenes aún a la búsqueda de algo que
hacer, para parecer seguros de sí mismos. El, si no está seguro de sí, es por
buenas razones.
No tiene una verdadera coquetería pero tampoco es descuidado. No es un
donjuán. Tiene una mujer a la que quiere, y dos hijos. No obstante le gustan
las mujeres. Pero nunca ha hecho carrera «de mujeriego». Cree que ese tipo
de carrera es una carrera de despreciable sustitutivo, y algo más sospechoso.
Que quien no ha sabido nunca lo que es el amor de una sola mujer no ha
conocido el amor y ni siquiera la virilidad.
Por eso mismo es por lo que vive con esa joven francesa una auténtica
aventura, aunque sea fortuita. Porque no cree en el valor de los amores
fortuitos es por lo que vive con la francesa un amor fortuito con esa
sinceridad, con esa violencia.

RETRATO DE LA FRANCESA

Tiene treinta y dos años.


Es más atractiva que guapa.
En cierto modo podría llamársela también a ella «The Look». Todo en ella,
palabra, movimiento, «pasa por su mirada».
Esa mirada se olvida de sí misma. Esa mujer mira por su cuenta. Su mirada
no consagra su comportamiento, sino que lo desborda siempre.
En el amor, sin duda, todas las mujeres tienen bonitos los ojos. Pero a ésta,
el amor la arroja al desorden del alma (elección voluntariamente
stendhaliana del término) algo más pronto que a las demás mujeres. Porque
está más «enamorada del amor mismo» que las demás mujeres.
Sabe que de amor no se muere. Ella tuvo, en el curso de su vida, una
espléndida ocasión de morir de amor. No murió en Nevers. Desde entonces,
y hasta este día, en Hiroshima, en que conoce a ese japonés, arrastra en ella,
con ella, el «vacío del alma» de una mujer que vive en prórroga con una
ocasión única de decidir su destino.
No es el hecho de haber sido rapada y deshonrada lo que marca su vida,
sino ese fracaso en cuestión: no murió de amor el 2 de agosto de 1944, en
aquel muelle del Loire.
Esto no está en contradicción con su actitud para con el japonés en
Hiroshima. Por el contrario, está en relación directa con su actividad para
con ese japonés… Lo que le cuenta al japonés, es esa ocasión que, al mismo
tiempo que la perdía, la definió.
El relato que ella hace de aquella ocasión perdida la transporta literalmente
fuera de sí y la lleva hacia ese hombre nuevo.
Entregarse en cuerpo y alma, es eso.
Es la equivalencia no sólo de una posesión amorosa, sino también de un
matrimonio.
Ella entrega a ese japonés —en Hiroshima— lo que de más caro tiene en el
mundo, su propia expresión actual, su supervivencia a la muerte de su amor,
en Nevers.
Notas
[1]Algunos espectadores de la película han creído que ella «terminaba»
quedándose en Hiroshima. Es posible. No opino. Habiéndola llevado al
limite de su negativa a quedarse en Hiroshima, no nos ha preocupado saber
si —terminada la película— ella llegaba a infringirla <<
[2] Lo que va entre corchetes no ha sido utilizado <<
[3]Partiendo del texto inicial, muy esquemático, Resnais ha incluido gran
número de documentos del Japón. Por ello el texto Inicial ha sido no sólo
Desbordado sino también modificado y considerablemente aumentado
durante el montaje de la película <<
[4] Regularmente, volvemos a los cuerpos unidos <<
[5]Esta frase es casi textualmente una frase de Hershey en su admirable
reportaje sobre Hiroshima. Yo me he limitado a incluirla a propósito de los
niños mártires <<
[6] Inteligence en el original: falta voluntariamente dejada por Resnais <<
[7] Resnais ha elegido un globo florido <<
[8] Resnais les hace perderse entre la multitud <<
[9]En lugar de elegir entre estas tres versiones, A. Resnais adoptó la
solución de darlas las tres <<
[10] En japonés. No traducido. <<
[11]Sin orden cronológico. «Hágalo como si comentara las imágenes de una
película ya hecha», me dijo Resnais <<
[12] La madre de Riva era o judía [o separada de su marido] <<

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